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domingo, 14 de diciembre de 2014

El pintor del Dock Sud


                                                             de Alberto Julián Pérez©

            Carlitos Ballestrini vivía en un conventillo de Espejo y Las Heras, en el Dock Sud. Iba a la escuela primaria “Jacobo Thomson”, en Valle y Montaña. Por las tardes, después de las clases, salía a pasear por la isla Maciel. Bordeaba el Riachuelo por Carlos Pellegrini. Le llamaban la atención los galpones y las fábricas. Se detenía a admirar el viejo puente transbordador, con sus líneas finas y estilizadas, que se levantaba junto al puente Avellaneda, más moderno y pesado.
Cuando tenía unas monedas cruzaba a La Boca en el bote que salía de abajo del puente abandonado. A los doce años, por curiosidad, entró en el museo de Quinquela Martín. Vio los grandes cuadros del maestro: los barcos anclados en el antiguo puerto, el buque incendiado, los estibadores cruzando por los angostos puentes con las bolsas al hombro, el flujo espejeante de las aguas contra el fondo humeante de las fábricas de la Isla Maciel. Esa experiencia cambió su idea sobre la realidad. Había pensado que vivía en un mundo fijo, limitado, una especie de cárcel sin salida, y al ver los cuadros de Quinquela entendió que el mundo era móvil, huidizo, cambiante. Tuvo de improviso la intuición del tiempo, que hace, deshace y transforma los objetos, forma y quiebra los colores, difumina a los sujetos en el paisaje, libera al yo y lo deslíe en la obra de arte. Sintió que era posible vivir dentro de un espacio imaginario que se renueva constantemente. Comprendió que iba a ser artista. La realidad se sostenía en el espacio por sus cuatro costados como se sostiene en el cielo un buque que vuela,  y él podría cambiarla a gusto, con la habilidad de un prestidigitador.
            Regresó al conventillo. Su mamá guardaba una resma de papel en un cajón. Sacó varias hojas. Tomó un lápiz y dejó que su mano se deslizara por el papel, en un brote súbito de inspiración. Dibujó formas, líneas, sintió el placer de ver aparecer ante sus ojos lo que había vislumbrado antes en su imaginación. Había encontrado algo nuevo que explorar. Le gustaba aprender. Al rato se levantó y guardó todo. Su madre, Mariela, llegaría pronto.
        Mariela era joven, tenía sólo treinta años. El padre de Carlitos los había abandonado hacía dos años. Trabajaba como obrera en una fábrica de plástico. Su novio era Cabo en la Prefectura. Su hijo lo llamaba el “marinero”. A veces el novio se quedaba a dormir con ellos en el conventillo. La pieza era grande y tenía los muebles indispensables: una cama matrimonial para la madre y una cama de una plaza para Carlitos, una mesa grande rectangular en la que comían y en la que el hijo hacía las tareas de la escuela, un armario donde la madre ponía las bolsas y latas de comida y su hijo sus libros y cuadernos, un ropero donde guardaban la ropa que tenían y los diarios viejos que Carlitos coleccionaba.
            Juan Carlos, el marinero, era simpático y le compraba caramelos y chocolatines para ganárselo. Al chico no le gustaba que se quedara de noche, porque hacían el amor. Le molestaban los ruidos del elástico, y los resuellos que no podían contener y no lo dejaban dormir. También la situación lo excitaba, y muchas veces se masturbaba mientras ellos tenían sexo. Al otro día sentía vergüenza y no se animaba a mirar a su madre a los ojos.        
           Sus dibujos se fueron acumulando en una carpeta de la escuela. Dibujaba escenas del conventillo, retratos de sus vecinos, escenas de la costa del Riachuelo, el perfil de La Boca visto desde el Doque, el puente transbordador. Su mamá le preguntó que por qué dibujaba tanto, y él le dijo que se proponía vender sus dibujos en la Vuelta de Rocha, en el mercado de artesanías, muy pronto. A la mamá no le pareció mala idea, aunque dudó que alguien fuera a comprárselos. Ese fin de semana Carlitos seleccionó treinta dibujos, los puso en su carpeta, cruzó el Riachuelo en el bote y se fue a Caminito. No bien llegó y trató de exhibir sus dibujos, se le acercó un señor como de treinta años y le dijo que los puestos estaban todos ocupados, que no se hiciera el vivo. Allí no podía vender. Si no se las tomaba, la iba a ligar. Carlitos no le tenía miedo a las palizas. En el Doque, los chicos le habían pegado muchas veces porque a él no le gustaba jugar al fútbol, y los vecinos del conventillo le pegaban cuando lo veían distraído, o lo encontraban haciendo sus tareas de la escuela. Les daba rabia que estudiara, decían que se creía mejor que los demás. Pero en esos momentos necesitaba encontrar un lugar para vender sus dibujos, y si allí no se podía, no se podía.
Recorrió la Vuelta de Rocha. Había puestos de música, de ropa, de comida, de artesanías de La Boca, de cuadros. Los vendedores armaban sus tablones y ponían sus carteles para atraer a los visitantes y turistas que pululaban en la zona. No se animó. Se dio cuenta que en cuanto exhibiera sus dibujos lo vendrían a sacar. Finalmente se metió en un mercado de alimentos que funcionaba dentro de un galpón, en Pedro de Mendoza. Había verdulería, carnicería, almacén. Se sentó en un costado del almacén, y cuando llegaba un cliente, él abría su carpeta y le mostraba un dibujo. Al final de la tarde había vendido tres transbordadores y dos perfiles de La Boca vista desde el Doque, y había ganado quince pesos. El almacenero, además, le tuvo lástima, le preguntó si tenía hambre, y le preparó un sánguche de queso y dulce, y le dio una lata de Coca Cola. El dibujo que más llamó la atención fue el perfil de La Boca desde el Dock Sud. Los boquenses raramente cruzaban al Dock, y no se veían a sí mismos. Su dibujo proveía una perspectiva sorprendente. También gustó mucho su dibujo del edificio donde había vivido y trabajado el pintor Quinquela Martín. Era museo y escuela. Parecía un barco. Los clientes del mercado no habían observado con detenimiento su forma, que su dibujo revelaba.
            Durante la semana fue con su carpeta de dibujo a la costa del Riachuelo, en el Dock, y se puso a dibujar La Boca. Observó con cuidado los desniveles y colores. Imitando a Quinquela, empezó a dividir volúmenes y a inclinarlos en el plano. Ese fin de semana cruzó con el bote y regresó al mercado. Vendió diez perfiles de La Boca y ganó cuarenta pesos. Y más importante, un señor se puso a mirar sus dibujos y a hablar con él. Le dijo que era pintor y daba clases. Le aseguró que tenía talento, pero le faltaba aprender mucho. Lo invitó a que fuera a su taller, a conocer. El le explicó que no tenía dinero para tomar clases. El hombre, Verónico del Bosque, le dijo que le pagaría cuando lo tuviera.
             De ahí en más, todos los martes y jueves por la tarde, después de la escuela, cruzaba a La Boca e iba a estudiar con el maestro, que vivía en una casa vieja en Suárez y Martín Rodríguez, donde alquilaba dos cuartos, uno de vivienda y el otro para su taller y escuela.
            Pronto Carlitos se transformó en su estudiante preferido. El maestro le propuso que se cambiara el nombre, o que se buscara un nombre artístico de pintor, porque el nombre de Carlitos en Buenos Aires ya tenía dueño. Si uno decía Carlitos pensaba en Gardel. Era como la camiseta del 10. Al final eligió llamarse Martín, en homenaje a Quinquela. También modificó su apellido: en lugar de Ballestrini, Balestra, más criollo. La Boca había tenido demasiados pintores italianos, hacían falta pintores criollos. Los mayoría de los italianos, por otro lado, se habían ido de La Boca y del Dock, vivían todos en Palermo. La Boca y el Dock eran tierra de cabecitas negras del interior, bolivianos, paraguayos y chinos. Había una nueva Boca y un nuevo Dock.
            Pasaron dos años y Martín evolucionó muchísimo en su arte. Verónico le daba, además de dibujo, clases de pintura. Le compró una caja de acuarelas. Martín manejaba el color con gran talento. Decidieron un día a la semana ir a pintar a la cancha de Boca. Retrataban el exterior de la Bombonera, desde diversos ángulos. Los fines de semana Martín volvía al mercado a vender sus dibujos. Cuando había partido de fútbol, vendía sus acuarelas de la Bombonera. Un día un turista norteamericano le dio diez dólares por una acuarela. Se sintió rico y afortunado.
            Mariela, su madre, estaba orgullosa de su hijo Carlitos (no aceptó llamarle Martín). El marinero, que era casado, había dejado a su mujer y se había ido a vivir con ella. Carlitos los domingos le daba a su madre casi todo el dinero que ganaba. Sólo guardaba para él una parte, para cruzar a La Boca, comprar los útiles de dibujo y su merienda. Cuando cumplió quince años la madre le dijo que iba a tener un hermanito. Martín ya había pensado en dejar la escuela. Estaba en noveno grado del EGB, y le parecía que aprendía poco. Su verdadera escuela eran las clases de Verónico, el pintor. Habló con su maestro, quien le propuso irse a vivir a su inquilinato. En ese momento tenían un cuarto desocupado. Le dijo que le prestaría el dinero para el alquiler, y que le pagaría con los dibujos que vendía en el mercado (su puesto allí ya era oficial,  le decían “el pintor del mercado”). Además, podía ayudarlo a dar clases de dibujo a los chicos que empezaban. Martín era un muy buen dibujante. Su uso del color aún no era perfecto, pero había progresado muchísimo. Aceptó. Su madre aprobó su decisión, ella también quería hacer cambios en su vida. Su hijo estaría bien en Capital, y para visitarlo no tenía más que cruzar el Riachuelo.  
            Martín agregó a su repertorio escenas del mercado donde vendía sus trabajos. Dibujaba y pintaba acuarelas de La Boca, la Bombonera y el mercado. Luego tuvo una idea interesante. Empezó a pintar temas del Dock Sud: las calles del interior, los conventillos de chapa, la salida al Puente Avellaneda, las torres del Polo Petroquímico. Incluyó escenas cotidianas de Villa Inflamable, la villa miseria que estaba al lado de los depósitos de combustible. Martín había caminado por las calles del Dock mucho tiempo, pero en ese entonces ya vivía en La Boca, y no fue a pintar a la calle, como hacía antes. Pintaba en su cuarto, de memoria. Las imágenes se fueron deformando y estilizando. Sus interpretaciones tenían aspectos oníricos. No dominaba aún bien el olio y el acrílico. Prefería la acuarela. Trabajaba con pinceles muy finos y colores que él mismo preparaba. Muchas veces terminaba los cuadros superponiendo figuras humanas, verdaderas miniaturas, dibujadas con un plumín y tinta china, sobre los volúmenes de color. Estaba buscando su propio lenguaje, su estilo.
            Su maestro tenía en su estudio una enciclopedia ilustrada de la pintura universal, que había salido en fascículos que vendían en los quioscos, y él había hecho encuadernar. Abarcaba diez tomos. Martín pasaba mucho tiempo mirando las reproducciones de obras famosas y leyendo las explicaciones. También su maestro le hablaba mucho sobre la pintura y el arte en general. Se había formado en Rosario con Antonio Berni. Una vez lo llevó al Malba a ver una retrospectiva de Berni que lo fascinó. Martín, a pesar de su juventud (no era más que un adolescente), tenía gran sensibilidad social. Le dolía sobre todo la pobreza, en la que había nacido, y veía siempre alrededor suyo.
Cuando él tenía dieciséis años, su maestro alquiló un cuarto en un conventillo reciclado cerca de Caminito para hacer una exposición con sus mejores estudiantes y discípulos. Participaron tres jóvenes. Martín colgó diez de sus acuarelas. Dio la casualidad que al segundo día de la muestra fue a Caminito el crítico de arte de Clarín, Eduardo Carlucci. La Fundación Proa había inaugurado una exposición y la fue a cubrir. Cuando terminó, salió a dar una vuelta por el barrio, siempre lleno de visitantes y turistas, y entró de casualidad en el conventillo reciclado, muy llamativo y colorido, donde Verónico tenía su exhibición.
Al ver los cuadros de Martín, no pudo evitar una exclamación de admiración. Se detuvo sobre todo en “Villa inflamable”. En el centro del cuadro, en primer plano, se veía el rostro de un niño de diez años con grandes ojos negros (era el rostro de Martín, que había pintado su autorretrato). Tras el niño, en el fondo, se veían varias casillas de la villa. En el centro de los ojos, en tinta china, Martín había dibujado una miniatura. Era una pareja de turistas norteamericanos que miraban el cuadro. El espectador insolente se reflejaba en los ojos desesperados del niño. Al otro día sacó una nota especial en Clarín sobre el cuadro, al que había fotografiado. La tituló: “Un artista del hambre”.
Martín tenía sólo dieciséis años. Su carrera como pintor prometía. Era un buen comienzo. Durante el resto del año, por consejo de Verónico, se dedicó a pintar para organizar su primera muestra personal. El periodista de arte de Clarín, Eduardo Carlucci, volvió a visitarlo. Habló un rato con él, le preguntó sobre su vida, su formación. No parecía respetar a su maestro Verónico. Le aconsejó que tratara de ingresar en una escuela de arte de la ciudad, la más apropiada para su nivel sería la Escuela Superior de Bellas Artes, necesitaba formarse. Si presentaba un buen portafolio podía entrar. El estaba dispuesto a escribirle una carta de recomendación.
Se lo contó a su maestro, que le dijo que ese crítico era un envidioso y un mal tipo, lo único que le interesaba era el dinero. Estaría buscando encontrar un pintor nuevo para representarlo y ganar plata. Así era el mundo de la crítica y los marchand, una porquería.
Martín fue a visitar a su madre. Había tenido una nena. Le llevó un cuadro suyo enmarcado. Le dijo que lo guardara, que un día iba a tener mucho valor y le daría buen dinero. Tenía grandes planes. Pensó que no era mala la idea de entrar a estudiar en la Escuela de Arte, le gustaba aprender y lo necesitaba.
Pero el destino tenía sus propios planes. A fin de año Verónico del Bosque se sintió mal y en enero estaba internado en el Argerich. Le encontraron un tumor en el cerebro. Tenía cincuenta y seis años y era como un padre para Martín. Tres meses después había fallecido. Martín pensó que ese desenlace trágico no iba a impactar en su arte, pero se equivocó.
Martín tenía un gran talento natural, pero era un chico emocionalmente carenciado. Se había criado en el Dock, había tenido una relación muy superficial con su padre, que casi nunca estaba en su casa (después que se fue supieron que tenía otra mujer).
El abandono fue duro para su madre. Martín creció en las calles del Dock y de La Boca. El dibujo y la pintura lo habían salvado. Verónico había sido su padre espiritual y quien lo cuidó y lo guió en el mundo del arte. Sintió un gran vacío y entró en un ciclo depresivo. No pudo salir. La depresión se agravó. La dueña del inquilinato donde vivía fue a verlo: no había pagado la renta. Martín se disculpó y le ofreció un cuadro suyo. La dueña lo rechazó: le dijo que no tenía valor, y que pagara o se fuera. Durante ese mes logró que su madre le prestara dinero para pagar el alquiler. Cuando a principios del mes siguiente fueron a cobrarle otra vez lo encontraron tirado en el piso. Tenía muy mal olor, hacía muchos días que no se bañaba. A su alrededor se amontonaban los desperdicios.
Contra la pared, arrinconados, había una gran cantidad de dibujos y de acuarelas. Había pintado también varios cuadros con acrílico, en colores muy fuertes. Se había pasado todo el mes trabajando sin parar. Los cuadros mostraban paisajes expresionistas de La Boca y el Dock. Su paleta de colores parecía salida de los cuadros de Quinquela Martín. En el más grande de ellos había pintado una versión del cuadro “Sin pan y sin trabajo” de Ernesto de la Cárcova, superpuesta a una imagen de las calles del Dock Sud vistas desde arriba. Era un cuadro originalísimo, posmoderno, una síntesis nueva. Lo tituló “Nuestra miseria”.
Otros cuadros mostraban imágenes desgarradas de figuras que se sostenían en el aire, o fugaban en el espacio, e imágenes grotescas de seres sufrientes: el Riachuelo y el Puente Transbordador volando sobre el Obelisco, con un hombre (que era él) colgando, encadenado al puente; Cristo volando en su cruz cabeza abajo sobre el estadio de Boca, mientras en el campo de juego, le arrancaban el corazón con un cuchillo a un jugador; una niña de cinco años, en una carnicería, esperando turno para ser sacrificada, ante la mirada anhelante de una señora rica, que aguardaba su parte. El horror y la soledad se fundían con la marginación y el hambre. El último cuadro que llamaba la atención era sobre Villa Inflamable. Había superpuesto la escena de unas casillas de la villa a una visión aérea de la Villa 31 de Retiro, que hacía de fondo de la composición.  En el centro del cuadro, sobre la Villa Inflamable, un ojo, rasgado por una navaja.
La dueña de la pensión no sabía qué hacer. Martín tenía la mirada perdida y no respondía cuando le hablaban. Encontraron en una libreta un número de teléfono, pensaron que era de un familiar, llamaron. Era el crítico de arte de Clarín. Fue de inmediato. Dijo que no se hicieran problemas, que él se haría cargo de todo. Le pagó el mes de alquiler a la señora y se puso a limpiar el cuarto. Lo acostó en la cama. Salió y al rato regresó con varios papeles. Tenía un contrato en que decía que Carlos Ballestrini, alias Martín Balestra, lo nombraba su único representante, y le cedía la totalidad de los derechos de sus obras. El pintor percibiría a cambio el diez por ciento del total de las ventas. Le hizo escribir su nombre y firmar como pudo. Después llamó a la unidad psiquiátrica del Argerich y explicó la situación. Al rato llegó una ambulancia y se lo llevaron para internarlo. El crítico se quedó en la pieza organizando toda la obra. En el cuarto de al lado, que había sido el taller de Verónico, encontró varios cientos de dibujos y pinturas de Martín. Al otro día hizo venir una combi y se llevó todos los dibujos y pinturas que encontró. Lo único que quedó en el cuarto era la ropa vieja de Martín.
La unidad psiquiátrica del Argerich evaluó cuidadosamente el caso. Martín acababa de cumplir diecisiete años. Había tenido un ataque de esquizofrenia que evolucionó en un brote psicótico. Lo derivaron al Borda para que continuaran los estudios. Al tiempo emitieron su evaluación. Martín era irrecuperable. Mantenía su mirada perdida y se pasaba todo el día sentado, sin moverse. Había enloquecido. Lo dejaron internado en el Borda, con la intención de pasarlo después a un asilo para enfermos mentales, donde podría residir de forma permanente.
El crítico, Eduardo Carlucci, organizó una muestra de la pintura de Martín en el Centro Cultural Recoleta, con el título “Un artista del hambre”. La exposición fue un éxito y lo trágico de la historia del pintor adolescente fue un aliciente para la crítica. Hablaron de la influencia de Antonio Berni, Quinquela Martín y del expresionista irlandés Francis Bacon. Carlucci hizo que un tasador profesional evaluara los cuadros. Consideró que el precio inicial promedio para una subasta pública debía ser de diez mil dólares por cuadro. Entusiasmado, Carlucci convenció a las autoridades del MALBA a que hicieran una retrospectiva, con la promesa de regalarle un cuadro al Museo. El Gobierno de la Ciudad apoyó la muestra. Todos los diarios se deshicieron en críticas elogiosas. Más de cien mil personas visitaron la exposición durante los quince días que duró.
Carlucci preparó una subasta de tres de sus cuadros en un remate de la Galería Arroyo. Incluyó entre los tres a “Nuestra miseria”. Los concurrentes se mostraron entusiasmados. El precio de base de cada cuadro fue de diez mil dólares. El primero de los cuadros fue vendido en setenta mil dólares. El segundo en cincuenta mil. Dejaron “Nuestra miseria” para el final. A los cinco minutos de comenzar el remate el precio había subido a cien mil. Carlucci no podía de contento. Al concluir el remate el cuadro había alcanzado los trescientos cincuenta mil dólares. Lo adquirió un marchand local, comisionado por el Museo de Arte Moderno de New York, donde pasaría a integrar su colección permanente.
Carlucci dejó su trabajo en el diario y se estableció como marchand y representante exclusivo de la obra de Martín. Lo trágico de su destino y la imposibilidad de que siguiera pintando creo toda una mística sobre el pintor del Dock Sud. El gobierno peronista lo nombró el “Artista social” del año y la Casa Rosada adquirió uno de los cuadros de Villa Inflamable para su colección de pintura. Ese año aparecieron numerosos artículos sobre su obra en revistas especializadas.
Carlucci se presentó en el Dock a la casa de la madre de Martín y le dijo que su hijo  había dejado una pequeña fortuna. Dado su estado mental la madre era la curadora. Le correspondía la administración del diez por ciento que se recaudaba por la venta de sus cuadros. Un año después Mariela pudo mudarse a un departamento grande que compró en Avellaneda.
Un día fueron juntos con Carlucci a visitar a Martín (o Carlitos) al asilo donde residía. Lo encontraron sentado en un banco, en el parque, mirando el cielo. No los reconoció. La madre se puso a llorar, pero al mismo tiempo le agradeció a Dios por la buena fortuna que tenía en la venta de los cuadros. Carlucci los fotografió y el fin de semana salió un artículo suyo con la fotografía en la Revista Cultural de Clarín. Martín Balestra había entrado por la puerta grande de la historia de la pintura en Argentina. El pintor del Dock Sud había sido capaz de comunicar de una manera original y única en su arte el horror de la miseria, del abandono y de la soledad de los pobres en la ciudad moderna.


Publicado en Suplemento de Realidades y Ficciones No. 63 
- Diciembre 2014 - 
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