Twitter: @Ajulianperez1

ttu.academia.edu/AlbertoJulianPerez



miércoles, 8 de julio de 2015

Un gaucho en Texas

                      de Alberto Julián Pérez ©

            Facundo Garay era profesor de Castellano y Literatura del Nacional No. 1 de Rosario. Había estudiado en Filosofía y Letras hacía ya muchos años. Su mejor amigo, Eduardo Zannini, que había sido su compañero de estudio, era profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Tecnológica de Texas. Se había ido de Rosario poco después de terminar su licenciatura y había continuado sus estudios en la Universidad de Nueva York, donde sacó un doctorado.
            Facundo, además de enseñar treinta horas en el Nacional, había sido, hasta hace poco, Ayudante de Trabajos Prácticos de Literatura Argentina en la Universidad de Rosario, y era profesor titular de esa misma materia en el Instituto Superior de Profesorado. Tenía una carga pesada de trabajo y siempre se acordaba de su amigo en Texas. Eduardo había hecho una excelente carrera profesional. Había publicado varios libros de crítica y era experto en la obra de Borges, Sábato y Bolaño. Daba muy pocas horas de cátedra por semana y tenía tiempo libre para investigar y escribir. Era el privilegio de ser profesor en Estados Unidos. Venía a Buenos Aires todos los años. A veces lo visitaba en Rosario, donde tenía familia.
De jóvenes eran inseparables. Los dos escribían poesía. Fundaron una revista de literatura que sacó varios números. Cuando se hicieron mayores fueron abandonando la poesía, pero siempre conservaron algo de poetas. Eran soñadores y poco prácticos y se ganaban la vida con dificultad. A pesar de su éxito aparente, Eduardo le decía que la vida académica en Estados Unidos era difícil, triunfaban los que sabían acomodarse y no los mejores. Por suerte él había conseguido permanencia en Texas y estaba tranquilo. Era soltero y tenía su propia casa. Enseñaba literatura hispanoamericana y argentina (española no) y tenía un grupo excelente de estudiantes de doctorado.
Facundo, por su parte, era divorciado y tenía una hija, a la que casi no veía.   Vivía solo, como Eduardo. También estudiaba y escribía, pero tenía muy poco tiempo libre. Se quedaba los fines de semana en casa para escribir. Hacía reseñas de libros y notas culturales para la edición de los domingos del diario La Capital. Esa no era su única actividad cultural extracurricular. Formaba parte de la comisión organizadora del Festival Internacional de Poesía de Rosario. Facundo era un hombre respetado en el medio. Trabajaba mucho y, al igual que otros rosarinos, que tenían pasión por los viajes, ahorraba dinero para poder viajar fuera de las fronteras en los veranos. Casi siempre iba a Europa, sobre todo a Francia, que era su país favorito. Estudiaba francés por su cuenta, y lo hablaba bastante bien.
Eduardo lo había invitado muchas veces a Texas, pero los Estados Unidos nunca le habían interesado. Finalmente Eduardo, que deseaba que lo visitara en su casa, le hizo una oferta que no podía rehusar. A los dos les gustaba la literatura gauchesca y las historias sobre los bandidos rurales del siglo XIX. Le ofreció ir a conocer Fort Sumner, Nuevo México, el pueblo donde había vivido y luchado Billy the Kid, y donde lo habían matado. Allí estaba enterrado. Podían recorrer juntos Nuevo México, tierra de “cowboys”, y visitar su tumba. La propuesta le gustó. Eduardo le dijo que algunos estudiantes tenían ranchos, que eran las estancias de allá, cerca de Lubbock, donde estaba la Universidad. Podían pasar un fin de semana en uno, andar a caballo y conocer la pampa texana,  a la que llamaban el “Llano estacado”. Finalmente, terminó el año escolar y Facundo se preparó para ir. Viajaría a principios de enero, cuando su amigo estaba en el receso invernal. Allá las estaciones eran exactamente opuestas a las de Argentina. Se pensaba quedar todo enero y febrero acompañando a Eduardo. El otro empezaba sus clases a mitad de enero, pero enseñaba sólo seis horas por semana y tendría tiempo de atenderlo y salir con él. Podrían hablar y discutir de literatura, que era la gran pasión de los dos. A fines de febrero, antes que se regresara a Rosario para empezar su trabajo, harían, durante un fin de semana largo, un viaje de cuatro días por Nuevo México, y visitarían Fort Sumner, Santa Fe y Taos, donde vivían los indios Pueblo.
Al llegar a Lubbock, Eduardo lo esperaba en el aeropuerto. El sitio era muy distinto a lo que se imaginaba. El clima era seco, la ciudad tenía casas grandes, bajas y espaciadas. El campus universitario era precioso, una mini-ciudad de lujo. Nunca había visto nada así.
Su amigo vivía en una casa nueva, con varios cuartos. Lo que más le impresionó fueron los baños. Tenía tres. ¿Qué profesor podía vivir así en Rosario? Hizo una reunión en su casa para homenajearlo. Invitó a sus estudiantes graduados. Bebieron vino de la zona, que le pareció bastante bueno, no sabía que Texas producía vino. Los estudiantes del departamento de literatura hispana eran muy interesantes. Venían de distintos países: México, España, Colombia, Costa Rica. Los norteamericanos eran los menos. Entre éstos había una chica, Helen, que le llamó la atención. No era de una belleza especial, pero le resultó atractiva. Era de Texas, y hablaba muy bien el español, casi sin acento. Estaba escribiendo una tesis sobre literatura argentina bajo la dirección de Eduardo. Había visitado Buenos Aires y Mendoza, pero no había estado en Rosario. Su tema de tesis era la obra de Eduardo Gutiérrez. Defendía la idea de que Gutiérrez era el autor más original de la novelística gauchesca, el que inició el ciclo y mostró al gaucho como un rebelde, que no claudicaba ante la sociedad decente (como lo había hecho Martín Fierro en la segunda parte de la obra), ni aceptaba trabajar como peón (como lo harían los gauchos de Güiraldes en Don Segundo Sombra). El gaucho de Gutiérrez, como podíamos comprobarlo en Juan Moreira, era un ser que amaba la libertad y luchaba a muerte por defenderla. Para ella Moreira representaba el verdadero espíritu de la argentinidad y por eso había pasado al teatro. El argentino se identificaba con Moreira, y no con Don Segundo Sombra. El director de cine Leonardo Fabio había imaginado a Moreira como un rebelde anarquista, víctima de las manipulaciones políticas de los patrones. Ella había conocido a Fabio en Buenos Aires y hablado con él.  
A Facundo le parecieron brillantes las ideas de Helen, que se expresaba con soltura. Le encantaba la mujer. Claro que ella era joven, y él tenía cincuenta años. Vio un anillo de casada en su mano izquierda, y no dijo nada. Hacía mucho que Facundo no tenía un amor importante en su vida. Se había divorciado de su mujer hacía siete años. A su hija casi no la veía. Tenía veinte años y estudiaba medicina. Las peleas con su ex eran constantes. Era una relación que, aun estando separado, lo torturaba.
Eduardo le dijo que Helen estaba casada con un ranchero, o sea un estanciero norteamericano. Había grandes establecimientos agrícolas, de algodón y de maní, en la zona. También se veían muchos pozos petrolíferos. Pero los texanos viejos se preciaban de ser vaqueros, ganaderos; eran gauchos, “cowboys”, de corazón. Eso le llamó la atención a Facundo, y le gustó. En Argentina casi no había gauchos, y nadie usaba sus ropas, excepto en los programas de televisión. Visitando el campus universitario vio jóvenes estudiantes que usaban botas texanas, sombreros de ala ancha y pantalones vaquero ajustados, como en las películas del oeste. Sólo les faltaba el revólver. Su amigo le dijo que lo tenían, pero que no lo podían portar en el campus universitario. Texas defendía la tenencia de armas, lo consideraban un derecho civil inalienable.
Comenzó el semestre en la Universidad y Eduardo invitó a Facundo a visitar una de sus clases. Estaba dando un curso graduado sobre el Martín Fierro y la novela gauchesca. Le gustó escucharlo leer los versos de Hernández en Texas. Era como si el gaucho se hubiera encontrado con el espíritu del cowboy. Pensó que los dos se parecían. Pero quizá estuviera equivocado. Su amigo hizo hincapié en el papel de la policía y el ejército en el Martín Fierro. Dijo que para el argentino la policía era una secta de trúhanes, corruptos y ladrones. Usaban la institución para robar y abusar del campesino. En el oeste americano tenían una idea distinta de la ley: creían que podía redimir a la sociedad. La policía perseguía a los cowboys bandidos, que eran crueles, como Billy the Kid. El ejército argentino era aún más perverso que la policía. Apresaba a los gauchos, los mandaba como reclusos a la frontera, les robaba sus posesiones y destruía sus familias. La conducta de Martín Fierro estaba justificada, era una víctima del estado. Se rebelaba contra las injusticias. El Martín Fierro era una obra de denuncia. La leyenda de Billy the Kid era otra cosa. Se trataba de un asesino sin justificación, un enemigo del orden y la tranquilidad pública.
Un estudiante le preguntó por qué cambiaba tanto el Martín Fierro en la segunda parte, y Facundo le dijo que la vida de Hernández había cambiado. Había conseguido estabilidad económica y reconocimiento político. Le preguntaron también por qué odiaba tanto a los indios. En Texas había un movimiento popular que defendía a los indios. Facundo respondió que Hernández los despreciaba y los consideraba salvajes, sin embargo envió a sus personajes, Fierro y Cruz, a vivir con ellos para escapar de la barbarie blanca. Los indios estaban marginados y tenían que vivir del robo y el cuatrerismo para subsistir. Reconoció que los criollos victimizaban a los indios. Al año siguiente de aparecer la segunda parte de la obra, Roca organizó la expedición al desierto, que echó a los indios de sus tierras. El gobierno argentino se quedó con ellas y una buena parte pasó a manos de los militares. Hernández apoyó al partido de Roca, que salió elegido presidente. A él lo nombraron senador.
Helen los invitó a pasar el fin de semana en la estancia con ella y su marido. El casco era grande y moderno. Tenían un rodeo no muy numeroso de ganado, como 500 animales. El marido les dijo que los conservaba por nostalgia, que realmente ellos vivían de lo que le producían unos pozos petroleros que habían encontrado en unos campos de su familia. El rancho lo mantenía por seguir la tradición familiar. Su familia lo había comprado en 1850, y él había vendido una parte hacía unos cuantos años. Tenía más de 3000 hectáreas. Anduvieron a caballo y comieron un “barbecue”, el asado norteamericano. A Facundo no le gustó mucho, le habían puesto a la carne una salsa dulzona, y el corte era distinto al argentino. Cortaban las costillas a lo largo, en lugar de a lo ancho. Sí le gustó andar a caballo, aunque no era buen jinete. Había montado pocas veces en su vida. El caballo le parecía un animal fabuloso, lo admiraba. Se identificó con los texanos, y con los cowboys, que eran hombres de a caballo. Vio, sin embargo, que eran distintos a los gauchos argentinos.
Hablaron de los bandidos que asolaban los caminos en el siglo diecinueve, y de Billy the Kid. Facundo tenía problemas para comunicarse en inglés. Lo había estudiado por años en Aricana, en Rosario, pero no lo podía hablar casi. Se dio cuenta que se lo habían enseñado muy mal. Podía recitar los tiempos verbales de memoria, pero no expresar sus ideas ni entender lo que le decían. Eduardo les dijo a Helen y su esposo que iban a viajar a Nuevo México con su amigo en febrero para visitar la tumba de Billy the Kid. Frank no hablaba castellano, así que Helen hacía de traductora e intérprete. Frank dijo que su bisabuelo había conocido a Billy the Kid. Había pasado por su rancho y le había pedido trabajo. Su bisabuelo se lo dio y se quedó como tres semanas. Tuvo un altercado con otro vaquero, que lo insultó. Billy no se defendió, pero tenía fama de ser resentido y traidor. Su bisabuelo después de eso le pidió que se fuera, no quería peleas entre sus hombres. Aún no se lo conocía como bandido. Eso fue después, durante la Guerra de Lincoln, cuando formó parte de una pandilla de “vigilantes” y se transformó en su líder. En Fort Sumner protagonizó una batalla a balazos durante cuatro días entre su banda y la de un terrateniente de la región, que terminó con una cantidad crecida de muertos. Después de eso le pusieron precio a su cabeza, y ya era cuestión de tiempo. Los cowboys hacían lo que fuera por dinero. Además, allí todos respetaban la ley, y Billy era un asesino.
El rancho tenía muchos cuartos, y esa noche hizo frío. Era fines de enero, tiempo de verano en Argentina e invierno en Texas. Pusieron la calefacción, que funcionaba a gas. Estaban cansados y se fueron a dormir temprano. Cada uno de los invitados tenía su propia habitación. Al día siguiente desayunaron en la cocina. Comieron huevos con tocino, frijoles y tortillas mejicanas. Frank dijo que los mexicanos habían vivido allí antes que los norteamericanos (es el territorio que les robamos a los mexicanos, bromeó) y que los texanos siempre habían preferido las tortillas de harina al pan. Después de desayunar los invitó a ir al polígono de tiro. Lo había construido al lado de un corral. Les mostró su colección de armas. Tenía revólveres del siglo XIX, varios Colts y rifles históricos, entre ellos el famoso Winchester. Ni Facundo ni Eduardo tenían experiencia con armas, pero por curiosidad aceptaron probar puntería. Facundo acertó al blanco con un revólver, aunque bastante lejos del centro del cartón. Frank aplaudió y dijo que era un “natural” para usar las armas. Facundo lo negó, dijo que el revólver era un arma que no se había naturalizado en su país, era extranjera. El arma nativa, el arma gaucha, era el cuchillo, el “facón”, dijo, y explicó que era un arma de hoja larga, que muchas veces fabricaban con hojas de espada o sable. “Como un cuchillo de cocina”, se rio Frank. “Más o menos”, correspondió Facundo.
            Cada vez que la mirada de Helen se cruzaba con la de Facundo, éste se sentía conmovido. No era particularmente hermosa, pero le atraía. Su cuerpo tenía curvas suaves. Su marido era mucho mayor que ella. Era un ranchero tosco, pero rico. Eduardo le dijo que tenía conexiones con políticos influyentes.
            Después del mediodía salieron a caballo. Facundo montó con más confianza que el día anterior, dominaba mejor su cabalgadura. Fueron a los campos adonde estaba el ganado y empezaron a dar vueltas alrededor de los animales. Ahí Facundo se empezó a sentir bien. Eduardo, por jugar, tomó un lazo que tenía al costado de su montura y se lo lanzó a un novillo, aunque sin ninguna posibilidad de agarrarlo. Se rieron los dos. Helen los acompañaba en una yegua pintada. El marido se había quedado en la casa. Unos peones sentados sobre las bardas del corral los observaban divirtiéndose, riéndose de sus pobres habilidades como jinetes. Helen miraba con interés a Facundo. Este pensó que si las cosas seguían así, se iba a meter en problemas.
Al regresar de la cabalgata, ese segundo día, Facundo se sentó a descansar en la sala de la casa. Más tarde propuso salir a caminar por el campo. Eduardo y Helen lo acompañaron. El sol estaba aún fuerte, su pusieron sombreros. El campo estaba seco. Casi no había pasto. El terreno era bastante quebrado. La vegetación natural más visible era un arbusto leñoso de tronco retorcido, le llamaban “mezquite”. Facundo le dijo a Helen que ese paisaje se parecía al del monte salteño. “Y al de la Patagonia, en la zona de Santa Cruz”, agregó Eduardo. Allí soplaba el viento como en la Patagonia. Era clima semiárido. “El Llano estacado es una gran meseta”, dijo Eduardo. “Yo imaginaba que esta zona era como la pampa nuestra”, comentó Facundo. “Nada que ver”, respondió Eduardo, “la pampa es húmeda”. Helen dijo que ese año, en junio, iba a visitar la Argentina. Quería conocer bien la pampa, internarse en el campo. No se podía estudiar la gauchesca sin tener una idea de cómo vivía el gaucho, y como era la pampa. Facundo asintió, dijo que él estaría contento de recibirla en Rosario.
De pronto Eduardo se metió en un cañadón abierto en una falla del terreno y se perdió de vista. Helen se aproximó a Facundo y se le tiró encima. Apretó su pelvis contra la suya y lo abrazó. Facundo se quedó frío. No sabía qué hacer. Helen era una mujer casada, estaban en el rancho de su marido. Ella se le colgó al cuello y lo besó. Mientras lo besaba bajó la mano y la apoyó en su pene. Vio que estaba erecto y se lo acarició. Facundo estaba rojo de la sorpresa. Escucharon la voz de su amigo y se separaron. Eduardo llegó hasta ellos. Dijo que esa era una falla del terreno producida por un deslizamiento de tierra. En esa zona había temblores y movimientos sísmicos. Eran típicos también  los fuertes vientos. En 1970 un tornado había destruido la ciudad de Lubbock.
            En el regreso al casco de la estancia hablaron de Borges. Había visitado la ciudad y había dado una conferencia en la Universidad en 1968. También había escrito un poema dedicado a la provincia, “Texas”. Eduardo dijo que el Profesor Oberhelman, ya jubilado, le había contado que a Borges le habían impresionado los “prairie dogs”, los perros de la pradera. No eran verdaderos perros, aclaró, parecían conejos. Helen dijo que Eduardo era el mejor representante de la literatura gauchesca en Texas. “Es un gran profesor”, agregó. Eduardo se lo agradeció con falsa modestia. “Hay un norteamericano que enseña la gauchesca en la Universidad de Texas en Austin”, dijo Eduardo, “pero no sabe mucho”. “¡No sabe nada!”, lo secundó Helen. Helen recitó el poema “Texas”, de Borges, que sabía de memoria. Fue emocionante escuchar sus versos en la pampa tejana. “Aquí también. Aquí como en el otro/ confín del continente, el infinito/ campo en que muere solitario el grito…”. Regresaron los tres a la casa. Frank los esperaba en la sala. Dijo que la cocinera les estaba preparando un “chile con carne”, un plato de origen mejicano, típico entre los cowboys de Texas. La cocinera era de familia indígena. Parecía una señora mejicana, pero no hablaba español. Era de Nuevo México, y pertenecía a la tribu de los indios “Pueblo”, que vivían cerca de Santa Fe.
            Facundo estaba preocupado y no sabía qué hacer. Pensó en  hablarlo con Eduardo. La situación le parecía más que comprometida. Helen era una mujer interesante, pero su casa no era el mejor lugar para empezar un “affaire”. Durante la cena lo sentó a su lado. Le puso una servilleta en la falda y, cuando el marido no miraba, metía la mano bajo la servilleta y le acariciaba el pene. Facundo, que era vergonzoso, se ponía colorado. Cuando se retiraron a dormir sintió un golpe en la puerta de su cuarto. Era Helen. Se metió y cerró la puerta con llave. Lo besó. Bajó hasta la cintura, le abrió la bragueta, le sacó el pene y se lo chupó. Se abrazaron con frenesí. Facundo nunca se había sentido así. En realidad, hacía bastante que no tenía sexo. Se desnudaron y fueron a la cama. El se vino en seguida. Ella lo empezó a acariciar para que siguiera. El le dijo que ya se había venido. Ella le respondió que ningún hombre se venía una sola vez con ella. “¿Dos?”, preguntó Facundo. “Cinco”, respondió ella. El se rio, creía que bromeaba. Le preguntó por el marido. Le respondió que tenían una relación abierta y ella dormía en su propio cuarto. Hicieron el amor frenéticamente. Helen se le montaba cada vez que quería descansar. Lo hacía seguir y seguir hasta que se venía. Nunca había gozado tanto. No sabía que tenía tanta energía, y que su miembro se le podía volver a parar tantas veces. Pensó que había vuelto a la juventud. Como a las cinco de la mañana ella regresó a su cuarto.
Al otro día se levantaron todos tarde. Era domingo. Helen les pidió que se quedaran un día más, su marido asintió. Eduardo estuvo de acuerdo, no tenía clase en la Universidad hasta el día martes. El marido los hizo pasar a su despacho, y les habló de sus negocios y de la historia del establecimiento. Helen le traducía. Ese rancho había sido mucho más grande en el pasado de lo que era entonces, y llegaron a tener 100.000 cabezas de ganado. Cada año arreaban una gran cantidad de animales hasta Amarillo, en la frontera con Oklahoma, y allí los embarcaban en los trenes jaula para Kansas y los mataderos de Chicago. Eran otros tiempos, en esos momentos el ganado no daba tanta ganancia. Lo mejor era sembrar algodón o, si uno tenía suerte, encontrar petróleo.
            Esa noche se repitió la escena con Helen. Se metió en su cuarto e hicieron el amor sin parar. Le dijo que no quería a su marido y que se había enamorado de él. Le preguntó si la quería. Facundo, sorprendido, respondió que sí. Le dijo que deseaba escapar de allí, e irse a vivir a Rosario con él. En Argentina empezarían una vida nueva. También le dijo que se cuidara de su esposo, que era violento, y tenía revólveres guardados en varias partes de la casa. Disparaba muy bien, como lo había visto en el polígono de tiro.
             A la mañana siguiente se despertó tarde y escuchó gritos. Se levantó y fue a la cocina. Frank estaba enfurecido y golpeaba a Helen. “Whore!”, le gritaba. Helen lloraba y se protegía con sus brazos. Le pedía que parara, la estaba matando. En la casa estaban ellos solos. El hombre la dejó y se le abalanzó encima a Facundo. Eran más o menos de la misma edad, pero el americano era más alto y fuerte. Trató de ahorcar a Facundo, apretándole el cuello con las dos manos. Helen agarró una silla de la cocina y la descargó contra la espalda de su marido. En ese momento llegó la cocinera a la casa y entró en la cocina. Se agarró la cabeza, asustada, al ver la escena. Frank se levantó dolorido y caminó hasta un cajón de la mesada. Lo abrió y sacó un revólver. “Dog!”, gritó, “I am going to kill you. Nobody fucks my wife but me!” Le apuntó a Facundo y disparó. La bala se incrustó en la pared, al lado de su cabeza. La cocinera salió corriendo a llamar por teléfono a la policía. Helen vio que había un cuchillo de cocina en la mesada. Lo corrió con su mano hacia el borde y lo dejó caer al suelo. Su marido no se percató. Lo empujó con el pie hasta donde estaba Facundo. Este se agachó y se tiró al piso, cubriéndose con la mesa. Frank, del otro lado, intentaba apuntarle. Disparó contra la mesa, a ver si le acertaba, pero erró. Facundo agarró el cuchillo. Empujó la mesa rectangular, apretando a Frank, contra un sofá. Frank trató de sacarse la mesa de encima. Facundo se abalanzó contra él con el cuchillo en punta. Sorprendido, Frank no pudo esquivar el golpe. Le clavó el cuchillo en el pecho. Facundo se detuvo, horrorizado. Frank lo miraba con los ojos vidriados. Le salía sangre por la comisura de los labios. El revólver pendía de su mano derecha. Se le cerraron los ojos y se desplomó, en un charco de sangre. En ese momento entró Eduardo y se acercó a él. “Está muerto”, dictaminó. El cuchillo le había atravesado el pecho, seguramente seccionándole la aorta. Helen se puso a gritar, en un ataque de nervios. La cocinera la abrazó, para calmarla. Oyeron la sirena del coche policial que llegaba. Los agentes abrieron la puerta y vieron el cuadro trágico. Se llevaron detenidos a todos. Helen dijo a la policía que Facundo lo había matado.
            Después de los interrogatorios, Helen, la cocinera y Eduardo quedaron libres. Les prohibieron que hablaran o se comunicaran entre sí, para proteger el secreto de sumario. Facundo fue formalmente acusado del asesinato de Frank Keller y detenido en la cárcel de Lubbock. Eduardo, lo primero que hizo, fue hablar con un abogado para tratar de ayudar a su amigo. Se sentía culpable. El lo había invitado a Lubbock. No entendía bien lo que había pasado entre él y Helen. Su amigo no le había dicho nada, y la policía le hizo preguntas, pero no le dio información ninguna. Era secreto de sumario. El abogado le dijo que los costos legales de un abogado privado eran altos. Facundo no tenía recursos. En la Escuela de Derecho de la Universidad fue a hablar con un profesor conocido, que le recomendó ir a ver al defensor público. Se trataba de un caso penal, los defensores del Estado en general eran buenos y decentes. El no podía hacerse cargo, dependía de un salario docente, los abogados penalistas cobraban muy caro sus servicios. El juicio se celebró dos meses después. Facundo repitió en el juicio todo lo que le había dicho a la policía. Contó lo que había pasado, indicó que él no había buscado tener una relación sexual con Helen, ella lo había seducido. No sabía lo que había pasado entre ella y el marido, que lo puso tan furioso. Dijo que había intentado matarlo, y se había defendido para salvar su vida. Helen había tirado el cuchillo al suelo y lo empujó con el pie para que lo tomara.
            En el juicio tanto Helen, como Eduardo y la cocinera, Lupita Horse, declararon como testigos. La cocinera fue la primera en declarar, dijo que no había notado nada raro hasta el día del crimen, y que cuando entró en la cocina el señor de la casa y el acusado estaban luchando. El señor se defendió con un revólver. Creía que no había tratado de matarlo. Tuvo la oportunidad de hacerlo y no lo hizo. Le disparó, pero a un costado de la cabeza. Quería asustarlo. Era muy buen tirador. El acusado lo atacó con un cuchillo. Se lo clavó con fuerza en el pecho.
            Eduardo dijo que no había visto todo lo que había pasado. Cuando entró en la cocina Frank estaba en el suelo, moribundo. El fiscal le preguntó si su amigo sabía cómo pelear con cuchillo. Eduardo respondió que era argentino y en su país estaba instalada la idea de que el cuchillo era un arma de combate. No creía que Facundo hubiera utilizado antes un cuchillo en una pelea. Indicó que su amigo no le había dicho nada con respecto a una posible relación sexual con Helen.
            Helen declaró que Facundo había intentado seducirla desde un primer momento. Mediante un engaño la metió en su dormitorio y la forzó. Le tapó la boca para que no gritara. Luego le dijo que si no tenía sexo con él, su amigo nunca le iba a aprobar su tesis sobre la gauchesca. La violó repetidamente. La obligó a regresar a la noche siguiente. Al otro día no aguantó más y le contó todo a su marido. El reaccionó con violencia y le pegó una bofetada. Luego lo atacó al invitado. Ella no le tiró el cuchillo. Se cayó al suelo por accidente. Estaba encima de la mesada. Ella, al tratar de recogerlo, sin querer lo empujó con el pie. Facundo lo tomó. Se horrorizó cuando vio la fuerza con que reaccionaba Facundo. Su marido no era un hombre violento, y era muy buen tirador. Tenían buena relación, se querían. Se enfureció al saber que había tenido sexo con otro hombre. Después quiso castigar al culpable y lo asesinaron.
            Facundo se defendió. Dijo que Helen mentía, y que él, en el testimonio que hizo a la policía inmediatamente después de su detención, había indicado cómo ella lo sedujo y se introdujo con engaños en su cuarto. Ya durante la cena le había metido la mano bajo la servilleta y le acarició el pene. El no sabía qué se proponía. Lo que ella había contado era mentira. El era inocente, había actuado en defensa propia, estaban tratando de matarlo. Sólo había querido salvar su vida.
            El fiscal pidió que se lo condenara a la pena de muerte por asesinato, agravado por violación. El abogado defensor pidió clemencia. Dijo que el sexo que tuvo con la dueña de la casa, según la declaración a la policía, había sido consensual. El occiso había disparado primero. Facundo no había tenido intención de matarlo con el cuchillo.
            El juez no concedió a la acusación la pena de muerte. Dijo que efectivamente el occiso había disparado primero. Posiblemente el acusado había forzado o violado a la mujer, pero ella había regresado la noche siguiente y no dijo nada en un primer momento a su marido. El acusado pudo haber escapado de la cocina y, en lugar de eso, optó por hacerle frente al occiso y atacarlo. Conocía el poder mortífero del arma que empuñaba y dirigió el golpe al corazón. Era asesinato en primer grado. Había tenido lugar en medio de una pelea. No había existido intención previa de matar a la víctima. Lo declaró culpable y lo condenó a veinticinco años de cárcel. Los primeros doce tenía que cumplirlos efectivamente y, si su conducta era buena, se le podría conceder después un régimen de libertad condicional.
            Facundo se echó a llorar desesperado. Lo llevaron a un establecimiento penal cercano a Lubbock a cumplir la condena. Era una cárcel moderna. Eduardo lo fue a visitar. Le dijo que era terrible su situación, pero que podían haberle dado la pena de muerte. El hombre era rico, y las leyes eran muy estrictas en Texas. Facundo insistió que era inocente, que todo había sido un terrible accidente. Desgraciadamente, Eduardo no había visto todo lo que había ocurrido, porque llegó a último momento y no pudo testimoniar a su favor. Le preguntó que por qué no le había contado lo que estaba pasando con Helen. Facundo le dijo que lo había pensado, pero que no se decidió. Helen había mentido, era ella la que había iniciado la relación sexual. Estaba loca, no sabía cómo podía habérselo dicho al esposo ni por qué. Eduardo le dijo que las mujeres eran imprevisibles, pero que él había jugado con fuego al tener relaciones en la misma casa de ella. Sabía que el marido tenía armas. Si le hubiera contado a él lo que pasaba hubiera hablado con Helen, ella le tenía confianza. Facundo le pidió a su amigo que le llevara libros para leer. Se deprimía y estaba muy angustiado.
            Eduardo volvió a ver a Helen. Fue a visitarlo a su oficina en la universidad. Dijo que no iba a continuar con su tesis, lo ocurrido la había destrozado. Le aseguró que había sido sincera. Que Facundo la había engañado, era un hombre seductor y mentiroso. Que ella, dominada por la culpa, se lo dijo a su marido. No sabía que iba a reaccionar de esa manera. Le dijo que había hecho el amor con él contra su voluntad. Mientras tenían sexo se jactaba de ser gaucho y de tenerla grande, y le decía que ella era su china. Le había prometido que la iba a llevar con él a Argentina. Dios lo había castigado. Ahora era un gaucho en la cárcel de Lubbock. Había entendido mal a los cowboys. Llegó allí interesado en conocer la tumba de un bandido, de un criminal, como había sido Billy the Kid. Era peligroso hacer apología del delito. Algo siempre se le puede contagiar a uno. Helen se despidió y salió de su oficina. Eduardo no la vio más. Supo que vivía en su rancho con un amante mexicano más joven que ella. Tenía varios autos y le gustaba exhibirse con su pareja en la ciudad. Se compró una avioneta y salían a filmar desde el aire. Filmaban estampidas de ganado y los atardeceres característicos de esa zona de Texas.
            Eduardo iba regularmente a visitar a su amigo en la cárcel. Le llevaba libros. No le permitían usar computadora. La entrada y salida de información estaba vigilada. Con los libros no había problema. Facundo era un gran lector. Dijo que estaba empezando realmente a estudiar después de muchos años. En Rosario, con la cantidad de clases que daba, tenía poco tiempo para leer las cosas que a él le gustaban. Eduardo le propuso que se pusiera a investigar para escribir un libro de crítica. Así podía matar el tiempo. A Facundo le gustó la idea. Le dijo que quería investigar sobre la novelística de Eduardo Gutiérrez y escribir sobre él. Había sido un autor muy mal tratado, e ignorado por la crítica. No creía que Helen pudiera hacer una buena tesis sobre Gutiérrez. Eduardo le dijo que ella había dejado la carrera. Facundo empezó a investigar sobre Juan Moreira y Hormiga Negra. Se fue adaptando a su nueva vida, estudiando y escribiendo. Así el tiempo se pasaba más rápido. Pronto vería correr los meses, luego los años, y un día, quizá, pudiera salir libre.  
                      

                           Publicado en Pergamino con Tinta. Mayo 2015. Web. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario