Alberto Julián Pérez ©
Quisiera en este ensayo considerar
dos poemas de Darío en que el poeta habla de sí mismo desde perspectivas
contrapuestas: en el primero, “Yo soy aquél que ayer no más decía”, como poeta
lírico, y en el segundo, su “Epístola a la Señora de Lugones”, como poeta
dialógico. Los dos poemas contribuyen a mostrarnos de manera integrada la imagen
que Darío quería dar de sí a su público.
¿Qué buscaba Darío al escribir un
poema como “Yo soy aquél…”, en que tomaba como motivo poético a su propio yo? El
yo lírico tiene una historia compleja. Cuando Darío nació a la poesía, en las
postrimerías de la revolución romántica, los poetas líricos escribían su poesía
desde el yo. El Romanticismo había valorizado y elevado el papel del yo. Víctor
Hugo, admirado e imitado por Darío en su primera juventud, era un poeta lírico
heroico, reflexivo, socialmente comprometido con su sociedad. Darío se rebeló contra
ese Romanticismo luego e inició su renovación poética modernista (Pérez 179-206).
Escribió poemas descriptivos y preciosistas a la manera parnasiana, como
“Caupolicán” y “De invierno”, incluidos en las “Adiciones de 1890” a Azul…, que marginaban al yo. Sin
embargo, pocos años después, vuelve a escribir desde el yo. ¿En qué medida ese
nuevo yo modernista era distinto al yo de la anterior poesía lírica? Darío
consideró necesario aclarar esto. Su nuevo libro, Cantos de vida y esperanza, comienza con el poema “Yo soy aquél que
ayer no más decía…”, en que habla al lector sobre sus ideas poéticas y los
objetivos literarios e intenciones que lo guiaban. El poema es una biografía
lírica espiritual del poeta.
En 1905, año
en que aparece este libro, Darío estaba en un momento culminante de su carrera
literaria y disfrutaba de prestigio y reconocimiento internacional como líder
del Modernismo. Era, además, un periodista y diplomático destacado. Residía
desde 1900 en París como enviado del periódico argentino La Nación. A partir de 1903 era Cónsul de Nicaragua en París.[1]
Escribe desde una posición de gran autoridad social e intelectual. Cualquier
declaración suya tenía el poder de un manifiesto.
Los dos poemas indicados, “Yo soy
aquél que ayer no más decía” y “Epístola a la señora de Leopoldo Lugones”, son
textos en los que Darío procura, desde una perspectiva autobiográfica, darnos
una imagen tanto de él como de su poesía, y situarnos en las polémicas
literarias y los eventos históricos que estaba viviendo. Varios críticos han estudiado
el primer poema y no coincidieron en su interpretación. Silvia Molloy vio a “Yo
soy aquél…” como una polémica oculta entre Darío y el ensayista José Enrique
Rodó, a quien había dedicado el poema. Molloy entendió que Darío, al publicar,
en la segunda edición de Prosas profanas,
el estudio que éste le dedicara, sin su firma, se proponía desautorizar al
uruguayo (Molloy 32). José María Martínez consideró ese marco de lectura
demasiado estrecho, y entendió que Darío, el poeta nuevo más reconocido de la
lengua, tenía otros intereses. Quería abrir su poesía a una interpretación
continental, que trascendiera los enfrentamientos regionales. Martínez nota que
Molloy cometió un error. Darío dedicó a Rodó toda una sección del libro y no
sólo ese poema. La dedicatoria a Rodó aparece en página aparte encabezando la
sección titulada “Cantos de vida y esperanza”, que contiene 14 poemas (Martínez
33).
Susana
Zanetti publicó en 2008 una inteligente lectura de la “Epístola…”, a la que consideró
un poema atípico en su obra, comparándola a la epístola clásica y situándola en
relación a los acontecimientos diplomáticos que vivía Darío en esa época
(Zanetti 133-42).
En “Yo soy aquél…” Darío polemiza
con su público lector. Lo acusa de no haberlo entendido y de interpretar mal su
poesía. En la “Epístola” confiesa lo que cuesta ser poeta y asumir su lugar en
la historia de las letras. Expresa su hastío y su cansancio, y explica sus
problemas de salud y sus debilidades personales. Se muestra como un sujeto
sometido a las necesidades materiales, que trata de sobrevivir en un mundo
competitivo, acosado por las intrigas literarias y políticas que se
desenvuelven a su alrededor. En estos dos poemas Darío desidealiza la imagen
del poeta. Lo muestra como un ser limitado y humano.
Darío responde a aquellos que
consideraban su poesía de Prosas profanas
exageradamente formalista y desprovista de emoción auténtica (Martínez 33-38). Para
Rodó, Darío, en su cerebralismo e ironía poética, había ido demasiado lejos.
Las escenas lujosas y los cuadros exóticos de sus poemas parecían ignorar la
realidad sensible latinoamericana (Molloy 38). Todos admiraban el don musical
de sus versos, su virtuosismo técnico, pero…¿dónde estaba el yo lírico del
poeta? Los lectores de su época asociaban su poesía al parnasianismo francés y,
dentro de la lengua hispana, al Barroco, que había tenido un ciclo brillante y
prestigioso en España e Hispanoamérica, y que había practicado una poesía
erudita, preciosista y lúdica, como la que escribía Darío.
En “Yo soy
aquél…” Darío busca cambiar esa imagen que tenían de él y demostrar que la
frialdad que había exhibido en Prosas
profanas era aparente y él era un poeta de la emoción humana. Se queja de
no haber sido comprendido. Tras su formalismo cerebral había un poeta sensible.
Dice Darío:
En mi jardín se vió una estatua bella;
Se juzgó mármol y era carne viva;
Una alma joven habitaba en ella,
Sentimental, sensible, sensitiva. (P.C. 628)
La “torre de
marfil” lo había tentado, reconocía. Había cultivado el arte por el arte mismo,
un arte solipcista que no buscaba proyectarse en el mundo político y social.
Ese había sido un espejismo y formaba parte de una etapa poética que él estaba
decidido a dejar atrás. El poeta desnuda su alma y le demuestra a su lector que
su vida estaba atravesada por emociones placenteras y dolorosas. Su corazón
había sido “henchido de amargura” por “el mundo, la carne y el infierno” (P.C. 629). Emerge de ese poema un nuevo poeta. Es
un Darío íntimo, cristiano, lleno de dudas, que busca “vida, luz y verdad”. Lo tortura
el ansia de perfección, que sabe inalcanzable. Dice:
Y la vida es misterio; la luz ciega
Y
la verdad inaccesible asombra;
La adusta perfección jamás se entrega,
Y el secreto ideal duerme en la sombra.
Darío no quiere
que su lector crea que cultiva la forma por la forma misma. El mundo de la
literatura no puede ser sólo forma. El fue mal interpretado, argumenta. Había
querido hacer de la poesía “una fuente sonora” pero “con el horror de la
literatura”, como sus admirados maestros simbolistas (Los raros 46-51). Dice:
Tal fue mi intento,
hacer del alma pura
Mía, una estrella, una
fuente sonora,
Con el horror de la
literatura
Y loco de crepúsculo y
de aurora. (P.C. 630)
En esos
momentos quiere ser un poeta sensible, profundo. Nos dice que está acosado por
las dudas y canta desde su dolor, desde el fondo de su alma herida. Su
confesión lírica es conceptual y literaria. Su lenguaje es metafórico y rico en
figuras.
En la
“Epístola a la Señora de Lugones”, de 1906, su expresión poética y su actitud
ante el lector cambian. Nos muestra el yo del ser humano que trabaja, que vive
en medio de las intrigas literarias y diplomáticas y del que se aprovechan
muchos, conociendo sus debilidades. Es un ser vulnerable: un hombre enfermizo, neurasténico,
que quiere a sus amigos, y que ama los placeres, la buena comida.
La “Epístola”
no está dedicada al público literario de sus composiciones líricas. La dirige a
una amiga: la esposa del poeta Leopoldo Lugones. Es un poema sobre su vida personal.
A esta amiga le puede contar sinceramente sus males y, sobre todo, quejarse por
las cosas que le pasan y lo angustian. Está buscando en ella apoyo y
comprensión. Se reconoce como un “inútil”, que carece del sentido de lo
práctico, gasta demasiado, no ahorra “ni en seda, ni en champaña, ni en flores”.
Sin embargo, se justifica, no le hace mal a nadie, ni le quita “de la boca el
pan al compañero”. Su debilidad mayor, quizá, sea gustar de la gente refinada,
aristocrática y sentir cierta repugnancia por la gente tosca y sin educación. Dice:
Me complace en los cuellos blancos ver los
diamantes.
Gusto de gentes de maneras elegantes
Y de finas palabras y de nobles ideas.
Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas
Trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos,
Mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos. (P.C.
749)
Luego de hablar
de su malestar, el poeta cambia su tono. Cuenta su viaje a la isla de Mallorca,
donde se encuentra con el sol maravilloso del Mediterráneo y la simpatía de los
aldeanos. Allí revive, recupera su energía y su alegría, no entre los libros,
sino en la calle, en el mercado, al aire libre, viendo a la gente sencilla. Esa
realidad le parece salida de un cuento, o creada sólo para halagar e inspirar a
los artistas. Se siente un poeta pintor, compara sus descripciones a las del
escritor parnasiano François Coppée. Sabe que en esa isla han estado grandes
artistas, como el pintor catalán Santiago Rusiñol y la escritora George Sand,
acompañada de su amante Frederic Chopin, el genial pianista. Y esa isla además
fue la cuna del filósofo Raimundo Lulio, a quien dice admirar.
El yo lírico de “Yo soy aquél…”,
según vimos, es un yo ideal que se mueve en un tiempo poético, entre un ayer y
un hoy. El yo de la “Epístola…”, en cambio, es un yo histórico, es el yo del
individuo que viaja, que primero está en Bélgica, y luego asiste a la Tercera
Conferencia Panamericana en Brasil, en el mes de julio de 1906. Allí tiene que
jugar su papel diplomático, representando a su país natal, ante los enviados de
los otros países. Conoció entonces al Secretario de Estado Norteamericano,
Elihu Root, y leyó en una velada su poema “Salutación al águila”, que le fuera
severamente criticado. Rufino Blanco Fombona le escribió alarmado y le llamó la
atención. Creía que su poema era obsecuente y pro imperialista (Torres 559).
El Profesor
Arellano ha presentado en La República de
Panamá y otras crónicas desconocidas una selección de las notas
periodísticas que escribió Darío sobre la política norteamericana a lo largo de
su vida, demostrando que mantuvo una actitud crítica explícita ante el
imperialismo, denunciando sus agresiones e intervenciones abusivas en Centro
América. La primer crónica sobre este tema que incluye el Profesor Arellano en
su libro, “Por el lado del norte”, es de 1892. Esta crónica, junto a otras como
“El triunfo de Calibán” de 1898 y “Los Estados Unidos y la América Latina” de
1902, son inequívocas en cuanto a la posición antiimperialista de Darío
(Arellano 233-303).[2]
Darío justificó “Salutación al águila” como un poema de ocasión, producto del
entusiasmo del momento. Los delegados a la Tercera Conferencia Panamericana asistían
a continuas recepciones, propias de la diplomacia y fue en ese contexto que
leyó su poema.[3]
En la “Epístola”, Darío nos cuenta
que en Río de Janeiro se enfermó y dejó la conferencia prematuramente. Partió a
Buenos Aires, donde fue recibido de manera triunfal. Tenía en Argentina amigos
entrañables. Luego siguió viaje a París, su lugar de residencia. La llama el
“centro de la neurosis”. Allí vivía, aislado, tratando de “resguardar” su yo. Sin
embargo, no lograba escapar de las intrigas. Por esto, se va a la isla mediterránea
de Mallorca, a descansar. Quiere recuperar la tranquilidad y disfrutar del sol
y del mar. La poesía, que comenzó en Amberes, la va a terminar en Palma de
Mallorca. Allí Darío goza de la vida, visita los sitios en que vivieron otros
artistas destacados que pasaron por la isla, y la casa en que nació Raimundo
Lulio, el filósofo. Va al mercado, observa a la gente simple, que le parece
maravillosa. Recupera lo que necesitaba para estar bien, el goce elemental. Se
había enfermado de cultura.
En el primer poema que vimos, “Yo
soy aquél que ayer nomás decía”, Darío demostraba que su poesía estaba
cambiando y era un poeta diferente al que el público pensaba. Darío, como
muchos intelectuales y artistas de fines del siglo XIX, el siglo de Darwin y Nietzsche,
pensaba que el poeta tenía que evolucionar constantemente. Su búsqueda estética,
en consecuencia, podía entrar en conflicto con los intereses políticos de su
tiempo. La política requería que el individuo tuviera principios ideológicos
sólidos y permanentes, y pusiera sus objetivos partidarios por encima de
cualquier otra actividad. El mundo del arte, en contraste, necesitaba de la
sinceridad modernista y del cambio. El poeta tenía que entregarse a su arte con
la devoción religiosa de un iniciado. Darío fue fiel e incondicional a la
poesía. Los modernistas creían en un arte en movimiento.
La
“Epístola…” busca desengañarnos y presenta una imagen desidealizada, realista
del poeta. Nos muestra al hombre que era Darío: un ser enfermo, decadente, que
no entiende muy bien lo que pasa a su alrededor, que no se sabe manejar con el
dinero, el hombre del que se aprovechan los otros, que es alcohólico,
neurótico, sufre, tiene una sensibilidad hiper desarrollada y se gana la vida
con esfuerzo. Nos recuerda que su familia no era rica. Dice: “¿He nacido yo
acaso hijo de millonario?/ ¿He tenido yo Cirineo en mi Calvario?”. Como
artista autodidacto, se hizo a sí mismo. Gracias a su talento, que despertaba
admiración dondequiera que iba, tuvo importantes trabajos, como periodista y
diplomático (Torres 931-42).
El gusto aristocrático de su poesía
puede hoy resultar algo ofensivo a los lectores que abogan por un arte democrático
y revolucionario. Poco podemos hacer por cambiar el pasado. Darío murió a los
49 años, en 1916. No sabemos cómo hubiera evolucionado su poesía de haber
vivido unos años más y observado los cambios poéticos que trajeron a nuestra
lengua los poetas vanguardistas. Sabemos, sin embargo, que su poesía se
transformó constantemente.
En sus Cantos de vida y esperanza, en poemas
como “Yo soy aquél…”, “Melancolía” y “Lo fatal”, Darío nos anunció a un poeta
nuevo, el poeta existencial que nos habla del dolor y la fragilidad de la vida.
En su “Epístola…”, de El canto errante,
nos advierte que conviene buscar en el poeta al ser humano, los poetas no son
dioses. El poeta es un ser transido de tiempo y a veces puede ser un antihéroe.
Leopoldo Lugones, en Lunario sentimental,
1909, jugó con los símbolos modernistas, parodiando motivos poéticos
prestigiosos y deformando la imagen, mostrando sus posibilidades grotescas.
Pocos años después, Huidobro y Neruda iniciaron la transición de la poesía
hispanoamericana del Modernismo a las Vanguardias (Pérez 177-8). [4]
Podemos ver la “Epístola…” como un poema
anti-heroico de autocorrección y de advertencia, en que Darío pide al lector que
modifique sus expectativas y relativice la imagen que tiene del yo poético.
Busca que lo vea en el tiempo y en la historia, y que baje al poeta de su
pedestal.
Los
Modernistas habían criticado a la poesía romántica que los precedió. La poesía
romántica social cultivó una imagen desmesurada y apoteótica del yo poético. Los
Modernistas se propusieron en su primera etapa hacer una poesía objetiva,
descriptiva. Darío desplazó al yo y lo reemplazó por el punto de vista de un
observador ajeno al cuadro, como lo vemos en sus poemas de “Sonetos áureos” de Azul… y en sus composiciones más
celebradas de Prosas profanas, como
“Era un aire suave” y “Blasón”. Para Darío, reintroducir el yo confesional y
sensible en la poesía modernista, ante un público lector que tenía aún presente
una poesía romántica construida alrededor del yo, era un compromiso delicado. Las
explicaciones que da al lector sobre este tema en “Yo soy aquél…”, como vimos,
son numerosas. El nuevo yo poético que proponía era un yo espiritual,
consciente de su misión estética. Tomaba su distancia con el yo romántico. También
su poesía social era distinta a la de los poetas de las generaciones anteriores,
como nos aclara en el “Prefacio” de Cantos
de vida y esperanza: si en sus versos había alusiones a un presidente, las
hacía sobre “las alas de los inmaculados cisnes” (P.C. 623). Política y estética se apoyan mutuamente en su poesía
social.
La lectura conjunta de “Yo soy
aquél…” y la “Epístola” nos muestra a un poeta lúcido que ve la literatura en
movimiento. Los dos son poemas sobre la transformación y el cambio, producto de
la experiencia. Darío termina “Yo soy aquél…” con la imagen del camino: la
caravana pasa camino a Belén, después de haber triunfado sobre el rencor y la
muerte. Dice el poeta:
La
virtud está en ser tranquilo y fuerte;
Con
el fuego interior todo se abrasa;
Se
triunfa del rencor y de la muerte,
Y
hacia Belén…¡la caravana pasa! (P.C.
630)
En la
“Epístola a la Señora de Leopoldo Lugones" el poeta sufre. Está enfermo y
es víctima de las intrigas. Darío se recupera en una isla soleada, junto al
pueblo. No es lo que otros creían, un poeta fuerte y heroico. Es un ser
hipersensible, un poeta humano.
Bibliografía
citada
Arellano,
Jorge Eduardo. “Nota Explicativa”. Rubén Darío, La República de Panamá y
otras
crónicas desconocidas…9-38.
Darío, Rubén.
Poesías completas. Madrid: Aguilar,
1975. Edición, introducción y notas
de Alfonso Méndez Plancarte y
Antonio Oliver Belmás. Undécima edición.
---. Autobiografía. México: Editora Latino
Americana, 1960.
---. La República de Panamá y otras crónicas
desconocidas. Managua: Academia
Nicaragüense de la Lengua,
2011. Selección, estudios y notas de
Jorge Eduardo
Arellano.
---. Los raros. Buenos Aires: Espasa-Calpe,
1952.
Costa, René
de. “Para una poética de la (anti) poesía”. Nicanor Parra, Poemas y
antipoemas. Madrid: Ediciones Cátedra, 1988. 9-46.
Lugones,
Leopoldo. Lunario sentimental.
Madrid: Ediciones Cátedra, 1999. Edición de
Jesús
Benítez.
Martínez,
José María. Rubén Darío. Addenda. Palencia:
Ediciones Cálamo, 2000.
Molloy, Silvia.
“Ser y decir en Darío: el poema liminar de Cantos
de vida y esperanza”.
Texto
crítico 38 (enero-junio 1988): 30-42.
Oliver
Belmás, Antonio. Este otro Rubén Darío.
Madrid: Aguilar, 1968. Segunda
edición corregida y aumentada.
Pérez,
Alberto Julián. La poética de Rubén Darío.
Buenos Aires: Corregidor, 2011.
Segunda edición corregida.
Torres,
Edelberto. La dramática vida de Rubén
Darío. Costa Rica: Editorial
Universitaria Centroamericana, 1982. Edición definitiva,
corregida y ampliada.
Zanetti,
Susana. “Rubén Darío, cosmopolitismo y errancia: “Epístola a la señora de
Leopoldo Lugones”. Revista del CELEHIS 19 (2008): 131-158.
[1] Paralelamente a su carrera
literaria desarrolló sus actividades periodísticas, que fueron la base de su
sustento material. Recogió buena parte de sus crónicas en sus libros España contemporánea, 1901, Peregrinaciones, 1901, La caravana pasa, 1902, Tierras solares, 1904 y Opiniones, 1906.
Fue
diplomático en diversas oportunidades. Representó a su país en 1892 en España, en
la celebración de las fiestas del cuarto centenario del descubrimiento de
América; fue Cónsul General de Colombia en Buenos Aires de 1893 a 1895, Cónsul
de Nicaragua en París desde 1903 y Ministro de Nicaragua en Madrid desde 1907.
Asistió a la Tercera Conferencia Panamericana de Río de Janeiro, en 1906, como
secretario de la Delegación de Nicaragua.
[2] Darío representaba como
diplomático los intereses de Nicaragua. Había sido nombrado en su puesto por el
General Zelaya, presidente de su país, que sería acosado pocos años después por
Estados Unidos, al defender la unidad centroamericana. Finalmente, Estados
Unidos logró su propósito: Zelaya renunció y la potencia imperial intervino
militarmente Nicaragua.
[3] Este poema de 1906 manchó su
nombre, e hizo olvidar a sus lectores de su poema anterior de Cantos de vida y esperanza, “A
Roosevelt”, de 1904, en que apostrofaba y censuraba al presidente imperialista,
advirtiendo al mundo hispánico del peligro que representaba el país del norte.
[4] Los vanguardistas vieron al poeta
lírico como un héroe, como un pequeño dios. Sólo muchos años más tarde la
poesía se distanció del yo lírico y lo criticó. En la década del 50, Nicanor
Parra anunció, en sus Poemas y antipoemas,
que los poetas habían perdido su aura divina (Costa 9-24).
Publicado en
Revista Destiempos No. 43 (Febrero - Marzo 2015): 69-70.
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