de Alberto Julián Pérez ©
"Los vuelos de la muerte eran una forma de exterminio
que consistía en arrojar en pleno vuelo a personas hacia
el mar. En la última dictadura cívico-militar en Argentina -
autodenominada Proceso de Reorganización Nacional -
entre 1976 y 1983, miles de personas padecieron
esta forma de exterminio."
Lo habían capturado esa tarde. Lo llevaron directamente al interrogatorio. Lo torturaron durante media hora. Era todo lo que había necesitado. No había sido más bravo ni más duro que los otros. Al principio no quería hablar, gritaba mucho, lloraba, llamaba a su madre. Pero cuando el Angel le acercó la picana a los huevos allí todo cambió. Se retorció como un alambre y gritó y lloró al mismo tiempo. Dijo que pararan, que iba a hablar. Dio dos o tres nombres. Juró que era todo lo que sabía. Seguramente era cierto, pero por las dudas siguieron torturándolo durante la media hora reglamentaria. Pusieron cuidado. No querían que tuviera un paro cardíaco y se muriera, ni que se cagara encima. El Angel era un experto, sabía cómo hacer las cosas. En las tetillas, en la boca, en los huevos. También le pegaron con un palo…en el pecho, en las piernas, en la espalda… Tenía la capucha puesta. Oía voces y risas, y escuchaba las amenazas. Ya había cantado. Anotaron los nombres e Inteligencia procedió a enviar a los Grupos de Tarea a buscar a los nuevos sospechosos. En un día o dos pasarían por allí, seguramente, y los interrogarían. Se proponían terminar con todos. ¿Con todos? Con todos…
Lo sacaron del cuarto de
torturas y lo llevaron a una celda. Lo arrojaron al suelo sobre una colchoneta.
Le tiraron una manta para que se cubriera. Hacía frío. Era el mes de mayo. Le
dolían los músculos de todo el cuerpo. No se había desmayado durante la
tortura. Pensó que ya había pasado lo peor. Había hablado. Sintió culpa. Pero
se dijo que estaba todo calculado. Así había quedado con sus compañeros. Aguantar
todo lo posible la tortura y después cantar. Los otros, al ver que él no se
comunicaba, se esconderían, escaparían y la célula se salvaría. Si podían…
Trató
de dormir…Pensó en todo lo que había vivido. En el grupo que irrumpió cuando
estaba en casa de su madre, en medio de gritos. El llanto aterrorizado de ésta
y él tratando de calmarla, diciéndole que todo iba a estar bien. Pidió a los
que le apuntaban que no le apuntaran a ella, que era un mar de lágrimas. Se
entregó. Lo arrastraron al Falcon, en medio de culatazos. Lo encapucharon. Lo
tiraron al piso y después de media hora entraron en un edificio. Lo metieron en
un cuarto y lo dejaron esperando. De allí lo sacaron para interrogarlo, para
torturarlo. “Decí todo, la puta que te parió”, le gritaban. Y le daban picana.
Allí oyó por primera vez el nombre Angel. Le llamó la atención y le pareció una
burla. El también tenía su apodo de guerra, era Ernesto, como el Che. Se
preguntó si habrían capturado a los otros. Rogó que no. Los peronistas sabían
defenderse y luchar, eran resistentes. Perón les había enseñado que la guerra
era política. No se ganaba sólo con las armas, había que tener la razón y los
derechos. Y los militares tenían armas, pero no la razón. Eran ilegítimos,
cipayos al servicio del imperialismo, como tantas veces los habían denunciado
Perón. Buscaba la victoria, no le gustaba perder. Pensó en su madre, que
estaría llorando, asustada. Un día el mundo sería diferente, triunfaría el
pueblo, habría justicia social. Finalmente se cubrió con la manta y se durmió.
Tuvo
un sueño extraño. Soñó que iba en un avión. Todo era muy azul. Aparecieron
algunas nubes. De pronto se sintió en el aire. Estaba rodeado de pájaros. Veía
el sol a lo lejos, como una esfera brillante. Estaba volando. Sentía el placer
del viento en la cara, como una caricia. Al fondo veía una superficie verde
esmeralda. Era el mar. Se sintió planear encima del mar. Se iba acercando a la
superficie. De pronto se zambulló en el agua, como una grulla o un pez. Sintió
el placer del contacto del agua. Se sumergió en la profundidad del océano. Vio
pasar peces de colores que lo miraban con asombro. A medida que avanzaba todo
era más oscuro, la noche del mar. Se desesperó. De pronto, en la profundidad
vio una luz. Nadó hacia ella. Era la entrada de una gruta marina. Se introdujo.
En el centro de la gruta había un gran resplandor. Miró fijamente y vio a Dios,
vestido de blanco. Tenía el pelo largo y barba, como el Cristo de las
estampitas. Dios le dijo que había llegado el momento. El juicio final se
acercaba. Y la resurrección de la carne. Vio que a su alrededor había otros,
esperando ese momento. Sintió que alguien le tocaba el hombro. Se dio vuelta.
Se encontró con la mirada de Perón. De la mano llevaba a Evita. Ella era
pequeña, casi una niña. El le dijo a Perón: “Hasta la victoria”. Empezó a
recitar un poema sobre Dios y la vida eterna. En el estribillo repetía la
palabra “Argentina”.
El
sueño concluyó de repente. Se despertó. Se movió, incómodo, sobre la
colchoneta. Se acurrucó. Tenía frío. Le dolían los músculos. Trató de relajarse
y volverse a dormir. En el entresueño su mente se pobló de imágenes. Recordó los
días de su adolescencia cuando iba al Colegio. Salía muy temprano por la mañana,
aún estaba oscuro. Recordó los focos de luces amarillas de la calle, moviéndose
con el viento. Recordó las visitas que hacía a su abuela española, que le
ofrecía manjares cocinados por su mano. Le preparaba las comidas que les
gustaban a los niños: papas fritas, bife a caballo, arroz con leche. Recordó
cuando fue a jugar el picado de fútbol con los chicos de sexto grado. Los
chicos pobres de la villa que estaba frente al parque donde jugaban los
desafiaron a un partido. Ellos, los chicos de clase media, les ganaron. En
venganza, los chicos de la villa los atacaron. Iban y venían piñas y patadas.
Los villeros eran más duros. Finalmente él y sus compañeros huyeron. El campo
fue de los otros.
Se
despertó momentáneamente. Sintió que le dolía el cuerpo, pero aún más le dolía
el espíritu. Sentía vergüenza y culpa. Había hablado. Pensó en su novia, Elvira.
Ella también era militante y estaba en una célula distinta a la suya. El
partido lo había hecho a propósito. Si algo iba mal, no querían que los
agarraran juntos. Rogó que estuviera libre. No aguantaría la tortura. Era
demasiado tierna y dulce. Recordó cuando hacían el amor. Ultimamente ya no se
cuidaban. Así era la guerra. Apostaban a la vida y sabían que la muerte los
cercaba. Querían vivir. Pensó que quizá ella estuviera embarazada. Si así fuera
nadie la tocaría en caso que la agarraran. Los militares no se animarían a
torturar a una embarazada. Nacería su hijo. Si algo le pasaba a él, su hijo un
día lo vengaría. Rogó a Dios por Elvira. Que no le pasara nada. La amaba. Hacía
dos años que se habían conocido. Habían convivido los últimos seis meses. El
había cumplido ya los veinte años, y ella tenía diecinueve. Empezó a militar en
la escuela secundaria. Se conocieron en el Centro de Estudiantes. Dos de sus
amigos del Colegio habían desaparecido. Pensaban que los habían asesinado. El
había vivido para contarla.
Cuando
terminó la secundaria empezó a militar en el Partido. Había entrado a estudiar
Derecho. Allí empezó a leer a Perón. Otros leían a Marx, él prefería leer al
viejo. Perón tenía su doctrina, a pesar de lo que decían los marxistas. Si
leían La hora de los pueblos y Modelo argentino se convencerían de que
él tenía razón. Modelo argentino era
el testamento político del gran viejo. Lo había anunciado en su último discurso
del 1º de mayo, antes de morir. Pensó en su agrupación política y en el General
Aramburu. Los Montoneros fueron los únicos que se animaron a juzgarlo. Había
sido un enemigo del pueblo. Ellos habían tenido la autoridad para hacerlo.
Aramburu representaba la arrogancia del Ejército. Los militares habían creado
un estado policial al servicio del imperialismo. ¡Cipayos! Así los llamaba
Perón. Aramburu había fusilado trabajadores inocentes en La Plata. Era un
genocida. Los Montoneros lo habían juzgado en nombre del pueblo argentino y ese
acto era parte de su gloria. El General había recibido su castigo.
No
sabía lo que iba a pasarle. Esperaba que lo trasladaran a otra prisión, que lo
transfirieran. Lo habían “chupado” y lo habían metido en ese calabozo. Creía
que estaba en un sótano. ¿Dónde? No sabía. Cuando iba tirado en el piso del
auto donde los llevaban pudo ver por el costado de la capucha que entraban en
un recinto arbolado. Quizá fuera Palermo. ¿Sería la Escuela de Mecánica de la
Armada? Al que lo torturó le decían Angel. No le pudo ver la cara. Daba lo
mismo. Eran todos iguales. Enemigos del pueblo. Elvira, ¿estaría embarazada? En
esos momentos deseó intensamente tener un hijo, era su manera de aferrarse a la
vida.
Pensó en el General Quiroga.
Siempre pensaba en Facundo cuando algo le iba mal. Su amigo, Dalmacio, y él lo
admiraban. Se sentían montoneros. Juntos habían leído el Facundo, sólo para refutar a Sarmiento, para demostrar que el
sanjuanino estaba al servicio del imperialismo inglés, que quería derrocar a
Rosas y tener el país a sus pies. Facundo había luchado toda su vida contra los
enemigos del pueblo, y lo habían asesinado infamemente. Rosas lo hizo enterrar
de pie, listo a salir de su tumba el gran Tigre, a luchar contra los enemigos de
la patria. Habían visitado con su amigo su tumba en la Recoleta. Morir
luchando. Era una idea hermosa. Facundo había pensado que nadie iba a animarse
a matarlo, nadie tendría el coraje. Su nombre metía miedo. El hombre que
pudiera matarlo no había nacido todavía. Pero lo mataron. Se equivocó Facundo.
No importaba. Su sombra terrible vivía, su alma estaba en el pueblo. Planeaba
sobre las villas miserias, para proteger a los descamisados. Su sombra los
impulsaba a luchar. La sombra de Facundo. La sombra de todos los montoneros que
defendieron la patria contra el imperialismo cipayo: Facundo, Felipe Varela, el
Chacho Peñaloza. La reacción se había encarnizado contra ellos, pero jamás
habían bajado las armas. La lucha era a muerte. ¡Patria o muerte!, se dijo. La
patria no tenía precio, no se vendía. Estaban en el país, sin embargo, aquellos
que la negociaban, los infames militares de la anti-patria. Los cipayos que
avergonzarían a San Martín. Debería regresar de la historia el Gran Capitán,
para echarlos de la Casa Rosada con un látigo, como echó Cristo del templo a
los mercaderes. Habían transformado a la patria en un infame mercado. Ahora
había que liberarla. Esa era una guerra de liberación y ellos eran los soldados
de Perón. La lucha continuaría, hasta la victoria. Después de los militares,
venían ellos. Los milicos caerían. Servían intereses espurios. Estaban al
servicio del imperialismo y la falsa religión. Una parte de la iglesia se había
vuelto contra el pueblo. Estaban los curas y monjas valientes que amaban a la
gente y se jugaban con ellos, los curas villeros, los curas militantes, los
sacrificados, los santos, y los curas de la anti-patria, los que se aliaban a
la curia internacional, los que adoraban el oro de Washington y complotaban con
los yanquis contra los pueblos.
Tenía
frío. La cobija sucia que le habían dado para taparse no era suficiente. La
colchoneta sobre la que estaba tirado era muy delgada y sentía el frío del
suelo de la celda. Le dolían los músculos en los sitios donde le habían
aplicado la picana. Tenía los testículos inflamados y necesitaba orinar. Se
dijo que ya había pasado lo peor. Era necesario aguantar. Había que pensar en
el futuro. En la lucha y en la victoria. Al final llegaría la victoria. Como
había dicho Bolívar, cuando el pueblo ha decidido ser libre nadie puede
pararlo, aunque se pierdan muchas vidas. Y allí estaba el ejemplo de Vietnam.
El genocidio yanqui no había logrado detener al pueblo vietnamita. Habían
bombardeado a los campesinos misérrimos con napalm, los habían envenenado con
agente naranja. El combustible líquido de las bombas quemaba sus chozas y se
metía en las cuevas donde se ocultaban. Morían como ratas en su madriguera. Los
yanquis no mostraban piedad ni compasión. Habían tenido la desfachatez de
masacrar cientos de miles, millones de campesinos pobres por el delito de
querer ser libres, y se llenaban la boca hablando de libertad. Esos grandes
asesinos de la historia. Pero los pueblos habían aprendido a luchar. Si no
fuera por esos milicos cipayos…vendidos al oro del imperialismo…Eran la
vergüenza de su patria…después de los grandes ejércitos populares del pasado,
tener ahora a esos cobardes hambreando a la gente y cobrando los dineros de
Judas de sus amos. Sólo el ejército nacional en épocas de Sarmiento y
Avellaneda había sido tan infame. El General Roca había dirigido la campaña del
desierto. De un “desierto” muy poblado. Habían sido los responsables de las
masacres de indios. Se habían robado las 45.000 leguas y después se llenaban la
boca llamándose civilizados. Asesinos de pueblos. Pero después vinieron Irigoyen
y Perón y cambiaron la historia. El pueblo siempre generaría sus líderes.
Pensó en el Che. El les había enseñado a
luchar por la Patria Grande, el gran sueño de Bolívar. A luchar más allá de las
fronteras. Como había dicho Perón, el siglo XXI los vería unidos o
esclavizados. ¿Cómo sería el siglo XXI? Quién podía saberlo. ¿Llegaría él al
siglo XXI? Quizá su hijo, si lo tenía (deseaba intensamente que su compañera
estuviera embarazada), fuera a ver el nuevo milenio. Quizá pudiera vivir en una
Argentina libre, en un mundo sin imperios, en un mundo de pueblos felices.
Pensó que pronto vendrían a levantarlo. Podría ir al baño, le darían algo caliente que tomar, quizá mate y pan. Sería una bendición.
Al
rato sintió que se abría la puerta de su celda. “Preparate”, oyó una voz que le
decía. “¿Para qué?”, preguntó. “Va a haber un traslado.” “¿Adónde?” “A otro
sitio, creo que al sur”. Lo hicieron poner de pie, le sacaron por primera vez
la capucha. Pudo ver a su carcelero. Era un soldado joven, moreno, seguro que
un cabo, o un soldado de menor jerarquía. Apareció un hombre joven, vestido de
civil. Tenía un rostro agradable, de joven actor. Debía ser el Angel. Angel
sería, pero el ángel de la muerte. Le había aplicado la picana en el
interrogatorio. “Tenés suerte”, le dijo el Angel. “Te van a trasladar.” Vino un
enfermero. “Te voy a dar una vacuna, es contra el tétano, para que te conservés
sano”, le dijo. Lo inyectó en el brazo. De inmediato se empezó a sentir más
ligero, le empezó a entrar sueño. Pensó en el General, y en el sueño que había
tenido durante la noche, cuando se sumergía en el mar, y llegaba a una gruta
iluminada y lo veía a Cristo. Allí también estaba el General, Dios lo había
recibido, y también a Evita. Pensó en un mundo eterno. Mientras se dormía se
repetía las palabras: “Hasta la victoria, hasta la victoria siempre”.
“El vuelo” Letras Salvajes No. 18 (Abril-Julio 2015):117-122.
Bello relato, homenaje a toda una generación. Así pensábamos, en efecto. Muchos de mis compañeros corrieron esa suerte: que Dios los bendiga y que, en un mundo complejo, menos simple, menos lineal, podamos honrar su memoria
ResponderEliminarGracias Enrique, traté de ponerme dentro de la conciencia del militante.
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