Alberto Julián
Pérez ©
Siempre me intrigó el placer íntimo
que me causa el leer las poesías de Julio Herrera y Reissig, placer que es
difícil discernir si es creado por un mero artificio de la sabia escritura
poética o por la sensualidad de un poeta que comunica esa sensación a su
estilo. Debemos recordar que para los poetas de fines del siglo XIX y
principios del XX, todos aquellos que se sintieron identificados con el
Modernismo hispanoamericano y el Simbolismo europeo, el estilo era el hombre
(Pérez a. 84-95). Julio Herrera escribió una poesía exteriorista que lo hace
sospechoso de superficialidad en el mejor sentido de la palabra: poeta
descriptivo y antifilosófico, que presenta escenas recargadas y brillantes y
evita meditar en su poesía. Para él la poesía es ante todo despliegue visual y
plástico, fantasmagoría pseudonaturalista. El sentido de lo orgánico que
muestra Julio Herrera (en sus famosas neo-églogas) tiene pocos paralelos en la
poesía de la época: sólo Leopoldo Lugones en su Lunario sentimental sabrá crear una simbiosis entre explicación
naturalista y comentario cultural irónico, en una relación de mutuo
extrañamiento (Kirkpatrick 186-189).
Julio Herrera tiene una manera
especial de tratar el mundo natural, entendiéndolo poéticamente,
reinterpretándolo en sus procesos orgánicos, sometiéndolo a comentarios
culturales distanciadores y exhibicionistas del arte consumado del poeta. No
sabemos cómo llega a esta necesidad “espiritual” de representar el mundo
orgánico (no contamos con ejemplos
equivalentes en las otras artes de la época, ni existe en el Río de la
Plata una arquitectura comparable a la de Gaudí en Barcelona, con quien sí
tiene analogías la concepción de la imagen plástica orgánica de Herrera y
Reissig), pero reconocemos el conflicto entre naturaleza y arte en esta etapa
de la modernidad en el Río de la Plata. Porque si bien la poesía modernista es
un arte “moderno”, su modernidad difiere mucho de la modernidad neoclásica de
los enciclopedistas y de la modernidad romántica, que indagaba los procesos del
yo y el papel de la conciencia en el mundo. El valor del yo cambia radicalmente
para la poesía a partir de los cuestionamientos de Baudelaire, que tanto
Herrera y Reissig como su compatriota, el Conde de Lautreamont, parecen haber
vivido íntimamente. Es ése el momento en que la modernidad manifiesta una
fractura en la “buena conciencia” burguesa, se hace evidente la imposibilidad
de mantener una consciencia unitaria (como lo demostró Benjamin en su libro
sobre Baudelaire) y aparece el conflicto insoluble entre el mundo exterior y la
experiencia íntima, que el poeta “resuelve” apartándose de la vida social,
transformándose en un “observador” en los márgenes de la sociedad, que ve la
vida contemporánea con cierta impasibilidad, ironía y cinismo.
El poeta toma su distancia no sólo
con el hecho social sino también con sus propios sentimientos. Es un cronista
de su sociedad, un “voyeur”, un personaje secundario que participa a ratos,
siempre y cuando esa realidad social no duela demasiado ni lo comprometa
socialmente. El poeta post-baudelaireano ha renunciado a su papel de héroe y
profeta (al que había incitado Víctor Hugo y, en el Río de la Plata, Echeverría
y Andrade) y asumido un papel social contradictorio (Pérez c. 50-54). Tiene
conciencia de sus impulsos autodestructivos y tanáticos, de los aspectos
“morbosos” de su personalidad (como clasificaba la psicología lambrosiana las
personalidades consideradas anormales), así como de su capacidad creativa
inusual, de su excepcional habilidad lingüística. Sus estados de ánimo,
evidenciados en su experiencia poética, pasan de la autonegación al
exhibicionismo. Este es el momento en que los poetas hispanoamericanos logran
“hispanizar” la gran poesía europea, especialmente francesa, que admiraban e
imitaban, y encuentran en la gran tradición barroca de la lengua, sobre todo en
la obra poética de Góngora, el exceso, la hipercreatividad metafórica, que
distingue la poesía barroca en nuestra lengua. Góngora se transforma para
Herrera y Reissig, muy tempranamente, en un referente necesario de su propia
poesía: se puede ser un poeta radical en la lengua castellana y sumar metáforas
hasta casi hacer desaparecer el referente, por la riqueza de la expresión y la
“selva” metafórica (Herrera y Reissig, “Conceptos de crítica” 287-289). Góngora
también había demostrado que un poeta podía ser irreverente con la gran
tradición clásica que tanto admiraban los renacentistas, crear imágenes de una
artificiosidad chocante que cuestionaran la relación entre la armonía clásica y
el gusto contemporáneo.
Herrera y Reissig, sabemos por sus
numerosas declaraciones, estaba más que disgustado con la sociedad pragmática y
progresista que estaba surgiendo en el Río de la Plata, consecuencia del éxito
de la política económica desarrollista de la generación positivista, y su culto
al progreso y al éxito material (“Epílogo wagneriano a la ‘política de fusión’”
297-307). Sentía un profundo desprecio por su sociedad contemporánea. Para él,
la vida social de Montevideo denunciaba una sociedad deformada y
desnaturalizada, mediocre, provinciana, que negaba el talento y castigaba la
originalidad creadora. No se identificó con ningún sustrato nacional, lo que
resintieron muchos de sus críticos (de Torre 13). Lo cierto es que desde su
“torre de los panoramas”, su altillo bohemio, su versión cimarrona de la “torre
de marfil” simbolista, no veía la ciudad de Montevideo “real”, que podría haber
descrito un escritor costumbrista contemporáneo, ni la sociedad uruguaya
progresista de fin de siglo. Julio Herrera veía otra cosa: veía lo que negaba.
Y afirmaba una ciudad y un paisaje “desnaturalizado”, que era su paisaje
imaginario propio, que él aportaba al mundo de la poesía de entonces y de
ahora, porque una poesía de esa calidad sobrevive felizmente a su tiempo.
Aquí arribamos a la cuestión del
valor del placer en la vida y en la obra de Julio Herrera. Es el placer el que
salva la unidad orgánica del sujeto, el que logra mantener su salud mental.
Julio Herrera protege y resguarda su identidad en el placer (Espina 131-133).
Placer erótico, placer poético. Placer que se evidencia en la felicidad del
verbo. ¿Cómo goza el poeta y cómo nos comunica ese goce? ¿Cómo nos coloca en la
superficie de la escritura y nos sostiene en la felicidad del artificio verbal?
Para entender esto tenemos que recordar los cambios que experimentaba la
consciencia del sujeto en ese mundo finisecular, que meditaba sobre la percepción,
la duración y la memoria, tal como lo explaya Bergson en su filosofía (Bergson
9-64). Julio Herrera construye un tipo de imágenes poéticas cuya efectividad
depende de la intensidad y de la duración para comunicarnos el placer que
quieren evocar en el lector. Notamos que sus imágenes son constantes en cuanto
al uso de recursos lingüísticos: neologismos, palabras inusuales, metáforas que
asocian el mundo natural con el cultural y al que el poeta agrega su comentario
“crítico”, evidenciado a través de la ironía y la burla. En “Neurastenia”, por
ejemplo, dice el poeta: “Huraño el bosque muge su rezongo,/ y los ecos llevando
algún reproche/ hacen rodar su carrasqueño coche/ y hablan la lengua de un
extraño Congo.” (100) Al hacer rimar “rezongo” con “Congo” fuerza la selección
de palabras para buscar la rima. Y al hacer “mugir” al bosque y compararlo con
el ganado vacuno crea una acción distanciada de una analogía fácil y natural.
Aquí Julio Herrera está cuestionando
el sentido de lo bello, y agregando al poema un elemento grotesco,
desagradable, feo. Aparece en el poema un mundo natural bastante extraño y poco
relacionado con el paisaje local montevideano. Notamos que lo orgánico está
deformado y animizado. El recurso va más allá de la mera personificación poética.
El bosque muge, la luna luego tendrá en el mismo poema “la expresión estúpida
de un hongo”. Lo orgánico está degradado. Y si nos preguntamos por la razón, el
poeta mismo nos lo está indicando en el título del poema: “Neurastenia”, estado
de postración nerviosa. Es el estado nervioso del sujeto, su neurastenia, el
que le hace percibir ese mundo “enfermo”. Julio Herrera nos comunica un paisaje
y una experiencia sentimental desde la perspectiva del sujeto enfermo, que está
enfermo del mundo y enfermo a causa del mundo. La enfermedad amenaza la
integridad del sujeto orgánico. Habla desde la perspectiva de una consciencia
exacerbada por estados emocionales extremos, como pueden ser la enfermedad
(conocemos el papel que la enfermedad tuvo en su propia vida, por su dolencia
cardiaca de la que era plenamente consciente y que lo llevó a la muerte
temprana a los treinta y cinco años) y la alucinación, causada por la droga.
Julio Herrera gusta comunicar esos estados enfermizos de percepción,
alucinaciones y fantasmagorías, que cuestionan la objetividad del mundo, su
estado de naturaleza, y hacen pasar a primer plano la psicología alterada del
sujeto que percibe, dotando a ese mundo de una representación imaginaria que
combina la fantasmagoría con la libertad verbal, en que el poeta puede hacer
rimar, por ejemplo, “rezongo” con “Congo”, y luego, decir que la luna tiene
expresión estúpida de “hongo” y el humo hace un fantoche de “sombrero oblongo”.
Herrera y Reissig no tiene miedo de dejar deslizar su imaginación poética hacia
el disparate y lo grotesco, lo cual parece ser una necesidad constante de su
universo poético (Villavicencio 392).
Este poema “Neurastenia” tiene todos
los elementos que podríamos esperar de un poema descriptivo-dramático: el
paisaje nocturno, que Herrera siempre prefiere en sus poemas, y le permite
introducir acontecimientos naturales expresivos e inesperados (sonidos
extraños, el humo), y los personajes: un hombre, sujeto poético del poema, y
una mujer, que será el objeto del deseo del hombre. No sólo la relación entre
el sujeto y el paisaje aparece desnaturalizada, sino que el hombre y la mujer
mantienen una relación “objetual”: una relación de poder y dominio. El hombre
es el “sacerdote” poderoso, el supremo neurótico infantil y caprichoso, que le
ordena a la mujer que se arrodille, y va a celebrar “la misa”. En esa misa
herética termina tomándole con su mano un seno, el objeto consagrado, que se
transforma en “astro niño”. Es una comunión histérica y fetichista, en que las
palabras de consagración son: “¡Oh, tus botas, los guantes, el corpiño...!” El
rito neurótico muestra la liberación de la pasión a través del goce compulsivo,
impera el principio supremo del placer extático, que el poeta comunica al
lector.
Herrera y Reissig no es un poeta metafísico
y “trascendental” y no nos habla en su poesía de sus verdaderos pensamientos:
los oculta, los reprime. No filosofa, sino que viste sus imágenes, en un
supremo esfuerzo histriónico, para ocultar cualquier fondo conceptual. ¿Y el
pensamiento dónde está? Aquí sí se reconoce simbolista: está en el ritmo. Pero
no es un pensamiento propio, personal: es la Idea, con mayúscula, a la que el
poeta indirectamente se aproxima. La Idea es un Dios y no se le puede descorrer
el velo para ver su rostro. El castigo sería terrible, quizá el Silencio, la
esterilidad poética. El poeta que busca la Idea en el Mundo y desea hallar el
alma del Universo, que se esconde en el ritmo de las cosas, es un ser que está
a punto de cometer un sacrilegio. Se sabe transgresor (Kirkpatrick 191-197).
En su poesía, como un exorcismo,
encontramos repetidamente escenificada esta situación: el momento de la
trasgresión. Esta trasgresión puede generar culpa, pero el poeta, lejos de
reconocerla, exhibe, como Baudelaire, su desafío. Es un desafío individual, y
que le da valor como individuo. El ser humano está solo ante lo divino. En el
momento en que el poeta realiza el ritual de su “misa” pagana y toma con su
mano el seno de la bella, compite con Dios. Su fuerza radica en su habilidad
para acercarse al pecado, para transgredir conductas sociales “decentes”
establecidas. Está escandalizando a sus contemporáneos: no refleja sus
sentimientos fielmente en sus obras, con rigor naturalista o realista. Muestra
un mundo imaginario deformado y grotesco, compuesto de fantasmagorías que
violan el buen gusto poético, aún desde el punto de vista de la poética
modernista establecida en el Río de la Plata desde hacía ya varios años, a
partir de la publicación de Azul...,
en 1888, de Rubén Darío, y luego el soberbio Prosas profanas en 1896 (Pérez a. 65-75). La vida de Herrera y
Reissig resultó marginal en un momento en que los poetas modernistas
disfrutaban de buen reconocimiento público. Rodó, admirador de Darío, y
autoconfeso “modernista”, lo ignoró. Julio Herrera y Reissig resultó demasiado
aún para los mismos modernistas (Guillermo de Torre 13).
Su registro poético abarca tanto
extensas composiciones, “fantasmagorías” fabulosas como “La vida” y “La torre
de las esfinges”, como una numerosa y casi increíble colección de sonetos, que
lo colocan entre los mejores sonetistas de nuestra lengua (Amestoy 103-109). En
sus sonetos aborda temas “eglógicos” o pseudo-eglógicos, en los que lleva a
cabo un sistemático trabajo de demolición de la tradición naturalista del
soneto, y temas amorosos y eróticos. Los paisajes de Julio Herrera, resultan --
por la importancia que había adquirido el tratamiento del paisaje en el arte de
la época, tanto dentro de la poesía como dentro de las artes plásticas
(pensemos en la pintura impresionista) -- críticos y sintomáticos de su
relación conflictiva con su mundo literario y social. Arqueles Vela estudió
hace algunos años el tratamiento “decadente” que hacía Herrera y Reissig del
paisaje y de los temas eróticos y, comparándolo con el de Lugones, concluyó que
este último era un poeta más intelectualista, menos sensual que el uruguayo
(Vela 218-20). Lugones comunica un placer más intelectual. Julio Herrera un
placer más sensual y físico.
En la colección de sonetos de “Los
éxtasis de la montaña”, Herrera reescribe en clave modernista la poesía
bucólica y costumbrista. Poemas como “La vuelta de los campos”, “La huerta”,
“La iglesia”, “El cura”, hablan de la vida de aldea (que es más una aldea
castellana, o una aldea de “otra época”, que un pueblo de la campaña
rioplatense), expresando gran ternura hacia la vida simple del campo. Sin
embargo, hace evidente en todo momento que está reescribiendo una tradición, y
que el placer se deriva de la reescritura (Vilariño XXIV-XXVI). Herrera pinta
un paisaje por momentos simbólico y por momentos icónico, haciendo consciente
al lector de que se trata de una pintura y no de una imitación de la naturaleza
(Espina 156-160). Así, en “Claroscuro”, por ejemplo, el poema se llena de
“gestos” y signos, y las “palomas violetas” salen de las paredes de las casas
que están “arrugadas” y oscuras (12-13). Los personajes criollos, como el cura
o el arriero, conviven con personajes mitológicos y otros tomados de las
Escrituras. Todo lo que es imagen plástica es susceptible de ser animado y
participar en la fabulación: en “La iglesia”, los santos, la pileta bautismal,
aún los animales domésticos contribuyen a animar una grotesca comedia rural
(13).
En sus sonetos amorosos Herrera es
casi siempre serio y trágico, pero en los sonetos campesinos tiende a la
comedia. El poeta hace dialogar a los elementos de la naturaleza: en “La
huerta”, una “mítica Majestad” le pone el dedo en los labios a “la noche”,
llamándola a silencio, mientras “la huerta” sueña (12). En la fábula participan
las míticas Hécuba e Iris, desprovistas de ningún sentido trágico: al poeta
parece interesarle más el aspecto decorativo y extrañante de estos personajes,
que no pueden confundirse con seres históricos de carne y hueso. Ayudan a
“desnaturalizar” la naturaleza (Camurati 304). A resaltar el sentido del
artificio verbal. El poeta crea un paisaje artificial, artesanal. Pero el
placer que nos comunica en sus versos se debe tanto a la invención metafórica y
al ritmo, como a la anécdota: el poema exhala ternura, delicadeza. Uno no puede
dejar de leer sin detenerse a cada momento para decir: ¡qué lindo! Julio
Herrera sabe comunicarnos lo bello, sabe extasiarnos, nos está brindando un
instante de placer, que tanto apreciamos los lectores. Placer intenso, placer
sensual.
El poeta descompone lo material en
imágenes “interpretadas”, comentadas, acotadas: es un mundo de anécdotas
humanas. Es el paisaje sentido. En ese comentario vivimos los lectores la
sensibilidad del poeta. En la selección del mundo natural que el poeta
interpreta “estéticamente”. No le interesan las implicaciones filosóficas ni
morales del espacio bucólico. Le interesa sí mostrar en él lo colorido y lo
bello, lo armonioso y lo plástico, lo sensual y lo grotesco. Con esos elementos
compone su propio paisaje eglógico. A diferencia de otros poetas
contemporáneos, como Rubén Darío y Antonio Machado, Herrera presta poca
atención al sentido trascendente de las ideas. La autocompasión confesional
parece ser extraña a su temperamento, a pesar que por su enfermedad y su
sufrimiento personal tenía motivos auténticos para quejarse (de Torre 7-34).
Para él la poesía era un sacerdocio, el mundo del arte un sitio ideal donde el
ser sensible podía salvarse. Vivía perdido en ese mundo. Negaba, en cambio, su
dolor personal y sus circunstancias. Notamos en esto un cierto ascetismo. Un
sentido profundo del sacrificio que debe hacer el artista para llegar a
expresar su don poético.
Como ocurre en la creación de la
metáfora, una figura que tanto apreció, en la que se reemplaza el objeto por
otros que lo representan, Julio Herrera cambió el mundo “real” por aquellas
ensoñaciones que lo aludían en su aspecto más sensual y brillante (“Concepto de
crítica” 287-89). La poesía para él fue una serie de ropajes y de máscaras. No
vivió en Montevideo sino en sus ensoñaciones. Podemos imaginar que fue un
sufriente que en su dolor encontró gozo. Pero no fue el único en pasar por esta
experiencia: artistas como Verlaine, pensadores como Nietzsche, alternaron
entre la expresión del dolor y la exaltación egocéntrica de su grandeza.
Herrera ocultó su sufrimiento y su miedo a la muerte con singular pudor. A
veces, al leer su poesía, nos quedamos con la sensación extraña de sentir que
no sabemos quién es el que está hablando.
Herrera ejecuta un trabajo de
verdadera “traducción” de los temas de la poesía amorosa de su época a una
clave moderna propia, a su “estilo”. Los traduce a las peculiaridades de su
visión, en la que tienen un papel muy importante el sentido lúdico y la sorpresa.
Este estilo demuestra su inefable originalidad como poeta, originalidad que
tanto apreciaban los poetas modernistas y simbolistas. Existe un estilo
“Herrera”, como existe un estilo “Darío” y antes hubo un estilo “gongorino”. El
estilo de Herrera es irrepetible, porque es en sí un estilo extremo que, sin
buscar conscientemente la parodia, contempla lo deforme y llega a lo grotesco.
Intentar repetirlo sería caer irreparablemente en la parodia. Herrera se mueve
en ese margen. Su arte es un arte terminal, que culmina una manera de escribir,
la lleva a su límite. Sin querer, la clausura. Por eso notamos en su poesía
todo el peso de un modo de escribir anterior al suyo: el de los modernistas que
lo antecedieron. Siendo el modernista de por sí un arte autoconsciente, Herrera
tiene que escribir aceptando la presencia del modelo de grandes poetas
consagrados, como Gutiérrez Nájera y Darío.
Herrera no especula con las
posibilidades metapoéticas del verso. Su interés está en expresar su goce del
mundo, que comunica al lector a cada momento. No cae en el intelectualismo. Su
secreto es la sensualidad extrema de la imagen. Herrera compone escenarios
animados que son una maravilla de color, y donde el hallazgo poético es
constante. Dice en “Anima clemens”: “Palomas lilas entre los alcores,/ gemían
tus nostalgias inspiradas;/ y en las ciénagas, de astro ensangrentadas,/
corearon su maitín roncos tenores.” (46). La estrofa es irreducible a sus
elementos, pero nos muestra su felicidad verbal, que es la que hace a la gran
poesía. Aquí Herrera comparte su don con otros grandes poetas de la lengua, su
admirado Góngora, y el argentino Lugones, con quien su mundo poético tiene
muchas cosas en común.
En un espacio social finisecular
transformado por los cambios materiales, la poesía de Herrera refleja
sutilmente ese mundo multifacético en que vivían los habitantes del Plata a
principios del siglo XX: la riqueza creciente de sus sociedades, el victorioso
eurocentrismo, la diversidad y la relativa tolerancia política. Herrera nos
ofrece un arte rico y multidimensional. Pertenece a una generación nueva, que
no ha vivido las limitaciones del mundo de sus padres liberales y positivistas,
que lucharon por traer el progreso material a su sociedad. Es parte de una
juventud desencantada ante los aspectos pragmáticos negativos del progreso,
sobre todo la superficialidad cultural, el consumismo (Kirkpatrick 31-36). Pero
su desencanto supone la relativa afluencia de la sociedad finisecular rioplatense,
considerable si se la compara con la austeridad de la misma algunas décadas
antes.
Es una sociedad que está en un
estado de rápida transformación social, económica y cultural. El cambio
cultural niega el sentido selectivo y aristocrático de la cultura. Esa sociedad
amplía su base social popular y ofende el gusto selecto de las elites. El gusto
popular es más torpe y rudo, y los jóvenes poetas aristocráticos sienten
desencanto. Le tienen miedo a la mediocridad, a la vulgaridad, y se aíslan en
un proceso psicológico de rechazo. Juzgan negativamente el cambio social,
muestran su desilusión, que los separaría seguramente de la sensibilidad de las
nuevas generaciones de jóvenes inmigrantes y de su problemática social. Además
de lo popular, Herrera rechaza lo nacional, que preocupaba a los liberales y a
los positivistas (Serna Arnáiz 132). Para él, la sociedad podía darse el lujo
de ser “internacional”, cosmopolita. No siente su identidad nacional amenazada,
como sí la sentirían muchos de sus contemporáneos, en particular Leopoldo
Lugones, que pasaría de la poesía del Lunario
sentimental, 1909, a una poesía nacionalista y localista. Herrera cree en
el valor universal de la poesía y la lengua, y en el sentido trasnacional de la
experiencia, en esos centros líderes de la modernidad, que eran las jóvenes
ciudades hispanoamericanas en rápido ritmo de crecimiento urbano.
Herrera hereda de todo un siglo de
arte poética el enfrentamiento manifiesto en la cultura de las burguesías
hispanoamericanas entre el arte popular y el arte selecto de las minorías cultas,
que muestran la desconfianza hacia lo popular, y el deseo de las elites
pequeño-burguesas de crear un arte distinguido, incuestionable, que las
representara. Arte difícil, su poesía tiene, sin embargo, una enorme fuerza
emocional, y gran capacidad para impactar la sensibilidad del lector común.
Como reconoció Darío, y sucedió en la práctica, aún un arte exquisito como el
de los modernistas finalmente habría de llegar al pueblo (Pérez b. 93). Ese
temor hacia lo popular subsiste, no obstante, en su visión de mundo y en su
actitud ante la vida. El temor a contaminarse, a enfermarse de vulgaridad.
Lo que debemos rescatar de la poesía
de Herrera y Reissig, aunque parezca mentira decirlo, es el placer de su
lectura. La felicidad del hallazgo verbal se repite en cada poema del gran
uruguayo. Su paleta de figuras y colores, de texturas y superficies, comunica
una sensualidad que colma los sentidos del lector. Su mundo de fantasía amplía
nuestro imaginario con sus encantaciones, que están más allá de lo verosímil y
nos instalan en la autenticidad de un mundo poético puro, tan puro como puede
llegar a serlo un mundo poético construido de un lenguaje contaminado con su propio
sentido de realidad. Herrera resemantiza el lenguaje común con su arte
inigualable, dándole a éste un sentido poético nuevo en la historia de la
poesía. Arte irrepetible, la poesía de Julio Herrera y Reissig está allí para
que la gocemos los lectores. Esto nos ha dejado: un placer único, un sentido
nuevo del gozo y el placer de la lectura. ¿Por qué es tan importante que
enfaticemos el sentido del placer en su poesía? Porque tengo para mí que eso es
lo que lo animó en su escritura, porque siendo él seguramente un hombre acosado
por temores e inseguridades propias de su vida, buscó hacer del placer y la
sensualidad el principio supremo de su arte. En ese goce nos comunica su
éxtasis modernista.
Bibliografia citada
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Bergson, Henri. Ensayo sobre los datos inmediatos de la
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Editorial Graffiti, 1995.
Herrera y
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1978.
Edición de Alicia Migdal.
Kirkpatrick, Gwen. The
Dissonant Legacy of Modernismo
Lugones, Herrera y Reissig,
and
the Voices of Modern Spanish American Poetry. Berkeley: University of
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Press, 1989.
Pérez, Alberto
Julián. a. “La ‘enciclopedia’ poética de Rubén Darío”. Modernismo,
Vanguardias,
Postmodernidad Ensayos de Literatura Hispanoamericana. Buenos
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Corregidor, 1995. 65-75.
----------. b.
“El estilo modernista”. Modernismo,
Vanguardias, Postmodernidad...84-95.
----------. c.
“Los comienzos poéticos de Darío: Romanticismo y Parnaso”. Modernismo,
Vanguardias, Postmodernidad...50-64.
Serna Arnáiz,
Mercedes. “El positivismo latinoamericano Positivismo y modernismo:
encuentros y desencuentros”. Cuadernos Hispanoamericanos 529/30
(1994):
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de Torre,
Guillermo. “Estudio preliminar”. Julio Herrera y Reissig, Poesías
completas. Buenos Aires: Editorial Losada, 1942.
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Vela, Arqueles. Teoría literaria del Modernismo Su
filosofía, su estética, su técnica.
México: Ediciones Botas, 1949.
Vilariño, Idea.
“Prólogo”. Julio Herrera y Reissig. Poesía
completa y prosa selecta...
IX-XL
Villavicencio,
Laura N. de. “La distorsión en las imágenes en la poesía de Julio
Herrera y Reissig”. Cuadernos Hispanoamericanos 309 (1976): 389-402.
Herrera y Reissig”. Cuadernos Hispanoamericanos 309 (1976): 389-402.
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