de Alberto Julián Pérez ©
Patricio Torres Agüero vivía con su mujer Verónica Vacareza
en un amplio departamento del exclusivo Puerto Madero, en Juana Manso y Azucena
Villaflor. Era dueño de una empresa financiera y, además, herencia de familia,
una estancia en Carmen de Areco, no muy lejos de la Capital. Era un hombre de
mundo, un miembro de la alta burguesía porteña. Estaba próximo a cumplir
cuarenta años. Había viajado por Europa y Estados Unidos. Había salido con muchas
mujeres hermosas de Buenos Aires. Le gustaban los coches deportivos y los
caballos de salto. Los sábados era infaltable en el Club Hípico. Su mujer,
quién lo ignoraba, era una belleza. Era modelo exclusiva de Christian Dior. Tenía
veintiséis años. Alta, espigada, de pelo castaño, era admirada en todo Buenos
Aires. Tenían una relación excelente. Ella era maravillosa en la cama. Sabemos
lo que eso significa para un hombre como Patricio: vanidoso, inteligente,
mimado por la fortuna. El se jactaba de provenir de una antigua familia criolla
y no de inmigrantes aventureros, judíos o italianos, como muchos de los que
estaban en el mundo de las finanzas. Había alquilado su estancia a una firma
ganadera internacional. De la antigua élite conservaba, por nostalgia, su
afición a los caballos. Era seductor y mujeriego, y prefería las argentinas de
origen italiano a las chicas de buen apellido de la oligarquía de Barrio Norte.
Eran simplemente más hermosas, y sabían convencer de mil maneras, con su
charla, su sonrisa y sus habilidades eróticas. Sobre todo cuando se encontraban
con un hombre como él, que lo tenía todo, y al que todas las mujeres jóvenes y
atractivas querían hacer pasar por su cama.
A Verónica no le preocupaba su fama de seductor. Se había
conquistado al hombre más deseado de Buenos Aires. Las otras modelos la
envidiaban, y las que no eran modelos veían a Patricio como el hombre
inalcanzable. Ella era más vanidosa que él, se pasaba el día en el gimnasio, el
salón de belleza y las pasarelas. Se hacía traer toda su ropa de París. Era el
estilo de vida que se podía permitir una mujer casada con un financista de
éxito, que gozaba de la confianza de la clase política y tenía un excelente
crédito internacional.
Estaba
dedicada a su profesión y aparecía con frecuencia en las revistas de modas.
Cuidaba obsesivamente su figura y no quería, por un buen tiempo, tener hijos.
Le arruinarían las curvas exquisitas de su cuerpo. No se imaginaba la flaccidez
en el vientre, las ojeras, la lactancia. Puerto Madero era el lugar ideal para
ellos, y eran bien queridos y reconocidos por los residentes. Allí vivían
políticos, inversionistas, estrellas del fútbol, modelos, vedettes. Era un
estilo de vida diferente, nuevo, internacional. Verónica, debemos admitir, era una
mujer algo infantil, aniñada. Su marido la consentía y ella esperaba estar
rodeada siempre de admiradores y sirvientes. Deseaba, como muchas modelos, mejorar
el mundo: le gustaban las flores, los niños, los animales. Quería involucrarse
en proyectos de beneficencia y trabajos de caridad.
Tenían una
sirvienta o, como es correcto decir, una empleada doméstica, que los atendía
con solicitud. Irupé trabajaba seis horas al día en lugar de ocho, gracias a
Patricio, que sabía que Irupé era una joven madre, con niños que atender, y le
redujo, sin bajarle el sueldo, sus horas de trabajo. Tenía veintiocho años y,
dada su condición, poseía una buena figura. No era bonita o, en todo caso, no
se arreglaba como las jóvenes que querían ser bonitas, pero era atractiva y
dulce. Tenía dos hijos: una adolescente de doce años y un varón de nueve. Se
había casado muy joven y vivía con su marido, que era guardia de seguridad de
un supermercado, en la Villa 31 de Retiro.
Un día,
Verónica, que tenía bastante tiempo libre, le preguntó sobre la situación de
los niños en la Villa, si tenían escuelas y había comedores para los más pobres.
Irupé le dijo que sí, estaban bien organizados, había varias escuelas y
comedores, pero la ayuda nunca alcanzaba porque la necesidad era grande. La
invitó, si quería, a ir un día con ella. Verónica no había estado jamás dentro
de una villa miseria, como la mayoría de los argentinos de clase media o alta,
y sentía curiosidad. Aceptó. Fueron en su coche, un BMW con vidrios
polarizados. Las condujo Braulio, el chofer de Patricio, que era además el
guardaespaldas de la familia. Braulio era un conocido karateca de Buenos Aires.
Estacionó el auto a la entrada de la villa y ella quedó en llamarlo si algo
ocurría. Por supuesto que no hubo ningún problema. Irupé llevó a Verónica a
recorrer el barrio. Visitaron la capilla, el comedor infantil, la escuelita, el
dispensario médico. Verónica, muy amablemente, saludaba a todos los que Irupé
le presentaba. La trataron con mucho respeto.
Verónica
les cayó bien a todos. Era una chica bella y carismática, y su interés en la
gente era genuino. Se sintió un poco incómoda por la suciedad de algunos
callejones y el mal olor que salía de las aguas servidas, pero lo soportó sin
decir nada. Saludó al cura y a las madres del comedor. Se había aclarado el
color del pelo no hacía mucho, y su cabello rubio atraía a los chicos, que la
querían tocar. Además, tenía cara de muñeca. Se había puesto un abrigo, para
que su figura no llamara la atención. Un chico le gritó “Evita” y los demás se
rieron. Verónica los saludó, divertida por la situación.
Cuando esa
tarde regresó a su casa, Verónica se puso a pensar en las cosas que había
visto. La visita la había afectado profundamente. Una cosa era escuchar hablar
de la pobreza, y otra muy distinta era verle la cara. Los rostros de los niños
pobres la habían golpeado y, en medio de sus privilegios, se sentía mal. Por la
noche habló con su marido que, preocupado, le dijo que por qué había ido allá,
que iba a hablar con Irupé, debería haberlo consultado a él antes. Verónica se
lo prohibió, le dijo que Irupé era una persona buena y compasiva y que ella no
se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que valía. Patricio le
preguntó si había conocido su casa. Dijo que no y que más adelante lo haría.
Días
después Irupé la invitó a tomar mate cocido con facturas con sus hijos en su
casa. Fueron a buscar a los chicos a la escuela de la villa, un edificio de dos
plantas que aún no había sido terminado de revocar y pintar. Sus hijos eran
lindos, de piel bastante oscura. Le dijo que su marido era un hombre morocho,
del Chaco. Su casa era en realidad una casilla. Ocupaba la planta baja de un
edificio de cinco casillas, construidas de manera irregular una sobre otra. Se
subía a los pisos de arriba por una escalera de caracol de hierro externa, poco
sólida. La casilla de Irupé constaba de un cuarto bastante grande y baño. El
baño no tenía puerta. Le había colocado una cortina de tela. Al fondo había una
pileta de lavar, una heladera vieja y una mesada, sobre la cual había unas
hornallas para cocinar, conectadas a un tubo de plástico que salía al exterior,
donde tenía una garrafa de gas. En la pared, encima de la cocina, había un
ventiluz que daba a la calle. La puerta de la casilla era de metal. En esa
época del año, comienzos del otoño, aún no hacía frío, pero seguramente
necesitaría una buena calefacción en el invierno. Verónica comprendió que la
familia entera vivía en ese cuarto, que le servía de cocina, comedor y
dormitorio. Habían colocado una cortina de tela que dividía el espacio en dos,
y detrás de la cortina estaban los lechos donde dormían todos.
Se
sentaron a la mesa. Irupé preparó mate cocido y Verónica abrió un paquete
gigante de exquisitas facturas, que había comprado en una confitería de Puerto
Madero y los niños devoraron con fruición. Irupé le dijo que esa “casa” no era
suya aún pero la estaban comprando. Pagaban una cantidad de dinero todos los meses
a un puntero político, que era el dueño de la casilla. Dijo que estaban muy
cómodos, todo les quedaba céntrico, la gente del barrio los trataba bien. Hacía
cinco años que vivían allí. Antes habían vivido en una pensión en Constitución.
Ahora estaban mucho mejor.
Verónica
le dijo que le gustaría hacer trabajo voluntario en la comunidad. Se ofreció a
trabajar en el comedor para chicos los días miércoles. Ese día no tenía ensayo
de pasarela, ni sesiones de entrenamiento en Christian Dior. Le agradeció a Irupé
la invitación, se despidió de los chicos y regresó a su departamento.
Al día
siguiente Irupé habló con las madres que trabajaban en el comedor y aceptaron
encantadas. Verónica le avisó a su marido que iba a ir a la villa miseria a
hacer trabajo voluntario los días miércoles. Este se alarmó bastante, pero al
ver que su voluntad era inquebrantable,
le pidió que fuera con el chofer, y que éste la esperara frente al comedor.
Braulio se
metía en la villa con el BMW y lo estacionaba frente al comedor. Los chicos
salían a mirar el auto. Un día le preguntaron a Braulio si estaba armado y éste
les mostró la 9 mm que cargaba en la sobaquera. Los niños la observaron con interés.
Estaban acostumbrados a ver gente armada en la villa. Las señoras del comedor
trataban a Verónica con cariño y la miraban con admiración. Sabían quién era. Pusieron
en la pared del local una tapa de revista en que aparecía ella con un vestido
negro muy hermoso. Un día fue al comedor con una falda muy cortita y
acampanada, y un chico le dijo que era el Hada Buena. Ella servía la comida y
le encantaba ver las caras de alegría de los pibes al ir a sentarse a la mesa
con su plato de comida caliente. La comida era bastante buena. El plato más típico
era el guiso de carne y papa. El comedor recibía donaciones de los
supermercados de Retiro. El puntero peronista del barrio había conseguido una
asignación de dinero para el comedor, con la que compraban bebidas gaseosas,
que a los niños les encantaban, y otras cosas. Ese dinero ayudaba a mantener
todo funcionando normalmente.
Patricio sabía
que su mujer era algo exótica, pero sus visitas a la villa lo tenían
preocupado. Un día le dijo que celebraba el amor que sentía por los niños, y
que esperaba alguna vez tener hijos con ella y formar una familia. Les sería
muy fácil criarlos, dada la posición económica ventajosa que tenían. Ella lo
miró algo incómoda y le respondió que no era el momento. Amaba a los niños,
pero estaba concentrada en su carrera y el día que finalmente tuviera hijos
quería estar en su casa para criarlos ella, y no que los atendiera un ama. En
unos años más posiblemente estaría preparada, pero en esos momentos quería
trabajar. Se proponía ser la modelo más importante de la compañía. Quería
conquistar las pasarelas de Europa. Pancho Dotto, que la representaba, le había
dicho que esa temporada tendría una serie de desfiles muy importantes en París.
Verónica
pasaba cada vez más tiempo fuera y, muchas veces, cuando Patricio regresaba al
departamento ella no estaba allí. Había ido a un vernissage, o a una recepción, o a una
clase de modelaje o de yoga, o estaba en las sesiones de masaje o en el salón
de belleza. Ultimamente Patricio veía más a Irupé que a su mujer. Patricio era
dueño y jefe de su compañía y su horario de trabajo era bastante irregular. Algunos
días volvía al departamento por la tarde temprano y otros tenía que estar en
reuniones hasta la noche. El mundo de las finanzas no tenía un horario fijo,
mandaban los clientes y las situaciones. Era un mundo lleno de conflictos y
desafíos, que él amaba.
Patricio
siempre había considerado a Irupé una persona interesante. Lo atendía, le
preparaba café. Le hablaba con amabilidad y dulzura. Ocasionalmente él le
preguntaba cosas sobre ella. Se empezó a interesar en sus hijos, en su familia.
Irupé le contó detalles de su infancia. Su madre era paraguaya y su padre
correntino. Se había criado en Isidro Casanova, en el Gran Buenos Aires. Su
mamá le hablaba en Guaraní cuando era niña. Ella podía hablarlo, pero no se lo
había enseñado a sus hijos. Patricio le pidió que le enseñara algunas palabras
de Guaraní. Le dijo que árbol se decía “ibirá”, arena “ivikuí”, madre “sy”. Le
llamó la atención que madre se dijera “sy”, era casi como “sí” en castellano.
Patricio le contó sobre su madre. Le dijo que era una persona con mucha
autoridad, se había criado en las Lomas de San Isidro. Hablaba poco con ella, y
nunca estaba con él cuando jugaba. Lo cuidaban dos amas, y tenía dos tutoras.
De chiquito le habían enseñado el inglés, la lengua de los negocios. Irupé lo
escuchaba con interés y a todo le decía que sí. Tenía unos ojos negros profundos
y, cuando él la miraba, bajaba la vista, avergonzada.
Le
preparaba algunos platos populares que a él le gustaban: pastel de choclo, tapa
de asado con papas, empanadas. Un día le hizo un plato del que no había oído
hablar nunca. Dijo que se llamaba “falso conejo”, y no tenía conejo. Era un
guiso de carne y arroz con bastante picante. Muy rico. Era un plato andino popular
en la villa. Allá había muchas señoras de Perú y Bolivia que cocinaban muy
bien.
Patricio
se empezó a sentir solo. Tenía mucha presión en su trabajo. El mercado
financiero era muy inestable. En Argentina nunca se sabía bien lo que pasaba.
El tenía inversiones en paraísos fiscales por las dudas. La gente del gobierno
quería controlar todo. Había días que estaba muy nervioso e inseguro. Empezó a
sentir que no le interesaba a su mujer. Estaba obsesionada con la moda, con el
cuerpo, con las apariencias, consigo misma. Todo giraba alrededor de ella. El
mundo terminaba en ella. Y ahora había descubierto el dolor y la pobreza. Cada
vez pasaba más tiempo en la Villa. Le encantaban los chicos, pero no quería
tener chicos, al menos con él. Empezó a pensar que quizá no lo quería.
Un día,
sin saber bien lo que hacía, abrazó a Irupé. Al principio no la besó. Era su
sirvienta. Simplemente la abrazó. Irupé no se resistió. Le puso los brazos
alrededor del cuerpo. Fue una escena tierna. La miró y ella no le sacó la
vista. Se sintió estúpido. Luego, casi cerrando los ojos, la besó. Fue el beso
más tierno que había dado en su vida. Pasaron al dormitorio y la empezó a
acariciar. La desvistió. Irupé lo dejó hacer, sin moverse mucho. Sentía
vergüenza. El la acarició lentamente. Fue como un juego. No sabía bien por qué
lo hacía. Le besó el vientre. Ella le apoyó una mano en la cabeza y él sintió
una paz enorme. Sintió su bondad. Era algo que no había experimentado nunca:
bondad. Vivía en un mundo de gente cruel y ambiciosa, donde no existía la
bondad. Ella se dejó penetrar, pero sin mostrar pasión. Era casi como hacer el
amor con una esposa de muchos años. Muy diferente a lo que pasaba con Verónica
en la cama, que se retorcía, gritaba y se desesperaba, o lo fingía, como una
puta. Aquí no había ninguna “performance”, era una situación humana. Tan humana
que se sintió desarmado. A ella, cuando se vino, se le humedecieron los ojos. Le
había pasado algo muy lindo. El se sintió incómodo, ridículo. Pero ya estaba
hecho. Se levantó, se visitó y siguió hablando con Irupé como si esa hubiera sido
una situación normal, cotidiana.
Esa noche
Verónica le dijo que quería empezar una escuela de modelos en la Villa. Había
chicas interesantísimas, muy sexis. Le preguntó si quería invertir en el
proyecto, eran mujeres distintas. Así podrían ayudar a la gente. El le dijo que
estaba bien, que hiciera lo que quisiera.
La
situación con Irupé se repitió varias veces. Ella llegaba por la mañana y hacía las
cosas de la casa. El trataba de volver de la oficina a las dos de la tarde.
Verónica a esa hora nunca estaba. Irupé le daba de comer algo ligero, tomaban
juntos un vaso de vino y después hacían el amor. Era casi como en un
matrimonio. Todo muy tranquilo, sin sobresaltos. Ella le preguntaba por su día
de trabajo. El le contaba y eso lo hacía sentir bien, era mejor que ir al
psicólogo.
La
relación sexual con Irupé empezó a ir cada vez mejor. El se venía varias veces
y ella también. Después del acto se sentía incómodo. Se preguntó cómo iba a
salir de esa situación. Un día le preguntó que qué sentía por él, si lo quería.
Irupé bajó la vista y evitó contestar. Le dijo si lo dejaría a su marido por
él. Ella le respondió que no. Le preguntó por qué. Le dijo que era su marido,
que no lo podía dejar.
A pesar que
ella no aceptaba que él le regalara dinero, le dobló el salario. Ella se lo
agradeció. Patricio se empezó a sentir celoso. Esa mujer tan simple sabía tan
bien lo que quería. Sabía lo que valían las cosas, entendía el lenguaje del
amor y de los sentimientos mejor que él. Se sintió pobre. Empezó a sentir curiosidad
por Irupé, quería saber más de su vida. Lo convenció a Braulio, su chofer, que
lo llevara a la Villa 31 para ver donde vivía. Se vistieron con ropa vieja para
pasar por villeros. Dejaron el auto en un estacionamiento en Retiro y se
metieron a pie. Braulio, precavido, cargó su 9 mm, por cualquier cosa. Lo guio
hasta cerca de la casilla de Irupé. Eran las siete y media de la tarde. Le dijo
que el marido volvía a esa hora del trabajo. Dentro de la casilla había luz. A
media cuadra había un quiosco en el que vendían comidas. Se sentaron y pidieron
dos cervezas. El quiosquero les ofreció salchipapas. Aceptaron, estaban
sabrosas. Finalmente pasó un hombre bastante corpulento cerca de ellos. Era moreno,
de pelo renegrido. Braulio le dijo que ése era el marido de Irupé. Entró en la
casilla. Pagaron y se acercaron. A través del ventiluz Patricio pudo ver dentro.
Se habían sentado a la mesa. Irupé estaba sirviendo fideos de una fuente. Los
chicos se reían. Los vio felices. Se fueron. Regresaron a Retiro y se subieron
al BMW.
Esa noche
Patricio hizo el amor con su mujer. Le insistió otra vez que debían tener un
hijo juntos. Verónica estaba fastidiada. Le dijo que era un egoísta, que no
pensaba en su carrera. Su durmieron. Patricio soñó con Irupé. La vio en un
paisaje lacustre, de esteros. Estaba desnuda y lo llamaba desde una especie de
isla. Había flores blancas que flotaban en el agua y muchos pájaros que volaban
alrededor. Irupé tomó una flor blanca y se la puso en la negra cabellera. Le
sonreía y lo llamaba. La veía hermosa. Patricio se despertó sobresaltado.
Estaba angustiado. Se dio cuenta que se había enamorado.
La
relación con Verónica empezó a ir cada vez peor. Evitaban verse y hablarse.
Hacían el amor con muy poca pasión. Patricio se llevaba cada vez mejor con
Irupé. Volvía contento a su casa a las dos de la tarde para verla. Apenas
llegaba se besaban tiernamente, como viejos amantes. Sentía que no podía
mantener esa relación oculta mucho más tiempo. Se sentía ridículo, sabía que
todos se burlarían de él. Le pidió a Irupé que se divorciara de su marido y se
fuera a vivir con él, él le educaría a sus hijos, la iba a cuidar. Irupé, sin
dudarlo, le dijo que no podía. Ella estaba casada, bien o mal esa era su vida.
Le dijo que si la quería tanto se fuera a vivir a la villa, para estar más
cerca de ella. El le sonrió y le hizo un chiste.
Verónica
lo veía cada vez más indiferente y agresivo, y le preguntó qué era lo que le
pasaba. Le pidió que le dijera si ya no la quería. Le respondió que no era eso,
pero que a veces sentía que ese matrimonio era incompleto, le faltaban cosas.
“¿Qué?”, le preguntó Verónica. “Hijos”, le respondió Patricio. “Yo no quiero
ser madre por ahora”, le dijo Verónica. Patricio la miró con rabia y la acusó
de narcisista y ella, por primera vez en su vida, lo abofeteó. Por varios días
no se hablaron. Al tiempo notó que ella regresaba más tarde por las noches.
Verónica se estaba desenganchando de la relación. Un día la descubrió muy
acurrucadita en un café con un economista que trabajaba en el Ministerio, y que
era reconocido por su trayectoria dentro de la política. Militaba en el PRO y
tenía buenas posibilidades de ser candidato a diputado por la capital en las
próximas elecciones. Vivía en Puerto Madero, no muy lejos de donde vivían
ellos. Finalmente Patricio le propuso que se separaran temporalmente, o de lo
contrario el matrimonio acabaría por arruinarse del todo. Les hacía falta
pensar las cosas. Alquiló un departamento en una torre de Puerto Madero y le
preguntó si quería irse ella a vivir allí por un tiempo o se iba él. Ella
prefirió irse y cambiar de sitio.
Patricio
continuó con su trabajo y sus actividades. Ahora vivía solo en su departamento
de Puerto Madero. Todos los días venía Irupé a atenderlo y hacían el amor. Se
sentía cómodo. Empezó a leer otra vez. Hacía tiempo que no leía novelas.
Comenzó 2666 de Bolaño, se la habían
recomendado. El libro le fascinó. Poco después Verónica le pidió que le
aumentara la cantidad de dinero que le pasaba mensualmente, lo que le daba no
le alcanzaba. Tenía que mantener su estilo de vida y necesitaba más dinero. Se
dio cuenta que lo estaba chantajeando. Seguro que era el economista que la
asesoraba. No le importó. Estaba enamorado de Irupé y se sentía feliz.
Pasaron
una temporada excelente. Irupé y él almorzaban todos los días juntos y hacían
el amor. Por las noches ella regresaba a su casa en la villa, a atender a su
familia. Finalmente, comprendió que se tendría que divorciar de Verónica y que
el divorcio le iba a costar caro. Verónica era ambiciosa. Se lo planteó y ella
le dijo que por culpa de él su carrera de modelo no había progresado como ella
esperaba y que la tendría que compensar. El lo aceptó, no tenía otra salida, lo
que pasaba era su culpa. Por suerte tenía suficiente dinero. Se había casado
con la mujer equivocada, perdería parte de la fortuna de su familia. Iniciaron
los trámites de divorcio.
Ya no
aguantaba vivir en Puerto Madero. Su sensibilidad había cambiado. Sintió que
era un barrio de gente frívola, oportunista. Políticos corruptos, vedettes a la
caza de empresarios, banqueros enriquecidos con el erario público, jefes de
empresas multinacionales, botineras en busca de fortuna, estrellas del deporte
que ganaban millones. Le dijo a Verónica que se quedara con el departamento de
Puerto Madero como parte del juicio de divorcio. Compró un caserón antiguo en
Palermo Hollywood y lo hizo refaccionar. Creyó que en ese barrio bohemio iba a
sentirse bien y no se equivocó. La gente allí era más sensible al arte. Ahí
vivía la clase media, los descendientes de los españoles e italianos que
hicieron de Argentina un país progresista, los hijos de los judíos que ejercían
sus profesiones y su comercio. Le encantaba salir a caminar por el barrio y
comer afuera. Iba seguido a la Plaza Cortázar. Irupé seguía visitándolo. Lo
cuidaba, le cocinaba. El le dijo que era su amante oficial. Le dejó elegir los
muebles nuevos. Ella estaba contenta, la casa le encantaba. El le aumentó su
salario, ya ganaba casi casi como una gerente. Ella le dijo que era demasiado.
El le respondió que tenía que justificar las horas de ausencia de su casa.
El
divorcio con Verónica concluyó. Le tendría que pasar una suma mensual elevada
como derecho de alimentación, cederle el departamento y darle un porcentaje de
las acciones de su empresa. Irupé se volvió una amante mucho más apasionada.
Sabía que él estaba solo y eso la estimulaba. De su esposo hablaba poco. Le dijo
que iba una vecina a su casa por las tardes para ayudar a los chicos con las
tareas de la escuela. Ella le pagaba, sentía que tenía a sus hijos un poco
abandonados. Un día le dijo que estaba embarazada y el hijo era de él. Patricio
se sintió feliz. Le pidió que se separara y se viniera a vivir a su casa. Ella
le explicó que no le podía hacer eso a su marido. El ya sabía que estaba
embarazada y creía que era su hijo.
A medida
que progresaba el embarazo Irupé iba cada vez menos a trabajar. Finalmente le
dijo que la relación no podía seguir. No iba a venir más a verlo. Quería
regresar con su marido y sus hijos, sentía que era lo correcto para ella. Lo
dejó.
Patricio
se sintió mal, estaba confundido. Un amigo le recomendó visitar a un psicólogo
que vivía en Villa Freud. Se refugió en el trabajo. Su psicólogo le dijo que
había estado casado con la mujer equivocada. Era un hombre muy dependiente,
tenía carencias afectivas que arrastraba desde la infancia, le había hecho
mucho daño la relación fría y distante que mantenía con su madre. Necesitaba
una relación íntima con una mujer que lo quisiera tiernamente, que fuera
maternal, que deseara tener una familia con él.
En la
oficina empezó a fijarse en una secretaria, algo gordita pero de un rostro muy
bello. Hacía un tiempo que trabajaba en la empresa. La invitó a salir. Cenaron.
Descubrieron que tenían mucho en común. Era estudiante de Letras y quería ser
escritora. Le encantaban los niños y soñaba con tener una familia y, sobre
todo, ser feliz. Se pusieron de novio y la relación fue muy bien. El ya no
quería esperar, estaba cansado de vivir solo. Le propuso casamiento. Hicieron
una ceremonia bastante íntima, con los familiares y amigos más cercanos. Al
tiempo, Victoria, su esposa, quedó embarazada. Nació una nena muy bella, le
pusieron de nombre Silvina.
Un día,
cuando iba a su trabajo a Puerto Madero, vio por la calle a Irupé. Iba con el
bebé en brazos, su nuevo bebé. La saludó. El niño tenía la cara de él. Le había
puesto de nombre Patricio. La invitó a tomar algo. Estaba embelesado con el
niño. Le pidió por favor que volviera a visitarlo a su casa, quería verla con
frecuencia y estar con su hijo. Ella aceptó trabajar como empleada doméstica en
su casa dos días por semana. Iba con el bebé. Cuando su mujer estaba trabajando
en la oficina, hacían el amor. Victoria dejaba a Silvina con su mamá.
Una tarde,
después del trabajo, estaban Patricio y su esposa en familia, disfrutando y
jugando con la beba, cuando oyeron el timbre. El fue a abrir la puerta y se
encontró con Verónica. Venía a visitarlos con su nuevo marido. Los hizo pasar.
Ella se disculpó por todos los malos momentos que habían pasado durante el
divorcio. Se daba cuenta que ellos no eran pesonas compatibles, pero reconocía
que él era un hombre bueno. Su marido, Ricardo Salvatierra, había dejado el
Ministerio de Economía y estaba enteramente dedicado a la política. Se había
ido del PRO, etapa suya que consideraba un error. Lo habían mal aconsejado
algunos familiares suyos reaccionarios. Se había pasado al Peronismo. Ella
militaba con él. Ricardo era candidato a diputado en las próximas elecciones.
Verónica continuaba trabajando en la Villa 31, con la academia de modelos. La
Academia había sido declarada por el gobierno de “interés cultural”. Ella había
salido elegida la “modelo del año” del Peronismo y la habían felicitado por su
defensa de los pobres. Habían adoptado una parejita de niños recién nacidos de
la villa. Eran dos chicos morenitos, de raza indígena. Ella les dijo que estaba
ayudando a su marido en la campaña y los invitó a que los apoyaran. Los
felicitó por la niña preciosa que tenían.
En ese
momento llegó Irupé, que había quedado en venir para servirles la cena. Los
invitaron a comer. Irupé los atendió. Mientras servía la cena, ella y Patricio
se miraban con ternura. Verónica le preguntó qué era lo más valioso que había aprendido durante el tiempo que habían vivido juntos, y Patricio le
respondió que conviviendo con ella se había dado cuenta que el dinero no era lo más importante en la
vida.
Alberto Julián Pérez. Cuentos argentinos.
Lubbock, TX. 2015: 3-14.
No es ficción que "hay más amores incompletos que completos" (en mi humilde impresión). Relato de exquisita ternura. Nora (doc de grupo)
ResponderEliminarSin conocer bien la realidad argentina, este relato es extrapolable a cualquier sociedad occidental. A veces nos damos cuenta tarde de que la Felicidad está más cerca de nosotros de lo que pensamos. Felicidades.
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