de
Alberto Julián Pérez ©
Marcos
Feinstein fue asesinado. Se encontró su cadáver en Barracas, en un descampado,
cerca de la Villa 21. Le pegaron un tiro en el corazón. Antes de matarlo lo
torturaron: presentaba marcas de quemaduras y golpes en el cuerpo. Había
desaparecido de la Villa 31 de Retiro hacía más de una semana. Su novia, María
Mendiguren, fue la que denunció su desaparición.
Marcos
vivía en la Villa 31 desde hacía más de un año. Se había criado en Palermo, en
una familia de clase media. Era drogadicto. Se estaba sometiendo a un
tratamiento para dejar la adicción.
Los
vecinos de la villa miseria aseguran que curaba con palabras, era un sanador. Acusan
a una banda de la Villa 21 de Barracas del asesinato. Según ellos, lo
secuestraron y se lo llevaron allá para que hiciera milagros. No se ha
encontrado ninguna prueba fehaciente aún que permita determinar lo que pasó. No
han aparecido testigos directos del secuestro. De seguir así no se sabrá la
verdad y quedará todo en el misterio.
Lo
llamaban el mesías, el enviado, y, si bien era judío, lo consideran un santo. Quieren
construirle una capilla. Ya muerto, terminará transformándose, probablemente,
en un mito o en un santo popular.
Soy
periodista y en mi trabajo me pidieron que reuniera información sobre el caso.
Lo que descubrí no cabía en una simple crónica policial. Por eso decidí
escribir un informe más detallado, desde la múltiple perspectiva de sus
actores. Entrevisté a las personas que lo conocieron y lo trataron. Mi
principal informante fue María, su novia, mujer de gran sensibilidad y cultura,
a pesar de su oficio, demonizado por la prensa amarilla. María está preparando
una biografía de Marcos, a quien no conocí en vida. Ella me describió
detalladamente su personalidad y me contó todo lo que había pasado. Basado en
su testimonio escribí su historia. Con el
padre Armando Santander, cura de la villa miseria, muy querido por los vecinos,
hablamos sobre el judaísmo de Marcos y sus presuntos milagros. Todos ellos me ayudaron a comprender mejor este caso
complejo.
Marcos, el Mesías
…Y me vine
a vivir a la villa miseria. Al poco tiempo de llegar me enamoré de una chica,
María. Era muy linda, se vestía con ropas buenas y me di cuenta en seguida a
qué se dedicaba. No me ocultó la verdad. Yo, al principio, me consideraba un
piola porque andaba con ella, pero después reconocí que estaba enamorado. No me
gustaba que trabajara de prostituta, pero me la aguantaba.
No es muy
difícil explicar por qué me vine a vivir aquí. Me iba mal en la universidad y
abandoné la carrera de Letras. Mi viejo me pidió que me fuera de casa. Mi vieja
se había muerto cuando yo era chico, de un cáncer, y mi padre cargó con la
responsabilidad de criarnos. Me había encontrado drogado muchas veces y no
sabía qué hacer. Creo que quería proteger a mi hermano menor, que me admiraba.
Yo andaba siempre sucio y no trabajaba. Le robaba cheques, le falsificaba la
firma y los cobraba. También compraba cosas con sus tarjetas de crédito. Mi
viejo me dijo que ya estaba grande, que hiciera mi vida fuera de casa, que me
buscara un trabajo. La casa ya no era lugar para mí. Me pidió que lo entendiera
y lo disculpara. Es un pequeño empresario, muy moralista, y tenía vergüenza de su
hijo. La colectividad me despreciaba, los paisanos ni me hablaban. Todos
ayudaban a sus padres en sus negocios, lo único que les interesaba era el
dinero. La verdad que no me comprendían.
Me fui a
vivir a una pensión y traté de dejar la droga. Yo amo la literatura y me decía
que el que ama la literatura no necesita drogarse. La poesía es un estimulante
poderoso. Me sometí a un tratamiento para parar la adicción y, por un tiempo,
dio resultado, pero después volví a la droga. Una vez que uno la probó es
difícil dejarla. Nos vence, es más fuerte que nosotros. Finalmente se me
terminó el dinero y tuve que salir de la pensión. Después de andar varios días
en la calle, terminé en la villa. Aquí es más fácil conseguir merca y
sobrevivir.
Mi casilla
no estaba lejos de la de María. En la villa miseria la respetaban. Se llevaba
bien con el jefe de una banda, el Cholo, y él la protegía. Me dijo que la había
defendido de un tipo que amenazaba con matarla. Cada tanto se dejaba coger por él.
Ella, como yo, había estudiado en Filosofía y Letras. Fue estudiante de Antropología.
Amaba la literatura y el cine.
Me explicó
que su trabajo no era difícil. Le desagradaba si el cliente era gordo, o estaba
sucio. Muchas veces le tocaban tipos que estaban buenos y se la pasaba bárbaro.
Se sentía bien viviendo en la villa miseria. Yo también. Me sentía protegido. La
villa miseria, al principio, es un lugar intimidante, pero, una vez que estás
adentro, aprendés a manejarte y te sentís seguro. Si uno se quiere ocultar, aquí
nadie te encuentra. Es un laberinto y conocemos todos los pasadizos. Es un
mundo aparte, una ciudad dentro de la ciudad.
Los de la
banda del Cholo se dedicaban a robar autos y los vendían a los desarmaderos
clandestinos de Villa Domínico. También robaban en casas: electrodomésticos,
computadoras, y claro, dinero, pero ocasionalmente. Se especializaban en autos.
Los villeros no se metían con ellos y, a su modo, los protegían. En la villa
miseria no se admiten soplones. Aquí todos odian a la yuta.
Cuando los
de la banda supieron que yo andaba con la flaca me empezaron a fichar. Ella no
me daba plata. Los de la banda sentían envidia de nosotros porque veníamos del
mundo de afuera y teníamos algo que ellos no habían podido tener: educación. Muchos
fingían despreciarla, pero les hubiera gustado haberse educado. Yo y la flaca
éramos una especie de recurso intelectual. El Cholo, el jefe de la banda, me
dijo que él había dejado la escuela a los doce años, y que no entendía cómo
nosotros podíamos haber estudiado pasados los veinte. No lo imaginaba. Para él
éramos como turistas en la villa miseria. Nosotros nos sentíamos como espíritus
viajeros o poetas malditos.
Yo me
adapté a vivir en la villa. La gente era solidaria. Los vecinos sentían
curiosidad y me preguntaban cosas. Se mostraban hospitalarios a su modo. Me preguntaban
por mi familia. Querían saber por qué estaba ahí. Me convidaban con cerveza y
algunos me invitaban con mariguana. Me confiaban sus problemas, y me contaban cosas
que les pasaban. Algunas mujeres me consultaban cuando tenían problemas con los
hijos en la escuela. Creían en los demás. Uno no tenía que demostrarles nada. No
te juzgaban. Los domingos mis vecinas me traían empanadas. Empanadas norteñas,
con papa, picante y mucho jugo. Una señora, cuando me veía muy mal, venía y me
lavaba la ropa.
Un
muchacho guitarrero me pidió algunas letras para sus canciones. Yo compuse una
que se hizo popular en la villa, “La masacre”, la habrán escuchado. Hablaba de
la vida de los pibes chorros. Un grupo de cumbia después la popularizó. Eso
bastó para que me admiraran. Decidí empezar un taller de poesía. Primero hablé
con el cura. Le pedí que me dejara usar su casa, que estaba junto a la capilla,
pero se negó. Después hablé con las madres del comedor infantil. Les gustó la
idea y me dijeron que sí. Daba mis clases en su galpón los miércoles por la
tarde. Por supuesto que no cobraba nada, mi interés era ayudar a la gente a
entender y gozar la poesía. Para mí es el máximo tesoro de nuestra cultura. Al
principio venían muy pocos. Los hombres tenían muchos prejuicios. Creían que la
poesía era cosa de mujeres, o de homosexuales. No querían participar. Decían
que no la entendían. Pero después la actitud cambió. Yo me senté con paciencia
a trabajar con ellos y, al tiempito, ya había grandes exégetas, que podían leer
a Vallejo y emocionarse. El libro favorito del taller era Los heraldos negros. Muchos de los alumnos, que oscilaban entre los
quince y los veinticinco años de edad, se aprendieron poemas de memoria. Los
favoritos eran “Los heraldos negros”, “Dios”, “Agape” y “Espergesia”.
Yo les
enseñé a reconocer la voz presente en el poema. Un día uno me preguntó cómo
hacía el poeta para recibir esa voz. Yo le dije que no se sabía, ese era el
gran misterio de la poesía. Otro me preguntó si él podía hacer algo para escuchar
la voz. Pensaba que era poeta, escribía, pero aún no había sentido una voz. Le
dije que no se podía hacer nada. El que no recibía la voz era un aprendiz de
poeta, el verdadero era el que la recibía. Esa voz venía de afuera, y era como
la voz de dios, una iluminación. Otro me preguntó si el poeta era como un
profeta. Yo le dije que casi. Después de un mes empezó a venir al taller el
Cholo, el jefe de la banda. Al principio pensé que venía a espiarme, pero luego
comprobé que le interesaba la poesía. Tenía sensibilidad y leía muy bien. Su
voz era grave y serena y transmitía gran emoción.
No muy
lejos de mi casilla, como a doscientos metros, vivía el Padre Armando. Al lado
de su casa estaba la capilla. Era relativamente grande, podían entrar sesenta
personas sentadas. El Padre Armando había llegado allí hacía varios años. Era
un cura villero. Los vecinos lo querían. Muchos de los que iban a misa y
comulgaban eran malvivientes. El Padre sabía a qué se dedicaban, pero no los
juzgaba. Yo creo que prefería rezar y pedirle a dios por ellos. En un principio
desconfiaba de mí. Sabía que me drogaba y me había criado en una familia
pudiente. Después me fue conociendo y cambió su actitud. Cuando empecé a curar
gente, creyó que todo era una farsa. Yo mismo no entendía lo que pasaba.
Después se fue convenciendo de la verdad y yo también.
La villa miseria
era como un pueblo grande. Sus habitantes conocían bien sus pasadizos. El mundo
de afuera les parecía inclemente y en la villa se sentían seguros. Yo venía de ese
mundo de afuera, moderno y pujante. Yo, el
cura Armando, María Azucena, o María, como la llamaban todos, éramos extranjeros
en la villa. Eramos como turistas pasando una temporada, o eso pensaban ellos. Los
villeros auténticos eran los pobres pobres. Muchos llegaban de los pueblos del
interior, y de los países limítrofes. Parecía las Naciones Unidas. Había
chilenos, peruanos, bolivianos, paraguayos. Uruguayos pocos, se creían mejores
que los demás y preferían vivir en las pensiones de Constitución o San Telmo.
Los otros
foráneos que entraban a la villa miseria eran los políticos. Se apoyaban en
algún puntero para ir ganando influencia. Llegaban de distintos partidos, pero a los que
les iba mejor era a los peronistas. Los pobres quisieron mucho a Perón y lucharon
por su vuelta. Los viejos se acordaban de él, y los jóvenes habían oído las
historias de sus padres. Los peronistas les consiguieron a algunos la escritura
del terreno que ocupaban. También pusieron plata para la ampliación de la
capilla y el equipamiento del dispensario médico. Ese dispensario le salvó la
vida a más de un muchacho. Aquí hay peleas serias a cada rato. La gente es
brava. La policía no entra. Nadie denuncia a otro cuando le roban o le pegan. Se
defiende como puede y se venga, sólo o con amigos. Heridas de cuchillo o de
bala es lo más común. En el dispensario los atienden y no les hacen preguntas,
siempre y cuando la riña haya ocurrido dentro de la villa miseria. Cuando la
persona fue herida afuera es otra cosa, sobre todo si se trata de heridas de
bala. Ahí los del dispensario tienen obligación de dar parte a la policía. Casi
nunca lo hacen, pero los que pasan por esa situación raramente van allí.
Hay
algunos punteros que tienen bastante influencia, y distribuyen planes de
comida. A los muchachos de la pesada los respetan. Tratan de mantener buenas
relaciones con todos y tenerlos de su parte. Cada banda es como una pequeña
empresa y le da de vivir a más de uno. El Cholo, por ejemplo, siempre le tira
unos pesos al padre para la capilla. Cada vez que un robo va bien, le hace un
buen regalo de dinero al curita. Este lo usa en el comedor de la villa miseria,
que manejan las madres. Hay muchos pibes huérfanos. Así que entre todos nos
arreglamos. De afuera recibimos poco. Si no robaran les iría mucho peor a los
otros. El robo viene a ser como un impuesto. Como un impuesto de los ricos a
los pobres.
Todos los
días por la tarde los chicos y los no tan chicos juegan al fútbol en el potrero
de la villa. Muchos sueñan con salir de aquí a algún club grande. A veces
vienen representantes de los clubes, a ver si ven a algún pibe interesante, con
promesa. Los punteros de la villa miseria crearon una timba alrededor de los
partidos de los sábados. Corre bastante plata y el equipo tiene un buen
director técnico. Se juega a las tres de la tarde. Siempre hay algún equipo de
otra villa miseria que nos desafía, y se apuesta. Sé que muchos se juegan
bastante dinero, y el que no paga, la liga. Hubo muchas peleas por culpas de
estas apuestas. También amenazan a los jugadores. Tienen que cumplir, y
defender el nombre de la villa. Si ganan les dan plata. Aquí hay que bancársela
y ninguno es inocente. Aprendemos a defendernos. Sobrevivimos como podemos.
En la
villa miseria la mayoría de la gente trabaja. Son peones, albañiles,
sirvientas, vendedores callejeros, ayudantes de cocina, hacen de todo, mucho
trabajo manual, mal pago. Por eso hay tanta pobreza. Aquí viven muchos miles de
personas. Trabajan salteado, hacen changas, se las rebuscan. Las que más
trabajan son las mujeres. Hay señoras con muchos hijos, y no les alcanza para
mantenerlos. Siempre alguien las ayuda. Tratamos de que nadie pase hambre.
A la gente
le gusta escuchar historias policiales. Por la noche, cuando se juntan en los
bares de la villa miseria a tomar cerveza, los más bravos cuentan sus hazañas.
Yo he escuchado muchas aventuras interesantes. Alguna vez las voy a escribir. Las
mujeres cuentan historias de amor muy lindas. En la villa hay una mayoría de
gente joven. Muchos niños.
Los callejones
están muy sucios, la gente tira basura, pero uno se adapta. Yo estoy bastante contento.
¿Qué voy a hacer, volver a Palermo, rogarle a mi viejo que me perdone y me permita
ser un buen burgués arrogante? Imaginate, soy judío, la colectividad se reiría
de mí y harían una campaña para internarme en una clínica de enfermos mentales.
Yo siempre quise ayudar a los demás, salvar a alguien. Tengo complejo de
mesías.
Mis padres
eran personas cultas. De chico yo me pasaba las tardes en la biblioteca y
faltaba bastante a la escuela. Me gustaba leer. Siempre he leído mucho. Aquí en
la villa miseria los libros se humedecen y se arruinan. Yo tengo un lector
electrónico donde guardo cientos de libros que pirateo de internet. Tengo de
todo y en varias lenguas, porque leo bien el inglés y el francés. El inglés me
lo enseñó un tutor que me puso mi viejo, un americano de Boston. El francés lo
aprendí por mi cuenta, leyendo y viendo películas francesas en video.
La Villa
31 ha progresado bastante. Ahora tenemos estación de radio y un pequeño
periódico. A mí los chicos siempre me entrevistan, recito alguna poesía, a
veces les leo cosas que escribo. Me piden opiniones de política, pero de eso no
hablo mucho. Lo mío es la literatura. La literatura del dolor. Para mí es la
más auténtica. La otra me gusta menos. Me parece falsa. La verdadera literatura
no puede alimentarse de la felicidad. La felicidad es un sentimiento
superficial. De aquí algún día saldrá un Baudelaire o un Rimbaud, hay mucho
talento en bruto por cultivar. Yo con mi taller ayudo. Tenés que ver como analizan
la poesía de Vallejo.
En mis clases de poesía leíamos el poema “Dios”, que comienza:
“Siento a dios que camina tan en mí …”. Vallejo dice que va caminando por la
playa y siente la presencia de Jesús a su lado. Jesús está triste, sufre “un
dulce desdén de enamorado” y por eso, cree el poeta, “debe dolerle mucho el
corazón”. Cuando llegábamos a esa parte del poema alguno de mis estudiantes siempre
se emocionaba, y se le saltaban las lágrimas. Les llamaba la atención que el
poeta hablara con dios. Empezaron a ver la clase de poesía como una clase de
religión. Yo se lo conté a María, mi amiga, y ella se quedó intrigada.
Desde que
vine a vivir a la villa miseria traté de curarme y luchar contra la adicción. En
el dispensario de la villa me daban pastillas de metadona para que fuera
dejando de a poco las drogas. Quería ponerme bien y no terminar internado o
muerto. Un grupo de guachos que se drogaban con cualquier cosa me venía a
buscar, pero yo evitaba salir con ellos. Había días que empezaba a temblar
porque no tenía nada para inyectarme, pero me la aguantaba. Mi relación con
María empezó a ir cada vez mejor. Hacíamos el amor a la hora de la siesta. Ella
se acostaba tarde por la noche y nunca se levantaba antes del mediodía. Yo
trataba de no mostrar celos. No le preguntaba nada sobre su trabajo nocturno. Creo
que me enamoré de ella porque hacía bien el amor, e imaginaba que me quería.
Probablemente le gustaba, pero reconozco que María no es de las que se enamoran
fácilmente de nadie. Es una mujer poco sentimental, aunque protectora y buena
amiga. Me cuidaba. Tenía más dinero que yo, y me regaló una remera Lacoste
celeste que me envidiaban y otras cosas lindas.
Un día le
pegaron un tiro en el estómago a uno de la banda del Cholo. Era un muchacho
flaco y alto, le decían el Lombriz. Me vinieron a buscar para que los ayudara.
Les dije que había que llevarlo a un hospital para que lo operaran o se
moriría. Era grave y en el dispensario de la villa no tenían los medios para
tratar un caso así. No querían ir a un hospital, en el hospital llamarían a la
policía y lo entregarían. Les sugerí hablar con el cura a ver qué se le ocurría.
No les gustó la idea. En el tiroteo habían herido a un cana y los buscarían. La
situación era desesperada. Yo me acordé de mi primo Sergio, que vive en
Belgrano. Es médico, y el Cholo me dijo que lo llamara. Mi primo se sorprendió
al escuchar mi voz. Le dije que tenía que verlo por algo muy delicado. A
regañadientes aceptó. Fuimos con el herido a su consultorio. Mi primo es
ginecólogo y se asustó al ver a los de la banda. Tenían una apariencia bastante
siniestra. Le dije que no había tiempo que perder, estábamos jugados. Mi primo
hizo poner al herido en una camilla. Había que sacarle la bala. Necesitaba operar.
No podía hacerlo solo. Hacía falta un anestesista. Ellos se negaron a llamar a
nadie. El Cholo le dijo que lo operara ahí mismo, como pudiera. Sergio, viendo
que no había otra opción, se resignó y se preparó para sacarle la bala. Le
trajo al herido un vaso con coñac y le pidió que se lo bebiera para relajarse.
Después le metió un pañuelo en la boca y le dijo que lo mordiera. Entre todos
lo agarramos y lo sostuvimos para que no se moviera. Cuando Sergio tocó la zona
de la herida se retorció de dolor. Mi primo hizo una incisión donde había
entrado el proyectil, introdujo una pinza como si nada y empezó a hurgar. El
herido se desmayó. Al rato le había sacado la bala. Todo no duró más de quince
minutos. Estaba orgulloso de mi primo. El muchacho había perdido bastante
sangre. El corazón había aguantado bien, gracias a dios. Mi primo me dijo que estaba
muy débil y podía sobrevenirle una infección. Teníamos que darle antibióticos y
cambiarle el vendaje diariamente, a ver si se salvaba.
Lo
llevamos de vuelta a la villa miseria. Volaba de fiebre. El Cholo y sus hombres
lo escondieron en una casilla. Estuvo varios días delirando. Trataban de
alimentarlo con caldo y pollo, pero vomitaba. Yo ayudaba y pasaba todos los
días a cambiarle las vendas. Tenía miedo
de lo que pudiera pasarme si se moría. Finalmente mejoró y se salvó y me quedé
tranquilo.
Seguí con
mi taller de poesía los días miércoles. Tenía varios estudiantes. Dos semanas
después apareció en el taller el herido. Se lo veía débil aún. Ese día hablamos
del poema “Dios” de Vallejo. Al final de la clase el Lombriz se acercó a mí, se
arrodilló y me pidió que le diera la bendición. Le dije que me alegraba verlo
bien, pero yo realmente no había hecho mucho por él, sólo había ayudado, era mi
primo el que lo había salvado. No entendió razones, estaba alterado, tenía
fiebre y le hice caso. Puse mi mano sobre su frente y lo bendije en nombre de
dios. Sentía miedo y lo que menos quería era discutir con él. El Cholo y sus
hombres son peligrosos.
Dos días
después vi que en la puerta de mi casilla habían depositado un ramo de flores
blancas. Le pregunté a María si sabía quién había sido, me dijo que no. En la
próxima clase de poesía vi que tenía una estudiante nueva. Era una señora
morena, aindiada, de más de cuarenta años. Al final de la clase se arrodilló
ante mí y me dijo que era la madre del Lombriz. Aseguró que yo había curado a
su hijo, le había salvado la vida. Le dije que había tratado de ayudar aunque
no era médico. La mujer me dijo que era un santo, y me pidió que la bendijera.
Yo le dije que no podía, no era católico. Igual que su hijo antes, la mujer no
se movía, seguía arrodillada. Finalmente accedí y la bendije en nombre del
padre.
Me estaban
haciendo fama de sanador. El cura, que fue el primero que se dio cuenta de lo
que pasaba, reaccionó mal. Les pidió a sus fieles que no vinieran a mi taller
de poesía ni me visitaran, les dijo que yo no tenía nada que ver con Cristo. Desconfiaba
de mí porque sabía que era judío.
A una
vecina se le enfermó un bebé de un año. Vivía casilla por medio con la nuestra.
Siempre hablaba con María, a su modo eran amigas. La mujer llevó al bebé, que
tenía mucha fiebre y diarrea, al dispensario médico de la villa miseria, y
después, por recomendación de la enfermera, fue al Hospital Argerich de La
Boca. El chico presentaba una enfermedad extraña, los médicos no sabían bien
qué era. La madre pensó que su hijo se le moría. Desesperada se lo dijo a las
vecinas, y le pidió al padre de la criatura que por favor hiciera algo. El
hombre, un albañil paraguayo, no sabía a quién recurrir. Me vino a hablar a mí.
Y yo ¿qué podía hacer? De medicina no sé nada, lo mío es la literatura, la
poesía. El albañil estaba muy nervioso y me pidió que le rezara. Le dije que
sí, que le iba a rezar. Quería calmarlo. Al día siguiente volvió y me dijo que
por qué no le había ido a rezar. Yo no le entendí bien, le aseguré que había
rezado y había pedido por su hijo, pero el hombre deseaba que yo fuera a su
casilla y rezara allí. Yo le dije que pidiera ayuda a otro, yo no podía hacer
más. El hombre fue y se lo dijo a la mujer, y ésta a las vecinas, y al rato
vinieron todas las mujeres a gritar enfrente de mi casilla. Prácticamente me
arrastraron. Me llevaron ante la cuna del bebé, que no se movía y estaba muy
pálido. Yo me arrodillé e improvisé una plegaria, le toqué la frente y le pedí
a dios que le diera salud, lo curara y le dejara la vida. ¡Pido por su vida!,
empecé a gritar, y las mujeres se arrodillaron detrás de mí y empezaron a
gritar a coro.
Fue algo
bastante impresionante. Sé que el cura se enteró después y no me extrañaría que
me denunciara como un farsante que trata de curar sin estar habilitado. Las
mujeres gritaban cada vez más. En medio de esa algarabía el nene abrió los ojos
y nos miró con sus ojitos afiebrados. No sé cómo, pero al otro día el bebé se
despertó bien, parecía que ya no tenía fiebre y empezó a comer. También se le detuvo
la diarrea. Por la tarde empezaron a llegar mujeres frente a mi puerta, se
arrodillaban y encendieron velas. Yo no quería salir, no sabía qué decirles, y
me daba miedo que se produjera un incendio y nos muriéramos todos quemados. Las
mujeres dejaban las velas sobre el barro del callejón. Se quedaron a rezar, algunas
apenas si movían los labios y otras decían en voz alta el padre nuestro. Al
otro día había pasado todo. Recogí las velas a medio consumir que habían
quedado tiradas enfrente de la casilla. Me habían dejado cosas de regalo: latas
de comida, botellas de cerveza y otros comestibles.
Esa noche
me vino a hablar el cura, me dijo que me estaba burlando de su religión, que yo
era judío y me hacía pasar por cristiano. Le expliqué que lo que ocurrió no era
culpa mía, no había sido mi voluntad, me habían obligado a ir a la casilla
donde estaba el chico enfermo. No había invocado al dios cristiano, sólo había
pedido en voz alta por la vida del bebé. Me dijo que me cuidara, y me preguntó
qué hacía un judío viviendo en la villa, seguro que yo tenía parientes en buena
posición y con dinero. Le respondí que había tenido un problemita y mi estadía
allí era temporal. Al final me entendió. Se dio cuenta que yo no tenía malas
intenciones. Cambió su actitud, y al tiempo casi nos hicimos amigos. Quería realmente
a los pobres, era un cura villero. Me dijo que en Argentina nadie entendía al
pueblo, excepto algunos peronistas, y que el pueblo estaba en la villa miseria.
-El único que se compadeció
de los pobres fue Perón – me dijo –. Algo tenía de santo ese hombre.
Yo asentí,
simpatizaba con el viejo. Había leído La
hora de los pueblos, me parecía un muy buen ensayo. Le dije que Perón
escribía bien. El cura me dio la razón y dijo que casi nadie lo leía, que los
supuestos intelectuales ni siquiera sabían que las obras completas de Perón
tenían 35 tomos.
-En este país lo que falta es
justicia – dijo.
Durante
varios días me dejaron tranquilo, pero a la semana siguiente se enfermó otro
chico y, como los villeros no les tienen confianza a los del ambulatorio y en
el hospital hacen poco y nada por ellos, otra vez me vinieron a buscar. No era
nada grave, sólo tenía un poco de fiebre. Los vecinos creían que yo podía
interceder ante dios y ayudar a que los escuchara y les concediera favores. Una
señora me dijo que yo era como un santo. Le respondí que era judío y mi
religión no aceptaba la santidad. En todo caso podía ser un profeta.
-¿Un profeta?- preguntó la mujer.
- Sí, alguien que anuncia el
futuro- respondí.
- Como un mesías- dijo ella.
- Más o menos - respondí yo.
El chico
se puso bien en pocos días. Otra vez aparecieron las velas frente a mi casilla
y me empezaron a llamar “el mesías”.
Después le
tocó al hijo del Cholo: se enfermó y casi se muere. La madre no me tenía
confianza y no quería que viera a su hijo, pero el Cholo me lo trajo igual.
Recé por él y el pibe se salvó. Después de eso empezó a llegar cada vez más
gente. Un día me trajeron a un señor que no caminaba y que, según decían, era
paralítico. El señor se fue caminando y se corrió la voz que yo lo había
sanado. Muchos querían darme dinero, pero yo no lo aceptaba. Venían también de
otras villas miserias, mi fama se iba extendiendo. La gente empezó a ponerse
exigente. Creían que era infalible. Empecé a sentir un poco de miedo, recibí
varias amenazas. Me decían que si el enfermo no se curaba yo la iba a pagar.
Pensaban que yo tenía un poder, y en algún momento lo iba a usar contra ellos.
Traté de
convencer a María de que nos fuéramos de la Villa. Yo quería que ella dejara su
vida de prostituta, temía que se contagiara de sida. Le dije que podíamos
empezar juntos en otro lado. Pero ella se resistía. Decía que yo en la villa
miseria tenía una misión que cumplir. Yo había recibido un don de dios. Era
verdad que sanaba. Yo nunca lo pedí, ni me sentía con méritos. Si dios me dio
esa facultad, es porque él me escogió. ¿Y qué dios, el judío o el cristiano?
Para mí no hay diferencia, dios es uno solo, pero la gente de la villa miseria
es cristiana y tenía una fe impresionante…
María, la novia
Marcos
para mí era un genio. Lo admiraba. Yo andaba mal, hundida, tenía que sobrevivir
trabajando de prostituta. Llegué a esa
situación como tantas otras minas en Buenos Aires. Por amor. Me enganché con un
chabón que estaba metido en la falopa. Uno la prueba y después cagó. No hay
manera de pagarla, hacía la calle y ni así. Marcos me ayudó, para mí fue
providencial y yo se lo agradezco a dios. Encontrarlo fue lo más grande de mi
vida. No estoy enamorada de él como una mujer se enamora de un hombre. Es algo
distinto. Yo no había sido una persona religiosa hasta que lo conocí a él. El
sufrimiento me hizo entender la fe. Los pibes de la universidad se burlan de la
religión. Es que somos hijos de la enciclopedia: Voltaire, Rousseau y Diderot están
vivos en los pasillos de Filosofía y Letras. Igual que Marx, que no entendía
nada del mundo del espíritu, de la locura de los poetas y de los amantes.
Cuando una sale a la calle le pasan cosas, y cuando hace la calle ni te cuento.
Ahí la razón no sirve para nada, ahí entendés que el ser humano está hecho de
impulsos y de instintos. La razón te enseña a separar a la gente en categorías,
y eso no sirve para vivir. Vivir es nadar en la tormenta, mantenerte a flote
como sea. Para vivir hace falta…vida, no razón. Como dirían en la villa, hacen
falta huevos. Coraje, ganas de vivir. En suma, amor. Se reirán porque yo pronuncio
esta palabra. Pero todas las putas que conozco buscan una sola cosa: amor. Hacen
la calle porque no tienen trabajo y la calle paga bastante bien. Tienen hijos,
madres ancianas y les falta un hombre trabajador. La mayoría de ellas llegaron
ahí por falta de amor, son mujeres que se sienten mal, una porquería y creen
que un día alguien va a venir a rescatarlas de la inmundicia… Casi nunca lo
encuentran… Yo, que soy más afortunada que muchas (tengo a Marcos), empecé a
buscar la salvación en dios…Algunos se reirán…pero me van a entender el día que
anden en la falopa…y se sientan cada vez más hundidos, dentro de un pozo sin
fondo, que te va chupando poco a poco. Sentís que vas a ahogarte en un agua
espesa … y vos querés… ¡vivir! Vivir, ésa es la piedra de toque, el resto son
pavadas, boludeces.
Yo estudié
antropología porque me gustaba la gente rara. Desde piba me interesó viajar.
Leía libros de geografía y de viajeros que habían visitado países de Asia y del
Africa negra. Una vez fui con mi viejo a Jujuy y eso me cambió la vida. Nos
quedamos en Tilcara. Mi viejo conocía a un filósofo que vivía allí. Era un tipo
de lo más original, hijo de alemanes. Había sido discípulo de Kusch. Le gustaba
Heidegger y creía en la poesía y el espíritu. Yo era una adolescente, y no
entendía qué podía hacer ese hombre en ese pueblo perdido en la Quebrada de
Humahuaca. El paisaje me fascinó y la gente me parecía salida del paisaje.
Había una correspondencia evidente entre la tierra y la gente. Nunca había
sentido algo así antes. De ahí en más empecé a interesarme en lo telúrico, en
el espíritu de la tierra. Sentí que en nosotros estaba presente la tierra, el
paisaje. Los pobres dejaron de darme miedo.
Mi viejo
es profesor en la universidad, enseña historia, y los historiadores siempre
están tratando de averiguar lo que pasó. A mí me interesaba más bien
interpretar cómo era la gente, sus sentimientos. Empecé, a los quince años, a
leer libros de antropología. Después entré en Filosofía y Letras. En la
universidad conocí a Héctor, que para mí era un dios. Era un tipo muy
melancólico, y me fascinaba. Se deprimía y empezaba a tomar pastillas. Cuando
las pastillas ya no le hacían nada se inyectaba, y yo, que lo amaba, hacía todo
lo que hacía él. Así nos hundimos los dos. Yo iba a los bares a levantar tipos
para sacar algo de plata y poder comprar drogas. Era un círculo sin salida. Un
día los padres lo encontraron muerto en su cuarto. Se inyectó de más y tuvo un
paro cardíaco.
Yo me fui de mi casa y me perdí en el mundo de
las drogas. Entré a trabajar tres días por semana en un prostíbulo de la calle
Esmeralda. El resto de la semana estudiaba. Después empecé a trabajar cinco días
y dejé la universidad. En el prostíbulo tenía varias amigas, muy interesantes.
Muchachas del interior, del Uruguay, de Paraguay. Todas muy lindas. Una de
ellas vivía en la 31 y vine a vivir con ella aquí, era cómodo y céntrico. En la
villa era fácil conseguir drogas y me la daban de fiado cuando no tenía para
pagar. Ella después de varios meses se volvió a Paraguay. Yo la extrañé, me
estaba enseñando guaraní.
A los
pocos meses llegó Marcos. Era un tipo simpático. No me resultaba atractivo,
pero yo a él sí. Le gustaban las putas. Tenía problemas para coger. Era
solitario y muy tímido. Creo que le daba miedo la gente. Leía mucho, sobre todo
poesía. Le gustaba también el ensayo. Nunca lo vi leyendo novelas. Su espiritualidad
era increíble. Para él la poesía era como el pan de cada día. La respiraba. Me
dijo que era judío y su papá era muy estricto, y lo había echado de su casa
cuando descubrió su adicción a las drogas. Había estudiado Letras.
Eramos dos
almas gemelas. Al principio, creíamos que estábamos en la villa miseria por un
tiempo, unas vacaciones prolongadas, y que después volveríamos a nuestros
barrios y a nuestra buena vida…cuando estuviéramos bien…pero eso no pasó. Es
difícil salir de la villa. No se puede volver al pasado. Nos fuimos hundiendo y
perdimos la voluntad. En la villa miseria nos sentíamos seguros, nadie nos
juzgaba y hasta nos tenían admiración.
Cuando me
vine a vivir aquí me molestaba la suciedad de los callejones, el barro cuando
llueve, pero me la aguantaba. Después me fui interesando cada vez más en la
gente y hasta pensé en escribir un libro sobre la villa miseria y sus
habitantes. Los porteños de clase media no los conocen, los deprecian, los
demonizan, los consideran bárbaros. Ellos son peores que los villeros, con sus
prejuicios y su egoísmo. Sentí que se estaba repitiendo la vieja historia del
siglo diecinueve, cuando los jóvenes liberales acusaban a los gauchos, a
quienes Rosas protegía, de ser criminales y bárbaros. Después, durante los
gobiernos liberales de Mitre y Sarmiento, los políticos y la policía corrupta
perseguían a los gauchos, que, como Martín Fierro, se iban a refugiar con los
indios. No les quedaba otra. Eran carne barata. Ya habían dado al país todo lo
que éste necesitaba: peones rurales y brazos para la guerra. Para el trabajo ya
no les hacían falta. Trajeron extranjeros a cultivar la tierra. Los echaban de
sus campos como si fueran perros. Les robaban lo poco que tenían, les destruían
las familias. Ni hijos les dejaron.
Como las
chinas gauchas, o mejor, las cautivas, yo me estaba convirtiendo a la barbarie,
me iba haciendo gaucha, o mejor cautiva, y sentía cada vez más que esta gente
era auténtica y nuestra clase media era cipaya, extranjera. No entendían a los
pobres, no los querían entender, porque se creían superiores. Nosotros nos
escondíamos en la villa miseria porque la sociedad mercantil en la que nos
habíamos criado nos despreciaba, por diferentes, por inadaptados, y ya no
teníamos lugar en ella. Nos escapábamos de la vulgaridad de la clase media, descansábamos
del peso de haber sido criados para repetir la historia de nuestros padres, y de
aquellos que se habían vuelto nuestros enemigos.
Marcos andaba casi siempre drogado y no se daba cuenta de
lo que pasaba alrededor suyo. Había leído mucho, la literatura era su mundo, no
diferenciaba bien la fantasía de la realidad. El me decía que todos los poetas
estaban un poco locos. Escuchaba voces que le hablaban. Yo le preguntaba de qué
le hablaban, y él me decía que le hablaban de dios.
-¿Cómo a Vallejo, el poeta? -
le pregunté.
- Como a Vallejo- me
contestó.
Una vez me contó un sueño que me impresionó mucho. Se le apareció
un hombre joven y risueño que lo miraba con simpatía. Mientras le hablaba sacó
un cuchillo, y con la punta del cuchillo se empezó a hacer cortes en su mano
izquierda. Se hacía cortes prolijos, de forma geométrica y un centímetro de
profundidad. Ponía mucha atención y cuidado. Parecía no sentir dolor, como si
se tratara de la mano de otro. Marcos lo observó y vio que tenía varias
cicatrices en las manos, las muñecas y la cara, de otros cortes que se había
hecho antes. El hombre estaba calmo y lo miraba sonriendo. Marcos, asustado, le
preguntó por qué se hacía eso. El otro respondió, sin darle mucha importancia,
que era “déjà vu”. Marcos no le entendía bien. Le preguntó de nuevo y el otro
repitió la misma frase, siempre sonriendo. Ese fue el final del sueño. Tratamos
de interpretarlo. Marcos hablaba bien el francés. “Déjà vu” significaba que
estaba viendo algo que ya había pasado antes, se trataba de la repetición de
una experiencia anterior. Le dije que me parecía un sueño de castración. El
estuvo de acuerdo. Era judío y en su religión el ingreso del niño en la familia
depende de la castración ritual. Marcos fue expulsado de su comunidad por el
padre. Sentía culpa y por eso su angustia de castración. Yo creo que él trató
de fundar otra comunidad, fuertemente espiritual, en la villa miseria, para
compensar esa pérdida. Esta nueva sociedad se reunía alrededor de la poesía. Su
libro sagrado era Los heraldos negros.
El sujeto central de ese libro es la relación del ser humano, condenado a
sufrir, con su dios.
No sé donde Marcos esté ahora, en algún lugar en el
cielo, lo más probable es que vele por nosotros, porque nos amaba. Espero que
construyamos pronto la capilla, para que podamos rezarle y tenerlo siempre aquí
presente. A través de Vallejo, Marcos se acercó a Cristo. Yo conversé esto con
el cura, y él también lo cree. Me dijo que Marcos había entendido el mensaje de
Cristo y sabía que era el verdadero dios. Yo he estudiado mucho las culturas
del noroeste, ellos identifican a dios con la tierra. En la villa miseria
igualmente triunfa la tierra con su gente. Para muchos la villa es la barbarie,
pero yo creo que es una Argentina que contiene su propia verdad. La clase media
no puede entenderla porque es egoísta y no siente caridad. Por eso estigmatiza
a los villeros. Nos han condenado a vivir así. Y si dios mandó a Marcos para
que enseñe y cure, es porque nos amaba y buscaba liberarnos de nuestra
esclavitud.
Yo me
quedé a vivir aquí porque me sentí bien entre los pobres. Soy una rebelde,
siempre lo fui, y Marcos también. Pero él sufría más que yo, entiendo por qué,
sufría por los otros. Por eso le gustaba Vallejo, que es el poeta del dolor.
Cristo era un rebelde, que criticó a los sacerdotes corruptos y a los
mercaderes de las sinagogas. Yo soy anticapitalista, y no creo en la familia,
prefiero ganarme la vida como prostituta, es lo más sincero y honesto que puedo
hacer. La familia es una institución morbosa, esclaviza a los hombres. Ellos
vienen a mí para sentirse reconocidos. Vienen humillados. Yo los escucho.
¿Fue Marcos un santón? Sí, lo fue, porque lo elevó el
pueblo. No bajó de los altares, subió a ellos de la mano del pueblo de la villa
miseria. Son los villeros los que lo bautizaron con su agradecimiento. Son
ellos los que lo reconocieron. Dios lo eligió a él para hacer milagros. Yo,
antes de conocerlo, era una drogadicta autodestructiva que una vez se había
paseado por los pasillos de Filosofía y Letras. Después que él llegó a la villa
empecé a pensar en dios seriamente. Dios no ha muerto: se equivocó Nietszche, y
también Marx. Al pueblo lo drogan, lo envenenan, pero la religión no tiene la
culpa. Lo envenenan de odio los que los explotan, los que lo obligan a vivir de
manera subhumana. Por eso vino Perón, él único político argentino que supo
pensar el problema de la barbarie en el mundo actual. De no haber sido por
Perón, en este país hubiéramos tenido una guerra civil. Es el único que supo
acercarse al pueblo. Cuando él llegó había dos argentinas: las masas pobres y
la oligarquía. La clase media era una clienta de la oligarquía. El nos enseñó a
pensar en el pueblo. El populismo está salvando a Latinoamérica. Yo en el fondo
vine a la villa miseria para humanizarme, hastiada de la clase media y la
familia fascista. No quise reproducirla. Prefiero ser puta, rebelde e
independiente. ¿Los villeros? Son mis iguales, vamos a salvarnos juntos.
Cholo, el ladrón
Cuando
Marcos llegó a la Villa 31 todos se reían de él. Era un tipo flaco, pálido, de
nariz ganchuda. Se lo veía cobarde, apocado, sin ánimo para nada. Muchos lo
miraban mal para provocarlo, querían demostrarle que eran superiores a él y se
hacía el desentendido. No sabíamos por qué había venido a la villa miseria.
Pensamos que era un infiltrado de la policía, pero después vimos que se drogaba
y comprendimos que no era cana. Entraba y salía de la Villa y andaba siempre
con un libro en la mano. En un primer momento pensamos que era puto. Una vez un
muchacho de mi banda lo paró y le preguntó que qué libro llevaba. En la villa
miseria el único libro que tienen los adultos es la Biblia, o algún libro que
les pasó el cura. Dijo que era un libro de poesía y empezó a recitar un poema. Nos
reímos de él, pensamos que estaba loco. Después anunció que iba a dar un taller
de poesía. ¿Quién iba a asistir a un taller de poesía en la villa miseria? En
un principio fueron una o dos mujeres. Les gustó y hablaron bien de él. Invitaron
a sus maridos para que las acompañaran. En seguida se popularizó. Tuvo tanto
éxito que se le llenó de gente y hasta yo fui un día, llevado por la
curiosidad, y a mí nadie me puede tratar de flojo o de cobarde: soy el jefe de
una banda reconocida y no le temo a la muerte, me la jugué muchas veces. Es que
teníamos muchos prejuicios contra la poesía, creíamos que era cosa de maricas y
mujeres. Yo nunca había leído poesía. A mí me gustaba la cumbia villera, que
habla de las luchas de nuestra gente. Aquí todos odiamos a la yuta, no hay
quien no tenga algún pariente muerto por la policía o preso, ellos son nuestros
enemigos.
La primera vez que fui al taller pensaba que
nos iba a dar una charla sobre algún poeta argentino y en lugar de eso se la
pasó todo el tiempo hablando sobre la voz, y dijo que el poeta escuchaba voces,
y que nosotros cuando leíamos poesía teníamos que sentir esa voz en el poema. A
mí me hizo levantar y pasar al centro de la clase, y me pidió que leyera un
poema de un libro que me entregó. Me dio una vergüenza bárbara, yo soy el jefe,
¿qué hacía ahí entre mujeres leyendo en voz alta? A Marcos le gustó mi voz, y
dijo que leyera pausadamente, era un poema de Vallejo que después me aprendí de
memoria, “Los heraldos negros”. Lo leí una vez y me preguntó si escuchaba la
voz, si entendía de qué hablaba el poeta cuando decía “hay golpes en la vida,
tan fuertes, yo no sé…”. Yo le dije que sí, que lo entendía, porque sabía lo
que era sufrir. La cuestión que me hizo repetir la lectura en voz alta dos
veces más, y al terminar la última lectura, en la parte que dice “golpes como
del odio de dios, como si antes ellos, la resaca de todo lo sufrido, se
empozara en el alma…yo no sé…” ya no me salía la voz de la angustia y me
empezaron a brotar lágrimas de los ojos y no pude seguir. Marcos se dio cuenta
de lo que me pasaba, vino y me abrazó fuerte. Todo el grupo del taller estaba
transfigurado y tenía un nudo en la garganta. Después de eso ya nunca más pensé
que los poetas eran maricas; están más allá de nosotros y nos traen
sentimientos del otro mundo; están, creo, cerca de dios, su espíritu nos llega
y no podemos evitarlo. Marcos me dijo que yo lloraba porque era una persona de
fe y había sufrido, que no tuviera vergüenza. No entendí bien lo que quería
decir con “persona de fe” en ese momento, pero después lo fui comprendiendo. Sé
que soy un delincuente, tengo las manos sucias de sangre. Sin embargo, soy
capaz de jugarme por los que quiero, y una vez le salvé la vida a María.
Yo pasaba
frente a la casilla de ella y oí gritos pidiendo ayuda. Abrí la puerta y vi lo
que estaba pasando. Un hombre corpulento, en calzoncillos, estaba castigando a
María con un cinturón que tenía una hebilla grande. María estaba acurrucada en
su cama, desnuda y tenía todo el cuerpo lastimado y marcado por la hebilla.
Gritaba y se cubría la cara. El hombre se volvió hacia mí y me hizo frente. No
lo conocía, no era de nuestra villa miseria, quizá fuera de la 21, con la que
habíamos tenido ya varios encontronazos. Los de la Villa 21 se creían más
bravos que nosotros, nos trataban de villeros Gucci, porque vivíamos en Retiro.
El hombre era mucho más grande que yo, que soy bajo y no muy fornido. Me dijo
que me fuera o que iba a cobrar. Yo no le tengo miedo a nadie, y los grandotes
no me asustan. Lo insulté y lo desafié. Saqué del bolsillo mi navaja y la abrí.
El grandote había dejado su campera sobre una silla, vi el bulto de un revolver
y pensé que lo iba a agarrar, pero no, era un guapo de ley y sacó una navaja.
Me quería enfrentar de igual a igual. A mí me hirvió la sangre, pero sé que
nunca se pelea, cuando la vida está en juego, con la cabeza caliente. Soy de
los que mantienen la sangre fría en los peores momentos, y eso me ha salvado la
vida muchas veces. El hombre vio que yo era más joven y más ágil que él y se me
vino encima para probarme. Me hice a un lado con facilidad y le tire un tajo
que le dejó una marca fina de sangre en su costado. El grandote se la tomó en
serio, vio que se la tenía que ver con alguien experimentado. Fue a la silla
donde estaba su campera, le quitó el revólver y se la envolvió en el brazo
izquierdo. Yo seguí las reglas también, no soy un taimado y me gustan los
hombres de coraje. Vi una toalla grande sobre la mesa y me la envolví en el
brazo. Ahora estábamos parejos.
María
miraba la escena con horror, no se animaba a moverse de la cama. Los dos nos
balanceábamos en nuestras piernas y nos movíamos con cuidado. El hombre tiró un
puntazo hacia María que se hizo un ovillo en la cama, y le dijo que en cuanto
me arreglara a mí ya iba a saber quién era. La trató de guacha y de puta y le gritó
que le iba a abrir la panza. Yo no dije nada, para qué. Allí se trataba de
matar o morir. El hombre no era de los que corrían, ni yo tampoco. Se me vino
encima e hizo brillar su navaja frente a mis ojos. Inteligente, la empuñaba
como un cuchillo. Los argentinos no peleamos a la española, para nosotros la
navaja es como un facón pequeño. Han pasado muchos años desde que los gauchos
recorrían Buenos Aires, pero lo llevamos adentro, en el instinto. El hombre me
adelantaba el antebrazo envuelto en la campera y se preparaba para entrarme con
fuerza. Sus brazos eran más largos que los míos, yo procuraba mantener la
distancia. Como era pesado, vi que si esa situación continuaba por un rato se
cansaría y podía perder la concentración.
Empecé a
hablar para distraerlo mientras me movía de un lado a otro. Pero el hombre
sabía pelear y no se descuidaba. Se me vino al humo y yo retrocedí sin mirar y
trastrabillé. Sin saber cómo, de pronto estábamos los dos en el suelo, el
hombre encima de mí. Yo le sujeté el brazo armado, pero era más fuerte que yo.
El tenía mi brazo derecho bien agarrado y los dos forcejeábamos. Creí que había
llegado mi momento final, pero algo pasó. María, que estaba aterrada en la cama
mirando todo, se levantó de golpe, agarró la silla, la levantó y la descargó
con fuerza en la espalda del grandote. Sus músculos se aflojaron, yo me deslicé
a un costado y me coloqué encima de él. De un tajo le hice soltar su arma.
Después le acerqué mi navaja a su cuello. El hombre hacía morisquetas y me
mezquinaba el cogote. Con sus manos quería sacarme el brazo. Yo le empecé el
hundir la navaja filosa en la piel. En seguida llegué a la yugular. Se le
revolvían los ojos. Se aflojó todo y la sangre empezó a salir a borbotones. Lo
había degollado, el hombre estaba muerto. El piso de la casilla era de
ladrillo, y le habían pasado una capa fina de cemento encima. Tenía varios
agujeros y por allí se escapaba la sangre.
Me
levanté, todo ensangrentado. María vino a mí, me abrazó y se puso a llorar. “Me
salvaste la vida - me dijo - ese tipo me iba a matar”. “Y vos la mía - le
respondí - si no me lo sacabas de encima soy cadáver ahora”. Llamé a los
muchachos de mi banda y quedamos en tirarlo esa noche en el Riachuelo, frente a
la Villa 21. Así lo hicimos, lo llevamos en un auto robado. El grandote no tenía
documentos. Martín le cortó el dedo y le quitó un anillo grande de oro que
llevaba. Pedro, de un tajo, le abrió la panza y le sacó los intestinos para que
no flotara. Subimos encima del puente ferroviario y lo dejamos caer. Vimos cómo
se hundía en el Riachuelo.
Después de
eso María siempre me venía a ver, o me pedía que fuera para su casilla. Ahí
hacíamos el amor. Estaba agradecida, y me dijo que si quería podía darme parte
de lo que ganaba. Yo le dije que no era gigoló, robaba autos, no necesitaba
sacarle plata a una mujer indefensa para vivir. Soy criollo le dije. La
cuestión que nos veíamos seguido, pero yo no estaba enamorado de María. Hacía
el amor muy bien, tenía un cuerpazo, pero eso era todo. Al tiempo me empezó a
aburrir. Cuando supe que Marcos estaba enamorado de ella me fui apartando. Marcos era mi ídolo. Primero, porque me
invitó al taller, y yo, que soy un bruto, empecé a sentir la presencia del
espíritu en la poesía. Y después, por lo que pasó con mi hijo, que casi se
muere. El lo salvó.
Le voy a contar
cómo nos dimos cuenta que Marcos podía curar. Un día en un robo llegó la cana y
nos empezaron a tirar. Contestamos el fuego y herimos a uno. Pudimos escapar
porque teníamos un auto rápido, pero el Lombriz se llevó un balazo en el
estómago. Volvimos a la Villa 31 con el herido y lo mandé llamar a Marcos. No
lo queríamos llevar a ningún hospital porque nos venderían. Le dije a ver qué
se le ocurría para salvarlo. Lo miró bien, estaba mal herido, y propuso
llevarlo a lo de su primo, que era médico. Este lo tuvo que operar en seco, sin
anestesia, le hizo un corte y le sacó la bala. Regresamos con el herido a la
villa miseria y lo escondimos en una casilla. Estuvo con fiebre y delirando
varios días. Marcos lo cuidaba, le daba antibióticos, lo llamaba a su primo por
teléfono y seguía sus indicaciones. El Lombriz sobrevivió. Marcos se la jugó.
El Lombriz
pensó que no se salvaba de ésa, y que le debía la vida a Marcos, más que a su
primo. Decía que Marcos tenía un halo especial y que lo había sanado con su
presencia, con su aura. Cuando le cambiaba las vendas sentía una mejoría
inmediata. Yo, al principio, pensé que divagaba el Lombriz, pero la herida le
sanaba rápidamente. Un día, antes de venir Marcos, yo vi que estaba roja e
inflamada. Al rato llegó él, limpió la herida con alcohol, y cuando se fue la
herida estaba bien, la cicatriz ya casi ni se notaba. Yo no sabía a qué
atribuirlo. El Lombriz era un tipo raro, se la pasaba rezando. En mi banda no
hay gente común, yo los recluté porque les vi condiciones. A lo mejor el Lombriz tenía un santo que lo
protegía, pero él decía que había sido Marcos. El Lombriz es temerario, se
pensaba que no le podían hacer nada, que era invulnerable a las balas. Para
tirar se paraba y exponía el cuerpo, por eso es que lo hirieron. Es un tipo con
fe.
Yo también
tengo fe. Le podrá parecer raro. Yo estuve encerrado dos años. En la cárcel es
donde vi más gente creyente. Allí todos rezan y hablan con dios. El encierro y
la miseria enseñan mucho. En la villa miseria la fe nos mantiene vivos. Aquí no
tenemos futuro. Estamos más cerca de dios que los otros, él es el único que
puede protegernos y perdonar todas las cosas malas que hacemos. Yo no quería
ser ladrón, de chico soñaba con ser cantante. Mi madre siempre me pedía que anduviera
derecho, pero me dejé arrastrar y después fue tarde. Cuando me pusieron un arma
en la mano y gatillé ya estaba de este lado. Me hice jefe porque tengo talento
para eso. Sé mandar, tengo la cabeza fría y los demás me respetan. Ayudo y me
juego por los míos. Jamás abandono a uno en las malas.
Marcos no
se sentía bien. Le habían dado un tratamiento para dejar la droga, pero la
adicción era demasiado fuerte. Tomaba un pastillerío de anfetaminas baratas y de
vez en cuando aspiraba coca. También se inyectaba ácido. Después de eso le
empecé a conseguir coca de calidad que no le cobraba y él me agradecía. Se
quedaba encerrado en su casilla por días, soñando.
Asistí
varias veces a su taller de poesía. Leíamos muchos poemas sobre el dolor, sobre
dios, sobre el amor, y las cosas que decía se me quedaban en la cabeza. Una vez
soñé que se me aparecía Cristo y me miraba con ojos doloridos. Tenía un rictus
especial en su boca, como de goce o éxtasis, y me extendía sus manos
ensangrentadas. Yo sabía que ésa era la sangre que yo había derramado y él me quería
salvar. Yo no decía nada, y comprendía que me había perdonado.
El Lombriz
corrió la voz de que Marcos era sanador. La gente empezó a llevarle sus enfermos.
Marcos no entendía bien cómo pasaba lo que pasaba. Era un hombre lleno de
dudas. Yo pienso que Dios estaba velando por nosotros, y lo eligió para
ayudarnos. No sé por qué lo eligió a él. Creo que no estaba preparado. Yo vi
como sanaba. El quedaba consternado después de cada sanación. Le llevaban
chicos y ancianos enfermos. Los tocaba en la frente, les hablaba, y al día
siguiente estaban bien. Un día llegó un señor rengo con muletas, Marcos pensó
que se había caído, y puso su mano sobre su frente. El hombre apoyó el pie bien
y empezó a caminar. Marcos le preguntó a su acompañante que qué le había pasado,
y le dijo que estaba paralítico desde los diez años. El hombre se fue
caminando, llevando las muletas en la mano. Yo sé que es cierto porque yo había
visto muchas veces a ese hombre en la villa y conocía a su familia. Siempre
pedía limosna en la estación de trenes.
Los
blancos no nos entienden a los villeros. Creen que somos gente sin corazón. Piensan
que porque robamos y andamos en cosas malas (aquí hay mucha droga, prostitución),
somos bárbaros, gente sin fe. Pero no, somos como ellos o mejores. Tenemos más
fe nosotros que ellos. Ellos no saben lo que es sufrir. Uno puede matar, yo lo
he hecho, pero no por eso soy peor que ellos. Matar no es difícil, y luego de
matar uno empieza a sentir una culpa que lo lastima, y le remuerde la
conciencia. Lleva uno siempre esta culpa, nadie puede estar orgulloso de haber
matado.
Yo había tenido un hijo hacía dos años con una piba de la
villa miseria, una piba joven, de 16 años. Parecía más grande, porque estaba
fuerte. Todo el mundo me la envidiaba, tenía unos pechos hermosos, y caminaba
con gracia, moviendo las caderas. No era tan linda de cara, pero yo la quería
bastante. Ella vivía en una casilla con su papá y su hijo. Yo les pasaba
dinero. Cada vez que me iba bien en un robo, les llevaba algo. Ella me venía a
ver seguido a mi casilla con el pibe, y se quedaba durante la noche. Le puso de
nombre Juancito, y tiene mi cara, no puedo negar que es hijo mío.
Un día
Elena, la madre de mi pibe, me dijo que Juancito había pasado toda la noche con
fiebre, vomitando. Tenía miedo que se muriera. Quería llevarlo al hospital. Le
dije que no valía la pena, que Marcos lo curaría. Ella no quería, le tenía
desconfianza. Al final lo llevó al hospital y le hicieron exámenes. No le
encontraron nada, pero la fiebre no cesaba, no podía comer, tenía diarrea. La
verdad que se estaba muriendo deshidratado. No sé si lo habría agarrado algún
parásito. Aquí en la villa miseria el agua es mala. Las mujeres hacen cola en
las canillas públicas y la llevan a las casillas en baldes. Cuando falta, la
municipalidad la trae en camiones cisternas. Muy pocos tienen agua corriente en
la Villa 31.
Juancito
lloraba, le dolía mucho el estómago. Elena estaba desesperada, y yo también,
porque amo a mi pibe. Para mí es lo más grande que hay. Al otro día lo llevé a
lo de Marcos. Me arrodillé frente a la casilla y lo empecé a llamar en voz
alta. No sé por qué lo hice, algo me decía que estaba bien así. La gente que
pasaba me miraba sin acercarse. Me tenían miedo. La puerta se abrió y apareció
Marcos. Enseguida entendió. Le puso una mano en la frente a Juancito y se puso
a rezar. Levantó los ojos al cielo. Los vecinos se fueron acercando y nos rodearon.
Marcos me toco la cabeza y dijo, llevátelo, está curado. Todos se arrodillaron
en silencio. Yo lo llevé a mi casilla y me quedé todo el día con él. La madre
vino a la tarde y Juancito respiraba con naturalidad. Al día siguiente estaba
bien, se reía, se levantó y se puso a jugar. Fui a la casilla de Marcos, me
hinqué frente a su puerta y le di las gracias a dios. Marcos salió, le dije que
mi hijo estaba salvado y que pidiera lo que quisiera, que yo le debía la vida
de mi hijo. La gente miraba asombrada. Marcos me dijo que no le debía nada, que
no había sido él el que lo había salvado sino dios, y que me fuera tranquilo.
Así lo hice. En la noche los vecinos pusieron velas frente a la casilla de
Marcos. Varias señoras se arrodillaron frente a su puerta y rezaban en voz
alta. Al rato pasó el cura, miró la escena con disgusto, pero no dijo nada y se
fue en dirección a la capilla.
Durante
los días siguientes le llevaron enfermos de distintas edades. Su popularidad se
fue extendiendo fuera de la Villa 31. Muchos sabían que curaba. El milagro más
grande que hizo Marcos, como ya dije, fue sanar a un paralítico. También le
trajeron a un bebé muerto para que lo resucitara, pero no lo logró.
Con la
llegada de los extraños empezaron nuestros problemas. Muchos nos envidiaban y
nos deseaban el mal. Los de la 21, sobre todo. Pensaban que nos creíamos
mejores, porque ellos vivían junto al Riachuelo, en la basura, y nosotros en
Retiro. La verdad es que éramos todos iguales, todos pobres y miserables. El
que no nació en la pobreza, como Marcos, se vuelve pobre aquí. Somos como
sub-hombres, mitad hombres, mitad animales. Solamente dios puede elevarnos, y
por eso creo que nos eligió y nos mandó a Marcos, como prueba de que nos ama.
Yo algunas
veces he pensado en meterme a predicador o hacerme cura, aunque parezca
mentira. Una vez hablé con el padre de la villa miseria y se lo planteé. Le dije
que había cometido muchos delitos, y le pregunté si Cristo podía perdonarme. El
me respondió que Cristo perdonaba a los que tenían fe, pero que ser cura era
muy complicado, había que estudiar mucho, y yo había ido muy poco a la escuela.
Me dijo que mejor ayudara a la gente, que diera dinero al comedor para los
chicos cuando pudiera, cosa que siempre hago.
Nosotros
sabíamos que los de la villa miseria 21 estaban preparando algo contra nosotros.
Escuchamos rumores de que querían llevarse a Marcos, esconderlo, para que
hiciera milagros para ellos. Al final lo secuestraron y ahora está muerto. Fueron
ellos los que lo mataron, estoy seguro. Nos la van a pagar. Ya no tendremos
otro Marcos. El padre me dijo que no nos venguemos, que dios no quiere más
muertes, que mejor le construyamos una capilla con su nombre, en su memoria. Yo
no me resigno. Lo secuestraron los de la banda del Alto, me lo dijo el Lombriz,
y por lo menos el jefe la tiene que pagar. La capilla la vamos a construir, porque
la gente de la villa miseria no lo olvida y será bueno ir a rezarle ahí. Ahora
muchas señoras del vecindario venden estampitas de Marcos vestido de santo, con
una túnica blanca. Juntan dinero para el altar. Dios mandó a un muchacho judío entre
nosotros y nos dio muestra de su grandeza. A nosotros no nos importa que fuera
judío. Era Cristo el que lo guiaba. El padre me dijo que eso prueba que dios
nos ama. El sabe que Marcos curaba, le consta que hacía milagros. Cree que Marcos
fue el vehículo divino mediante el cual se manifestó la voluntad de dios.
El cura de la villa
Marcos es
un caso raro. Yo hace años que me vine a vivir a la villa miseria. Tuve que convencer
al Obispo, un hombre muy político, para que aceptara mi pedido de traslado a la
capilla de la Villa 31. Me decía que yo era un cura joven, con talento, y que
haría una buena carrera en la curia, que había muchas posiciones importantes
esperando para un cura como yo. Pero yo lo que quería era estar junto a los
pobres en la villa miseria. Siempre creí que la pobreza redime, y vuelve mejor
a la gente. Era un poco idealista e inocente, debo reconocerlo. Al tiempo de
estar aquí me empecé a horrorizar de las cosas que veía. Al principio yo no
quería tranzar con nadie, pero el que no negocia y se cree mejor que los demás
aquí no sobrevive, ni siquiera siendo cura. Había algunos hippies que se habían venido a
vivir a la villa. Eran jóvenes de clase media. Yo les llamaba los “exiliados”.
Eran marginados, casi todos drogadictos, gente con problemas mentales, como
Marcos. Escapaban de algo, de la buena sociedad creo. Preferían vivir en la
mugre. En el fondo eran como yo.
Yo buscaba
a dios cerca de los pobres. Los exiliados buscaban otra cosa. ¿Qué? En el caso
de Marcos creo que buscaba su salvación en el arte, en la poesía. Para él la
poesía representaba algún tipo de verdad trascendente. No era un muchacho
particularmente religioso. La poesía era lo único que le interesaba. Creía que
el mundo de la literatura era autónomo y brillaba allá arriba, con una fuerza
espiritual propia. Le gustaba meditar y no hacer nada, era una especie de gurú
perdido en la basura de Sud América. Los que le pusieron “Mesías” de
sobrenombre creo que acertaron. Se engañan los que lo quieren considerar santo.
Sí creo que dios lo eligió para manifestarse entre los pobres. Aunque al
principio me resistí con rabia e incredulidad, que dios me perdone. Aún me
resulta extraño aceptar este caso. Porque dios lo eligió a él, un muchacho
judío bastante común. De no haber sido por su drogadicción no hubiera venido a
la villa miseria. Su relación con María era enfermiza: María es una prostituta.
Yo luché para que dejara esa vida y saliera de la Villa 31, pero aún no lo
logré. Insisto en que este caso es un gran misterio: Marcos era un muchacho de
clase media, que le gustaba la literatura, como a tantos otros. Ahora que lo
asesinaron los demás le atribuyen virtudes imaginarias. Era uno de esos jóvenes
que se creen superiores porque han leído unos pocos libros. Me consta sin
embargo que sufría, y quizá eso pueda redimirlo. Quisiera que nos fuéramos
olvidando de todo esto y la vida volviera a lo que era antes.
Marcos se metía en problemas. Lo tuve que defender. Un
día me mandó a llamar el Obispo, y me preguntó cuál era mi relación con el
judío impostor que curaba. Yo le dije que ninguna, que era un pobre muchacho
drogadicto. Me preguntó si le ayudaría a denunciarlo por mala práctica de la
medicina, para que lo llevaran preso. Yo le dije que sería un gran error hacer
eso, porque los villeros lo querían y lo creían un santo. Le demostré que sólo era
un pobre tipo trastornado, y que no había motivos para preocuparse. No le hacía
mal a nadie. El Obispo me preguntó si realmente curaba, si yo pensaba que
curaba. Me quedé en silencio.
-¿Ud. lo vio curar? – insistió
el Obispo.
Bajé la vista y le respondí
que sí.
-¿Cómo cura?- me dijo.
Le expliqué que decía unas
palabras y le ponía la mano en la frente a los enfermos. Me preguntó si sabía dónde
lo había aprendido y si recibía dinero por lo que hacía. Le dije que no sabía
dónde lo había aprendido, pero que no cobraba, aunque muchos le llevaban cosas,
comida y botellas de cerveza. Le conté lo del paralítico, porque todos hablaban
de eso. El Obispo me dijo que no era posible. Yo le respondí que el Cholo,
amigo de Marcos, lo había visto.
- ¿Y quién es el Cholo? – me
preguntó el Obispo.
Le dije que era un ladrón muy
conocido en la Villa.
- ¿Y Ud. le cree a los
ladrones? – me censuró.
La cuestión que el Obispo se
disgustó conmigo, quería que lo vigilara y consiguiera más información. Pero yo
no estaba en la villa para ser vigilante. No es mi trabajo. Mi misión es ayudar
a los pobres, acercarlos a Cristo.
Para el que nunca vivió en una villa miseria es difícil
entender esta situación. La villa miseria es como un pueblo, como una aldea
dentro de la ciudad. Aquí los pobres se sienten protegidos, la policía no entra
fácilmente. Para los que viven en la villa, la ciudad es un territorio
peligroso. Es el lugar donde se ganan la vida en condiciones penosas. No es que
la villa miseria sea un lugar fácil, pero la gente es bastante solidaria,
gracias a eso sobreviven. Se ayudan todo lo que pueden. Hay mafiosos que operan
dentro de la villa, es cierto, pero son una minoría. No se puede acusar a todos
por los delitos de unos pocos.
Los de la pandilla del Cholo cambiaron mucho después que
conocieron a Marcos, y terminaron reverenciándolo. No quiero decir que sean
buenas personas o que sean inocentes. Son unos delincuentes. Pero Marcos ayudó
a que se acercaran a dios. No puedo negarme a que construyan una capilla aquí y
la nombren San Marcos. María cree que Marcos verdaderamente amaba a Cristo. Su
argumentación no me resulta muy convincente. Dice que fue Vallejo el que le
enseñó el verdadero sentido del cristianismo. A mí nunca me lo manifestó de
manera directa, aunque hablamos muchas veces.
Yo estoy disgustado con esta situación y si esto no
cambia pediré al Obispo mi traslado. Yo he practicado la caridad cristiana
viviendo entre villeros. No he venido a la villa a hacer política. Reconozco
que Marcos era compasivo como un cristiano y amaba a la gente, pero no me
consta que quisiera convertirse al cristianismo. A la gente de la villa poco le
importa lo que él era o quería, lo vieron curar. María dice que dios curaba a
través de él. Fue un elegido de dios. La verdad que esto nos crea un verdadero
problema doctrinal. Todo hubiera sido más fácil si hubiera sido católico.
Encima lo asesinan, y todos lo consideran un mártir. Quizá María, que lo
conoció mejor, debería testificar ante el Obispo. Si cree que se había
convertido al cristianismo, debe demostrarlo.
Facundo, el puntero peronista
En un
principio no me interesaba la política. En la villa miseria me hacía respetar y
me tenían miedo. Me había hecho fama de guapo. Yo era el que organizaba los partidos
de fútbol. Aquí se juega al fútbol por plata. Organizamos partidos contra
equipos de otras villas miserias. Se apuesta fuerte. Tenemos muy buenos
jugadores, y no permitimos que los clubes grandes nos los roben. Si se los
quieren llevar, tienen que pagarnos. Tenemos nuestra propia barra brava. Yo soy
el jefe. Lo máximo para nuestros muchachos es entrar un día en Boca. Aquí somos
todos boquenses, igual que los de la Villa 21. Yo soy el que nombra al director
técnico todos los años. Al director técnico se le paga un buen sueldo y ocupa
gratuitamente una casilla de material en la villa.
Los de la Unidad
Básica de Retiro se fijaron en mí y me vinieron a hablar. Querían que hiciera
de puntero y llevara a votar a la gente en las elecciones. Me dijeron que tenía
liderazgo y debía aprovecharlo para ayudar al pueblo. Lo primero que hice fue
recaudar fondos. La política depende de la plata, y si uno no demuestra que
tiene apoyo local ni siquiera puede abrir la boca. Yo hablé con los jefes de
las bandas de narcotraficantes y de ladrones que tenían a la 31 como “base de
operaciones”. Algunos colaboraron por compromiso y otros, como el Cholo, que me
aprecian y son amigos míos, apoyaron la idea de que me metiera en política.
La banda del
Cholo se dedica al robo de vehículos. Los entregan en los desarmaderos
fantasmas de Villa Domínico y les sacan bastante plata. Hacen buen negocio. La
policía ha agarrado a varios de sus hombres, que están presos, pero ellos siguen,
no tienen miedo. Eso es típico de esta Villa: los de la 31 somos valientes. A mí
me llaman Facundo, pero mi verdadero nombre es Alberto. El cura me empezó a
llamar Facundo y el nombre me quedó. Dice que me parezco a Facundo Quiroga, que
soy bravo como él. Todo empezó un día que se organizó una pelea barrial a cinco
rounds contra un tipo de la Villa 21 que decía que era invicto y nunca le
habían ganado. Yo peleé por la 31 y lo molí al otro, le di tantas piñas que lo
dejé medio tonto. Me había entrenado mi vecino, que de joven fue boxeador profesional.
En esa pelea se apostó fuerte, y con lo que gané viví varios meses sin hacer
nada. Los de la Unidad Básica fueron a ver la pelea y fue allí que me
conocieron.
En la
villa miseria operaban otros partidos, sobre todos los comunistas y los de
Macri, pero los peronistas tenían mayoría. Los de la Unidad Básica me eligieron
a mí porque necesitaban un buen puntero, ya que el viejo Nuñez, que era el
puntero anterior, había caído preso por robar material para la construcción de
un depósito del gobierno. Garabito, uno de los líderes de la Básica de Retiro,
me llamó a su despacho. Lo había impresionado el respeto que me tenían en la
villa miseria, y cómo me relacionaba con las bandas. Me prometió bastante. Me
dijo que me podían conseguir escrituras de varios terrenos de la villa, y que yo
iba a recibir una parte en su venta. Ya eso era algo serio y tenía futuro. Me
imaginaba propietario de varios terrenos. Hice una reunión con la gente
influyente de la villa miseria. Llamé a los jefes de las bandas y a los comerciantes
que tienen puestos, mercaditos, almacenes, panaderías. Tuve un apoyo unánime, y
enseguida empezó a correr el dinero.
Formé
nuestra propia Unidad Básica en la 31. Me nombraron Presidente. Recaudábamos
una cuota de los miembros y repartíamos planes. Los vecinos que no tenían
trabajo nos pedían ayuda. A cambio yo los llevaba a todas las manifestaciones
que hacía el Partido. El jefe del distrito me llamaba y me decía: hoy cortamos
la 9 de Julio, hoy vamos a la Plaza de Mayo, hoy apoyamos a los camioneros que
hacen un paro y nosotros, siempre solidarios, allí íbamos. Cuando hacíamos
actos en la villa miseria el jefe del distrito de Retiro venía a apoyarnos. Nos
había prometido que iban a pavimentar las calles principales y nos iban a poner
cloacas. Parece que va a tomar un poco de tiempo, pero, a la larga, lo van a
hacer. Los peronistas lo podemos todo. Somos un partido invencible.
Yo me crié
en el Chaco y sé lo que es sufrir, lo que es pasar hambre. Vine a Buenos Aires
de adolescente. Primero viví en un conventillo con mis viejos en La Boca.
Después me escapé de mi casa y me vine para la villa miseria. Siempre hacía
changas. Yo no robaba. Un político me dio trabajo de guardaespaldas, porque yo
no le tenía miedo a nadie. De chiquito ya me gustaba pelear. Me agarraba a piñas
con todos los pibes en el pueblo. Me tenían miedo y ya ninguno quería pelearme.
A veces les decía que se animaran, que si me ganaban les pagaba. Pero no se
tenían confianza. Mis piñas eran como pedradas, les dejaba toda la cara
arruinada. Para pelear lo más importante no es la fuerza, es la determinación. El
no achicarse. Eso uno lo aprende de los criollos. El no bajar la cabeza. Aquí
en la Villa 31 hay mucha gente así. El Cholo es uno, ese pibe va a llegar
lejos. ¿Ud. Sabe que canta cumbias? Marcos le enseñó a escribir canciones y
poemas. Es un tipo simpático y tiene alma de romántico. Algún día va a formar
su propio grupo musical y ganará dinero con la música.
Pensé en
invitarlo a trabajar conmigo en la Unidad Básica, proponerlo como consejal, pero
no me conviene meter ladrones. Me pudriría a la gente. Si alguna vez deja de
robar, antes de que lo encierren o lo maten, va a poder hacer carrera en la
política. Tiene voluntad, tiene instinto. Andar en la política no es fácil.
Dicen que los políticos aprendemos, pero no es cierto. Nacemos para esto. Yo me
convencí al poco tiempo de meterme en la política que esto era lo mío. No lo
sabía, pero yo nací político. Me gusta estar con la gente, dirigir. Antes quería
dominar, hoy prefiero ayudar. El cura me aprecia, y también las mujeres del
comedor para chicos. En la villa miseria somos mucho mejor de lo que se creen,
somos solidarios, si no, no podríamos sobrevivir.
Pero Ud.
me preguntaba de Marcos. Perdone que me haya ido por las ramas. Lo que pasa es
que puedo agregar poco. ¿Qué quiere que le diga? Ya todo el mundo sabe de
Marcos. Yo no puedo afirmar ni negar. Darle mi opinión sí puedo: todo lo que se
dice de él es cierto. Vino aquí por la droga, estaba perdido. Pero después que
conoció a María, cambió. Ella lo salvó. Ella hacía la calle para traerle plata
y comprarle anfetaminas. Ella ponía el cuerpo para que él estuviera ahí tirado.
Ella también se drogaba, pero menos. El tenía un vicio fuerte. Se pasaba los
días perdido, tirado en la puerta de su casilla, todo sucio, sin comer. Miraba
a la gente como si viera pasar fantasmas. María, con la ayuda del cura, lo
metió en un programa de metadona para sacarlo de la droga. Yo no sé si María lo
quería como mujer, ella es mucha mujer para él, yo creo que se había encariñado
porque lo veía débil, era como su hijo, lo protegía, le tenía lástima. También
lo admiraba porque era poeta.
Cuando
empezó a dar clases de poesía se hizo famoso. Le sacaba la gente al cura, ya
nadie quería ir a la capilla a estudiar la Biblia. Las mujeres preferían ir a
la clase de poesía. Decían que sus poesías siempre hablaban de dios. Yo fui a
una, invitado por ser el jefe de la Unidad Básica. Leyó la poesía de un tal
Vallejo, y la verdad que sí me impresionó. El poema hablaba de un muchacho que se
enamoraba de una chica, y decía que ella se había crucificado a él, se abrazaba
a él como a una cruz. Cuando él leía había gente que lloraba, eso es lo que más
me impresionó. Yo nunca vi llorar a nadie en la capilla, pero en esa clase de
poesía lloraban.
Entonces empezó
todo eso de las curaciones. Un día hirieron gravemente a un hombre del Cholo.
Cuando balean a alguien de la villa miseria nos arreglamos como podemos. A
veces las enfermeras del dispensario médico ayudan. Si los llevamos a un
hospital público fuera de la villa miseria los denuncian y van presos. El Cholo
fue a pedirle ayuda a Marcos y éste llevó al herido a lo de un primo de él que
era médico. Le sacó la bala, pero así y todo se estaba muriendo. Parece que Marcos
empezó a rezar y el herido se salvó. Ud. sabe cómo es en la villa, las noticias
corren. Después, una señora llevó a su hijo, muy enfermo, para que lo curara, y
el chico se recuperó. De allí en más fue como un reguero de pólvora. También
curó al hijo del Cholo. Ya la gente hacía cola para traer sus enfermos, y hasta
lisiados. El no cobraba nada ni aceptaba dinero, pero le traían regalos. Si era
comida se la daba a las madres del comedor. Ahí se armó lío con el cura, que la
verdad le tenía envidia. Después se hizo amigo de él, y lo aceptó, porque él
también empezó a creer en Marcos. El único que no creía en Marcos era Marcos,
en el fondo nunca dejó de ser un drogadicto, aunque ya no se drogara tanto.
Tenía la cabeza medio volada. El poder a él le venía de afuera. Era como si una
mano mágica, un ángel, lo hubiera tocado. El no era más que el instrumento.
Como era judío al principio nadie se animaba a decir que era santo. Le decían
el mesías. Pero después que curó al paralítico, que se fue caminando, ya todos decían
que era santo.
Empezó a
venir gente de afuera para que los curara, y eso fue lo que nos perdió. De no
haber sido por eso hoy no estaría muerto. Los que no son de esta villa miseria
nos quieren ver sufriendo, cuando estamos en la mala disfrutan, y si algo bueno
nos pasa buscan la manera de jodernos. Eso es lo que ocurrió con los de la
Villa 21 de Barracas. La verdad es que somos rivales. Un partido de fútbol
entre ellos y la villa nuestra es como una final de Boca y River. Cuando
supieron que teníamos un santón que curaba empezaron a enviar gente a ver si
era cierto, y después se organizaron para robárnoslo. Ya sabe cómo fue, lo
secuestraron. A los pocos días lo encontraron muerto. El Cholo dice que sabe
quién lo mató. Se habrá negado a quedarse a vivir con ellos en la 21, o a lo
mejor lo pusieron a curar y allá no pudo. Quizá sólo podía curar aquí, era un
don que dios le había dado sólo para que sanara en la Villa 31.
El cura me preguntó si yo iba a colaborar para construir
una capilla en la villa, que se va a llamar San Marcos, en honor a él. La gente
quiere enterrarlo allí, para que se lo pueda adorar como se debe. Yo estoy de
acuerdo y le dije que sí. Nos hace falta un santo nuestro. El cura me aseguró
que Marcos había tenido una transformación profunda, un día hablaron de Cristo
y le dijo que creía en él. No sé si será cierto, da lo mismo, ya nadie va a
convencer a los de la Villa 31 que Marcos no es un representante de Cristo en
la tierra.
Sergio, el padre de Marcos
Me mataron
a mi hijo mayor. Para mí es el final de todo, ya la vida no tiene sentido.
Fracasé como padre, no me lo voy a perdonar nunca. Me quedé viudo cuando mis
hijos eran chicos, los crie lo mejor que pude. Marcos era un pibe tranquilo,
tímido. Le gustaba mucho ir a la sinagoga conmigo. Yo nunca fui un individuo
muy creyente, soy un judío liberal, pero siempre respeté mi religión y asistía
a los servicios con mi familia. De joven era sionista. El rabino de mi sinagoga
me aprecia. Tengo casi sesenta años. Mi generación fue muy rebelde, queríamos
hacer la revolución. A los veinte años apoyé a los Montos, habían unido el
nacionalismo al marxismo, pero después que murió Perón sufrimos una derrota
terrible, fue una carnicería. Los dirigentes no habían entendido bien al pueblo
argentino. Yo dejé la política, me metí en el negocio de mi viejo, soy un buen judío,
ayudo a la comunidad.
Mi
colectividad ha padecido lo indecible, entendemos el dolor humano. Yo no
condeno a mi hijo. Me dicen que renegó del judaísmo, pero sé que no es cierto.
Que le gustara Cristo no me extraña, ¿a quién no le gusta? Enseñaba el amor y
la compasión, que es lo que todos necesitamos. Los judíos vivimos esperando que
nos liberen. Para mí Cristo no era el verdadero mesías. Que ahora llamen mesías
a mi hijo me resulta ridículo. La gente de la villa miseria es muy fantasiosa.
Y que lo consideren un santo me parece una barbaridad. Aseguran que sanaba, no
lo sé, ¿no estaremos retrocediendo y volviendo otra vez a la barbarie?
Este país
es algo curioso, siempre nos debatimos entre la civilización y la barbarie. Yo
elijo la civilización, por eso de joven era revolucionario. Marx sabía que la
sociedad iba a seguir evolucionando. Un día todos seremos libres. En ese mundo,
las luces, la razón, la historia, van a ser más importantes que la religión. María,
la novia de Marcos, asegura que en la villa se hizo muy religioso. María es una
mujer de oficio dudoso, no la considero honesta. ¿Qué hace viviendo en la villa
miseria? Sus padres son ricos. Dicen que está escribiendo un libro sobre Marcos
y que defiende la idea de que era un santo. Lo único que falta es que mi hijo,
un judío que nunca renegó de su religión, resulte canonizado.
María se
contagió de la barbarie de la Villa 31. Ella influyó en Marcos. Lo fueron
cambiando. Sarmiento no decía civilización o barbarie, él decía civilización y
barbarie, en este país conviven las dos cosas. Yo nunca lo acepté, yo apuesto
por la civilización, como muchos argentinos. Mi hijo descreía de los valores de
la sociedad moderna y se fue a vivir a la villa miseria. ¿No habrá sido la
influencia del populismo peronista? Exaltan al pueblo de manera desmedida, y… ¿qué
es el pueblo? ¿Yo no soy pueblo acaso?
En un
principio yo le eché la culpa a la droga por todo lo que le pasaba a Marcos. Le
pedí que se fuera de casa…no podía aceptar que mi hijo fuera un vago y un
drogadicto. Siempre me robaba plata, compraba cosas con mis tarjetas de crédito
falsificando mi firma. Se la pasaba encerrado en su cuarto. No quería trabajar.
Le gustaba leer, eso sí, es herencia de familia. Siempre hemos sido buenos
lectores, intelectuales, como gran parte de la comunidad judía. Para nosotros
la educación es lo más importante. Por eso no puedo aceptar la barbarie de la
villa miseria, que los peronistas fomentan.
Marcos se
fue a vivir allí porque en el fondo me odiaba… Quiso castigarme porque lo eché
de casa. ¿Pero… que iba a pasar con mi hijo menor si él no se iba? Hice lo que
pude para que dejara la droga. Había sido un buen estudiante de letras. De
chico quería ser escritor. Lo mandé a un sicólogo después que murió la mamá,
pero me decía que no lo entendía. Lo cambié a otro psicólogo de la
colectividad. Tampoco quiso seguir. Nunca encontró un analista que le viniera
bien. El psicoanálisis lo hubiera salvado. Lo interné en una clínica para que lo
desintoxicaran, pero se escapó y volvió a drogarse.
Cuando se
fue de casa siempre temí que un día pudieran encontrarlo muerto. El mundo de la
droga es un infierno. Y en la villa miseria se fue a juntar con María, también
drogadicta, un alma gemela a la suya. Estudiante de antropología. Su familia es
de la oligarquía de Barrio Norte. La han negado completamente. Para ellos María
está muerta. Lo de la droga podría pasar, pero saben que es puta, todo el mundo
lo dice. Y vivir en la villa miseria es lo último que podía hacer.
Me dijeron
que María odiaba a su madre. Ese es el origen del problema para mí. Yo creo que
Marcos también me odiaba. No sé por qué, siempre hice todo lo que pude por mi
familia. Se volvieron contra sus padres, como si fuéramos unos monstruos fascistas.
Así somos los argentinos, nos rebelamos contra la autoridad, no importa cómo
sea. Somos un país adolescente, pero… ¿por qué me tocó a mí pagar este precio?
¿Por qué a mí? Perder un hijo, es lo peor que podía pasarme. Que dios me
perdone, pero no lo entiendo.
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ResponderEliminarMaravilloso. Me gustó mucho, se parece a El chico sucio de Mariana Enriquez y a El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers.
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