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martes, 20 de diciembre de 2016

Los malditos

                               
                                         Alberto Julián Pérez ©


                        I

Inmerso vivo en la rica y seductora
barroca decadencia que me abraza;
prisionero del tiempo, como todos,
gozo lo que puedo aquello que me toca.
Beneficiarios somos y deudores
de esta lluvia generosa de estrellas.

De mi rotunda tierra soy fruto.
Cómo no agradecer a esta, mi agónica
y bella patria amada, si mi musa dorada
es hija de su don exquisito.
Porque mi tierra es poeta.

Uds. y yo compartimos la misma
cultura enferma. Nos tienta,
con sus promesas, la infernal esperanza.
Saquen, si pueden, amigos,
sus conclusiones. Las cosas
van tan bien que no dormimos.

Escuchen mi canto carnal e interesado,
anticanto también, mestizado de voces diversas,
chico de la calle que se refugia donde puede:
del pueblo soy, y de pan vive el hombre.
De este lado luchamos los caídos.
Aunque mucho no pido, el placer hace falta.

Me aguarda esta noche una pícara aventura
(así reverenciamos el amor los plebeyos).
Voy a deslizarme en lecho de espuma
con la mujer que más deseo,
bien armado y positivo mi cuerpo.
Le pediré ayuda a mi alma pervertida:
mi arte poética necesita el desenfreno.

Nadaré lentamente por sus doradas curvas,
bebiendo sus dulces perfumes penetrantes;
cabalgaré ágil entre sus divinas piernas
buscando en su goce el centro de mí mismo;
recorreré, torre encendida, con pasión su cuerpo,
templo profano de amores prohibidos;
descenderé hasta su resguardado nido
que, acalorado y sediento, busca mis besos;
posesivo, acariciaré sus muslos impetuosos
con obsceno, voluptuoso, deleite;
reverenciaré sus esculpidas nalgas de vampiresa
y elevaré una oda sublime a su culo,
sol de nuestra bandera. Argentina vivirá
en su torneado y bello cuerpo. El sexo
caliente de mi diosa, será ejemplo señero
de la perfección sensual de nuestra criolla gente.

Más tarde, yo, poeta, descansaré mi celeste cabeza
alucinada sobre sus suaves y blancos pechos
de Hetaíra. Abrazado, satisfecho, a su ser fatigado,
le pagaré ricamente por tanto placer recibido.
Y le brindaré, agradecido, para que se contemple
y me recuerde, un delicioso bouquet
de rimas decadentes.

No soy ni seré nunca su posesivo dueño.
Satélite del orbe femenino me consagro,
prendado de su luz y negro agujero.
Descubro, extasiado, tantos versos hermosos,
en los pliegues irreverentes
de sus tatuados cuerpos. Consentido por ellas
no dejo de beber sus flujos estelares.

                                    II

Luchar debemos por nuestro arte amado.
No habitamos, lo sabemos, en una edad sincera.
Heredamos sueños desterrados
de antiguos otoños delirantes.
Vivimos y caemos, heroicos, por nuestras pasiones.

Mi verso lírico-antilírico, vulgar y refinado,
procura ser un diálogo ágil y ferviente
que avanza sin cesar, se abre, generoso,
y abraza y bendice a la materia impura. 
Busca vencer a la sombra amenazante
de la ahuecada voz idealizada, que, maliciosa,
espera, y en espejo se mira, de sí misma
enamorada, y confunde su eco con el mundo.

No quiero ser engolado cantor
de lírica opereta, genio fingido
de arias melodiosas, vanidoso altavoz
de pretendida grandeza. 
Prefiero verme en el otro, deformado,
(ese otro será un querido compañero),
y sentir que un poeta soy, grotesco,
atado a los imprevistos de la suerte,
laborioso artesano.

Cercados estamos de falsas apariencias.
Todo lo que tengo en la vida lo he ganado.
Con paciencia modelo mis ilustrados deseos
que, fuertes, se levantan, esculturas de tiempo,
y son la sonada fuente de mi barroco canto.

Orgulloso estoy de mis cultos trabajos.
Vean esta mi incisiva pluma, de falso oro,
cómo brilla. La he comprado en el mercado.
Democrática aguja de nuestra nueva época.
Dichoso siglo XXI, con cuánta ilusión
los malditos te esperábamos. Juntos
coseremos todos los costados.

En el reino de la literatura vivo,
pero no todas son flores. Bien lo sabemos.
Yo he aprendido a luchar contra el lirismo
porque el canto necesita su anticanto
para que la poesía viva en armonía
(esto lo he tomado de Darío,
que todo lo que adoró, destruyó luego,
fundando nuestra verdadera poesía).

Prefiero amor villano a opulento himeneo,
en el pueblo está el ser verdadero.
Pleitesía no rindo excepto al puro sexo,
que se expresa en la fecundidad carnal
de las ideas. Por lo que hacemos, Dios,
nos reconoce. Mis obras con él comulgan
y se abrazan, necesitadas de su generosidad
y la de Uds.

                                                III

El propósito de nuestro mundo no está claro.
Ante todo dudamos, y con razón.
Libres nos sentimos frente a Erató y su lira.
Agónicos hermanos desesperados
somos, listos a navegar todos los caos.
Charles Baudelaire es el gurú moderno,
con él aprendimos a entrar en el Infierno.

Nuestra maldición pide su propia verdad.
El camino del yo está sembrado de espinas.

Angustiosa es la tardanza de las horas
que nos llegan, silenciosas, del mañana.

Sin arar en el mar no tendremos destino.
Siendo ya las estrellas, buscamos el universo.

Qué se abran las metáforas al infinito.
Necesitamos sentir que estamos vivos.

Publicado en 
Revista Literaria Renacentista 20 .12. 2016. Web. 


viernes, 25 de noviembre de 2016

Muchacha cama adentro



                                    Alberto Julián Pérez ©


El domingo, pasado el mediodía, después de almorzar
un buen bife argentino, asado a punto, y regado
con un vaso de vino ordinario, en un bodegón de La Boca,
mi barrio, no recomendado para los espíritus finos,
me tomé el 130 rumbo a un sitio poco frecuentado
por mis vecinos: el elegante distrito de Recoleta, cuna de nuestra
arrogante clase adinerada, para visitar el Museo de Bellas Artes.

Hacia allí me llevó la curiosidad, bichito que me picó
por culpa de la crítica de arte Laura Malosetti, a quien
no conozco en persona, pero a la que ya debo
este poema, y no sería injusto dedicárselo.

En un artículo en que habla sobre el cuadro
« Le lever de la bonne », « El despertar de la criada »,
de Eduardo Sívori, pintor argentino nacido en 1847
y muerto en 1918, dice, para intrigar al lector, que
fue pintado para su exhibición en el Salón de París de 1887,
y que la fotografía que se tomó del mismo en aquel entonces,
demuestra que la obra que hoy conocemos,
expuesta en el Museo de Bellas Artes, como parte
de su colección permanente, « presenta algunas diferencias »,
y no es exactamente la misma, que se exhibió en París en 1887.

Motivado por la nota, quería ver la pintura con mis propios ojos
y tratar de entender qué se escondía detrás de todo esto.
Yo ya admiraba un importantísimo cuadro de Sívori,
que había visto en el Museo de Quinquela, en La Boca :  
« La mort d´un paysan », o « La muerte de un campesino »,
de 1888, que Don Benito compró para su museo en 1938,
y rebautizó « La muerte del marino », integrándolo así
a la problemática del paisaje boquense. Esa pintura trágica
nos  presenta a un hombre pobrísimo en su lecho de muerte,
ante el dolor y el desconsuelo de su mujer y sus hijas
que lloran, desesperadas e impotentes. La dura escena
golpea al espectador.  Al mirarla me sentí doblegado,
con el corazón grave, cargado de piedad. Tanto nos intimida
hoy el final como en aquel pasado. Nuestra alma busca,
sedienta, la inmortalidad.

Llevé para releer en el 130 la novela de Emile Zola,
L´ Assommoir, La taberna, de 1877. Esta obra célebre
del gran francés, creador del movimiento Naturalista,
fue la primera en denunciar con crudeza las terribles condiciones
de vida de los trabajadores bajo el gobierno reaccionario
de Napoleón Tercero. Zola afirmó que había querido escribir
« une oeuvre de vérité…qui ne mente pas et qui ait
l´ odeur du peuple». Lo dijo para defenderse de la crítica
de sus enemigos, que ayer como hoy abundan dondequiera,
para atacar a los grandes artistas de su tiempo.
Zola retrató la vida de los obreros y de las mujeres pobres
como nadie. Sívori, que lo admiraba, vivía en esos años
en París, decidido a ser un pintor de peso, y regresar
victorioso a su país un día, como efectivamente sucedió.

Bajé del colectivo frente al edificio de la Facultad de Derecho,
nuestro arrogante Partenón. Al otro lado de la Avenida
estaba Plaza Francia, el corazón de Recoleta, la privilegiada zona,
hogar de nuestra oligarquía, tantas veces enfrentada a su pueblo.
Allí vive la otra parte del país, en esta, nuestra Argentina de hoy,
dividida e irredenta. No me gusta ir a territorio enemigo,
pero es que esta gente, que se cree dueña de todo, se ha apropiado
de nuestro arte, no ha entendido que los artistas pertenecen
a su pueblo, aunque ellos no lo quieran. Yo estaba allí, entonces,
para reclamar, como poeta, en nombre de los creadores fervorosos
de la plebe, nuestro derecho a ser, a expresarnos, nuestra libertad,
que tantas veces nos negaron estos esbirros del infierno.

Caminé hacia el edificio del Museo de Bellas Artes y atravesé
su pórtico de rojas columnas. Ansioso como estaba por descubrir
la verdad, fui directamente a la sala de los pintores argentinos
del siglo XIX, y allí me detuve frente al soberbio cuadro.
Su título, « El despertar de la criada », no develaba
el enigma central de la obra. Una sensualidad natural,
un erotismo que sacudía las fibras íntimas del espectador
emanaba del cuerpo de la mujer. Había algo que el forzado título
encubría. ¿Habría sido una solución de compromiso que tuvo
que adoptar nuestro pintor, falseando la autenticidad de su arte,
para defenderse de los prejuicios y amenazas de ciertos grupos?
Las críticas destructivas y sus ataques tienen que haber resultado
una presión insostenible para Sívori. Mucho dependen,
por desgracia, los artistas plásticos de sus patrones…

Sívori, el artista, amaba, como Zola, perderse en los bajos fondos
para observar la vida cautiva y miserable de los más pobres.
Vio desfilar ante él a las obreras, las sirvientas, las prostitutas,
las madres solteras…seres marginales, sufrientes, castigados…
Una de esas mujeres, creo, aceptó posar como su modelo.
Había reconocido en ella el espíritu que necesita el artista
para llegar al alma dolida y buena, tierna y necesitada
de su personaje…La desnudó por fuera y por dentro
y esa mujer fue toda las mujeres, y su imagen fue símbolo
de los crímenes de una sociedad contra sus hijas indefensas…

Su cuadro recibió en Francia críticas negativas… No podía ser
de otra manera. La oligarquía francesa no es mejor que la nuestra.
Hermanos en la explotación y el desprecio a su gente.
La pintura de Sívori muestra a una joven mujer, sin ropas, en su cuarto.
Está sentada sobre su cama deshecha…Sus formas son abundantes,
sus pechos grandes y generosos. Sus pies están deformados, son feos.
Mira hacia abajo, con tristeza. Tenemos la sensación de que algo
la avergüenza. Va a vestirse. Junto a la cama observamos una mesa
de luz, con una vela. Medio rostro queda oculto en la penumbra.

Malosetti argumenta en su documentado artículo, que en la foto
de la obra tomada en París durante la exhibición de 1887
no aparecía en la mesa de noche el candelabro que vemos hoy.
En su lugar había una jarra grande y una palangana…
En la parte derecha del cuadro, sobre la pared, en un área
ahora oscurecida e invisible, había Sívori pintado un estante
que contenía « potes y artículos de tocador ». Es evidente
que la obra original no era el retrato de una sirvienta,
como declara, engañosamente, su título contemporáneo,
sino el de una prostituta, o, quizá, como es común en Buenos Aires,
el de una sirvienta prostituída, para entreteniento del gorilaje cipayo.
Los que visitaron la exposición, escandalizados por el tema,
que unía la sexualidad con la explotación y la pobreza,
lo criticaron: la hipócrita burguesía francesa
se sintió descubierta en sus oscuras prácticas « higiénicas ».
Censurado el tema, Sívori comprendió que recibiría la misma
crítica en Buenos Aires. Se vio ante un difícil dilema.
Enfrentarse a los arrogantes y poderosos patrones del arte
y defender su libertad de autor, o ceder antes las presiones…
Terminó sacrificando, lamentablemente, su independencia
de artista y lo transformó en un cuadro pío: el de una triste
sirvienta que despierta en su lecho, temprano por la mañana...
Han quedado, felizmente para nosotros, evidencias
de la intención original del pintor registradas en la escena.

Habría de reinvindicarse de esa situación humillante
con el cuadro que presentó en el Salón de París
al año siguiente, « La mort d´ un paysan », « La muerte
del marino », que hoy albergamos felizmente en La Boca,
la casa del pueblo trabajador, gracias a la generosidad
y altruismo de ese gran pionero del arte social
que fue Don Benito Quinquela Martín, quien lo compró
con su propio dinero para su museo. En esa obra pudo expresar
Eduardo Sívori su sincero amor por los pobres y marginados,
y denunciar ante la sociedad la desprotección de los humildes…

La escena central de «El amanecer de la sirvienta»
tiene lugar en el triste momento de la noche en que las muchachas
pobres ejercen el oficio, y venden a los hombres pudientes
la flor deseada de su sexo. Tal como sucede hoy en los appart hotel
de Recoleta, barrio selecto, donde los traficantes de putas ofrecen
su mercancía más fina. La actitud depresiva del personaje
denunciaba la humillación y el mal trato del que son víctimas
las muchachas prostituídas. A la oligarquía le gustaba ocultar
la « ropa sucia ». Expertos son en el oficio indigno de maquillar,
con mala fe, sus atropellos y justificarlos como parte
de sus « sanas costumbres », encubriendo sus delitos
tras los relatos engañosos de sus crónicas sociales.

Conmovido quedé por el cuadro de Sívori, nuestro primer
gran pintor naturalista, que no realista, como afirma mucha crítica
tibia y reaccionaria. Siguiendo a su maestro Zola, buscaba
decirnos algo sobre la desprotección de las mujeres.
Aún en su versión de hoy, modificada y corregida, víctima
de la censura de los sabuesos del sistema, sentimos la fuerza
de su mirada cristiana y compasiva. Sívori fue un artista
comprometido con su tiempo, al que la oligarquía del Ochenta
le torció la mano para justificar su liberalismo adocenado. Admiraban
a las élites francesas y aprobaban su visión racista
de la « civilización », tan en boga entre nosotros. En el salón de París
de 1887 los burgueses reaccionarios eran mayoría.

Sívori regresó de Francia y su cuadro causó asombro y generó
polémica en Buenos Aires. Allí está hoy su testimonio en el corazón
de Recoleta. El pintor, resignado, había modificado la temática
de su obra. A pesar de las alteraciones, el retrato de la joven mujer
había mantenido la fuerza expresiva de su estilo renovador.
Cuando el arte es auténtico, su espíritu vive; un aura inmaterial
lo envuelve; nace de él una conciencia nueva (¡cómo duele
la realidad « natural », triste y desoladora, de la selva darwiniana!).

La  sociedad carnívora sigue acosando a los mismos sujetos:
los más frágiles, los más tiernos, los más débiles y sensibles.
Los artistas, intimidados, disfrazan sus sentimientos
para no ser perseguidos por los perros del estado policial.
Ellos no dejan hablar. Silencian. Espían, censuran y reprimen.
El pensamiento no se expresa libremente en un país
donde castigan y mienten al pueblo. Pobreza cero.

Saqué una foto del cuadro con mi teléfono y me fui del museo.
Llevaba conmigo el testimonio de una sociedad tramposa
e infame. Había que reescribir la historia. Los políticos
de la Generación del Ochenta se jactaban de ser miembros
de una élite progresista y liberal: mentira, fue una generación
cipaya, oportunista, vendida, corrupta, tramposa, ladrona. 
Sívori era mejor que muchos de sus contemporáneos:
no se dejó comprar por el canto del cisne simbolista.
Prefirió aprender de Zola, descubrir el París marginal
de los humildes, codearse con sus hermanos anarquistas.
Por eso lo censuraron.

La tarde estaba hermosa. Crucé a Plaza Francia. Ascendí
la barranca hasta llegar a la entrada del Cementerio, donde
descansan grandes héroes nacionales, como el Almirante Brown,
nuestro irlandés de hierro,  y Facundo Quiroga (enterrado de pie,
listo a desenvainar la espada para defender a su país), junto
a muchos reaccionarios vendepatria (Sarmiento incluído)
y a figuras políticas luminosas, como la inmortal Evita.
También está allí su detractor, el General Aramburu,
que secuestró y mancilló su figura querida y pagó
con su vida la afrenta hecha al pueblo peronista
(¿podemos, mágicamente, robar un cuerpo para hacer
desaparecer su espíritu?¡Ah, la ingenua maldad de los gorilas!).

Seguí mi camino. Atravesé la plaza y arribé a La Biela,
uno de los cafés históricos más lindos de Buenos Aires.
Me tenté y entré a tomar algo. En el amplio salón
vi, sentadas, junto a una mesa, las esculturas de Bioy Casares
y Borges, antiguos clientes. ¿Qué hacían allí? Es cierto
que Bioy era hijo de una familia de oligarcas, y vivió en el barrio,
siempre de rentas, sin trabajar. Así disfrutan de sus privilegios
los descendientes de nuestra oligarquía vacuna,
que desheredó a los herederos nativos de su tierra,
¡pero Borges, el escritor más destacado
de nuestra literatura nacional, allí, en Recoleta,
en medio del chetaje conservador de viejos Generales retirados
y gerentes de empresas quebradas por sus dueños!
Me pareció injusto…Me dije que el gran viejo ciego no les pertenecía…
No quiso ser enterrado en su cementerio, se fue a morir a Suiza,
el país que lo acogió con amor en su adolescencia.
Sin embargo…es cierto que aceptó dádivas de Aramburu,
el tirano golpista que enlutó nuestra Patria, proscribió
de las urnas a los trabajadores y pisoteó la Constitución a gusto.
Hizo nombrar a Borges Director de la Biblioteca Nacional
y profesor de Literatura Inglesa en la UBA, títulos que merecía, pero… 
¿aceptarlos de manos de un represor y genocida, asesino
de los obreros de José León Suárez, sin decir una palabra?
Viejo reaccionario… quizá esté bien en La Biela. El pueblo,
sin embargo, es el verdadero dueño y heredero de sus lúcidas
historias y de sus versos. Ya ni al mismo Borges le pertenecen.
Los artistas se deben a su gente. La literatura y el mito
viven en el pueblo. El arte, como el agua, se decanta hacia abajo.

Frente a mí, sentado en una mesa, reconocí a Juan José Sebrelli,
ya muy viejito. Iba siempre a ese café, me habían dicho. El talentoso
autor de Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, antiguo sartreano,
es hoy escritor pesimista y claudicante, al servicio de aquellos
que saben cómo premiar a sus sirvientes letrados
(no debe el escritor dejar que le pongan precio a su pluma;
que nos guíe el amor a nuestro destino, y no la vanidad del aplauso).

Y ahí estaba yo, testigo de las dos Argentinas enfrentadas,
que luchan por apropiarse de la común memoria.
Está bien, me dije, que Recoleta albergue en su seno,
barrio de falsarios, avergonzados de nuestra identidad,
la pintura adulterada de la pobre prostituta explotada,
transformada en sirvienta de ellos, siempre de ellos.
Muestran así el desprecio por el trabajo humano,
la arrogancia de su cuna reaccionaria.
Y que La Boca, el antiguo amparo de inmigrantes, el señero
abrigo de conventillos de chapa, guarde y honre, en la casa
de su hijo más dilecto, la pintura del trabajador, campesino o
marino, abandonado en su lecho de muerte…

La herencia espiritual de la cultura estaba en juego, y yo había ido
a proteger lo que era mío. Que no enloden la memoria de dolor 
y verdad de la gente que valoraba y defendía eso que somos.
Que no alteren y deformen nuestra historia con sus mentiras.

El arte, como la religión, llega, con su canto de cisne,
por igual, a explotadores y explotados. Cajita de resonancia
de todas las promesas, es elevado altar de sueños patrios.
En un mundo sin profetas ni redentores debe cada uno
velar por los que ama: que se levante el pueblo y dé su vivo
testimonio contra la apostasía y el cinismo de los poderosos.

Salí de La Biela y fui a la Avenida a tomar otra vez el 130.
Quería defenderme de tanta decadencia. La seda
olía mal en Recoleta. Volví a La Boca, mi barrio pobre, donde
los compañeros respiran a sus anchas. No sólo de pan
vive el hombre. La nación es fuerte en su Bombonera.
Aquí me regalo con la generosidad de los míos, y puedo escuchar
los tangos de Filiberto, reconocerme en los murales de Quinquela,
y unir mi voz a las de los poetas amigos en FM Riachuelo.

Me despido entonces de Laura Malosetti, que nos ayudó con sus
sospechas a despejar este misterio. Eduardo Sívori retrató la miseria,
que había descripto Emile Zolá. No le fue suficiente la realidad del Realismo:
fue más allá, buscó en la experiencia humana una verdad profunda.
Nos mostró el alma del pobre con su dolor, por dentro.
Se vio reflejado en la desventura del otro, como en un espejo.
El fue, en su corazón de pintor y poeta, la prostituta despreciada;
él, la sirvienta. Eduardo Sívori, el Naturalista, es artista nuestro.

Pobre muchacha cama adentro, trabajadora humillada…
Esclavizada a tu lecho, carne fuiste de suburbio, mancillada.
Zola, en sus novelas, se acercó a vos con compasión de hermano.
Sívori, enamorado de tu cuerpo, te acarició con su pincel.
En mi poema, te imagino, diosa de hospital, hermana de Baudelaire.
Ahora, en Buenos Aires, eres nuestra, guardamos
tu exquisita carne en el artístico retrato y con vos comulgamos
en la misa de los desamparados. Le lever de la prostituée. Le lever
de la bonne. Paris y nosotros. Anarquismo y socialismo.
Revolución y libertad. Quedaste como prenda
de nuestros comunes destinos. Mi mirada descubre
y decora con pasión tu humildad. Que este poema
te devuelva a tu verdadera historia y te haga justicia.

Publicado en Revista Sudestada 22. 11. 2016. Web.