de Alberto Julián Pérez ©
José
Luis Martínez había nacido en Lobos, en la campaña bonaerense (el pueblo donde
mataron a Juan Moreira y nació el General Perón, decía siempre) a fines de los
años ochenta. A los trece años, su padre, que era administrador de un campo, lo
envió a casa de su hermana, en Avellaneda, para que hiciera el secundario en
Buenos Aires. Desde niño le había gustado leer libros de aventura (prefería los
de Salgari a los de Verne), y se aficionó en la adolescencia a las novelas
francesas, españolas e hispanoamericanas, que su tía sacaba de la biblioteca. A
los quince años comenzó a escribir poemas y narraciones breves. Le mostraba sus
textos a sus compañeros del Colegio Nacional. Ninguno parecía impresionado por
sus dotes de escritor. No le atraía demasiado el cine, hasta que un amigo del
colegio lo invitó un día a ver una película gratuita al auditorio de la UBA.
Era El proceso de Orson Welles, basado en la novela de Kafka. José Luis
quedó deslumbrado por la cinematografía y comprendió que existía un cine-arte
independiente que se regía por sus propios valores e ignoraba los dictados del
cine comercial de Hollywood.
Se afilió a
varios video clubs y el cine se transformó para él en una pasión. No podía
dormirse si no veía una o dos películas. Su tía se quejaba de que el sonido de
las películas en el televisor de la sala no la dejaba dormir. Era soltera y lo
adoraba, pero se levantaba a las seis de la mañana para ir a trabajar y se
acostaba temprano. Terminó comprando un segundo televisor con videocasetera,
para que él pudiera ver sus películas en su cuarto. José Luis averiguó quiénes
eran los directores más influyentes de la historia del cine y comenzó a mirar
sus obras en forma sistemática. Vio películas de grandes directores europeos,
como Herzog y Rohmer, de directores asiáticos destacados, como el japonés
Kurosawa y el indio Satyajit Ray, y de directores hispanoamericanos y
españoles. Apreciaba muchísimo la diversidad del cine hispano. Admiraba a
Buñuel, a Subiela, a Lombardi, a Torre Nilsson. Se fue formando poco a poco una
respetable cultura cinematográfica.
Cuando llegó el
momento de escoger una carrera para seguir (su padre le había inculcado la
importancia del estudio), pensó en Letras, en Comunicaciones y en Cine, pero le
pareció que sería muy difícil ganarse la vida en esas carreras, que requerían
conexiones y dinero. Su hermano menor se había quedado haciendo la secundaria
en Lobos y su hermano mayor ya estaba en segundo de Veterinaria en La Plata. Su
familia era pragmática y quería que sus hijos salieran adelante con una
profesión que les trajera cierta tranquilidad económica. Le comunicó a su padre
que estudiaría Derecho en la UBA, y este lo felicitó por su elección. Se dijo
que si bien su pasión era el cine y la literatura, podía muy bien ejercer la
abogacía, que tenía más salida laboral, y dedicarse a leer y ver películas en
el tiempo libre. Eso pensó, pero otra cosa fue la experiencia de enfrentarse a
los Códigos, que sus profesores exigían que él supiera casi de memoria. Era
como tratar de aprenderse la guía telefónica. Las leyes y los códigos, para él,
no tenían vida, eran una colección de conceptos abstractos sobre situaciones
hipotéticas. Pronto comprendió que el Derecho no era lo suyo. Allá se la
hubieran los leguleyos con sus manías. No le quedó más remedio que dejar Abogacía
al poco tiempo de haberla empezado.
Su padre se
disgustó con él, pero lo entendió. Le pidió que se buscara un trabajo.
Consiguió un empleo en una compañía de seguros y se mudó a la Capital.
Compartió un departamento con un ex-compañero de estudios de la universidad.
Después de un año se dijo que no se podía pasar la vida trabajando en un
escritorio, sobreviviendo al autoritarismo de su jefe y a las intrigas de sus
compañeros de sección. Era inhumano. Decidió volver a estudiar. Pensó en Letras
y en Cine. Luego de visitar varias universidades, optó por la carrera de cine.
Habló con su padre y le dijo que quería estudiar en la Universidad del Cine, en
San Telmo. Era privada y algo cara, pero le parecía la mejor escuela de cine de
Buenos Aires. Su padre, que era contador y quería que su hijo tuviera una
carrera, le dijo que lo ayudaría.
José Luis dejó el
empleo en la compañía de seguros, y se buscó un trabajo de mozo en un
restaurante por las noches. Se fue a vivir a un monoambiente en Constitución.
Durante el día asistía a la universidad, que le encantó desde el comienzo. Sin
duda, era lo suyo. Le gustaban particularmente las clases de historia del cine,
de dirección cinematográfica y de guión. En la de guión podía unir su pasión
por la literatura con su pasión por el cine. Cada vez que tenía que escribir
algo se sentía como un gran poeta volcando en sus ejercicios lo mejor de su
genio. Sus profesores reconocieron su talento de inmediato y hablaban
favorablemente de él.
La
nueva carrera le trajo cambios positivos en su vida sentimental. Cuando cursaba
abogacía se había puesto de novio con una compañera de estudios, pero, al dejar
la facultad, la relación no sobrevivió. El año de trabajo en la compañía de
seguros fue difícil para él y no tuvo una relación estable. En la Universidad
del Cine se encontró con compañeras interesantísimas. Compartía con todo el
grupo el amor por el cine y la literatura, y los sueños del futuro. Querían ser
grandes directores y grandes actores. Ya casi al final del primer año de
estudio se puso de novio con una chica lindísima, aunque bastante egocéntrica,
que quería ser actriz. Sus compañeros no confiaban en el futuro de la pareja,
pero la relación se sostuvo.
Sus
años de estudio fueron de intenso aprendizaje. Pasaron rápido. Finalmente,
llegó el momento de decidirse por una especialización y escribir su tesina.
Escogió Guiones. Su director de tesis fue el profesor Miguel Pérez, el director
de La República perdida. Este le propuso como tema escribir una
miniserie sobre la vida de Facundo Quiroga. José Luis aceptó el desafío.
Decidió presentar una visión revisionista de la historia argentina. No estaba
de acuerdo con la versión de Sarmiento en el Facundo. Mostró a Quiroga
como a un héroe carismático y popular, un verdadero patriota.
El
personaje Quiroga de su serie decía que los Unitarios eran unos traidores que
querían entregar el país a los portugueses y a los ingleses. Facundo pensaba
que Rosas era el único que podía salvarlo, no él que no sabía nada. Rosas era
letrado y se expresaba bien, mientras él apenas si podía leer y escribir. Rosas
además entendía de negocios, era un gran estanciero, y trabajaba por el
enriquecimiento de su patria.
Todos
intrigaban contra Quiroga. Conocían su genio militar y le temían. Era hombre de
acción. El General Paz fue el único que lo pudo derrotar. La Tablada fue un
momento decisivo en la vida de Facundo. Se dio cuenta que los unitarios tenían
aliados poderosos. A la larga los iban a vencer, y entregarían el país al
imperialismo. Era cuestión de tiempo. Su única esperanza era Rosas, sólo él
podía detener a los ingleses y franceses. Si lo traicionaban, el país estaba
perdido.
Facundo
creía que Paz estaba vendido al oro inglés. Cuando lo capturaron, Rosas le
pidió a López que lo fusilara, pero López no quiso. Creyó que vivo podía serles
más útil. Quiroga pensó que López estaba cometiendo un error, y que su actitud
negociadora era el principio del fin.
Antes
de salir de Buenos Aires, rumbo al norte, Quiroga rehusó llevar consigo una
columna armada. Lo acompañó una pequeña escolta. Ante la preocupación de Rosas,
que sabía que sus enemigos acechaban, respondió: "No le tengo miedo a la
muerte. Solo le pido a Dios que, si algo me pasa, se salve el país, y no
vuelvan los asquerosos gachupines. Patria o muerte." Así terminaba el
drama. El guión entusiasmó a su profesor, que le puso un diez y lo graduó con
honores. Miguel Pérez le dijo que sería muy difícil filmar un libro tan
complejo, pero le parecía brillante.
Cuando
le dieron el diploma salió a festejar con su novia. Comieron en "La
Churrasquita", que era su restaurante favorito. Después fueron a su
departamento, hicieron el amor y hablaron de sus planes futuros. A ella todavía
le faltaba un año para terminar la carrera. Él debía empezar a buscar trabajo
como guionista. Su profesor le había dicho que lo tendría en mente, y que le
avisaría si le aparecía un proyecto en que pudiera incluirlo. En enero
veranearon en Villa Carlos Paz. Luego José Luis pasó una semana en Lobos con su
padre y sus hermanos. Su madre ya no vivía allí. Sus padres se habían divorciado.
Ella se había vuelto a casar y residía en Neuquén. Su papá estaba muy orgulloso
de él, pero sabía que había elegido una profesión muy difícil. Confiaba en su
talento. Veía que su vocación era firme.
En
abril Miguel Pérez lo llamó para invitarlo a participar en un documental. Era
un encargo que le había hecho la Escuela de Cine de Santa Fe. La Escuela
cubriría los costos para armar el proyecto y filmar, y Canal 7 subvencionaría
los gastos de post-producción. El Instituto Nacional de Cine se encargaría de
su distribución. El tema era "Inmigración, pobreza y marginalidad en
Buenos Aires". Él mismo, Miguel Pérez, lo dirigiría. Quería que José Luis
trabajara en el guión. Se le pagaría una cantidad de dinero aceptable por su
tarea, sería un buen comienzo para él. La experiencia profesional, sobre todo,
era invaluable. El documental se proponía mostrar cómo se adaptaban a la nueva
sociedad los chinos, bolivianos, paraguayos y otros extranjeros que llegaron a la
ciudad en las últimas dos décadas y su relación con los argentinos de las
provincias del interior del país establecidos en la capital y con los sectores
más pobres.
Tenía
que encontrar situaciones sociales que resultaran enriquecedoras para el
espectador, y presentar sus ideas con claridad pedagógica. Necesitaba mostrar
los problemas desde una perspectiva rica e integrada. Debía identificar, de ser
posible, entre sus entrevistados, a individuos que pudieran participar y actuar
en la película. Ver si descubría “actores naturales” entre ellos.
Miguel
Pérez era un hombre muy experimentado, con una gran trayectoria. Con su guía,
tenía que resultar relativamente sencillo escribir el guión, o así lo parecía. José
Luis creía que el cine documental debía meterse en la realidad guardando su
distancia crítica. El guionista, igual que el director, presentaba sus propias
ideas estéticas y visión política en su recreación de la historia.
El
primer paso era identificar a individuos o familias inmigrantes bolivianas,
chinas, paraguayas, peruanas, etc., que quisieran hablar de su vida y colaborar
con él. Después, buscar a individuos marginados y pobres, y entender cómo
habían llegado a esa situación, comprender su drama. Por último, interpretar cómo
estos dos grupos sociales se relacionaban.
José
Luis estaba entusiasmado. Se había ganado el respeto de su profesor por su
seriedad y su talento. Miguel Pérez no le regalaba nada a nadie. Era justo pero
exigente. Le agradeció la confianza que depositaba en él y le prometió que se
pondría manos a la obra de inmediato.
Su
profesor le dijo que él era talentoso e iba a llegar lejos, y ojalá esa
película le abriera puertas. Esperaba poder competir en algún premio nacional y
presentarla en festivales internacionales. Había un gran interés en este tipo
de documentales. Necesitaba contar con un guión sólido. Le entregaría una suma
de dinero para que él compensara a los que participaban en el proyecto y
colaboraban con él. Era necesario motivarlos. Al día siguiente le tendría listo
el contrato y el dinero. Debía entregarle un borrador del guión en tan sólo dos
meses. Era todo el tiempo de que disponía.
Era
un comienzo excelente. Le habló a su novia y le contó todo. Le dijo que iba a
tener que trabajar mucho y esforzarse. Necesitaba escribir un buen guión. Ella
lo entendió y le aseguró que contaba con su apoyo.
José
Luis meditó en los grandes maestros locales del género, buscando inspiración.
Pensó en Solanas y en su documental La dignidad de los nadies, síntesis
de cine de acción y de thriller político, en que el gran director presentó
varias historias representativas de la marginación a la que nuestra sociedad
había condenado a muchos. Luego recordó la película Bolivia, de Pablo Trapero. Este había realizado una obra de ficción
que testimoniaba la situación social desesperante que vivían los inmigrantes de
los países limítrofes en Argentina. El cine documental tenía una gran tradición
local. ¿Podría él estar a la altura de esos ejemplos? Miguel Pérez, su
profesor, era autor de un documental, La república perdida, al que José Luis consideraba uno
de los mejores del cine de ensayo político argentino.
Un
compañero suyo de la universidad, con quien habló de su proyecto, le sugirió
entrevistar primero a una familia boliviana. Él vivía en La Boca, un barrio de
inmigrantes. En una época asentamiento de italianos, era en esos momentos un
distrito proletario y de clase media baja, donde vivían paraguayos, peruanos,
bolivianos y chinos, y gente de las provincias del interior. Su compañero conocía
a una familia boliviana que tenía una verdulería sobre Almirante Brown, donde siempre
compraba. Les avisaría que un amigo suyo era parte de un equipo que preparaba
un documental y quería hacerles algunas preguntas sobre su familia. José Luis le
agradeció la ayuda a su amigo y se presentó en la verdulería. Siguiendo el
consejo de su profesor, les explicó que estaba seleccionado gente para
participar en una película sobre la vida de los inmigrantes en Buenos Aires. Deseaba
conversar con ellos. Les pagaría por la entrevista. Seguramente interesados en
el dinero, aceptaron.
Lo
recibieron en la verdulería por la noche, poco antes de cerrar. La familia
vivía en el fondo del local, detrás de una cortina de tela gruesa. Se hacinaban
en un espacio pequeño. A un costado estaba la cocina, atrás varias camas, y en
el centro la mesa. Habían comido un rato antes que él llegara: en una fuente
encima de la cocina quedaban los restos de un rico puchero de carne y gallina.
Se sentaron alrededor de la mesa. Eran cuatro: los padres y dos hijas
adolescentes. Contestaron a sus preguntas lo mejor posible. Dijeron que el
local era alquilado, pero que ellos eran dueños del puesto de verdura. Pagaban
una patente de comercio anual a la municipalidad. A José Luis le llamó la
atención que al hablar bajaran la vista, no lo miraban de frente. El hombre era
parco. Prefería que hablara su mujer. Eran indígenas y venían de un pueblo
cercano a La Paz. Habían vivido en El Alto. Les preguntó si sentían que la
gente de Buenos Aires los respetaba, y le respondieron que no. La mujer le explicó
que con su marido hablaban en Aymara, y que sus hijas lo entendían pero no lo
hablaban. La mujer atendía el negocio. Le dijo que casi no sabía leer, pero que
podía contar bien. Reconocía los nombres de las mercaderías si los veía
escritos. Las hijas, de 14 y 16 años, habían ido a la escuela hasta hacía poco,
pero la habían dejado. Trabajaban con su madre en la verdulería todo el día. El
marido se ocupaba del abastecimiento y del reparto.
La
familia parecía tener una vida muy rutinaria. Trabajaban sin descanso. Casi no
salían. No tenían amigos, fuera de algunas personas de su comunidad. Gastaban poco
dinero. Mostraban desconfianza. Sintió que no simpatizaban ni con él ni con su
proyecto. Habían sufrido el desprecio racista de la gente. Probablemente creyeran
que él averiguaba cosas de ellos para burlarse de los bolivianos. Comprendió
que de esa situación no podría sacar una historia interesante. Si algo fuera de
lo común tenían para contar se lo guardarían. Les entregó el dinero que les
había prometido y les dijo que cualquier cosa los llamaría. Les agradeció y se
marchó.
Pensó
en lo difícil que era hacer un documental: observar al otro, acercarse a
alguien con sinceridad para entenderlo y ser percibido por ese otro como una
persona honesta.
Qué distante
estaban los inmigrantes de su mundo nativo. Habían dejado su corazón allá lejos
y sufrían el presente. Esa familia, probablemente, tampoco tendría un lugar
digno en su tierra, Bolivia, si un día regresaba. Muchos sectores conservadores
reaccionarios rechazaban al indio y lo veían como a un paria.
No
parecían sufrir carencias materiales en esos momentos y se alegró por eso.
Tenían buen alimento, trabajo y un techo. En Latinoamérica no era fácil contar
con esas simples ventajas materiales necesarias para la vida.
Poco
después consiguió que su compañero de la Universidad que vivía en La Boca le
arreglara una entrevista con un matrimonio de chinos. Tenían una lavandería en
la calle Martín Rodríguez. Se presentó al lugar para convenir el día y la hora
del encuentro. En la lavandería trabajaban el hombre y su mujer. Había una
chica del barrio que les ayudaba. Hablaban poco castellano. Hacía cuatro años
que habían llegado al país. No tenían hijos y rondaban los 30 años de
edad. Trató de explicarles lo que quería y le dijeron que sí. Se miraron entre
ellos y pidieron que regresara a la noche, después que cerraran. Le dijeron que
el "servicio" de ellos era especial y muy bueno, y le pidieron más
dinero que el que les había ofrecido. José Luis aumentó la cantidad. Aceptaron.
Le pareció que la pareja prometía y posiblemente podía encontrar una buena
historia. El hombre era algo tosco, alto y fuerte, y la mujer tenía una belleza
singular, cara de muñeca y la piel muy suave.
Volvió
esa noche a las 9. Ella estaba recién bañada, tenía el pelo aún mojado. Le
mostraron el lugar. Vivían al fondo, atrás del negocio, en un pequeño
departamento de un dormitorio. La cama estaba destendida y un poco revuelta.
José Luis tuvo la impresión de que los chinos acababan de coger. Ella era
sensual y lo miraba con curiosidad. Lo hicieron sentar en la sala comedor y le
ofrecieron té verde. El chino hablaba en un castellano confuso. Entendió que
eran de Hunan. En un momento determinado la mujer le tomó la mano y se la
apretó. El chino se sonrió. Luego se levantó y besó a su mujer en la boca.
Llevó la mano de ella hacia su entrepierna. José Luis no sabía qué hacer. Se
habrían creído que él les pagaba para representar una escena erótica. El hombre
se abrió la bragueta y sacó su pene. Era un pene enorme y ella se lo empezó a
acariciar mientras lo besaba. Todo pasó muy rápido y José Luis no sabía qué
hacer. La mujer se empezó a desvestir y el hombre también. Se quedaron los dos
desnudos. Se sonreían. El hombre tenía un cuerpo atlético y la mujer era
hermosa, parecía una actriz porno. Fueron al dormitorio y lo llamaron para que
los siguiera. Él se sentó en una silla cerca del lecho. El hombre se puso
encima de la mujer y la penetró con su enorme miembro. La mujer gritaba de
placer.
José
Luis miraba todo como si estuviera en el cine. Le parecía poco real. De pronto
el hombre se levantó y le hizo señas para que se sumara a la escena. La mujer
se acercó a él y empezó a desvestirlo. Cuando estuvo desnudo lo acarició y le
chupó el miembro. Su marido se sonreía y se acariciaba el pene. La mujer se
llevó a José Luis a la cama. El marido le indicó que la penetrara. José Luis
era mucho más pequeño que el chino y su pene parecía ridículo en comparación al
del otro. Introdujo su miembro en la vagina de la mujer. Fue un momento
extraordinariamente placentero para él. Era una diosa, tenía piel de porcelana.
Le besó los pechos. Ella le acariciaba el rostro. Lo miraba con ternura
mientras gozaba. El chino se tendió en la cama junto a José Luis. Trató de
subirse encima suyo. José Luis sintió una presión sobre sus nalgas. El chino
estaba tratando de penetrarlo. Hacía fuerza, pero su pene era demasiado grande.
José
Luis logró zafarse y se levantó. Los otros dos se miraron con sorpresa. El
hombre mostró rabia y le empezó a gritar en chino y en castellano. "¡Loco,
loco!", le decía. La mujer estaba seria. José Luis trató de explicar que
no había venido para eso, pero no le entendían. Se empezó a vestir. El hombre
furioso se le acercó y le empezó a hacer señas de que le pagara. José Luis sacó
la plata del bolsillo y se la entregó. El hombre la contó y se la dio a su
mujer. El chino enojado le indicó con ademanes que se fuera. José Luis fue
hacia la puerta del negocio, el hombre lo seguía. Le abrió la puerta y lo echó
de un empellón. Le gritó algo en chino y cerró.
Se fue
caminando por Almirante Brown. Se preguntó si lo hacían sólo por dinero o por
otro motivo. Quizá era la forma que tenían, en medio de su aislamiento, de
mostrar y compartir su mundo íntimo. La situación inesperada lo había asustado.
¿A quién podía gustarle que tratara de montárselo un chino con semejante pija?
La mujer era otra cosa, le había encantado metérsela.
Las
familias que había visitado no eran pobres. Eran pequeños comerciantes que vivían
aislados. En un tiempo progresarían económicamente. Se veía que trataban de
subsistir con lo mínimo y ahorrar. Eran trabajadores y ambiciosos.
Muchos
inmigrantes españoles e italianos que llegaron al país al principio del siglo
pasado habían estado en una situación similar. En la colectividad china y
boliviana había gente enriquecida. Sin embargo, les costaba más integrarse a la
sociedad argentina que lo que les había costado a los italianos y españoles en el
siglo anterior.
La
clase media actual mantenía una actitud racista hacia los chinos y bolivianos.
Vivían en un estado de marginación social. Era una comunidad que presentaba
también diferencias internas. Algunos se habían hecho ricos y otros no tenían
casi nada.
José
Luis necesitaba ayuda. Su investigación no estaba progresando. Habló a un
compañero suyo de la secundaria que era periodista y trabajaba en la sección de
policiales de Clarín. Se vieron en un café. Le contó sobre su proyecto y
le pidió su consejo. Su amigo le sugirió pasar a situaciones sociales más
complejas. Debía existir desde el principio un drama social denso. Le habló de
un caso policial reciente. Había desaparecido una adolescente en Isidro
Casanova, un barrio obrero de Buenos Aires. El cuerpo de la chica apareció
varios días después en un basural. La habían violado y asesinado. Su amigo le
sugirió que entrevistara a la familia, que era paraguaya, y averiguara cómo era
la vida en el barrio. Podía mostrar la situación social en que creció. Seguir
el caso. Tratar de determinar si ella estaba en una relación con alguien,
ayudar con su investigación a aclarar el asesinato, ayudar a las fuerzas del
orden. A José Luis no le gustó la idea. Esa historia no se adaptaba al
documental que trataba de escribir. Él no era policía. Desconfiaba de las
instituciones del estado que se dedicaban a perseguir y castigar a los pobres.
"Creo en la libertad del individuo", le dijo a su amigo.
Le
habló a su profesor, Miguel Pérez, y le explicó lo que estaba ocurriendo. Sus
primeras entrevistas no habían dado los resultados que esperaba. Le pidió
sugerencias. Miguel Pérez le dijo que cambiara su perspectiva, que en lugar de
visitar familias ya constituidas y que tenían la vida muy planificada y
rutinaria, buscara gente que estuviera en una situación más inestable. Le sugirió
que fuera a un hogar transitorio, o entrevistara a individuos sin casa, que
vivieran en la calle, y escuchara sus historias. Lo puso en contacto con un
fotógrafo que conocía algunos lugares donde se reunían linyeras y mendigos. Él
lo llamó y le dijo que le hablaba de parte de Miguel Pérez. Le explicó que
quería conocer a algunos individuos pobres y sin casa, pasar cierto tiempo con
ellos y escuchar sus historias. El fotógrafo le dijo que lo mejor era acercarse
a un grupo y compartir algunos días de su vida, pero que no debía decir que
quería hacer un documental. Desconfiaban de todo. Necesitaba aparentar que era
uno de ellos.
Se
puso ropa vieja y fue con el fotógrafo a Palermo. Allí, en los bosques, bajo un
puente del ferrocarril, encontraron a varios linyeras. El fotógrafo los
conocía. Les presentó a José Luis, y les dijo que, a pesar de su apariencia
inofensiva, tenía su pasado y había estado preso. Le guiñó un ojo a José Luis y
lo dejó con ellos. Le preguntaron de dónde venía y qué había hecho. Les contó
que había estado preso por robo. Ahora no robaba, la policía lo vigilaba. Hacía
otros trabajos. Un linyera, intrigado, le preguntó qué trabajos. José Luis no
sabía qué responder y le dijo que, menos robar, el que fuera. "¿Matás si
te lo encargan y te pagan bien?", le preguntó. José Luis, que no quería
desdecirse, le dijo que si se presentaba la ocasión podía hacerlo. Había que
ver. El hombre, un individuo tuerto como de cuarenta años, lo miró intimidado.
Otro linyera del grupo que lo escuchó se acercó y dijo que conocía a alguien
que le podía dar un encargo. José Luis aseguró que en ese momento no necesitaba
dinero. Estaba viviendo de un trabajo que había terminado no hacía mucho.
Quería estar tranquilo por un tiempo y que la policía no lo molestara. Aseguró
que cuando todo se tranquilizara pensaba irse al extranjero. Vivía en la calle
temporalmente, les explicó.
Los
otros lo miraron con seriedad. Le contaron que esa noche tenían una reunión
secreta y lo iban a llevar con ellos. Al oscurecer salieron. Eran seis. El
Tuerto los guiaba. Fueron hasta la calle Salguero, esquina Libertador. El
Tuerto levantó la tapa de una boca de tormenta, cerca de la vereda. De a uno se
fueron metiendo dentro y descendieron por la escalera de hierro. El Tuerto fue
el último en entrar y antes de bajar volvió a colocar la tapa. Se veía muy
poco. Se habían metido en la red subterránea de desagües de Buenos Aires.
Caminaron
por un caño colector, que desembocó en otro mayor. Este tenía un foco de luz cada
cien metros. Por el centro del caño corría líquido. Había muy mal olor. La red
arrastraba aguas pluviales y aguas servidas. Tenían los pies mojados. Llegaron
a un punto donde el colector se bifurcaba. Tomaron hacia la derecha. Este caño
tenía una pasarela de hierro elevada sobre un costado. Se subieron a la
pasarela. El agua empezó a correr con más fuerza. Caminaron como quince
minutos. Adosada a una pared del caño apareció una escalerita de hierro. Encima
de la escalera se veía una puerta de metal. Uno subió y la abrió con una
ganzúa. Entraron. Encendieron una vela que había sobre una botella. Se
escucharon gruñidos como de un animal que se quejaba. José Luis no entendía
bien qué pasaba. Vio que en el piso, apilados, había todo tipo de objetos.
Televisores, máquinas registradoras, equipos electrónicos, neumáticos,
seguramente producto de robos.
El
Tuerto dijo que estaban allí para realizar una ceremonia. Todos asintieron.
José Luis sintió miedo, se daba cuenta que lo iban a probar. El Tuerto tomó la
vela y fue hacia la parte de atrás del depósito, de donde provenían los
gruñidos. Allí, en medio de varios artefactos, había una colchoneta. Sobre la
colchoneta, tendida, tenían a una chica como de dieciocho años. Estaba
amordazada, atada con sogas, y de un pie salía una cadena que estaba fijada al
muro con una argolla. A un costado había un recipiente con agua y restos de
comida. Le dijeron que era como un animalito, estaba caliente, y se la iban a
coger entre todos. La chica, que estaba muy sucia, los miró con desesperación.
La empezaron a desnudar, le quitaron la bombacha, le desataron los pies y las
manos. El Tuerto se le echó encima, la empezó a acariciar y a besar. La chica
le sacaba la cara. Finalmente el Tuerto hizo fuerza y se la metió. La chica se contorsionaba
para zafarse, pero al final se entregó. El Tuerto empezó a bufar y la chica
respiraba con fuerza. Todos miraban, con alegría. Finalmente el Tuerto se vino.
Se levantó lentamente y se arregló los pantalones. El Tuerto le dijo a José
Luis que ahora le tocaba a él. José Luis sabía que no podía hacerlo. No era un
violador. Les dijo que él robar robaba, pero que eso no lo hacía. Se le fueron
encima y le empezaron a pegar. Lo patearon, le preguntaron si era un policía y
le dijeron que lo iban a matar. José Luis les pidió que no le pegaran más, les
dijo que tenía dinero y se los iba a dar. Los otros lo registraron y le sacaron
el dinero. Lo ataron y le quitaron el celular. Lo dejaron a un lado y
regresaron a la adolescente. La violaron entre todos. La chica estaba como una
loba caliente, jadeaba y gruñía. El Tuerto fue hacia José Luis, agarró un palo
y lo desmayó de un golpe.
Cuando
se despertó estaba tirado sobre una pasarela de metal a un lado de un caño
mayor. Le dolía todo el cuerpo y no podía moverse. Estaba maniatado. Los de la
banda se habían ido. No reconoció el lugar, no habían pasado por allí. Por el
centro del caño corría el agua y, a los costados, había desperdicios acumulados.
Podía ver bolsas de plástico, bidones, y otros objetos, que parecían ser
muñecas o restos de juguetes. Las ratas andaban entre los desperdicios. Estaba
desesperado, quiso gritar, pero sabía que no le serviría de nada. Al rato el
agua empezó a correr con más fuerza. El nivel fue subiendo. Quizá estuviera
lloviendo afuera. Tuvo miedo de morir ahogado en medio de la basura. El sueño
lo iba rindiendo y se le cerraban los ojos. No sabía cuántas horas habían
pasado desde que lo dejaron allí. Sintió frío. Se durmió. Tuvo un sueño.
Él
estaba acostado en su cuarto, una luz fuerte lo encandilaba. Entró una mujer
desnuda. Era como una diosa. Ella estaba excitada, empezó a acariciarlo y a
quitarle la ropa. Él no podía moverse, pero gozaba. Le pasó sus manos por las
mejillas, los labios, los cabellos. Luego le acarició el pecho y bajó a su
pene. Empezó a succionarlo. Él gozaba cada vez más y gritaba de placer. La
mujer se le puso encima y empezó a hacerle el amor. Él estaba inmóvil, como
atado. Sintió que estaba por venirse. Se despertó gritando. Las ratas le caminaban
por el cuerpo. Se retorció, tratando de librarse de las ataduras, sin lograrlo.
Vio a
lo lejos una luz que parecía acercarse, empezó a gritar. Eran dos serenos de la
guardia que patrullaban los túneles. Lo desataron. Les contó lo que le había
sucedido. Les dijo que una banda de depravados tenía secuestrada a una chica y
entre todos la habían violado. Los serenos le dijeron que en las cañerías subterráneas
pasaba de todo, era un mundo aparte. Informarían a la policía, pero seguro que
cuando vinieran a investigar ya no encontrarían nada. Lo hacían a propósito.
Los delincuentes planificaban esas cosas para provocar a la policía y
distraerla. Los verdaderos robos y crímenes ocurrían afuera, a la luz del día.
Caminaron
bastante. Llegaron a una escalera de hierro que subía al exterior. Los serenos
subieron primero, movieron la tapa y salieron todos a la calle. La boca de
tormenta daba a Arenales y Rodríguez Peña, en Barrio Norte. José Luis estaba
temblando. Se sentía mal. Tenía mal olor. Los serenos le dijeron que fuera a la
policía. Él se negó. Tenía fiebre. Les pidió que llamaran a una ambulancia,
estaba mal.
La
ambulancia llegó después de media hora y lo llevaron al Hospital Argerich.
Contó a la guardia lo que le había pasado. Tenía mordeduras de ratas y ronchas
en su cuerpo. En el Hospital lo vacunaron contra el tétano y le dieron una
vacuna antirrábica. Lo dejaron internado un día en observación y lo dieron de
alta.
Salió
del Hospital y fue a la Seccional de Policía a hacer la denuncia de lo
ocurrido. Le tomaron la declaración. No pareció sorprenderles lo que contaba,
ni le dieron mucha importancia. Le dijeron que iban a investigar y cualquier
cosa le avisaban.
José Luis se fue a su departamento. Le
habló a su novia. Ella estaba desesperada, lo había estado llamando por
teléfono pero él no respondía. Le dijo que le robaron el celular. Vino a verlo.
Le contó lo que había pasado y le mostró los moretones y las mordeduras de las
ratas. Le dijo que ya había hecho la denuncia a la policía.
Ella
le rogó que por favor abandonara el proyecto antes que lo mataran. José Luis le
explicó que era muy difícil prevenir el peligro, no podía saber que iba a pasar
algo así. Le pidió que lo ayudara, entre los dos sería más fácil manejarse.
Podían planear juntos una visita a una familia de inmigrantes. Estos se
comportarían distinto si veían que los venía a entrevistar una pareja.
Ella le
dijo que lo acompañaría si no eran personas muy marginales, las situaciones de
pobreza podían ser peligrosas. Eso de acercarse a mendigos o ir a la villa, la
verdad que no se animaba. Él le explicó que había villas miserias bastante
seguras en Buenos Aires, como la Villa 31. Si iban a vivir allí por un par de
semanas tendrían la oportunidad de conocer gente interesante para el
documental. Ella le contestó que podía parecer fácil, pero que en la práctica
las cosas que parecían fáciles después no lo eran. La realidad tenía sus
complicaciones y ellos no estaban bien preparados para enfrentarla. Él le
respondió que era muy pesimista. Si quería realizar el proyecto necesitaba
estar en contacto con la realidad y reflejar la experiencia de la gente. No
podía improvisar o inventar. Era un documental y no una obra de ficción.
Varios
días después un conocido de Miguel Pérez lo llamó. Le dijo que en una comisaría
de Flores tenían a un preso interesante. Se trataba de un ladrón. Él conocía a
un Sargento que trabajaba allí. Por unos pesos lo dejarían entrevistarlo. Tenía
que decir que iba de parte de él y era periodista y que le venía a hacer una
nota. Al día siguiente fue a la Seccional 38 de Flores. El Sargento, un hombre
moreno y gordo, lo hizo pasar y lo llevó hasta una de las celdas. José Luis le
entregó mil pesos, según lo convenido. El Sargento abrió la puerta del calabozo
y José Luis vio al reo acurrucado en el fondo. Entró y el Sargento cerró. Le
dijo que cualquier cosa lo llamara, que se quedaba ahí afuera. El preso era un
muchacho joven, como de 22 o 23 años. Lo miró con miedo. Se notaba que lo
habían torturado. Le preguntó a José Luis que por qué estaba allí, y qué quería
de él. José Luis le respondió que iba a hacer un documental y estaba buscando a
personas que estuvieran pasando por una situación límite. Si él colaboraba
podía ayudarlo a que se aclarara su situación.
El
muchacho le dijo que lo acusaban de robo, pero que no había robado nada. Era
novio de la hija de un político. Él era estudiante de ingeniería. Venía de una
familia de clase media baja, con problemas económicos, y el padre de la chica
no lo quería. Lo acusó de haber robado en su casa. Hacía tres días que estaba
preso. A la noche lo sacaban al patio, le tiraban agua fría y lo molían a
golpes. Le querían hacer firmar su confesión auto-inculpándose, pero no la
firmó. José Luis le dijo que iba a ver qué podía hacer. El policía le avisó que
ya se le había pasado el tiempo, tenía que irse.
José
Luis salió de la celda y le dijo al Sargento que esa historia no era la que él
necesitaba. El preso era un muchacho de clase media. Quería ver a alguien que
viniera de una situación de extrema pobreza, que hubiera pasado miseria y
hambre, y robara por necesidad. El policía le contestó que ese detenido había
robado. A él le pidieron que le presentara a un ladrón. José Luis le dijo que
ese muchacho era víctima de un político. Le solicitó que le consiguiera otro
preso o que de lo contrario le devolviera la plata. El policía le dijo que él
había cumplido con lo que le solicitaron y no le devolvería nada. Los otros
presos estaban incomunicados. No podía verlos. Le exigió que no contara a nadie
lo que le había dicho el preso, ni escribiera nada contra la policía, todos los
presos mentían. Si hablaba, iban a ir a buscarlo y lo iba a pasar mal." ¡Te
metemos en una celda y te damos, cuidadito, ni abrás la boca!", le dijo el
Sargento. José Luis insistió en que esa historia no valía mil pesos. El
Sargento le dijo que sí, lo trató de “periodista maricón” y lo despidió de un
empujón.
Se
volvió a su casa, amargado. Pensó en entrevistar a alguna familia de
cartoneros, o irse a vivir a la Villa por unos días. Necesitaba encontrar los
personajes para el documental. Si su novia no lo quería ayudar no importa, iba
solo. No podía fracasar.
Su
novia trató de calmarlo. Le pidió que no siguiera más con ese proyecto, era una
locura. El documental iba a terminar en una tragedia. Le dijo que hablara con
su profesor y le explicara que las cosas no le estaban saliendo bien. No estaba
preparado para escribir un documental como el que le habían pedido. Que le
preguntara si no tenía otro proyecto en que pudiera participar en lugar de ese.
José
Luis le hizo caso y fue a ver a Miguel Pérez. Le contó lo que había pasado.
Quizá lo estuviera enfocando mal, se justificó. Había tenido malas
experiencias. El profesor lo escuchó y le dijo que lo entendía. Ese tipo de
película testimonial exigía un guionista que pudiera enfrentar situaciones
tensas y conflictivas. Él quería filmar las experiencias de la población que
quedaba al márgen de la vida sociedad, a quien la clase media y la alta
burguesía no entendían. Lo iba a cambiar, buscaría a otro guionista para el
proyecto. José Luis se disculpó, le dijo que la realidad había resultado mucho más
dura de lo que él pensaba. Se sentía intimidado.
El
profesor le aconsejó probar en la televisión. Era un buen mercado. Siempre
necesitaban gente para trabajar en los guiones de las novelas y ficciones. Lo
envió a hablar con su colega de la Universidad del Cine Rafael Filippelli.
Filippelli lo atendió y fue muy amable.
Le dijo que su mujer, Beatriz Sarlo, tenía contactos en Canal 13 y que estaban
buscando a un guionista. José Luis la llamó. Ella lo recibió en su casa y lo
trató muy bien. Sabía que había sido estudiante de su marido y de Miguel Pérez.
Beatriz
Sarlo le preguntó por su tesis sobre Facundo Quiroga. José Luis le dijo que
había escrito un guión sobre su vida y sostenido una posición histórica
revisionista. Sus compañeros de la Universidad no admiraban mucho a Sarmiento.
Él no estaba de acuerdo con sus ideas, pero reconocía el valor de sus libros.
"Todo el mundo critica a Sarmiento", aceptó Sarlo, "atacan su
política. La mayoría no lo ha leído. Fue un prosista extraordinario, para mí el
mejor del siglo XIX."
Le
preguntó qué tipo de guiones quería escribir. ¿Se animaba a hacer guiones de
novelas? ¿Qué tal manejaba el diálogo sentimental? José Luis le respondió que
era flexible. Podía adaptarse a lo que necesitara el productor o el director.
Sarlo simpatizó con él y lo envió a Canal 13 a verlo a Adrián Suar. Estaban
buscando a un guionista para trabajar en un proyecto de telenovela.
José
Luis habló al canal y pidió una entrevista con Suar. Dijo que hablaba de parte
de Beatriz Sarlo. Suar lo recibió al día siguiente y le explicó lo que pasaba.
Uno de sus guionistas principales se había ido a trabajar a Estados Unidos y
necesitaba reemplazarlo. Tenía en manos un proyecto importante. La historia estaba
lista, y le hacía falta un guionista capaz de llevarla a la pantalla.
-Una vez que nosotros tenemos la historia - le dijo
Suar - necesitamos contar con un guionista que arme las escenas. Buscamos a
alguien que maneje bien los diálogos dramáticos, que le dé suspenso a la trama
y desarrolle la sicología de los personajes. Queremos clavar al espectador en
su silla. Hallar a un escritor que pueda hacer bien esto es más difícil que
encontrar una aguja en un pajar.
Ya
tenía a actores importantes comprometidos para la serie: Julio Chávez y,
posiblemente, Pablo Echarri.
Los
dos simpatizaron. Suar era un hombre de sonrisa fácil. Se veía que era un buen
tipo y José Luis se sintió cómodo. Le habían dicho que era generoso. Se notaba
que Sarlo le había hablado bien de él.
José
Luis le preguntó si le podía contar la historia sobre la que había que escribir
el guión. En su trabajo anterior le habían pedido identificar situaciones
sociales conflictivas y encontrar personajes testimoniales. En la práctica le
había resultado más difícil de lo que pensaba. Quería enfrentar la realidad, ir
hacia ella, como casi todos los escritores. Pero había un punto en que esta se
le escapaba.
Suar comentó, con ironía, que los actores
tenían una idea de la realidad distinta a los escritores: creían que estaban
viviendo en ella, y vivían en un mundo imaginario. Le contó el argumento de la
novela que se proponían filmar: el protagonista era dueño de una importante
empresa inmobiliaria. Tenía problemas: la competencia le estaba quitando el
mercado. El hombre se metió en tratos con la mafia. Estaba casado y tenía un
hijo de 23 años y una hija de 21. El hombre tenía una amante joven y hermosa.
Ella quería que él dejara a su mujer. Él le prometió que lo haría, pero ella no
le creyó. El hombre arregló con la mafia para enviar la empresa a la quiebra.
Iban a estafar a la compañía aseguradora de la empresa. Podían meterlo preso
por un tiempo corto, no más de dos años. Cuando saliera tendría en su cuenta
una gran cantidad de millones, y se podría ir a vivir al extranjero con su
amante. Su mujer desconfiaba de él y lo espiaba. Descubrió sus tratos con la
mafia y su plan de estafar a la compañía aseguradora. También se enteró de la
amante, que era empleada de la compañía. Ella lo denunció a la policía y lo
metieron preso. La mafia raptó a su hija en represalia. La mujer tomó la
dirección de la empresa y negoció con la mafia. La liberaron. Su hijo se
convirtió en la mano derecha dentro de la empresa. El hijo sedujo a la
ex-amante de su padre. La hizo jefa de una sección de la empresa. El hijo,
junto con su amante, controlaban el área de la compañía que vendía propiedades
a inversores de distintas partes del país. Se trataba de gente que quería lavar
dinero: traficantes de drogas, políticos. Su madre, directora general de la
empresa, lo llamó y le dijo que le habían hecho una propuesta concreta para
entrar en política. Sería candidata a diputada por la ciudad de Buenos Aires en
las próximas elecciones. Dejó al hijo al frente de la compañía y le pidió que
la apoyara en la campaña. Su objetivo final era meter a toda la familia en la
política.
A
José Luis le encantó la historia. Le dijo a Suar que estaba llena de momentos
melodramáticos y truculentos y que él sabría sacarles buen provecho. Se sentía
capacitado para escribir el guión. Firmó de inmediato un contrato y le prometió
entregarle un borrador en dos meses.
Regresó
a su departamento, llamó a su novia y le dio las buenas nuevas. Ella se puso
muy contenta. Luego le habló al profesor Filippelli para agradecerle a él y a
su esposa, Beatriz Sarlo. Por último, lo fue a ver a Miguel Pérez. Este lo
consideraba su discípulo. Lo atendió con amabilidad. Pérez le dijo que un
muchacho recomendado por Pino Solanas se había hecho cargo del guión del
documental. José Luis le contó de su contrato con Canal 13. Miguel Pérez lo
felicitó, le dijo que era un nuevo comienzo y que creía que él lo podía hacer
muy bien. Lo importante, en esos momentos, era tener un trabajo. Los dos se
abrazaron y se despidieron.
“El guionista”. Revista Carnicería. Mayo 2015. Web.
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