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lunes, 23 de octubre de 2017

Especulaciones territoriales y teorías raciales en la constitución ideal de la nación argentina



                                                                                           Alberto Julián Pérez ©


            La literatura argentina del siglo XIX, en su momento fundacional, está marcada por las especulaciones geográficas sobre la naturaleza, carácter y extensión del territorio de la nación, y por las observaciones raciales sobre los tipos humanos que pueblan el país, así como sobre el tipo humano y racial que debe tratar de atraerse al suelo. La geografía y la raza parecen ser una obsesión nacional. Es una preocupación derivada de un momento político y cultural especial: la fundación de la nacionalidad independiente. Esta fundación se hace después de un proceso revolucionario de liberación y los actores significativos del proceso social -- intelectuales, políticos, militares, periodistas, comerciantes, terratenientes, etc. -- mantienen la convicción de que la revolución ha creado un corte definitivo con el pasado colonial. Ven el presente nacional como una “tábula rasa”, un espacio vacío en que ellos, los nuevos actores políticos y culturales, van a establecer (e inscribir) el significado de la nacionalidad (Echeverría, Dogma socialista 44-51). Y no sólo el significado: su alcance, su composición política, su tipo de gobierno, sus proyectos de desarrollo económico y social...Y además van a decidir quiénes son los integrantes legítimos de la sociedad civil y de esa nueva entidad política que aparece en la vida del país y que se llama “pueblo”.[1]
            Los autores que emergen en Argentina en el período siguiente a las luchas independentistas, la denominada Generación del 37 -- Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre, Juan M. Gutiérrez, Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, José Mármol, Vicente F. López -- son integrantes de un sector criollo urbano, que se identifica con un proyecto modernizador liberal. Las presiones políticas internas que sufren durante la larga tiranía “gaucha” del General Rosas, lejos de anular el poder creativo de estos intelectuales y silenciarlos, resultan productivas para ellos. Desarrollarán sus ideas culturales y políticas -- que conciben como una unidad inseparable -- observando y estudiando las relaciones de poder en la Argentina, tales como éstas emergen de los conflictos sociales y las guerras civiles (Halperín-Donghi, Revolución y guerra 76-93). Analizan cuidadosamente las causas del fracaso del gobierno liberal ilustrado de Rivadavia, el primer Presidente del país, y procuran entender cuáles son los obstáculos que retardan la incorporación de los logros del legado iluminista europeo al suelo nacional (Shumway, The Invention of Argentina 81-111). Este legado iluminista debía resultar en la implantación de un régimen constitucional para la nación, para que, al amparo de la ley, floreciera un país independiente, soberano, “civilizado”. Evaluaban, sin embargo, con sentido crítico, los logros políticos de la filosofía enciclopedista; Alberdi, en su Fragmento preliminar al estudio del derecho, 1837, critica los excesos políticos del “siglo pasado”. Según Alberdi, estos excesos radican: “En haber comprendido el pensamiento puro, la idea primitiva del cristianismo, y el sentimiento religioso, bajo los ataques contra la forma católica. En haber proclamado el dogma de la voluntad pura del pueblo, sin restricción ni límite. En haber difundido la doctrina del materialismo puro de la naturaleza humana.” (143). Alberdi creía que debía cambiarse la violencia revolucionaria por el progreso reformista paulatino, emancipar a la plebe, a la que identificaba con “la humanidad”, y cultivar la espiritualidad, sin abandonar por esto el aspecto material de la vida.
            Estos intelectuales inician un estudio de su patria, analizando el carácter del territorio, la lengua, la composición racial, el carácter del pueblo.[2] Tratan de conocer y entender la naturaleza del poder en el nuevo estado, e incorporar a la propia experiencia una lección política. Aprenden de las experiencias negativas (las luchas civiles que llevaron a la tiranía de Rosas). Desde el punto de vista de Sarmiento en su Facundo, 1845, el poder de Rosas representa la prolongación del absolutismo monárquico centralista colonial, la “edad media”, en la vida contemporánea, y su método de gobierno consiste en mantener el autoritarismo político y cultural colonial (llenándolo con su persona “bárbara”, que es una negación de la política y la cultura liberal ilustrada) (34-46). Sarmiento estudia en esa obra el carácter del poder político del caudillismo y analiza los valores sociales y morales que lo hacen posible. Niega la legitimidad de dichos valores, considerándolos la expresión primitiva de un pueblo bárbaro. La transformación ilustrada, la modernización del país, exigía derrocar la tiranía rosista y transformar los valores. La búsqueda de saber era también una estrategia de poder.[3]
            La tiranía rosista ponía a la sociedad al servicio del amo. El centralismo económico porteño creaba una situación interna neocolonial similar a la anterior colonial, cuando el poder español explotaba las riquezas para el rey.[4] La configuración de la nacionalidad exigía un proyecto político distinto, y fue el grupo letrado, en representación de la sociedad civil, el que aportó su cultura para explicar la razón del poder y la opresión dictatorial, y constituir ese pensamiento político (Katra, The Argentine Generation of 1837 43-65). Sarmiento y los miembros de la Generación del 37 no solamente reclamaban la caída de Rosas y el fin del caudillismo, sino también un cambio de los valores. Se preguntaban por el lugar que debía ocupar la cultura letrada en el nuevo Estado nacional, y el papel que tendría el saber y el conocimiento dentro de ese Estado.
            La Generación del 37 hace su reclamo político y cultural como un grupo de oposición que ha salido al exilio y se ve forzado a ocupar una posición marginal, situación que tratan constantemente de cambiar, entregándose a un periodismo combativo de denuncia de las injusticias del régimen.[5] Los “proscriptos”, como los denomina Ricardo Rojas, buscan socabar la legitimidad del poder de los caudillos (Rojas V: 9). En sus estudios, Sarmiento, Echeverría, Alberdi, transforman su propia marginalidad en un espacio privilegiado de observación de la vida cultural y política en Argentina. Son los representantes del sistema liberal en exilio, contra el antisistema autoritario de los caudillos. Los valores culturales que idealizan no tienen vigencia en el territorio nacional, dominado por los caudillos; ellos buscan reterritorializar sus valores y codificarlos en un sistema político y económico, con la garantía de una Constitución. Emerge el proyecto de un ser nacional que lucha por conseguir su representatividad. Con este ser nacional la cultura adquiere un nuevo significado político. El Otro, el bárbaro, el gaucho, representado por Rosas, en ese momento en el poder, será luego el excluido cuando logren reterritorializar sus ideas al suelo nacional.[6]
            Sarmiento, Echeverría, Alberdi, creen que la raza es un factor de decisiva importancia en la formación del pueblo futuro que ha de habitar el territorio y, por consiguiente, en la definición del ser nacional.[7]Consideran que hay razas biológicamente mejor dotadas que otras para vivir en una sociedad civilizada y aportar a esa sociedad la fuerza creativa de su personalidad, contribuyendo a su desarrollo y progreso.[8] Para vivir en una sociedad moderna liberal y republicana los individuos tienen que ser capaces de ejercer sus derechos políticos de ciudadanos y elegir a sus representantes. Aquellos que no saben o no pueden elegir con sabiduría a estos representantes crean una amenaza política, pueden hacer un gran daño a la nación. Como sabemos, Rosas era un gobernante muy popular, apoyado y aún adorado por las masas. Rosas gobernaba directamente, asumiendo en su persona la suma del poder público (él era el Estado), excluyendo la participación de la sociedad civil libre de su gobierno. Era un dictador que regimentaba la existencia de la sociedad civil. La condición que imponía a todos los habitantes de la nación era el apoyo incondicional a su régimen: no admitía ni periódicos de oposición, ni partidos políticos de oposición, ni disenso ideológico en las instituciones educativas.[9]
            Este control férreo de la sociedad civil en un momento crucial para el desarrollo de la nación, luego del fracaso del gobierno de Bernardino Rivadavia, destruye los valores culturales liberales, que los miembros de la Generación del 37 aspiran a restituir. Por lo tanto su proyecto es cultural y simultáneamente político. Para restaurar los valores culturales tienen ellos mismos que convertirse en gobierno, apropiarse del poder. Son los integrantes de las elites urbanas cultas, que se sienten los únicos representantes legítimos de la sociedad civil y luchan desde el exilio para reestablecer sus derechos frente a una clase política usurpadora, tiránica. La Generación del 37, sin embargo, carece de un aliado fundamental para llevar a cabo su reforma del poder: el pueblo, puesto que el pueblo apoya a los caudillos populares, que son precisamente caudillos de masas, elegidos y elevados por ellas.[10] Por eso, la Generación del 37 desea cambiar la naturaleza del pueblo. Sus estudios -- Facundo, Dogma socialista, Bases -- tratan de comprender e interpretar las particularidades del territorio nacional y la idiosincracia del pueblo, para saber qué leyes deben dársele y cómo se lo puede gobernar.
            Sarmiento, en Facundo, 1845, presenta a sus lectores la alegoría del enfrentamiento de dos fuerzas sociales titánicas que buscan dar nacimiento a una nación. Lo que él llama el bárbaro, es el Otro que debe ser excluido de la Nación. Este bárbaro puede ser el gaucho, el tirano, los que apoyan a Rosas, pero también es una metáfora de algo intuido, innombrable y odioso, que Sarmiento desea describir y conceptualizar. El propósito político de Sarmiento, como periodista, es atacar al regimen dictatorial de Rosas y, al mismo tiempo, establecer sus derechos -- y el de los integrantes de la Asociación de Mayo -- a competir por el poder para llevar a cabo su propio proyecto cultural. El bárbaro es el monstruo, y su expulsión y exclusión de la república civilizada queda justificada por su misma monstruosidad, por su deformidad natural. Para que la sociedad civilizada pueda existir, en el concepto de Sarmiento, hay que sacrificar al bárbaro, medio-animal y medio-hombre. El gaucho, representante de la barbarie, se vuelve la víctima expiatoria gracias a la cual Sarmiento planea salvar a su sociedad y hacer triunfar su proyecto civilizador. El gaucho, entonces, es un individuo concreto, pero también una metáfora y una catacresis del Otro, del bárbaro. Sarmiento transforma un ser histórico y real en una metáfora epistemológica (Said, Orientalism 1-15). El gaucho, como ser intermedio entre el estado de naturaleza y el estado de civilización, es un elemento más en un proceso de transformación, de evolución social.
            Sarmiento empieza su ensayo caracterizando primero el territorio del país y explica al gaucho como resultado de la geografía, mostrando el proceso interactivo de su adaptación al medio. En todo momento reconoce la fuerza, el coraje, de este habitante del territorio, y demuestra que es el autor de un saber primitivo, derivado de su lucha contra el medio. Al mismo tiempo, describe su inhabilidad política, su falta de educación letrada, lo cual lo incapacita para discernir en aquellas cuestiones que requieren un conocimiento del mundo simbólico del lenguaje escrito y la alta cultura “civilizada”. El gaucho es un elemento político ambiguo y peligroso, a quien Rosas utilizó para consolidar su poder tiránico, expresión de las fuerzas oscuras, bárbaras, que se oponen a la civilización y al progreso (Facundo 86-7). Alberdi mantiene una actitud más contemporizadora sobre el gaucho y los elementos populares que Sarmiento y, finalmente, entra en abierta polémica con éste. Ya en su Fragmento preliminar al estudio del derecho, 1837, Alberdi idealizaba al pueblo que componía la nación y dice: “La emancipación de la plebe es la emancipación del género humano, porque la plebe es la humanidad, como ella, es la nación.” (149) Insiste en que la mayoría popular inculta es “hermana” de las elites cultas.
            Alberdi no consideraba al gaucho un elemento bárbaro de la sociedad, según lo proponía Sarmiento. Veía en la sociedad americana dos tipos humanos: los indígenas o salvajes, y los europeos. La barbarie era un estado social transitorio y el gaucho no encarnaba un tipo humano “bárbaro”.[11]El indígena, consideraba Alberdi, había sido ya vencido en Argentina. Toda la cultura americana era de origen europeo: su lengua, sus instituciones, su literatura (Bases 33-49). Existía una subdivisión entre hombres del litoral, y hombres de tierra adentro o mediterráneos, los primeros producto de la Europa moderna, y los otros, producto de la Europa del tiempo de la Conquista. Los reyes de España enseñaron a odiar lo extranjero. El hombre de América, pensaba Alberdi, debía aprender a amar lo extranjero. Había que crear hábitos de civilización en América trayendo europeos, especialmente ingleses, para que prevaleciera la industria. La raza, creía Alberdi, no era una garantía por sí misma: había que dar al país leyes liberales para asegurar los beneficios de la civilización. Consideraba especialmente benéfico para América el papel que tenía la religión cristiana, base de la unión definitiva de esta sociedad. Pero creía en la tolerancia religiosa y en leyes racionales. 
            Sarmiento discriminó entre las fuerzas criollas que, según él, se oponían a la civilización, y las que la apoyaban. No aceptó la posibilidad de que esos habitantes criollos del territorio nacional, los gauchos, formaran parte de la nación. Sarmiento le negó al gaucho derechos políticos. Al indio y al negro, igualmente, los consideraba excluidos del proyecto nacional. Al  indio por ser “salvaje”, estar en un estadio natural anterior al del bárbaro, que conjuga en su personalidad elementos salvajes y civilizados; al negro, por pertenecer a una raza “inferior”, incapaz de acceder a la civilización, y por inclinarse naturalmente a la tiranía y servir a los poderosos (los negros de Buenos Aires apoyaban incondicionalmente a Rosas). El indio, entonces, pertenece a un estadio anterior de la sociedad (el tribal) y, desde su punto de vista, es lógico excluirlo; el negro, en cambio, formaba parte de la sociedad urbana porteña como trabajador y sirviente, y se vale de argumentos políticos especiales para rechazarlo, acusándolos de perversidad política y complicidad con el gobierno rosista (Facundo 252-3).
            La mayor parte de los escritores rechazan la humanidad del indio: el indio, para ellos, es un monstruo subhumano, capaz de los actos más tremendos de crueldad.[12] Así aparece en La cautiva, Facundo, La vuelta de Martín Fierro. Los indios están en guerra con la sociedad blanca y cristiana, de origen europeo, y viven del saqueo y del robo. Ocupan tierras valiosas que el estado nacional quiere apropiarse para sí. Dado el criterio territorial del sentir nacional de estos representantes de la sociedad civil ilustrada, no hay posible alianza política con el indio. Los caudillos gauchos, sin embargo, pensaban y actuaban de otra manera. Rosas buscaba una nación transterritorial que restituyera los antiguos límites que había tenido el territorio durante el Virreinato del Río de la Plata, como lo dice explícitamente Sarmiento (Facundo 254). Al mismo tiempo, era soberano de una sociedad transracial, y aceptaba como súbditos al criollo urbano, pero también al gaucho, muchas veces mestizo, al negro, y en cierta forma al indio. Si bien Rosas organizó una campaña contra el indio en el desierto, ampliando la frontera de la sociedad blanca, su campaña no fue de exterminio total. Rosas hizo alianzas con los indios, los aceptó como peones en sus campos, y conoció su lengua (escribió un diccionario pampa-castellano) (Slatta, Gauchos and the Vanishing Frontier 131). Los indios “amigos” formaban parte del ejército rosista y contribuyeron con sus propios escuadrones en las campañas para detener las distintas invasiones que sufrió Rosas durante su gobierno.
            A diferencia del indio del desierto, el negro estaba íntimamente integrado al sistema económico. Se sabe que la población urbana de Buenos Aires en esa época incluía aproximadamente un tercio de población negra (Lynch, Juan Manuel de Rosas 127-134) . Estos habían sufrido la esclavitud durante la época colonial; la Asamblea del año XIII decretó la libertad de vientres, pero los adultos que habían nacido en esclavitud continuaron siendo esclavos; los negros ocupaban los puestos de trabajo más modestos, los oficios más bajos.[13] Participaron activamente en las luchas de la Revolución independentista y también en las guerras civiles. Sin embargo, los escritores de la Generación del 37 en ningún momento pensaron en incluirlos en su proyecto de nación. Sarmiento habla explícitamente de la maldad y la perversión de los negros que apoyan a Rosas, y de las negras que son sus espías (Facundo 252-3). Así también las caracteriza Mármol en Amalia, mostrando cómo los miembros de la familia de Rosas manipulan a las mujeres negras para obtener información política y perseguir a la oposición unitaria (191-7). Echeverría en “El matadero”, cerca de 1839, caracteriza a las mujeres negras como brujas grotescas que se apoderan de las sobras que dejan los carniceros gauchos federales; no reconoce el duro trabajo que hacían y las somete a todo tipo de burlas y vejaciones (El matadero 101-2)). También Hernández, en El gaucho Martín Fierro, 1872, trata de manera infamante al personaje negro y a su compañera: el gaucho provoca a pelear al negro y lo mata (39-42). Se disculpa y reivindica en cierta forma en La vuelta de Martín Fierro, 1879, en que aparece el hermano del muerto, y Fierro no sólo no lo mata sino que acepta payar con él de contrapunto, destacando en todo momento el gran arte poética del negro, su inteligencia y su saber (Martín Fierro 191-211). El mismo Mansilla, que defiende al indio como un individuo inteligente y capaz de ser perfectamente integrado a la civilización, ataca al negro: en Una excursión a los indios Ranqueles, 1870, el narrador-protagonista descarga toda serie de improperios contra un cantor negro que “cantaba mal” y aún amenaza con golpearlo (Mansilla 187-88). El sector ilustrado, “civilizado”, parece estar de acuerdo sobre la inferioridad del negro y la necesidad de excluirlo de la nación. Sarmiento aún se alegra de cómo la sociedad negra está rápidamente siendo diezmada por la guerra (Facundo 253).
            Es evidente que en la concepción liberal e iluminista del estado moderno, que la Generación del 37 adopta,  el concepto de la raza juega un papel esencial. El concepto de raza se articula con el criterio territorial de la soberanía nacional del Estado. Si para la nación es indispensable estar en control del territorio, sus centros de poder y sus fronteras territoriales, y el territorio aparece imbuído de valores espirituales especiales, también le es necesario, según este criterio, formar una raza que esté intimamente armonizada con la geografía, para constituir un estado nacional poderoso y con “personalidad” propia. En muchas de las narraciones del siglo XIX, y no solamente en Argentina (pensemos en el ciclo de novelas de diversos países americanos que vinculan íntimamente el territorio con la raza), el pensamiento sobre la raza y las políticas raciales se vuelven una obsesión para políticos e intelectuales (Sommer, Foundational Fictions 20-27). El proyecto de modernización aparece indisolublemente unido a la habilidad del estado nacional para interceder como árbitro en la formación de una raza apta para la creación de una gran civilización. Y esa raza a su vez se vuelve depositaria de los valores culturales de la nacionalidad. En el proyecto cultural y político de la Generación del 37 la formulación de la cuestión racial procede con una claridad impresionante.
            No solamente hay un claro rechazo del negro y del indio, sino también del gaucho. Este, al ser de la misma raza que el criollo urbano (tanto el criollo como el gaucho pueden ser de origen hispano exclusivo o mestizos) y un representante de la patria criolla, que forjó la independencia, debería tener pleno derecho a participar en la constitución de la nación (lo que será aceptado luego, cuando desaparecido éste como tipo social, pase a formar el substrato mítico que sostiene la idea fundacional de la patria). Sarmiento lo rechaza por su primitivismo, por su incapacidad para adaptarse a los hábitos de la sociedad civilizada (Slatta 14). Civilizada quiere decir aquí letrada, culta. El rechazo del gaucho se vuelve una cuestión de cultura y de valores. Lo que llaman civilización es un valor. La cultura se transforma en el elemento dinámico que guía el proyecto político. Dado que éste proyecto político apoya su legitimidad en los conceptos de “territorio nacional”, que debe ser libre, independiente y soberano, y de “raza”, que tiene que ser compatible con las características del suelo, estar integrada a la cultura del suelo, ¿cómo hacer para poblar un enorme territorio mayormente desértico, y con un crecimiento demográfico inferior al que se requería para lograr un desarrollo económico competitivo que ubicara al país al nivel de otras naciones poderosas? La solución que preveen es cultural y racial y descansa en la inmigración europea, sobre la suposición de la superioridad de esta cultura en relación a las culturas americanas.
            ¿Qué transcendencia dan al papel social de la mujer? El racionalismo iluminista entiende que el “hombre”genérico representa a la humanidad. La humanidad para ellos es masculina, o en todo caso masculina/femenina. La patria es femenina, y también la libertad es una mujer. España es considerada la “madre patria”, una mala madre por desgracia. Para ellos la mujer es una provincia masculina: un sujeto colonizado por el hombre, y de quien el hombre cuida y por el cual decide. La cuestión de la mujer, como la cuestión del papel del niño, sólo aparece cuando se trata el tópico del hogar y la educación, que deciden los hombres. El Estado para ellos es una entidad patriarcal. Sin embargo, los miembros de la Generación del 37, como individuos cultos, con excelente formación intelectual y educación artística, muestran interés en el mundo de la mujer. Sarmiento organiza una escuela de mujeres, trae al país educadoras del extranjero para impulsar la educación nacional, mantiene amistad con mujeres, como la Sra. Mary Peabody Mann, esposa de Horace Mann, el prestigioso educador norteamericano, que le traduce el Facundo al inglés y lo publica en 1868 (Monti, “Women in Sarmiento” 95). Conocido es el amor y admiración que manifiesta Sarmiento por su madre, de quien deja una imagen imborrable en Recuerdos de provincia (162).
            Estos escritores conciben en sus obras pocos personajes femeninos decididos y fuertes. María, el personaje de “La cautiva” de Echeverría, es uno de ellos: tiene un vigor y energía masculina y lleva a la rastra a su compañero herido y lo defiende matando a puñaladas a un indio. Pero en general se representa a la mujer como débil y vulnerable. Para Mármol, Amalia es el prototipo de la heroína romántica, sensible, débil, aniñada. Los escritores de la gauchesca son más dúctiles. Hernández trata con simpatía y benevolencia a la mujer: Martín Fierro se juega la vida por defender a una cautiva frente a un indio salvaje, y habla con compasión de su mujer, que, acosada por el hambre, se fue a vivir con otro cuando lo llevaron a la frontera. En ningún momento la condena moralmente, ni exhibe superioridad o machismo frente a la mujer. El gaucho define su machismo frente a los otros gauchos, demostrando su superioridad y su valor, exponiendo la vida. El indio, en cambio, para Hernández, es cruel, y brutaliza y castiga a la mujer. Cuando a la presentación del sexo femenino se asocia la cuestión racial la actitud del escritor cambia. Echeverría, en “El matadero”, habla de las mujeres negras que trabajan con los carniceros gauchos con enorme desprecio; el que sean negras y modestas trabajadoras parece que estimula su animosidad contra ellas. También muestra un gran odio Sarmiento en el Facundo contra las negras que colaboran con el gobierno rosista. Al hablar de las mujeres de los gauchos, sin embargo, reconoce que son las que hacen todo el trabajo en el rancho (Facundo 45-6).
            Rosas dio una papel destacado a las mujeres en el mundo político, aunque subordinado al suyo propio; su esposa Encarnación Ezcurra, hasta su muerte en 1838, era el brazo derecho del dictador, papel que luego pasa a ocupar su hija Manuelita. Su sobrino, el Coronel Lucio V. Mansilla, en su estudio sicológico de Rosas, da gran importancia a la figura materna decidida y autoritaria en la formación del carácter del tirano (Rozas 3-12). Rosas, siendo una habilísimo demagogo, crea un culto personal alrededor de la imagen de su esposa, de su hija y de sí mismo, que forman una santa trinidad popular. A la muerte de su esposa todo el pueblo debe llevar luto por dos años. El retrato de Rosas aparecía en los altares de las iglesias junto al santísimo sacramento. Tanto Echeverría en “El matadero”, como Mármol en Amalia, 1851 y 1855, presentan escenas que muestran el respeto y adoración de las masas hacia la familia de Rosas. Mármol describe a la cuñada de Rosas, ya muerta su hermana, como una arpía, dirigiendo el espionaje contra los unitarios, para el que utiliza fundamentalmente el servicio de las mujeres negras (191-8). Rosas no sólo buscó su base de poder y autoridad entre los gauchos de la campaña, sino también en la población urbana y el pueblo bajo de Buenos Aires, incluyendo los negros, negras y mestizos que ocupaban los puestos de servicio más modestos.[14] Su concepción absolutista del poder le hacía indispensable el considerar como súbditos suyos a la totalidad de los habitantes del suelo. Rosas no gobernaba con vistas a una utopía futura, era un estadista con sentido práctico, pensaba en el presente y en su supervivencia en el poder, siempre amenazada por la oposición unitaria y los conflictos internos e internacionales (Lynch, Argentine dictator 92-125).
             Para la concepción racionalista e iluminista la mujer no podía integrarse a la sociedad política activa, madura, adulta, hasta tanto no se educara, y una vez educada, debería ocupar el papel racional dentro de la familia que ellos le asignaban: cuidar de la casa, y la educación y bienestar de los hijos. En este sentido, la mujer se parecía a los niños: era considerada un ser sin el adecuado desarrollo moral y cultural. Tenía que madurar, según las normas masculinas y patrióticas de lo que esto implicaba, para reconocerle luego un papel en la nación liberal (Masiello, Between Civilization and Barbarism 17-51). Todos conocemos el lento proceso que fue para la mujer llegar al reconocimiento de sus derechos políticos. Si bien la mujer no podía ser totalmente excluída de la nación liberal, puesto que la nación no podría existir sin la familia, la mujer fue marginada. Le impidieron ejercer sus derechos políticos, limitaron su acceso al trabajo y a la educación. Los únicos individuos con derechos políticos totales en la nación criolla liberal que concibió la pequeña burguesía ilustrada argentina eran los hombres educados adultos y blancos, de origen europeo. La maduración de la sociedad política, hasta que se lograron formar partidos políticos representativos modernos y todos los ciudadanos tuvieron el pleno ejercicio de los derechos políticos, fue lenta, y pasó por un proceso intermedio en que aún la guerra civil y los golpes de estado, la violencia política y la presión armada, eran considerados medios aceptables y legítimos para establecer el poder y el liderazgo de los integrantes de un grupo social. El voto secreto, que eliminó las amenazas y extorsiones, así como el fraude electoral, no se consiguió hasta 1912. Y el voto femenino lo obtuvo Eva Perón en 1949, durante el Gobierno del General Perón, el otro gobernante personalista que, como Rosas, disfrutó de una relación carismática con el pueblo, y dio a la mujer un papel político protagónico durante su gobierno.
            Vemos que del proyecto sarmientino queda excluido lo americano (Sarmiento parcialmente identificaba a América Hispana con la barbarie): excluye de la nación al indio, siendo el único auténticamente nativo del territorio americano, y excluye al gaucho, que está íntimamente unido a la geografia, al suelo nacional. Reconoce que Rosas se designaba a sí mismo como “americano”, lo que Sarmiento repite peyorativamente, con ironía (Facundo 276). En la nación gaucha, “Federal”, rosista, no se respeta lo extranjero, en particular lo europeo. Rosas es el único gobernante americano que mantiene con éxito guerras con Inglaterra y Francia y resiste el bloqueo marítimo, lo cual le da una enorme fama en otras naciones como defensor del suelo y la soberanía americana, frente a poderes que tenían una peligrosa tradición imperialista (el General San Martín, recordemos, le regaló el sable de sus campañas libertadoras, en agradecimiento por su defensa del territorio nacional).15 A principios del siglo, en 1806, Inglaterra había invadido Buenos Aires y la había ocupado por un año, antes de ser expulsada por sus habitantes. En la década del treinta se apoderó de las Islas Malvinas, situadas en la plataforma continental argentina. Aquí se enfrentan los miembros de la Generación del 37 con Rosas: apoyan el bloqueo Anglo-Francés, y reputan legítima la intervención de los europeos en la guerra civil argentina, porque actuaban a solicitud de los Unitarios, del grupo liberal ilustrado que ellos defendían.16
            ¿Por qué aceptaban que poderes europeos intervinieran en el Río de la Plata? Fundamentalmente porque los consideraban culturalmente superiores y ambicionaban recibir de ellos los medios de “civilización” que necesitaban, para desarrollar en Argentina una nación moderna comparable a las naciones europeas (Facundo 284-6). A España, el poder colonial que había dominado el territorio, la juzgaban atrasada (y como fuera de Europa), decadente, llena de residuos bárbaros, como lo demuestra Sarmiento en sus Viajes; Inglaterra y Francia, en cambio, eran consideradas modelos de progreso liberal y civilización. Representaban para ellos lo mejor del mundo moderno. Este eurocentrismo los llevó a concebir una manera ingeniosa de poblar el país desierto, que ya estaba llevando a la práctica la ex-colonia inglesa de América, que primero se había independizado: Estados Unidos. Los norteamericanos importaban ávidamente inmigrantes europeos, especialmente de Inglaterra y de Europa del norte, y éstos llegaban al país con su cultura, su industria y su capacidad superior de trabajo. Lo mismo podían hacer ellos. La idealización de Europa les hizo ignorar los impulsos imperialistas y expansionistas europeos, porque se sentían militarmente fuertes como nación joven para mantener su soberanía.
            La alianza cultural que buscaban con Europa, era además alianza racial. Su concepto de raza era un concepto cultural y no puramente biológico. Para ellos era evidente que no todas las razas tenían las mismas aptitudes para la civilización, y los europeos habían probado, por su posición sobresaliente y líder en la cultura mundial, que eran superiores. Eran entonces una raza “superior” e importando esa raza al territorio nacional lograrían mejorar la aptitudes de los argentinos hacia la civilización. La cuestión de la inmigración europea se transformó en parte de un proyecto cultural y político para modernizar y desarrollar la nación, al punto que consideraron necesario legislarlo en la  Constitución, aún por escribirse cuando Sarmiento publicó Facundo, en 1845, y que sólo se concretaría después de la caída de Rosas, en 1853. La perfecta raza argentina se lograría, según Sarmiento, uniendo al criollo argentino con el inmigrante europeo, y excluyendo de esta alianza al gaucho bárbaro, al indio y al negro. De esta alianza entre criollos ilustrados y europeos surgiría la civilización nacional. Debían formar el pueblo educado que consideraban indispensable para llevar adelante el modelo de país civilizado que se proponían: un país moderno, en desarrollo. 17
            Ese pueblo (de acuerdo a esa concepción elitista de la democracia) debía reflejar la superioridad de las elites liberales que querían constituir al país a su imagen y semejanza. Sarmiento, Echeverría, Mármol, rechazaban al pueblo real tal como lo habían observado durante la tiranía rosista, bajo la que vivieron: un pueblo multirracial, ignorante, políticamente identificado con el dictador. El nuevo pueblo tendría dos grandes aliados: la educación escolar, que sería pública y gratuita, y la religión católica organizada, dos instituciones que contribuirían a su desarrollo y su superación.18 Y a esto se sumaban las ventajas naturales del territorio nacional, bendecido por la fertilidad de su suelo, sus grandes ríos, su riqueza de todo tipo, que sólo requería de una cosa para dar frutos: el trabajo. Proponen una cultura del trabajo, que necesita de una alianza laboral con Europa, para proveer al país de la mano de obra necesaria para hacer florecer su riqueza.
            ¿Con qué contaba el país para atraer a los inmigrantes europeos? Necesitaba, primero, una Constitución Nacional, una ley que garantizara los derechos y obligaciones de todos los ciudadanos, extensibles a los inmigrantes. Segundo, ya resuelta la cuestión racial, había que asegurar la pacificación del territorio nacional, resolver la cuestión del indio, expulsándolos de las tierras que ocupaban y abriendo esos territorios a la colonización. Debían resolver los problemas territoriales entre las provincias y sus fronteras, así como el lugar, la ubicación geográfica, de la Capital de la nación, y el papel de Buenos Aires, la provincia más rica y poderosa (estratégicamente situada en el estuario del Plata, donde desembocaba el mayor sistema de ríos del territorio nacional), en el conjunto de la nación. Los problemas de la hegemonía porteña habían llevado a numerosas y cruentas guerras civiles, a períodos de anarquía y a la formación de partidos políticos opositores enemigos (aunque no eran partidos políticos en el sentido moderno): el Unitario, que respondía a intereses de grupos centralistas, hegemonizados por Buenos Aires, y el Federal, que representaba los intereses del interior y resentía la rivalidad porteña (Shumway, The Invention of Argentina 81-111). El conflicto, derivado de una situación políticamente explosiva, sólo pudo ser mitigado gracias a la habilidad política de Rosas, que llega al poder con el respaldo de los caudillos provinciales, contra el golpe de estado del partido Unitario, liderado por el General Lavalle, que en 1828 fusila sin juicio previo al Gobernador federal Dorrego, legítimamente elegido para su cargo por el voto.
            Rosas, tal como lo reconoce Sarmiento, se mantiene en el poder gracias a su enorme capacidad negociadora y mediadora, y a su autoritarismo. Representante de la floreciente oligarquía ganadera, margina a la sociedad civil culta y establece una base de poder popular en las masas, conduciendo a una situación de personalismo y totalitarismo demagógico (Facundo 254-7).19 Por eso los miembros culturalmente más avanzados de esa sociedad civil, los integrantes de la Generación del 37, planean esta revolución cultural y política contra el rosismo. Lucharán por el poder desde la educación y la cultura, con el objetivo de ocupar cargos políticos una vez constituida la nación. Son intelectuales de formación múltiple, tanto literaria como filosófica, histórica y sociológica, que aprenden de sus lecturas y de sus ricas experiencias políticas. El ejercicio del periodismo en el exilio, fundamentalmente en Santiago y Montevideo, se transforma para ellos, los miembros de las elites cultas liberales, en el instrumento ideal para proyectar sus ambiciones políticas y culturales (Katra, The Argentine Generation of 1837 43-65). Su obra, lo que nosotros recibimos hoy como su obra “literaria”, fue el resultado de su periodismo político, ejercido como un cuarto poder, el poder crítico de la sociedad libre para cuestionar el poder, ponerle límites, denunciar su ilegitimidad (González, Journalism and Spanish American narrative 13-16). Era un periodismo partidario. Escribían artículos de crítica y denuncia para desprestigiar la figura del dictador y enemigo político. No presentaban la historia con objetividad, porque no tenían ese propósito. Eran cronistas, hablaban de un mundo en el que ellos eran parte interesada. Sarmiento interpreta los hechos políticos con una visión parcial y polémica, que exagera y deforma los hechos. Argumenta con habilidad retórica, para persuadir a sus lectores de la infalibidad de su punto de vista y sus opiniones políticas. Rosas tenía el poder y el grupo liberal al que representaba Sarmiento no, y esto justificaba lo encarnizado de su oposición.
            Sarmiento demoniza a Quiroga en el Facundo. Es la biografía del ángel exterminador. Su objetivo periodístico inmediato: movilizar a los lectores contra el caudillismo gaucho. Y otro objetivo a largo plazo: proyectar su propia imagen como pensador político, como figura de peso en el concierto de las ambiciones políticas. Ya Sarmiento en esta época tiene prestigio en Chile como periodista y educador, y cuenta con la amistad de importantes personalidades de la cultura y de la política. Luego, en Argentina, una vez caído el dictador, inicia su propia carrera política: será Gobernador de su provincia, durante la presidencia de Mitre, Embajador en Estados Unidos y Presidente de la República (Katra, The Argentine Generation of 1837 43-65). La Generación del 37 distó mucho de ser un grupo de intelectuales desinteresados. Constituían una facción política con un programa de gobierno y tejían sus alianzas partidarias mientras escribían sus notas periodísticas. Sería un error tomar esas notas y artículos periodísticos como textos literarios ciudadosamente planeados. Aunque hoy es para nosotros una obra literaria canónica, el Facundo fue un libro de periodismo político, una obra de combate, por eso su heterogeneidad narrativa. Como todo periodista que trata de probar sus opiniones (es un libro de opiniones y argumentos, no de verdades) Sarmiento recurría en sus artículos a todo su saber: sus lecturas políticas, históricas, literarias. Entre las lecturas históricas citaba con frecuencia las historias recientes escritas por europeos sobre los países colonizados por ellos en Africa y Oriente (Verdevoye, Domingo F. Sarmiento... 55). Además empleaba sus propias experiencias, porque Sarmiento fue cronista: historiador-testigo de hechos contemporáneos, que él había vivido. 
            A pesar que en el Facundo Sarmiento dice que ellos, los miembros y simpatizantes de la Asociación de Mayo, quieren ponerse más allá de las disputas que enfrentaron a Unitarios y Federales (bipartidismo que Rosas había destruido, unificando la política bajo el terror), el grupo mantiene una filiación directa con las ideas liberales y el eurocentrismo del antiguo Partido Unitario, si bien aportan su propio programa de gobierno (Dogma socialista 127-197). La Generación del 37 (con la excepción de Alberdi) no busca una posición centrista en las luchas políticas de la época. Estos intelectuales vueltos políticos -- Echeverría, Sarmiento, Mitre -- muestran considerable intolerancia y dogmatismo en sus concepciones y sus prácticas políticas. El punto de equilibrio que permita la reconciliación nacional no lo van a proveer ellos, sino los caudillos, como auténticos representantes de los proyectos y las aspiraciones populares (Myers, “Las formas complejas del poder...” 83-100). Si es Rosas quien logra mantener en un primer momento un país unificado y territorialmente integrado durante las guerras civiles que siguen a la Revolución independentista, evitando la disgregación territorial, será luego el General Urquiza, el caudillo lugarteniente de Rosas y quien lo derroca en 1852, venciéndolo en la batalla de Caseros, quien llamará a los distintos sectores para escribir la Constitución Nacional. Este hecho polarizará a la Generación: el General Mitre, a quien Sarmiento apoya, ataca al caudillo y lidera la separación de Buenos Aires de la Confederación durante diez años (Mitre, además de intelectual e historiador, era también hábil militar y político), y Alberdi, enfrentado con el sanjuanino sobre el papel histórico del General Urquiza, se transformará en el teórico y el ideólogo de la Confederación, apoyando la presidencia de Urquiza. (Katra 203-7).
            La otra gran obsesión de la Generación del 37, además de la cuestión de la composición racial de la nación y la de la inmigración y la colonización del “desierto” (“desierto” que se hacía más difícil de poblar al rechazar ellos la participación de amplios sectores populares en la nación ideal), fue la cuestión territorial. No sólo se discuten las fronteras exteriores, sino sobre todo las fronteras interiores. Los caudillos fueron los líderes en las disputas territoriales, puesto que eran principalmente jefes territoriales y resistían cualquier intento de otros caudillos por controlar territorios que estaban bajo su influencia. El trabajo político de los proto-caudillos (Quiroga, López y Rosas y, muertos los dos primeros, sólo Rosas), aquellos que habían logrado someter a los caudillos menos poderosos empleando la persuasión o la fuerza para convencerlos de la legitimidad de su poder, fue el ampliar los límites de su poder territorial en sus provincias y formar ligas integradas por varias provincias, demostrando que el territorio de la federación podía articularse en su conjunto como una unidad mayor que la provincia, como una Confederación, evitando así la disgregación. Pero el punto más álgido de tensión fue la rivalidad territorial y económica entre las provincias del interior y Buenos Aires, dada la posición estratégica y privilegiada de la última.
            La preocupación territorial es el eje semántico que vertebra el Facundo: Sarmiento discute las oposiciones  binarias “barbarie/civilización” y “campo/ciudad”. Desplaza luego su sentido a la relación “interior/ciudad puerto” y, tomando como ejemplo a Córdoba y a Buenos Aires, transforma a la primera en símbolo del mundo colonial español y foco de la contrarrevolución, y a la segunda en modelo del mundo moderno ilustrado revolucionario (120-35). La “filosofía” territorial guía su interpretación de la influencia de la geografía del país (la pampa, el desierto, las travesías) en el carácter del gaucho argentino, en su estilo de vida, en su lenguaje, en sus costumbres ( Facundo 31-48). Las condiciones del suelo, sus peculiaridades, determinan su sicología, su manera de vivir y sus necesidades culturales y políticas. El futuro de la nación, según su concepción racional causalista, depende de cómo ellos, los jóvenes ilustrados con vocación política, logren resolver el desafío que las condiciones naturales del territorio desértico presentan para su desarrollo humano y económico. La combinación de la influencia del suelo y de la “herencia” hispana, con su “incapacidad” para el trabajo y la industria (Sarmiento cree en la existencia de una herencia cultural y social), han producido un tipo humano: el gaucho, que desprecia las ciudades (el territorio civilizado por excelencia) y desprecia los ríos (el medio de comunicación, transporte y comercio más eficiente en el siglo XIX). Aquí se asocian la “debilidad” racial del gaucho, debida a su herencia hispana, con su desinterés por el comercio, y su arrogancia y autosuficiencia señorial. El gaucho, recordemos, es un “bárbaro”, más que un “salvaje” pero menos que un “civilizado”, según la escala de Sarmiento: un ser en un estadio intermedio de desarrollo (Lojo 47-78). Este estadio no podía considerarse definitivo: la lógica evolutiva indicaba que el gaucho tenía que desaparecer (y en esto la historia le dio la razón a Sarmiento) y dar lugar al individuo civilizado.
            Los miembros de la Generación del 37 dan importancia decisiva a la cuestión de la sede del gobierno de la República: el problema de la Capital. Solamente resolviendo de manera satisfactoria este problema podía asegurarse la pacificación duradera del territorio. Sarmiento escribe Argirópolis en 1850, proponiendo capitalizar un territorio neutral como territorio federal: una isla a la entrada del estuario del Plata, Martín García. En la práctica la disputa territorial sobre la cuestión de la capital iba a tardar mucho en resolverse. Se soluciona definitivamente en 1880 con la federalización de la ciudad de Buenos Aires, transformada en sede del gobierno de la nación: su territorio pertenece a todos, no es patrimonio de ninguna provincia en particular. Las inquietudes territoriales/raciales/culturales de Sarmiento, unidas orgánicamente en su pensamiento, vertebran las observaciones y reflexiones de sus Viajes por Africa, América y Europa, 1849. Ve barbarie en el Africa colonizada y en España, civilización en otras partes de Europa (a pesar que les hace diversas críticas políticas) y por sobre todo en Norte América, para él el gran modelo a seguir. Sarmiento aprobaba la fuerza expansionista del país del norte. La pequeña burguesía argentina tenía proyectos de expansión definitiva territorial al inmenso territorio del sur del país (las famosas 15000 leguas) ocupado por los indios en pie de guerra. Esto también lo resolverá el General Roca en 1879 en su Expedición militar al Desierto, desplazando permanentemente a los indios de sus territorios (Slatta 138-40).
            La obsesión con la geografía y con la raza, paralela a la obsesión con la educación, de los miembros de la Generación argentina del 37, no es en mi opinión, un caso aislado en la historia política de las burguesías nacionales (Anderson 47-65).20 Las especulaciones territoriales y raciales son un componente esencial de la experiencia política del estado nación. En el estado-nación aparece un nuevo sujeto político: el ciudadano, el miembro del pueblo del estado nación con derechos políticos para gobernar y elegir gobernante. El pueblo deja de ser el súbdito del monarca para transformarse, potencialmente, en un actor político principal de la nación, que elige sus propios representantes. Para “pensar” la nación es indispensable atribuirle identidad individual a sus miembros (la idea de nación aparece unida a la de libertad individual, derechos y deberes individuales), reconocer la existencia de un sujeto nacional en un territorio, con el cual se identifica. El hombre y el suelo se vuelven una unidad política y simbólica indivisible. Cuando se piensa al país, al estado nación, se lo piensa desde la “identidad” individual de un sujeto que pertenece a un suelo porque ha nacido en él y ha recibido del suelo todos sus atributos morales y espirituales.21 De aquí se derivan las preocupaciones con la “raza”. El concepto de “raza” reúne los atributos de rasgos biológicos, morales, espirituales y culturales, como lo estudia Sarmiento en el Facundo. El gaucho no podía pertenecer a la nación moderna porque carecía de ciertos atributos morales.22
            El pensamiento nacional es un pensamiento idealista, esencialista, que trata de establecer el “ser” de la nación, pone límites, y muestra legítimas diferencias. La manera en que se plantea la cuestión de la identidad nacional, territorial, racial (que nos recuerda la manera en que el individuo busca autodefinirse sicológicamente estableciendo su identidad personal), unido al deseo individual de supremacía, fomenta la competencia y enfrenta conflictivamente a los individuos. Estos llegan a esta situación como resultado de una necesidad íntima, porque la obsesión territorial y racial, la necesidad de establecer una identidad propia nacional proviene de necesidades síquicas profundas de seguridad y protección, una necesidad “familiar” de autodefensa y unión del grupo para resguardar la continuidad de un sujeto espiritualmente concebido. Quieren formar ese sujeto al que llamamos argentino, o peruano, o norteamericano. Algo lo distingue, algo lo separa de los otros. Establecer el núcleo de esa identidad se transforma en una cuestión vital para crear valores propios. Y reaccionan con intolerancia y agresividad contra cualquier cosa que los amenace. En ese momento el racionalismo iluminista se confunde con el romanticismo político. El culto individualista del estado burgués coincide con el culto heroico romántico. El individuo y el estado individualista aparecen como los motores de la historia (Pena de Matsushita 96-9). 
            El mundo que describe Sarmiento es un mundo en competencia y lucha. Los individuos buscan conseguir el dominio político y conquistar el poder. Tanto él como sus compañeros de generación son actores en esa competencia y partes en el conflicto. Por eso el Facundo no puede dar una visión objetiva de la historia argentina. Para triunfar en esa lucha la solución individualista de Sarmiento y sus compañeros de Generación propone transformar la individualidad de los agentes políticos, “civilizar” y educar al “soberano”. Fomentar el desarrollo de la inteligencia, la educación, la autodisciplina (producto del trabajo) y el respeto a la ley (Zea 257-68). Y la religión, como reguladora de los sentimientos públicos y amenazadores de las multitudes. La identidad nacional parece ser frágil y pasa por momentos de crisis, como los individuos. Las transformaciones sociales y económicas amenazan su “esencia”. Su interpretación de la realidad política nacional muestra una búsqueda obsesiva de equilibrio, poder y estabilidad, unida a los deseos de enriquecimiento y expansión, que han traído durante el siglo XIX y el XX terribles guerras (Said 3-14). La obsesión territorial y racial guía a la filosofía del estado nación, y es inseparable de la comprensión burguesa del mundo y de la cultura. La burguesía entiende el mundo desde una óptica territorialista y racista. El sentimiento de superioridad nacional y la discriminación contra los extraños, o los que no pertenecen a un grupo o clase legítimamente aceptada como integrante de la nación, constituye una parte integral de la cultura de la nación-estado como entidad política. La nación, al menos la nación capitalista y burguesa, se piensa a sí misma como entidad física y como raza (no como clase). Considera al Estado y al territorio una unidad soberana. Y un mundo espiritual.23
            Percibimos un fantasma tras la preocupación obsesiva por el territorio y la raza de estos intelectuales de la Generación del 37, miembros casi todos ellos de la Asociación de Mayo (que por estar en los orígenes fundacionales de la nación son también sus teóricos y colaboran en el proyecto ideal de la nación): el miedo a no alcanzar su ideal de formar una cultura nacional que represente la síntesis de los mejores impulsos creativos de la pequeña y gran burguesía, tal como se habían hecho evidentes en otras partes del mundo, especialmente en Europa. Estos eran: su capacidad de empresa, la riqueza del universo simbólico y cultural que la había caracterizado como clase, sus logros tecnológicos y sus grandes proyectos en el campo de la educación. Ven el mundo como algo inestable, en crisis permanente, real o potencial, en el que luchan fuerzas encontradas, tratando de desplazarse mutuamente. Es un mundo cultural y políticamente amenazado. Parece el proyecto de aquellos que sienten su ser dividido y buscan la unidad perdida. Su concepto de raza y de territorio respondía a una búsqueda de identidad. Deseaban crear una nación homogénea y única, para demostrar la superioridad nacional, y probar que el pueblo tenía un destino especial que cumplir. En su lucha se transformaron en terribles enemigos de todos aquellos elementos heterogéneos que pudieran impedir o retrasar la conquista de una “identidad” nacional definitiva propia. Esta posición cultural y social naturalmente separa, distingue y discrimina, selecciona. Une lo práctico económico con lo ético, porque lo que se busca es el “bien” de la nación. Pero no es un bien para todos. Hay que dejar fuera al “otro”, al “bárbaro”, al extranjero.
            Las diferencias son vistas como una amenaza a la unidad del “cuerpo” de la nación (Slatta 161-79). Porque si la nación tiene una raza y un territorio, y tiene un sujeto nacional, también tiene que tener un “cuerpo”. Este cuerpo es concebido como parte del “ser” nacional. Porque la nación es idealista. Filosóficamente idealista. La búsqueda de la identidad se vuelve la búsqueda de una entelequia ideal fundamentalista, una nostalgia permanente por el origen. La cultura de la nación no puede estar separada, no lo está en la práctica, del modo en que la nación fue producida políticamente. Para la Generación del 37, en su propia experiencia, la política era la cultura. Su trabajo, su tarea política: gobernar, poblar, luchar contra la tiranía, era una tarea cultural, al menos era la forma en que ellos entendían la cultura, en que la estética, la búsqueda de belleza ideal, se fundía con la ética, con la búsqueda del bien social y público.


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[1]  Si bien la burguesía idealizaba el valor del pueblo, y reconocía su significado como actor político, entendían que era peligroso hacer depender la vida política de la opinión colectiva de una masa de gente. Feijoo creía que la historia demostraba los muchos errores cometidos por el pueblo (Feijoo 77-86). Rousseau, en su muy admirado Contrato social, comparaba el desarrollo del pueblo con el desarrollo de la persona: el pueblo pasaba por una primera etapa de desarrollo que podía considerarse infantil, y durante la cual no se le podían dar derechos políticos plenos (183-188 ). Solamente el pueblo políticamente maduro podía asumir esta responsabilidad y de allí la polémica para ponerse de acuerdo sobre qué sujetos eran políticamente maduros y cuáles no.
[2]  Obras fundamentales de este corpus son las discusiones sobre la lengua entre Sarmiento y Bello, los discursos sobre la lengua de Juan María Gutiérrez, Facundo, Argirópolis, Viajes y Conflictos y armonías de las razas en América, de Sarmiento, Dogma Socialista de Echeverría, Bases de Alberdi, y los numerosos estudios de este último sobre la economía del país, la guerra del Paraguay y el papel de la guerra en la sociedad moderna (Katra, The Argentine Generation of 1837 43-65). Además de estos ensayos, las obras de ficción de los integrantes de la Asociación de Mayo -- sociedad secreta organizada para combatir la tiranía de Rosas y provocar una segunda revolución cultural y política -- y sus simpatizantes: Mármol, Echeverría, Mitre, Alberdi, proyectan las preocupaciones de sus autores sobre estos temas y nos dan una visión mimética de ese mundo que censuran, tal como lo ven los jóvenes ilustrados antirrosistas.
[3]  Notamos que estos periodistas políticos, intelectuales y estadistas que integran el grupo de la Generación del 37 tienen como proyecto moderno contribuir a crear el nuevo estado nacional, pero, simultáneamente, discuten el carácter que debe asumir el sujeto moderno post-colonial.
[4]  La visión de mundo del imperio colonial español era integrativa y monista: un imperio, un rey, una religión. La concepción política integracionista de Rosas tenía analogías con el absolutismo español, era una versión nacional y americana de un sistema  político totalitario. Rosas no aceptaba el derecho de secesión e independencia de las provincias, ni la oposición política a su regimen. Cualquier binarismo le resultaba peligroso y amenazante. Sarmiento, por el contrario, tiene una visión binarista y dialéctica de la historia, la entiende como una lucha entre fuerzas que se enfrentan hasta producir una síntesis superior. En esta lucha dramática debe triunfar la civilización. Aquí notamos la influencia del pensamiento de la Ilustración, de la teoría de la división de poderes y la concepción dialéctica, evolutiva e idealista de la historia en las concepciones políticas de esta Generación.
[5]  Los jóvenes se reúnen en  un principio en el Salón Literario de Buenos Aires, y en 1838 forman una sociedad secreta, la “Asociación de Mayo”, que Sarmiento considera “carbonaria”, en referencia a los revolucionarios italianos (Facundo 262-4). Esteban Echeverría, como líder del grupo, es quien escribe las “palabras simbólicas”, programa político del grupo, que luego le servirían de base para la redacción de su Dogma Socialista. Las asociaciones secretas desempeñan un papel clave en las luchas de liberación contra el poder español, especialmente la Logia Lautaro en Argentina, a la que pertenecían el General San Martín y el General Alvear, figuras cimeras de las guerras  independentistas. Sarmiento cree que los integrantes del  grupo de jóvenes conspiradores antirrosistas serán los líderes políticos de la patria futura. 
[6]  Esto ocurrirá después de la caída de Rosas, vencido por el Gobernador de Entre Ríos, General Justo J. de Urquiza, en 1852, en la batalla de Caseros. A partir de ese momento los miembros de la Generación: Vicente F. López, Sarmiento, Alberdi, Mitre, Mármol, Juan M. Gutiérrez, pasan a ocupar importantes cargos políticos y culturales y participarán activamente en la tarea de consolidar el estado liberal progresista.
[7]  La actitud colonial antes las razas había sido distinta. El centralismo absolutista monárquico no reconocía un poder político directo a sus súbditos (aunque los Borbones introdujeron reformas y permitieron un cierto grado de participación local en el gobierno por medio de los cabildos) y en su concepción universalista del poder todos los habitantes y cosas del territorio imperial pertenecían al Rey (Lynch, Bourbon Spain 328-74). La Corona, desde este punto de vista, gobernaba tiránicamente. Ya que todos, independientemente de su raza, servían a los intereses económicos de la corona, establecieron, para mejor controlar la situación social, mecanismos de inclusión, exclusión y mutua dependencia entre los sectores de distintas razas, en relación al trabajo, el servicio real, los oficios, etc. Los más favorecidos eran los criollos de padres españoles, aunque a una considerable distancia de los españoles peninsulares que tenían muchísimos más privilegios y derechos. El Periquillo Sarniento, 1816, de Lizardi, ofrece un buen cuadro representativo de la relación entre indios, mestizos y criollos en México durante la última etapa colonial, a fines del siglo XVIII y principios del XIX.
[8]  Dice Sarmiento en Facundo, refiriéndose a las tres razas que habitan el suelo argentino (la española, la indígena y la negra): “...de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo, que se distingue por su amor a la ociosidad e incapacidad industrial, cuando la educación y las exigencias de una posición social no vienen a ponerle espuela y sacarla de su paso habitual. Mucho debe haber contribuido a producir este resultado desgraciado la incorporación de indígenas que hizo la colonización. Las razas americanas viven en la ociosidad y se muestran incapaces aun por medio de la compulsión, para dedicarse a un trabajo duro y seguido. Esto sugirió la idea de introducir negros en América, que tan fatales resultados ha producido. Pero no se ha mostrado mejor dotada de acción la raza española cuando se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos.” (38-39)
[9]  La lucha contra la tiranía de la Asociación de Mayo y los miembros de la Generación del 37 admite perfectamente una lectura sicológica, que no es extraña al carácter psicologizante de las teorías políticas de la burguesía, que dan al individuo, al pueblo y a la conciencia política individual relevancia como actores políticos en el proceso de autogobierno. Esta lectura psicologizante nos haría ver la oposición a la tiranía rosista como una resistencia a la autoridad absoluta del padre político, y un complot de los hijos contra el padre tiránico odiado. Este odio a la autoridad paterna (y los caudillos son figuras patriarcales) se transforma, durante el proceso de desarrollo de la literatura argentina y latinoamericana, en uno de los ejes temáticos principales en los diversos relatos y novelas que toman como base la figura del dictador, contra el que un sector social resiste. Facundo, “El matadero”, Amalia, son ejemplos tempranos de una de las formaciones literarias más productivas de Hispanoamérica, que daría en nuestro siglo obras maestras como El señor Presidente, de Asturias, El otoño del patriarca de García Márquez y Yo, el Supremo, de Roa Bastos. Los gobiernos autoritarios en Hispanoamérica, asociados repetidamente al poder opresivo de la institución militar, siguieron, durante el siglo XX, dándole credibilidad a esta significativa corriente temática.
[10]  Los jóvenes intelectuales de la Generación del 37 no supieron valorar la cultura popular urbana ni la cultura campesina, como sí la celebraron los escritores de la gauchesca. Sarmiento es el único que estudia la cultura gauchesca, en el Facundo (49-73), mezclando su admiración por sus logros artísticos con la crítica hacia sus aspectos primitivos, que negaban la civilización. El intelectualismo y la formación iluminista, así como su mala experiencia con el rosismo, que las masas apoyaban, impidió que valoraran la participación del pueblo en la vida política que siguió a la independencia y el sacrificio del campesino en las guerras civiles. Creían en la cultura elevada, en la alta literatura, en la escritura. No reconocieron legitimidad a las voces de ese mundo popular que se expresaba en las calles, en las fiestas patrióticas, el mercado, las reuniones del gauchaje durante la yerra. Las descripciones que hacen Echeverría, Sarmiento, Mármol, del mundo popular son siempre negativas, para mostrar la ignorancia de la gente, su primitivismo, su barbarie, su incapacidad política.
[11]  En Grandes y pequeños hombres del Plata Alberdi afirma que no hay barbarie y los caudillos representan la democracia del pueblo más numeroso y menos instruido y rico, la mayoría de las campañas, y los hombres de principios son los caudillos de la democracia de las ciudades (280-283).
[12]  Lucio V. Mansilla, en Una excursión a los indios Ranqueles, 1870, será una excepción a esta manera de sentir y representar al indio.
[13]  La Constitución de 1819 abuele la esclavitud, pero no todas las provincias la aceptan. La Constitución de 1853 reitera la abolición. Dado que Buenos Aires se separa de la Confederación por varios años, la esclavitud se mantiene allí hasta 1861 (Slatta 34-35).
[14]  The British Packet registra con curiosidad e interés la primera ceremonia pública que preside Rosas después que asume la gobernación de Buenos Aires por primera vez en 1829: las exequias fúnebres de Dorrego, el gobernador federal asesinado por Lavalle. Rosas organiza un desfile que, en opinión del reportero, era el más notable que había visto en su vida. Distintos cuerpos armados desfilaron a caballo con uniformes de gala por la plaza central; todos los representantes del gobierno local y de gobiernos extranjeros acompañaban el féretro; en un momento determinado se desuncieron los caballos de la carroza que lo  llevaba y la gente la arrastró. Para sorpresa del periodista, en el desfile también participaron indios, que nunca antes se habían visto en Buenos Aires: llegaron a la plaza con su ropa típica y luego se vistieron con uniformes militares que les prestaron; terminado el desfile devolvieron los uniformes y regresaron al desierto. (The British Packet  279-83)
15  San Martín se alineó políticamente con Rosas por su defensa del suelo nacional y Sarmiento en Viajes lo ataca, tratándolo de viejo caduco (Viajes 134-5). En el Facundo, en un paralelo que crea resquemores entre sus connacionales, eleva la figura de Bolívar por sobre San Martín, acusándolo a este último de no haber entendido a América (49-50). Sarmiento, comprobamos, ataca a todo individuo que disiente con su punto de vista, independientemente de sus méritos (luego atacaría al General Urquiza, vencedor de Rosas y fundador del régimen constitucional): se siente en absoluto poder de la verdad.
16 Sarmiento en el Facundo dice que fue su generación la que apoyó el bloqueo francés a Buenos Aires en 1838, situación controversial que amenazó la soberanía nacional y permitió a Rosas acusar a los exiliados de antiamericanos. Dice que fueron los jóvenes los que materializaron la alianza y no los viejos miembros del Partido Unitario (Facundo 264-5).
17 El proyecto de la Generación del 37 triunfó en la práctica: los caudillos provinciales fueron derrotados, dos de sus miembros ocuparon el poder como Presidentes: Mitre y Sarmiento; Alberdi escribió el borrador de la Constitución Nacional aprobada en 1853; en 1879, se desplazó definitivamente a los indios de la zona que ocupaban en la mitad sur del territorio nacional y se abrió el territorio a la colonización; los negros prácticamente desaparecieron del territorio nacional, diezmados por las guerras (especialmente la Guerra del Paraguay, 1865-1870), ignorados por las leyes liberales y demográficamente superados por el influjo inmigratorio de fin de siglo; la política activa pro inmigratoria logró atraer al país una cantidad masiva de europeos, especialmente italianos y españoles, que llegaron por millones a poblar el país, y cuyos hijos se transformaron, en el lapso de una generación, en su núcleo comerciante, su pequeña burguesía profesional, su clase media, desplazando a los criollos nativos. El programa de educación sarmientino, la educación nacional libre, gratuita y obligatoria, se transformó en el mejor aliado de los grupos inmigrantes, y en la línea divisoria que aisló del poder político y económico a los criollos rebeldes, que resistían la educación popular.
18 La nación-estado, sumamente restrictiva con respecto a las razas, fue mucho más liberal con las cuestiones religiosas. A diferencia de la sociedad colonial, intolerante en materia de religión, las sociedades burguesas aceptaron la idea de la libertad de cultos y, en su mayoría, la incorporaron a la Constitución. Esto no significa que en la práctica no protegieran a unas religiones más que a otras. La Constitución Argentina de 1853, por ejemplo, especificaba que el Presidente tenía que ser católico. El Estado apoyaba explícitamente la religión católica. Pero la libertad constitucional permitió que se radicaran en el país grupos no católicos. Dentro de éstos, los inmigrantes de religión judía alcanzaron en la Argentina una excelente posición social y, como otros inmigrantes europeos, pasaron a formar parte de la burguesía y alta burguesía nacional. Los judíos han tenido y siguen teniendo un destacadísimo papel en la vida política, la industria, el comercio y la cultura nacional, y están plenamente integrados al cuerpo de la nación, a pesar de recurrentes brotes de antisemitismo.
19 Darwin da un curioso testimonio sobre Rosas. Lo conoce en uno de sus viajes, en 1833. Darwin lo describe como un individuo excepcional, y dice, como Sarmiento lo admitiría también en el Facundo, que era un extraordinario jinete. Señala Darwin que en el mundo rural de los gauchos, el jefe era siempre el mejor entre todos, el más hábil. Cuenta una anécdota que oyó, en la que un grupo de gauchos decide elegir a un jefe para ir a la guerra, y someten a los candidatos a una terrible prueba, que consistía en domar un potro salvaje sin riendas, en pelo, arrojándose en él al salir éste del corral escapando, y amansarlo sin caer del animal, al punto de poder hacerlo regresar al corral, con el sólo uso de la presión de las piernas y tirones de crin. Quien ganaba en esta competencia era considerado el jefe. Rosas, cuenta Darwin, estaba entre los que habían sido capaces de realizar esta hazaña (Voyage of the Beagle 88-9).
20   La cuestión de la educación comprende no sólo el cómo educar, sino también a quién educar. Para Sarmiento debía educarse a la clase criolla local, incluidas las mujeres, y a los inmigrantes. Los gauchos de la campaña no podían ser educador porque ya lo estaban: en el Facundo discute la educación del gaucho, enteramente práctica y reducida a los ejercicios ecuestres, el uso del cuchillo, el lazo y las boleadoras, y el trabajo con el ganado. Esta educación no incluye el aprendizaje de la lectura ni de la escritura (70-4). El gaucho, considera, permanece en la barbarie porque no participa en la comunidad organizada: su saber, su religiosidad, su sociabilidad, son rudimentarias. Una vez transcurrida su etapa de aparendizaje e ingresado en la edad adulta el gaucho ya no es rescatable: es un bárbaro, un individuo a medio desarrollo entre el salvajismo indígena y la civilización europea.
21 Los escritores de la Generación del 37, que forman parte de una etapa muy creativa de la cultura nacional, pertenecen a ese grupo de la élite criolla que lucha por merecer legítimamente el derecho de ser  destinatario de la nacionalidad. Son intelectuales, literatos y políticos que hablan en nombre de la patria y se apoderan de su voz. Como dice Sarmiento en Recuerdos de provincia: “A la historia de la familia se sucede...la historia de la patria. A mi progenie me sucedo yo....”(162) El personalmente es el continuador de la historia de su familia que es al mismo tiempo la historia de la patria.
22 La limitación del ingreso de ciertos grupos, según su sexo, su raza o su posición social, al cuerpo orgánico de la nación, les restringe además el ingreso al cuerpo de la cultura, puesto que política y cultura forman parte de una misma unidad nacional. Los grupos marginados tendrán entonces que crear su propia cultura: una cultura desterritorializada concebida desde su diferencia. El lugar de la exclusión queda indeleblemente representado en las obras que tratan de dar voz a las culturas marginales (Ludmer, El género gauchesco 19-24). Cuando la cultura nacional incorpora luego a su corpus estas expresiones culturales marginales, lo hace como el producto del “otro”: un objeto espiritual materializado como algo ajeno, exótico (Ramos, “Saber del otro...” 551-69).
23 Dado el papel central que pasan a ocupar las cuestiones de territorio y raza para las burguesías nacionales, uno podría hacer, a manera de hipótesis, varias observaciones aproximativas y no dogmáticas al problema. Las monarquías absolutas encontraron la base de su poder político en la alianza entre el poder real y la iglesia. La cuestión religiosa pasó a primer plano; la filosofía teísta fue la fuente para pensar la relación política entre la monarquía y sus súbditos. Esto dio a la Iglesia gran poder y autoridad como árbitro político e ideóloga del estado monárquico. La otra base de poder de la monarquía era la familia campesina, núcleo de la propiedad y la riqueza agraria, en la cual la mujer, como productora, tenía un papel decisivo. Para la Iglesia, como para la monarquía, el problema del género, la cuestión de la herencia y la sucesión, resultaron determinantes. Notamos en el estado monárquico una “obsesión” con la religión y el género, paralela a la obsesión con el territorio y la raza del estado burgués. La religión y el género (resultado de la práctica social y la naturaleza humana), proporcionaron ideas productivas desde las que se pensaron las relaciones políticas y sociales del estado monárquico y se construyó su base “espiritual”. En el estado burgués nacional, en cambio, las cuestiones de territorio y raza se transformaron en matrices productivas de su concepción política, y las cuestiones de religión y género, si bien tienen importancia, pasaron a segundo plano, comparadas a las cuestiones territoriales y raciales. Los ideologemas de la religión y el género, podemos decir, son desplazados a segundo plano por los ideologemas de la raza y el territorio. Pero esto no significa que hayan desaparecido del espacio desde el cual se piensa a la nación. Muchas veces se combinan con los anteriores. Es un problema de grados. Comparado con el protagonismo que tienen las cuestiones territoriales y raciales en las naciones burguesas, que han llevado a increíbles guerras y genocidios, los problemas de religión y de género han perdido virulencia, en relación con el antiguo mundo monárquico pre-burgués. La burguesía mantuvo una política religiosa y genérica mucho más tolerante que la monarquía. Admitió un nivel mayor de libertad religiosa, y dio a la mujer medios económicos para lograr una mayor independencia y protagonismo social. Las cuestiones raciales y territoriales, en cambio, acrecentaron su virulencia política, y se transformaron en el talón de Aquiles del estado burgués. Ambos sistemas políticos trataron de organizar y planificar un mundo lleno de necesidades y limitaciones, inestable. El resultado de esta experiencia política no podía ser, por lo tanto, la libertad absoluta. La búsqueda de un mayor grado de libertad, la lucha por la “liberación” gradual, parece ser uno de los móviles políticos mayores de nuestra vida histórica moderna.

Publicado en 
Alberto Julián Pérez, Los dilemas políticos de la cultura letrada
Buenos Aires: Corregidor, 2002: 33-62.

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