de Alberto Julián Pérez ©
Fue durante
los largos años del Gobierno de Rosas (1829-1832; 1835-1852), que los
intelectuales y escritores liberales resistieron con tenacidad, cuando se
sentaron las bases de la literatura nacional argentina, y se establecieron sus
ideologemas productivos (Bakhtin 333). Los intelectuales pequeño-burgueses
modernos y progresistas se opusieron a las dictaduras personalistas de los caudillos.
En esta época adquirió fisonomía, paralelamente, un nuevo sujeto social trascendente:
las masas populares, el pueblo pobre de gauchos y artesanos, que, en relación
dialógica con los caudillos, conformaron su propia identidad política y cultural.
Si bien los
sectores proletarios habían participado activamente en las luchas
independentistas que comenzaron en 1810, fueron las guerras civiles que les
siguieron las que posibilitaron que los gauchos, liderados por sus caudillos,
tuvieran un peso político en la conducción del estado recientemente liberado de
la tutela colonial española (Rosasco 67-86). Entre esos caudillos: Quiroga,
Ramírez, López, Bustos, Aldao, Rosas, fue este último quien logró separar mejor
sus funciones militares, que los distingue a todos, de su papel político, actuando
como un estadista, y derivando la organización militar en sus subalternos.
Rosas logró mantener con éxito una
relación política significativa y duradera con las masas, y sostuvo un
prolongado conflicto y enfrentamiento con los sectores intelectuales y con los
artistas y escritores que lo acusaban de tirano y demagogo.[1]
El Gobernador transformó a las masas populares de súbditos más o menos pasivos
en interlocutoras, dándoles protagonismo, consultándolas frecuentemente sobre cuestiones
importantes (Lynch, Juan Manuel de Rosas
164-209).
Las masas participaban como actoras
en la vida social (de este protagonismo no queda ninguna duda cuando leemos “El
matadero” de Esteban Echeverría). El líder o caudillo encontró maneras
efectivas para comunicarse con esas masas y conformar un imaginario político
nuevo, que era distinto al creado por el liberalismo constitucional rivadaviano
y los unitarios (Halperín Donghi, El
espejo de la historia 156-161). Era un espacio político dramático y personalista
de diálogo simbólico entre el caudillo y el pueblo, que dio lugar a un proceso
colectivo de identificación e interacción que resultó crucial para el
desarrollo del ideario político e histórico del estado nación que se estaba
gestando.
La pequeña burguesía liberal culta,
progresista y europeizante, se opuso a la acción de estos líderes populistas
prácticos que subordinaban a las masas a los intereses de los terratenientes y
de la alta burguesía nacional exportadora (a la que Rosas pertenecía por su
extracción social), y rompieron con ellos. El discurso sofisticado, hiperculto
de la pequeña burguesía intelectual no llegaba a las masas analfabetas, y los
intelectuales no las consideraban indispensables para organizar política y
constitucionalmente la nación.
La alta burguesía, en cambio, apoyó
la política del líder populista Rosas, el caudillo “gaucho”. Rosas empleó un
discurso simple, de alto contenido simbólico - al que contribuyeron la
vestimenta, las imágenes públicas, los emblemas partidarios, las consignas -, para
seducir a las masas, apelando a un proceso de recepción mitologizante, que
reafirmaba en éstas su sentido de pertenencia a la nación. La pequeña burguesía
manejaba un plano cultural fundamentalmente literario, letrado; Rosas se valió
de las complejidades y subterfugios de un mundo sígnico, “semiótico”, con el
cual logró comunicarse efectivamente con las masas, hasta hacerlas “rosistas” y
crearles un sentido de lealtad y deber hacia su persona, transformándolas en
sus deudoras.
Rosas
ensayó mecanismos institucionales de consulta y participación popular que iban
desde el plesbicito y el voto, hasta las movilizaciones políticas. Sumó a los
símbolos políticos identificados con la reciente nacionalidad, como la bandera
nacional, el escudo y el himno, nuevos símbolos identificados con su partido y
su persona: el uso del color rojo en los uniformes militares y en las ropas
civiles, tanto en la ciudad como en la campaña, la adopción de un estilo
“rosista” de cabello y de barba, el empleo del rojo en la decoración de frentes
y el mobiliario, el uso del retrato del dictador en las celebraciones civiles y
religiosas. Consultaba con frecuencia la voluntad política de su pueblo: en
momentos de reclamar la Suma del Poder Público, que le daba el poder legítimo
de constituirse en Dictador, como condición para asumir su segunda gobernación,
no se conformó con la aprobación y el voto unánime de los miembros de la Cámara
de Representantes de la provincia de Buenos Aires. Solicitó que se hiciera
también una consulta popular mediante un plesbicito, realizado en la ciudad y
en la campaña, para legitimar su poder. Consideró necesario el consentimiento
directo de las fuerzas populares, además del apoyo de los operadores políticos.
Sus partidarios debieron movilizar a toda la población para el voto.
Rosas
contaba con una estructura política partidaria que abarcaba tanto la ciudad como
la campaña. Además de tener el respaldo del pueblo llano, pidió y obtuvo el respaldo
de instituciones fundamentales de la sociedad nacional, especialmente la
Iglesia y el Ejército (él fue Comandante de Campaña primero y luego General del
Ejército). Se aseguró el sostén político de los sectores económicos más
dinámicos de la sociedad, en particular los grandes empresarios rurales o
estancieros (sector al que él mismo pertenecía), cuya actividad estaba dirigida
fundamentalmente hacia la exportación y aportaba divisas a la federación
rosista.[2]
El gobernador Rosas alcanzó su poder solicitándolo directamente a aquellos que
eran sus depositarios. Recibió de sus colegas, los Gobernadores de las otras provincias,
la Representación de las Relaciones Exteriores de la Federación. Consultaba
regularmente la opinión de los Gobernadores y los convenció de la necesidad de
delegar este poder en su persona. Los persuadió de que, dado el momento
extraordinario de anarquía y peligro de disolución nacional que sufría el país,
era en beneficio de la sociedad toda delegar la suma del poder en un individuo,
y que él era quien mejor podía asumir este papel. Esto lo transformó -- sin ser
mandatario de la nación -- en la práctica, en un presidente de hecho mucho más
legítimo que Rivadavia, que, siendo el primer Presidente constitucional, según
la Constitución unitaria de 1826, se vio obligado a renunciar a su investidura
ante la ferrea oposición política que tuvo (principalmente de los estancieros)
y que prácticamente le impidió ejercer el poder (Bagú 6-28).
Rosas
regularmente presentaba la dimisión a todos sus cargos y privilegios ante la
Cámara de Representantes de Buenos Aires, lo cual ocasionaba de inmediato movilizaciones
políticas en su favor. Tanto los sectores populares como las autoridades
políticas e institucionales le solicitaban su continuación. De esta manera
probaba el grado de apoyo a su gestión. No sólo cultivaba las relaciones
políticas con los sectores más poderosos y ricos de la sociedad sino también
con los sectores más pobres, y aún con grupos subestimados y menospreciados,
como los gauchos, los negros de la ciudad, las mujeres trabajadoras y los
indios “amigos” que aceptaban cooperar con los blancos y criollos. Buscaba la
colaboración de individuos fieles en los que delegaba parte de su propio
carisma de caudillo popular, entre éstos su esposa Encarnación y su hija
Manuelita.
Rosas
incluyó a la mujer en su mundo político. Cultivó muy especialmente las
relaciones con éstas, valiéndose de su hija como intermediaria. Los sectores
más desprotegidos de la sociedad: los gauchos pobres, los indios “amigos”,
clientes del gobierno, los negros liberados de la esclavitud que realizaban
tareas de servicios y oficios manuales, se sintieron por primera vez
reconocidos como interlocutores políticos del gobierno. Rosas era un Dictador
absoluto que había sido legitimado en sus funciones por el voto popular. El
proceso de democratización y extensión de las facultades políticas de voto y
plesbicito, de consulta política, a sectores en su mayoría analfabetos, que
fueron integrados al cuerpo soberano de la nación, dio a las masas populares un
papel que las minorías ilustradas de los gobiernos anteriores no habían sabido
reconocerles. Contribuyó a esto la capacidad personal de Rosas de mimetizarse
con todos los sectores sociales, aún los más humildes, de hacerse gaucho entre
los gauchos y señor de salón entre los propietarios porteños y diplomáticos
extranjeros, y en todos los casos comportarse como un político de gran astucia
y habilidad de previsión, así como sagacidad diplomática. Esto llevó a los
sectores populares a identificarse con Rosas y a reconocerlo como su líder, su caudillo.
El respaldo
que dio la Iglesia a su gestión extendió el alcance “espiritual” de Rosas,
potenciando su comunicación con las masas. Con habilidad tejió símbolos políticos
que el pueblo bajo podía asociar con su persona y poder particular. Más que
“Federal” el pueblo se hizo “Rosista”. Aunque Rosas defendía el Federalismo, la
estructura del Estado respondía a sus intereses personales más que a los del
Partido Federal (o a ambos, pero si entraban en conflicto hacía prevalecer sus
propios intereses por encima de los del Partido). El individuo se transformó en
la representación misma del Estado, era el Estado. Rosas creó un Estado de lo
que era una masa informe de poderes políticos regionales en conflicto y en proceso
anárquico de disolución, y luego lo asoció a su propia persona, de manera
simple y directa, en lugar de organizarlo como un complejo aparato de
instituciones autónomas. El poder comenzaba y terminaba en él. Aunque existía
formalmente una legislatura y un poder judicial, consideraba que la suma del
poder público lo autorizaba, si lo creía necesario, a intervenir estos poderes
y ejercerlos él mismo. No disolvió esos cuerpos institucionales, pero en la
práctica éstos operaban con su supervisión, primero, y luego, transcurrido el
tiempo y afianzado su poder, eran una extensión de su voluntad y se limitaban a
endosar sus juicios y decisiones políticas, legislativas y judiciales.
Si por un
lado Rosas legitimó a los sectores populares como actores políticos de su
regimen y como parte de un cuerpo político del que él mismo supuestamente
dependía, puesto que eran el pueblo de la nueva nación, también los limitó en
sus derechos aplicando leyes y regulaciones simples, estrictas y represivas. Lynch
informa que durante los últimos años que ocupó el poder, hacia 1848, en la
cúspide de su autoridad política, Rosas revisaba personalmente todos los casos
judiciales de juicios penales y, después de leerlos y analizarlos, anotaba al
costado del expediente la sentencia recomendada, que el juez casi nunca desoía
y consistía simplemente en unas pocas palabras: “azótenlo”, “fusílenlo”, “que
sirva en la frontera”, “prisión”, etc. (Juan
Manuel de Rosas 246-253). Su administración tuvo un corte penal y policial,
y dictó regulaciones de orden público estricto. Sus ejércitos, cuando era
Comandante de Campaña, y durante la Expedición al Desierto que organizó para
contener a los indios y extender la frontera, fueron de los más disciplinados y
aplicaba severos castigos a los que desobedecían sus órdenes. No toleraba el
robo ni la violación de la propiedad, y castigaba con rigor a quien se hacía
justicia por su propia mano, empleando la violencia.
Rosas
exigía a las masas populares disciplina, lealtad y obediencia ciega, pero no
ahorraba esfuerzos en demostrar su agradecimiento por esta devoción y
gratificar a esas masas con fiestas y celebraciones, mejoras de salario, regalos.
Ganó para el Estado tierras, especialmente durante la campaña al desierto (que
tomó territorios previamente ocupados por los indios), y expropió los bienes de
sus enemigos políticos. A los indios “domesticados” arrimados a las estancias o
que servían en el Ejército, les daba obsequios y les hacía pagar salarios como
a cualquier otro peón o soldado. Envía regalos de animales a las tribus amigas,
exigiéndoles el cumplimiento de los pactos y castigando con severidad la
violación de la palabra empeñada. El objetivo es transformar la sociedad
anárquica en una sociedad organizada y gobernable, que obedezca a las leyes. Su
diplomacia de pacificación forzosa se extiende a todos los sectores populares,
inclusive los indígenas.
Si Rosas es
estricto en el uso de las leyes penales para contener y disciplinar a los
sectores populares, que son sus aliados, es extremo en el trato de sus enemigos
políticos. Hace un gran esfuerzo por ponerse al nivel de las masas, entenderlas
y hablarles en su idioma, ser uno de ellos, pero muestra poco interés en
ganarse a las minorías cultas que resisten su autoritarismo y se oponen a su
dictadura. Las declara sus enemigas y las pone fuera de la ley, atacando los
medios e instituciones controladas por ellas, en particular la Universidad, a
la que deja sin presupuesto. Combate a la prensa libre y no permite
publicaciones periódicas de oposición.[3]
Establece así mismo una policía política que vigila la conducta de los
opositores y pone como requisito para recibir favores del regimen el ser
partidario político de su gobierno.[4]
No considera necesario recibir el apoyo
de los sectores letrados. La minoría intelectual se pone en su contra y, cuando
la situación se hace intolerable en Buenos Aires, sale al exilio a Montevideo y
a Chile.
Rosas es
seductor y persuasivo con las masas, y burlón y violento con las elites intelectuales.
Tiene razón Sarmiento cuando dice que Rosas odia la inteligencia y la cultura (Facundo 358-363). Siente desprecio hacia
la juventud letrada, quizá porque percibe en éstos su sentido de superioridad y
su subestimación de las masas populares, a las que no reconocen derechos ni legitimidad,
y a las que condenan por su incultura, su “barbarie” y sus características
raciales. Rosas se identifica con los hombres de la campaña argentina, los
gauchos, en su filosofía de la vida y en su manera de ser, siente que ése es el
verdadero carácter americano que debemos abrazar. Opone a este desprecio de la
elite intelectual su propia exaltación del mundo rural del gaucho, y contribuye
a fundar lo que pasado el tiempo será el mito del gaucho, como raíz de la
subjetividad nacional argentina y depositario de los valores nacionales
auténticos.
Rosas
enfrenta a las minorías letradas y reprime duramente a la oposición política. Lleva
esta represión a un extremo inusitado cuando siente que esa oposición amenaza
su regimen, que él identifica con la patria, la continuidad y la salvación del
Estado nacional. Cuando Francia e Inglaterra, que atacan a su gobierno,
bloquean el puerto de Buenos Aires, la oposición política prepara una invasión.
Esta invasión, liderada por el General Lavalle, con apoyo francés, muestra que
los “salvajes unitarios”, como llama a todos los disidentes (por lo que termina
siendo un sinónimo de antirrosismo), son enemigos del Estado y no sólo de él,
son “antiamericanos” y deben ser excluidos de la nación. En la nación argentina
sólo puede haber rosistas, porque Rosas es la nación y el Estado es una misma
cosa con su persona. Se siente con el legítimo derecho de hacer uso de la
fuerza y emplear el terror para atacar y deshacerse de sus enemigos políticos.
El considera que el pueblo, al aceptarlo como dictador, le ha dado esta
facultad: la de disponer de la propiedad y de la vida de los enemigos.
Pone a los
disidentes políticos en el mismo papel que a sus enemigos extranjeros: les
puede declarar la guerra y aniquilarlos. Con los enemigos internos usa el terror
como medio extremo para paralizar toda oposición a su poder. Concreta lo que
John Lynch considera un ejemplo del “Leviatán” de Hobbes: se transforma en el
gobernante supremo, dictatorial, que mantiene al Estado unido empleando la
fuerza, sometiéndolo por el miedo, impidiendo la fragmentación y disolución del
mismo (Lynch, Juan Manuel de Rosas
180-190). Sarmiento reconoce en el
Facundo que Rosas ha logrado efectivamente unir al país y disciplinarlo bajo
su mando, aunque al precio de eliminar toda diferencia, toda oposición
ilustrada, de sumergirlo en la barbarie (356-366). O sea, de mantenerlo en un
estado social inferior al de la civilización. Sarmiento interpreta que Rosas
odia la civilización, y toma, como modelo del tipo de Estado que busca imponer,
la organización “feudal” de la estancia ganadera (Criscenti, “Sarmiento and
Rosas...” 97-129). Se apropia de conductas derivadas de la experiencia rural
argentina, y elabora con ellas símbolos políticos: el degüello a cuchillo es el
modo preferido de ejecución, emplea el color rojo bárbaro de la sangre en los
uniformes, “marca” políticamente a los hombres como si fueran animales para
indicar propiedad, los somete y los doma por medio del castigo y la violencia.
Rosas
cuenta con la lealtad y el cariño de las masas. La pequeña burguesía
intelectual, en cambio, acaba odiándolo. El no hace nada por ganarse su favor.
Es evidente que se trata de un desprecio compartido. La experiencia de la
tiranía hace meditar a los intelectuales sobre el valor de la libertad y el
papel del pueblo en la nación. El pueblo, después de todo, era rosista, se
había dejado seducir por un demagogo. Peor aún, el pueblo no era rivadaviano,
el líder liberal y progresista, el campeón de la educación. La pequeña
burguesía unitaria de profesionales y comerciantes tenía otro motivo para odiar
a Rosas: representaba a la elite exportadora de productos ganaderos, los
poderosos estancieros, que se habían adueñado de la economía del país. Rosas
había concretado una alianza de estancieros y sectores populares, marginando
del poder político a los comerciantes y profesionales. Los estancieros se
apoderaron de la estructura productiva y de la comercialización, eran los que
generaban la riqueza de exportación del país: los cueros, la carne salada y
otros subproductos de la ganadería.
Rosas
demostró que podía gobernar sin los sectores ilustrados, que se habían creído
indispensables en la hora primera de la Revolución. Los unitarios exiliados se
aliaron a ingleses y franceses, situación odiosa a los ojos del pueblo, porque
comprometía la soberanía nacional y la independencia política ganada no hace
mucho. Para esa cultura letrada la figura del tirano se vuelve el símbolo por
antonomasia de la barbarie populista, el terror dictatorial, el odio a las
instituciones liberales y a la vida intelectual independiente. Justifican la
invasión armada y el golpe de estado del General Lavalle en 1828, que arrebata
el poder al General Dorrego, Gobernador federal electo de Buenos Aires, y lo
fusila sin juicio previo, interrumpiendo el orden institucional y
desencadenando la guerra civil, así como el golpe de estado del General Rivera
en la Banda Oriental, que derroca al Presidente Oribe y se mantiene en el poder
con apoyo francés, por la sencilla razón de que éstos son enemigos políticos de
Rosas (Facundo 207-214).
Rosas
pasará a la historia de la naciente literatura nacional en Facundo, “El matadero”, Amalia,
como el prototipo del tirano sangriento; el intelectual y el escritor se
presenta a sí mismo como el luchador denodado contra la tiranía, amante del
bien y la libertad. Para las masas, los intelectuales ingresan en la historia
política nacional como un grupo de élite que hace gala de su superioridad
mental frente al pueblo y lo desprecia; que proclama su propia superioridad,
denuncia la inferioridad de los sectores populares incultos y exige se le
entregue el poder político para liderar la nación. Los intelectuales y artistas
liberales condenan a las masas por su origen étnico, justificando sus
antipatías hacia ellas, basados en teorías racistas y anunciando su intención
política de expulsarlas del cuerpo de la nación, por considerarlas indignas. A
la intolerancia política de Rosas los intelectuales oponen su propia
intolerancia intelectual. La cultura letrada se divorcia así de la formación
política personalista de las masas que componen el nuevo estado y que, por
primera vez, han logrado establecer una relación política duradera con un caudillo
popular que las lidera, las reconoce, les da identidad política dentro de la
nación. Los intelectuales sienten atracción y repulsión hacia las masas
iletradas. Creen que, dado su “conocimiento” avanzado de la cultura moderna,
tienen el derecho de liderar a las masas y a la sociedad toda.
Rosas es el
primero que profundiza la cultura política de las masas y, en ese proceso, les
da identidad dentro de la nación. Aunque las moviliza y las desmoviliza por
conveniencia, como a súbditos sin voluntad propia, las transforma en un
elemento de poder con el cual es necesario gobernar. Las disciplina, les exige lealtad
y obediencia suma, y no acepta que cuestionen su política. Se presenta frente a
ellas como un líder infalible con poder absoluto. Considera que su dictadura es
necesaria para salvar al país de la disolución y la anarquía: el Restaurador de
las Leyes personifica la nación y la ley. Sin él, no habría ley. Demanda que
los grupos populares y sectores políticos renueven periódicamente el contrato
social que lo mantiene en el poder; renuncia a su cargo y no acepta su
continuación hasta que no le den pruebas de que lo quieren y el Partido Federal
lo necesita.
La
concentración personal del poder había sido una constante en el gobierno del
Río de la Plata desde el establecimiento de la administración colonial impuesta
por la corona española, tan distante esta misma de sus colonias, y se
profundiza durante los primeros gobiernos revolucionarios. La tradición
política colonial española primero, y la criolla después, prefieren el
establecimiento de un poder personal y unívoco, a las complejidades de una
infraestructura burocrática y pluralista, base de la sociedad democráticamente
organizada. Rosas “educa” a las masas populares, convenciéndolas de que el
caudillo representa la ley y tiene el derecho de ejercer la violencia si es
necesario en su defensa, según él mismo la interpreta. El caudillo es capaz de
comunicarse con el pueblo, y esto lo transforma en un representante legítimo de
la voluntad popular y en un interlocutor e intérprete de sus aspiraciones
políticas. Si bien el caudillo es un tirano, mantiene un diálogo vivo con su
pueblo. Los intelectuales no logran comunicarse con las masas; muestran recelo,
temor y desprecio ante ellas.
Este
enfrentamiento entre los intelectuales y la cultura política popular, entre la
pequeña burguesía patriótica y las masas heterogéneas que componen el cuerpo
político de la nación, se repite en la historia política de Argentina durante
los gobiernos de Yrigoyen y, muy especialmente, durante los gobiernos populares
del General Perón. Perón, como Rosas, se apoya en el pueblo bajo y el
proletariado y da identidad política a sectores que, si bien participaban en
actividades productivas, estaban políticamente marginados de la sociedad,
incluidas las mujeres. Se vale, como Rosas, de su esposa, para canalizar las
inquietudes populares. Concentra en sus manos el poder político y es adorado
por las masas. Moviliza al pueblo, crea un diálogo con éste y pide constantes
demostraciones de lealtad, cariño y apoyo político (Rock, Authoritarian Argentina 157-193). Se mimetiza con los elementos
populares y obreros. Respeta la heterogeneidad racial de las masas, llama a sus
seguidores “compañeros” y, con singular cariño, sus “descamisados”, mientras él
mismo se mezcla con ellos en mangas de camisa, como un obrero más. Tiene una
relación conflictiva con los intelectuales y la pequeña burguesía liberal, que
lo desprecian y lo consideran un tirano ilegítimo.
La pequeña
burguesía letrada y el caudillo de masas disienten en su interpretación del
papel político del pueblo iletrado en la nueva nación. La pequeña burguesía
intelectual cree que las masas no pueden ser interlocutoras políticas válidas si
antes no se educan y “civilizan”. La persona sin educación no puede ejercer sus
derechos políticos, tiene que someterse al dictado de los que saben. Para el
caudillo de masas la voluntad política emana del “ser” de las masas y nadie
puede privarlas de expresar este derecho legítimo. El saber, especialmente el
saber intelectual, es accesorio. La pequeña burguesía antirrosista le niega al
dictador y al pueblo legitimidad política, busca destruir al caudillo y a sus
seguidores, especialmente a la peonada rural: los gauchos.
Los
caudillos de masas no independizan a los sectores populares de su tutela. Fomentan
el acuerdo entre la alta burguesía y el proletariado, su base popular. Tratan
con desconfianza a la pequeña burguesía, a la que ven como ilegítima:
cambiante, extranjerizante, ignorante del verdadero carácter del pueblo. En el
caudillismo hay una idealización casi mística de lo popular. El pueblo idolatra
a su caudillo porque previamente el caudillo se ha hecho a imagen y semejanza
del pueblo. Esto no significa que el caudillo no tenga sentimientos ambiguos
hacia el pueblo, puesto que el caudillo es un ambicioso de poder. Pero el
caudillo no tiene identidad política independientemente de su pueblo: son un
“yo” y un “otro”, que se dan mutuamente identidad y se esclavizan a un tiempo.
La relación es naturalmente dramática, por eso la profusión de ceremonias
públicas políticas: ambos necesitan esa reafirmación para saber que existen,
para poder verse reflejados como en un espejo. El caudillo difunde su imagen
tanto como puede: el pueblo se ve y se reconoce en él, al adorarlo se adora en
un acto de elemental narcisismo. El caudillo se siente, en nombre del pueblo,
defensor de los ideales de la nación. Defiende tanto el cuerpo como el espíritu
de la nación, su territorio como sus valores y su religión. Este tipo de
caudillismo (diferente a la dictadura del proletariado concebida por Lenín) es
el modo que asume el poder autoritario popular en los gobiernos de las
burguesías nacionales.[5]
La
dictadura de Rosas fue un acontecimiento político central en la constitución de
la nación: consolidó la unión territorial, dio identidad política a las masas populares,
defendió la independencia nacional aún a costa de los más extremos sacrificios,
generó un tipo de relación carismática entre el líder popular y su pueblo,
legitimó el ejercicio tiránico del poder cuando la nación se encuentra en
crisis o amenazada, separó la voluntad de las masas de la interpretación
iluminada de las minorías intelectuales, divorciando la cultura popular de la
cultura letrada elevada. En el Estado argentino la cultura popular no se ha
relacionado, regularmente (aunque sí en situaciones excepcionales), con la
cultura letrada de las élites, y viceversa.[6]
Los sectores populares no han podido acceder a la cultura letrada y la cultura
letrada no ha sabido dialogar sin prejuicios con los sectores populares. Hay
entre ellos un divorcio, mutua desconfianza y desprecio, como lo ejemplifica
tan bien Echeverría en “El matadero”.
La clase
popular tiene en menos al educado porque se opone al dictador y no es leal a su
persona. Para el educado el individuo inculto es una amenaza a su libertad,
representa un estado anterior del desarrollo social: la barbarie. La Generación
del 37: Sarmiento, Echeverría, Alberdi, Mitre, Mármol, Gutierrez, ha registrado
con fidelidad el dilema entre la cultura letrada y la dictadura rosista, desde
su perspectiva antipopular y antirosista (Halperin Donghi, El espejo de la historia 17-39). Solamente el unitario Ascasubi fue
capaz, en su Paulino Lucero (1839 a
1851), de condenar el rosismo desde una perspectiva populista, mostrando
simpatía y comprensión hacia el gaucho y el espíritu criollo, reivindicando la
cultura popular y el lenguaje rural independientemente de Rosas. Ascasubi
defiende el sentido lúdico de la sicología criolla, su culto al coraje y su
tendencia ostentosa, así como su alegría de vivir. Echeverría, Sarmiento,
Mármol, en cambio, prefieren el cuadro trágico, mostrado desde la perspectiva
del intelectual derrotado y pesimista (Shumway, “Sarmiento and the Narrative of
Failure” 51-60).
El rosismo
conformó una identidad política para las masas y generó un nuevo tipo de
cultura política, cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días. A la caída
del dictador, las élites liberales, entonces en posición de ocupar el poder,
expresaron su odio político al tirano victimizando a las masas, en particular
al gaucho y a los caudillos federales, como lo registró José Hernández en sus
artículos periodísticos y en el Martín
Fierro. Esto creó en Argentina un divorcio visceral entre la sensibilidad
popular y la cultura letrada, que la generación de Hernández y de los
escritores criollistas de alguna manera trataron de subsanar, pero que subyace
en el inconsciente cultural colectivo de la nación, y que se repitió durante el
peronismo, en que volvieron a enfrentarse las masas populares y las elites
cultas.
Obras citadas
Ascasubi, Hilario. Paulino
Lucero. Buenos Aires: Ediciones Estrada, 1945.
Bagú, Sergio, José Campobassi y Juan P. Oliver. “Rivadavia,
prócer o mito.” Haydée
Gorostegui
de Torres, editora. Historia Integral
Argentina. Buenos Aires: Centro
Editor de
América Latina, 1974. Vol. 2: 6-28.
Bakhtin, Mikhail. The
Dialogic Imagination. Four Essays. Austin: University of Texas
Press,
1981. Traducido por Caryl Emerson y Michael Holquist.
Criscenti, Joseph. “Sarmiento and Rosas: Argentines in
Search of a Nation, 1810-1852.”
Joseph Criscenti, editor. Sarmiento and His Argentina. Boulder:
Lynne Rienner
Publishers, 1993. 97-129.
Echeverría, Esteban. “El matadero”. Obras completas de Esteban Echeverría. Buenos
Aires: Ediciones Antonio Zamora,
1951. Compilación de Juan María Gutiérrez.
310-329.
Halperin Donghi, Tulio. El
espejo de la historia Problemas argentinos y perspectivas
latinoamericanas. Buenos Aires: Editorial
Sudamericana, 1987.
Hernández, José. Martín
Fierro. Buenos Aires: REI/Cátedra, 1980. Edición de Luis Sáinz
de Medrano.
Lynch, John. Juan
Manuel de Rosas 1829-1852. Buenos Aires: Emece Editores, 1984.
Traducción de Benigno Andrada.
Rock, David. Authoritarian
Argentina. TheNationalist Movement, Its History and Its
Impact. Berkeley: University of California
Press, 1993.
Rosasco, Eugenio.
Color de Rosas. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1992.
Sarmiento, Domingo F. Facundo.
Civilización y barbarie. Madrid: Cátedra, 1990.
Edición de Roberto Yahni.
Shumway, Nicolás. “Sarmiento and the Narrative of Failure”.
Joseph Criscenti, editor.
Sarmiento
and His Argentina... 51-60.
Weinberg, Félix, editor. El
salón literario. Buenos Aires: Librería Hachette, 1958.
Estudio preliminar de Félix Weinberg.
[1] Los intelectuales y artistas participaron
activamente durante muchos años de la vida literaria de Buenos Aires en la
primera y la segunda administración de Rosas, cuando se publicaron obras de la
trascendencia de Los consuelos, 1834,
Rimas, 1837, de Esteban Echeverría, y Fragmento
preliminar al estudio del derecho, 1837, de Juan Bautista Alberdi. El
momento culminante de la vida cultural de Buenos Aires durante esta época
coincide probablemente con la creación del Salón Literario en 1837, en la
librería de Marcos Sastre, del que formaron parte la mayoría de los jóvenes que
luego constituirían en 1838 la política Asociación de Mayo. Recién en 1838 el
gobierno de Rosas aumentó las medidas represivas contra la oposición local y
los disidentes potenciales al regimen (entre los cuales estos jóvenes
intelectuales eran seguramente sospechosos), durante el conflicto con Francia,
que culminó en el bloqueo del puerto de Buenos Aires, mientras los unitarios,
bajo el liderazgo militar del General Lavalle, planeaban la invasión militar al
territorio de la Confederación. En ese momento todos los jóvenes -- Alberdi,
Echeverría, Gutiérrez, entre otros -- decidieron emigrar para proteger su
seguridad y continuar con un trabajo político abierto de oposición desde el
exilio. La única figura intelectual de nota que permaneció junto a Rosas fue el
polígrafo napolitano Pedro de Angelis, que se transformó en el principal publicista
de la dictadura y en editor del Archivo
Americano (Weinberg, El salón literario 9-101).
[2] El volumen de exportación del sector ganadero
era mucho mayor de lo que uno puede imaginarse. Con una población total de poco
más de medio millón de personas distribuidas en un enorme territorio, la
Argentina exportaba más de un millón de cueros por año durante la década de
1830. La industria del cuero, así como los saladeros, eran los que traían al
país las divisas necesarias. La rentabilidad del sector comercial interno, en
cambio, era muy baja. Ya tempranamente, durante el gobierno de Rosas, la
Confederación Argentina se posiciona en el mundo como una neta exportadora de
materias primas ganaderas (Lynch, Juan
Manuel de Rosas 78-79 y 101-126).
[3]
Su ataque a la prensa libre fue más allá de clausurar los periódicos de
oposición en Buenos Aires. Su ministro Baldomero García protestó contra el
gobierno de Chile en 1845, durante una visita, por el asilo político dado a
Sarmiento, y Florencio Varela, el periodista líder de la oposición en
Montevideo fue asesinado (se cree que por agentes de Rosas) en 1848.
[4]
La Sociedad Popular Restauradora, luego llamada Mazorca, fue creada en 1832 y
liderada por Doña Encarnación, la esposa de Rosas, como una sociedad de apoyo
para la reelección de Rosas, que buscaba sembrar el pánico e intimidar a los
opositores. Cuando el regimen se sintió amenazado en 1838 por Francia y la
oposición unitaria, la Mazorca se transformó en grupo parapolicial y
desencadenó el terror contra la población, cometiendo numerosos asesinatos. Hay
opiniones divergentes sobre cuántos asesinatos cometió la Mazorca, pero Lynch
considera que la cifra de algo más de 2.000 ejecuciones, cometidas durante
todos los años que estuvo Rosas en el poder, es justa, aunque no todas estas
ejecuciones fueron cometidas por la Mazorca (Lynch, Juan Manuel de Rosas 224-248). Rosas controlaba a la organización,
a pesar que pretendía no hacerlo, y decía que la violencia era una reacción
popular de justificada indignación para defender su regimen. Ante la crítica de
la comunidad internacional, y ya superada la amenaza a su regimen, disuelve la
Mazorca en 1846.
[5] La relación de los grupos intelectuales con
las masas populares difiere notablemente en las revoluciones burguesas y en las
socialistas. Durante la revolución burguesa vemos desarrollarse este temor y
aprehensión entre la burguesía y las masas populares, temor que el desprecio de
los intelectuales y el caudillismo carismático expresan de distintas maneras:
los intelectuales con su ansiedad de separar las aspiraciones de las masas de
sus propias aspiraciones, y el caudillismo deseoso de controlar cualquier
acción independiente de las masas y lograr su apoyo incondicional. En la
revolución comunista se supone que el proletariado, la clase o grupo social
señalado como el más dinámico y sobre el que resta el futuro del cambio social,
es el que debe liderar por sí mismo a la sociedad, pero...necesita de la
vanguardia, en la que tiene especial papel el liderazgo de los intelectuales --
que se transforman en aliados -- para poder concretar la Revolución. La
revolución comunista requiere de una interpretación histórica tan compleja de
lo político -- interpretación que el materialismo histórico reputa “científica”
-- que dificilmente una persona sin excelente educación “burguesa” podría
llevarla a cabo. Tanto Trotsky como Lenin, líderes de la Revolución
Bolchevique, eran notables intelectuales, de gran cultura y educación,
escritores de primer nivel. Aquí los intelectuales se unen a las aspiraciones
del pueblo, y no a las de la pequeña burguesía profesional, como ocurre durante
las guerras civiles argentinas. El riesgo latente en la revolución comunista es
que los intelectuales pequeño-burgueses, lejos de desclasarse sinceramente,
acaben por ignorar los objetivos de la revolución proletaria, constituyéndose
en una burocracia permanente y actuando según sus propios intereses, con el
objetivo de perpetuarse en el poder.
[6] Dentro de estas excepciones tenemos que
considerar a la poesía gauchesca, en particular la de José Hernández y su
crítica al liberalismo, en ese momento en el poder; la poesía pro-inmigrante de
Almafuerte, hacia el fin de siglo y el papel de las letras en la música popular
urbana -- el tango -- a principios del siglo XX en el litoral argentino.
Publicado en Alberto Julián Pérez,
Los dilemas políticos de la cultura letrada,
Corregidor, 2002: 63-78.
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