de Alberto Julián
Pérez
Armando
se puso otro pullover, saludó a su madre y salió de la casilla. Su hermano
menor ya estaba junto al carrito, ajustando el espejo de bicicleta que había
colocado en la tabla del costado. Armando le revolvió el pelo cariñosamente.
Después agarró las varas y empujó. Las calles de la villa estaban envueltas en
una luz opaca. El carrito se tambaleaba en los desniveles del camino. Juancho
corrió hacia la parte de adelante y se echó en él. Por el espejito espiaba a
Armando. Le hizo una morisqueta y se rió. Pasaron por el campito. Unos chicos
estaban jugando un picado. Armando vio como la pelota se perdía entre los pies
de los jugadores en una nube de polvo. Uno de ellos levantó la mano
saludándolos. Armando y Juancho hicieron lo mismo.
- Es el Cholo – dijo Juancho.
Sin responderle su hermano siguió la
marcha. Cuando llegaron al asfalto ya era de noche. Armando detuvo el carro un
momento. Juan bajó y se sentó en el cordón de la vereda.
-Vamos pibe, que hay que trabajar – dijo
Armando.
Juancho fingió enojo, levantó los puños
cerrados a la altura de la cara y desafió a su hermano. Lo esperó agazapado. Armando
le siguió el juego. Juancho le tiró un golpe y otro. Su hermano le respondía
con las manos abiertas. Después de unos pocos minutos se detuvieron. Armando
agarró las varas del carro y volvió a empujar. Las ruedas repiquetearon con
monotonía en las irregularidades del asfalto. Una luz amarillenta iluminaba la
calle. Al costado, las ramas desnudas de los árboles proyectaban un tejido de
sombras sobre las casas.
Armando le dio las varas
del carro a Juancho y se lanzó en una carrera entrecortada contra los bultos
blanquecinos arrinconados junto a las puertas de las viviendas. Los levantaba
sin dejar de correr. Cargaba cuatro o cinco paquetes y volvía al carro. Juancho
los iba acomodando. Al rato, Armando, fatigado, se detuvo. Su hermanito lo
reemplazó. Recogía los paquetes de basura mientras Armando empujaba el carro. Armando
inspiró profundamente varias veces. Su respiración se sosegó. Poco después le
hizo señas a Juancho para que volviera y siguió con el trabajo de la
recolección.
Regresaron
a la casilla pasadas las diez de la noche. El cielo se había despejado y
brillaban algunas estrellas. Dejaron el carrito, cargado de envoltorios de
basura, a un costado y entraron. La madre y el padrastro ya se habían acostado
y dormían abrazados en el catre. Ella escuchó el ruido y se levantó.
-¿Les fue bien?- preguntó.
Ellos asintieron con la cabeza. La madre
encendió el calentador e hizo mate cocido. Sacó pan de una bolsa. Los chicos
comieron en silencio. Enseguida se fueron a acostar.
No
había amanecido aún cuando el padrastro fue a despertar a Armando. Se levantó
sin hacer ruido. Juancho dormía. La madre ya se había ido. Campos le tendió un
tazón de mate cocido. Armando tiritó y se limpió la nariz.
-¿No va a la escuela el Juancho? -
preguntó Campos.
- No quiere ir más - respondió él.
Armando lo miró con su cara morena de
adolescente hecho a la vida dura. Campos no dijo nada. Los había ayudado desde
que al padre de ellos lo mató la policía. Los quería mucho.
Salieron.
Hacía frío. Armando empezó a dar saltitos para calentarse. Estaba oscuro
todavía. Campos enderezó las varas del carrito y empujó. Pasaron por entre las
casillas y las zanjas de aguas servidas. El camino estaba poceado y la marcha
era dificultosa. Anduvieron un rato. No muy lejos se divisaba la masa
heterogénea de chimeneas de la ciudad de Rosario. El campo abierto traía un
olor de pasto húmedo. El sol ya salía, como trepándose al horizonte. A los
costados fueron apareciendo montones de viruta oxidada sobre la tierra matizada
de pasto. Después montañas de basura que despedían un olor fuerte. Sobre ellas
algunos hombres se inclinaban, revolviendo con laboriosidad. Parecían hormigas.
-¿Cómo va, Campos?-saludó uno.
-¿Cómo va a ir?-respondió Campos con voz
ronca.
Dejaron el camino y se
metieron por un sendero estrecho bordeado de pilas de basura. Junto a una de
ellas, Campos volcó el contenido del carrito. Después, entre los dos, fueron
abriendo cuidadosamente los paquetes.
-Es bastante buena-dijo Campos.
Armando se sonrió.
-Yo saco el vidrio y las latas, vos el
plástico y el cartón - agregó Campos.
Platos rotos y latas vacías aparecían en
los envoltorios de papel de diario. Botellas plásticas de detergente, frascos
de remedios, envases de desodorante, a los que tenían que rescatar de entre los
restos de comida: fideos gomosos, huesos mal descarnados, cáscaras de fruta.
Tiraban lo que no servía en la montaña de basura y formaban pilas con todo lo
útil.
Cuando terminaron el sol
ya estaba alto. Serían como las diez de la mañana. El olor que despedía la
basura era más fuerte ahora. Algunos de los otros también habían terminado.
Estaban haciendo fuego al costado del camino, en una hondonada, protegidos del
viento. Campos y Armando se acercaron al grupo. Uno les pasó una botella de
vino y tomaron un trago. Armando se calentó las manos sucias en el fuego.
- Hoy nos tienen que pagar - dijo el
Gallina.
- Vos Chancha, que sos el jefe… - dijo
Campos – Hoy nos tienen que pagar.
La Chancha asintió con su cabeza enorme.
Sus pequeños ojitos miraron comprensivamente desde el fondo de su cara inflada.
- Les diré cuando lleguen, a ver qué pasa.
- Siempre se quejan de que lo que sacamos
de la basura no es bueno. Hacemos lo que podemos. Los de la ciudad tiran
porquerías, no es culpa nuestra - dijo otro.
- Hay que ponerse firmes hasta que aflojen
y paguen lo que nos deben - agregó el Gallina.
Armando y Campos permanecieron
junto al fuego en silencio. Armando se recostó a un costado, sobre la tierra.
Contrajo su cuerpo, como para retener el suave calor de los rayos del sol de
invierno. Pensó en su madre, que a esa hora estaría limpiando los baños de las
oficinas del centro. Ella era muy buena, les pedía que estudiaran. “Vayan a la
escuela - les decía - Déjenme el trabajo a mí.”
El a los once años había
abandonado la escuela. No le gustaba. La maestra los trataba mal.
-Todos Uds. son iguales - les decía - No hacen
nada.
Y ahora Juancho no quería ir más. No sabía
por qué. Su hermana mayor, la Julia, tampoco había terminado la escuela
primaria. Se había ido de la casa y decían que hacía su vida por ahí. Tenía
dieciocho años y era linda. Andaba bien vestida, pero no los ayudaba. La veían
poco.
El hacía cuatro años que
tiraba del carrito, todas las noches y las mañanas, sino no se podía, la plata
no alcanzaba. Suerte que Campos estaba con ellos. Hacía ya tres años que vivía
con su madre. Un año después de que a su papá lo mató la policía. Campos había
sido amigo del padre. Siempre les hablaba bien de él. Armando sentía admiración
por Campos. A veces por la tarde salía a ayudarle: algunos días tenían que
hacer un pozo ciego para una cloaca, otros levantar una pared o descargar
ladrillos.
Como a las diez y media
se divisó al final del camino una nube de tierra. Eran dos camiones que se
aproximaban. Todos se pusieron de pie. Enseguida llegaron, precedidos por un
auto blanco. De él descendió el Rubio, en medio del polvo que había levantado
el coche al frenar. Armando lo conocía, lo había visto una vez con su hermana. Estaba
vestido con un traje color natural que lo hacía más alto. El viento agitaba sus
cabellos. Saludó con la mano y levantó sus anteojos ahumados sobre su cabeza
para ver mejor. Los hombres lo rodearon. La Chancha, que había aceptado su
responsabilidad, fue el primero en hablar.
-Hoy nos tienen que pagar - le dijo.
-No se apuren, muchachos - respondió el
Rubio - A Uds. les gusta más reclamar que trabajar.
-Hace quince días que nos tendrían que haber
pagado.
-Esa plata ya la tenemos ganada de hace
rato - dijo Campos.
-Miren, Uds. saben que somos generosos, lo
que les pagamos nosotros no se los paga nadie. Tendrían que estar agradecidos -
continuó el Rubio - ¿Qué hacen Uds.? Juntar basura. Es un trabajo que puede
hacer cualquiera.
-Ud. sabe que somos de pocas palabras. No
nos envuelva con tanto discurso. Nos tiene que pagar. No podemos esperar más. O
nos paga o no se lleva lo que recogimos - dijo la Chancha.
Todos se miraron. Eso no lo habían acordado,
pero nadie dijo nada.
-Nos tiene que pagar ahora - continuó.
-¿Yo les dije que no les iba a pagar? - dijo
el Rubio. Permaneció unos segundos callado, como pensando - Uds. no entienden -
agregó -¿Se creen que nos vamos a quedar con la plata de Uds.? Hubieran tenido
un poco de paciencia.
Se volvió y entró en el
auto buscando algo. Los camioneros, atrás, observaban sin bajar de los
vehículos. El Rubio salió con una cajita de metal azul. La abrió y un fajo de
billetes apareció a la vista de todos. Los tomó y se los dio a la Chancha.
-Para que vean que cumplimos - dijo.
La Chancha los contó rápidamente.
-Esto es menos de la mitá-dijo con
desagrado.
-Eso es todo-contestó el Rubio. Se arregló
el nudo de la corbata, y después se puso a jugar con la solapa del saco, sin
bajar la mano.
-Las entregas anduvieron flojas últimamente,
Uds. lo saben. No podemos pagar más si lo que recogen no es bueno - agregó.
Los hombres se miraron,
confundidos. La Chancha no sacaba la vista de los billetes que tenía en la
mano. Su gran abdomen se movía al ritmo de su respiración agitada. Tenía la
cara congestionada. Miró al Rubio.
-Nos tiene que dar todo ahora - dijo con
voz pastosa - Queremos lo que nos debe.
El Rubio se estremeció. La Chancha dio un
paso adelante. El Rubio, con movimiento nervioso, metió la mano en el saco y
extrajo una pistola. La Chancha, enceguecido, se le echó encima. El Rubio no
disparó. La Chancha lo tomó por la muñeca.
-¡Soltá, hijo de puta!-gritó el Rubio.
La Chancha apretó más. Empezaron a
forcejear. Los demás los rodearon. En el centro, el Rubio trataba de zafar su
mano armada de la de la Chancha, firme como tenaza. En un esfuerzo desesperado
por soltarse concentró todo el peso de su cuerpo sobre la mano derecha. Aún
sostenía la pistola. Giró bruscamente el brazo. Sonó un tiro. Campos dio un
paso adelante y se arrodilló lentamente. Se llevó la mano derecha al pecho como
para contener el chorro de sangre que brotó de él. Fue cayendo hasta tocar el
suelo, estiró su cuerpo sobre la tierra y quedó de espaldas. La Chancha se acercó
a él, se agachó y lo dio vuelta. Sus ojos estaban muy abiertos. No podían hacer
nada. La respiración se hizo ronca y entrecortada. Pronto cesó. Estaba muerto.
-¡Esto lo hicieron Uds.!-gritó el Rubio.
Nadie atinó a moverse. El
grito histérico del Rubio no los conmovió. Parecían absortos en la
contemplación de la muerte. A Armando lo recorrió un temblor. No podían quitar la
vista del cadáver. Era un imán que atraía más y más. El silencio, como un luto,
se había apoderado de todas las gargantas. Ninguno, excepto Armando, atinó a
levantar su corazón por encima de la desgracia. Otra ráfaga nerviosa hizo que
su cuerpo vibrase. Bajó la vista, y vio en el suelo, junto a sus pies, un
vidrio largo y puntiagudo, como un cuchillo, cubierto en parte de tierra, que reverberaba
bajo el sol frío del invierno. Armando se agachó y lo tomó. Llevó
inmediatamente su mano hacia la espalda, para que los otros no se dieran cuenta.
Lo apretó fuerte hasta que un hilo de sangre tibia le bajó por la mano y siguió
hacia el suelo, en forma de gotitas espaciadas.
Sus ojos se clavaron con
odio en la cabeza del Rubio, que le daba la espalda. La pistola colgaba de su
mano derecha. Armando dio un paso hacia él, levantó su brazo terriblemente
armado y descargó un golpe fulminante. La punta sucia del vidrio filoso se
hundió en la cabellera espesa del Rubio, a la altura de la nuca. La sangre tiñó
súbitamente sus cabellos de oro. Después cayó pesadamente a tierra. Era un
hombre muerto. Su cara quedó sumergida con odio en el polvo, como para
comérselo. Mientras tanto, el cadáver sereno de Campos, a su lado, tenía los
ojos abiertos, y parecía contemplar el cielo. La flor abierta de su corazón no
había dejado de disparar efusiones de sangre.
Armando, elevado por su
decisión y su valor, parecía crecer junto a los cadáveres, en su figura de
vengador. Arrojó al suelo el arma precaria y dolorosa que había utilizado. Cayó
blandamente sobre el polvo, que la cubrió de un fino manto. El ruido de los
camiones, al ser puestos en marcha, hizo reaccionar al grupo.
-¿Y ésos? – preguntó uno señalando los
camiones.
-Lo vieron todo - dijo la Chancha – Ya no
podemos hacer nada. Mejor que se vayan.
El conductor del primer
camión tenía la cara pegada al parabrisas. Era un hombre joven, con el pelo muy
corto y bigote grueso. La Chancha le hizo señas de que se fuera. El primer
camión giró con dificultad. El otro lo siguió.
- ¿Y ahora…? - preguntó el Gallina.
- Ahora va a caer la cana - respondió uno.
La Chancha levantó los
brazos y se puso en el centro del grupo. Lo rodearon con impaciencia.
-Muchachos – dijo - que ninguno hable. Aquí
nadie sabe nada. Váyase cada uno a su casa.
No era momento de
discutir. La situación no lo permitía. Los cirujas fueron hacia donde estaban
sus carritos, los sacaron por entre la basura y formaron una lenta columna entre
el rechinar de ruedas y el polvo. Pasaron, en silencio, por delante de la
Chancha y Armando y salieron al camino.
El adolescente, con una
expresión de tristeza profunda, miró a sus compañeros. Sus labios gruesos
parecían tallados en piedra. Sus pómulos querían salirse de su cara. El sol
daba de lleno en su piel morena. La Chancha le entregó una parte del fajo de
billetes que le había dado el Rubio. Armando le agradeció con la cabeza y se lo
metió en el bolsillo.
- Les dije que se callaran, vos viste - le
explicó - pero la policía nos va a buscar. Lo vieron los camioneros. Alguno va
a hablar.
Armando lo miró agradecido. Sus ojos
reflejaban sorpresa e incredulidad ante lo que había ocurrido.
- ¿Cuántos años tenés? - le preguntó la
Chancha.
- Quince - respondió.
- El mató a Campos. Vos de rabia lo
mataste a él. Sos chico. No tenés edad para andar escapando. No te pueden dar
mucho. Te van a mandar a una cárcel para pibes, seguramente. Entregale la plata
a tu vieja - dijo la Chancha, como para convencerlo y convencerse de que eso
era lo que más convenía.
Armando señaló el cuerpo de su padrastro e
interrogó al líder con la mirada.
-Mejor dejalo donde está - dijo la Chancha
- Andate a tu casa y estate tranquilo. Cuando la policía nos pregunte yo les
diré que nos salvaste. Él estaba armado. Mató a Campos. Era peligroso. Dejá tu
carrito aquí, yo te lo llevo más tarde.
Armando dio medio vuelta
y empezó a caminar. Lloraba. Volvió su cabeza para mirar los cadáveres. Le
dieron ganas de regresar y abrazar a Campos. Se contuvo. Apretó los dientes
como para aguantar la pena de su inmenso dolor. A la distancia la ciudad
lanzaba frenética un humo negro. Parecía una gran fábrica que devoraba todo. Un mar de chimeneas. Pronto alcanzó las
primeras casillas. Paredes de madera vieja cubiertas en parte con latas de
Motor Oil y Nestlé. Siempre medio chuecas, como si se quejaran de su miseria.
Vio una canilla y se acercó a ella. Tomó un sorbo de agua y luego lavó su mano
herida. Ya había dejado de sangrar. Llegó a su casa. Entró. Su madre estaba con
Juancho.
- ¿Campos cuándo viene? - le preguntó ella,
al verlo solo.
- Pronto - dijo Armando.
Se puso a mirar a su madre y a Juancho.
- ¿Querés mate? - preguntó ella,
extendiéndole un tazón.
Sumergió en el tazón un
pedazo de pan. Le gustaba mojarlo. Sentir el gusto fuerte del mate y el calor
que le chorreaba por los labios. La puerta de la casilla dejaba filtrar un aire
frío por las rendijas.
- Hay que arreglar la puerta – dijo,
ensimismado.
- Arreglala vos - dijo Juancho.
- Ya la va a arreglar Campos - dijo la
madre.
Se recostó en la cama.
Sacó del bolsillo el fajo de billetes sin que lo vieran, levantó la punta del
colchón que estaba más cercana a su cabeza y lo metió debajo. Hundió
blandamente la cabeza en la almohada y estiró el cuerpo. Suspiró y se dejó
vencer por el sueño. Al rato despertó. Se sintió tranquilo, el miedo había
pasado. Ahora su mente estaba clara y pensaba con rapidez. Le parecía mentira lo
que había sucedido. Había matado al Rubio. ¿Qué hacer? ¿Decirle todo a su
madre? No podía, no le saldrían las palabras. ¿Qué sería de ella ahora? Sola
sin él y sin Campos. Juancho era muy chico para trabajar él solo con el carrito.
La policía vendría pronto
a buscarlo. Tal vez fuese mejor escapar. Pero no. Lo buscarían y después la
policía lo mataría como a su padre. La Chancha le había prometido que lo iba a
ayudar. Quizá mandara a algún chico para que empujara el carrito con Juancho.
Había dejado suficiente dinero bajo el colchón como para que su madre tuviera
sus necesidades cubiertas por un tiempo. La guacha de su hermana a lo mejor
iría a llorar al Rubio. Estaba contento de haberlo matado. Había vengado a
Campos. Se sentía un hombre. El Rubio ya no iba a hacer más daño a nadie.
Escuchó el ruido del
motor de un coche que se acercaba. Una vecina gritó. Venían a buscarlo
seguramente. Lo llevarían preso. La puerta de la casilla se abrió bruscamente y
entró un policía armado con una pistola. La madre se llevó la mano a la boca
para contener un grito. El se incorporó lentamente en la cama sin dejar de
mirar al policía.
-¿Vos sos Armando Larrosa?-preguntó el
oficial.
-Soy yo-dijo Armando.
Se hizo un silencio extraño. El policía se
llevó la mano izquierda a la cara para alisarse el grueso bigote negro. Después
levantó el brazo armado, le apuntó a la cabeza e hizo fuego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario