de Alberto Julián Pérez©
Carlitos Ballestrini vivía en un
conventillo de Espejo y Las Heras, en el Dock Sud. Iba a la escuela primaria “Jacobo
Thomson”, en Valle y Montaña. Por las tardes, después de las clases, salía a
pasear por la isla Maciel. Bordeaba el Riachuelo por Carlos Pellegrini. Le
llamaban la atención los galpones y las fábricas. Se detenía a admirar el viejo
puente transbordador, con sus líneas finas y estilizadas, que se levantaba
junto al puente Avellaneda, más moderno y pesado.
Cuando tenía unas monedas cruzaba a La Boca en el bote
que salía de abajo del puente abandonado. A los doce años, por curiosidad,
entró en el museo de Quinquela Martín. Vio los grandes cuadros del maestro: los
barcos anclados en el antiguo puerto, el buque incendiado, los estibadores
cruzando por los angostos puentes con las bolsas al hombro, el flujo espejeante
de las aguas contra el fondo humeante de las fábricas de la Isla Maciel. Esa
experiencia cambió su idea sobre la realidad. Había pensado que vivía en un
mundo fijo, limitado, una especie de cárcel sin salida, y al ver los cuadros de
Quinquela entendió que el mundo era móvil, huidizo, cambiante. Tuvo de
improviso la intuición del tiempo, que hace, deshace y transforma los objetos,
forma y quiebra los colores, difumina a los sujetos en el paisaje, libera al yo
y lo deslíe en la obra de arte. Sintió que era posible vivir dentro de un
espacio imaginario que se renueva constantemente. Comprendió que iba a ser
artista. La realidad se sostenía en el espacio por sus cuatro costados como se
sostiene en el cielo un buque que vuela, y él podría cambiarla a gusto, con la
habilidad de un prestidigitador.
Regresó al conventillo. Su mamá
guardaba una resma de papel en un cajón. Sacó varias hojas. Tomó un lápiz y dejó
que su mano se deslizara por el papel, en un brote súbito de inspiración.
Dibujó formas, líneas, sintió el placer de ver aparecer ante sus ojos lo que
había vislumbrado antes en su imaginación. Había encontrado algo nuevo que
explorar. Le gustaba aprender. Al rato se levantó y guardó todo. Su madre,
Mariela, llegaría pronto.
Mariela era joven, tenía sólo
treinta años. El padre de Carlitos los había abandonado hacía dos años. Trabajaba
como obrera en una fábrica de plástico. Su novio era Cabo en la Prefectura. Su
hijo lo llamaba el “marinero”. A veces el novio se quedaba a dormir con ellos
en el conventillo. La pieza era grande y tenía los muebles indispensables: una cama
matrimonial para la madre y una cama de una plaza para Carlitos, una mesa
grande rectangular en la que comían y en la que el hijo hacía las tareas de la
escuela, un armario donde la madre ponía las bolsas y latas de comida y su hijo
sus libros y cuadernos, un ropero donde guardaban la ropa que tenían y los
diarios viejos que Carlitos coleccionaba.
Juan Carlos, el marinero, era
simpático y le compraba caramelos y chocolatines para ganárselo. Al chico no le
gustaba que se quedara de noche, porque hacían el amor. Le molestaban los
ruidos del elástico, y los resuellos que no podían contener y no lo dejaban
dormir. También la situación lo excitaba, y muchas veces se masturbaba mientras
ellos tenían sexo. Al otro día sentía vergüenza y no se animaba a mirar a su
madre a los ojos.
Sus dibujos se fueron acumulando en una carpeta de la escuela. Dibujaba escenas del conventillo, retratos de sus vecinos, escenas de la costa del Riachuelo, el perfil de La Boca visto desde el Doque, el puente transbordador. Su mamá le preguntó que por qué dibujaba tanto, y él le dijo que se proponía vender sus dibujos en la Vuelta de Rocha, en el mercado de artesanías, muy pronto. A la mamá no le pareció mala idea, aunque dudó que alguien fuera a comprárselos. Ese fin de semana Carlitos seleccionó treinta dibujos, los puso en su carpeta, cruzó el Riachuelo en el bote y se fue a Caminito. No bien llegó y trató de exhibir sus dibujos, se le acercó un señor como de treinta años y le dijo que los puestos estaban todos ocupados, que no se hiciera el vivo. Allí no podía vender. Si no se las tomaba, la iba a ligar. Carlitos no le tenía miedo a las palizas. En el Doque, los chicos le habían pegado muchas veces porque a él no le gustaba jugar al fútbol, y los vecinos del conventillo le pegaban cuando lo veían distraído, o lo encontraban haciendo sus tareas de la escuela. Les daba rabia que estudiara, decían que se creía mejor que los demás. Pero en esos momentos necesitaba encontrar un lugar para vender sus dibujos, y si allí no se podía, no se podía.
Sus dibujos se fueron acumulando en una carpeta de la escuela. Dibujaba escenas del conventillo, retratos de sus vecinos, escenas de la costa del Riachuelo, el perfil de La Boca visto desde el Doque, el puente transbordador. Su mamá le preguntó que por qué dibujaba tanto, y él le dijo que se proponía vender sus dibujos en la Vuelta de Rocha, en el mercado de artesanías, muy pronto. A la mamá no le pareció mala idea, aunque dudó que alguien fuera a comprárselos. Ese fin de semana Carlitos seleccionó treinta dibujos, los puso en su carpeta, cruzó el Riachuelo en el bote y se fue a Caminito. No bien llegó y trató de exhibir sus dibujos, se le acercó un señor como de treinta años y le dijo que los puestos estaban todos ocupados, que no se hiciera el vivo. Allí no podía vender. Si no se las tomaba, la iba a ligar. Carlitos no le tenía miedo a las palizas. En el Doque, los chicos le habían pegado muchas veces porque a él no le gustaba jugar al fútbol, y los vecinos del conventillo le pegaban cuando lo veían distraído, o lo encontraban haciendo sus tareas de la escuela. Les daba rabia que estudiara, decían que se creía mejor que los demás. Pero en esos momentos necesitaba encontrar un lugar para vender sus dibujos, y si allí no se podía, no se podía.
Recorrió la Vuelta de Rocha. Había puestos de música,
de ropa, de comida, de artesanías de La Boca, de cuadros. Los vendedores
armaban sus tablones y ponían sus carteles para atraer a los visitantes y
turistas que pululaban en la zona. No se animó. Se dio cuenta que en cuanto
exhibiera sus dibujos lo vendrían a sacar. Finalmente se metió en un mercado de
alimentos que funcionaba dentro de un galpón, en Pedro de Mendoza. Había
verdulería, carnicería, almacén. Se sentó en un costado del almacén, y cuando
llegaba un cliente, él abría su carpeta y le mostraba un dibujo. Al final de la
tarde había vendido tres transbordadores y dos perfiles de La Boca vista desde
el Doque, y había ganado quince pesos. El almacenero, además, le tuvo lástima,
le preguntó si tenía hambre, y le preparó un sánguche de queso y dulce, y le
dio una lata de Coca Cola. El dibujo que más llamó la atención fue el perfil de
La Boca desde el Dock Sud. Los boquenses raramente cruzaban al Dock, y no se
veían a sí mismos. Su dibujo proveía una perspectiva sorprendente. También
gustó mucho su dibujo del edificio donde había vivido y trabajado el pintor
Quinquela Martín. Era museo y escuela. Parecía un barco. Los clientes del
mercado no habían observado con detenimiento su forma, que su dibujo revelaba.
Durante la semana fue con su carpeta
de dibujo a la costa del Riachuelo, en el Dock, y se puso a dibujar La Boca. Observó
con cuidado los desniveles y colores. Imitando a Quinquela, empezó a dividir
volúmenes y a inclinarlos en el plano. Ese fin de semana cruzó con el bote y
regresó al mercado. Vendió diez perfiles de La Boca y ganó cuarenta pesos. Y
más importante, un señor se puso a mirar sus dibujos y a hablar con él. Le dijo
que era pintor y daba clases. Le aseguró que tenía talento, pero le faltaba
aprender mucho. Lo invitó a que fuera a su taller, a conocer. El le explicó que
no tenía dinero para tomar clases. El hombre, Verónico del Bosque, le dijo que
le pagaría cuando lo tuviera.
De ahí en más, todos los martes y jueves por
la tarde, después de la escuela, cruzaba a La Boca e iba a estudiar con el
maestro, que vivía en una casa vieja en Suárez y Martín Rodríguez, donde alquilaba
dos cuartos, uno de vivienda y el otro para su taller y escuela.
Pronto Carlitos se transformó en su
estudiante preferido. El maestro le propuso que se cambiara el nombre, o que se
buscara un nombre artístico de pintor, porque el nombre de Carlitos en Buenos
Aires ya tenía dueño. Si uno decía Carlitos pensaba en Gardel. Era como la
camiseta del 10. Al final eligió llamarse Martín, en homenaje a Quinquela.
También modificó su apellido: en lugar de Ballestrini, Balestra, más criollo. La
Boca había tenido demasiados pintores italianos, hacían falta pintores
criollos. Los mayoría de los italianos, por otro lado, se habían ido de La Boca
y del Dock, vivían todos en Palermo. La Boca y el Dock eran tierra de cabecitas
negras del interior, bolivianos, paraguayos y chinos. Había una nueva Boca y un
nuevo Dock.
Pasaron dos años y Martín evolucionó
muchísimo en su arte. Verónico le daba, además de dibujo, clases de pintura. Le
compró una caja de acuarelas. Martín manejaba el color con gran talento.
Decidieron un día a la semana ir a pintar a la cancha de Boca. Retrataban el
exterior de la Bombonera, desde diversos ángulos. Los fines de semana Martín
volvía al mercado a vender sus dibujos. Cuando había partido de fútbol, vendía
sus acuarelas de la Bombonera. Un día un turista norteamericano le dio diez
dólares por una acuarela. Se sintió rico y afortunado.
Mariela, su madre, estaba orgullosa
de su hijo Carlitos (no aceptó llamarle Martín). El marinero, que era casado,
había dejado a su mujer y se había ido a vivir con ella. Carlitos los domingos
le daba a su madre casi todo el dinero que ganaba. Sólo guardaba para él una
parte, para cruzar a La Boca, comprar los útiles de dibujo y su merienda.
Cuando cumplió quince años la madre le dijo que iba a tener un hermanito.
Martín ya había pensado en dejar la escuela. Estaba en noveno grado del EGB, y
le parecía que aprendía poco. Su verdadera escuela eran las clases de Verónico,
el pintor. Habló con su maestro, quien le propuso irse a vivir a su inquilinato.
En ese momento tenían un cuarto desocupado. Le dijo que le prestaría el dinero
para el alquiler, y que le pagaría con los dibujos que vendía en el mercado (su
puesto allí ya era oficial, le decían
“el pintor del mercado”). Además, podía ayudarlo a dar clases de dibujo a los
chicos que empezaban. Martín era un muy buen dibujante. Su uso del color aún no
era perfecto, pero había progresado muchísimo. Aceptó. Su madre aprobó su
decisión, ella también quería hacer cambios en su vida. Su hijo estaría bien en
Capital, y para visitarlo no tenía más que cruzar el Riachuelo.
Martín agregó a su repertorio
escenas del mercado donde vendía sus trabajos. Dibujaba y pintaba acuarelas de
La Boca, la Bombonera y el mercado. Luego tuvo una idea interesante. Empezó a
pintar temas del Dock Sud: las calles del interior, los conventillos de chapa,
la salida al Puente Avellaneda, las torres del Polo Petroquímico. Incluyó
escenas cotidianas de Villa Inflamable, la villa miseria que estaba al lado de
los depósitos de combustible. Martín había caminado por las calles del Dock
mucho tiempo, pero en ese entonces ya vivía en La Boca, y no fue a pintar a la
calle, como hacía antes. Pintaba en su cuarto, de memoria. Las imágenes se
fueron deformando y estilizando. Sus interpretaciones tenían aspectos oníricos.
No dominaba aún bien el olio y el acrílico. Prefería la acuarela. Trabajaba con
pinceles muy finos y colores que él mismo preparaba. Muchas veces terminaba los
cuadros superponiendo figuras humanas, verdaderas miniaturas, dibujadas con un
plumín y tinta china, sobre los volúmenes de color. Estaba buscando su propio
lenguaje, su estilo.
Su maestro tenía en su estudio una
enciclopedia ilustrada de la pintura universal, que había salido en fascículos
que vendían en los quioscos, y él había hecho encuadernar. Abarcaba diez tomos.
Martín pasaba mucho tiempo mirando las reproducciones de obras famosas y
leyendo las explicaciones. También su maestro le hablaba mucho sobre la pintura
y el arte en general. Se había formado en Rosario con Antonio Berni. Una vez lo
llevó al Malba a ver una retrospectiva de Berni que lo fascinó. Martín, a pesar
de su juventud (no era más que un adolescente), tenía gran sensibilidad social.
Le dolía sobre todo la pobreza, en la que había nacido, y veía siempre
alrededor suyo.
Cuando él tenía dieciséis años, su maestro alquiló un
cuarto en un conventillo reciclado cerca de Caminito para hacer una exposición
con sus mejores estudiantes y discípulos. Participaron tres jóvenes. Martín
colgó diez de sus acuarelas. Dio la casualidad que al segundo día de la muestra
fue a Caminito el crítico de arte de Clarín,
Eduardo Carlucci. La Fundación Proa había inaugurado una exposición y la fue a
cubrir. Cuando terminó, salió a dar una vuelta por el barrio, siempre lleno de
visitantes y turistas, y entró de casualidad en el conventillo reciclado, muy
llamativo y colorido, donde Verónico tenía su exhibición.
Al ver los cuadros de Martín, no pudo evitar una
exclamación de admiración. Se detuvo sobre todo en “Villa inflamable”. En el
centro del cuadro, en primer plano, se veía el rostro de un niño de diez años
con grandes ojos negros (era el rostro de Martín, que había pintado su
autorretrato). Tras el niño, en el fondo, se veían varias casillas de la villa.
En el centro de los ojos, en tinta china, Martín había dibujado una miniatura.
Era una pareja de turistas norteamericanos que miraban el cuadro. El espectador
insolente se reflejaba en los ojos desesperados del niño. Al otro día sacó una
nota especial en Clarín sobre el
cuadro, al que había fotografiado. La tituló: “Un artista del hambre”.
Martín tenía sólo dieciséis años. Su carrera como
pintor prometía. Era un buen comienzo. Durante el resto del año, por consejo de
Verónico, se dedicó a pintar para organizar su primera muestra personal. El
periodista de arte de Clarín, Eduardo
Carlucci, volvió a visitarlo. Habló un rato con él, le preguntó sobre su vida,
su formación. No parecía respetar a su maestro Verónico. Le aconsejó que tratara
de ingresar en una escuela de arte de la ciudad, la más apropiada para su nivel
sería la Escuela Superior de Bellas Artes, necesitaba formarse. Si presentaba
un buen portafolio podía entrar. El estaba dispuesto a escribirle una carta de
recomendación.
Se lo contó a su maestro, que le dijo que ese crítico
era un envidioso y un mal tipo, lo único que le interesaba era el dinero.
Estaría buscando encontrar un pintor nuevo para representarlo y ganar plata.
Así era el mundo de la crítica y los marchand, una porquería.
Martín fue a visitar a su madre. Había tenido una
nena. Le llevó un cuadro suyo enmarcado. Le dijo que lo guardara, que un día
iba a tener mucho valor y le daría buen dinero. Tenía grandes planes. Pensó que
no era mala la idea de entrar a estudiar en la Escuela de Arte, le gustaba
aprender y lo necesitaba.
Pero el destino tenía sus propios planes. A fin de año
Verónico del Bosque se sintió mal y en enero estaba internado en el Argerich.
Le encontraron un tumor en el cerebro. Tenía cincuenta y seis años y era como
un padre para Martín. Tres meses después había fallecido. Martín pensó que ese
desenlace trágico no iba a impactar en su arte, pero se equivocó.
Martín tenía un gran talento natural, pero era un
chico emocionalmente carenciado. Se había criado en el Dock, había tenido una
relación muy superficial con su padre, que casi nunca estaba en su casa
(después que se fue supieron que tenía otra mujer).
El abandono fue duro para su madre. Martín creció en las calles del Dock y de La Boca. El dibujo y la pintura lo habían salvado. Verónico había sido su padre espiritual y quien lo cuidó y lo guió en el mundo del arte. Sintió un gran vacío y entró en un ciclo depresivo. No pudo salir. La depresión se agravó. La dueña del inquilinato donde vivía fue a verlo: no había pagado la renta. Martín se disculpó y le ofreció un cuadro suyo. La dueña lo rechazó: le dijo que no tenía valor, y que pagara o se fuera. Durante ese mes logró que su madre le prestara dinero para pagar el alquiler. Cuando a principios del mes siguiente fueron a cobrarle otra vez lo encontraron tirado en el piso. Tenía muy mal olor, hacía muchos días que no se bañaba. A su alrededor se amontonaban los desperdicios.
El abandono fue duro para su madre. Martín creció en las calles del Dock y de La Boca. El dibujo y la pintura lo habían salvado. Verónico había sido su padre espiritual y quien lo cuidó y lo guió en el mundo del arte. Sintió un gran vacío y entró en un ciclo depresivo. No pudo salir. La depresión se agravó. La dueña del inquilinato donde vivía fue a verlo: no había pagado la renta. Martín se disculpó y le ofreció un cuadro suyo. La dueña lo rechazó: le dijo que no tenía valor, y que pagara o se fuera. Durante ese mes logró que su madre le prestara dinero para pagar el alquiler. Cuando a principios del mes siguiente fueron a cobrarle otra vez lo encontraron tirado en el piso. Tenía muy mal olor, hacía muchos días que no se bañaba. A su alrededor se amontonaban los desperdicios.
Contra la pared, arrinconados, había una gran cantidad
de dibujos y de acuarelas. Había pintado también varios cuadros con acrílico,
en colores muy fuertes. Se había pasado todo el mes trabajando sin parar. Los
cuadros mostraban paisajes expresionistas de La Boca y el Dock. Su paleta de
colores parecía salida de los cuadros de Quinquela Martín. En el más grande de
ellos había pintado una versión del cuadro “Sin pan y sin trabajo” de Ernesto
de la Cárcova, superpuesta a una imagen de las calles del Dock Sud vistas desde
arriba. Era un cuadro originalísimo, posmoderno, una síntesis nueva. Lo tituló
“Nuestra miseria”.
Otros cuadros mostraban imágenes desgarradas de
figuras que se sostenían en el aire, o fugaban en el espacio, e imágenes
grotescas de seres sufrientes: el Riachuelo y el Puente Transbordador volando
sobre el Obelisco, con un hombre (que era él) colgando, encadenado al puente; Cristo
volando en su cruz cabeza abajo sobre el estadio de Boca, mientras en el campo
de juego, le arrancaban el corazón con un cuchillo a un jugador; una niña de
cinco años, en una carnicería, esperando turno para ser sacrificada, ante la
mirada anhelante de una señora rica, que aguardaba su parte. El horror y la
soledad se fundían con la marginación y el hambre. El último cuadro que llamaba
la atención era sobre Villa Inflamable. Había superpuesto la escena de unas
casillas de la villa a una visión aérea de la Villa 31 de Retiro, que hacía de
fondo de la composición. En el centro
del cuadro, sobre la Villa Inflamable, un ojo, rasgado por una navaja.
La dueña de la pensión no sabía qué hacer. Martín
tenía la mirada perdida y no respondía cuando le hablaban. Encontraron en una
libreta un número de teléfono, pensaron que era de un familiar, llamaron. Era
el crítico de arte de Clarín. Fue de
inmediato. Dijo que no se hicieran problemas, que él se haría cargo de todo. Le
pagó el mes de alquiler a la señora y se puso a limpiar el cuarto. Lo acostó en
la cama. Salió y al rato regresó con varios papeles. Tenía un contrato en que
decía que Carlos Ballestrini, alias Martín Balestra, lo nombraba su único
representante, y le cedía la totalidad de los derechos de sus obras. El pintor
percibiría a cambio el diez por ciento del total de las ventas. Le hizo
escribir su nombre y firmar como pudo. Después llamó a la unidad psiquiátrica
del Argerich y explicó la situación. Al rato llegó una ambulancia y se lo
llevaron para internarlo. El crítico se quedó en la pieza organizando toda la
obra. En el cuarto de al lado, que había sido el taller de Verónico, encontró
varios cientos de dibujos y pinturas de Martín. Al otro día hizo venir una
combi y se llevó todos los dibujos y pinturas que encontró. Lo único que quedó
en el cuarto era la ropa vieja de Martín.
La unidad psiquiátrica del Argerich evaluó
cuidadosamente el caso. Martín acababa de cumplir diecisiete años. Había tenido
un ataque de esquizofrenia que evolucionó en un brote psicótico. Lo derivaron
al Borda para que continuaran los estudios. Al tiempo emitieron su evaluación.
Martín era irrecuperable. Mantenía su mirada perdida y se pasaba todo el día
sentado, sin moverse. Había enloquecido. Lo dejaron internado en el Borda, con
la intención de pasarlo después a un asilo para enfermos mentales, donde podría
residir de forma permanente.
El crítico, Eduardo Carlucci, organizó una muestra de
la pintura de Martín en el Centro Cultural Recoleta, con el título “Un artista
del hambre”. La exposición fue un éxito y lo trágico de la historia del pintor
adolescente fue un aliciente para la crítica. Hablaron de la influencia de Antonio
Berni, Quinquela Martín y del expresionista irlandés Francis Bacon. Carlucci
hizo que un tasador profesional evaluara los cuadros. Consideró que el precio
inicial promedio para una subasta pública debía ser de diez mil dólares por
cuadro. Entusiasmado, Carlucci convenció a las autoridades del MALBA a que
hicieran una retrospectiva, con la promesa de regalarle un cuadro al Museo. El
Gobierno de la Ciudad apoyó la muestra. Todos los diarios se deshicieron en
críticas elogiosas. Más de cien mil personas visitaron la exposición durante los
quince días que duró.
Carlucci preparó una subasta de tres de sus cuadros en
un remate de la Galería Arroyo. Incluyó entre los tres a “Nuestra miseria”. Los
concurrentes se mostraron entusiasmados. El precio de base de cada cuadro fue
de diez mil dólares. El primero de los cuadros fue vendido en setenta mil
dólares. El segundo en cincuenta mil. Dejaron “Nuestra miseria” para el final.
A los cinco minutos de comenzar el remate el precio había subido a cien mil.
Carlucci no podía de contento. Al concluir el remate el cuadro había alcanzado
los trescientos cincuenta mil dólares. Lo adquirió un marchand local,
comisionado por el Museo de Arte Moderno de New York, donde pasaría a integrar
su colección permanente.
Carlucci dejó su trabajo en el diario y se estableció
como marchand y representante exclusivo de la obra de Martín. Lo trágico de su
destino y la imposibilidad de que siguiera pintando creo toda una mística sobre
el pintor del Dock Sud. El gobierno peronista lo nombró el “Artista social” del
año y la Casa Rosada adquirió uno de los cuadros de Villa Inflamable para su
colección de pintura. Ese año aparecieron numerosos artículos sobre su obra en
revistas especializadas.
Carlucci se presentó en el Dock a la casa de la madre
de Martín y le dijo que su hijo había
dejado una pequeña fortuna. Dado su estado mental la madre era la curadora. Le
correspondía la administración del diez por ciento que se recaudaba por la
venta de sus cuadros. Un año después Mariela pudo mudarse a un departamento
grande que compró en Avellaneda.
Un día fueron juntos con Carlucci a visitar a Martín
(o Carlitos) al asilo donde residía. Lo encontraron sentado en un banco, en el
parque, mirando el cielo. No los reconoció. La madre se puso a llorar, pero al
mismo tiempo le agradeció a Dios por la buena fortuna que tenía en la venta de
los cuadros. Carlucci los fotografió y el fin de semana salió un artículo suyo
con la fotografía en la Revista Cultural de Clarín.
Martín Balestra había entrado por la puerta grande de la historia de la pintura
en Argentina. El pintor del Dock Sud había sido capaz de comunicar de una
manera original y única en su arte el horror de la miseria, del abandono y de
la soledad de los pobres en la ciudad moderna.
Publicado en Suplemento de Realidades y Ficciones No. 63
- Diciembre 2014 -
Revista-realidades-y-ficciones.blogspot
Muy interesante el cuento. Descriptivo, trágico y provisto de ironía.
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