Alberto Julián Pérez ©
En
1921 el joven Jorge Luis Borges regresó a Buenos Aires, luego de siete años de
residencia en Europa. Fueron aquellos años trascendentales en su formación y en
su experiencia literaria. Cursó su bachillerato en el Collège Calvin de Suiza,
donde recibió una educación excepcional. Formado en un hogar bilingüe, desde
niño habló y leyó en inglés y castellano. En el colegio de Ginebra la educación
se impartía en francés. El latín era una de las materias a la que daban más
importancia. Estudió por su cuenta el alemán. El colegio privilegiaba la
enseñanza de las humanidades y las literaturas (“An Autobiographical Essay”
214-5).
En 1919 terminó su escuela
secundaria y partió para España con su familia. Borges era entonces un joven políglota
de creciente erudición. En Sevilla y Madrid pudo participar activamente en la
formación y difusión del movimiento de vanguardia español. Comenzó a publicar
ensayos y poemas en las revistas ultraístas Grecia
y Ultra. Al regresar a Buenos Aires en
1921 fundó con otros escritores la revista mural Prisma y la revista Proa,
y colaboró en la revista de vanguardia Martín
Fierro (Woodall 86-118).
Su educación escolar concluyó en
1919, pero Borges había crecido en un hogar excepcional y su padre impulsó en
él, desde su niñez, el estudio independiente. Jorge Borges, aficionado a las
letras, simpatizaba, como su amigo Macedonio Fernández, con el ideario
anarquista, y trató de comunicar al niño buenos hábitos de trabajo intelectual
(Woodall 53-6). Jorge Luis se formó en estos ideales libertarios y asumió con
responsabilidad el deber de autoeducarse. Durante la década del veinte fue un
lector y estudioso incansable, como lo evidencia su producción ensayística. Sus
exigentes hábitos intelectuales hicieron de él un crítico excelente. Esta formación
fue la base sobre la que desarrolló su literatura.
Dada su independencia de criterio, no
tardó en cuestionar al movimiento de vanguardia al que había pertenecido en
España y ayudado a fundar en Argentina: el Ultraísmo. Sus primeros libros de
ensayo: Inquisiciones, 1925, El tamaño de mi esperanza, 1926, y El
idioma de los argentinos, 1928, testimonian este proceso de discusión intelectual
con su medio literario. Borges enunció las ideas básicas y formativas del
Ultraísmo primero, y luego demostró sus limitaciones (Inquisiciones 105-108).
En su poesía, asimismo, evolucionó
de su vanguardismo inicial a una poética “en las orillas”, como lo señaló Beatriz
Sarlo, y él lo expresó bellamente en su poema “Versos de catorce” (Sarlo, Borges, un escritor de las orillas 16).[1]
Esta nueva poética revisaba el lugar de lo popular y lo criollo en relación al
arte vanguardista. También interpretaba el criollismo desde una nueva
perspectiva.
Borges desplazó el espacio del
criollismo del campo a la ciudad. Los herederos de ese mundo criollo eran los
habitantes pobres de los suburbios y los barrios bajos (Olea Franco 133). Desechó
hablar del mundo de la clase media en formación, integrada por los inmigrantes
europeos que habían llegado recientemente al país. La poesía culta aún no había
tomado a los barrios como tema de su canto, pero sí la poesía popular. Borges
eligió como modelo la poesía popular del poeta anarquista Evaristo Carriego, discípulo
de Almafuerte y amigo de su padre. Carriego había muerto prematuramente en
1912. Borges llegó a conocerlo, y en 1930 publicó su libro Evaristo Carriego, donde estudió su poesía y la cultura popular de
su tiempo. Carriego fue el primero en llevar a los personajes criollos del
campo a la ciudad, creando una alianza poética entre la ciudad y el campo. Los
sujetos mitificados, héroes y antihéroes de sus poemas, eran el compadrito
electoral y el cuchillero, el carrero y el cuarteador.
Borges reconoció el valor del tango.
Prefería las composiciones de principios del siglo XX, antes que el género se
difundiera y comercializara. Alabó la milonga, en que se mezclaba, como en su
poesía, el mundo rural con el de las orillas de la ciudad (Evaristo Carriego 141).
Borges se convirtió en un poeta del
espacio porteño. Atraído por los temas metafísicos y buen lector de filosofía,
introdujo en sus primeros poemarios la cuestión de la identidad y el tiempo.
Describió escenas de los suburbios con originales imágenes visuales. La poesía
de Carriego, base de sus poemas ciudadanos, era una poesía popular que había
derivado su estética del Modernismo vigente en su época. Borges consideraba al
Modernismo una poética superada en el tiempo, que sobrevivía en la pluma de
poetas consagrados como Lugones, y de jóvenes como Martínez Estrada, con una temática
renovada. Borges llevó la poesía de los barrios a un plano expresivo vanguardista,
tomando la imagen y la metáfora como base de su poética. El resultado fue una
poesía altamente sugestiva, de tonos filosóficos y confesionales. Tenía un sentido
urbano localista y encontró una forma nueva de discutir la modernidad en su
patria. El sujeto de muchos de estos poemas es un vagabundo, el “flaneur”,
personaje de los poemas baudelerianos, que camina incansablemente por la
ciudad, transformándose en testigo de su evolución y sus cambios (Molloy 487-96).
La ciudad, a su vez, refleja su crisis personal. Borges nos muestra un sujeto
inestable, en crisis, en una ciudad cambiante, cuya identidad aún no está
totalmente definida.
La poesía del joven Borges pronto se
diferencia de la poesía de los otros poetas coetáneos del ultraísmo argentino y
español, como Oliverio Girondo y Gerardo Diego (Sarlo, Borges, un escritor de las orillas 51). Son poetas que se
identifican con la modernidad cosmopolita. Borges cuestiona el cosmopolitismo e
indaga en el sentir local y nacional, se pregunta por la historia patria. Busca
ampliar el horizonte de lectura. En sus ensayos discute tanto autores
contemporáneos como renacentistas, medievales y antiguos, religiosos y laicos. Hace
tabula rasa de las separaciones
literarias por época, país y tendencia estética, practicada por críticos e
historiadores.
Se muestra como un escritor
independiente e idiosincrásico. La poesía y el ensayo son sus géneros
preferidos en esta década. Durante la década del veinte Borges es un escritor
polémico, que cuestiona todo y entra en conflicto con escritores y tendencias
diversas a la suya. Mantiene una presencia literaria decisiva en el Buenos
Aires de esos años. En su libro Evaristo
Carriego, estudia la poesía popular de Carriego y el barrio del poeta, Palermo,
sus zonas pobres, sus personajes marginales y las inscripciones de los carros. Su
manera de integrar la indagación poética con el análisis de la cultura popular
del barrio es original y renovadora.
Idealiza lo popular y proyecta su
visión en la poesía culta, tomando distancia con la modernidad cosmopolita. El
afán mimético e imitativo de los porteños buscaba introducir Europa en América.
Borges buscaba lo americano y lo argentino. Fueron apareciendo en sus poemas
personajes históricos del siglo XIX, como Facundo y Rosas, y espacios urbanos que historiaban la ciudad: sus
cementerios, sus casas pobres, donde descubría una rica espiritualidad. El
sujeto poético deambulaba por las calles declarando su asombro ante ese mundo
subestimado. Era un joven sensible y culto enamorado de su destino, que elevaba
su canto metafísico desde su modesta patria sudamericana, con un gesto estoico
y patriótico a la vez.
Nacionalismo, y amor a lo popular y
a lo criollo, confluían en ese sentir.[2]
El poeta se identificaba con la política del caudillo radical populista Hipólito
Irigoyen, y apoyó su reelección a la presidencia en 1928 (Rodríguez Monegal
205-9). Su único interés era escribir y ganar una reputación en su país como
escritor. La idea de emigrar era totalmente opuesta a su carácter. Luego de su
segundo regreso de Europa a la Argentina en 1923, no volvió a viajar, excepto a
los países limítrofes, hasta pasados sus sesenta años cuando, ya escritor
mundialmente reconocido, recibió premios internacionales e invitaciones de
diferentes universidades y centros culturales del mundo.
En sus ensayos desplegó una variedad
temática que no era usual en un ensayista en Buenos Aires. Los modernistas, de
quienes él y sus compañeros de generación querían diferenciarse, habían sido
grandes lectores. El joven Darío publicó a los veintinueve años uno de los
libros más influyentes de crítica de su tiempo, Los raros, demostrando una capacidad de análisis notable. Grandes
estudiosos de las formas poéticas, los modernistas eran poetas intelectuales
(Pérez, Modernismo, vanguardias,
posmodernidad… 65-73). El vanguardismo evitó esta actitud circunspecta y se
lanzó a destruir la tradición poética del pasado y fundar bibliotecas con
entera libertad. Borges, sin embargo, valoró el espíritu crítico sobre todas
las cosas. En sus ensayos analiza textos y autores con sentido histórico y
rigor filológico. Discute palabras e ideas, y rebate cualquier argumento que no
le parezca cierto. Critica lo mismo a Quevedo que a Góngora, a Lugones que a
Darío. Tampoco se calla ante los excesos vanguardistas. Poco a poco se va
alejando y diferenciándose de los escritores coetáneos, se vuelve un caso
especial en sí mismo, toda una literatura.
Su gusto literario parecía exótico y
raro. En Inquisiciones escribió sobre
Torres Villarroel, Joyce, Browne y Ascasubi, temas de metafísica y cuestiones
de poética. Este joven de veinticinco años todo lo mezclaba y lo combinaba, con
gran criterio y solvencia intelectual. Sus fuentes eran variadas e
irreverentes. Discutía, por ejemplo, la poesía de tema rural de Silva Valdés, basando
sus comentarios en Schiller y Hugo, Almafuerte y Furt, Schopenhauer y
Estanislao del Campo (“Interpretación de Silva Valdés” 66-9). Era un lector
idiosincrático, al que llamé en un trabajo anterior “lector salvaje” (Pérez, Modernismo, vanguardias, posmodernidad…
262-4). Su apetito de lectura era inmenso, legitimaba con su actitud la
excentricidad del lector sudamericano, y apuntaba a un nuevo tipo de saber:
quien mira desde los márgenes (los márgenes de las culturas hegemónicas) puede
ver mejor las culturas canónicas y las culturas locales en desarrollo. Borges observaba
críticamente el saber heredado y lo trataba con una libertad nueva. Mostraba un
nuevo tipo de goce ante el hecho estético. Buscaba e identificaba en el mundo
de las letras problemas que discutía con solvencia y resolvía a su modo.
Desarrolla su propia hermenéutica
recurriendo a un criterio amplio y enciclopédico. Se muestra como un pensador
enérgico y original. En el ensayo “Menoscabo y grandeza de Quevedo” discute a
uno de los grandes clásicos de nuestra lengua. Nos da su opinión sobre varios
de sus libros. Los considera “cotidianos en el plan, pero sobresalientes en los
verbalismos de hechura” (Inquisiciones
43). Reconoce que en Quevedo prima el intelectualismo, pero que no por eso dejó
de ser un sensual. A pesar de su “gustación verbal” siempre mostró “una austera
desconfianza sobre la eficacia del idioma” (46). Para él, ésta es la esencia
del escritor español. A diferencia del gongorismo, que a Borges le parecía vano,
y lo juzgaba “una intentona de gramáticos…de trastornar la frase castellana en
desorden latino”, el conceptismo de Quevedo era psicológico y buscaba “…restituir a todas las ideas el…carácter que
las hizo asombrosas al presentarse por primera vez al espíritu” (48). Borges se
identifica con Quevedo, poeta intelectual que siente el gusto por las palabras
y busca presentar ideas tal como éstas asombraron al espíritu. Su análisis es,
en forma desplazada, una indagación sobre su propia literatura.
Su trabajo crítico es arriesgado. En
sus ensayos busca responder a las preguntas más acuciantes de la literatura de
su tiempo. Discute con habilidad la cuestión del criollismo. Dice en “Queja de
todo criollo” que las naciones muestran dos índoles, una “aparente” y otra “esencial”
(Inquisiciones 142). Lo auténtico
para él es lo esencial, que casi siempre contradice la apariencia. En los
españoles considera que lo esencial es “la vehemencia” de su carácter, y en el criollo argentino la burla, el
fatalismo, la austeridad verbal y la suspicacia (143). Borges busca estas
características esenciales en la historia nacional y en la literatura. Cree que
los dos caudillos máximos de la historia hasta ese momento, Rosas e Irigoyen,
encarnan el fatalismo. Reconoce que el pueblo los quiere y que practicaban una
“teatralidad” burlesca.
El criollismo se manifiesta también
en la lírica popular. Borges rastrea el cambio lingüístico del castellano
peninsular al habla argentina. La lírica popular es verbalmente austera y evita
las metáforas asombrosas. Toma distancia con el culto exagerado a la metáfora
que practicaban muchos poetas vanguardistas, y en el que él mismo creía unos
pocos años antes. Se inclina a favor de la austeridad verbal y del uso moderado
de la metáfora. Aprovecha para polemizar con los autores y críticos oficiales
más importantes del momento: Lugones y Rojas, representantes de un nacionalismo
militante en el que Borges no confía. Dice que Lugones asusta a sus oyentes con
su altilocuencia, y que el estilo de Rojas está hecho “de patriotería y de
insondable nada” (148).
Toda esta situación le parece
sintomática de lo que sucede en el mundo de las letras: persiguiendo el espíritu
de “argentinidad” y “progreso”, los escritores se han vuelto con hostilidad
contra el espíritu criollo. Creen que para progresar como nación hay que
desterrar al criollo, negarlo. Borges teme que ese deseo de progreso, y esa
búsqueda de una nación fuerte, pueda terminar en una política nacional expansionista
e imperialista. Dice: “…tal vez mañana a fuerza de matanzas nos entrometeremos
a civilizadores del continente” (149). Un progresismo exagerado lleva a negar
el pasado, y atacar lo que los progresistas ven como un obstáculo. Lamenta que
el criollo se transforme en víctima de ese proceso. El en su obra buscará darle
un nuevo lugar al mundo criollo, resemantizarlo y reinterpretarlo. Descubre un
espacio en los barrios pobres, donde el poeta puede reflexionar con
tranquilidad.
Presta atención a la cultura popular
que se está desarrollando en Buenos Aires. Toma elementos temáticos de la
canción popular, particularmente de la milonga y el tango, transfiriéndolos al
mundo de la poesía culta. Los letristas de milonga hablaban de los criollos
afincados en la ciudad: el cuarteador, el carrero, el compadrito electoral. Los
tangos buscaban en los barrios a sus héroes y antihéroes de crónica policial. Borges
prefiere los héroes duros a los sentimentales. Los presenta en su ambiente
modesto e inculto, y los trata con respeto. Busca en ellos un ideal estoico.
Introduce en sus poemas un sujeto
lírico observador, sensible, culto y reflexivo, que va al suburbio pobre en
busca de la esencia del ser argentino, y la encuentra en los valores criollos,
que proponen el goce desinteresado del propio ser.
Borges “descubrió” o redescubrió a Buenos
Aires a su regreso de Europa en 1921, luego de pasar muchos años afuera, como
nos confiesa en su ensayo autobiográfico (“An Autobiographical Essay” 224). Al llegar
se encontró con una ciudad en rápido proceso de modernización y cambio. El la
observaba con la mirada experimentada del que ha viajado y vivido en otras
ciudades. Escéptico frente al proceso transformador, buscaba en la urbe nueva
rastros del viejo mundo criollo.
En su ensayo “Buenos Aires” propone una
visión anti-sarmientina de la ciudad: Buenos Aires no era una isla de modernidad
rodeada de desierto, sino el resultado de la invasión del mundo de la pampa, que
definía la economía nacional, en la zona portuaria donde se asienta la ciudad (Inquisiciones 88). Su interpretación coincidía
con la de Alberdi, quien consideró que no había enfrentamiento entre la civilización
y la barbarie, sino entre los intereses económicos de la campaña y el
centralismo porteño (Pérez, Los dilemas
políticos…21). Buenos Aires no era una versión local de las modernas
capitales europeas o de las ciudades norteamericanas: era una ciudad con una
identidad propia. El determinismo histórico alimenta un sentimiento de
inferioridad y dependencia que Borges rechaza, porque puede llevar a la
imitación servil de la cultura europea.
Más que las zonas céntricas
modernizadas de la ciudad, valora los barrios pobres y zonas suburbanas, donde
se asienta la población criolla que llega del campo. Descubre un plano estético
que aún no había sido explotado por la poesía culta. Decide cantar a ese
suburbio, a sus casas más humildes y a su gente sencilla, a la hora del
crepúsculo y buscar en ese mundo desvalido su sentido metafísico, núcleo de una
filosofía que nos identifique.[3]
Borges nos explica sus ideas sobre el
pensamiento metafísico en el ensayo “La nadería de la personalidad”. Cree que
en el pensamiento contemporáneo se le da al yo una preeminencia exagerada (Inquisiciones 92). El quiere proponer
una estética “hostil al psicologismo” que heredaron del siglo anterior. Recurre
a sus numerosas lecturas filosóficas y literarias para apoyar su argumento:
cita a Agrippa, a Torres Villarroel, a Whitman, a Schopenhauer. Su conclusión,
de acuerdo con este último filósofo, es que el yo es una mera “urgencia lógica”
y es “un punto cuya inmovilidad es eficaz para determinar por contraste la
cargada fuga del tiempo” (104). No sólo el yo, sino también el tiempo y el espacio,
son cuestiones esenciales para la modernidad filosófica. La metafísica para
Borges es una problemática viva que lo apasiona, y no una curiosidad
intelectual. Lo demuestra en su ensayo “Sentirse en muerte”, en que describe cómo
durante una caminata por Buenos Aires llegó a una intuición fundamental: la de
que el tiempo “es una delusión” (El
idioma de los argentinos 132). Borges integra las cuestiones metafísicas a
su proyecto literario, en su poesía, en sus ensayos y, posteriormente, en su
cuentística.
Discute el problema del criollismo y
el regionalismo en literatura en el ensayo “El tamaño de mi esperanza”, que introduce
el libro del mismo nombre, y oficia de prólogo y de programa literario. Explica
que se dirige a aquellos que son criollos, y no a los europeístas. Afirma: “Mi
argumento es hoy la patria” (13). Resume hechos históricos fundamentales del
pasado. Critica a Sarmiento, a quien llama “norteamericanizado indio bravo” y
lo considera “gran odiador y desentendedor de lo criollo” (14). Sarmiento,
dice, “…nos europeizó con su fe de hombre recién venido a la cultura y que
espera milagros de ella” (14). Cree que el desarrollo de la poesía gauchesca
fue uno de los sucesos culturales más destacados durante el siglo XIX. Hacia el
fin de siglo, la aparición del tango y su manera de ver el mundo de los
suburbios y la ciudad de Buenos Aires creó un nuevo imaginario social. Para él,
el individuo más original que había dado la Argentina durante el siglo XIX era
Juan Manuel de Rosas, y el más destacado de los políticos argentinos de
principios del siglo XX era el caudillo político radical Hipólito Irigoyen.
No había emergido hasta ese momento un
“pensamiento” original que se aviniera a la grandeza de la realidad vital que
los rodeaba: no hay, dice, “ninguna idea que se parezca a mi Buenos Aires” (16).
Sin embargo Buenos Aires “…más que una ciudá, es un país y hay que encontrarle
la poesía y la música y la pintura y la religión y la metafísica que con su
grandeza se avienen” (17). Ese es su deseo y “el tamaño de su esperanza”. No
defiende el “progresismo”, que es “un someternos a ser casi norteamericanos o
casi europeos”, ni tampoco el “criollismo” en la acepción corriente de esa
palabra: quiere un criollismo de nuevo tipo, que define como “un criollismo que
sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte” (17). En su poesía
de esos años notamos la búsqueda de ese criollismo del que habla.
Su poesía pasó por varias etapas. Borges
comenzó su carrera literaria en España y su poesía primera, no recogida en
libros, era una poesía cosmopolita y revolucionaria, que se ceñía a la
propuesta vanguardista del Ultraísmo. Poemas como “Trinchera” y “Rusia”, que
iban a formar parte de un libro inspirado en la Revolución Rusa, Ritmos rojos, nos dejan ver en sus
imágenes la influencia que tuvieron en él las lecturas de su etapa europea,
particularmente el expresionismo alemán.[4]
Dice en “Rusia”: “La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje/
con gallardetes de hurras/ mediodías estallan en los ojos/ Bajo estandartes de
silencio pasan las muchedumbres/ y el sol crucificado en los ponientes/ se
pluraliza en la vocinglería/ de las torres del Kremlin” (Textos recobrados 71). Las imágenes de sus metáforas son plásticas
y concisas, y responden a las expectativas del ideario ultraísta (71). Otros
poemas, como “Catedral”, muestran la influencia del futurismo; dice el poeta,
asociando el edificio de la iglesia con un gran avión, símbolo de la vida
moderna: “La catedral es un avión de piedra/ que puja por romper las mil
amarras/ que lo encarcelan/ la catedral sonora como un aplauso/ o como un beso”
(109).
Al regresar al país revisa
sustancialmente su poética (Olea Franco 127). Empieza a dudar de la efectividad
de las imágenes vanguardistas, y desconfía de la imitación acrítica de los
grandes movimientos poéticos europeos. Encuentra en Buenos Aires nuevos amigos
escritores, mayores que él, escépticos y bien formados. Macedonio Fernández y
Ricardo Güiraldes influyen en el cambio de su gusto poético. Borges se
transforma en ávido observador y testigo de la ciudad, y relee los clásicos de la
literatura argentina. Estudia la poesía gauchesca y la poesía de Carriego, y escucha
la música popular, en particular la milonga y el tango (“An Autobiographical
Essay” 227-37). Descubre pronto su propio programa literario, que sintetiza en
“El tamaño de mi esperanza”.
En sus ensayos de poesía, además de
abordar la obra individual de diferentes poetas, como Quevedo, Ascasubi, Silva
Valdés, González Lanuza, Unamuno, Herrera y Reissig, Góngora, Almafuerte, Carriego,
entre otros, analiza cuestiones de poética, el lenguaje y la rima, y las
figuras, particularmente la metáfora. En “Palabrería para versos” Borges polemiza
con la postura que la Real Academia Española asume sobre la lengua. Acusa a la
Academia de ser ortodoxa y poco objetiva: su idea sobre la superioridad léxica
del castellano se basa en prejuicios. Borges
propone su propia teoría: la lengua es algo vivo que cada escritor hereda y puede
enriquecer con sus propias percepciones y experiencias (El tamaño de mi esperanza 52).
Critica la concepción aceptada por
los vanguardistas de que la creatividad del poeta debía medirse por la
originalidad de sus metáforas. Consideraba un error creer que la metáfora fundaba
el hecho poético, argumentando que en la poesía popular se encontraban muy
pocas metáforas. Demuestra que la metáfora es una figura propia de un momento
tardío de un ciclo poético, luego que se ha establecido una nueva poesía. Los
poetas “explotan” la nueva lírica y compiten entre ellos, creando figuras
poéticas novedosas. Mediante la metáfora los poetas muestran su “habilidad
retórica” para conseguir énfasis (54). Muchos poetas y críticos valoran
excesivamente la originalidad de la imagen en la metáfora. El considera esa
originalidad algo secundario: lo fundamental es ver cómo y dónde se debe ubicar
esa metáfora en el discurso poético (55).
Cree que se sobrevalora el valor
poético del adjetivo. En “La adjetivación” recomienda al escritor buscar en el
verso la eficacia, y no usar el adjetivo como un adorno (63). El poeta tiene
que trabajar con cuidado el aspecto sonoro del lenguaje. El sonido fácil produce
efectos desagradables. Los modernistas abusaron de la rima, cultivando en sus
versos sonoridades ridículas y exageradas. En “Profesión de fe literaria” nos
dice que la rima crea en el verso un ambiente artificial y falso, y no es un
elemento necesario en la poesía, a diferencia del ritmo, que es algo natural en
el lenguaje (147). Borges cree que cada poeta debe ajustar el repertorio
poético de su lengua a sus propias necesidades estéticas, y buscar su propia
poética (149). Para esto hace falta distanciarse de las poéticas de moda, y
asumir frente a la literatura una actitud crítica. La base para llegar a crear
una gran literatura, para él, es la lectura. El saber literario y crítico es
indispensable para ser un gran escritor de literatura culta. En sus ensayos el
joven Borges demuestra que es un lector extraordinario.
Borges aplica este programa
literario en la creación de su obra poética. En su primer libro, Fervor de Buenos Aires, 1923, sus poemas
son distintos a los que había escrito bajo la influencia del Ultraísmo en
España. En Inquisiciones incluye un
artículo sobre González Lanuza, donde caracteriza las diferencias entre el
ultraísmo español y el argentino. El ultraísmo español celebraba las imágenes
ultramodernas (sus emblemas eran el avión, las antenas y la hélice), el ultraísmo
de Buenos Aires no. Dice Borges: “El ultraísmo en Buenos Aires fue el anhelo de
recabar un arte absoluto que no dependiese del prestigio infiel de las voces y
que durase en la perennidad del idioma como una certidumbre de hermosura”
(105-6). Buscaba un arte que fuese “intemporal”, idealista y trascendente, no
se conformaba con celebrar el momento.
Borges somete las imágenes a un
procedimiento de estilización y “sublimación” espiritual. Idealiza el suburbio
y las zonas pobres de la ciudad, “pintando” sus paisajes en horas especiales,
sobre todo en el crepúsculo, cuando la luz condiciona la percepción y el estado
de ánimo del que observa. Su aproximación al hecho poético es bastante ecléctica,
combinando recursos vanguardistas, como el uso del verso libre, y simbolistas,
como los juegos con la intensidad de la luz. Dice que el poeta alemán postromántico
Heinrich Heine influyó en su libro (“A quien leyere”, sin página). Su visión
del paisaje es intencionalmente subjetiva, y expresa la sensibilidad y la
problemática espiritual del que observa. Presenta un sujeto poético particular
e idiosincrásico: un joven porteño que camina por los modestos barrios
suburbanos de la ciudad. Borges proyecta en su literatura experiencias
autobiográficas, creado un juego especular en que el mundo refleja al artista y
el artista al mundo.
Combina en su discurso poético la
observación realista con la ensoñación. Sus figuras poéticas preferidas son la imagen
visual y la metáfora, en las que da prioridad a las sensaciones. Busca imágenes
sugerentes que destaquen sutilmente los elementos espaciales y temporales. Se
distancia de la posición vanguardista extrema que había defendido durante su
etapa europea. Su concepción de la poesía se vuelve más personal y asocia
elementos vanguardistas y simbolistas. Hace su propia síntesis formal. Está
buscando crear una literatura propia, “borgeana”. Innova también en la
temática: habla del suburbio de la ciudad y no del centro. Busca un camino
intermedio entre la poesía culta y la poesía popular. Lee con atención la
poesía de Carriego y las letras de tangos y milongas. Su verso es inteligible,
figurativo, separándose de la vanguardia más radical, que empleaba en su poesía
el verso oscuro, no figurativo, la metáfora cerrada, expresión directa de la
psiquis en un estado extremo.
Su poesía es estilizada y trabaja el
efecto visual. En ese momento prefiere lo popular a lo cosmopolita, lo criollo
a lo europeo.[5] Quiere ser
reconocido como el poeta de los barrios suburbanos de Buenos Aires. Muestra su
amor a la ciudad redescubierta hace poco tiempo. Sus sentimientos nacionalistas
estaban en consonancia con el momento político social que estaba viviendo la Argentina,
en que triunfaba el populismo del presidente Radical Irigoyen, con quien el
poeta simpatizaba.[6] Procura
un acercamiento coloquial a la lengua urbana, pero no quiere ser un poeta
costumbrista. Escribe con lenguaje culto. No utiliza el lunfardo ni el
arrabalero, a los que consideraba limitados y artificiosos (El tamaño de mi esperanza, “Invectiva
contra el arrabalero” 134-41). Imita en ocasiones el tono oral rioplatense, que
silencia y omite algunos sonidos finales. De esa manera el lector puede
percibir las inflexiones del habla popular en su poesía.[7]
En el poema que abre Fervor de Buenos Aires, “Las calles”,
escrito en verso libre, el poeta expresa en tono confesional lo que siente
hacia las calles de Buenos Aires, que, nos dice, “ya son la entraña de mi alma”
(sin página). La ciudad, personificada, tiene un “alma”. El no quiere cantar a las
“calles enérgicas/ molestadas de prisas y ajetreos” del centro de la ciudad,
sino a “la dulce calle de arrabal/ enternecida de árboles y ocasos”, y a las
calles que se adentran en el descampado, en la pampa, donde el suburbio se
confunde con el campo. Se considera un “codicioso de almas”: busca las almas
del suburbio donde. al amparo de las casas, “hermánanse tantas vidas”, y es su
“esperanza” el testimoniarlas.
En los poemas siguientes el poeta nos
habla de la ciudad por la que él vagabundea y con la que mantiene una relación
íntima. Describe los crepúsculos y amaneceres que contempla en sus caminatas, y
explica las resonancias espirituales que tienen en él. Describe las casas, sus
patios; un comercio emblemático del barrio: la carnicería; los cementerios de
la ciudad; las plazas de sus barrios populares. Nos habla del truco, juego
idiosincrásico de los argentinos; de sus antepasados, y de figuras simbólicas
de la historia nacional, como el caudillo Juan Manuel de Rosas. En sus
descripciones, Borges pone más peso en los sentimientos y en el mundo subjetivo
del sujeto poético que en los detalles del paisaje urbano, distanciándose del
costumbrismo. Ese hablante es un “pequeño filósofo” que se desplaza por la
ciudad para reflexionar y para sentir sus calles. Busca intimar con la ciudad,
que despierta en él intuiciones metafísicas.
En “Calle desconocida” el poeta
vagabundea por el suburbio al atardecer. El poema describe una aventura
espiritual. El poeta se encuentra con una “calle ignorada”. El paisaje se le
adentra “en el corazón anhelante/ con limpidez de lágrima”. La calle le parece
“lejanamente cercana”. Observa en el lugar cierta extrañeza, y piensa: “es toda
casa un candelabro/ donde arden con aislada llama las vidas,/ que todo
inmediato paso nuestro/ camina sobre Gólgotas ajenos”. En cada casa, el poeta
percibe la soledad trágica del destino individual.
Los poemas tratan de demostrar que
en la ciudad se puede sentir el tiempo de diversas maneras. El tiempo criollo
es lento y se demora. En “La plaza San Martín”, dice, el “sentir se aquieta/
bajo la rumorosa absolución de los árboles” y, en el “El truco”, los naipes
crean su propia mitología criolla, y los jugadores refrenan sus palabras con “gauchesca
lentitud”. El juego hermana el pasado con el presente. En “Un patio” el hombre
se familiariza con el paisaje del suburbio, al que siente como algo suyo; vive
en la “amistad” del zaguán y del aljibe; el cielo “se derrama” en el patio por
el que “Dios mira las almas”. En ese vivir detenido hay una armonía primordial.
En varios de los poemas de este
libro Borges habla del amor. En “El jardín botánico” compara el abrazo de las
ramas de los árboles con el de los enamorados que se buscan. Su confesión es
pudorosa. Siente que el amor pleno es imposible. El deseo de unirse, dice, es
un “burdo secreto a voces/ que con triste congoja nos arrastra/ y nos socava el
pecho/ con la grave eficacia de una pena”. En el jardín los amantes se buscan
con su “carne desgarrada e impar”. Otro de los poemas, “Sábados”, habla del
amor compartido, y está dedicado a su novia, Concepción Guerrero (Woodall 110).
En ese poema confiesa “miradas felices” y siente la hermosura de la mujer “en
claro esparcimiento” sobre su alma. El momento del encuentro es el atardecer y
el poeta declara que le trae el “corazón final para la fiesta”. Alaba su
hermosura como un “milagro”. Los amantes no saben como unirse y fundirse en un
solo, son “soledades” que “en la sala severa/ se buscan como ciegos”. Finalmente,
el poeta confiesa que en ese amor “no hay algazara/ hay una pena parecida al
alma”.
En otros poemas, Borges describe el “asombro”
metafísico. En “Caminata”, el poeta visita el suburbio durante la noche, y
percibe que hay allí un “tiempo caudaloso/ donde todo soñar halla cabida”. Se
confiesa “el único espectador” de esa calle. Dice que el sujeto es la única
certidumbre en la experiencia y que “si dejara de verla se moriría”. En otro de
los poemas, “Amanecer”, nos habla sobre la filosofía que lo llevó a creer en
esa idea; dice: “...realicé la tremenda conjetura/ de Schopenhauer y de
Berkeley/ que arbitra ser la vida/ un ejercicio pertinaz de la mente,/ un
populoso sueño colectivo…”. En el amanecer el caminante teme que esa ciudad sea
solo un sueño de las almas que la habitan, y que desaparezca cuando todos
despierten y dejen de soñarla. Se siente feliz cuando comprueba que eso no ha
ocurrido, y “otra vez el mundo se ha salvado”.
En Luna de enfrente, su libro de 1925, incluye poemas escritos durante
su segundo viaje a Europa en 1923, como “Singladura” y “La promisión en alta
mar”. En “La promisión en alta mar” describe la nostalgia que siente durante el
viaje de regreso a la patria. Las estrellas del mar son las mismas que las de
Buenos Aires, y le parecen una promesa del reencuentro con su tierra. Son,
dice, “inmortales y vehementes” (22). Al llegar a la ciudad escribe el poema “La
vuelta a Buenos Aires”. Testimonia con expresivas metáforas lo que siente al
ver sus queridos arrabales porteños. Dice que “la ciudad se dispersa en arrabal
como bandera gironada” y sus ojos “padecen las estrellas como en la cercanía de
amorosa mano hay caricias” (24). Esa es la Buenos Aires de su “contemplación” y
su “vagancia”.
Incluye en este poemario algunas composiciones
con estrofas de metros regulares, de tema histórico o personal, tratado con
sentido coloquial y casi costumbrista, como “El general Quiroga va en coche al
muere” y “En Villa Alvear”. Estos poemas mantienen una relación irónica y lúdica
con el lector, y exhiben su sarcasmo, al considerar un tema serio con
desparpajo. En el poema sobre el asesinato del general Quiroga, Borges crea un
ambiente funerario y fantasmal, lleno de socarronería criolla; dice que Quiroga
iba a la muerte en coche, y entraba “al infierno/ llevando seis o siete
degollados de escolta” (15). Es un poema narrativo en que los personajes reaccionan
de distinta manera ante el peligro: los acompañantes tienen miedo a morir, pero
no Quiroga, que se siente inmortal, y no puede creer que alguien sea capaz de
matarlo. En el final el coche fantasmal entra en el “infierno negro” que Dios
le había destinado a Quiroga. Con la arrogancia temeraria del soldado, el
General comanda las almas en pena de los que murieron con él.
En el poema “En Villa Alvear”, el
poeta que vagabundea siente la ternura de la gente del barrio, que se parece a
la de los tangos antiguos. Dice: “Mis pasos haraganes comprenden bien la
calle./ Yo fui de este suburbio criollero del oeste:/ sé que en los corazones
hay la ternura grave/ de los tangos antiguos y las tapias celestes” (40). En el
poema que cierra el libro, “Versos de catorce”, resume su trayectoria y nos
explica su proyecto poético: él le canta a Buenos Aires, y recupera de ella los
arrabales, las “orillas”. Allí, después de volver de un largo viaje, aprendió
lo que era querer y se hizo poeta. Allí oyó hablar de Rosas y de Carriego. Con
sus poemas, confiesa, le va devolviendo “a Dios unos centavos/ del dineral de
vida” que le puso en las manos (42).
En el último poemario de esta
década, Cuaderno San Martín, 1929, sus
poemas son más narrativos y dramáticos que líricos. En casi todos ellos el
poeta tiene una historia que contar. En “La fundación mitológica de Buenos
Aires” describe con excelente humor, en una especie de cuento para niños, como
fue fundada la ciudad de Buenos Aires. Imita a un narrador oral que se dirige a
un auditorio local criollo. Hace bromas a sus oyentes. Nos dice que el río
antes “era azulejo…como oriundo del cielo”, y que había, como en los mapas, una
estrellita roja que marcaba el lugar “en que ayunó Juan Díaz y los indios
comieron”, refiriéndose con sorna al trágico fin de esa expedición, en que los
españoles terminaron siendo víctimas de indios caníbales (9). La historia
cambia del pasado a ese presente en que aparece mitificado su barrio: Palermo.
En una animada escena, Borges ubica a sus personajes populares típicos: el
compadre, el gringo del organito, el músico que toca tangos. El poeta concluye diciendo
que la ciudad, a la que tanto ama, le parece eterna, sin comienzo; dice: “A mí
se me hace cuento que empezó Buenos Aires:/ la juzgo tan eterna como el agua y
el aire” (11).
En otros poemas describe las casas de
Palermo y de cómo era el barrio de su niñez. En “Elegía de los portones” exalta
el barrio de principios de siglo. El arroyo Maldonado lo cruzaba; era un barrio
bravo, con malevos. Le dice: “Palermo desganado, vos tenías/ un alegrón de
tangos para hacerte valiente/ y una baraja criolla para tapar la vida/ y unas
albas eternas para saber la muerte” (17). El barrio era el mundo de las
guitarras y las tapias rosadas de los almacenes, y de los “carros de costado
sentencioso”. El poema rezuma ensoñación y ternura, un dejarse estar que para Borges
expresa al mundo criollo suburbano.
En este libro Borges incluye un
poema dedicado a su abuelo materno Isidoro Acevedo, a quien no conoció, y
reflexiona sobre la muerte. Cuando de niño le dijeron que estaba muerto dice
que lo buscó “por muchos días por los cuartos sin luz” (25). Imagina que su
abuelo, en su última noche, soñó con dos ejércitos que se enfrentaban, y que se
metió en su sueño y las sombras se lo llevaron. Así pudo morir en una patriada
imaginaria. En otro poema, el poeta va a un velorio en “una casa abierta en el
Sur” durante la noche. Cree que los que allí se reúnen alrededor del muerto
poco saben de la muerte, y lo único que hacen es “incomunicar o guardar su
primera noche en la muerte” (29).
Dedica dos poemas a los cementerios
de Buenos Aires: la Recoleta y la Chacarita, el cementerio de la clase patricia
uno, y el cementerio del pueblo pobre y la clase media el otro. Estos
cementerios testimonian la historia de la ciudad. Imagina cómo comenzó el
cementerio de la Chacarita, en el oeste de la ciudad, durante una epidemia de
fiebre amarilla en el siglo XIX. Allí mora un “conventillo de almas”, una
“montonera clandestina de huesos”, mientras el suburbio que lo rodea “apura su
caliente vida”, al compás de los bandoneones y de las cornetas de carnaval. El
poeta está convencido de que la muerte en ese cementerio es “acto de vida” y
que “la persuasión de una sola rosa es más que tus mármoles” (38).
En el último poema del libro, “El paseo
de Julio”, Borges evoca la vida en la zona “roja” de la ciudad. El mundo de la
prostitución es una pesadilla, un espejo deformado del otro mundo de la ciudad,
y tiene una “fauna de monstruos”. Es, a diferencia de su barrio: Palermo, donde
“los duros carros/ rezarán con varas en alto a su imposible dios de hierro y de
polvo”, un mundo sin dioses ni redención posible (51).
En estos libros de poemas Borges se
establece como una voz renovadora de la poesía argentina: ha revisado
críticamente las ideas poéticas de la vanguardia y encontrado una forma nueva
para su verso; ha dado identidad en la literatura culta al mundo popular de los
barrios pobres; ha introducido el tema metafísico en la poesía argentina
moderna.
La última obra que cierra esta serie
juvenil es su libro de ensayo Evaristo
Carriego, 1930. Luego de ganar un premio municipal de poesía, Borges
decidió escribir una biografía sobre un poeta. Su madre le sugirió a Lugones o
Almafuerte, pero él prefirió a Carriego (Rodríguez Monegal 202).
En su libro sobre Carriego estudia
la mitología urbana del barrio de su infancia: Palermo, e introduce sus ideas
sobre la vida social argentina. El criollaje rural que hizo a la nación se había
desplazado de su espacio original y se había afincado en los barrios de las
orillas de la ciudad. Era un mundo de pobres, pero estaba lleno de vitalidad.
El criollo defendía sus propios valores.
El impacto de la inmigración
italiana estaba cambiando a Buenos Aires; modificaba la entonación del habla
porteña y también su sensibilidad. El criollo iba quedando relegado ante el
impacto inmigratorio y las exigencias del progreso. Borges se identifica con ese
criollo y su espíritu sufrido. Lo caracteriza como valiente y desinteresado. Es
distinto a los inmigrantes europeos, más ambiciosos y adquisitivos. Borges no simpatiza
con el proletariado inmigrante en ascenso, que pronto conformaría una bien
establecida clase media. Le disgusta el sentimentalismo de las nuevas
expresiones artísticas populares. Considera que el tango-canción es un género
musical comercial, y prefiere los tangos viejos y las milongas (Inquisiciones 104-7). En la ciudad el
criollo quedó fuera de su elemento rural original, y vive en un ambiente
degradado. El compadrito urbano exhibía gratuitamente su coraje individual. El populismo
irigoyenista había elevado al hombre común, y el criollaje de las orillas buscaba
un espacio digno en la nueva sociedad.
En la primera parte del libro Borges
cuenta la historia de Palermo. Imagina cómo evolucionó el barrio desde el
momento de la fundación de la ciudad de Buenos Aires. Se detiene
particularmente en el siglo XIX y en la figura de Rosas, que había tomado a Palermo
por residencia. Se pregunta cómo estaban trazadas las calles en 1889, año en
que nace el poeta Carriego. Habían ido apareciendo callecitas y almacenes, y el
suburbio se estaba haciendo fama de bravo y cuchillero. Borges advierte que en
esos momentos, 1930, el barrio iba perdiendo su aspecto criollo de antaño. Este
primer capítulo del libro es una historia de la formación de la cultura popular
en el barrio. Borges considera a esa cultura popular tan importante como la
cultura cosmopolita del centro de la ciudad. Siendo él un poeta culto, está
legitimando, al historiarla, a la cultura criolla y popular.
En el segundo capítulo cuenta la
vida del poeta, muerto de tuberculosis en 1912. Carriego era amigo de su padre,
compartía con éste simpatías anarquistas. Publicaba en el diario anarquista La Protesta, de su amigo Alberto
Ghiraldo. Admiraba a Almafuerte. Borges trata de explicar cómo nació en
Carriego el deseo de transformarse en un poeta de su barrio y de la gente
pobre. Carriego pensaba que tenía una deuda con su barrio (35). Sus lecturas
preferidas eran el Quijote, el Martín Fierro, las novelas de Eduardo
Gutiérrez y los poemas de Almafuerte. Tenía amistades entre los escritores,
pero también entre los guapos del barrio. Era amigo de Nicanor Paredes, caudillo
de Palermo, al que también conoció Borges (40-1). Primero componía sus poemas
de manera oral y recién después los escribía. Los leía a sus amigos en voz alta
para ver como reaccionaban y les pedía que le dieran su opinión.
En los próximos dos capítulos comenta
y explica los dos libros que escribió Carriego: Misas herejes, y el póstumo La
canción del barrio. Sobre el primero, al que los críticos censuraron por
melodramático y grandilocuente, Borges argumenta que expresaba bien la
sensibilidad del criollo, que gustaba de las exageraciones y el colorido. Así
versificaba el arrabal y Carriego era un poeta auténtico. En La canción del barrio, su libro más
destacado, Carriego crea una imagen tierna y risueña del barrio y sus
habitantes. Muestra el sentimentalismo, el humor de la gente de trabajo, la
pobreza decente en la que viven, y el desparpajo de los guapos. ¿Qué es lo que
rescata y valora más Borges de este poeta popular? Dice que en la historia de
la poesía argentina le cabía el honor de ser “el primer espectador de nuestros
barrios pobres”, y “el descubridor, el inventor” de un modo poético original basado
en esta temática (90).Termina el libro con un estudio del truco como juego
criollo, y un análisis de las inscripciones de los carros, que eran sentencias
originales que expresaban el sentir y el modo de ser del criollo.
Este libro resume la posición de
Borges ante el criollismo y la cultura popular. Para Borges esa cultura del
pueblo merecía estar al mismo nivel que la cultura letrada elevada. La crítica
debía reconocerla por su originalidad y su valor: el antagonismo entre cultura
letrada y cultura popular era artificial, ya que ambas se alimentaban
mutuamente. Era tan digno estudiar la poesía de Evaristo Carriego, como la de
Enrique Banchs. Podemos pensar que Borges ya había asimilado la lección que
estaba enseñando: en sus libros de poemas dio a la poesía culta el espíritu
popular del mundo del barrio pobre. Su personaje: el poeta que vagabundea por
los barrios del suburbio al atardecer para reflexionar con parsimonia criolla,
está legitimando ese mundo de gente pobre, en el que él encuentra valores, belleza
y motivos de asombro filosófico. En ese barrio, Palermo, en “una calle de barro
elemental”, cerca del sucio arroyo Maldonado, tuvo una gran intuición
metafísica y percibió la inmortalidad, como nos cuenta en “Sentirse en muerte” (El idioma de los argentinos 131).
La década siguiente traería
numerosos cambios en la literatura de Borges. La caída del irigoyenismo tuvo un
efecto traumático en la historia argentina. Los militares irrumpieron en la
política nacional, y muchos de los nacionalistas más radicales, como Lugones y
Gálvez, apoyaron la nueva época con optimismo patriótico. La radicalización nacionalista
desagradó a Borges. Se opuso al naciente fascismo europeo y al nacionalismo
argentino (Woodall 176). Su amistad con la gente del grupo que va a fundar Sur en 1931 fortaleció esta posición.
Victoria Ocampo mantuvo una actitud abierta y cosmopolita, si bien elitista y
exclusiva, ante la cultura. Borges continuó escribiendo activamente ensayos y
reseñas, pero dejó de publicar poesía durante muchos años.
Comenzó a a escribir biografías y
relatos, que fueron transformándose, hacia fines de la década del treinta, en
un nuevo género: el “cuento” borgeano, con el que fue reconocido como gran
escritor y transcendió las fronteras de su patria. Identificado con el grupo de
escritores liberales y elitistas nucleados alrededor de Sur, Borges se fue distanciando más de las ideas de su juventud,
cuando simpatizaba con el irigoyenismo e idealizaba el mundo popular de los
pobres en el barrio. Durante la década del cuarenta observó con alarma la
irrupción del fenómeno peronista en la esfera política y no simpatizó con sus
reclamos sociales y laborales. La movilización política de los trabajadores alrededor
de consignas progresistas creó un abismo entre los obreros y la clase media. Los
escritores de la pequeña y de la gran burguesía reaccionaron con miedo y
escepticismo, y vieron en el Peronismo un movimiento incompatible con sus
intereses y sus aspiraciones sociales.
Bibliografía citada
Balderston,
Daniel. Out of Context. Historial
Reference and the Representation of Reality
in
Borges. Durham: Duke University Press, 1993.
Borges,
Jorge Luis. “An Autobiographical Essay”.
The Aleph and Other Stories 1933-
1969.
New York: Dutton, 1970. N. T. di Giovanni, Ed. 203-260.
---. Inquisiciones. Madrid: Alianza
Editorial, 1998.
---. El tamaño de mi esperanza. Madrid: Alianza Editorial, 1998.
---. El idioma de los argentinos. Madrid: Alianza Editorial, 1998.
---. Evaristo Carriego. Madrid: Alianza Editorial, 1998.
---. Textos recobrados (1919-1929). Buenos Aires: Emecé, 1997.
---. Obras completas I (1923-1949). Buenos Aires: Emecé, 2009. Edición
crítica.
Anotada
por Rolando Costa Picazo e Irma Zangara.
---. Fervor de Buenos Aires. Facsímil, 1923. Buenos Aires: Alberto
Casares, 1993.
---. Luna de enfrente. Buenos Aires: Editorial Proa, 1925.
---. Cuaderno San Martín. Buenos Aires: Editorial Proa, 1929.
Molloy, Sylvia. “Flaneries
textuales: Borges, Benjamin y Baudelaire”. Lía Schwartz e
Isaías
Lerner, Eds. Homenaje a Ana María
Barrenechea. Madrid:
Editorial
Castalia, 1984. 487-96.
Olea Franco, Rafael. El otro Borges. El primer Borges. Buenos
Aires: Fondo de Cultura
Económica,
1993.
Pérez, Alberto Julián. Modernismo, vanguardias, posmodernidad.
Buenos Aires:
Corregidor,
1995.
---. Los dilemas políticos de la cultura letrada. Argentina Siglo XIX. Buenos Aires:
Corregidor,
2002.
Rodríguez Monegal, Emir. Borges Una biografía literaria. México:
Fondo de Cultura
Económica,
1987. Traducción de Homero Alsina Thevenet.
Sarlo, Beatriz. Escritos sobre literatura argentina. Buenos Aires: Siglo XXI, 2007.
Edición
de Sylvia Saítta.
---. Borges, un escritor de las orillas. Buenos Aires: Emecé
Editores/Seix Barral, 2007.
Woodall, James. La vida de Jorge Luis Borges. El hombre en el espejo del libro.
Barcelona:
Editorial Gedisa, 1999. Traducción de Alberto Bixio.
[1] Dice Borges: “Yo presentí la entraña de la voz
las orillas/ palabra que en la tierra
pone lo audaz del agua/ y que da a las afueras su aventura infinita/ y a los
vagos campitos un sentido de playa.” (Luna
de enfrente 42).
[2] Las investigaciones de Olea Franco, publicadas en 1993, me resultaron
fundamentales para entender el acercamiento de Borges al nacionalismo y al
criollismo (El otro Borges. El primer
Borges 77-116).
[3] Vuelve a expresar esta idea
en “La pampa y el suburbio son dioses”, en El
tamaño de mi esperanza 25-31.
[4] Dice en su autobiografía que había escrito en España dos libros, que
destruyó: Los naipes del tahúr, una
colección de ensayos literarios y políticos de orientación anarquista, y Ritmos rojos, libro de poemas que
exaltaban la Revolución Rusa (“An Autobiographical Essay” 223). De este último
libro se han conservado varios poemas, recogidos en Textos recobrados (1919-1929).
[5]
Beatriz Sarlo cree que en la expresión literaria del joven Borges
conviven criollismo y cosmopolitismo. No encontramos esto en su poesía juvenil,
que opone criollismo y cosmopolitismo. Sarlo identifica internacionalismo y
cosmopolitismo, y en mi opinión se equivoca. Borges no ve conflicto entre
internacionalismo y criollismo, pero si entre criollismo y cosmopolitismo.
(Sarlo, Escritos sobre literatura argentina
149-159).
[6]
Daniel Balderston notó en Out of
Context Historial Reference and the Representation of Reality in Borges la
manera oblicua en que Borges hacía referencia al contexto histórico en sus
cuentos (1-17). Observamos un acercamiento similar a la realidad de su
medioambiente social en su poesía.
[7]
Dice en Luna de enfrente, en
el poema dedicado a la muerte del General Quiroga: “El madrejón desnudo ya sin
una sé de agua/ y la luna atorrando por el frío del alba/ y el campo muerto de
hambre, pobre como una araña.” (15)
Publicado en Alberto Julián Pérez, Literatura, peronismo y liberación nacional. Buenos Aires: Corregidor, 2014.
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