Alberto
Julián Pérez ©
El domingo, pasado el mediodía, después de
almorzar
un buen bife argentino, asado a punto, y
regado
con un vaso de vino ordinario, en un bodegón
de La Boca,
mi barrio, no recomendado para los espíritus
finos,
me tomé el 130 rumbo a un sitio poco
frecuentado
por mis vecinos: el elegante distrito de Recoleta,
cuna de nuestra
arrogante clase adinerada, para visitar el
Museo de Bellas Artes.
Hacia allí me llevó la curiosidad, bichito
que me picó
por culpa de la crítica de arte Laura
Malosetti, a quien
no conozco en persona, pero a la que ya debo
este poema, y no sería injusto dedicárselo.
En un artículo en que habla sobre el cuadro
« Le lever de la bonne », « El
despertar de la criada »,
de Eduardo Sívori, pintor argentino nacido en
1847
y muerto en 1918, dice, para intrigar al
lector, que
fue pintado para su exhibición en el Salón de
París de 1887,
y que la fotografía que se tomó del mismo en
aquel entonces,
demuestra que la obra que hoy conocemos,
expuesta en el Museo de Bellas Artes, como
parte
de su colección permanente, « presenta
algunas diferencias »,
y no es exactamente la misma, que se exhibió
en París en 1887.
Motivado por la nota, quería ver la pintura
con mis propios ojos
y tratar de entender qué se escondía detrás
de todo esto.
Yo ya admiraba un importantísimo cuadro de Sívori,
que había visto en el Museo de Quinquela, en
La Boca :
« La mort d´un paysan », o
« La muerte de un campesino »,
de 1888, que Don Benito compró para su museo
en 1938,
y rebautizó « La muerte del marino »,
integrándolo así
a la problemática del paisaje boquense. Esa
pintura trágica
nos presenta
a un hombre pobrísimo en su lecho de muerte,
ante el dolor y el desconsuelo de su mujer y
sus hijas
que lloran, desesperadas e impotentes. La dura
escena
golpea al espectador. Al mirarla me sentí doblegado,
con el corazón grave, cargado de piedad. Tanto
nos intimida
hoy el final como en aquel pasado. Nuestra
alma busca,
sedienta, la inmortalidad.
Llevé para releer en el 130 la novela de Emile
Zola,
L´ Assommoir, La taberna, de 1877. Esta obra célebre
del gran francés, creador del movimiento
Naturalista,
fue la primera en denunciar con crudeza las
terribles condiciones
de vida de los trabajadores bajo el gobierno reaccionario
de Napoleón Tercero. Zola afirmó que había
querido escribir
« une oeuvre de vérité…qui ne mente pas
et qui ait
l´ odeur du peuple». Lo dijo para defenderse
de la crítica
de sus enemigos, que ayer como hoy abundan
dondequiera,
para atacar a los grandes artistas de su
tiempo.
Zola retrató la vida de los obreros y de las
mujeres pobres
como nadie. Sívori, que lo admiraba, vivía en
esos años
en París, decidido a ser un pintor de peso, y
regresar
victorioso a su país un día, como efectivamente
sucedió.
Bajé del colectivo frente al edificio de la
Facultad de Derecho,
nuestro arrogante Partenón. Al otro lado de
la Avenida
estaba Plaza Francia, el corazón de Recoleta,
la privilegiada zona,
hogar de nuestra oligarquía, tantas veces
enfrentada a su pueblo.
Allí vive la otra parte del país, en esta,
nuestra Argentina de hoy,
dividida e irredenta. No me gusta ir a
territorio enemigo,
pero es que esta gente, que se cree dueña de
todo, se ha apropiado
de nuestro arte, no ha entendido que los
artistas pertenecen
a su pueblo, aunque ellos no lo quieran. Yo estaba
allí, entonces,
para reclamar, como poeta, en nombre de los
creadores fervorosos
de la plebe, nuestro derecho a ser, a
expresarnos, nuestra libertad,
que tantas veces nos negaron estos esbirros
del infierno.
Caminé hacia el edificio del Museo de Bellas
Artes y atravesé
su pórtico de rojas columnas. Ansioso como
estaba por descubrir
la verdad, fui directamente a la sala de los
pintores argentinos
del siglo XIX, y allí me detuve frente al soberbio
cuadro.
Su título, « El despertar de la
criada », no develaba
el enigma central de la obra. Una sensualidad
natural,
un erotismo que sacudía las fibras
íntimas del espectador
emanaba del cuerpo de la mujer. Había algo que
el forzado título
encubría. ¿Habría sido una solución de compromiso
que tuvo
que adoptar nuestro pintor, falseando la
autenticidad de su arte,
para defenderse de los prejuicios y amenazas de
ciertos grupos?
Las críticas destructivas y sus ataques tienen
que haber resultado
una presión insostenible para Sívori. Mucho
dependen,
por desgracia, los artistas plásticos de sus
patrones…
Sívori, el artista, amaba, como Zola, perderse
en los bajos fondos
para observar la vida cautiva y miserable de
los más pobres.
Vio desfilar ante él a las obreras, las sirvientas,
las prostitutas,
las madres solteras…seres marginales,
sufrientes, castigados…
Una de esas mujeres, creo, aceptó posar como
su modelo.
Había reconocido en ella el espíritu que
necesita el artista
para llegar al alma dolida y buena, tierna y
necesitada
de su personaje…La desnudó por fuera y por
dentro
y esa mujer fue toda las mujeres, y su imagen
fue símbolo
de los crímenes de una sociedad contra sus
hijas indefensas…
Su cuadro recibió en Francia críticas negativas…
No podía ser
de otra manera. La oligarquía francesa no es
mejor que la nuestra.
Hermanos en la explotación y el desprecio a
su gente.
La pintura de Sívori muestra a una joven
mujer, sin ropas, en su cuarto.
Está sentada sobre su cama deshecha…Sus
formas son abundantes,
sus pechos grandes y generosos. Sus pies
están deformados, son feos.
Mira hacia abajo, con tristeza. Tenemos la
sensación de que algo
la avergüenza. Va a vestirse. Junto a la cama
observamos una mesa
de luz, con una vela. Medio rostro queda
oculto en la penumbra.
Malosetti argumenta en su documentado artículo,
que en la foto
de la obra tomada en París durante la
exhibición de 1887
no aparecía en la mesa de noche el candelabro
que vemos hoy.
En su lugar había una jarra grande y una palangana…
En la parte derecha del cuadro, sobre la
pared, en un área
ahora oscurecida e invisible, había Sívori
pintado un estante
que contenía « potes y artículos de
tocador ». Es evidente
que la obra original no era el retrato de una
sirvienta,
como declara, engañosamente, su título
contemporáneo,
sino el de una prostituta, o, quizá, como es común
en Buenos Aires,
el de una sirvienta prostituída, para
entreteniento del gorilaje cipayo.
Los que visitaron la exposición, escandalizados
por el tema,
que unía la sexualidad con la explotación y
la pobreza,
lo criticaron: la hipócrita burguesía francesa
se sintió descubierta en sus oscuras
prácticas « higiénicas ».
Censurado el tema, Sívori comprendió que
recibiría la misma
crítica en Buenos Aires. Se vio ante un
difícil dilema.
Enfrentarse a los arrogantes y poderosos
patrones del arte
y defender su libertad de autor, o ceder
antes las presiones…
Terminó sacrificando, lamentablemente, su
independencia
de artista y lo transformó en un cuadro pío:
el de una triste
sirvienta que despierta en su lecho, temprano
por la mañana...
Han quedado, felizmente para nosotros,
evidencias
de la intención original del pintor registradas
en la escena.
Habría de reinvindicarse de esa situación humillante
con el cuadro que presentó en el Salón de
París
al año siguiente, « La mort d´ un
paysan », « La muerte
del marino », que hoy albergamos
felizmente en La Boca,
la casa del pueblo trabajador, gracias a la
generosidad
y altruismo de ese gran pionero del arte
social
que fue Don Benito Quinquela Martín, quien lo
compró
con su propio dinero para su museo. En esa
obra pudo expresar
Eduardo Sívori su sincero amor por los pobres
y marginados,
y denunciar ante la sociedad la desprotección
de los humildes…
La escena central de «El amanecer de la
sirvienta»
tiene lugar en el triste momento de la noche
en que las muchachas
pobres ejercen el oficio, y venden a los
hombres pudientes
la flor deseada de su sexo. Tal como sucede
hoy en los appart hotel
de Recoleta, barrio selecto, donde los
traficantes de putas ofrecen
su mercancía más fina. La actitud depresiva
del personaje
denunciaba la humillación y el mal trato del
que son víctimas
las muchachas prostituídas. A la oligarquía
le gustaba ocultar
la « ropa sucia ». Expertos son en
el oficio indigno de maquillar,
con mala fe, sus atropellos y justificarlos
como parte
de sus « sanas costumbres », encubriendo
sus delitos
tras los relatos engañosos de sus crónicas
sociales.
Conmovido quedé por el cuadro de Sívori,
nuestro primer
gran pintor naturalista, que no realista,
como afirma mucha crítica
tibia y reaccionaria. Siguiendo a su maestro
Zola, buscaba
decirnos algo sobre la desprotección de las
mujeres.
Aún en su versión de hoy, modificada y corregida,
víctima
de la censura de los sabuesos del sistema,
sentimos la fuerza
de su mirada cristiana y compasiva. Sívori
fue un artista
comprometido con su tiempo, al que la
oligarquía del Ochenta
le torció la mano para justificar su
liberalismo adocenado. Admiraban
a las élites francesas y aprobaban su visión racista
de la « civilización », tan en boga
entre nosotros. En el salón de París
de 1887 los burgueses reaccionarios eran
mayoría.
Sívori regresó de Francia y su cuadro causó
asombro y generó
polémica en Buenos Aires. Allí está hoy su
testimonio en el corazón
de Recoleta. El pintor, resignado, había
modificado la temática
de su obra. A pesar de las alteraciones, el
retrato de la joven mujer
había mantenido la fuerza expresiva de su estilo
renovador.
Cuando el arte es auténtico, su espíritu vive;
un aura inmaterial
lo envuelve; nace de él una conciencia nueva
(¡cómo duele
la realidad « natural », triste y
desoladora, de la selva darwiniana!).
La sociedad carnívora sigue acosando a los mismos
sujetos:
los más frágiles, los más tiernos, los más
débiles y sensibles.
Los artistas, intimidados, disfrazan sus
sentimientos
para no ser perseguidos por los perros del
estado policial.
Ellos no dejan hablar. Silencian. Espían,
censuran y reprimen.
El pensamiento no se expresa libremente en un
país
donde castigan y mienten al pueblo. Pobreza
cero.
Saqué una foto del cuadro con mi teléfono y me
fui del museo.
Llevaba conmigo el testimonio de una sociedad
tramposa
e infame. Había que reescribir la historia.
Los políticos
de la Generación del Ochenta se jactaban de
ser miembros
de una élite progresista y liberal: mentira, fue
una generación
cipaya, oportunista, vendida, corrupta,
tramposa, ladrona.
Sívori era mejor que muchos de sus contemporáneos:
no se dejó comprar por el canto del cisne
simbolista.
Prefirió aprender de Zola, descubrir el París
marginal
de los humildes, codearse con sus hermanos
anarquistas.
Por eso lo censuraron.
La tarde estaba hermosa. Crucé a Plaza Francia.
Ascendí
la barranca hasta llegar a la entrada del Cementerio,
donde
descansan grandes héroes nacionales, como el
Almirante Brown,
nuestro irlandés de hierro, y Facundo Quiroga (enterrado de pie,
listo a desenvainar la espada para defender a
su país), junto
a muchos reaccionarios vendepatria (Sarmiento
incluído)
y a figuras políticas luminosas, como la
inmortal Evita.
También está allí su detractor, el General
Aramburu,
que secuestró y mancilló su figura querida y
pagó
con su vida la afrenta hecha al pueblo
peronista
(¿podemos, mágicamente, robar un cuerpo para
hacer
desaparecer su espíritu?¡Ah, la ingenua
maldad de los gorilas!).
Seguí mi camino. Atravesé la plaza y arribé a
La Biela,
uno de los cafés históricos más lindos de
Buenos Aires.
Me tenté y entré a tomar algo. En el amplio
salón
vi, sentadas, junto a una mesa, las
esculturas de Bioy Casares
y Borges, antiguos clientes. ¿Qué hacían allí?
Es cierto
que Bioy era hijo de una familia de oligarcas,
y vivió en el barrio,
siempre de rentas, sin trabajar. Así disfrutan
de sus privilegios
los descendientes de nuestra oligarquía
vacuna,
que desheredó a los herederos nativos de su
tierra,
¡pero Borges, el escritor más destacado
de nuestra literatura nacional, allí, en
Recoleta,
en medio del chetaje conservador de viejos Generales
retirados
y gerentes de empresas quebradas por sus
dueños!
Me pareció injusto…Me dije que el gran viejo
ciego no les pertenecía…
No quiso ser enterrado en su cementerio, se
fue a morir a Suiza,
el país que lo acogió con amor en su
adolescencia.
Sin embargo…es cierto que aceptó dádivas de
Aramburu,
el tirano golpista que enlutó nuestra Patria,
proscribió
de las urnas a los trabajadores y pisoteó la
Constitución a gusto.
Hizo nombrar a Borges Director de la Biblioteca
Nacional
y profesor de Literatura Inglesa en la UBA,
títulos que merecía, pero…
¿aceptarlos de manos de un represor y
genocida, asesino
de los obreros de José León Suárez, sin decir
una palabra?
Viejo reaccionario… quizá esté bien en La
Biela. El pueblo,
sin embargo, es el verdadero dueño y heredero
de sus lúcidas
historias y de sus versos. Ya ni al mismo
Borges le pertenecen.
Los artistas se deben a su gente. La
literatura y el mito
viven en el pueblo. El arte, como el agua, se
decanta hacia abajo.
Frente a mí, sentado en una mesa, reconocí a Juan
José Sebrelli,
ya muy viejito. Iba siempre a ese café, me
habían dicho. El talentoso
autor de Buenos
Aires, vida cotidiana y alienación, antiguo sartreano,
es hoy escritor pesimista y claudicante, al
servicio de aquellos
que saben cómo premiar a sus sirvientes
letrados
(no debe el escritor dejar que le pongan
precio a su pluma;
que nos guíe el amor a nuestro destino, y no
la vanidad del aplauso).
Y ahí estaba yo, testigo de las dos Argentinas
enfrentadas,
que luchan por apropiarse de la común
memoria.
Está bien, me dije, que Recoleta albergue en
su seno,
barrio de falsarios, avergonzados de nuestra
identidad,
la pintura adulterada de la pobre prostituta
explotada,
transformada en sirvienta de ellos, siempre
de ellos.
Muestran así el desprecio por el trabajo
humano,
la arrogancia de su cuna reaccionaria.
Y que La Boca, el antiguo amparo de
inmigrantes, el señero
abrigo de conventillos de chapa, guarde y
honre, en la casa
de su hijo más dilecto, la pintura del
trabajador, campesino o
marino, abandonado en su lecho de muerte…
La herencia espiritual de la cultura estaba en
juego, y yo había ido
a proteger lo que era mío. Que no enloden la
memoria de dolor
y verdad de la gente que valoraba y defendía
eso que somos.
Que no alteren y deformen nuestra historia
con sus mentiras.
El arte, como la religión, llega, con su
canto de cisne,
por igual, a explotadores y explotados. Cajita
de resonancia
de todas las promesas, es elevado altar de
sueños patrios.
En un mundo sin profetas ni redentores debe
cada uno
velar por los que ama: que se levante el
pueblo y dé su vivo
testimonio contra la apostasía y el cinismo
de los poderosos.
Salí de La Biela y fui a la Avenida a tomar otra
vez el 130.
Quería defenderme de tanta decadencia. La
seda
olía mal en Recoleta. Volví a La Boca, mi
barrio pobre, donde
los compañeros respiran a sus anchas. No sólo
de pan
vive el hombre. La nación es fuerte en su
Bombonera.
Aquí me regalo con la generosidad de los míos,
y puedo escuchar
los tangos de Filiberto, reconocerme en los
murales de Quinquela,
y unir mi voz a las de los poetas amigos en FM
Riachuelo.
Me despido entonces de Laura Malosetti, que
nos ayudó con sus
sospechas a despejar este misterio. Eduardo
Sívori retrató la miseria,
que había descripto Emile Zolá. No le fue
suficiente la realidad del Realismo:
fue más allá, buscó en la experiencia humana
una verdad profunda.
Nos mostró el alma del pobre con su dolor,
por dentro.
Se vio reflejado en la desventura del otro, como
en un espejo.
El fue, en su corazón de pintor y poeta, la
prostituta despreciada;
él, la sirvienta. Eduardo Sívori, el
Naturalista, es artista nuestro.
Pobre muchacha cama adentro, trabajadora
humillada…
Esclavizada a tu lecho, carne fuiste de
suburbio, mancillada.
Zola, en sus novelas, se acercó a vos con
compasión de hermano.
Sívori, enamorado de tu cuerpo, te acarició
con su pincel.
En mi poema, te imagino, diosa de hospital,
hermana de Baudelaire.
Ahora, en Buenos Aires, eres nuestra,
guardamos
tu exquisita carne en el artístico retrato y
con vos comulgamos
en la misa de los desamparados. Le lever de la prostituée. Le lever
de la bonne. Paris y nosotros. Anarquismo y
socialismo.
Revolución y libertad. Quedaste como prenda
de nuestros comunes destinos. Mi mirada
descubre
y decora con pasión tu humildad. Que este
poema
te devuelva a tu verdadera historia y te haga
justicia.
Publicado en Revista Sudestada 22. 11. 2016. Web.
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