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domingo, 5 de julio de 2015

El guionista

                                 de Alberto Julián Pérez ©

  José Luis Martínez había nacido en Lobos, en la campaña bonaerense (el pueblo donde mataron a Juan Moreira y nació el General Perón, decía siempre) a fines de los años ochenta. A los trece años, su padre, que era administrador de un campo, lo envió a casa de su hermana, en Avellaneda, para que hiciera el secundario en Buenos Aires. Desde niño le había gustado leer libros de aventura (prefería los de Salgari a los de Verne), y se aficionó en la adolescencia a las novelas francesas, españolas e hispanoamericanas, que su tía sacaba de la biblioteca. A los quince años comenzó a escribir poemas y narraciones breves. Le mostraba sus textos a sus compañeros del Colegio Nacional. Ninguno parecía impresionado por sus dotes de escritor. No le atraía demasiado el cine, hasta que un amigo del colegio lo invitó un día a ver una película gratuita al auditorio de la UBA. Era El proceso de Orson Welles, basado en la novela de Kafka. José Luis quedó deslumbrado por la cinematografía y comprendió que existía un cine-arte independiente que se regía por sus propios valores e ignoraba los dictados del cine comercial de Hollywood.
Se afilió a varios video clubs y el cine se transformó para él en una pasión. No podía dormirse si no veía una o dos películas. Su tía se quejaba de que el sonido de las películas en el televisor de la sala no la dejaba dormir. Era soltera y lo adoraba, pero se levantaba a las seis de la mañana para ir a trabajar y se acostaba temprano. Terminó comprando un segundo televisor con videocasetera, para que él pudiera ver sus películas en su cuarto. José Luis averiguó quiénes eran los directores más influyentes de la historia del cine y comenzó a mirar sus obras en forma sistemática. Vio películas de grandes directores europeos, como Herzog y Rohmer, de directores asiáticos destacados, como el japonés Kurosawa y el indio Satyajit Ray, y de directores hispanoamericanos y españoles. Apreciaba muchísimo la diversidad del cine hispano. Admiraba a Buñuel, a Subiela, a Lombardi, a Torre Nilsson. Se fue formando poco a poco una respetable cultura cinematográfica.
Cuando llegó el momento de escoger una carrera para seguir (su padre le había inculcado la importancia del estudio), pensó en Letras, en Comunicaciones y en Cine, pero le pareció que sería muy difícil ganarse la vida en esas carreras, que requerían conexiones y dinero. Su hermano menor se había quedado haciendo la secundaria en Lobos y su hermano mayor ya estaba en segundo de Veterinaria en La Plata. Su familia era pragmática y quería que sus hijos salieran adelante con una profesión que les trajera cierta tranquilidad económica. Le comunicó a su padre que estudiaría Derecho en la UBA, y este lo felicitó por su elección. Se dijo que si bien su pasión era el cine y la literatura, podía muy bien ejercer la abogacía, que tenía más salida laboral, y dedicarse a leer y ver películas en el tiempo libre. Eso pensó, pero otra cosa fue la experiencia de enfrentarse a los Códigos, que sus profesores exigían que él supiera casi de memoria. Era como tratar de aprenderse la guía telefónica. Las leyes y los códigos, para él, no tenían vida, eran una colección de conceptos abstractos sobre situaciones hipotéticas. Pronto comprendió que el Derecho no era lo suyo. Allá se la hubieran los leguleyos con sus manías. No le quedó más remedio que dejar Abogacía al poco tiempo de haberla empezado.
Su padre se disgustó con él, pero lo entendió. Le pidió que se buscara un trabajo. Consiguió un empleo en una compañía de seguros y se mudó a la Capital. Compartió un departamento con un ex-compañero de estudios de la universidad. Después de un año se dijo que no se podía pasar la vida trabajando en un escritorio, sobreviviendo al autoritarismo de su jefe y a las intrigas de sus compañeros de sección. Era inhumano. Decidió volver a estudiar. Pensó en Letras y en Cine. Luego de visitar varias universidades, optó por la carrera de cine. Habló con su padre y le dijo que quería estudiar en la Universidad del Cine, en San Telmo. Era privada y algo cara, pero le parecía la mejor escuela de cine de Buenos Aires. Su padre, que era contador y quería que su hijo tuviera una carrera, le dijo que lo ayudaría.
José Luis dejó el empleo en la compañía de seguros, y se buscó un trabajo de mozo en un restaurante por las noches. Se fue a vivir a un monoambiente en Constitución. Durante el día asistía a la universidad, que le encantó desde el comienzo. Sin duda, era lo suyo. Le gustaban particularmente las clases de historia del cine, de dirección cinematográfica y de guión. En la de guión podía unir su pasión por la literatura con su pasión por el cine. Cada vez que tenía que escribir algo se sentía como un gran poeta volcando en sus ejercicios lo mejor de su genio. Sus profesores reconocieron su talento de inmediato y hablaban favorablemente de él. 
           La nueva carrera le trajo cambios positivos en su vida sentimental. Cuando cursaba abogacía se había puesto de novio con una compañera de estudios, pero, al dejar la facultad, la relación no sobrevivió. El año de trabajo en la compañía de seguros fue difícil para él y no tuvo una relación estable. En la Universidad del Cine se encontró con compañeras interesantísimas. Compartía con todo el grupo el amor por el cine y la literatura, y los sueños del futuro. Querían ser grandes directores y grandes actores. Ya casi al final del primer año de estudio se puso de novio con una chica lindísima, aunque bastante egocéntrica, que quería ser actriz. Sus compañeros no confiaban en el futuro de la pareja, pero la relación se sostuvo. 
           Sus años de estudio fueron de intenso aprendizaje. Pasaron rápido. Finalmente, llegó el momento de decidirse por una especialización y escribir su tesina. Escogió Guiones. Su director de tesis fue el profesor Miguel Pérez, el director de La República perdida. Este le propuso como tema escribir una miniserie sobre la vida de Facundo Quiroga. José Luis aceptó el desafío. Decidió presentar una visión revisionista de la historia argentina. No estaba de acuerdo con la versión de Sarmiento en el Facundo. Mostró a Quiroga como a un héroe carismático y popular, un verdadero patriota.
           El personaje Quiroga de su serie decía que los Unitarios eran unos traidores que querían entregar el país a los portugueses y a los ingleses. Facundo pensaba que Rosas era el único que podía salvarlo, no él que no sabía nada. Rosas era letrado y se expresaba bien, mientras él apenas si podía leer y escribir. Rosas además entendía de negocios, era un gran estanciero, y trabajaba por el enriquecimiento de su patria.
           Todos intrigaban contra Quiroga. Conocían su genio militar y le temían. Era hombre de acción. El General Paz fue el único que lo pudo derrotar. La Tablada fue un momento decisivo en la vida de Facundo. Se dio cuenta que los unitarios tenían aliados poderosos. A la larga los iban a vencer, y entregarían el país al imperialismo. Era cuestión de tiempo. Su única esperanza era Rosas, sólo él podía detener a los ingleses y franceses. Si lo traicionaban, el país estaba perdido.
           Facundo creía que Paz estaba vendido al oro inglés. Cuando lo capturaron, Rosas le pidió a López que lo fusilara, pero López no quiso. Creyó que vivo podía serles más útil. Quiroga pensó que López estaba cometiendo un error, y que su actitud negociadora era el principio del fin.
           Antes de salir de Buenos Aires, rumbo al norte, Quiroga rehusó llevar consigo una columna armada. Lo acompañó una pequeña escolta. Ante la preocupación de Rosas, que sabía que sus enemigos acechaban, respondió: "No le tengo miedo a la muerte. Solo le pido a Dios que, si algo me pasa, se salve el país, y no vuelvan los asquerosos gachupines. Patria o muerte." Así terminaba el drama. El guión entusiasmó a su profesor, que le puso un diez y lo graduó con honores. Miguel Pérez le dijo que sería muy difícil filmar un libro tan complejo, pero le parecía brillante.
           Cuando le dieron el diploma salió a festejar con su novia. Comieron en "La Churrasquita", que era su restaurante favorito. Después fueron a su departamento, hicieron el amor y hablaron de sus planes futuros. A ella todavía le faltaba un año para terminar la carrera. Él debía empezar a buscar trabajo como guionista. Su profesor le había dicho que lo tendría en mente, y que le avisaría si le aparecía un proyecto en que pudiera incluirlo. En enero veranearon en Villa Carlos Paz. Luego José Luis pasó una semana en Lobos con su padre y sus hermanos. Su madre ya no vivía allí. Sus padres se habían divorciado. Ella se había vuelto a casar y residía en Neuquén. Su papá estaba muy orgulloso de él, pero sabía que había elegido una profesión muy difícil. Confiaba en su talento. Veía que su vocación era firme.
           En abril Miguel Pérez lo llamó para invitarlo a participar en un documental. Era un encargo que le había hecho la Escuela de Cine de Santa Fe. La Escuela cubriría los costos para armar el proyecto y filmar, y Canal 7 subvencionaría los gastos de post-producción. El Instituto Nacional de Cine se encargaría de su distribución. El tema era "Inmigración, pobreza y marginalidad en Buenos Aires". Él mismo, Miguel Pérez, lo dirigiría. Quería que José Luis trabajara en el guión. Se le pagaría una cantidad de dinero aceptable por su tarea, sería un buen comienzo para él. La experiencia profesional, sobre todo, era invaluable. El documental se proponía mostrar cómo se adaptaban a la nueva sociedad los chinos, bolivianos, paraguayos y otros extranjeros que llegaron a la ciudad en las últimas dos décadas y su relación con los argentinos de las provincias del interior del país establecidos en la capital y con los sectores más pobres.
           Tenía que encontrar situaciones sociales que resultaran enriquecedoras para el espectador, y presentar sus ideas con claridad pedagógica. Necesitaba mostrar los problemas desde una perspectiva rica e integrada. Debía identificar, de ser posible, entre sus entrevistados, a individuos que pudieran participar y actuar en la película. Ver si descubría “actores naturales” entre ellos.
           Miguel Pérez era un hombre muy experimentado, con una gran trayectoria. Con su guía, tenía que resultar relativamente sencillo escribir el guión, o así lo parecía. José Luis creía que el cine documental debía meterse en la realidad guardando su distancia crítica. El guionista, igual que el director, presentaba sus propias ideas estéticas y visión política en su recreación de la historia.
           El primer paso era identificar a individuos o familias inmigrantes bolivianas, chinas, paraguayas, peruanas, etc., que quisieran hablar de su vida y colaborar con él. Después, buscar a individuos marginados y pobres, y entender cómo habían llegado a esa situación, comprender su drama. Por último, interpretar cómo estos dos grupos sociales se relacionaban.
           José Luis estaba entusiasmado. Se había ganado el respeto de su profesor por su seriedad y su talento. Miguel Pérez no le regalaba nada a nadie. Era justo pero exigente. Le agradeció la confianza que depositaba en él y le prometió que se pondría manos a la obra de inmediato.
           Su profesor le dijo que él era talentoso e iba a llegar lejos, y ojalá esa película le abriera puertas. Esperaba poder competir en algún premio nacional y presentarla en festivales internacionales. Había un gran interés en este tipo de documentales. Necesitaba contar con un guión sólido. Le entregaría una suma de dinero para que él compensara a los que participaban en el proyecto y colaboraban con él. Era necesario motivarlos. Al día siguiente le tendría listo el contrato y el dinero. Debía entregarle un borrador del guión en tan sólo dos meses. Era todo el tiempo de que disponía.
           Era un comienzo excelente. Le habló a su novia y le contó todo. Le dijo que iba a tener que trabajar mucho y esforzarse. Necesitaba escribir un buen guión. Ella lo entendió y le aseguró que contaba con su apoyo.
           José Luis meditó en los grandes maestros locales del género, buscando inspiración. Pensó en Solanas y en su documental La dignidad de los nadies, síntesis de cine de acción y de thriller político, en que el gran director presentó varias historias representativas de la marginación a la que nuestra sociedad había condenado a muchos. Luego recordó la película Bolivia, de Pablo Trapero. Este había realizado una obra de ficción que testimoniaba la situación social desesperante que vivían los inmigrantes de los países limítrofes en Argentina. El cine documental tenía una gran tradición local. ¿Podría él estar a la altura de esos ejemplos? Miguel Pérez, su profesor, era autor de un documental, La república perdida, al que José Luis consideraba uno de los mejores del cine de ensayo político argentino.
           Un compañero suyo de la universidad, con quien habló de su proyecto, le sugirió entrevistar primero a una familia boliviana. Él vivía en La Boca, un barrio de inmigrantes. En una época asentamiento de italianos, era en esos momentos un distrito proletario y de clase media baja, donde vivían paraguayos, peruanos, bolivianos y chinos, y gente de las provincias del interior. Su compañero conocía a una familia boliviana que tenía una verdulería sobre Almirante Brown, donde siempre compraba. Les avisaría que un amigo suyo era parte de un equipo que preparaba un documental y quería hacerles algunas preguntas sobre su familia. José Luis le agradeció la ayuda a su amigo y se presentó en la verdulería. Siguiendo el consejo de su profesor, les explicó que estaba seleccionado gente para participar en una película sobre la vida de los inmigrantes en Buenos Aires. Deseaba conversar con ellos. Les pagaría por la entrevista. Seguramente interesados en el dinero, aceptaron.
           Lo recibieron en la verdulería por la noche, poco antes de cerrar. La familia vivía en el fondo del local, detrás de una cortina de tela gruesa. Se hacinaban en un espacio pequeño. A un costado estaba la cocina, atrás varias camas, y en el centro la mesa. Habían comido un rato antes que él llegara: en una fuente encima de la cocina quedaban los restos de un rico puchero de carne y gallina. Se sentaron alrededor de la mesa. Eran cuatro: los padres y dos hijas adolescentes. Contestaron a sus preguntas lo mejor posible. Dijeron que el local era alquilado, pero que ellos eran dueños del puesto de verdura. Pagaban una patente de comercio anual a la municipalidad. A José Luis le llamó la atención que al hablar bajaran la vista, no lo miraban de frente. El hombre era parco. Prefería que hablara su mujer. Eran indígenas y venían de un pueblo cercano a La Paz. Habían vivido en El Alto. Les preguntó si sentían que la gente de Buenos Aires los respetaba, y le respondieron que no. La mujer le explicó que con su marido hablaban en Aymara, y que sus hijas lo entendían pero no lo hablaban. La mujer atendía el negocio. Le dijo que casi no sabía leer, pero que podía contar bien. Reconocía los nombres de las mercaderías si los veía escritos. Las hijas, de 14 y 16 años, habían ido a la escuela hasta hacía poco, pero la habían dejado. Trabajaban con su madre en la verdulería todo el día. El marido se ocupaba del abastecimiento y del reparto.
           La familia parecía tener una vida muy rutinaria. Trabajaban sin descanso. Casi no salían. No tenían amigos, fuera de algunas personas de su comunidad. Gastaban poco dinero. Mostraban desconfianza. Sintió que no simpatizaban ni con él ni con su proyecto. Habían sufrido el desprecio racista de la gente. Probablemente creyeran que él averiguaba cosas de ellos para burlarse de los bolivianos. Comprendió que de esa situación no podría sacar una historia interesante. Si algo fuera de lo común tenían para contar se lo guardarían. Les entregó el dinero que les había prometido y les dijo que cualquier cosa los llamaría. Les agradeció y se marchó.
           Pensó en lo difícil que era hacer un documental: observar al otro, acercarse a alguien con sinceridad para entenderlo y ser percibido por ese otro como una persona honesta.
           Qué distante estaban los inmigrantes de su mundo nativo. Habían dejado su corazón allá lejos y sufrían el presente. Esa familia, probablemente, tampoco tendría un lugar digno en su tierra, Bolivia, si un día regresaba. Muchos sectores conservadores reaccionarios rechazaban al indio y lo veían como a un paria.
           No parecían sufrir carencias materiales en esos momentos y se alegró por eso. Tenían buen alimento, trabajo y un techo. En Latinoamérica no era fácil contar con esas simples ventajas materiales necesarias para la vida.
           Poco después consiguió que su compañero de la Universidad que vivía en La Boca le arreglara una entrevista con un matrimonio de chinos. Tenían una lavandería en la calle Martín Rodríguez. Se presentó al lugar para convenir el día y la hora del encuentro. En la lavandería trabajaban el hombre y su mujer. Había una chica del barrio que les ayudaba. Hablaban poco castellano. Hacía cuatro años que habían llegado al país. No tenían hijos y rondaban los 30 años de edad. Trató de explicarles lo que quería y le dijeron que sí. Se miraron entre ellos y pidieron que regresara a la noche, después que cerraran. Le dijeron que el "servicio" de ellos era especial y muy bueno, y le pidieron más dinero que el que les había ofrecido. José Luis aumentó la cantidad. Aceptaron. Le pareció que la pareja prometía y posiblemente podía encontrar una buena historia. El hombre era algo tosco, alto y fuerte, y la mujer tenía una belleza singular, cara de muñeca y la piel muy suave.
           Volvió esa noche a las 9. Ella estaba recién bañada, tenía el pelo aún mojado. Le mostraron el lugar. Vivían al fondo, atrás del negocio, en un pequeño departamento de un dormitorio. La cama estaba destendida y un poco revuelta. José Luis tuvo la impresión de que los chinos acababan de coger. Ella era sensual y lo miraba con curiosidad. Lo hicieron sentar en la sala comedor y le ofrecieron té verde. El chino hablaba en un castellano confuso. Entendió que eran de Hunan. En un momento determinado la mujer le tomó la mano y se la apretó. El chino se sonrió. Luego se levantó y besó a su mujer en la boca. Llevó la mano de ella hacia su entrepierna. José Luis no sabía qué hacer. Se habrían creído que él les pagaba para representar una escena erótica. El hombre se abrió la bragueta y sacó su pene. Era un pene enorme y ella se lo empezó a acariciar mientras lo besaba. Todo pasó muy rápido y José Luis no sabía qué hacer. La mujer se empezó a desvestir y el hombre también. Se quedaron los dos desnudos. Se sonreían. El hombre tenía un cuerpo atlético y la mujer era hermosa, parecía una actriz porno. Fueron al dormitorio y lo llamaron para que los siguiera. Él se sentó en una silla cerca del lecho. El hombre se puso encima de la mujer y la penetró con su enorme miembro. La mujer gritaba de placer.
           José Luis miraba todo como si estuviera en el cine. Le parecía poco real. De pronto el hombre se levantó y le hizo señas para que se sumara a la escena. La mujer se acercó a él y empezó a desvestirlo. Cuando estuvo desnudo lo acarició y le chupó el miembro. Su marido se sonreía y se acariciaba el pene. La mujer se llevó a José Luis a la cama. El marido le indicó que la penetrara. José Luis era mucho más pequeño que el chino y su pene parecía ridículo en comparación al del otro. Introdujo su miembro en la vagina de la mujer. Fue un momento extraordinariamente placentero para él. Era una diosa, tenía piel de porcelana. Le besó los pechos. Ella le acariciaba el rostro. Lo miraba con ternura mientras gozaba. El chino se tendió en la cama junto a José Luis. Trató de subirse encima suyo. José Luis sintió una presión sobre sus nalgas. El chino estaba tratando de penetrarlo. Hacía fuerza, pero su pene era demasiado grande.
           José Luis logró zafarse y se levantó. Los otros dos se miraron con sorpresa. El hombre mostró rabia y le empezó a gritar en chino y en castellano. "¡Loco, loco!", le decía. La mujer estaba seria. José Luis trató de explicar que no había venido para eso, pero no le entendían. Se empezó a vestir. El hombre furioso se le acercó y le empezó a hacer señas de que le pagara. José Luis sacó la plata del bolsillo y se la entregó. El hombre la contó y se la dio a su mujer. El chino enojado le indicó con ademanes que se fuera. José Luis fue hacia la puerta del negocio, el hombre lo seguía. Le abrió la puerta y lo echó de un empellón. Le gritó algo en chino y cerró.
           Se fue caminando por Almirante Brown. Se preguntó si lo hacían sólo por dinero o por otro motivo. Quizá era la forma que tenían, en medio de su aislamiento, de mostrar y compartir su mundo íntimo. La situación inesperada lo había asustado. ¿A quién podía gustarle que tratara de montárselo un chino con semejante pija? La mujer era otra cosa, le había encantado metérsela.
           Las familias que había visitado no eran pobres. Eran pequeños comerciantes que vivían aislados. En un tiempo progresarían económicamente. Se veía que trataban de subsistir con lo mínimo y ahorrar. Eran trabajadores y ambiciosos.
           Muchos inmigrantes españoles e italianos que llegaron al país al principio del siglo pasado habían estado en una situación similar. En la colectividad china y boliviana había gente enriquecida. Sin embargo, les costaba más integrarse a la sociedad argentina que lo que les había costado a los italianos y españoles en el siglo anterior.
           La clase media actual mantenía una actitud racista hacia los chinos y bolivianos. Vivían en un estado de marginación social. Era una comunidad que presentaba también diferencias internas. Algunos se habían hecho ricos y otros no tenían casi nada.
           José Luis necesitaba ayuda. Su investigación no estaba progresando. Habló a un compañero suyo de la secundaria que era periodista y trabajaba en la sección de policiales de Clarín. Se vieron en un café. Le contó sobre su proyecto y le pidió su consejo. Su amigo le sugirió pasar a situaciones sociales más complejas. Debía existir desde el principio un drama social denso. Le habló de un caso policial reciente. Había desaparecido una adolescente en Isidro Casanova, un barrio obrero de Buenos Aires. El cuerpo de la chica apareció varios días después en un basural. La habían violado y asesinado. Su amigo le sugirió que entrevistara a la familia, que era paraguaya, y averiguara cómo era la vida en el barrio. Podía mostrar la situación social en que creció. Seguir el caso. Tratar de determinar si ella estaba en una relación con alguien, ayudar con su investigación a aclarar el asesinato, ayudar a las fuerzas del orden. A José Luis no le gustó la idea. Esa historia no se adaptaba al documental que trataba de escribir. Él no era policía. Desconfiaba de las instituciones del estado que se dedicaban a perseguir y castigar a los pobres. "Creo en la libertad del individuo", le dijo a su amigo.
           Le habló a su profesor, Miguel Pérez, y le explicó lo que estaba ocurriendo. Sus primeras entrevistas no habían dado los resultados que esperaba. Le pidió sugerencias. Miguel Pérez le dijo que cambiara su perspectiva, que en lugar de visitar familias ya constituidas y que tenían la vida muy planificada y rutinaria, buscara gente que estuviera en una situación más inestable. Le sugirió que fuera a un hogar transitorio, o entrevistara a individuos sin casa, que vivieran en la calle, y escuchara sus historias. Lo puso en contacto con un fotógrafo que conocía algunos lugares donde se reunían linyeras y mendigos. Él lo llamó y le dijo que le hablaba de parte de Miguel Pérez. Le explicó que quería conocer a algunos individuos pobres y sin casa, pasar cierto tiempo con ellos y escuchar sus historias. El fotógrafo le dijo que lo mejor era acercarse a un grupo y compartir algunos días de su vida, pero que no debía decir que quería hacer un documental. Desconfiaban de todo. Necesitaba aparentar que era uno de ellos.
           Se puso ropa vieja y fue con el fotógrafo a Palermo. Allí, en los bosques, bajo un puente del ferrocarril, encontraron a varios linyeras. El fotógrafo los conocía. Les presentó a José Luis, y les dijo que, a pesar de su apariencia inofensiva, tenía su pasado y había estado preso. Le guiñó un ojo a José Luis y lo dejó con ellos. Le preguntaron de dónde venía y qué había hecho. Les contó que había estado preso por robo. Ahora no robaba, la policía lo vigilaba. Hacía otros trabajos. Un linyera, intrigado, le preguntó qué trabajos. José Luis no sabía qué responder y le dijo que, menos robar, el que fuera. "¿Matás si te lo encargan y te pagan bien?", le preguntó. José Luis, que no quería desdecirse, le dijo que si se presentaba la ocasión podía hacerlo. Había que ver. El hombre, un individuo tuerto como de cuarenta años, lo miró intimidado. Otro linyera del grupo que lo escuchó se acercó y dijo que conocía a alguien que le podía dar un encargo. José Luis aseguró que en ese momento no necesitaba dinero. Estaba viviendo de un trabajo que había terminado no hacía mucho. Quería estar tranquilo por un tiempo y que la policía no lo molestara. Aseguró que cuando todo se tranquilizara pensaba irse al extranjero. Vivía en la calle temporalmente, les explicó. 
           Los otros lo miraron con seriedad. Le contaron que esa noche tenían una reunión secreta y lo iban a llevar con ellos. Al oscurecer salieron. Eran seis. El Tuerto los guiaba. Fueron hasta la calle Salguero, esquina Libertador. El Tuerto levantó la tapa de una boca de tormenta, cerca de la vereda. De a uno se fueron metiendo dentro y descendieron por la escalera de hierro. El Tuerto fue el último en entrar y antes de bajar volvió a colocar la tapa. Se veía muy poco. Se habían metido en la red subterránea de desagües de Buenos Aires.
           Caminaron por un caño colector, que desembocó en otro mayor. Este tenía un foco de luz cada cien metros. Por el centro del caño corría líquido. Había muy mal olor. La red arrastraba aguas pluviales y aguas servidas. Tenían los pies mojados. Llegaron a un punto donde el colector se bifurcaba. Tomaron hacia la derecha. Este caño tenía una pasarela de hierro elevada sobre un costado. Se subieron a la pasarela. El agua empezó a correr con más fuerza. Caminaron como quince minutos. Adosada a una pared del caño apareció una escalerita de hierro. Encima de la escalera se veía una puerta de metal. Uno subió y la abrió con una ganzúa. Entraron. Encendieron una vela que había sobre una botella. Se escucharon gruñidos como de un animal que se quejaba. José Luis no entendía bien qué pasaba. Vio que en el piso, apilados, había todo tipo de objetos. Televisores, máquinas registradoras, equipos electrónicos, neumáticos, seguramente producto de robos.
           El Tuerto dijo que estaban allí para realizar una ceremonia. Todos asintieron. José Luis sintió miedo, se daba cuenta que lo iban a probar. El Tuerto tomó la vela y fue hacia la parte de atrás del depósito, de donde provenían los gruñidos. Allí, en medio de varios artefactos, había una colchoneta. Sobre la colchoneta, tendida, tenían a una chica como de dieciocho años. Estaba amordazada, atada con sogas, y de un pie salía una cadena que estaba fijada al muro con una argolla. A un costado había un recipiente con agua y restos de comida. Le dijeron que era como un animalito, estaba caliente, y se la iban a coger entre todos. La chica, que estaba muy sucia, los miró con desesperación. La empezaron a desnudar, le quitaron la bombacha, le desataron los pies y las manos. El Tuerto se le echó encima, la empezó a acariciar y a besar. La chica le sacaba la cara. Finalmente el Tuerto hizo fuerza y se la metió. La chica se contorsionaba para zafarse, pero al final se entregó. El Tuerto empezó a bufar y la chica respiraba con fuerza. Todos miraban, con alegría. Finalmente el Tuerto se vino. Se levantó lentamente y se arregló los pantalones. El Tuerto le dijo a José Luis que ahora le tocaba a él. José Luis sabía que no podía hacerlo. No era un violador. Les dijo que él robar robaba, pero que eso no lo hacía. Se le fueron encima y le empezaron a pegar. Lo patearon, le preguntaron si era un policía y le dijeron que lo iban a matar. José Luis les pidió que no le pegaran más, les dijo que tenía dinero y se los iba a dar. Los otros lo registraron y le sacaron el dinero. Lo ataron y le quitaron el celular. Lo dejaron a un lado y regresaron a la adolescente. La violaron entre todos. La chica estaba como una loba caliente, jadeaba y gruñía. El Tuerto fue hacia José Luis, agarró un palo y lo desmayó de un golpe.
           Cuando se despertó estaba tirado sobre una pasarela de metal a un lado de un caño mayor. Le dolía todo el cuerpo y no podía moverse. Estaba maniatado. Los de la banda se habían ido. No reconoció el lugar, no habían pasado por allí. Por el centro del caño corría el agua y, a los costados, había desperdicios acumulados. Podía ver bolsas de plástico, bidones, y otros objetos, que parecían ser muñecas o restos de juguetes. Las ratas andaban entre los desperdicios. Estaba desesperado, quiso gritar, pero sabía que no le serviría de nada. Al rato el agua empezó a correr con más fuerza. El nivel fue subiendo. Quizá estuviera lloviendo afuera. Tuvo miedo de morir ahogado en medio de la basura. El sueño lo iba rindiendo y se le cerraban los ojos. No sabía cuántas horas habían pasado desde que lo dejaron allí. Sintió frío. Se durmió. Tuvo un sueño.
           Él estaba acostado en su cuarto, una luz fuerte lo encandilaba. Entró una mujer desnuda. Era como una diosa. Ella estaba excitada, empezó a acariciarlo y a quitarle la ropa. Él no podía moverse, pero gozaba. Le pasó sus manos por las mejillas, los labios, los cabellos. Luego le acarició el pecho y bajó a su pene. Empezó a succionarlo. Él gozaba cada vez más y gritaba de placer. La mujer se le puso encima y empezó a hacerle el amor. Él estaba inmóvil, como atado. Sintió que estaba por venirse. Se despertó gritando. Las ratas le caminaban por el cuerpo. Se retorció, tratando de librarse de las ataduras, sin lograrlo.
           Vio a lo lejos una luz que parecía acercarse, empezó a gritar. Eran dos serenos de la guardia que patrullaban los túneles. Lo desataron. Les contó lo que le había sucedido. Les dijo que una banda de depravados tenía secuestrada a una chica y entre todos la habían violado. Los serenos le dijeron que en las cañerías subterráneas pasaba de todo, era un mundo aparte. Informarían a la policía, pero seguro que cuando vinieran a investigar ya no encontrarían nada. Lo hacían a propósito. Los delincuentes planificaban esas cosas para provocar a la policía y distraerla. Los verdaderos robos y crímenes ocurrían afuera, a la luz del día.
           Caminaron bastante. Llegaron a una escalera de hierro que subía al exterior. Los serenos subieron primero, movieron la tapa y salieron todos a la calle. La boca de tormenta daba a Arenales y Rodríguez Peña, en Barrio Norte. José Luis estaba temblando. Se sentía mal. Tenía mal olor. Los serenos le dijeron que fuera a la policía. Él se negó. Tenía fiebre. Les pidió que llamaran a una ambulancia, estaba mal.
           La ambulancia llegó después de media hora y lo llevaron al Hospital Argerich. Contó a la guardia lo que le había pasado. Tenía mordeduras de ratas y ronchas en su cuerpo. En el Hospital lo vacunaron contra el tétano y le dieron una vacuna antirrábica. Lo dejaron internado un día en observación y lo dieron de alta.
           Salió del Hospital y fue a la Seccional de Policía a hacer la denuncia de lo ocurrido. Le tomaron la declaración. No pareció sorprenderles lo que contaba, ni le dieron mucha importancia. Le dijeron que iban a investigar y cualquier cosa le avisaban.
           José Luis se fue a su departamento. Le habló a su novia. Ella estaba desesperada, lo había estado llamando por teléfono pero él no respondía. Le dijo que le robaron el celular. Vino a verlo. Le contó lo que había pasado y le mostró los moretones y las mordeduras de las ratas. Le dijo que ya había hecho la denuncia a la policía.
           Ella le rogó que por favor abandonara el proyecto antes que lo mataran. José Luis le explicó que era muy difícil prevenir el peligro, no podía saber que iba a pasar algo así. Le pidió que lo ayudara, entre los dos sería más fácil manejarse. Podían planear juntos una visita a una familia de inmigrantes. Estos se comportarían distinto si veían que los venía a entrevistar una pareja.
           Ella le dijo que lo acompañaría si no eran personas muy marginales, las situaciones de pobreza podían ser peligrosas. Eso de acercarse a mendigos o ir a la villa, la verdad que no se animaba. Él le explicó que había villas miserias bastante seguras en Buenos Aires, como la Villa 31. Si iban a vivir allí por un par de semanas tendrían la oportunidad de conocer gente interesante para el documental. Ella le contestó que podía parecer fácil, pero que en la práctica las cosas que parecían fáciles después no lo eran. La realidad tenía sus complicaciones y ellos no estaban bien preparados para enfrentarla. Él le respondió que era muy pesimista. Si quería realizar el proyecto necesitaba estar en contacto con la realidad y reflejar la experiencia de la gente. No podía improvisar o inventar. Era un documental y no una obra de ficción.
           Varios días después un conocido de Miguel Pérez lo llamó. Le dijo que en una comisaría de Flores tenían a un preso interesante. Se trataba de un ladrón. Él conocía a un Sargento que trabajaba allí. Por unos pesos lo dejarían entrevistarlo. Tenía que decir que iba de parte de él y era periodista y que le venía a hacer una nota. Al día siguiente fue a la Seccional 38 de Flores. El Sargento, un hombre moreno y gordo, lo hizo pasar y lo llevó hasta una de las celdas. José Luis le entregó mil pesos, según lo convenido. El Sargento abrió la puerta del calabozo y José Luis vio al reo acurrucado en el fondo. Entró y el Sargento cerró. Le dijo que cualquier cosa lo llamara, que se quedaba ahí afuera. El preso era un muchacho joven, como de 22 o 23 años. Lo miró con miedo. Se notaba que lo habían torturado. Le preguntó a José Luis que por qué estaba allí, y qué quería de él. José Luis le respondió que iba a hacer un documental y estaba buscando a personas que estuvieran pasando por una situación límite. Si él colaboraba podía ayudarlo a que se aclarara su situación.
           El muchacho le dijo que lo acusaban de robo, pero que no había robado nada. Era novio de la hija de un político. Él era estudiante de ingeniería. Venía de una familia de clase media baja, con problemas económicos, y el padre de la chica no lo quería. Lo acusó de haber robado en su casa. Hacía tres días que estaba preso. A la noche lo sacaban al patio, le tiraban agua fría y lo molían a golpes. Le querían hacer firmar su confesión auto-inculpándose, pero no la firmó. José Luis le dijo que iba a ver qué podía hacer. El policía le avisó que ya se le había pasado el tiempo, tenía que irse.
           José Luis salió de la celda y le dijo al Sargento que esa historia no era la que él necesitaba. El preso era un muchacho de clase media. Quería ver a alguien que viniera de una situación de extrema pobreza, que hubiera pasado miseria y hambre, y robara por necesidad. El policía le contestó que ese detenido había robado. A él le pidieron que le presentara a un ladrón. José Luis le dijo que ese muchacho era víctima de un político. Le solicitó que le consiguiera otro preso o que de lo contrario le devolviera la plata. El policía le dijo que él había cumplido con lo que le solicitaron y no le devolvería nada. Los otros presos estaban incomunicados. No podía verlos. Le exigió que no contara a nadie lo que le había dicho el preso, ni escribiera nada contra la policía, todos los presos mentían. Si hablaba, iban a ir a buscarlo y lo iba a pasar mal." ¡Te metemos en una celda y te damos, cuidadito, ni abrás la boca!", le dijo el Sargento. José Luis insistió en que esa historia no valía mil pesos. El Sargento le dijo que sí, lo trató de “periodista maricón” y lo despidió de un empujón.
           Se volvió a su casa, amargado. Pensó en entrevistar a alguna familia de cartoneros, o irse a vivir a la Villa por unos días. Necesitaba encontrar los personajes para el documental. Si su novia no lo quería ayudar no importa, iba solo. No podía fracasar.
           Su novia trató de calmarlo. Le pidió que no siguiera más con ese proyecto, era una locura. El documental iba a terminar en una tragedia. Le dijo que hablara con su profesor y le explicara que las cosas no le estaban saliendo bien. No estaba preparado para escribir un documental como el que le habían pedido. Que le preguntara si no tenía otro proyecto en que pudiera participar en lugar de ese.
           José Luis le hizo caso y fue a ver a Miguel Pérez. Le contó lo que había pasado. Quizá lo estuviera enfocando mal, se justificó. Había tenido malas experiencias. El profesor lo escuchó y le dijo que lo entendía. Ese tipo de película testimonial exigía un guionista que pudiera enfrentar situaciones tensas y conflictivas. Él quería filmar las experiencias de la población que quedaba al márgen de la vida sociedad, a quien la clase media y la alta burguesía no entendían. Lo iba a cambiar, buscaría a otro guionista para el proyecto. José Luis se disculpó, le dijo que la realidad había resultado mucho más dura de lo que él pensaba. Se sentía intimidado.
           El profesor le aconsejó probar en la televisión. Era un buen mercado. Siempre necesitaban gente para trabajar en los guiones de las novelas y ficciones. Lo envió a hablar con su colega de la Universidad del Cine Rafael Filippelli.
           Filippelli lo atendió y fue muy amable. Le dijo que su mujer, Beatriz Sarlo, tenía contactos en Canal 13 y que estaban buscando a un guionista. José Luis la llamó. Ella lo recibió en su casa y lo trató muy bien. Sabía que había sido estudiante de su marido y de Miguel Pérez.
           Beatriz Sarlo le preguntó por su tesis sobre Facundo Quiroga. José Luis le dijo que había escrito un guión sobre su vida y sostenido una posición histórica revisionista. Sus compañeros de la Universidad no admiraban mucho a Sarmiento. Él no estaba de acuerdo con sus ideas, pero reconocía el valor de sus libros. "Todo el mundo critica a Sarmiento", aceptó Sarlo, "atacan su política. La mayoría no lo ha leído. Fue un prosista extraordinario, para mí el mejor del siglo XIX."
           Le preguntó qué tipo de guiones quería escribir. ¿Se animaba a hacer guiones de novelas? ¿Qué tal manejaba el diálogo sentimental? José Luis le respondió que era flexible. Podía adaptarse a lo que necesitara el productor o el director. Sarlo simpatizó con él y lo envió a Canal 13 a verlo a Adrián Suar. Estaban buscando a un guionista para trabajar en un proyecto de telenovela.
           José Luis habló al canal y pidió una entrevista con Suar. Dijo que hablaba de parte de Beatriz Sarlo. Suar lo recibió al día siguiente y le explicó lo que pasaba. Uno de sus guionistas principales se había ido a trabajar a Estados Unidos y necesitaba reemplazarlo. Tenía en manos un proyecto importante. La historia estaba lista, y le hacía falta un guionista capaz de llevarla a la pantalla.
-Una vez que nosotros tenemos la historia - le dijo Suar - necesitamos contar con un guionista que arme las escenas. Buscamos a alguien que maneje bien los diálogos dramáticos, que le dé suspenso a la trama y desarrolle la sicología de los personajes. Queremos clavar al espectador en su silla. Hallar a un escritor que pueda hacer bien esto es más difícil que encontrar una aguja en un pajar.
           Ya tenía a actores importantes comprometidos para la serie: Julio Chávez y, posiblemente, Pablo Echarri.
           Los dos simpatizaron. Suar era un hombre de sonrisa fácil. Se veía que era un buen tipo y José Luis se sintió cómodo. Le habían dicho que era generoso. Se notaba que Sarlo le había hablado bien de él.
           José Luis le preguntó si le podía contar la historia sobre la que había que escribir el guión. En su trabajo anterior le habían pedido identificar situaciones sociales conflictivas y encontrar personajes testimoniales. En la práctica le había resultado más difícil de lo que pensaba. Quería enfrentar la realidad, ir hacia ella, como casi todos los escritores. Pero había un punto en que esta se le escapaba.
            Suar comentó, con ironía, que los actores tenían una idea de la realidad distinta a los escritores: creían que estaban viviendo en ella, y vivían en un mundo imaginario. Le contó el argumento de la novela que se proponían filmar: el protagonista era dueño de una importante empresa inmobiliaria. Tenía problemas: la competencia le estaba quitando el mercado. El hombre se metió en tratos con la mafia. Estaba casado y tenía un hijo de 23 años y una hija de 21. El hombre tenía una amante joven y hermosa. Ella quería que él dejara a su mujer. Él le prometió que lo haría, pero ella no le creyó. El hombre arregló con la mafia para enviar la empresa a la quiebra. Iban a estafar a la compañía aseguradora de la empresa. Podían meterlo preso por un tiempo corto, no más de dos años. Cuando saliera tendría en su cuenta una gran cantidad de millones, y se podría ir a vivir al extranjero con su amante. Su mujer desconfiaba de él y lo espiaba. Descubrió sus tratos con la mafia y su plan de estafar a la compañía aseguradora. También se enteró de la amante, que era empleada de la compañía. Ella lo denunció a la policía y lo metieron preso. La mafia raptó a su hija en represalia. La mujer tomó la dirección de la empresa y negoció con la mafia. La liberaron. Su hijo se convirtió en la mano derecha dentro de la empresa. El hijo sedujo a la ex-amante de su padre. La hizo jefa de una sección de la empresa. El hijo, junto con su amante, controlaban el área de la compañía que vendía propiedades a inversores de distintas partes del país. Se trataba de gente que quería lavar dinero: traficantes de drogas, políticos. Su madre, directora general de la empresa, lo llamó y le dijo que le habían hecho una propuesta concreta para entrar en política. Sería candidata a diputada por la ciudad de Buenos Aires en las próximas elecciones. Dejó al hijo al frente de la compañía y le pidió que la apoyara en la campaña. Su objetivo final era meter a toda la familia en la política.
           A José Luis le encantó la historia. Le dijo a Suar que estaba llena de momentos melodramáticos y truculentos y que él sabría sacarles buen provecho. Se sentía capacitado para escribir el guión. Firmó de inmediato un contrato y le prometió entregarle un borrador en dos meses.
           Regresó a su departamento, llamó a su novia y le dio las buenas nuevas. Ella se puso muy contenta. Luego le habló al profesor Filippelli para agradecerle a él y a su esposa, Beatriz Sarlo. Por último, lo fue a ver a Miguel Pérez. Este lo consideraba su discípulo. Lo atendió con amabilidad. Pérez le dijo que un muchacho recomendado por Pino Solanas se había hecho cargo del guión del documental. José Luis le contó de su contrato con Canal 13. Miguel Pérez lo felicitó, le dijo que era un nuevo comienzo y que creía que él lo podía hacer muy bien. Lo importante, en esos momentos, era tener un trabajo. Los dos se abrazaron y se despidieron. 

                    “El guionista”. Revista Carnicería. Mayo 2015. Web.
  






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