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domingo, 9 de octubre de 2016

Marechal, Megafón y la Resistencia peronista

                                                                                 Alberto Julián Pérez ©


            Megafón, o la guerra fue la última novela escrita por Leopoldo Marechal, que murió en el año de su publicación, 1970. Marechal la empezó a escribir en 1966, siendo ya un anciano o casi anciano. Había nacido en 1900. Fue compañero de generación de Borges y como él fue ultraísta y poeta, y participó en la revista Martín Fierro. La experiencia martienfierrista marcó profundamente la literatura de Marechal, como lo ha estudiado María Teresa Gramuglio en un excelente artículo (Gramuglio 771-806). Mientras asimilaba las innovaciones de las vanguardias Marechal observaba con atención el mundo de la literatura criollista. Tuvo, como Borges, dos etapas en su poesía: escribió primero versos libres vanguardistas, ultraístas, en Días como flechas, de 1926; luego cambió su poética y volvió a los modelos métricos, introduciendo motivos clásicos, en Odas para el hombre y la mujer, de 1929 (Romano 618-626). Marechal compartió con Borges su pasión por la metafísica, mantuvo una actitud intelectual responsable y erudita, pero en la década del treinta tomaron caminos distintos.
            Borges dejó de publicar poesía durante muchos años. Marechal continuó escribiendo y publicando poesía, e inició un proyecto de novela que tardaría casi dos décadas en terminar: Adán Buenosayres apareció recién en 1948. Borges necesitó muchos años también para encontrar su propio modo narrativo, e inventar lo que él llamó sus “cuentos”. Durante la década del veinte Borges había sido criollista y vanguardista, se había interesado en la literatura gauchesca y popular, escribió numerosos ensayos y estudios de literatura argentina y militó con los jóvenes irigoyenistas (Sarlo, Borges… 51). En los años treinta la experiencia con el grupo de Sur marcó a Borges, su literatura cambió, se hizo más cosmopolita y su visión más escéptica.
            La evolución personal de Marechal fue distinta. Entró en su vida el sentimiento religioso, la idea de Dios se hizo central en su experiencia y eso transformó totalmente su literatura. En 1931 comenzó a tomar cursos de Cultura Católica, que se impartían en la Acción Católica, organización que nucleaba al clero antiliberal, y colaboró con las revistas Ortodoxia y Sol y luna, órganos del nacionalismo católico de derecha. Siguió dos líneas de investigación y lecturas: una que iba de Platón a San Agustín, y otra de Aristóteles a Santo Tomás de Aquino (Colla 570). Dada su manera de vivir la religión, ésta se transformó en una experiencia vertebradora de su literatura. Tiene sentimientos místicos y comienza a hacer una crítica de la cultura liberal, que había marginado a la religión de la posición central que mantenía en el pasado. Integra la cuestión religiosa con la cuestión estética, y desde entonces el problema de dios y la belleza serán centrales en su obra.
            Publica en 1937 uno de sus mejores poemarios: Cinco poemas australes, que incluye el conocido “A un domador de caballos”, y en 1939 un libro de ensayos donde plantea la relación entre religión y estética: Descenso y ascenso del alma por la belleza. En este último libro Marechal insiste en ver al ser humano como un ser espiritualmente limitado y mutilado por la visión liberal de la historia. Esta crítica al liberalismo aparece mejor articulada aún en un ensayo de 1966, publicado en su Cuaderno de navegación: “Autopsia de Creso” (49-89). Creso en ese ensayo es el burgués, que coloca la cuestión económica en el centro de su vida.
            Marechal interpreta la historia de la modernidad, desde una perspectiva religiosa y espiritual, como una historia negativa, de pérdida gradual de la espiritualidad. Según su interpretación el momento cumbre de la vida espiritual europea habría tenido lugar durante el Medioevo. A partir del Renacimiento el desarrollo de la ciencia y el materialismo creciente habían llevado a una nueva visión de la vida que entró en conflicto con el desarrollo espiritual de la humanidad. Luego del movimiento moderno racionalista de la Ilustración Francesa en el siglo XVIII y el triunfo de la Revolución, que él entiende como la victoria de Creso, el buen burgués se impuso en nuestra sociedad, con su particular mentalidad economicista, que transformó los bienes materiales en los objetivos más importantes para alcanzar. Por esto, Marechal considera que el ser humano contemporáneo es un ser mutilado: le falta desarrollo espiritual.
             Muchos escritores durante el siglo diecinueve y el veinte coincidieron con este punto de vista y criticaron a la burguesía. La consideraron una clase materialista, que no le daba un lugar al artista, y no entendía la vida espiritual.[1] El artista se veía sometido a las leyes del mercado y tenía que luchar para vender sus servicios como escribiente, o escribir a gusto del patrón, ya sea en la prensa, o en publicaciones hechas a medida del consumidor. La burguesía consideraba al libro como un producto y no entendía el proceso de creatividad del artista. Pero la interpretación de Marechal iba un poco más lejos que la de otros escritores, porque no se limitaba a criticar el comercialismo burgués y el consumismo, sino que además insistía en considerar que no se podía separar el papel espiritual del artista, del papel que juega la religión en la vida de un pueblo. Para él espiritualidad y religiosidad iban unidas.
            Marechal se veía a sí mismo más como un artista religioso que como un artista laico. En su explicación sobre la evolución de la vida espiritual retrocedía hasta el Medioevo, cuando el arte era profundamente religioso y no existía, en Europa al menos, el artista independiente: su actividad aparecía asociada a la religión. La literatura, con excepción de algunas obras cortesanas, era religiosa.
            Marechal se siente prisionero en un mundo que no comparte con él su visión teocéntrica ni vive la religión. Es una sociedad materialista y laica, guiada por el espíritu capitalista de utilidad. La literatura está dominada por un sentido realista y el individualismo del ser humano. La narrativa es en buena parte, realista y psicológica. La interpretación dialéctica, que ve la historia como una línea continua y progresiva, que asciende, y va de un momento de oscuridad y opresión a otro de gradual iluminación y libertad, domina no sólo la perspectiva de los historiadores, sino también de una buena parte de los literatos. En la opinión de Marechal esta visión de la historia carece de dos dimensiones. Para él nuestra interpretación de la historia del hombre está incompleta si no pensamos en su ontología y en su salvación. Por lo tanto, a la dimensión de lo que él llama la vida en la tierra tenemos que agregar otras dos dimensiones: la del mundo celestial y la del mundo infernal. Estas eran las dimensiones de la experiencia del espíritu medieval que faltaban en la cultura burguesa. En su narrativa Marechal hará que sus personajes asciendan o desciendan, además de vivir la vida cotidiana en la tierra. Crea mundos infernales y divinos, como la ciudad de Cacodelphia en Adán Buenosayres, y el Caracol de Venus en Megafón, o la guerra.
            La problemática espiritual de Marechal incide directamente en su obra, se transforma en tema de su literatura, y condiciona su forma. Adán Buenosayres es una novela que se gestó lentamente, le tomó dieciocho años terminar su proceso de escritura. Durante esos años Marechal tuvo una gran transformación espiritual, de la que dejó testimonio no sólo en su primera novela, sino también en los varios libros de poesía y ensayo que escribió, y en una hagiografía: Vida de Santa Rosa de Lima, que publicó en 1943.
            Su visión religiosa influyó en la forma de concebir el espacio y en su manera de interpretar al hombre y a la sociedad. Mientras el pensamiento historicista dialéctico entiende la historia como un movimiento conflictivo de avances y retrocesos generado por una lucha de clases, Marechal vio la historia como un proceso en que los seres humanos buscan la unidad y el equilibrio. Dios crea al hombre y el hombre debe regresar a dios. La sociedad se unifica alrededor de la idea de pueblo. Dada esta posición cristiana y nacionalista Marechal simpatizó con el peronismo desde su primera hora. Fue uno de los pocos escritores que lo apoyó. Lo cautivó también la idea de justicia y reparación social que proponía Perón. Influyó igualmente su experiencia laboral: Marechal se ganaba la vida como maestro de escuela primaria, profesión proletaria que le ayudó a entender la situación social de pobreza que sufría buena parte de la población durante la década del treinta.
            En su concepto la sociedad argentina tenía graves carencias espirituales y el peronismo ponía al hombre por delante de los intereses materiales, era una doctrina humanística. En una conferencia de 1947, “Proyecciones culturales del momento argentino”, definió al peronismo como “…una doctrina del Hombre, tendiente a lograr una adecuación del Estado a los intereses del Hombre” (133). Dijo que el peronismo reconocía “en la unidad-hombre un compositum de cuerpo y alma”. Para él la noción de “justicia social” tendía a restituirle al hombre tanto la dignidad de su cuerpo, como “su decoro de criatura espiritual, mediante la participación del hombre argentino en la cultura y su acceso a las formas intelectuales que le faciliten la comprensión de la Verdad, la Belleza y el Bien” (133). Aprobaba también la idea de la tercera posición del peronismo, que asumía su propio espacio político entre el capitalismo y el marxismo, equidistante de uno y de otro.  
            El gobierno surgido del golpe militar de 1943 premió la adhesión de Marechal a su causa, y se transformó en un funcionario. El Ministro de Educación, el nacionalista Martínez Suviría, o Hugo Wast, que era amigo de él, lo nombró presidente del Consejo General de Educación y Dirección General de Escuelas de la Provincia de Santa Fe, cargo que mantuvo hasta 1945, en que pasó a desempeñarse como Director de Enseñanza Superior y Artística en Buenos Aires. En 1948, siendo funcionario, publicó Adán Buenosayres, libro que tuvo muy poca repercusión en el mundo literario de la época, y en 1951 estrenó en el teatro Cervantes su obra Antígona Vélez, dirigida por otro peronista, Enrique Santos Discépolo (Colla 574-6).
            Es fácil prever cuál sería el destino de Marechal después de la Revolución que derrocó a Perón y proscribió el peronismo. Marechal renunció a sus cargos e inició sus trámites de jubilación. La Revolución Libertadora, que recibiría amplio apoyo de nuestras capas intelectuales liberales, que participaron activamente en el proceso político que pretendía normalizar la sociedad y olvidar que había existido el peronismo, condenó a Marechal al ostracismo (Fiorucci 176-80).
            Incluyo todos estos datos porque la literatura de Marechal es profundamente autobiográfica, y son importantes para entender su literatura. Si en Adán Buenosayres encontramos muchas de las experiencias culturales de Marechal como escritor martifierrista, en Megafón, o la guerra encontraremos el testimonio de sus experiencias políticas como peronista.     
            Los acontecimientos del año 1955 comenzaron una etapa política única e inesperada en la historia argentina. Los militares de la Libertadora y los sectores políticos que apoyaron lo que Marechal consideraba una contra-revolución, incluidos una mayoría de intelectuales como Martínez Estrada y Borges, y muchísimos otros que colaboraron con el nuevo gobierno, pensaron que el golpe ponía fin a toda una época y que el peronismo desaparecía de la historia. Pero no sucedió así. Los militares habían tratado de terminar antes con la influencia política de Perón, apresándolo y destituyéndolo de sus cargos, en 1945, y fracasaron por el apoyo del pueblo trabajador en la jornada del 17 de octubre. El resultado fue el opuesto al esperado. En 1955 el General Aramburu quiso terminar con la influencia del peronismo y lo que hizo fue disparar un extraordinario proceso de resistencia y luchas populares centrado alrededor de la militancia sindical, al que llamamos precisamente la Resistencia. Numerosos libros han sido escritos sobre este proceso de nuestra historia, pero creo que el documento más completo para entenderlo es la película documental que marcó una época y es casi contemporánea de la novela de Marechal que queremos comentar: La hora de los hornos, de Pino Solanas y el Grupo Cine Liberación, de 1968.
            Durante los años de la Resistencia Marechal vivió aislado, como un muerto civil, y así se designa en su novela Megafón, pero, literariamente hablando, fueron años muy prolíficos para él (9). Concluidas sus tareas como funcionario peronista, y ya jubilado, pudo dedicarse a escribir. Comenzó también un lento proceso de revaloración de su obra, particularmente de Adán Buenosayres, que había tenido escasa repercusión en el momento de su publicación. Fue el grupo de jóvenes profesores que se nucleó alrededor de la revista Contorno el que empezó a estudiarla, no siempre con opiniones positivas. Se destacan sobre todo los artículos de Noé Jitrik, de 1955, y el de Adolfo Prieto, publicado en Rosario en 1959, que polemiza con el de Jitrik. El mismo Marechal terminó escribiendo poco después “Las claves de Adán Buenosayres”, dialogando con Prieto.
            Publicó en 1965 su novela El banquete de Severo Arcángelo, en 1966 sus libros de poemas Heptamerón y El poema del robot, y en ese mismo año su importante libro de ensayos Cuaderno de navegación. No fue el suyo un caso aislado: el proceso de la Resistencia estimuló a toda una franja de intelectuales y periodistas a revisar la historia política argentina, y el mismo Perón escribió numerosos libros de ensayo durante esos años, incluido el bien conocido La hora de los pueblos, de 1968. Creció la personalidad intelectual de militantes históricos del movimiento popular, como Arturo Jauretche, autor de El plan Prebisch: retorno al coloniaje, 1956 y Los profetas del Odio y la Yapa, 1957, y de jóvenes escritores como Rodolfo Walsh, que con sus crónicas de investigación periodística no sólo revolucionó el periodismo sino también la literatura. Su libro más importante, Operación Masacre, de 1957, analiza el mismo episodio histórico del que parte Marechal en su novela Megafón: la fallida insurrección peronista de junio de 1956 y la masacre de José León Suárez.
            La relativamente exitosa publicación de El banquete de Severo Arcángelo, en 1965, sacó a Marechal del aislamiento en que vivía. Las cosas habían cambiado en el mundo cultural argentino durante los primeros años de la década del sesenta, y el libro despertó de inmediato el interés de los lectores. Esto llevó a su vez a la reedición de Adán Buenosayres y a la aparición de estudios sobre su obra. Marechal menciona esto en el “Introito” que introduce Megafón, o la guerra (3). Entre estos estudios debemos mencionar la notable investigación de la profesora Graciela Coulsón, Marechal. La pasión metafísica, aparecido en 1974.
            La historia de la novela Megafón comienza precisamente en julio de 1956, un mes después de la fallida revolución del General Valle. El autor introduce a “Marechal”, personaje cronista, que será el testigo y partícipe parcial de las acciones de la novela. El título de la novela, Megafón, o la guerra, puede hacer pensar al lector que va a leer un relato sobre una guerra armada. Marechal, sin embargo, creía en la guerra incruenta, pensaba en su sociedad como una sociedad pacífica en que los ciudadanos podían entenderse sin recurrir a las armas. Su arma verdaderamente es la argumentación. Su objetivo era aleccionar al lector, darle una lección sobre qué es la patria y hacerle tomar conciencia de su situación. Trata de convencerlo para que simpatice con su causa.
            Todos los personajes de la novela son cristianos y viven profundamente la religión. Marechal en 1960 se convirtió al protestantismo y se bautizó como Evangelista (Colla 578). En esta época su vivencia religiosa se centraba sobre todo alrededor de la figura de Cristo. Marechal creía en el Cristo vivo. La figura de Cristo aparece numerosas veces en la novela. Presenta al personaje denominado “El Vendedor de Biblias”, un boxeador al que una vez se le apareció Cristo ensangrentado en las calles y le dijo que le venía a cobrar una deuda, la deuda era toda su sangre, y que dejara el boxeo y se pusiera a predicar y a vender Biblias (86). Otro personaje, el Obispo Frazada, vive profundamente la relación con Cristo, y es ésta la causa principal por la que se pone contra el Cardenal, que apoyó en 1955 la procesión anti-peronista que se organizó para el Corpus Christi y lo critica, provocando su reacción y persecución (275-84). El Cardenal lo destituye de su puesto, pero Frazada sigue junto a los pobres y los trabajadores, marchando al frente de las columnas de obreros que enfrentan la represión policial. Cita a Cristo como a un gran rebelde, que se puso del lado de los pobres.
            Debemos mencionar que en la década del sesenta, ante el creciente proceso de radicalización de la juventud y la revolución cubana, Marechal, sin dejar su cristianismo, mostró crecientes simpatías hacia una interpretación de izquierda de la religión y el peronismo. Aunque rechazaba el marxismo como doctrina materialista y atea, valoró la Revolución Cubana y en 1966 fue invitado a Cuba como jurado del premio Casa de las Américas, invitación que aceptó.
            En su novela Marechal presenta una serie de combates y, como él las llama, operaciones comandos. Estos combates no están integrados en una trama realista, ni sus personajes provistos de una psicología verosímil. Marechal los presenta, tal como en sus novelas anteriores, en una serie de episodios alegóricos, de contenido simbólico. Esto crea un decidido distanciamiento con el lector, que no puede identificarse psicológicamente con los personajes ni referir las experiencias a su vida cotidiana. La lectura es exigente y demanda un lector iniciado y paciente: difícilmente las masas peronistas pudieran interesarse en la lectura de este libro. El autor, podemos pensar, queda preso en su pasado vanguardista. Marechal valora la experimentación y la búsqueda de un nuevo lenguaje y rehúsa simplificar los aspectos formales de la novela. Cree en el sentido estético de la literatura, en la belleza, y piensa que es el lector, independientemente de su formación y educación, el que tiene que acercarse a la obra de arte, y no la obra de arte empobrecer  su lenguaje para hacerlo accesible al lector. Su populismo es un populismo ilustrado y elitista.
            Los episodios alegóricos, tal como lo demostró Susana Cella, son de carácter emblemático. Nos presenta situaciones no realistas, simbólicas (Cella 44-6). Plantea la  novela en un tono de comedia, y más aún de sátira. Si tuviéramos que buscarle una filiación en la literatura argentina diríamos que los episodios tragicómicos de su trama conforman una serie de sainetes grotescos. Sus personajes son seres exagerados, deformados, y el autor los asocia a conceptos determinados (Viñas 11-18). El diálogo entre los personajes es intelectual, crítico y por momentos filosófico. Megafón es una novela alegórica cristiana y peronista que se propone moralizar al lector. Su objetivo principal es hacerle entender bien el sentido y el valor de la patria.
            Marechal describe a la patria como una víbora, un vertebrado de cuerpo largo que se desliza en la historia y tiene bajo su piel otra piel en crecimiento que eventualmente va a reemplazar su piel actual. El personaje Megafón dirá en sus discursos que la piel de la víbora es en esos momentos, en 1956, una piel reaccionaria, conservadora: es la piel de la vieja oligarquía que ha vuelto a irrumpir en la historia argentina con la contrarrevolución que derrocó a Perón (10-15). La piel que está abajo en gestación es la piel del pueblo. Hacía falta provocar el cambio de piel, para que el pueblo pudiera aparecer en toda su vitalidad y belleza. Marechal tratará de ayudar a que eso ocurra haciendo una crítica destructiva a cómo se manejaban las instituciones durante los años de la Revolución Libertadora. Para desprestigiarlas presenta una serie de sainetes satíricos y burlescos que describen el asalto del grupo de Megafón a cada una de esas instituciones. Megafón selecciona a un grupo regular de “soldados”, los cuales forman parte de los comandos según los operativos. Los comandos se enfrentan a distintos personajes alegóricos en cada una de las aventuras que emprenden. La novela introduce una serie de episodios tragicómicos aleccionadores. Megafón y sus amigos sacan importantes lecciones de estas situaciones.
            Marechal aspiraba a un arte integral e integrado, que asociara todos los recursos expresivos posibles: la palabra, la imagen, la música. Las aventuras tragicómicas de Megafón y su grupo son descriptas como escenas animadas y teatrales (Cavallari 144). Dado el tipo de personajes el lector tiene que imaginarlas como sainetes grotescos. Crea esta sensación grotesca la deformación y exageración en la caracterización de los personajes y el espacio donde ocurren las acciones. Tanto los personajes como los espacios son simbólicos. Megafón, por ejemplo, representa al trabajador total. Es un individuo que ha tenido todos los oficios y recorrió el país trabajando en diversas provincias y luego, embarcado, viajó por otros países, para tener una idea mejor desde afuera de cómo era nuestro continente. Megafón es un trabajador sabio y autodidacto. Procura aprender siempre y lee compulsivamente. Lo llaman el Autodidacto y el Oscuro de Flores.
            Megafón no es su verdadero nombre, que el cronista dice desconocer (4). Es el apodo que le dan, porque usaba un megáfono grande para dirigir las peleas cuando trabajaba de árbitro de boxeo. Marechal lo describe como un lector bárbaro, salvaje, que lee de todo y tiene una voracidad de aprender incalculable (5). Megafón es capaz además de conducir a sus soldados al combate. Es un héroe, un individuo que sabe lo que busca. No sólo un hombre de acción sino también un líder intelectual. Los lidera en su búsqueda política y espiritual. Megafón habla de dos batallas: la terrestre y la celeste. El objetivo final sólo se alcanza en la batalla celeste: encontrar a Lucía Febrero. Lucía es una divinidad que simboliza la belleza y la libertad. Cuando la encuentra, en el final de la novela, Megafón cae en éxtasis.
            Mientras está contemplando a la divinidad sus enemigos lo rodean y lo matan. El héroe es sacrificado. Tifoneades, su enemigo, el dueño del Caracol de Venus, el edificio circular al que habían entrado Megafón y sus amigos para enfrentar una serie de pruebas, decide desmembrarlo y repartir los pedazos de su cadáver por toda la ciudad de Buenos Aires. Será misión de su esposa Patricia el recomponer la unidad perdida, juntar los pedazos. Le faltará sin embargo el falo. En el final de la novela Marechal sugiere que en Buenos Aires aún están buscando el falo simbólico del héroe.      
            Si Megafón es el héroe del pueblo, el hombre político, el papel religioso por excelencia corresponde al filósofo loco Samuel Tesler, personaje que ya había aparecido en Adán Buenosayres, y al que tienen que rescatar del manicomio para poder integrarlo al grupo. Megafón lo aprecia porque cree que con Samuel, que es judío, se integran los dos testamentos bíblicos. Samuel, además, es un místico, que se apoda Jonás II, y que dice a sus compañeros de la calle Vieytes que vendrá a rescatarlos del vientre de la ballena (41).
            Los otros soldados del grupo son personajes cómicos: los hermanos Domenicone, dos matones fanfarrones que obedecen en todo y piensan poco; Capristo, el “fauno” afilador;  y el dúo Barrantes-Barroso. En Barrantes-Barroso Marechal vuelca toda su visión grotesca: se trata de dos ex-periodistas, padre e hijo, que fracasaron en su profesión por su imaginación excesiva que los llevaba a distorsionar la verdad. Son dos personajes delirantes, sobre los que descansa en gran medida el efecto cómico: hacen reír constantemente al lector con sus salidas absurdas.
            Si los personajes son disparatados, también lo son las situaciones: el asalto al manicomio para liberar al filósofo Tesler, que dice que lo llevaron allí para dirigir un grupo de altos estudios; la visita a la casa de baños turcos donde tienen preso al chancho burgués, el rico del Evangelio, y lo hacen transpirar para que purgue sus faltas, a ver si puede pasar por el ojo de una aguja y entrar en el reino de los cielos; la operación comando de invasión a la casa del Gran Oligarca, durante la cual se animan todos los retratos de sus antepasados en la sala donde están para hacer un gran juicio histórico a la oligarquía nacional, a la que acusan de traición a la patria; el psicoanálisis del General, en que irrumpen en la vivienda del General González Cabezón, símbolo del poder militar representado en esa época por la cúpula liderada por el General Aramburu, y lo enjuician por la masacre de trabajadores en José León Suárez y el fusilamiento del General Valle; la Biopsia del Estúpido Creso, cuando visitan la caverna de Creso, y parodian una ceremonia religiosa en que intervienen el Espectro Marxista y el Pobre Absoluto, se adora el número y la riqueza y termina con el castigo del rico Creso, estaqueado, a la manera gaucha; y la Payada con el embajador de Estados Unidos, Mr. Hunter, donde Megafón denuncia al imperialismo del Tío Sam y le pregunta cómo es que el niñito Sam se hizo Tío antes de ser sobrino, cómo creció tan rápido. Todos estos episodios responden a las batallas terrestres de Megafón, mientras que la invasión al Chateau de Fleurs, titulada la Operación Caracol, en que penetran en el Caracol de Venus, forma parte de la última batalla del héroe, la batalla celeste, cuando encuentra a Lucía Febrero, que era el objetivo final de la búsqueda.
            Esta es la novela más política de las que escribió Marechal, donde propone, como vimos, una visión de la patria, donde busca concientizar al lector de la situación de opresión que sufre bajo el gobierno dictatorial militar, donde critica a la oligarquía, a la Iglesia que se alía al Ejército golpista, al empresariado explotador de la clase obrera, al imperialismo que no respeta la soberanía nacional. Elige, como personaje principal, un héroe de la clase obrera que, en las historias alegóricas que componen la novela, representa al trabajador y al militante peronista. Marechal integra a la cuestión política la problemática cristiana, como tema de la novela, ya que varios de los personajes viven profundamente la cuestión religiosa, de la que hablan constantemente. Megafón, el héroe, cuando comienza su día, reza junto a su mujer Patricia. Tanto Megafón como Samuel Tesler regularmente invocan a dios y pronuncian sermones y discursos religiosos.
            Marechal recrea con sentido poético el mundo de los barrios de trabajadores y clase media de Buenos Aires: Villa Crespo, Saavedra, Flores, La Boca. Los personajes sólo se desplazan al centro y a las zonas pudientes, como San Isidro o Barrio Norte, para sus operativos, ya que allí viven algunos de los personajes que atacan. El culto al mundo de los barrios se expresa también en las descripciones de las escenas, que son compuestas como verdaderas escenografías teatrales con color local, y los personajes animados como actores de comedia. Durante el viaje a Saavedra los personajes van a ver si aún estaba allí la entrada al Infierno de Buenos Aires, que había descripto Marechal en Adán Buenosayres, y  encuentran que encima del sitio han construido un monobloc, a pesar de lo cual las fuerzas del infierno, los demonios, siguen actuando. Terminan visitando el almacén “La Esquina” en el que se aparecen los espectros de malevos del pasado y Megafón pregunta si no ha andado por allí George, aludiendo a Borges y su gusto por las mitologías del suburbio. Megafón tiene entonces un ensueño inspirado, dice, en el recuerdo de Macedonio Fernández: ve una calesita en un baldío, rodeada de una luz fosfórica, manejada por dos demonios, que discuten sobre el futuro del tango con el Bandoneonista Gordo, el Bandoneonista Enclenque y el Bandoneonista Sanguíneo. Aparecen después en esta escena los fantasmas de Garufa, la Chorra, la Rubia Mireya, la pobre Viejecita, y otros personajes creados en las letras de tangos, y el mismo Discepolín, que llega para dar su famosa definición sobre el tango, que para él es “una posibilidad infinita”.   
            En estas escenas coreografiadas Marechal vuelca su imaginación compositiva y poética: la poesía ha sido el modo expresivo alrededor del cual construyó su obra. Los personajes aparecen bajo una luz difusa, hablando un lenguaje coloquial y simbólico a un tiempo, que mezcla la lengua cotidiana con la frase filosófica. La búsqueda estética y literaria va a la par de su búsqueda religiosa y política. Las escenas más impactantes, desde un punto de vista plástico y compositivo, ocurren en el Chateau de Fleurs, en el delta del Tigre, donde el narrador va describiendo los personajes y situaciones de cada uno de los círculos. En uno de éstos, aparecen mujeres gordas desnudas yaciendo en el suelo sobre su vientre, con una vela entre las nalgas: son las mujeres candelabros. Más allá, sobre unas grandes valvas abiertas, aparecen jóvenes efebos. Se escucha una música ululante. Entran unos robots con sus penes mecánicos erectos que se ponen a perseguir a los efebos. Megafón compara lo que está viendo con escenas tomadas de un cuadro de Brueghel.
            La manera de escribir de Marechal, su uso de personajes alegóricos y las situaciones simbólicas de la novela, crean un mundo novelesco inusual. Marechal es el poeta que se ha hecho narrador lentamente, con mucho trabajo y con cierta dificultad. Aún cuando ésta es la novela más política de Marechal, es una novela extremadamente artística, en que el escritor está en búsqueda constante de nuevos modos y formas expresivas, y difícilmente pudiera llegar a un lector no literario. Requiere un lector culto y paciente, capaz de seguir al autor en sus juegos alegóricos y en sus discusiones paródicas y burlas intelectuales.
            Marechal era un individuo altamente crítico de su tiempo, desencantado con su sociedad. No solamente criticaba el materialismo y la marginación del artista y el escritor, sino que iba más allá y censuraba el proyecto liberal y libertario de la modernidad. Para él la modernidad había destruido la vida espiritual teísta de los siglos anteriores y era la culpable de lo que él consideraba la decadencia moderna. En la sociedad reinaba el egoísmo individualista y la injusticia. Se victimizaba al artista, se victimizaba al pobre. Pensó que el peronismo proponía un regreso a una vida espiritual cristiana más justa. Los peronistas debían resistir contra los abusos de poder y luchar contra las injusticias.  
            Sus novelas alegóricas, simbólicas y poéticas analizan y censuran la sociedad moderna para aleccionarla. Esta sociedad, desde su punto de vista, necesitaba de una crítica y un correctivo. En el personaje de Lucía Febrero, Megafón encontró al final una vía de salvación. Al final de la novela Megafón logra llegar al centro del Chateau de Fleurs y ver a Lucía Febrero. Lucía Febrero representa la belleza trascendente, la verdad y la libertad, que para Marechal son los tres valores capaces de salvar a nuestra sociedad.



                                                            Bibliografía citada

Cavallari, Héctor Mario. Leopoldo Marechal. El espacio de los signos. Xalapa: Universidad          Veracruzana, 1981.
Cella, Susana. “La redención en Buenos Aires”. Revista de Literaturas Modernas No. 33 (2003): 41-52.
Colla, Fernando. “Cronología”. Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres…565-80.
Coulsón, Graciela. Marechal. La pasión metafísica. Buenos Aires: García Cambeiro, 1974.
Fiorucci, Flavia. Intelectuales y Peronismo 1945-1955. Buenos Aires: Editorial Biblos, 2011.
Gramuglio, María Teresa. “Retrato de escritor como martinfierrista muerto”. Leopoldo      Marechal, Adán Buenosayres…771-806.
Jitrik, Noé. “Adán Buenosayres, la novela de Leopoldo Marechal”. Contorno No. 5-6 (Sept.         1955): 38-55.
Marechal, Leopoldo. Megafón, o la guerra. Buenos Aires: Planeta, 1994.
---. Adán Buenosayres. Madrid: ALLCA/Colección Archivos, 1997. Edición crítica de Jorge          Lafforgue y Fernando Colla.
---. Descenso y ascenso del alma por la belleza. Buenos Aires: Ediciones Ceterea, 1965.
---. Cuaderno de navegación. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1966.
---. “Proyecciones culturales del momento argentino”. Leopoldo Marechal, Obras completas.        Buenos Aires: Perfil, 1998. Tomo V: 131-141. Compilación de Pedro Luis Barcia.
---. “Las claves de Adán Buenosayres”. Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres…863-70.
Pérez, Alberto Julián. La poética de Rubén Darío. Crisis Post-Romántica y Modelos literarios      modernistas. Buenos Aires: Corregidor, 2011. Segunda edición.
Prieto, Adolfo. “Los dos mundos de Adán Buenosayres”. Boletín de Literaturas Hispánicas No.   1 (1959): 57-74.
Romano, Eduardo. “La poesía de Leopoldo Marechal y lo poético en Adán Buenosayres”.             Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres…618-653.
Sarlo, Beatriz. Borges, un escritor de las orillas. Buenos Aires: Emecé Editores/Seix Barral,           2007.
Viñas, David. Grotesco, inmigración y fracaso: Armando Discépolo. Buenos Aires: Corregidor,    1997.




Publicado en  Revista Destiempos No. 42 (Diciembre 2014): 87-104.


[1]  Este malestar se empezó a notar en el Romanticismo, pero se volvió una obsesión para los artistas parnasianos y simbolistas, como Baudelaire, Verlaine y, en el mundo latinoamericano, para los modernistas, como Julián del Casal y Darío (Pérez 15-18)

El joven Borges: criollismo y populismo

                                                                                  

                                             Alberto Julián Pérez ©


                                                                                  
            En 1921 el joven Jorge Luis Borges regresó a Buenos Aires, luego de siete años de residencia en Europa. Fueron aquellos años trascendentales en su formación y en su experiencia literaria. Cursó su bachillerato en el Collège Calvin de Suiza, donde recibió una educación excepcional. Formado en un hogar bilingüe, desde niño habló y leyó en inglés y castellano. En el colegio de Ginebra la educación se impartía en francés. El latín era una de las materias a la que daban más importancia. Estudió por su cuenta el alemán. El colegio privilegiaba la enseñanza de las humanidades y las literaturas (“An Autobiographical Essay” 214-5).
En 1919 terminó su escuela secundaria y partió para España con su familia. Borges era entonces un joven políglota de creciente erudición. En Sevilla y Madrid pudo participar activamente en la formación y difusión del movimiento de vanguardia español. Comenzó a publicar ensayos y poemas en las revistas ultraístas Grecia y Ultra. Al regresar a Buenos Aires en 1921 fundó con otros escritores la revista mural Prisma y la revista Proa, y colaboró en la revista de vanguardia Martín Fierro (Woodall 86-118).
Su educación escolar concluyó en 1919, pero Borges había crecido en un hogar excepcional y su padre impulsó en él, desde su niñez, el estudio independiente. Jorge Borges, aficionado a las letras, simpatizaba, como su amigo Macedonio Fernández, con el ideario anarquista, y trató de comunicar al niño buenos hábitos de trabajo intelectual (Woodall 53-6). Jorge Luis se formó en estos ideales libertarios y asumió con responsabilidad el deber de autoeducarse. Durante la década del veinte fue un lector y estudioso incansable, como lo evidencia su producción ensayística. Sus exigentes hábitos intelectuales hicieron de él un crítico excelente. Esta formación fue la base sobre la que desarrolló su literatura.
Dada su independencia de criterio, no tardó en cuestionar al movimiento de vanguardia al que había pertenecido en España y ayudado a fundar en Argentina: el Ultraísmo. Sus primeros libros de ensayo: Inquisiciones, 1925, El tamaño de mi esperanza, 1926, y  El idioma de los argentinos, 1928, testimonian este proceso de discusión intelectual con su medio literario. Borges enunció las ideas básicas y formativas del Ultraísmo primero, y luego demostró sus limitaciones (Inquisiciones 105-108).
En su poesía, asimismo, evolucionó de su vanguardismo inicial a una poética “en las orillas”, como lo señaló Beatriz Sarlo, y él lo expresó bellamente en su poema “Versos de catorce” (Sarlo, Borges, un escritor de las orillas 16).[1] Esta nueva poética revisaba el lugar de lo popular y lo criollo en relación al arte vanguardista. También interpretaba el criollismo desde una nueva perspectiva.
Borges desplazó el espacio del criollismo del campo a la ciudad. Los herederos de ese mundo criollo eran los habitantes pobres de los suburbios y los barrios bajos (Olea Franco 133). Desechó hablar del mundo de la clase media en formación, integrada por los inmigrantes europeos que habían llegado recientemente al país. La poesía culta aún no había tomado a los barrios como tema de su canto, pero sí la poesía popular. Borges eligió como modelo la poesía popular del poeta anarquista Evaristo Carriego, discípulo de Almafuerte y amigo de su padre. Carriego había muerto prematuramente en 1912. Borges llegó a conocerlo, y en 1930 publicó su libro Evaristo Carriego, donde estudió su poesía y la cultura popular de su tiempo. Carriego fue el primero en llevar a los personajes criollos del campo a la ciudad, creando una alianza poética entre la ciudad y el campo. Los sujetos mitificados, héroes y antihéroes de sus poemas, eran el compadrito electoral y el cuchillero, el carrero y el cuarteador.
Borges reconoció el valor del tango. Prefería las composiciones de principios del siglo XX, antes que el género se difundiera y comercializara. Alabó la milonga, en que se mezclaba, como en su poesía, el mundo rural con el de las orillas de la ciudad (Evaristo Carriego 141).
Borges se convirtió en un poeta del espacio porteño. Atraído por los temas metafísicos y buen lector de filosofía, introdujo en sus primeros poemarios la cuestión de la identidad y el tiempo. Describió escenas de los suburbios con originales imágenes visuales. La poesía de Carriego, base de sus poemas ciudadanos, era una poesía popular que había derivado su estética del Modernismo vigente en su época. Borges consideraba al Modernismo una poética superada en el tiempo, que sobrevivía en la pluma de poetas consagrados como Lugones, y de jóvenes como Martínez Estrada, con una temática renovada. Borges llevó la poesía de los barrios a un plano expresivo vanguardista, tomando la imagen y la metáfora como base de su poética. El resultado fue una poesía altamente sugestiva, de tonos filosóficos y confesionales. Tenía un sentido urbano localista y encontró una forma nueva de discutir la modernidad en su patria. El sujeto de muchos de estos poemas es un vagabundo, el “flaneur”, personaje de los poemas baudelerianos, que camina incansablemente por la ciudad, transformándose en testigo de su evolución y sus cambios (Molloy 487-96). La ciudad, a su vez, refleja su crisis personal. Borges nos muestra un sujeto inestable, en crisis, en una ciudad cambiante, cuya identidad aún no está totalmente definida.
La poesía del joven Borges pronto se diferencia de la poesía de los otros poetas coetáneos del ultraísmo argentino y español, como Oliverio Girondo y Gerardo Diego (Sarlo, Borges, un escritor de las orillas 51). Son poetas que se identifican con la modernidad cosmopolita. Borges cuestiona el cosmopolitismo e indaga en el sentir local y nacional, se pregunta por la historia patria. Busca ampliar el horizonte de lectura. En sus ensayos discute tanto autores contemporáneos como renacentistas, medievales y antiguos, religiosos y laicos. Hace tabula rasa de las separaciones literarias por época, país y tendencia estética, practicada por críticos e historiadores.
Se muestra como un escritor independiente e idiosincrásico. La poesía y el ensayo son sus géneros preferidos en esta década. Durante la década del veinte Borges es un escritor polémico, que cuestiona todo y entra en conflicto con escritores y tendencias diversas a la suya. Mantiene una presencia literaria decisiva en el Buenos Aires de esos años. En su libro Evaristo Carriego, estudia la poesía popular de Carriego y el barrio del poeta, Palermo, sus zonas pobres, sus personajes marginales y las inscripciones de los carros. Su manera de integrar la indagación poética con el análisis de la cultura popular del barrio es original y renovadora.
Idealiza lo popular y proyecta su visión en la poesía culta, tomando distancia con la modernidad cosmopolita. El afán mimético e imitativo de los porteños buscaba introducir Europa en América. Borges buscaba lo americano y lo argentino. Fueron apareciendo en sus poemas personajes históricos del siglo XIX, como Facundo y Rosas, y espacios urbanos que historiaban la ciudad: sus cementerios, sus casas pobres, donde descubría una rica espiritualidad. El sujeto poético deambulaba por las calles declarando su asombro ante ese mundo subestimado. Era un joven sensible y culto enamorado de su destino, que elevaba su canto metafísico desde su modesta patria sudamericana, con un gesto estoico y patriótico a la vez.
Nacionalismo, y amor a lo popular y a lo criollo, confluían en ese sentir.[2] El poeta se identificaba con la política del caudillo radical populista Hipólito Irigoyen, y apoyó su reelección a la presidencia en 1928 (Rodríguez Monegal 205-9). Su único interés era escribir y ganar una reputación en su país como escritor. La idea de emigrar era totalmente opuesta a su carácter. Luego de su segundo regreso de Europa a la Argentina en 1923, no volvió a viajar, excepto a los países limítrofes, hasta pasados sus sesenta años cuando, ya escritor mundialmente reconocido, recibió premios internacionales e invitaciones de diferentes universidades y centros culturales del mundo.
En sus ensayos desplegó una variedad temática que no era usual en un ensayista en Buenos Aires. Los modernistas, de quienes él y sus compañeros de generación querían diferenciarse, habían sido grandes lectores. El joven Darío publicó a los veintinueve años uno de los libros más influyentes de crítica de su tiempo, Los raros, demostrando una capacidad de análisis notable. Grandes estudiosos de las formas poéticas, los modernistas eran poetas intelectuales (Pérez, Modernismo, vanguardias, posmodernidad… 65-73). El vanguardismo evitó esta actitud circunspecta y se lanzó a destruir la tradición poética del pasado y fundar bibliotecas con entera libertad. Borges, sin embargo, valoró el espíritu crítico sobre todas las cosas. En sus ensayos analiza textos y autores con sentido histórico y rigor filológico. Discute palabras e ideas, y rebate cualquier argumento que no le parezca cierto. Critica lo mismo a Quevedo que a Góngora, a Lugones que a Darío. Tampoco se calla ante los excesos vanguardistas. Poco a poco se va alejando y diferenciándose de los escritores coetáneos, se vuelve un caso especial en sí mismo, toda una literatura.
Su gusto literario parecía exótico y raro. En Inquisiciones escribió sobre Torres Villarroel, Joyce, Browne y Ascasubi, temas de metafísica y cuestiones de poética. Este joven de veinticinco años todo lo mezclaba y lo combinaba, con gran criterio y solvencia intelectual. Sus fuentes eran variadas e irreverentes. Discutía, por ejemplo, la poesía de tema rural de Silva Valdés, basando sus comentarios en Schiller y Hugo, Almafuerte y Furt, Schopenhauer y Estanislao del Campo (“Interpretación de Silva Valdés” 66-9). Era un lector idiosincrático, al que llamé en un trabajo anterior “lector salvaje” (Pérez, Modernismo, vanguardias, posmodernidad… 262-4). Su apetito de lectura era inmenso, legitimaba con su actitud la excentricidad del lector sudamericano, y apuntaba a un nuevo tipo de saber: quien mira desde los márgenes (los márgenes de las culturas hegemónicas) puede ver mejor las culturas canónicas y las culturas locales en desarrollo. Borges observaba críticamente el saber heredado y lo trataba con una libertad nueva. Mostraba un nuevo tipo de goce ante el hecho estético. Buscaba e identificaba en el mundo de las letras problemas que discutía con solvencia y resolvía a su modo.
Desarrolla su propia hermenéutica recurriendo a un criterio amplio y enciclopédico. Se muestra como un pensador enérgico y original. En el ensayo “Menoscabo y grandeza de Quevedo” discute a uno de los grandes clásicos de nuestra lengua. Nos da su opinión sobre varios de sus libros. Los considera “cotidianos en el plan, pero sobresalientes en los verbalismos de hechura” (Inquisiciones 43). Reconoce que en Quevedo prima el intelectualismo, pero que no por eso dejó de ser un sensual. A pesar de su “gustación verbal” siempre mostró “una austera desconfianza sobre la eficacia del idioma” (46). Para él, ésta es la esencia del escritor español. A diferencia del gongorismo, que a Borges le parecía vano, y lo juzgaba “una intentona de gramáticos…de trastornar la frase castellana en desorden latino”, el conceptismo de Quevedo era psicológico y buscaba  “…restituir a todas las ideas el…carácter que las hizo asombrosas al presentarse por primera vez al espíritu” (48). Borges se identifica con Quevedo, poeta intelectual que siente el gusto por las palabras y busca presentar ideas tal como éstas asombraron al espíritu. Su análisis es, en forma desplazada, una indagación sobre su propia literatura.
Su trabajo crítico es arriesgado. En sus ensayos busca responder a las preguntas más acuciantes de la literatura de su tiempo. Discute con habilidad la cuestión del criollismo. Dice en “Queja de todo criollo” que las naciones muestran dos índoles, una “aparente” y otra “esencial” (Inquisiciones 142). Lo auténtico para él es lo esencial, que casi siempre contradice la apariencia. En los españoles considera que lo esencial es “la vehemencia” de su carácter,  y en el criollo argentino la burla, el fatalismo, la austeridad verbal y la suspicacia (143). Borges busca estas características esenciales en la historia nacional y en la literatura. Cree que los dos caudillos máximos de la historia hasta ese momento, Rosas e Irigoyen, encarnan el fatalismo. Reconoce que el pueblo los quiere y que practicaban una “teatralidad” burlesca.
El criollismo se manifiesta también en la lírica popular. Borges rastrea el cambio lingüístico del castellano peninsular al habla argentina. La lírica popular es verbalmente austera y evita las metáforas asombrosas. Toma distancia con el culto exagerado a la metáfora que practicaban muchos poetas vanguardistas, y en el que él mismo creía unos pocos años antes. Se inclina a favor de la austeridad verbal y del uso moderado de la metáfora. Aprovecha para polemizar con los autores y críticos oficiales más importantes del momento: Lugones y Rojas, representantes de un nacionalismo militante en el que Borges no confía. Dice que Lugones asusta a sus oyentes con su altilocuencia, y que el estilo de Rojas está hecho “de patriotería y de insondable nada” (148).
Toda esta situación le parece sintomática de lo que sucede en el mundo de las letras: persiguiendo el espíritu de “argentinidad” y “progreso”, los escritores se han vuelto con hostilidad contra el espíritu criollo. Creen que para progresar como nación hay que desterrar al criollo, negarlo. Borges teme que ese deseo de progreso, y esa búsqueda de una nación fuerte, pueda terminar en una política nacional expansionista e imperialista. Dice: “…tal vez mañana a fuerza de matanzas nos entrometeremos a civilizadores del continente” (149). Un progresismo exagerado lleva a negar el pasado, y atacar lo que los progresistas ven como un obstáculo. Lamenta que el criollo se transforme en víctima de ese proceso. El en su obra buscará darle un nuevo lugar al mundo criollo, resemantizarlo y reinterpretarlo. Descubre un espacio en los barrios pobres, donde el poeta puede reflexionar con tranquilidad.
Presta atención a la cultura popular que se está desarrollando en Buenos Aires. Toma elementos temáticos de la canción popular, particularmente de la milonga y el tango, transfiriéndolos al mundo de la poesía culta. Los letristas de milonga hablaban de los criollos afincados en la ciudad: el cuarteador, el carrero, el compadrito electoral. Los tangos buscaban en los barrios a sus héroes y antihéroes de crónica policial. Borges prefiere los héroes duros a los sentimentales. Los presenta en su ambiente modesto e inculto, y los trata con respeto. Busca en ellos un ideal estoico.
Introduce en sus poemas un sujeto lírico observador, sensible, culto y reflexivo, que va al suburbio pobre en busca de la esencia del ser argentino, y la encuentra en los valores criollos, que proponen el goce desinteresado del propio ser.
Borges “descubrió” o redescubrió a Buenos Aires a su regreso de Europa en 1921, luego de pasar muchos años afuera, como nos confiesa en su ensayo autobiográfico (“An Autobiographical Essay” 224). Al llegar se encontró con una ciudad en rápido proceso de modernización y cambio. El la observaba con la mirada experimentada del que ha viajado y vivido en otras ciudades. Escéptico frente al proceso transformador, buscaba en la urbe nueva rastros del viejo mundo criollo.
En su ensayo “Buenos Aires” propone una visión anti-sarmientina de la ciudad: Buenos Aires no era una isla de modernidad rodeada de desierto, sino el resultado de la invasión del mundo de la pampa, que definía la economía nacional, en la zona portuaria donde se asienta la ciudad (Inquisiciones 88). Su interpretación coincidía con la de Alberdi, quien consideró que no había enfrentamiento entre la civilización y la barbarie, sino entre los intereses económicos de la campaña y el centralismo porteño (Pérez, Los dilemas políticos…21). Buenos Aires no era una versión local de las modernas capitales europeas o de las ciudades norteamericanas: era una ciudad con una identidad propia. El determinismo histórico alimenta un sentimiento de inferioridad y dependencia que Borges rechaza, porque puede llevar a la imitación servil de la cultura europea.
Más que las zonas céntricas modernizadas de la ciudad, valora los barrios pobres y zonas suburbanas, donde se asienta la población criolla que llega del campo. Descubre un plano estético que aún no había sido explotado por la poesía culta. Decide cantar a ese suburbio, a sus casas más humildes y a su gente sencilla, a la hora del crepúsculo y buscar en ese mundo desvalido su sentido metafísico, núcleo de una filosofía que nos identifique.[3]  
Borges nos explica sus ideas sobre el pensamiento metafísico en el ensayo “La nadería de la personalidad”. Cree que en el pensamiento contemporáneo se le da al yo una preeminencia exagerada (Inquisiciones 92). El quiere proponer una estética “hostil al psicologismo” que heredaron del siglo anterior. Recurre a sus numerosas lecturas filosóficas y literarias para apoyar su argumento: cita a Agrippa, a Torres Villarroel, a Whitman, a Schopenhauer. Su conclusión, de acuerdo con este último filósofo, es que el yo es una mera “urgencia lógica” y es “un punto cuya inmovilidad es eficaz para determinar por contraste la cargada fuga del tiempo” (104). No sólo el yo, sino también el tiempo y el espacio, son cuestiones esenciales para la modernidad filosófica. La metafísica para Borges es una problemática viva que lo apasiona, y no una curiosidad intelectual. Lo demuestra en su ensayo “Sentirse en muerte”, en que describe cómo durante una caminata por Buenos Aires llegó a una intuición fundamental: la de que el tiempo “es una delusión” (El idioma de los argentinos 132). Borges integra las cuestiones metafísicas a su proyecto literario, en su poesía, en sus ensayos y, posteriormente, en su cuentística.
Discute el problema del criollismo y el regionalismo en literatura en el ensayo “El tamaño de mi esperanza”, que introduce el libro del mismo nombre, y oficia de prólogo y de programa literario. Explica que se dirige a aquellos que son criollos, y no a los europeístas. Afirma: “Mi argumento es hoy la patria” (13). Resume hechos históricos fundamentales del pasado. Critica a Sarmiento, a quien llama “norteamericanizado indio bravo” y lo considera “gran odiador y desentendedor de lo criollo” (14). Sarmiento, dice, “…nos europeizó con su fe de hombre recién venido a la cultura y que espera milagros de ella” (14). Cree que el desarrollo de la poesía gauchesca fue uno de los sucesos culturales más destacados durante el siglo XIX. Hacia el fin de siglo, la aparición del tango y su manera de ver el mundo de los suburbios y la ciudad de Buenos Aires creó un nuevo imaginario social. Para él, el individuo más original que había dado la Argentina durante el siglo XIX era Juan Manuel de Rosas, y el más destacado de los políticos argentinos de principios del siglo XX era el caudillo político radical Hipólito Irigoyen.
No había emergido hasta ese momento un “pensamiento” original que se aviniera a la grandeza de la realidad vital que los rodeaba: no hay, dice, “ninguna idea que se parezca a mi Buenos Aires” (16). Sin embargo Buenos Aires “…más que una ciudá, es un país y hay que encontrarle la poesía y la música y la pintura y la religión y la metafísica que con su grandeza se avienen” (17). Ese es su deseo y “el tamaño de su esperanza”. No defiende el “progresismo”, que es “un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos”, ni tampoco el “criollismo” en la acepción corriente de esa palabra: quiere un criollismo de nuevo tipo, que define como “un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte” (17). En su poesía de esos años notamos la búsqueda de ese criollismo del que habla.   
Su poesía pasó por varias etapas. Borges comenzó su carrera literaria en España y su poesía primera, no recogida en libros, era una poesía cosmopolita y revolucionaria, que se ceñía a la propuesta vanguardista del Ultraísmo. Poemas como “Trinchera” y “Rusia”, que iban a formar parte de un libro inspirado en la Revolución Rusa, Ritmos rojos, nos dejan ver en sus imágenes la influencia que tuvieron en él las lecturas de su etapa europea, particularmente el expresionismo alemán.[4] Dice en “Rusia”: “La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje/ con gallardetes de hurras/ mediodías estallan en los ojos/ Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres/ y el sol crucificado en los ponientes/ se pluraliza en la vocinglería/ de las torres del Kremlin” (Textos recobrados 71). Las imágenes de sus metáforas son plásticas y concisas, y responden a las expectativas del ideario ultraísta (71). Otros poemas, como “Catedral”, muestran la influencia del futurismo; dice el poeta, asociando el edificio de la iglesia con un gran avión, símbolo de la vida moderna: “La catedral es un avión de piedra/ que puja por romper las mil amarras/ que lo encarcelan/ la catedral sonora como un aplauso/ o como un beso” (109).
Al regresar al país revisa sustancialmente su poética (Olea Franco 127). Empieza a dudar de la efectividad de las imágenes vanguardistas, y desconfía de la imitación acrítica de los grandes movimientos poéticos europeos. Encuentra en Buenos Aires nuevos amigos escritores, mayores que él, escépticos y bien formados. Macedonio Fernández y Ricardo Güiraldes influyen en el cambio de su gusto poético. Borges se transforma en ávido observador y testigo de la ciudad, y relee los clásicos de la literatura argentina. Estudia la poesía gauchesca y la poesía de Carriego, y escucha la música popular, en particular la milonga y el tango (“An Autobiographical Essay” 227-37). Descubre pronto su propio programa literario, que sintetiza en “El tamaño de mi esperanza”.
En sus ensayos de poesía, además de abordar la obra individual de diferentes poetas, como Quevedo, Ascasubi, Silva Valdés, González Lanuza, Unamuno, Herrera y Reissig, Góngora, Almafuerte, Carriego, entre otros, analiza cuestiones de poética, el lenguaje y la rima, y las figuras, particularmente la metáfora. En “Palabrería para versos” Borges polemiza con la postura que la Real Academia Española asume sobre la lengua. Acusa a la Academia de ser ortodoxa y poco objetiva: su idea sobre la superioridad léxica del castellano se basa en prejuicios.  Borges propone su propia teoría: la lengua es algo vivo que cada escritor hereda y puede enriquecer con sus propias percepciones y experiencias (El tamaño de mi esperanza 52).
Critica la concepción aceptada por los vanguardistas de que la creatividad del poeta debía medirse por la originalidad de sus metáforas. Consideraba un error creer que la metáfora fundaba el hecho poético, argumentando que en la poesía popular se encontraban muy pocas metáforas. Demuestra que la metáfora es una figura propia de un momento tardío de un ciclo poético, luego que se ha establecido una nueva poesía. Los poetas “explotan” la nueva lírica y compiten entre ellos, creando figuras poéticas novedosas. Mediante la metáfora los poetas muestran su “habilidad retórica” para conseguir énfasis (54). Muchos poetas y críticos valoran excesivamente la originalidad de la imagen en la metáfora. El considera esa originalidad algo secundario: lo fundamental es ver cómo y dónde se debe ubicar esa metáfora en el discurso poético (55).
Cree que se sobrevalora el valor poético del adjetivo. En “La adjetivación” recomienda al escritor buscar en el verso la eficacia, y no usar el adjetivo como un adorno (63). El poeta tiene que trabajar con cuidado el aspecto sonoro del lenguaje. El sonido fácil produce efectos desagradables. Los modernistas abusaron de la rima, cultivando en sus versos sonoridades ridículas y exageradas. En “Profesión de fe literaria” nos dice que la rima crea en el verso un ambiente artificial y falso, y no es un elemento necesario en la poesía, a diferencia del ritmo, que es algo natural en el lenguaje (147). Borges cree que cada poeta debe ajustar el repertorio poético de su lengua a sus propias necesidades estéticas, y buscar su propia poética (149). Para esto hace falta distanciarse de las poéticas de moda, y asumir frente a la literatura una actitud crítica. La base para llegar a crear una gran literatura, para él, es la lectura. El saber literario y crítico es indispensable para ser un gran escritor de literatura culta. En sus ensayos el joven Borges demuestra que es un lector extraordinario.
Borges aplica este programa literario en la creación de su obra poética. En su primer libro, Fervor de Buenos Aires, 1923, sus poemas son distintos a los que había escrito bajo la influencia del Ultraísmo en España. En Inquisiciones incluye un artículo sobre González Lanuza, donde caracteriza las diferencias entre el ultraísmo español y el argentino. El ultraísmo español celebraba las imágenes ultramodernas (sus emblemas eran el avión, las antenas y la hélice), el ultraísmo de Buenos Aires no. Dice Borges: “El ultraísmo en Buenos Aires fue el anhelo de recabar un arte absoluto que no dependiese del prestigio infiel de las voces y que durase en la perennidad del idioma como una certidumbre de hermosura” (105-6). Buscaba un arte que fuese “intemporal”, idealista y trascendente, no se conformaba con celebrar el momento.
Borges somete las imágenes a un procedimiento de estilización y “sublimación” espiritual. Idealiza el suburbio y las zonas pobres de la ciudad, “pintando” sus paisajes en horas especiales, sobre todo en el crepúsculo, cuando la luz condiciona la percepción y el estado de ánimo del que observa. Su aproximación al hecho poético es bastante ecléctica, combinando recursos vanguardistas, como el uso del verso libre, y simbolistas, como los juegos con la intensidad de la luz. Dice que el poeta alemán postromántico Heinrich Heine influyó en su libro (“A quien leyere”, sin página). Su visión del paisaje es intencionalmente subjetiva, y expresa la sensibilidad y la problemática espiritual del que observa. Presenta un sujeto poético particular e idiosincrásico: un joven porteño que camina por los modestos barrios suburbanos de la ciudad. Borges proyecta en su literatura experiencias autobiográficas, creado un juego especular en que el mundo refleja al artista y el artista al mundo.
Combina en su discurso poético la observación realista con la ensoñación. Sus figuras poéticas preferidas son la imagen visual y la metáfora, en las que da prioridad a las sensaciones. Busca imágenes sugerentes que destaquen sutilmente los elementos espaciales y temporales. Se distancia de la posición vanguardista extrema que había defendido durante su etapa europea. Su concepción de la poesía se vuelve más personal y asocia elementos vanguardistas y simbolistas. Hace su propia síntesis formal. Está buscando crear una literatura propia, “borgeana”. Innova también en la temática: habla del suburbio de la ciudad y no del centro. Busca un camino intermedio entre la poesía culta y la poesía popular. Lee con atención la poesía de Carriego y las letras de tangos y milongas. Su verso es inteligible, figurativo, separándose de la vanguardia más radical, que empleaba en su poesía el verso oscuro, no figurativo, la metáfora cerrada, expresión directa de la psiquis en un estado extremo.
Su poesía es estilizada y trabaja el efecto visual. En ese momento prefiere lo popular a lo cosmopolita, lo criollo a lo europeo.[5] Quiere ser reconocido como el poeta de los barrios suburbanos de Buenos Aires. Muestra su amor a la ciudad redescubierta hace poco tiempo. Sus sentimientos nacionalistas estaban en consonancia con el momento político social que estaba viviendo la Argentina, en que triunfaba el populismo del presidente Radical Irigoyen, con quien el poeta simpatizaba.[6] Procura un acercamiento coloquial a la lengua urbana, pero no quiere ser un poeta costumbrista. Escribe con lenguaje culto. No utiliza el lunfardo ni el arrabalero, a los que consideraba limitados y artificiosos (El tamaño de mi esperanza, “Invectiva contra el arrabalero” 134-41). Imita en ocasiones el tono oral rioplatense, que silencia y omite algunos sonidos finales. De esa manera el lector puede percibir las inflexiones del habla popular en su poesía.[7]
En el poema que abre Fervor de Buenos Aires, “Las calles”, escrito en verso libre, el poeta expresa en tono confesional lo que siente hacia las calles de Buenos Aires, que, nos dice, “ya son la entraña de mi alma” (sin página). La ciudad, personificada, tiene un “alma”. El no quiere cantar a las “calles enérgicas/ molestadas de prisas y ajetreos” del centro de la ciudad, sino a “la dulce calle de arrabal/ enternecida de árboles y ocasos”, y a las calles que se adentran en el descampado, en la pampa, donde el suburbio se confunde con el campo. Se considera un “codicioso de almas”: busca las almas del suburbio donde. al amparo de las casas, “hermánanse tantas vidas”, y es su “esperanza” el testimoniarlas.
En los poemas siguientes el poeta nos habla de la ciudad por la que él vagabundea y con la que mantiene una relación íntima. Describe los crepúsculos y amaneceres que contempla en sus caminatas, y explica las resonancias espirituales que tienen en él. Describe las casas, sus patios; un comercio emblemático del barrio: la carnicería; los cementerios de la ciudad; las plazas de sus barrios populares. Nos habla del truco, juego idiosincrásico de los argentinos; de sus antepasados, y de figuras simbólicas de la historia nacional, como el caudillo Juan Manuel de Rosas. En sus descripciones, Borges pone más peso en los sentimientos y en el mundo subjetivo del sujeto poético que en los detalles del paisaje urbano, distanciándose del costumbrismo. Ese hablante es un “pequeño filósofo” que se desplaza por la ciudad para reflexionar y para sentir sus calles. Busca intimar con la ciudad, que despierta en él intuiciones metafísicas.
En “Calle desconocida” el poeta vagabundea por el suburbio al atardecer. El poema describe una aventura espiritual. El poeta se encuentra con una “calle ignorada”. El paisaje se le adentra “en el corazón anhelante/ con limpidez de lágrima”. La calle le parece “lejanamente cercana”. Observa en el lugar cierta extrañeza, y piensa: “es toda casa un candelabro/ donde arden con aislada llama las vidas,/ que todo inmediato paso nuestro/ camina sobre Gólgotas ajenos”. En cada casa, el poeta percibe la soledad trágica del destino individual.
Los poemas tratan de demostrar que en la ciudad se puede sentir el tiempo de diversas maneras. El tiempo criollo es lento y se demora. En “La plaza San Martín”, dice, el “sentir se aquieta/ bajo la rumorosa absolución de los árboles” y, en el “El truco”, los naipes crean su propia mitología criolla, y los jugadores refrenan sus palabras con “gauchesca lentitud”. El juego hermana el pasado con el presente. En “Un patio” el hombre se familiariza con el paisaje del suburbio, al que siente como algo suyo; vive en la “amistad” del zaguán y del aljibe; el cielo “se derrama” en el patio por el que “Dios mira las almas”. En ese vivir detenido hay una armonía primordial.
En varios de los poemas de este libro Borges habla del amor. En “El jardín botánico” compara el abrazo de las ramas de los árboles con el de los enamorados que se buscan. Su confesión es pudorosa. Siente que el amor pleno es imposible. El deseo de unirse, dice, es un “burdo secreto a voces/ que con triste congoja nos arrastra/ y nos socava el pecho/ con la grave eficacia de una pena”. En el jardín los amantes se buscan con su “carne desgarrada e impar”. Otro de los poemas, “Sábados”, habla del amor compartido, y está dedicado a su novia, Concepción Guerrero (Woodall 110). En ese poema confiesa “miradas felices” y siente la hermosura de la mujer “en claro esparcimiento” sobre su alma. El momento del encuentro es el atardecer y el poeta declara que le trae el “corazón final para la fiesta”. Alaba su hermosura como un “milagro”. Los amantes no saben como unirse y fundirse en un solo, son “soledades” que “en la sala severa/ se buscan como ciegos”. Finalmente, el poeta confiesa que en ese amor “no hay algazara/ hay una pena parecida al alma”.
En otros poemas, Borges describe el “asombro” metafísico. En “Caminata”, el poeta visita el suburbio durante la noche, y percibe que hay allí un “tiempo caudaloso/ donde todo soñar halla cabida”. Se confiesa “el único espectador” de esa calle. Dice que el sujeto es la única certidumbre en la experiencia y que “si dejara de verla se moriría”. En otro de los poemas, “Amanecer”, nos habla sobre la filosofía que lo llevó a creer en esa idea; dice: “...realicé la tremenda conjetura/ de Schopenhauer y de Berkeley/ que arbitra ser la vida/ un ejercicio pertinaz de la mente,/ un populoso sueño colectivo…”. En el amanecer el caminante teme que esa ciudad sea solo un sueño de las almas que la habitan, y que desaparezca cuando todos despierten y dejen de soñarla. Se siente feliz cuando comprueba que eso no ha ocurrido, y “otra vez el mundo se ha salvado”.
En Luna de enfrente, su libro de 1925, incluye poemas escritos durante su segundo viaje a Europa en 1923, como “Singladura” y “La promisión en alta mar”. En “La promisión en alta mar” describe la nostalgia que siente durante el viaje de regreso a la patria. Las estrellas del mar son las mismas que las de Buenos Aires, y le parecen una promesa del reencuentro con su tierra. Son, dice, “inmortales y vehementes” (22). Al llegar a la ciudad escribe el poema “La vuelta a Buenos Aires”. Testimonia con expresivas metáforas lo que siente al ver sus queridos arrabales porteños. Dice que “la ciudad se dispersa en arrabal como bandera gironada” y sus ojos “padecen las estrellas como en la cercanía de amorosa mano hay caricias” (24). Esa es la Buenos Aires de su “contemplación” y su “vagancia”.
Incluye en este poemario algunas composiciones con estrofas de metros regulares, de tema histórico o personal, tratado con sentido coloquial y casi costumbrista, como “El general Quiroga va en coche al muere” y “En Villa Alvear”. Estos poemas mantienen una relación irónica y lúdica con el lector, y exhiben su sarcasmo, al considerar un tema serio con desparpajo. En el poema sobre el asesinato del general Quiroga, Borges crea un ambiente funerario y fantasmal, lleno de socarronería criolla; dice que Quiroga iba a la muerte en coche, y entraba “al infierno/ llevando seis o siete degollados de escolta” (15). Es un poema narrativo en que los personajes reaccionan de distinta manera ante el peligro: los acompañantes tienen miedo a morir, pero no Quiroga, que se siente inmortal, y no puede creer que alguien sea capaz de matarlo. En el final el coche fantasmal entra en el “infierno negro” que Dios le había destinado a Quiroga. Con la arrogancia temeraria del soldado, el General comanda las almas en pena de los que murieron con él.
En el poema “En Villa Alvear”, el poeta que vagabundea siente la ternura de la gente del barrio, que se parece a la de los tangos antiguos. Dice: “Mis pasos haraganes comprenden bien la calle./ Yo fui de este suburbio criollero del oeste:/ sé que en los corazones hay la ternura grave/ de los tangos antiguos y las tapias celestes” (40). En el poema que cierra el libro, “Versos de catorce”, resume su trayectoria y nos explica su proyecto poético: él le canta a Buenos Aires, y recupera de ella los arrabales, las “orillas”. Allí, después de volver de un largo viaje, aprendió lo que era querer y se hizo poeta. Allí oyó hablar de Rosas y de Carriego. Con sus poemas, confiesa, le va devolviendo “a Dios unos centavos/ del dineral de vida” que le puso en las manos (42).
En el último poemario de esta década, Cuaderno San Martín, 1929, sus poemas son más narrativos y dramáticos que líricos. En casi todos ellos el poeta tiene una historia que contar. En “La fundación mitológica de Buenos Aires” describe con excelente humor, en una especie de cuento para niños, como fue fundada la ciudad de Buenos Aires. Imita a un narrador oral que se dirige a un auditorio local criollo. Hace bromas a sus oyentes. Nos dice que el río antes “era azulejo…como oriundo del cielo”, y que había, como en los mapas, una estrellita roja que marcaba el lugar “en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron”, refiriéndose con sorna al trágico fin de esa expedición, en que los españoles terminaron siendo víctimas de indios caníbales (9). La historia cambia del pasado a ese presente en que aparece mitificado su barrio: Palermo. En una animada escena, Borges ubica a sus personajes populares típicos: el compadre, el gringo del organito, el músico que toca tangos. El poeta concluye diciendo que la ciudad, a la que tanto ama, le parece eterna, sin comienzo; dice: “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:/ la juzgo tan eterna como el agua y el aire” (11).
En otros poemas describe las casas de Palermo y de cómo era el barrio de su niñez. En “Elegía de los portones” exalta el barrio de principios de siglo. El arroyo Maldonado lo cruzaba; era un barrio bravo, con malevos. Le dice: “Palermo desganado, vos tenías/ un alegrón de tangos para hacerte valiente/ y una baraja criolla para tapar la vida/ y unas albas eternas para saber la muerte” (17). El barrio era el mundo de las guitarras y las tapias rosadas de los almacenes, y de los “carros de costado sentencioso”. El poema rezuma ensoñación y ternura, un dejarse estar que para Borges expresa al mundo criollo suburbano.
En este libro Borges incluye un poema dedicado a su abuelo materno Isidoro Acevedo, a quien no conoció, y reflexiona sobre la muerte. Cuando de niño le dijeron que estaba muerto dice que lo buscó “por muchos días por los cuartos sin luz” (25). Imagina que su abuelo, en su última noche, soñó con dos ejércitos que se enfrentaban, y que se metió en su sueño y las sombras se lo llevaron. Así pudo morir en una patriada imaginaria. En otro poema, el poeta va a un velorio en “una casa abierta en el Sur” durante la noche. Cree que los que allí se reúnen alrededor del muerto poco saben de la muerte, y lo único que hacen es “incomunicar o guardar su primera noche en la muerte” (29).
Dedica dos poemas a los cementerios de Buenos Aires: la Recoleta y la Chacarita, el cementerio de la clase patricia uno, y el cementerio del pueblo pobre y la clase media el otro. Estos cementerios testimonian la historia de la ciudad. Imagina cómo comenzó el cementerio de la Chacarita, en el oeste de la ciudad, durante una epidemia de fiebre amarilla en el siglo XIX. Allí mora un “conventillo de almas”, una “montonera clandestina de huesos”, mientras el suburbio que lo rodea “apura su caliente vida”, al compás de los bandoneones y de las cornetas de carnaval. El poeta está convencido de que la muerte en ese cementerio es “acto de vida” y que “la persuasión de una sola rosa es más que tus mármoles” (38).
En el último poema del libro, “El paseo de Julio”, Borges evoca la vida en la zona “roja” de la ciudad. El mundo de la prostitución es una pesadilla, un espejo deformado del otro mundo de la ciudad, y tiene una “fauna de monstruos”. Es, a diferencia de su barrio: Palermo, donde “los duros carros/ rezarán con varas en alto a su imposible dios de hierro y de polvo”, un mundo sin dioses ni redención posible (51).
En estos libros de poemas Borges se establece como una voz renovadora de la poesía argentina: ha revisado críticamente las ideas poéticas de la vanguardia y encontrado una forma nueva para su verso; ha dado identidad en la literatura culta al mundo popular de los barrios pobres; ha introducido el tema metafísico en la poesía argentina moderna.
La última obra que cierra esta serie juvenil es su libro de ensayo Evaristo Carriego, 1930. Luego de ganar un premio municipal de poesía, Borges decidió escribir una biografía sobre un poeta. Su madre le sugirió a Lugones o Almafuerte, pero él prefirió a Carriego (Rodríguez Monegal 202).
En su libro sobre Carriego estudia la mitología urbana del barrio de su infancia: Palermo, e introduce sus ideas sobre la vida social argentina. El criollaje rural que hizo a la nación se había desplazado de su espacio original y se había afincado en los barrios de las orillas de la ciudad. Era un mundo de pobres, pero estaba lleno de vitalidad. El criollo defendía sus propios valores.
El impacto de la inmigración italiana estaba cambiando a Buenos Aires; modificaba la entonación del habla porteña y también su sensibilidad. El criollo iba quedando relegado ante el impacto inmigratorio y las exigencias del progreso. Borges se identifica con ese criollo y su espíritu sufrido. Lo caracteriza como valiente y desinteresado. Es distinto a los inmigrantes europeos, más ambiciosos y adquisitivos. Borges no simpatiza con el proletariado inmigrante en ascenso, que pronto conformaría una bien establecida clase media. Le disgusta el sentimentalismo de las nuevas expresiones artísticas populares. Considera que el tango-canción es un género musical comercial, y prefiere los tangos viejos y las milongas (Inquisiciones 104-7). En la ciudad el criollo quedó fuera de su elemento rural original, y vive en un ambiente degradado. El compadrito urbano exhibía gratuitamente su coraje individual. El populismo irigoyenista había elevado al hombre común, y el criollaje de las orillas buscaba un espacio digno en la nueva sociedad.
En la primera parte del libro Borges cuenta la historia de Palermo. Imagina cómo evolucionó el barrio desde el momento de la fundación de la ciudad de Buenos Aires. Se detiene particularmente en el siglo XIX y en la figura de Rosas, que había tomado a Palermo por residencia. Se pregunta cómo estaban trazadas las calles en 1889, año en que nace el poeta Carriego. Habían ido apareciendo callecitas y almacenes, y el suburbio se estaba haciendo fama de bravo y cuchillero. Borges advierte que en esos momentos, 1930, el barrio iba perdiendo su aspecto criollo de antaño. Este primer capítulo del libro es una historia de la formación de la cultura popular en el barrio. Borges considera a esa cultura popular tan importante como la cultura cosmopolita del centro de la ciudad. Siendo él un poeta culto, está legitimando, al historiarla, a la cultura criolla y popular.
En el segundo capítulo cuenta la vida del poeta, muerto de tuberculosis en 1912. Carriego era amigo de su padre, compartía con éste simpatías anarquistas. Publicaba en el diario anarquista La Protesta, de su amigo Alberto Ghiraldo. Admiraba a Almafuerte. Borges trata de explicar cómo nació en Carriego el deseo de transformarse en un poeta de su barrio y de la gente pobre. Carriego pensaba que tenía una deuda con su barrio (35). Sus lecturas preferidas eran el Quijote, el Martín Fierro, las novelas de Eduardo Gutiérrez y los poemas de Almafuerte. Tenía amistades entre los escritores, pero también entre los guapos del barrio. Era amigo de Nicanor Paredes, caudillo de Palermo, al que también conoció Borges (40-1). Primero componía sus poemas de manera oral y recién después los escribía. Los leía a sus amigos en voz alta para ver como reaccionaban y les pedía que le dieran su opinión.
En los próximos dos capítulos comenta y explica los dos libros que escribió Carriego: Misas herejes, y el póstumo La canción del barrio. Sobre el primero, al que los críticos censuraron por melodramático y grandilocuente, Borges argumenta que expresaba bien la sensibilidad del criollo, que gustaba de las exageraciones y el colorido. Así versificaba el arrabal y Carriego era un poeta auténtico. En La canción del barrio, su libro más destacado, Carriego crea una imagen tierna y risueña del barrio y sus habitantes. Muestra el sentimentalismo, el humor de la gente de trabajo, la pobreza decente en la que viven, y el desparpajo de los guapos. ¿Qué es lo que rescata y valora más Borges de este poeta popular? Dice que en la historia de la poesía argentina le cabía el honor de ser “el primer espectador de nuestros barrios pobres”, y “el descubridor, el inventor” de un modo poético original basado en esta temática (90).Termina el libro con un estudio del truco como juego criollo, y un análisis de las inscripciones de los carros, que eran sentencias originales que expresaban el sentir y el modo de ser del criollo.
Este libro resume la posición de Borges ante el criollismo y la cultura popular. Para Borges esa cultura del pueblo merecía estar al mismo nivel que la cultura letrada elevada. La crítica debía reconocerla por su originalidad y su valor: el antagonismo entre cultura letrada y cultura popular era artificial, ya que ambas se alimentaban mutuamente. Era tan digno estudiar la poesía de Evaristo Carriego, como la de Enrique Banchs. Podemos pensar que Borges ya había asimilado la lección que estaba enseñando: en sus libros de poemas dio a la poesía culta el espíritu popular del mundo del barrio pobre. Su personaje: el poeta que vagabundea por los barrios del suburbio al atardecer para reflexionar con parsimonia criolla, está legitimando ese mundo de gente pobre, en el que él encuentra valores, belleza y motivos de asombro filosófico. En ese barrio, Palermo, en “una calle de barro elemental”, cerca del sucio arroyo Maldonado, tuvo una gran intuición metafísica y percibió la inmortalidad, como nos cuenta en “Sentirse en muerte” (El idioma de los argentinos 131).
La década siguiente traería numerosos cambios en la literatura de Borges. La caída del irigoyenismo tuvo un efecto traumático en la historia argentina. Los militares irrumpieron en la política nacional, y muchos de los nacionalistas más radicales, como Lugones y Gálvez, apoyaron la nueva época con optimismo patriótico. La radicalización nacionalista desagradó a Borges. Se opuso al naciente fascismo europeo y al nacionalismo argentino (Woodall 176). Su amistad con la gente del grupo que va a fundar Sur en 1931 fortaleció esta posición. Victoria Ocampo mantuvo una actitud abierta y cosmopolita, si bien elitista y exclusiva, ante la cultura. Borges continuó escribiendo activamente ensayos y reseñas, pero dejó de publicar poesía durante muchos años.
Comenzó a a escribir biografías y relatos, que fueron transformándose, hacia fines de la década del treinta, en un nuevo género: el “cuento” borgeano, con el que fue reconocido como gran escritor y transcendió las fronteras de su patria. Identificado con el grupo de escritores liberales y elitistas nucleados alrededor de Sur, Borges se fue distanciando más de las ideas de su juventud, cuando simpatizaba con el irigoyenismo e idealizaba el mundo popular de los pobres en el barrio. Durante la década del cuarenta observó con alarma la irrupción del fenómeno peronista en la esfera política y no simpatizó con sus reclamos sociales y laborales. La movilización política de los trabajadores alrededor de consignas progresistas creó un abismo entre los obreros y la clase media. Los escritores de la pequeña y de la gran burguesía reaccionaron con miedo y escepticismo, y vieron en el Peronismo un movimiento incompatible con sus intereses y sus aspiraciones sociales.

                                                Bibliografía citada


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Woodall, James. La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro.
                        Barcelona: Editorial Gedisa, 1999. Traducción de Alberto Bixio.




[1]  Dice Borges: “Yo presentí la entraña de la voz las orillas/ palabra que en la tierra pone lo audaz del agua/ y que da a las afueras su aventura infinita/ y a los vagos campitos un sentido de playa.” (Luna de enfrente 42).
[2]  Las investigaciones de Olea Franco, publicadas en 1993, me resultaron fundamentales para entender el acercamiento de Borges al nacionalismo y al criollismo (El otro Borges. El primer Borges 77-116).
[3] Vuelve a expresar esta idea en “La pampa y el suburbio son dioses”, en El tamaño de mi esperanza 25-31.
[4]  Dice en su autobiografía que había escrito en España dos libros, que destruyó: Los naipes del tahúr, una colección de ensayos literarios y políticos de orientación anarquista, y Ritmos rojos, libro de poemas que exaltaban la Revolución Rusa (“An Autobiographical Essay” 223). De este último libro se han conservado varios poemas, recogidos en Textos recobrados (1919-1929).
[5]  Beatriz Sarlo cree que en la expresión literaria del joven Borges conviven criollismo y cosmopolitismo. No encontramos esto en su poesía juvenil, que opone criollismo y cosmopolitismo. Sarlo identifica internacionalismo y cosmopolitismo, y en mi opinión se equivoca. Borges no ve conflicto entre internacionalismo y criollismo, pero si entre criollismo y cosmopolitismo. (Sarlo, Escritos sobre literatura argentina 149-159).
[6]  Daniel Balderston notó en Out of Context Historial Reference and the Representation of Reality in Borges la manera oblicua en que Borges hacía referencia al contexto histórico en sus cuentos (1-17). Observamos un acercamiento similar a la realidad de su medioambiente social en su poesía.
[7]  Dice en Luna de enfrente, en el poema dedicado a la muerte del General Quiroga: “El madrejón desnudo ya sin una sé de agua/ y la luna atorrando por el frío del alba/ y el campo muerto de hambre, pobre como una araña.” (15)


Publicado en Alberto Julián Pérez, Literatura, peronismo y liberación nacional. Buenos Aires: Corregidor, 2014.