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jueves, 25 de enero de 2018

José Emilio Pacheco: su poética de la catástrofe

                                                                   Alberto Julián Pérez ©

            Hay varios motivos para pensar que José Emilio Pacheco (México, 1939-2014) es uno de los poetas que mejor representa nuestra sensibilidad contemporánea. Superado ya el momento de mayor prestigio de las Vanguardias hispanoamericanas durante la primera mitad del siglo veinte, y de las Neo-vanguardias durante los sesenta, en las que el mismo José Emilio fue un joven protagonista (con sus primeros dos libros de poesía: Los elementos de la noche, 1963 y El reposo del fuego, 1966), y oscurecido el interés en la poesía social de los poetas que adherían al Realismo Socialista (dada la crisis política y virtual desaparición actual de la proyección cultural del campo socialista), el mundo de la poesía contemporánea ve desaparecer lentamente de su horizonte cultural esos modos de expresión que fueron momentos cumbres en su historia literaria.[1]
            Frente a este vacío cobran nuevo significado las poéticas “deconstructivas”, poéticas de la negación, como la de Nicanor Parra (Chile, 1914-2018) y Carlos Germán Belli (Perú, 1927-  ), por su habilidad crítica para dialogar con el pasado literario y cuestionar total o parcialmente su legitimidad (Pérez 189-209). Contemporáneamente la poesía no disfruta del prestigio y el liderazgo cultural que poseyó en la primera mitad del siglo veinte durante el auge de las Vanguardias, ni tiene el brillo que la caracterizó durante la década del sesenta, en que resurgió el interés en el Realismo Socialista, luego del triunfo de la Revolución Cubana en 1959 (Pérez 170-188).[2] Poetas que durante los años sesenta y setenta, eran considerados “decadentes” y pequeño-burgueses, como Parra y Belli, y el mismo José Emilio Pacheco, escritor pesimista y anticelebratorio, que desconfía del brillo lírico y manifiesta una sensibilidad nostálgica, resultan ser ahora los individuos necesarios que nos ofrecen una lectura relativista y escéptica del mundo en que vivimos, y nos ayudan a entender nuestras limitaciones (Doudoroff 146-7).[3]
             Nuestro planeta es cada vez más inhabitable. En lugar de encontrar la ansiada liberación, caminamos hacia el desastre (Pérez 268-80). José Emilio refleja esta problemática en su obra. Es un poeta fundamentalmente ético: indaga en la conducta del hombre, su manera de entenderse a sí mismo y a los otros seres animados e inanimados. Su meditación se integra a una rica tradición de poetas del mundo hispano que fueron también pensadores morales, entre los que tenemos que incluir a Quevedo, Sor Juana, Samaniego, Martí, Unamuno, Parra, Monterroso.... Los escritores miran hoy el pasado con sentido crítico. Los sucesos históricos han demostrado las limitaciones de muchos valores en los que creíamos y guiaban nuestra interpretación de la realidad.[4]
México es un país que posee una gran historia poética. Contó con grandes autores en los siglos XIX y XX: Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, Amado Nervo, los poetas del grupo de la revista Contemporáneos, Octavio Paz, Gabriel Zaid, Homero Aridjis, Marco Antonio Montes de Oca, entre otros... Con esta tradición poética tuvo que “competir” Pacheco para encontrar su propia voz en la historia de la poesía mexicana (Hoeksema 81). Octavio Paz fue el escritor que más influyó en los escritores de su generación. Paz en su obra asoció el mundo onírico que proponía el Surrealismo al espacio mítico nacional mexicano. Desarrolló también una destacada labor como ensayista. Fue un intérprete esencial de la cultura de su país.
            Su poética revaluó el papel del hombre en su mundo nacional y, al mismo tiempo, extendió una mirada cosmopolita sobre la cultura. Abrió un camino poético nuevo. José Emilio Pacheco comenzó su carrera literaria bajo la égida de Paz. En sus primeros dos libros: Los elementos de la noche, 1963 y El reposo del fuego, 1966, demostró que era un poeta que estudiaba la historia de la lírica y estaba en proceso de maduración. Utilizó en sus poemas un lenguaje poético brillante, cargado de imágenes ricas. Designaba al mundo en su substrato mítico y metafísico: los elementos, el fuego, la noche, el tiempo... En ese mundo elevado, trascendente, el ser humano parecía un náufrago en medio de la grandeza cósmica.
            Pacheco asimiló primero la poética de Paz y luego creó su estilo, su voz propia. Vivió un proceso intelectual y artístico distinto al de los poetas de las generaciones anteriores: los vanguardistas y realistas socialistas. Estos se sintieron, por diversos motivos, poetas revolucionarios. Creyeron que tenían que iniciar la historia de la poesía otra vez desde cero y transformar radicalmente el género. Los vanguardistas lucharon contra la estética de los modernistas, los realistas socialistas contra el solipsismo y la negación del referente histórico explícito de las poéticas vanguardistas. Pacheco tuvo otra actitud ante el pasado: es un poeta incorporativo, que asimiló influencias poéticas, las elaboró y trató de integrarlas a su visión personal del mundo.    
Aquí conviene establecer diferencias entre Pacheco y las otras dos voces mayores de la poesía hispanoamericana “disidente” contemporánea: Nicanor Parra y Carlos Germán Belli, que ya mencioné. Parra, con su anti-poesía y sus “artefactos”, escribe composiciones buscadamente antigenéricas: su polémica es con la poesía como género, con el lenguaje poético especial y elevado. Parra no quiere una poesía lírica: desea una poesía prosaica, crítica, irónica, satírica. Rechaza la tradición poética con un criterio “moderno” racionalista. Transforma la negación en una praxis. Se puede hacer poesía a partir de la negación de la poesía. Su poesía es una exploración de las fronteras del género y del carácter ideológico de la modernidad. Sátira “moderna” contra la modernidad y parodia de la lírica. Parra establece una estética dialógica: escribir poesía es dialogar y, sobre todo, polemizar con otras poéticas. El poeta discute con otros poetas para ganar el alma de los lectores y demostrar su propio liderazgo poético.         
Parra polemiza casi desde fuera del género, experimentando con sus límites. Belli, trece años más joven que Parra, mira al género de otra manera. Muestra nostalgia por el pasado brillante de la lírica durante el Renacimiento y el Barroco. Su poesía se transforma en investigación y estudio del pasado poético. Busca restaurar el valor de figuras poéticas en desuso, como el hipérbaton. Belli es un poeta académico y secreto, que escribe para las minorías que leen y estudian poesía, pero no puede ser un poeta ignorado porque tiene una propuesta poética radical.
En la segunda mitad del siglo XX muchos poetas tomaron conciencia de las consecuencias que había tenido para el género el triunfo de las Vanguardias. Había llevado al abandono de una tradición poética de varios siglos, establecida en la Edad Media, desarrollada más plenamente durante el Renacimiento, y que se mantuvo viva y enriquecida hasta el Modernismo. ¿Cómo logramos que ese pasado poético nos siga hablando, cómo podemos recuperar la sensibilidad hacia su concepto de poesía? ¿Podemos escribir otra vez poesía con figuras y metros como lo hacían Sor Juana, Góngora, Quevedo, Darío? ¿O toda esa arquitectura poética es historia irrepetible? Pacheco parece haber sentido cierta nostalgia en su primer libro Los elementos de la noche, donde publica sonetos y poesía rimada, pero su práctica poética es mucho más mesurada y menos radical que la de Belli. Este último crea un lenguaje poético tan personal y barroco que dificulta la comprensión de los textos. Su poesía es una selva de figuras poéticas, el hipérbaton deforma la sintaxis del verso y, como en la poesía barroca, el juego con el lenguaje parece ser más importante que la búsqueda de sentido. Belli no se sitúa al margen la tradición poética, como hace Parra, sino que se ubica en un centro posible y lleva sus postulados hacia un extremo. Crea una poética del fragmento y la cita. Su lenguaje se vuelve oscuro, solipsista.
            Pacheco busca una opción distinta en su poesía: privilegia la claridad, la legibilidad, el referente. Escribe una poesía sobre el mundo, que respeta el pasado poético, sin intentar restaurarlo en su forma. ¿Qué es poesía?, podemos preguntarle. Poesía, respondería Pacheco, siguiendo en esto el sentido crítico de Borges, es la expresión del espíritu poético que está en los seres y en las cosas y sólo el poeta sabe ver (Borges, Obras completas 976). El poeta es el “hacedor” de la poesía griega. Pacheco cree en el espíritu de la cultura. Concibe al hombre como un ser agónico y contradictorio: mezcla de sabiduría e ignorancia, de lucidez y autoengaño, de amor y odio. No es una cosa o la otra: es una cosa y la otra. Angel y demonio. Santo y monstruo. En algunos poemas creemos que el poeta es un naturalista que mira a las especies con impasibilidad darwiniana, en otros un moralista que analiza la evolución del hombre, y en otros un filósofo que “enfoca” su atención en un problema o un objeto para comprender la belleza (El silencio de la luna 97).
            Busca la expresión simple, reflexiva, llana. En sus versos nos encontramos con imágenes sintéticas sorprendentes, impactantes, como en los “haikus” (es, yo creo, quien ha logrado mejor “hispanizar” el verso breve al estilo oriental) (Debicki 64-6). Su poesía no es prosaica, realista y cotidiana, como la de los llamados poetas “conversacionales”: Antonio Cisneros, Mario Benedetti, Roberto Fernández Retamar. Yo no lo considero un poeta conversacional (Gordon 264). La poesía de Pacheco es directa, desnuda de figuras (no cree en la expresión en sí y para sí, ni gusta de la imagen recargada). Da a sus fábulas un valor simbólico y alegórico. Quiere mostrarnos lo “poético” del mundo (del mundo “real” y del mundo mental). En su poesía trata cuestiones cotidianas y problemas morales. No habla de sectores sociales individualizados (sí lo hace en su prosa, en que critica a la burguesía consumista urbana).
            Su reflexión sobre la condición humana es amarga y original. Pacheco enfrenta al ser humano en su pequeñez, observándolo en circunstancias menudas. Lo ubica en su historia cotidiana y aún en su historia natural, como parte de un ciclo de vida, que incluye también a animales e insectos. El gato, la hormiga son fuentes de meditación para él. ¿Qué es lo que ve en ellos? Le interesa cómo se comportan, y lo que el hombre piensa sobre esos animales. El homocentrismo es  injusto, egocéntrico, basado en un mecanismo de autoprotección sicológica absurdo y risible, si lo entendemos desde el punto de vista de la naturaleza.
            En su poema “Los condenados de la tierra”, de Ciudad de la memoria, 1989, el poeta medita sobre el destino de una miserable chinche de hotel, un insecto que se alimenta de sangre. En la primera parte del poema describe el momento en que descubre a la chinche en la habitación. El lector quizá sienta asco y lo considere un tema poco poético de meditación. La chinche es un insecto pequeño, que el ojo humano raramente descubre; su existencia no preocupa a los pensadores “serios”. Pablo Neruda en sus bellas Odas elementales, 1954, había celebrado los utensilios y frutos que el hombre utiliza en su vida cotidiana, como el hilo, la papa o el tomate. Neruda elevaba su condición ante los lectores, porque nos hacían más fácil y agradable la vida. El hombre, para Neruda, era la medida de todas las cosas. Pacheco tiene una visión más escéptica del ser humano.
El poeta en el hotel mata a la chinche. Al aplastarla brota sangre y él comprende que es su propia sangre: la chinche lo había picado. El poeta transforma este suceso inesperado en una fábula moral. Está viendo su sangre, pero es él quien ha matado a la chinche. El insecto victimario se transforma en víctima. La fábula no concluye ahí: al final del poema Pacheco nos advierte que los seres humanos, tal como la chinche, somos a nuestra vez víctimas. La vida es un ciclo cruel, en el que destruimos para sobrevivir, y a nuestra vez somos destruidos. Matamos y nos matan. Comemos y nos comen. Dice el poema:

            París. En el hotel para inmigrantes
            descubro un raro insecto que jamás había visto.
            No es una cucaracha ni es pulga.
            Lo aplasto y brota sangre, mi propia sangre.

            Al fin me encuentro contigo,
            oh chinche universal de la miseria,
            enemiga del pobre, diminuto
            horror de infierno en vida,
            espejo de la usura.

            Y pese a todo
            te compadezco, hermana de sangre:
            no elegiste ser chinche ni venir a
                        inmolarte
            entre los condenados de la tierra. (56)

            Pacheco defiende el derecho de la chinche de tener un destino, como nosotros lo tenemos. La chinche es “enemiga del pobre”. No es libre para elegir, y termina siendo “inmolada”. Quien la inmola no tiene mucho más poder que ella: es un “condenado de la tierra”. La imagen es patética y al mismo tiempo graciosa, cómica, grotesca. Es la tragedia de la vida y la muerte en miniatura. Una tragedia con la que todos estamos familiarizados, pues quien más quien menos ha matado insectos en algún momento de su vida. La sociedad castiga los actos mayores de crueldad pero no los mínimos. Todos somos asesinos de insectos y consideramos el matarlos casi una broma. Los sentimos como nuestros enemigos. Desde un punto de vista estrictamente moral, sin embargo, al matar un insecto matamos un ser vivo, y nadie puede estar seguro si en el plan de la vida el insecto no es tan o más importante que nosotros, los seres humanos. Nuestro homocentrismo nos vuelve insensibles. El crimen de un ser humano nos causa horror, la muerte de un animal mucho menos y, si es un insecto, nada, hasta puede causar placer. Los actos humanos, vistos desde otra perspectiva, no parecen tan justificados. Muestran que el hombre es un animal cruel, quizá el más cruel, como creía Nietzsche, que explota y mata a los otros animales, y finalmente se autodestruye (Thus Spoke Zarathustra 12).
            Esta manera que tiene Pacheco de observar el mundo nos hace tomar conciencia de que la naturaleza no tiene por qué estar al servicio nuestro. Pacheco desrealiza nuestras convicciones y crea una conciencia ecológica en los lectores. La naturaleza está viva y dependemos de ella. Y la existencia del hombre en la tierra ha traído consecuencias desastrosas para la naturaleza. En un poema de su libro El silencio de la luna, 1994, titulado “Desechable” escribe: “Nuestro mundo se ha vuelto desechable”,/ dijo con amargura./ “Así, lo más notable/ en el planeta entero/ es que los hacedores de basura/ somos pasto sin fin del basurero”. (85)  El poeta vuelve la acción del poema sobre sí, los victimarios son también sus propias víctimas, creemos que destruimos el mundo pero al mismo tiempo nos destruimos a nosotros, porque somos parte integral de él.
            Pacheco no divide al mundo en buenos y malos, no es maniqueo. En su mundo todos somos inevitablemente malos por una especie de fatalidad natural. Aún aquello que consideramos más bello e inocente puede ser destructivo y moralmente condenable. Dice en “A largo plazo”: “Valiente en la medida de su maldad,/ la gota se arriesga/ a perforar la montaña/ en los próximos cien mil años.” (El silencio de la luna 82) Su visión contiene un sentido de extrañamiento, con el que el poeta juega. Observar lo pequeño que otros no observaban, una simple gota de agua, someterla a plazos no previstos, nos hace cambiar nuestra opinión sobre su poder y sobre el mundo natural. La gota parece poseer la misma fuerza de destrucción que tenemos los seres humanos. El mundo se vuelve el teatro del escarnio.
            Situaciones apocalípticas, como el gran terremoto que asoló a México en 1985, son materia de poesía y meditación para él. Le dedicó un libro entero: Miro la tierra, 1986. Dice en una de sus partes: “La tierra desconoce la piedad./ Sólo quiere/ prevalecer transformándose.” (126) El hombre es también parte del ciclo de destrucción y transformación, tan inocente, cruel y fatal como el terremoto. De pronto observa a un niño jugando con un hormiguero: hace con las hormigas lo mismo que había hecho el terremoto con los habitantes de la ciudad. Destruye el hormiguero. Esto, que resulta el final para el mundo organizado y socializado de las hormigas, para el niño fue solo un juego. El hombre es moralmente ciego, o pretende serlo, observa sólo lo que le interesa, ignora lo que no le conviene. Hace cualquier cosa para no cambiar la imagen que tiene de sí mismo, sentirse bueno y justo, y echarle la culpa de sus desventuras a los demás. Pacheco obliga al lector a observar lo que el hombre no quiere ver. El individuo es responsable de sus actos. Nuestra conducta cotidiana, a la damos poca importancia, resulta simbólica.
            Pacheco interpretó el sufrimiento colectivo que provocó el terremoto de 1985. Va también a hablar de esa otra catástrofe espiritual que amenazaba a la sociedad: la crisis del fin del siglo veinte, y el temor apocalíptico al milenio. El fin de siglo es uno de los momentos favoritos para medir los logros de la humanidad. La sociedad, supuestamente, debía avanzar hacia su perfección, pero el poeta no cree que esto haya sido así.
En el poema “Los vigesímicos” asume la voz plural de la gente de su siglo, para dialogar con los habitantes del siglo que viene. Dice el hablante del poema: “Tristes de quienes saben/ que caminan sin pausa hacia el abismo./ Sin duda hay esperanza/ para la humanidad./ Para nosotros en cambio/ no hay sino la certeza de que mañana/ seremos condenados:/ - el estúpido siglo veinte,/ primitivos, salvajes vigesímicos -/ con el mismo fervor con que abolimos/ a los decimonónicos autores...” (Ciudad de la memoria 30). Los seres humanos negamos a los otros, sentimos desazón y poco después renacen las esperanzas. La meditación de Pacheco sobre los valores coincide con el pesimismo finisecular de Nietzsche (Untimely Meditations 83-90). Imaginamos que vamos a hacer el bien y terminamos haciendo el mal. El siglo veinte no fue mejor que otros siglos en este sentido. Dice el poeta: “Red de agujeros nuestra herencia a ustedes,/ los pasajeros del veintiuno. El barco/ se hunde en la asfixia,/ ya no hay bosques, brilla/ el desierto en el mar de la codicia./ Llenamos de basura el mundo entero,/ envenenamos todo el aire, hicimos/ triunfar en el planeta la miseria./ Sobre todo matamos./ Nuestro siglo fue/ el siglo de la muerte.../ Y todos/ dijeron que mataban por el mañana.../ Bajo el nombre/ del Bien/ el Mal se impuso.” (33-34) Para el ser humano los valores son un subterfugio para justificar su codicia, su naturaleza implacable, su voluntad de poder. El poeta condena la ruindad moral del hombre y, al mismo tiempo, pide piedad para él. Dice: “Pidamos con Neruda/ piedad para este siglo.” (34)
            Las malas acciones son las que ocasionan las catástrofes. El poeta nos muestra una belleza terrible y trágica: no podemos escapar a nuestra naturaleza. Las teorías sociales, las guerras, las revoluciones nos introducen en nuevas etapas históricas, que reinician el ciclo de destrucción. La historia no avanza ni la sociedad evoluciona. Se repite. Nueva coincidencia entre Pacheco y el filósofo alemán del tiempo cíclico (Untimely Meditations 72-82). Coincidencia que no necesita ser voluntaria: tanto Pacheco como Nietzsche vivieron en la segunda mitad de sus siglos, y ambos, uno desde México, otro desde Alemania, reflexionaron sobre un pasado de ideologías monumentales que parecían amenazar la vida. De ahí el escepticismo, el gusto por el fragmento y la cita, su lucha contra las grandes narrativas de liberación que encubren tendencias totalitarias, ya sea el nazismo para Pacheco o la descripción dialéctica de la historia de Hegel para Nietzsche. A ambos los identifica igualmente la crítica: su tarea cultural es de demolición.
            Este es el tiempo en que le tocó vivir a Pacheco. Sobre él meditó en su poesía, en forma llana y directa, como en “Una defensa del anonimato”, Los trabajos del mar, 1983, o indirecta, en fábulas, como en “Caracol”, de Ciudad de la memoria, 1989, donde el feo molusco se identifica con su concha armónica, que lo sobrevive (Ballardini 111). En este último poema sobre el caracol mira con amor al mundo, y expresa su compasión hacia los otros seres vivos, tan creativos e indefensos como los seres humanos y los poetas. Dice: “Tú, como todos, eres lo que ocultas. Debajo/ del palacio tornasolado, flor calcárea del mar/ o ciudadela que en vano/ tratamos de fingir con nuestro arte,/ te escondes indefenso y abandonado,/ artífice o gusano: caracol/ para nosotros tus verdugos.” (2) El arte existe en la vida y es, como dice en el poema “Las ostras”, “atención enfocada” (El silencio de la luna 97).
            La subjetividad poética busca acercarse a los otros y no aislarse. En el poema “Una defensa del anonimato”, que subtitula “(Carta a George B. Moore para negarle una entrevista)”, dice: “...mi  ambición es ser leído y no “célebre”, que importa el texto y no el autor del texto....”, y luego: “No leemos a otros: nos leemos en ellos.” (74). Pacheco busca una comunicación poética íntima con el lector, es un poeta en “tono menor”. Escapa del verso brillante, o del hablante lírico grandilocuente. Prefiere, como Vallejo, ser un poeta de la condición humana. Busca “la palabra justa”. Su poesía, a través de los años, se ha decantado cada vez más.
            Pacheco posee un oficio poético consumado. Ha meditado cuidadosamente sobre la historia de la poesía. Por su forma de escribir, está más cerca de los modernistas y su búsqueda de perfección (los admiraba y organizó una bella antología de su poesía) que del espontaneísmo de los vanguardistas y el pragmatismo de los realistas socialistas. Es un poeta paciente, meticuloso, que corrige cada verso y busca la palabra precisa, con su “tono” adecuado (el tono, para él, no es musical, sino visual). Le rinde tributo a la figura mayor de la poesía del siglo veinte: la imagen visual. Puede o no formar metáfora. El mundo para él entra por los ojos. Y de los ojos pasa directamente al pensamiento, a la “memoria moral”, para formar un concepto.
            Pacheco es un poeta conceptista. Medita, y su meditación, más que persuadirnos, busca iluminarnos mediante el concepto. Su reflexión está armada de sutilezas. Dice en “Perduración de la camelia”: “Bajo el añil del alba flota en su luz/ la camelia recién abierta./ Blanco el no-aroma, blanco el resplandor,/ la perfección de su belleza: espuma./ Nube que se posó en la rama un instante/ para mirar el cielo desde aquí abajo,/ acariciar la luz del sol, habitarla y ser,/ a los tres días de su nacimiento,/ pétalos pardos que se desmoronan,/ polvo que se hace tierra y de nuevo vida.” (Los trabajos del mar 35). Aprehendemos a través de la imagen la belleza pasajera de la flor. Observamos cómo trabaja los matices lumínicos, cómo juega con los colores, y con los conceptos de nacimiento y muerte. ¿No sentimos acaso una tentación de llamarlo “neosimbolista”?
            José Emilio trata de escapar, como Paul Valery, del brillo momentáneo del discurso poético grandilocuente. Es un escritor “clásico”, en el sentido que Jorge Luis Borges daba al término, cuando lo oponía al de “romántico” (Borges, “La postulación de la realidad”, Obras completas 217-21). Borges quitaba a estos términos su sentido histórico específico y los transformaba en variantes conceptuales permanentes del oficio literario: el escritor romántico era el que buscaba expresar su subjetividad; el clásico ajustaba la expresión a su tema literario, contenía sus emociones y creía en la literatura más que en su valor individual. Pacheco escapa de la expresión por sí y para sí. Aún en los casos en que emplea en su poesía el monólogo dramático, como en “La prosa de la calavera” (Los trabajos del mar 25-29), su lenguaje es mesurado. Comunica sus ideas con claridad y concisión. Como poeta “clásico” y -- siguiendo la vena borgeana y su gusto por transformar ciertos conceptos literarios en categorías generales -- como poeta “simbolista” o “neosimbolista”, experimenta y juega con la historia literaria (como lo comprobamos en sus traducciones libres y en sus “Aproximaciones”). Puede transcribir en “¿Qué tierra es ésta?” (Los trabajos del mar 61-65) oraciones completas de cuentos de Juan Rulfo, con su lenguaje descarnado, y transformarlas, por su distribución en la página, en un poema. Es el ojo del poeta y su oído, su “atención enfocada”, lo que transforma la prosa en poesía. Este proceso no es mecánico; es espiritual.
El poeta huye del hablante lírico elevado. El sujeto poético de su poesía es siempre humilde, lúcido, amargo. Prefiere celebrar lo pequeño, aquello que otros poetas no vieron o no les interesó. Su don poético mayor tal vez sea su habilidad para encerrar en una imagen mínima una idea compleja, como cuando dice en “Después de la nevada”: “La sal sobre la nieve/ hecha de lodo/ que volverá a ser tierra.” (El silencio de luna 104). En otro breve “haikú” del mismo libro, “Río San Lorenzo (Montreal)”, homologa el transcurrir del tiempo al pasaje del agua, jugando con la antítesis barroca del fluir y la fijeza: “Caudal de hielo:/ se detuvo el río/ pero no el tiempo: fluye.” (104). Encontramos con frecuencia en sus libros imágenes inesperadas, sorprendentes y paradójicas.
            Pacheco cree en la poesía y en la capacidad creadora del individuo. Busca asociar el saber literario a la invención de manera equilibrada. Dispone espacialmente sus ideas, cuidando de crear un arreglo dinámico, plástico. Sus imágenes se alimentan del teatro de la memoria y del teatro de los sueños, los grandes compañeros de los poetas. En el teatro de los sueños se liberan sus fantasías, sus visiones peculiares de los animales, de la naturaleza. En el teatro de la memoria encuentra la historia vivida como horror y Apocalipsis. Elabora los conceptos con lucidez. Cambia el punto de vista e invierte el sentido mostrando un mundo contradictorio. Emplea paralelismos para establecer analogías entre sucesos naturales y hechos históricos, o entre la conducta de la naturaleza y la del ser humano, dirigiendo la atención del lector hacia el sentido moral (o inmoral) de la vida. El hombre es cruel y su historia lo demuestra. Los otros animales pueden ser tan o más crueles que el hombre.
En su poema “Los mares del sur” (Ciudad de la memoria 76-78) describe una visión que, en un primer momento, es casi idílica: su descanso en una playa junto al mar, mirando cómo nacen de sus cascarones cientos de tortuguitas. Pronto esta visión feliz se transforma. Mientras las tortuguitas emprenden su carrera hacia el mar y hacia la vida, que está allí muy cerca de ellas, las aves marinas se abalanzan desde el cielo, las atrapan y se las llevan para devorarlas. Comenta el poeta: “Llegan las aves. Bajan en picada/ y hacen vuelos rasantes y se elevan/ con la presa en el pico: las tortugas/ recién nacidas. Y no son gaviotas/ es la Luftwaffe sobre Varsovia./ Con qué angustia se arrastran hacia la orilla,/ víctimas sin más culpa que haber nacido./ Diez entre mil alcanzarán el mar./ Las demás serán devoradas./ Que otros llamen a esto selección natural,/ equilibrio de las especies./ Para mí es el horror del mundo.” (76-78). El poeta reúne en esta vívida imagen la experiencia terrible de la guerra y la lucha de la naturaleza. Desde su perspectiva está contemplando el horror (Olivera Williams 243).
            Pacheco observa la vida natural y el comportamiento social. Reflexiona desde un yo poético que trata de ser sensible a los intereses de todos: manifiesta simpatía hacia los otros seres humanos y compasión hacia el mundo. No es un poeta solipsista. En el poema “Recuerdos entomológicos” (1982) (Los trabajos del mar 34) describe el trabajo colectivo laborioso de las hormigas. Son un ejemplo de la lucha de las especies por la vida. Y concluye: “Desprécialas si quieres, o extermínalas:/ No las acabarás./ Han demostrado ser sin duda alguna/ mucho más previsoras que nosotros.” (54). En otros poemas comenta episodios históricos o míticos, valiéndose de monólogos dramáticos en que hace hablar a un personaje, como en “Navegantes” (El silencio de la luna 28), y deduce de estos lo que es relevante para el autoconocimiento del hombre, expresando el sentido común de una sociedad angustiada. En ese poema los compañeros de Ulises confiesan su decepción: después de tantos años de navegación no han logrado regresar a Troya. ¿Y qué buscan finalmente, la isla? Esta búsqueda parece haber quedado relegada a un segundo plano. Lo importante en ese momento para ellos es llegar a un “puerto” donde esté la madre-amante deseada, capaz de adormecerlos entre sus brazos, que son también los brazos de la nodriza fatal: la muerte. Dice el poema: “Combatimos en Troya. Regresamos/ con Ulises por islas amenazantes./ Nos derrotaron monstruos y sirenas./ La tormenta averió la nave./ Envejecimos entre el agua de sal./ Y ahora nuestra sed es llegar a un puerto/ donde esté la mujer que en la piedad de su abrazo/ nos reciba y nos adormezca./ Así dolerá menos el descenso al sepulcro.” (28)
            El mundo se despliega ante el poeta y en él lee el destino común del hombre. Como las hormigas, el hombre es un ser social, y la sabiduría de la especie supera la sabiduría del individuo. El animal humano amenaza el equilibrio biológico. Su conciencia de sí es trágica y su voluntad de poder destruye el orden natural. Sin embargo, de este juego, de su lucha por dominar a la naturaleza y a su naturaleza, extrae el hombre el sentido de la vida. En “Retorno a Sísifo”  (El silencio de la luna) dice el poeta: “Piedra que nunca te detendrás en la cima:/ te doy las gracias por rodar cuesta abajo./ Sin este drama inútil sería inútil la vida.” (27)
            Hay algo consolador y convincente en los poemas de José Emilio Pacheco. Es un poeta pesimista. Pero el mundo que describe es el nuestro. Esos seres crueles que nos muestra somos nosotros. Nos reconocemos como en un espejo. Por eso al leerlo sentimos que nos está diciendo la verdad. No pretende enseñarnos. Nos dice algo sobre nuestra naturaleza que todos íntimamente sabemos y que preferiríamos ignorar. Somos crueles, somos destructivos. La historia de la humanidad es una historia de violencia y de guerras. Con su poesía hacemos nuestro “mea culpa” y reconocemos nuestras faltas. Su meditación nos conmueve por la sutileza de su lenguaje y por sus imágenes. Pacheco nos ofrece, en la poesía contemporánea, una voz seductora y una modalidad poética que se abreva sabiamente en la historia literaria de nuestra lengua. (A diferencia de los modernistas, no se apoya en modelos franceses: la poesía en español cuenta, en el siglo XX, con el conjunto más extraordinario de poetas que hayamos tenido desde el Renacimiento.) Emplea, casi siempre, el verso libre, burilándolo con la exquisitez de un artífice y, como buen “clásico”, trata de ocultar su oficio de maestro. Pone en práctica algunas de las lecciones poéticas que nos diera Antonio Machado: el poeta auténtico busca ser recordado por el “temple” de su verso, por su fuerza y su sencillez, y no por el barroquismo o pintoresquismo de su imagen (Machado, “Retrato” 136-7).
            En su libro de versos El silencio de la luna, 1994, en la sección titulada “Circo de noche”, experimenta con monólogos dramáticos. Ve lo poético en lo cotidiano. Lo extraordinario puede estar presente en cualquier cosa, por modesta que sea. No desvaloriza lo elevado, sino que eleva lo bajo. El ser humano, parece decirnos, es un animal “anormal”, y por eso su moral es tortuosa. Los personajes del “Circo de noche” son seres torturados y extraños: el domador, la trapecista, los payasos, el niño-lobo, el contorsionista, los enanos. Hay en ellos una humanidad y una conciencia del fracaso que es la de todos nosotros, en nuestros momentos de contrición y lucidez.
            José Emilio Pacheco es un poeta que revalora la lectura y el estudio de la poesía, aleccionando con su ejemplo a los poetas más jóvenes. La poesía para él es primero contenido, y luego forma. El poema empieza por ser una visión, una imagen que desfamiliariza el mundo en que vivimos, mostrándonos aspectos insospechados. Medita sobre nuestras fallas y nuestros errores en el siglo que ha terminado: hemos destruido más de lo que hemos construido y no hemos avanzado en el conocimiento de nosotros mismos. Nuestra pretendida superioridad es un autoengaño.
            En los comienzos del siglo veintiuno sentimos que la poesía es un arte en silencio: no percibimos su liderazgo. Aparece (y espero que no por mucho tiempo) como un género aislado, que no ha podido revolucionar su forma o su contenido. Sus propuestas estéticas son limitadas. Nos falta aún una expresión artística joven y renovadora que inaugure el nuevo siglo. Mientras tanto, siguen resonando los aportes de las grandes voces poéticas de la segunda mitad del siglo XX. José Emilio Pacheco es un poeta finisecular que se destaca por su sinceridad y la nobleza de su mensaje, y se ha ganado un lugar de privilegio en la poesía de nuestra lengua.   

[1] El Realismo Socialista se desarrolló a partir de la propuesta del aparato cultural de la Unión Soviética durante la década del treinta. Poetas brillantes de Hispanoamérica como César Vallejo (Poemas humanos, 1938) y Pablo Neruda (Canto General, 1950), se adhirieron a su propuesta. Durante la segunda mitad del siglo, en que el avance político de los regímenes socialistas y nacionalistas en Hispanoamérica legitimó la poética realista socialista como la expresión más adecuada para proyector los intereses sociales de los poetas en el público lector y elevar su conciencia social, este tipo de poesía alcanzó extraordinaria actualidad y brilló en la obra de Roque Dalton y Ernesto Cardenal, entre otros.
[2] La táctica político-militar foquista contó con numerosos simpatizantes y adeptos entre las juventudes cultas y universitarias en el continente americano, y tuvo gran repercusión en sus vidas, ya que muchos jóvenes talentosos, como el mismo Roque Dalton, encontraron la muerte en ese sueño de liberación, que fue también una aventura de intelectuales y artistas pequeño-burgueses. Estos sintieron que podían transformar rápidamente su mundo imponiendo su subjetividad y voluntad, gracias a la interpretación monolítica e inflexible del racionalismo marxista, que prometía un control perfecto de la realidad y de la historia.
[3] Esto diferencia a Pacheco de los artistas marxistas revolucionarios, llenos de optimismo y fe histórico-materialista. Las instituciones políticas marxistas demandaban el “compromiso” político de artistas y poetas para acelerar el triunfo de la revolución social mesiánica, que prometía liberarnos a los hispanoamericanos para siempre de toda injusticia y opresión, de toda explotación y abuso de poder.
[4] El ser humano es maestro en la creación de dioses e ídolos, y estamos trabajando, consciente o inconscientemente, para crear ídolos nuevos. Mientras tanto, tratamos de purgar nuestras culpas. Porque este arte, que es arte de “mea culpa”, es saludable: es una catarsis en que tratamos de expulsar nuestras malas pasiones. ¡Ay del mundo cuando nos sintamos limpios e inocentes otra vez, y armados de sueños originales, corramos nuevamente, llevados por nuestra fe y nuestro delirio, hacia catástrofes seductoras, lúcidas y mesiánicas!

 Bibliografía citada

Ballardini, Paola. José Emilio Pacheco La poesia della speranza. Roma: Bulsoni 
            editore, 1995.
Borges, Jorge Luis. Obras completas 1923-1972. Buenos Aires: Emecé, 1974. 216-221.
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            Emilio Pacheco”. Hugo J. Verani, editor. La hoguera y el viento José Emilio
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            Traducción de R. J. Hollingdale.
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            Moderna 45 (1992): 242-251.
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            Edición bilingüe. Traducción de Cynthia Steele y David Lauer. Contiene: 
            Miro la tierra, 1986 y Ciudad de la memoria, 1989.
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Verani, Hugo. La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco ante la crítica. México:
            Ediciones Era, 1993.



Publicación:  
Alberto Julián Pérez. “José Emilio Pacheco: 
una poética para el fin de siglo.” 
Revista de Literatura Mexicana Contemporánea 
No. 7 (1998): 39-51.





jueves, 4 de enero de 2018

Sarmiento y la democracia norteamericana


                                                               Alberto Julián Pérez ©
                                                                                            
            En 1847 el periodista y educador Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) recorrió durante dos meses y medio Estados Unidos y Canadá. Venía de realizar un largo periplo, por países de Latinoamérica, Europa y África. Había visitado Montevideo y Río de Janeiro; varias ciudades europeas: Ruan, París, Madrid, Roma, Florencia, Venecia, Milán, Zurich, Munich, Berlín, La Haya, Bruselas, Londres, y la ciudad de Argel, en la costa africana.
Sarmiento había publicado Facundo Civilización y barbarie en 1845, y era una figura polémica en Chile. El gobierno chileno lo comisionó para este viaje para que estudiara los sistemas educativos de Europa y Estados Unidos e hiciera un informe. Partió en octubre de 1845. Durante los dos años que duró el mismo observó y analizó los planes y métodos de educación en distintos países, y publicó a su regreso el estudio titulado De la educación popular, 1849. Paralelamente a su labor de investigación pedagógica, continuó con su trabajo periodístico y escribió crónicas político-sociales sobre los países que visitaba. Aparecían en la prensa periódica como cartas-ensayos. Las dirigía a amigos argentinos y chilenos, como Vicente F. López, Miguel Piñero, Victorino Lastarria, Manuel Montt y Juan M. Gutiérrez. Las recogió luego como libro en dos tomos, que aparecieron en 1849, 1851, con el título Viajes en Europa, África y América.
            Sus crónicas sobre Estados Unidos y Canadá nos muestran a un profesional experimentado en el arte de observar una sociedad y explicar su cultura. Prestaba especial atención al funcionamiento de las instituciones. Enfocó sus descripciones y sus análisis en el sistema de educación, la vida política y social, las prácticas religiosas, el desarrollo económico y comercial, el carácter y las costumbres de su gente, los hechos históricos más destacados. Era un periodista bien preparado. Si bien no tuvo estudios superiores, conocía la obra de los grandes intelectuales de la época. Había leído a partir de 1838 a Schlegel, Guizot, Tocqueville, Cousin, Leroux y otros autores en la biblioteca de su amigo Quiroga Rosas en San Juan (Recuerdos de provincia 285).
William Katra indica que Sarmiento pasó durante su viaje muchos meses en Francia, cuya lengua leía y comprendía bien, pero solo estuvo poco más de dos meses en Estados Unidos y Canadá, que abarcan un territorio mayor, y cuya lengua, el inglés, no dominaba (Katra 854-5). Ese fue un obstáculo grave para el orgulloso sanjuanino. Compensó esta limitación leyendo la obra de varios autores que estudiaban la política y la historia de Estados Unidos. Katra cita, entre estas lecturas, los libros De la démocratie en Amérique, 1835 y 1840, de Alexis de Tocqueville; Notions of the Americans, 1828, de su admirado novelista norteamericano James Fenimore Cooper, y History of the United States, de George Bancroft, 1834 (Katra 854-5). Recogió además diversos documentos sobre la vida política y la educación en los estados que visitaba. En Massachusetts conoció al gran educador Horace Mann, e inició con él una sincera amistad.
            Sarmiento se sentía identificado con sus dos papeles: el de periodista y el de educador. Se consideraba defensor legítimo de los intereses nacionales y buscaba convencer al público lector de lo acertado de sus ideas liberales. Logró crearse un espacio propio en la prensa de su tiempo, en un momento en que el periodismo era un órgano importante de poder en la vida política de esas sociedades emergentes de la lucha anticolonial. Su estilo incisivo y polémico se formó en la lucha contra la tiranía rosista en Argentina. Con sus artículos y crónicas inspiró a una generación de jóvenes liberales que tenían aspiraciones políticas. En los capítulos que componen el Facundo, publicados originalmente en el diario chileno El Progreso en 1845, Sarmiento explicó el rosismo desde una perspectiva de análisis múltiple: sociológica, política y económica, y estudió el caudillismo como un fenómeno político peculiar de su patria. Cuando lo publicó como libro le sumó dos capítulos nuevos, donde analizó la situación política contemporánea y el proyecto de los jóvenes liberales de su generación, que se identificaban con el ideario político de la Asociación de Mayo.
Otros periodistas que atacaban a Rosas desde el exilio en Chile y Montevideo, eran, además de Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Vicente Fidel López, Juan María Gutiérrez y Florencio Varela. Este último era el jefe de la oposición argentina en Montevideo, y dirigía el influyente periódico antirosista El Comercio del Plata. El tirano procuró acallar el periodismo disidente tanto en Montevideo como en Santiago y Valparaíso, y envió en 1845 a su ministro Baldomero García a Chile para protestar contra el asilo dado a Sarmiento (Yahni 24). El sanjuanino se había dado a conocer como periodista hábil, era director del diario El Progreso y agudo polemista (se había trabado en polémica en 1842 con Don Andrés Bello, el erudito prócer venezolano que dirigía en Chile la Universidad Nacional) (Verdevoye 307-20). La decisión del gobierno chileno de enviarlo a Europa y Estados Unidos fue también una manera de alejarlo del país por un tiempo, para protegerlo de la ira del tirano. En 1848 caería asesinado en Montevideo Florencio Varela, el director de El Comercio del Plata.
            Durante su viaje, Sarmiento se alejó del teatro del diarismo chileno por más de dos años, y sus cartas-crónicas comentando la cultura y la política de los países que visitaba, dirigidas a distintos amigos, que componen sus Viajes, le permitieron mantener una presencia periódica en la prensa y de seguir gravitando como intelectual. Sarmiento consideraba al periodismo un auténtico cuarto poder. Formado durante los años críticos de lucha contra la tiranía rosista su prosa alcanzó una fuerza persuasiva única.
Sarmiento argumentaba en sus escritos que el tirano mantenía a su país en el atraso y la barbarie. Les negaba a los jóvenes liberales el derecho de vivir en un país democrático, abierto a las ideas políticas nuevas. Consideraba que su militancia periodística, educativa y política, formaban una unidad indisoluble. Estas tres facetas de su personalidad se forjaron al calor de la lucha política.
Rosas había dejado los poderes republicanos reducidos a un papel formal, al servicio de sus propios intereses, personales y partidarios. Sarmiento quería que su país se organizara de acuerdo a los principios liberales. Buscaba ser portavoz de los intereses de su grupo. Esperaba poder ocupar funciones públicas en el gobierno cuando cayera la tiranía.
Su viaje tuvo un valor formativo. Trataba de explicarse y de explicar lo que veía, procuraba entender el carácter de las instituciones de los países que visitaba y el por qué de su fracaso o su éxito. Ya había logrado, previamente, un gran hito con el Facundo. En él, desde el exilio chileno, dirigió su mirada a la historia de su propio país. Durante su viaje a Europa y Estados Unidos extendió su análisis a otras sociedades y países. Interpretó su política y su cultura desde una perspectiva independiente e hispanoamericana, revolucionaria. La historia del continente americano representaba una nueva etapa de la cultura mundial. América tenía un destino propio, separado del mundo europeo, donde las viejas instituciones monárquicas restauradas y la cultura aristocrática ejercían un peso deformante, que amenazaba las transformaciones sociales progresistas logradas como resultado de sus luchas políticas. El espíritu revolucionario había retrocedido en Francia durante la monarquía de Luis Felipe, pero, en Norteamérica, sintió Sarmiento, se estaba desarrollando una democracia original y vigorosa (Botana 285-93). Era una experiencia distinta, que tomaba en cuenta la naturaleza y las necesidades específicas del territorio y, por lo tanto, profundamente nacional.
En su carta-ensayo Sarmiento le confiesa a Valentín Alsina, su destinatario (con él compartiría años después una importante etapa de su vida política), el sentimiento de admiración y sorpresa que lo acompañaba al dejar Estados Unidos. Siente, viajero romántico, una emoción sublime: había presenciado algo sin precedentes en la historia del mundo. Dice Sarmiento: “Los Estados Unidos son una cosa sin modelo anterior, una especie de disparate que choca a la primera vista, y frustra la expectación pugnando contra las ideas recibidas, y no obstante este disparate inconcebible es grande y noble, sublime a veces, regular siempre...No es aquel cuerpo social un ser deforme, monstruo de las especies conocidas, sino como un animal nuevo producido por la creación política... (443-4).”
            Para describir esa “cosa sin modelo anterior”, procederá de manera semejante a como hiciera en el Facundo para explicar a Argentina: primero estudiará el territorio, luego su gente y su manera de asociarse. Sarmiento está viendo la materialización de una república posible con la que siempre había soñado (para su país) y que no había encontrado en Europa, sumida en una profunda crisis, que estallaría en la revolución de 1848. La crónica se va transformando en una indagación (no declarada) y en una lección sobre la democracia representativa. El viajero quiere comunicar a sus lectores cuáles son las condiciones necesarias para crear una república como la norteamericana.
Estados Unidos había liderado la rebelión anticolonial y era un ejemplo democrático, constitucional, republicano estimulante. En esos momentos Argentina no tenía una constitución nacional que garantizara la unión política de todos sus habitantes. El tirano, con mano de hierro, regulaba el ejercicio de la libertad e impedía la secesión o desintegración nacional. Rosas se presentaba a sí mismo como el árbitro de la unión y la única opción frente a la anarquía (Facundo 372).
            En Estados Unidos vio que existía compatibilidad entre la naturaleza de su suelo y el tipo de gobierno federal implementado. En el caso argentino, como lo había señalado en su Facundo, la naturaleza pródiga del territorio hacía difícil implementar un régimen federal de asociación. Sus llanuras, sus ríos, confluían en el estuario del Río de la Plata, donde estaba Buenos Aires (Facundo 60). La ciudad-puerto tenía un poder excepcional. Sarmiento previó, profética y correctamente, que, independientemente del régimen político que adoptara Argentina, el país siempre sería unitario y Buenos Aires controlaría la economía y la política nacional. También absorbería la cultura.
Sarmiento venía de visitar los grandes centros “civilizados” europeos. La cultura europea había sido producto de los ricos acontecimientos de su historia a lo largo de cientos de años. Estados Unidos había comenzado su vida independiente hacía muy poco tiempo. A medida que iba recorriendo Estados Unidos comprobó que los revolucionarios estaban aplicando nuevas teorías políticas, y transformando rápidamente la vida social y económica. El país estaba en pleno crecimiento. ¿Cómo lo habían logrado? Las ideas y teorías republicanas estaban operando allí un milagro, que él esperaba se repitiera en su patria.
            Sarmiento observaba el modelo de Estados Unidos con optimismo. Se sentía espiritualmente afín a ese pueblo rudo, independiente, osado y mal comprendido aún por los europeos. La Argentina también era un país nuevo. Su generación se sentía heredera de los valores de la revolución de Mayo (Viajes 472; Facundo 63-74). El pueblo norteamericano había forjado su carácter luchando e imponiéndose a la naturaleza. Ese  proceso era semejante al que había experimentado el pueblo argentino.
            Sarmiento advierte a Valentín Alsina en el principio de su carta que su descripción de los Estados Unidos no sería ordenada. Le propone un juego: le pregunta (y se pregunta) cómo tendría que ser el territorio de un país ideal para que fuera posible establecer en él una gran democracia moderna. Debería tener, responde, un gran territorio, con ríos navegables, con reservas carboníferas para construir una gran industria, poseer un excelente sistema de comunicaciones y “caminos de hierro”, como en ese entonces se llamaba a los ferrocarriles. Además, agrega con malicia, estar bordeado de vecinos débiles, para expandirse y conquistar territorios (recordemos que en esos momentos Estados Unidos estaba en guerra con México – guerra que culminaría con el desmembramiento del territorio mexicano – ). Estados Unidos, creía, era ese país ideal. Describe su prodigioso sistema de ríos y lagos: el río Mississippi y el cordón lacustre del norte, todo vertebrado por medio de canales. Este sistema de comunicaciones, ayudado por la mano del hombre, hacía de la nueva república una promesa realizada. Sarmiento despliega ante el lector su territorio como un milagro de la naturaleza y de la industria humana. Una república titánica, ciclópea. Un organismo vivo que crece y se desarrolla. En esta, su alegoría de la república perfecta, ve a la naturaleza como aliada de la historia. El resultado era un país único, con un potencial desconocido.
El destino impulsaba a Estados Unidos a un desarrollo rápido. Observa con optimismo el empuje empresarial de la burguesía norteamericana y cree que esta energía expansiva es irreprimible. La conduciría al imperialismo que, aunque moralmente censurable, lo consideraba parte ineludible de las leyes del desarrollo económico. La expansión imperial de Estados Unidos, temible para las repúblicas hispanoamericanas, extendería, paradójicamente, su democracia mercantil y las libertades que esta generaba al resto del continente.[1] Dice Sarmiento: “Yo no quiero hacer cómplice a la Providencia de todas las usurpaciones norteamericanas, ni de su mal ejemplo, que en un período más o menos remoto puede atraerle, unirle políticamente o anexarle, como ellos llaman, el Canadá, Méjico, etc. Entonces, la unión de hombres libres principiará en el Polo Norte, para venir a terminar por falta de tierra en el istmo de Panamá (Viajes 449).”
            Sarmiento describe cómo los inmigrantes que llegan a Estados Unidos se diseminan por todo el territorio y forman una Babel de lenguas venidas de todo el mundo; de esta manera, dice “...reuniéndose, mezclándose entre sí esas avenidas de fragmentos de sociedades antiguas, se forma la nueva, la más joven y osada república del mundo (450).” Ese elemento humano contribuía a la riqueza pública. Luego de concluir la descripción de lo que llama “el aspecto general del país”, inicia el estudio de los aspectos “nucleares” de su sociedad más significativos y germinales. En el Facundo había indicado que las ciudades argentinas eran casi aldeas e incidían poco en la vida social rural: el núcleo efectivo de la socialización de la campaña estaba en sus pulperías, donde iban los gauchos a enterarse de las noticias de la zona y del país, y los pobladores forjaban lazos solidarios. La pulpería era el germen de la vida social y de la educación política (deformada y bárbara) de la Argentina gaucha (Facundo 95-105). En Estados Unidos encontró una realidad distinta. La aldea rural era el núcleo sano y generativo de expansión de su sociedad.
El rancho del gaucho argentino estaba aislado en la campaña; en el campo no había escuelas ni iglesias (la educación del gaucho se reducía al aprendizaje del trato bárbaro con los animales y la naturaleza); la pequeña aldea norteamericana, en cambio, era la base de su civilización: poseía escuelas, iglesia, una población industriosa y trabajadora, vestida según las exigencias de la vida urbana, que cuidaba de su casa, de sus utensilios de trabajo, y que se envanecía de las comodidades que disfrutaban todos sus habitantes. Estaba conectada con el mundo, tenía un servicio regular de correo, uno o más periódicos y sus habitantes ejercían con celo sus derechos políticos de participación en el gobierno local y nacional. Se sometía a la ley racional y juiciosa, sus autoridades no eran arbitrarias y sus habitantes poseían una capacidad enorme de trabajo y amor por la riqueza, que los llevaba a intentar grandes empresas comerciales e industriales. La religión contribuía a la buena convivencia, y establecía las reglas pluralistas de tolerancia mutua de credos religiosos e ideas políticas. La aldea era el modelo de la civilización norteamericana, según Sarmiento, y sus habitantes aprendían en ella a tratarse como iguales (Viajes 452-4).
            Luego de describir la vida en las aldeas, pasa a discutir una característica esencial de esa sociedad: la libertad de movimiento. Sus habitantes viajaban y se desplazaban constantemente, utilizando los medios de transporte más modernos disponibles, como el tren y el barco a vapor. Estos cubrían largos itinerarios a precios reducidos y eran extraordinariamente confortables y rápidos para la época. La democracia había transformado las costumbres, y la mujer disfrutaba de una libertad excepcional en la sociedad norteamericana. Las jóvenes solteras podían viajar y salir solas con sus novios, y sus familias lo aceptaban. Una vez que se casaban hacían una vida estricta y se dedicaban a su hogar. Esta “manía” de viajar y la igualdad establecida habían formado un estilo uniforme de vida, que se notaba tanto en el campo como en las ciudades. No había un contraste tan marcado entre campo y ciudad como el que había notado en Argentina, donde el campo era el espacio de la “barbarie” y las ciudades el germen de la “civilización”.
En Estados Unidos la “civilización” llegaba a todo su territorio. Los cambios de hábitos habían creado nuevos símbolos sociales: el hotel, por ejemplo, era un espacio público monumental, tan significativo o más que las iglesias. La práctica tolerante del protestantismo había atraído al país un elevado número de religiones y sectas, que levantaban en general templos discretos, modestos, si se los comparaba con las fastuosas iglesias católicas. El culto al progreso, el amor a los viajes de placer y negocios, posibilitó la construcción de grandes hoteles, con una arquitectura lujosa, sólo igualada en Europa por los palacios y los edificios públicos. El hotel era el templo simbólico al progreso y a la nueva vida republicana.
Sarmiento describe el Hotel San Carlos, en los alrededores de Nueva Orleans, cuya arquitectura le trae a su memoria la cúpula de San Pedro en Roma. Exclama Sarmiento: “He aquí el pueblo rey que se construye palacios para reposar la cabeza una noche bajo sus bóvedas; he aquí el culto tributado al hombre, en cuanto hombre, y los prodigios del arte empleados, prodigados para glorificar a las masas populares (463).” Los bancos erigen también edificios impresionantes. La estatuaria pública honra a los héroes de la patria. Este pueblo tiene vida, disfruta, goza y ríe, porque siente que la civilización está a su servicio. Es un pueblo práctico, libre, y demuestra una originalidad que muchos le han reprochado.
El norteamericano, según Sarmiento, usa el tiempo con morosidad, porque en un país dedicado a crear riquezas, el tiempo vale mucho. El hombre común disfruta de beneficios económicos que en Europa son el privilegio de las elites ricas. Reconoce cierto mal gusto en las costumbres de la población. Es un resultado indirecto de la democratización. Les gustaba poner los pies en la silla y encima de la mesa, en cualquier lugar en que se encontraran, aún en un hotel lujoso, y lo consideraban algo normal. Afirma Sarmiento: “En los Estados Unidos la civilización se ejerce sobre una masa tan grande, que la depuración se hace lentamente, reaccionando la influencia de la masa grosera sobre el individuo, y forzándole a adoptar los hábitos de la mayoría, y creando al fin una especie de gusto nacional que se convierte en orgullo y en preocupación. Los europeos se burlan de estos hábitos de rudeza, más aparente que real, y los yanquis, por espíritu de contradicción, se obstinan en ellos, y pretenden ponerlos bajo la égida de la libertad y el espíritu americano (470).” No defiende estas conductas pero cree que el pueblo norteamericano es en esos momentos “...el único pueblo culto que existe en la tierra, el último resultado obtenido de la civilización moderna (470).”
Publicaban una gran cantidad de periódicos y empleaban un presupuesto abundante en la educación. Esto marcaba un gran contraste con Europa, donde predominaban los intereses y los hábitos aristocráticos de vida, y se hacía caso omiso a las necesidades públicas. Dice Sarmiento: “En los Estados Unidos todo hombre, por cuanto es hombre, está habilitado para tener juicio y voluntad en los negocios políticos, y los tiene, en efecto. En cambio, la Francia tiene un rey, cuatrocientos mil soldados, fortificaciones de París que han costado dos mil millones de francos, y un pueblo que se muere de hambre (471).” Muchos de los vicios de carácter que atribuían a los “yanquis” eran para él resultado de la tolerancia y el respeto, indispensables y necesarios para vivir en democracia. Había que darle a cada uno la oportunidad de expresarse según sus deseos y necesidades. El mérito mayor norteamericano era haber extendido el bienestar a todas las capas de la sociedad, algo que Europa no había hecho.     
            Los Estados Unidos eran un pueblo síntesis. El ciudadano americano estaba libre de la necesidad y la pobreza que amenazaba a los individuos en otros países. Era el hombre “...con hogar, o con la certidumbre de tenerlo; el hombre fuera del alcance de la garra del hambre y la desesperación...el hombre en fin dueño de sí mismo, y elevado su espíritu por la educación y el sentimiento de dignidad (473).” No había que extrañarse si en otros países no los comprendían, representaban una nueva etapa de la humanidad en su búsqueda de perfeccionamiento y libertad.
No cree que la raza jugara un papel especial en el progreso norteamericano. Su éxito se debía a la energía y al espíritu de empresa que mostraban los individuos. Eran más liberales que los europeos, no arrastraban prejuicios aristocráticos, y desarrollaban su sociedad dentro de modos muchos más libres que los de Europa. El uso del ferrocarril era un buen ejemplo; en Europa solo servía a un reducido grupo de la población, los pasajes eran caros y separaban a los pasajeros en categorías según el costo del boleto; en Estados Unidos, en cambio, los ferrocarriles, un novísimo medio de transporte en esos momentos, servían a una población más amplia, eran útiles al desarrollo del país y tenían un precio módico. En su manera de organizar el transporte los norteamericanos mostraban su intrepidez y su arrojo, ya que “...usan de su libertad y de su derecho a moverse (476)”. Este espíritu plebeyo iba haciendo de Estados Unidos una gran nación, un país del futuro. Eran extraordinariamente inventivos, y aún perfeccionaban los inventos europeos.
            El país había adoptado un régimen de propiedad de la tierra que estimulaba a los pioneros y ayudaba a que se abrieran nuevas fronteras. El estado facilitaba la compra de inmuebles. Sarmiento censura a los antiguos administradores de la Corona española: no habían sido capaces, en la época colonial, de crear un sistema equitativo de repartición de tierras en Hispanoamérica. Se las entregaron a los principales conquistadores, y los subordinados tuvieron que conformarse y trabajar a su servicio. Los hispanoamericanos carecieron del estímulo que da la propiedad privada. Gracias a la buena organización económica el yanqui compraba propiedades y esto contribuía al desarrollo nacional. Ocupaba la tierra “...en nombre del rey del mundo, que es el trabajo y la voluntad (481).” Sarmiento consideraba que la voluntad y el trabajo eran las grandes virtudes del nuevo orden burgués.
Al norteamericano le gustaba fundar ciudades, y cada ciudad nueva se transformaba en una Babel de muchas culturas y lenguas. Sarmiento se lamenta de que hubiera desaparecido entre los argentinos de su época el espíritu pionero, sin el cual era imposible colonizar el país desierto. Describe cómo habían hecho los norteamericanos para poblar el recientemente abierto territorio de Oregón. Su descripción nos recuerda el capítulo primero del Facundo, donde narraba la travesía de las carretas por la pampa argentina. Presenta la marcha a Oregón como un viaje heroico a campo abierto, en el que los pioneros ponían a prueba su fortaleza. Entre ellos iba el trampero Mr. Meek, baqueano y “piloto” de la tropa de carretas. En el camino encontraron indios que les robaron ganado y, lejos de intimidarse, los atacaron hasta que éstos se vieron obligados “a pedirles la paz”. Les hicieron comprender que los blancos no representaban una amenaza para ellos, puesto que eran agricultores. Durante el viaje celebraron elecciones y respetaron todas las libertades democráticas. Finalmente llegaron a destino, después de haber cruzado casi dos mil millas de territorio. ¿Por qué hacían todos esos sacrificios los pioneros? Lo hacían por el “interés nacional”. Conformaban un nuevo tipo de ser humano que, a diferencia de los hombres arrojados del pasado, no tenía fines egoístas; eran altruistas, estaban pensando en el futuro de su nación.
El yanqui sabía que él mismo probablemente no vería los frutos de su sacrificio, pero lo verían los hijos. Al llegar al lugar deseado se daban sus leyes, que aseguraban la libertad de prensa, la propiedad de la tierra, el derecho a la educación pública, el derecho a portar armas, la división de poderes, la ley de tierras para limitar la propiedad y combatir el latifundio. Todos los principios del liberalismo que no habían podido sostenerse en Argentina se daban con “naturalidad” en esa gente ruda e inculta, que llevaba en germen “...ciertos principios constitutivos de la asociación (492)”. De ese germen de sociedad saldría el estado, que luego se asociaría a la nación, ya que estos pioneros iban a ocupar territorios que aún no habían sido declarados estados. ¿Qué era lo que impulsaba al Yanqui a hacer todo esto? Según Sarmiento, era su condición moral excepcional. Los norteños, los yanquis, habían desarrollado un “sentimiento político” especial (a diferencia de los sureños, que aún mantenían la práctica de la esclavitud en su territorio). Durante su viaje a Europa había visto ignorancia, pobreza, degradación; los yanquis, en cambio, poseían un sistema democrático de educación, amaban la riqueza y creían en las virtudes ciudadanas. Sólo podían ser comparados por su originalidad con los romanos antiguos (496).
            Sarmiento critica repetidamente a las monarquías europeas, que había observado de cerca durante la primera parte de su viaje, en la época conflictiva que precedió a la crisis de 1848. Las consideraba monarquías retrógradas; dice: “...en las monarquías europeas se han reunido la decrepitud, las revoluciones, la pobreza, la ignorancia, la barbarie y la degradación del mayor número (498)”. A diferencia de lo que pasaba en esas sociedades degradadas, en Estados Unidos vivía  “...un pueblo avezado a las prácticas de la libertad, del trabajo y de la asociación (499).” Eran éstos los valores que habían permitido que progresara Estados Unidos, mientras Europa decaía. Sarmiento defiende el sistema republicano y ataca a las monarquías, que le parecen una verdadera aberración.
            Si alguna vez Estados Unidos cometía un error o exceso, argumenta, no se debía acusar al Estado en general, sino a ciertos individuos. En Estados Unidos ocurría algo curioso: el Estado era virtuoso, pero a algunos hombres los vencía el vicio. Muchos norteamericanos eran avaros y esto, considera, era consecuencia de la igualdad. Sarmiento explica esta paradoja: “La avaricia es hija legítima de la igualdad, como el fraude viene ¡cosa extraña al parecer! de la libertad misma. Es la especie humana que se muestra allí, sin disfraz ninguno, tal como ella es, en el período de civilización que ha alcanzado, y tal como se mostrará aún durante algunos siglos más, mientras no se termine la profunda revolución que se está obrando en los destinos humanos, cuya delantera llevan los Estados Unidos (500).” Las nuevas formas de producción, cree, iban a cambiar rápidamente la vida de trabajo y la vida social en todo el mundo; Estados Unidos estaba liderando esa transformación. Era la primera vez en la historia de la humanidad que las masas podían acceder al bienestar y a la riqueza; todas las sociedades precedentes habían sido sociedades de elites, en que el rico daba limosna al pobre. El capital estaba transformando la sociedad norteamericana, y las masas se habían lanzado a acumularlo, para lograr el bienestar. Sarmiento muestra gran fe en las virtudes del nuevo orden capitalista que representa Estados Unidos: es un capitalismo americano, distinto al europeo, más justo según su criterio. La sociedad da máximo valor al individuo, al punto que el crédito monetario no descansa sobre la garantía mobiliaria sino sobre “la existencia del individuo”, sobre su habilidad para trabajar y ganar dinero (502).
            Las costumbres habían contribuido en Estados Unidos a crear un pueblo único, argumenta Sarmiento. Ese pueblo poseía su propia “geografía moral”. Cree, siguiendo a de Tocqueville, que la pasión religiosa de los peregrinos que colonizaron el nuevo mundo había tenido un hondo impacto en la sociedad norteamericana (Katra 870-77). Era una sociedad profundamente religiosa, donde los ciudadanos leían regularmente la Biblia y mostraban sus sentimientos piadosos. Habían aparecido nuevas religiones y sectas, entre ellas la recientemente fundada iglesia mormona, que proponía la idea de un santo norteamericano como guía. En ese ambiente de libertad, algo caótico, las distintas religiones prosperaban. Estas iglesias, en ese medio democrático igualitario, beneficiaban a la comunidad y contribuían a la socialización de los individuos. Actuaban como instituciones intermediarias que ayudaban a las familias a resolver sus problemas económicos y laborales. Si bien muchas mantenían una actitud sectaria, se toleraban entre sí. Además impulsaban la filantropía, profundamente arraigada en el pueblo norteamericano. El norteamericano consideraba el dinero un medio para satisfacer sus necesidades espirituales, contribuyendo al bienestar de otros; el afán de riquezas no entraba en conflicto con el sentimiento de caridad cristiana. Los estudios bíblicos protestantes, además, ayudaban a extender el hábito de la lectura en la población.
            Sarmiento entiende que las religiones que primero arribaron a Norteamérica ayudaron más que las otras a crear un sustrato moral en su población. Tuvieron un gran peso en la formación de la personalidad adquisitiva de los ciudadanos de la costa Este, muchos de los cuales emigraron luego a otras partes del territorio. Dice Sarmiento: “Estos emigrantes del Norte disciplinan las poblaciones nuevas, les inyectan su espíritu en los meetings que presiden y provocan...Las grandes empresas de colonización y ferrocarriles, los bancos y las sociedades, ellos las inician y las llevan a cabo. Así es que la barbarie producida por el aislamiento de los bosques, y la relajación de las prácticas republicanas, introducidas por los emigrantes, encuentran en los descendientes de los puritanos y peregrinos un dique y un astringente (512)”.
Los centro cultos de la costa Este y de Nueva Inglaterra lideraron moralmente la colonización del interior, según Sarmiento, e infundieron su espíritu libertario y tolerante en el resto del país. Gracias a esto, el interior no había sucumbido a la barbarie. Los inmigrantes europeos pobres, llegados recientemente, eran una amenaza; dice: “La inmigración europea es allí un elemento de barbarie, ¡quién lo creyera! El europeo, irlandés y alemán, francés o español...sale de las clases menesterosas de Europa, ignorante de ordinario, y siempre no avezado a las prácticas republicanas de la tierra. ¿Cómo hacer que el inmigrante comprenda de un golpe aquel complicado mecanismo de instituciones municipales, provinciales y nacionales...(506)?” Este campesino europeo, criado bajo las prácticas políticas distorsionadas de las monarquías restauradas que Sarmiento había observado y analizado, no estaba en condiciones de entender la vida política norteamericana. En su concepto, la rica vida política norteamericana debía en gran parte su éxito a la práctica del voto: tenían vigente un sistema de elecciones dinámico y moderno, que aseguraba la continuidad política, sin interrupciones autoritarias. El país estaba dividido en dos partidos principales y los ciudadanos mostraban gran pasión por participar en todo tipo de elecciones de representantes, de nivel municipal, estatal y nacional.
Sarmiento, durante su viaje, observa con atención el sistema electoral y la política de colonización de los territorios. En su concepto, muchos de los problemas políticos de Sudamérica, durante la etapa independiente, eran consecuencia de la mala política de colonización que había llevado a cabo España en la época colonial. Dado que no había elecciones en Estados Unidos en esos momentos, transcribe las opiniones de un viajero inglés, Combe, que había ido allá a estudiar el sistema electoral unos años antes que él. Según Combe, el sistema electoral funcionaba a la perfección, los habitantes participaban activamente y, a pesar de la agresividad de las campañas electorales, el voto era secreto y se votaba en paz. Respetaban la opinión de todos, el país era auténticamente pluralista.
Las masas imprimían su sensibilidad a la sociedad norteamericana; los individuos se sometían a su presión y trataban de adaptarse a sus intereses. El resultado era el bienestar general, la prosperidad extendida y el goce de todas las libertades de la democracia liberal. Esto, a su vez, modificaba sustancialmente la sicología y la moral del pueblo, y la daba una energía creativa única. Los europeos, considera Sarmiento, y también los sudamericanos, no habían entendido el espíritu de esta democracia popular porque se rendían a la sensibilidad de las elites y las culturas aristocráticas europeas, y despreciaban al pueblo. En Estados Unidos la cultura, la educación, la prensa, estaban al servicio de la democracia de masas, que buscaba extender a la máxima cantidad posible de personas los beneficios de la libertad capitalista. El resultado era una república igualitaria, que gozaba de una libertad como ninguna otra antes. Era una sociedad que amaba el trabajo y la riqueza, y toda esa abundancia de bienes sólo podía tenerse en un país que respetara esos ideales.
            Sarmiento creía, como también Alberdi, otro de los inminentes liberales de su generación, que la constitución de una república debía estimular la formación de riqueza (Bases 128). Admiraba el espíritu de empresa de la sociedad norteamericana. Menciona escasamente sus “pecados” y excesos, como la esclavitud, y su peligrosa política expansionista. Creía en el derecho “natural” de los países fuertes y modernos a extender sus fronteras. La República Argentina tenía una cuestión pendiente con los territorios ocupados por las tribus indígenas en el Sur del país, y los liberales como Sarmiento querían llevar las fronteras de la “civilización” a la Patagonia y terminar con las invasiones de indios que atacaban poblados y estancias. Sarmiento había criticado a Rosas en Facundo por haber usado éste la cuestión de la frontera indígena para su propia autopromoción política. Su Expedición al Desierto, argumentaba Sarmiento, no había tenido como objetivo último expulsar a los indígenas definitivamente de sus territorios (Facundo 286-88).
            El sanjuanino logra en esta carta-artículo observar e interpretar de manera convincente el modo de ser americano. Descubre una identidad continental, critica el antagonismo de muchos escritores hacia Estados Unidos, y censura la idealización incondicional y acrítica de lo europeo. Sarmiento ve pobreza, barbarie y opresión en Europa, y ve libertad y civilización en Estados Unidos. Sabía que su posición era polémica y que muchos escritores e intelectuales argentinos, que mostraban una simpatía incondicional hacia Europa, particularmente Francia, no aceptarían su crítica.[2]    
Luego de la caída del tirano Rosas, la generación de los emigrados y proscritos, a la que Sarmiento pertenecía, logró ocupar importantes cargos. El pensamiento liberal se volvió hegemónico durante los gobiernos de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Su política no benefició a toda la población. Los sectores populares se sintieron victimizados por el régimen de propiedad establecido y por las medidas que tomaban para favorecer el “progreso”. El General Roca dirigió en 1879 su campaña de conquista al “Desierto”, como llamaban a los territorios en poder de los indígenas. Su éxito lo catapultó a la Presidencia de la Nación en 1880. Durante su primera presidencia (1880-86) dio gran poder a la oligarquía terrateniente. La rápida expansión económica desplazó a los criollos (gauchos) de sus tierras y formó una nueva base urbana constituida por grupos de inmigrantes proletarios y peones rurales, que enfrentaron duras condiciones de vida (Zimmermann 41-60).    
En Estados Unidos, Sarmiento descubrió un país trabajador y dinámico. Entendió que en esa nueva República estaba ocurriendo algo único, que buscó de comunicar a sus lectores. Estados Unidos era una gran democracia, la colonización avanzaba rápidamente, los inmigrantes llegaban de Europa a montones, introducían nuevos adelantos técnicos en la comunicación y los viajes, trabajaban mucho, eran tolerantes, ricos, “civilizados”. Integraban una joven cultura a través de la cual la humanidad llegaba a una altura nueva. Su sueño era importar ese progreso a su propia patria.[3]
Sarmiento soñaba con un país vital, práctico, rico, que nunca se materializaría plenamente. Compartía esas aspiraciones y deseos con un amplio sector liberal, que llegó al poder luego de la caída del tirano. El país “moderno” que emergió de ese largo proceso trajo al plano de la política nuevas situaciones sociales, y dio su propia dinámica e identidad a la vida nacional.



Bibliografía citada


Alberdi, Juan Bautista. Bases y puntos de partida para la organización política de la
            República Argentina. Buenos Aires: Editorial Plus Ultra, 1991.
Botana, Natalio. La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su
tiempo. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1997. Segunda edición revisada 
actualizada.
Katra, William. “Sarmiento en los Estados Unidos”. D. F. Sarmiento, Viajes por Europa,
Africa y América 1845-1847 y Diario de gastos, Buenos Aires: Colección
Archivos, 1993. Edición crítica de Javier Fernández. 853-911.
Pellicer, Jaime. “Los Estados Unidos en Sarmiento”. ”. D. F. Sarmiento, Viajes por
Europa, África y América 1845-1847 y Diario de gastos, Buenos Aires:
Colección Archivos, 1993. Edición crítica de Javier Fernández. 853-911.
Rodó, José E. Ariel Liberalismo y Jacobinismo. México: Editorial Porrúa, 1979. 5ta.
            Edición. Estudio preliminar de Raimundo Lazo.
Sarmiento, Domingo F. Facundo. Civilización y barbarie. Madrid: Ediciones Cátedra,
1990. Edición de Roberto Yahni.
----------. Recuerdos de provincia. Madrid: Anaya y Mario Muchnik, 1992. Edición de
            María Caballero Wanguermert.
----------. Viajes. Buenos Aires: Editorial de Belgrano, 1981. Las citas textuales en mi
            ensayo están tomadas de esta edición, que sigue la primera edición de 1849, y
            actualiza la grafía.
Verdevoye, Paul. Literatura argentina e idiosincrasia. Buenos Aires: Ediciones
Corregidor, 2002.
Zimmermann, Eduardo. Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina
1890-1916. Buenos Aires: Editorial Sudamericana/ Universidad de San Andrés,
1995.
  



[1] Era la misma argumentación que usaban Francia y otros países imperialistas para invadir y ocupar Algeria y otros territorios, supuestamente para expandir la “civilización” europea. Consideraban que los países dominados eran “bárbaros”. Creían que la civilización europea era superior a la de ellos. Supuestamente los ocupaban para extender la “civilización”. Sarmiento suscribe esta tesis.
[2] Estados Unidos, en las décadas siguientes a la publicación de Viajes, se transformó en un poder económico y militar cada vez más amenazante. Su política intervencionista perjudicó a Hispanoamérica y distorsionó el desarrollo político del área. Hacia fines del siglo XIX, luego de la guerra Española-Norteamericana, Rodó y otros intelectuales arielistas criticaron a Estados Unidos y señalaron sus carencias “espirituales” y su excesivo materialismo (Rodó 1-59). Estados Unidos, en la opinión de muchos intelectuales latinoamericanos, se había transformado en una potencia “neo-imperial” que sometía a toda el área latinoamericana a sus propios intereses e influencias.
[3] Los estudios de educación que realizó en esta época lo llevaron a reconocer la originalidad del sistema educativo norteamericano, y el empuje que le había dado a la educación Horace Mann en Massachusetts (Pellicer 944-50). Una vez en la política pudo cumplir con su sueño: trajo al país a maestras y a científicos norteamericanos para implantar la “civilización” en la Argentina.




Publicación: Alberto Julián Pérez,
“Sarmiento y la democracia norteamericana”
Historia 97(Marzo 2005): 4-34.