de Alberto
Julián Pérez ©
Facundo Garay era profesor de
Castellano y Literatura del Nacional No. 1 de Rosario. Había estudiado en
Filosofía y Letras hacía ya muchos años. Su mejor amigo, Eduardo Zannini, que
había sido su compañero de estudio, era profesor de Literatura Hispanoamericana
en la Universidad Tecnológica de Texas. Se había ido de Rosario poco después de
terminar su licenciatura y había continuado sus estudios en la Universidad de
Nueva York, donde sacó un doctorado.
Facundo, además de enseñar treinta
horas en el Nacional, había sido, hasta hace poco, Ayudante de Trabajos
Prácticos de Literatura Argentina en la Universidad de Rosario, y era profesor
titular de esa misma materia en el Instituto Superior de Profesorado. Tenía una
carga pesada de trabajo y siempre se acordaba de su amigo en Texas. Eduardo
había hecho una excelente carrera profesional. Había
publicado
varios libros de crítica y era experto en la obra de Borges, Sábato y Bolaño.
Daba muy pocas horas de cátedra por semana y tenía tiempo libre para investigar
y escribir. Era el privilegio de ser profesor en Estados Unidos. Venía a Buenos
Aires todos los años. A veces lo visitaba en Rosario, donde tenía familia.
De jóvenes eran inseparables. Los dos escribían poesía.
Fundaron una revista de literatura que sacó varios números. Cuando se hicieron
mayores fueron abandonando la poesía, pero siempre conservaron algo de poetas.
Eran soñadores y poco prácticos y se ganaban la vida con dificultad. A pesar de
su éxito aparente, Eduardo le decía que la vida académica en Estados Unidos era
difícil, triunfaban los que sabían acomodarse y no los mejores. Por suerte él
había conseguido permanencia en Texas y estaba tranquilo. Era soltero y tenía
su propia casa. Enseñaba literatura hispanoamericana y argentina (española no)
y tenía un grupo excelente de estudiantes de doctorado.
Facundo, por su parte, era divorciado y tenía una hija, a la
que casi no veía. Vivía solo, como Eduardo.
También estudiaba y escribía, pero tenía muy poco tiempo libre. Se quedaba los
fines de semana en casa para escribir. Hacía reseñas de libros y notas
culturales para la edición de los domingos del diario La Capital. Esa no era su única actividad cultural extracurricular.
Formaba parte de la comisión organizadora del Festival Internacional de Poesía
de Rosario. Facundo era un hombre respetado en el medio. Trabajaba mucho y, al
igual que otros rosarinos, que tenían pasión por los viajes, ahorraba dinero
para poder viajar fuera de las fronteras en los veranos. Casi siempre iba a
Europa, sobre todo a Francia, que era su país favorito. Estudiaba francés por
su cuenta, y lo hablaba bastante bien.
Eduardo lo había invitado muchas veces a Texas, pero los
Estados Unidos nunca le habían interesado. Finalmente Eduardo, que deseaba que
lo visitara en su casa, le hizo una oferta que no podía rehusar. A los dos les
gustaba la literatura gauchesca y las historias sobre los bandidos rurales del
siglo XIX. Le ofreció ir a conocer Fort Sumner, Nuevo México, el pueblo donde había
vivido y luchado Billy the Kid, y donde lo habían matado. Allí estaba enterrado.
Podían recorrer juntos Nuevo México, tierra de “cowboys”, y visitar su tumba.
La propuesta le gustó. Eduardo le dijo que algunos estudiantes tenían ranchos, que
eran las estancias de allá, cerca de Lubbock, donde estaba la Universidad. Podían
pasar un fin de semana en uno, andar a caballo y conocer la pampa texana, a la que llamaban el “Llano estacado”.
Finalmente, terminó el año escolar y Facundo se preparó para ir. Viajaría a
principios de enero, cuando su amigo estaba en el receso invernal. Allá las
estaciones eran exactamente opuestas a las de Argentina. Se pensaba quedar todo
enero y febrero acompañando a Eduardo. El otro empezaba sus clases a mitad de enero,
pero enseñaba sólo seis horas por semana y tendría tiempo de atenderlo y salir
con él. Podrían hablar y discutir de literatura, que era la gran pasión de los
dos. A fines de febrero, antes que se regresara a Rosario para empezar su
trabajo, harían, durante un fin de semana largo, un viaje de cuatro días por
Nuevo México, y visitarían Fort Sumner, Santa Fe y Taos, donde vivían los
indios Pueblo.
Al llegar a Lubbock, Eduardo lo esperaba en el aeropuerto.
El sitio era muy distinto a lo que se imaginaba. El clima era seco, la ciudad
tenía casas grandes, bajas y espaciadas. El campus universitario era precioso,
una mini-ciudad de lujo. Nunca había visto nada así.
Su amigo vivía en una casa nueva, con varios cuartos. Lo que
más le impresionó fueron los baños. Tenía tres. ¿Qué profesor podía vivir así
en Rosario? Hizo una reunión en su casa para homenajearlo. Invitó a sus
estudiantes graduados. Bebieron vino de la zona, que le pareció bastante bueno,
no sabía que Texas producía vino. Los estudiantes del departamento de
literatura hispana eran muy interesantes. Venían de distintos países: México,
España, Colombia, Costa Rica. Los norteamericanos eran los menos. Entre éstos
había una chica, Helen, que le llamó la atención. No era de una belleza
especial, pero le resultó atractiva. Era de Texas, y hablaba muy bien el
español, casi sin acento. Estaba escribiendo una tesis sobre literatura
argentina bajo la dirección de Eduardo. Había visitado Buenos Aires y Mendoza,
pero no había estado en Rosario. Su tema de tesis era la obra de Eduardo
Gutiérrez. Defendía la idea de que Gutiérrez era el autor más original de la novelística
gauchesca, el que inició el ciclo y mostró al gaucho como un rebelde, que no
claudicaba ante la sociedad decente (como lo había hecho Martín Fierro en la
segunda parte de la obra), ni aceptaba trabajar como peón (como lo harían los
gauchos de Güiraldes en Don Segundo
Sombra). El gaucho de Gutiérrez, como podíamos comprobarlo en Juan Moreira, era un ser que amaba la
libertad y luchaba a muerte por defenderla. Para ella Moreira representaba el
verdadero espíritu de la argentinidad y por eso había pasado al teatro. El
argentino se identificaba con Moreira, y no con Don Segundo Sombra. El director
de cine Leonardo Fabio había imaginado a Moreira como un rebelde anarquista,
víctima de las manipulaciones políticas de los patrones. Ella había conocido a
Fabio en Buenos Aires y hablado con él.
A Facundo le parecieron brillantes las ideas de Helen, que
se expresaba con soltura. Le encantaba la mujer. Claro que ella era joven, y él
tenía cincuenta años. Vio un anillo de casada en su mano izquierda, y no dijo
nada. Hacía mucho que Facundo no tenía un amor importante en su vida. Se había
divorciado de su mujer hacía siete años. A su hija casi no la veía. Tenía
veinte años y estudiaba medicina. Las peleas con su ex eran constantes. Era una
relación que, aun estando separado, lo torturaba.
Eduardo le dijo que Helen estaba casada con un ranchero, o
sea un estanciero norteamericano. Había grandes establecimientos agrícolas, de
algodón y de maní, en la zona. También se veían muchos pozos petrolíferos. Pero
los texanos viejos se preciaban de ser vaqueros, ganaderos; eran gauchos,
“cowboys”, de corazón. Eso le llamó la atención a Facundo, y le gustó. En
Argentina casi no había gauchos, y nadie usaba sus ropas, excepto en los
programas de televisión. Visitando el campus universitario vio jóvenes estudiantes
que usaban botas texanas, sombreros de ala ancha y pantalones vaquero ajustados,
como en las películas del oeste. Sólo les faltaba el revólver. Su amigo le dijo
que lo tenían, pero que no lo podían portar en el campus universitario. Texas
defendía la tenencia de armas, lo consideraban un derecho civil inalienable.
Comenzó el semestre en la Universidad y Eduardo invitó a
Facundo a visitar una de sus clases. Estaba dando un curso graduado sobre el Martín Fierro y la novela gauchesca. Le
gustó escucharlo leer los versos de Hernández en Texas. Era como si el gaucho
se hubiera encontrado con el espíritu del cowboy. Pensó que los dos se
parecían. Pero quizá estuviera equivocado. Su amigo hizo hincapié en el papel
de la policía y el ejército en el Martín
Fierro. Dijo que para el argentino la policía era una secta de trúhanes,
corruptos y ladrones. Usaban la institución para robar y abusar del campesino.
En el oeste americano tenían una idea distinta de la ley: creían que podía
redimir a la sociedad. La policía perseguía a los cowboys bandidos, que eran
crueles, como Billy the Kid. El ejército argentino era aún más perverso que la
policía. Apresaba a los gauchos, los mandaba como reclusos a la frontera, les
robaba sus posesiones y destruía sus familias. La conducta de Martín Fierro estaba
justificada, era una víctima del estado. Se rebelaba contra las injusticias. El
Martín Fierro era una obra de
denuncia. La leyenda de Billy the Kid era otra cosa. Se trataba de un asesino
sin justificación, un enemigo del orden y la tranquilidad pública.
Un estudiante le preguntó por qué cambiaba tanto el Martín Fierro en la segunda parte, y
Facundo le dijo que la vida de Hernández había cambiado. Había conseguido
estabilidad económica y reconocimiento político. Le preguntaron también por qué
odiaba tanto a los indios. En Texas había un movimiento popular que defendía a
los indios. Facundo respondió que Hernández los despreciaba y los consideraba
salvajes, sin embargo envió a sus personajes, Fierro y Cruz, a vivir con ellos para
escapar de la barbarie blanca. Los indios estaban marginados y tenían que vivir
del robo y el cuatrerismo para subsistir. Reconoció que los criollos
victimizaban a los indios. Al año siguiente de aparecer la segunda parte de la
obra, Roca organizó la expedición al desierto, que echó a los indios de sus
tierras. El gobierno argentino se quedó con ellas y una buena parte pasó a
manos de los militares. Hernández apoyó al partido de Roca, que salió elegido
presidente. A él lo nombraron senador.
Helen los invitó a pasar el fin de semana en la estancia con
ella y su marido. El casco era grande y moderno. Tenían un rodeo no muy
numeroso de ganado, como 500 animales. El marido les dijo que los conservaba
por nostalgia, que realmente ellos vivían de lo que le producían unos pozos
petroleros que habían encontrado en unos campos de su familia. El rancho lo mantenía
por seguir la tradición familiar. Su familia lo había comprado en 1850, y él había
vendido una parte hacía unos cuantos años. Tenía más de 3000 hectáreas. Anduvieron
a caballo y comieron un “barbecue”, el asado norteamericano. A Facundo no le
gustó mucho, le habían puesto a la carne una salsa dulzona, y el corte era
distinto al argentino. Cortaban las costillas a lo largo, en lugar de a lo
ancho. Sí le gustó andar a caballo, aunque no era buen jinete. Había montado
pocas veces en su vida. El caballo le parecía un animal fabuloso, lo admiraba.
Se identificó con los texanos, y con los cowboys, que eran hombres de a
caballo. Vio, sin embargo, que eran distintos a los gauchos argentinos.
Hablaron de los bandidos que asolaban los caminos en el siglo
diecinueve, y de Billy the Kid. Facundo tenía problemas para comunicarse en
inglés. Lo había estudiado por años en Aricana, en Rosario, pero no lo podía
hablar casi. Se dio cuenta que se lo habían enseñado muy mal. Podía recitar los
tiempos verbales de memoria, pero no expresar sus ideas ni entender lo que le
decían. Eduardo les dijo a Helen y su esposo que iban a viajar a Nuevo México
con su amigo en febrero para visitar la tumba de Billy the Kid. Frank no
hablaba castellano, así que Helen hacía de traductora e intérprete. Frank dijo
que su bisabuelo había conocido a Billy the Kid. Había pasado por su rancho y
le había pedido trabajo. Su bisabuelo se lo dio y se quedó como tres semanas.
Tuvo un altercado con otro vaquero, que lo insultó. Billy no se defendió, pero
tenía fama de ser resentido y traidor. Su bisabuelo después de eso le pidió que
se fuera, no quería peleas entre sus hombres. Aún no se lo conocía como
bandido. Eso fue después, durante la Guerra de Lincoln, cuando formó parte de
una pandilla de “vigilantes” y se transformó en su líder. En Fort Sumner
protagonizó una batalla a balazos durante cuatro días entre su banda y la de un
terrateniente de la región, que terminó con una cantidad crecida de muertos.
Después de eso le pusieron precio a su cabeza, y ya era cuestión de tiempo. Los
cowboys hacían lo que fuera por dinero. Además, allí todos respetaban la ley, y
Billy era un asesino.
El rancho tenía muchos cuartos, y esa noche hizo frío. Era
fines de enero, tiempo de verano en Argentina e invierno en Texas. Pusieron la
calefacción, que funcionaba a gas. Estaban cansados y se fueron a dormir
temprano. Cada uno de los invitados tenía su propia habitación. Al día
siguiente desayunaron en la cocina. Comieron huevos con tocino, frijoles y
tortillas mejicanas. Frank dijo que los mexicanos habían vivido allí antes que
los norteamericanos (es el territorio que les robamos a los mexicanos, bromeó)
y que los texanos siempre habían preferido las tortillas de harina al pan.
Después de desayunar los invitó a ir al polígono de tiro. Lo había construido
al lado de un corral. Les mostró su colección de armas. Tenía revólveres del
siglo XIX, varios Colts y rifles históricos, entre ellos el famoso Winchester.
Ni Facundo ni Eduardo tenían experiencia con armas, pero por curiosidad
aceptaron probar puntería. Facundo acertó al blanco con un revólver, aunque
bastante lejos del centro del cartón. Frank aplaudió y dijo que era un
“natural” para usar las armas. Facundo lo negó, dijo que el revólver era un arma
que no se había naturalizado en su país, era extranjera. El arma nativa, el
arma gaucha, era el cuchillo, el “facón”, dijo, y explicó que era un arma de
hoja larga, que muchas veces fabricaban con hojas de espada o sable. “Como un
cuchillo de cocina”, se rio Frank. “Más o menos”, correspondió Facundo.
Cada vez que la mirada de Helen se
cruzaba con la de Facundo, éste se sentía conmovido. No era particularmente
hermosa, pero le atraía. Su cuerpo tenía curvas suaves. Su marido era mucho
mayor que ella. Era un ranchero tosco, pero rico. Eduardo le dijo que tenía
conexiones con políticos influyentes.
Después del mediodía salieron a
caballo. Facundo montó con más confianza que el día anterior, dominaba mejor su
cabalgadura. Fueron a los campos adonde estaba el ganado y empezaron a dar vueltas
alrededor de los animales. Ahí Facundo se empezó a sentir bien. Eduardo, por
jugar, tomó un lazo que tenía al costado de su montura y se lo lanzó a un
novillo, aunque sin ninguna posibilidad de agarrarlo. Se rieron los dos. Helen
los acompañaba en una yegua pintada. El marido se había quedado en la casa.
Unos peones sentados sobre las bardas del corral los observaban divirtiéndose,
riéndose de sus pobres habilidades como jinetes. Helen miraba con interés a
Facundo. Este pensó que si las cosas seguían así, se iba a meter en problemas.
Al regresar de la cabalgata, ese segundo día, Facundo se
sentó a descansar en la sala de la casa. Más tarde propuso salir a caminar por
el campo. Eduardo y Helen lo acompañaron. El sol estaba aún fuerte, su pusieron
sombreros. El campo estaba seco. Casi no había pasto. El terreno era bastante
quebrado. La vegetación natural más visible era un arbusto leñoso de tronco
retorcido, le llamaban “mezquite”. Facundo le dijo a Helen que ese paisaje se
parecía al del monte salteño. “Y al de la Patagonia, en la zona de Santa Cruz”,
agregó Eduardo. Allí soplaba el viento como en la Patagonia. Era clima
semiárido. “El Llano estacado es una gran meseta”, dijo Eduardo. “Yo imaginaba
que esta zona era como la pampa nuestra”, comentó Facundo. “Nada que ver”,
respondió Eduardo, “la pampa es húmeda”. Helen dijo que ese año, en junio, iba
a visitar la Argentina. Quería conocer bien la pampa, internarse en el campo.
No se podía estudiar la gauchesca sin tener una idea de cómo vivía el gaucho, y
como era la pampa. Facundo asintió, dijo que él estaría contento de recibirla
en Rosario.
De pronto Eduardo se metió en un cañadón abierto en una
falla del terreno y se perdió de vista. Helen se aproximó a Facundo y se le
tiró encima. Apretó su pelvis contra la suya y lo abrazó. Facundo se quedó
frío. No sabía qué hacer. Helen era una mujer casada, estaban en el rancho de
su marido. Ella se le colgó al cuello y lo besó. Mientras lo besaba bajó la
mano y la apoyó en su pene. Vio que estaba erecto y se lo acarició. Facundo
estaba rojo de la sorpresa. Escucharon la voz de su amigo y se separaron. Eduardo
llegó hasta ellos. Dijo que esa era una falla del terreno producida por un
deslizamiento de tierra. En esa zona había temblores y movimientos sísmicos.
Eran típicos también los fuertes
vientos. En 1970 un tornado había destruido la ciudad de Lubbock.
En el regreso al casco de la
estancia hablaron de Borges. Había visitado la ciudad y había dado una
conferencia en la Universidad en 1968. También había escrito un poema dedicado
a la provincia, “Texas”. Eduardo dijo que el Profesor Oberhelman, ya jubilado,
le había contado que a Borges le habían impresionado los “prairie dogs”, los
perros de la pradera. No eran verdaderos perros, aclaró, parecían conejos.
Helen dijo que Eduardo era el mejor representante de la literatura gauchesca en
Texas. “Es un gran profesor”, agregó. Eduardo se lo agradeció con falsa
modestia. “Hay un norteamericano que enseña la gauchesca en la Universidad de
Texas en Austin”, dijo Eduardo, “pero no sabe mucho”. “¡No sabe nada!”, lo
secundó Helen. Helen recitó el poema “Texas”, de Borges, que sabía de memoria.
Fue emocionante escuchar sus versos en la pampa tejana. “Aquí también. Aquí
como en el otro/ confín del continente, el infinito/ campo en que
muere solitario el grito…”. Regresaron los tres a la casa. Frank los esperaba en la sala. Dijo
que la cocinera les estaba preparando un “chile con carne”, un plato de origen
mejicano, típico entre los cowboys de Texas. La cocinera era de familia indígena.
Parecía una señora mejicana, pero no hablaba español. Era de Nuevo México, y
pertenecía a la tribu de los indios “Pueblo”, que vivían cerca de Santa Fe.
Facundo estaba preocupado y no sabía
qué hacer. Pensó en hablarlo con Eduardo.
La situación le parecía más que comprometida. Helen era una mujer interesante,
pero su casa no era el mejor lugar para empezar un “affaire”. Durante la cena
lo sentó a su lado. Le puso una servilleta en la falda y, cuando el marido no
miraba, metía la mano bajo la servilleta y le acariciaba el pene. Facundo, que
era vergonzoso, se ponía colorado. Cuando se retiraron a dormir sintió un golpe
en la puerta de su cuarto. Era Helen. Se metió y cerró la puerta con llave. Lo
besó. Bajó hasta la cintura, le abrió la bragueta, le sacó el pene y se lo
chupó. Se abrazaron con frenesí. Facundo nunca se había sentido así. En
realidad, hacía bastante que no tenía sexo. Se desnudaron y fueron a la cama.
El se vino en seguida. Ella lo empezó a acariciar para que siguiera. El le dijo
que ya se había venido. Ella le respondió que ningún hombre se venía una sola
vez con ella. “¿Dos?”, preguntó Facundo. “Cinco”, respondió ella. El se rio,
creía que bromeaba. Le preguntó por el marido. Le respondió que tenían una
relación abierta y ella dormía en su propio cuarto. Hicieron el amor
frenéticamente. Helen se le montaba cada vez que quería descansar. Lo hacía
seguir y seguir hasta que se venía. Nunca había gozado tanto. No sabía que
tenía tanta energía, y que su miembro se le podía volver a parar tantas veces.
Pensó que había vuelto a la juventud. Como a las cinco de la mañana ella
regresó a su cuarto.
Al otro día se levantaron todos tarde. Era domingo. Helen
les pidió que se quedaran un día más, su marido asintió. Eduardo estuvo de
acuerdo, no tenía clase en la Universidad hasta el día martes. El marido los
hizo pasar a su despacho, y les habló de sus negocios y de la historia del
establecimiento. Helen le traducía. Ese rancho había sido mucho más grande en
el pasado de lo que era entonces, y llegaron a tener 100.000 cabezas de ganado.
Cada año arreaban una gran cantidad de animales hasta Amarillo, en la frontera
con Oklahoma, y allí los embarcaban en los trenes jaula para Kansas y los
mataderos de Chicago. Eran otros tiempos, en esos momentos el ganado no daba
tanta ganancia. Lo mejor era sembrar algodón o, si uno tenía suerte, encontrar
petróleo.
Esa noche se repitió la escena con
Helen. Se metió en su cuarto e hicieron el amor sin parar. Le dijo que no
quería a su marido y que se había enamorado de él. Le preguntó si la quería.
Facundo, sorprendido, respondió que sí. Le dijo que deseaba escapar de allí, e
irse a vivir a Rosario con él. En Argentina empezarían una vida nueva. También
le dijo que se cuidara de su esposo, que era violento, y tenía revólveres
guardados en varias partes de la casa. Disparaba muy bien, como lo había visto
en el polígono de tiro.
A la mañana siguiente se despertó tarde y
escuchó gritos. Se levantó y fue a la cocina. Frank estaba enfurecido y
golpeaba a Helen. “Whore!”, le gritaba. Helen lloraba y se protegía con sus
brazos. Le pedía que parara, la estaba matando. En la casa estaban ellos solos.
El hombre la dejó y se le abalanzó encima a Facundo. Eran más o menos de la
misma edad, pero el americano era más alto y fuerte. Trató de ahorcar a
Facundo, apretándole el cuello con las dos manos. Helen agarró una silla de la
cocina y la descargó contra la espalda de su marido. En ese momento llegó la
cocinera a la casa y entró en la cocina. Se agarró la cabeza, asustada, al ver
la escena. Frank se levantó dolorido y caminó hasta un cajón de la mesada. Lo abrió
y sacó un revólver. “Dog!”, gritó, “I am going to kill you. Nobody fucks my
wife but me!” Le apuntó a Facundo y disparó. La bala se incrustó en la pared,
al lado de su cabeza. La cocinera salió corriendo a llamar por teléfono a la
policía. Helen vio que había un cuchillo de cocina en la mesada. Lo corrió con
su mano hacia el borde y lo dejó caer al suelo. Su marido no se percató. Lo
empujó con el pie hasta donde estaba Facundo. Este se agachó y se tiró al piso,
cubriéndose con la mesa. Frank, del otro lado, intentaba apuntarle. Disparó
contra la mesa, a ver si le acertaba, pero erró. Facundo agarró el cuchillo. Empujó
la mesa rectangular, apretando a Frank, contra un sofá. Frank trató de sacarse la
mesa de encima. Facundo se abalanzó contra él con el cuchillo en punta. Sorprendido,
Frank no pudo esquivar el golpe. Le clavó el cuchillo en el pecho. Facundo se
detuvo, horrorizado. Frank lo miraba con los ojos vidriados. Le salía sangre
por la comisura de los labios. El revólver pendía de su mano derecha. Se le
cerraron los ojos y se desplomó, en un charco de sangre. En ese momento entró Eduardo
y se acercó a él. “Está muerto”, dictaminó. El cuchillo le había atravesado el
pecho, seguramente seccionándole la aorta. Helen se puso a gritar, en un ataque
de nervios. La cocinera la abrazó, para calmarla. Oyeron la sirena del coche
policial que llegaba. Los agentes abrieron la puerta y vieron el cuadro trágico.
Se llevaron detenidos a todos. Helen dijo a la policía que Facundo lo había
matado.
Después de los interrogatorios, Helen,
la cocinera y Eduardo quedaron libres. Les prohibieron que hablaran o se
comunicaran entre sí, para proteger el secreto de sumario. Facundo fue formalmente
acusado del asesinato de Frank Keller y detenido en la cárcel de Lubbock. Eduardo,
lo primero que hizo, fue hablar con un abogado para tratar de ayudar a su
amigo. Se sentía culpable. El lo había invitado a Lubbock. No entendía bien lo
que había pasado entre él y Helen. Su amigo no le había dicho nada, y la
policía le hizo preguntas, pero no le dio información ninguna. Era secreto de
sumario. El abogado le dijo que los costos legales de un abogado privado eran
altos. Facundo no tenía recursos. En la Escuela de Derecho de la Universidad fue
a hablar con un profesor conocido, que le recomendó ir a ver al defensor
público. Se trataba de un caso penal, los defensores del Estado en general eran
buenos y decentes. El no podía hacerse cargo, dependía de un salario docente,
los abogados penalistas cobraban muy caro sus servicios. El juicio se celebró
dos meses después. Facundo repitió en el juicio todo lo que le había dicho a la
policía. Contó lo que había pasado, indicó que él no había buscado tener una
relación sexual con Helen, ella lo había seducido. No sabía lo que había pasado
entre ella y el marido, que lo puso tan furioso. Dijo que había intentado
matarlo, y se había defendido para salvar su vida. Helen había tirado el
cuchillo al suelo y lo empujó con el pie para que lo tomara.
En el juicio tanto Helen, como Eduardo
y la cocinera, Lupita Horse, declararon como testigos. La cocinera fue la
primera en declarar, dijo que no había notado nada raro hasta el día del
crimen, y que cuando entró en la cocina el señor de la casa y el acusado
estaban luchando. El señor se defendió con un revólver. Creía que no había
tratado de matarlo. Tuvo la oportunidad de hacerlo y no lo hizo. Le disparó,
pero a un costado de la cabeza. Quería asustarlo. Era muy buen tirador. El acusado
lo atacó con un cuchillo. Se lo clavó con fuerza en el pecho.
Eduardo dijo que no había visto todo
lo que había pasado. Cuando entró en la cocina Frank estaba en el suelo,
moribundo. El fiscal le preguntó si su amigo sabía cómo pelear con cuchillo. Eduardo
respondió que era argentino y en su país estaba instalada la idea de que el
cuchillo era un arma de combate. No creía que Facundo hubiera utilizado antes
un cuchillo en una pelea. Indicó que su amigo no le había dicho nada con
respecto a una posible relación sexual con Helen.
Helen declaró que Facundo había
intentado seducirla desde un primer momento. Mediante un engaño la metió en su
dormitorio y la forzó. Le tapó la boca para que no gritara. Luego le dijo que
si no tenía sexo con él, su amigo nunca le iba a aprobar su tesis sobre la gauchesca.
La violó repetidamente. La obligó a regresar a la noche siguiente. Al otro día
no aguantó más y le contó todo a su marido. El reaccionó con violencia y le
pegó una bofetada. Luego lo atacó al invitado. Ella no le tiró el cuchillo. Se
cayó al suelo por accidente. Estaba encima de la mesada. Ella, al tratar de
recogerlo, sin querer lo empujó con el pie. Facundo lo tomó. Se horrorizó
cuando vio la fuerza con que reaccionaba Facundo. Su marido no era un hombre
violento, y era muy buen tirador. Tenían buena relación, se querían. Se
enfureció al saber que había tenido sexo con otro hombre. Después quiso
castigar al culpable y lo asesinaron.
Facundo se defendió. Dijo que Helen
mentía, y que él, en el testimonio que hizo a la policía inmediatamente después
de su detención, había indicado cómo ella lo sedujo y se introdujo con engaños
en su cuarto. Ya durante la cena le había metido la mano bajo la servilleta y
le acarició el pene. El no sabía qué se proponía. Lo que ella había contado era
mentira. El era inocente, había actuado en defensa propia, estaban tratando de
matarlo. Sólo había querido salvar su vida.
El fiscal pidió que se lo condenara
a la pena de muerte por asesinato, agravado por violación. El abogado defensor
pidió clemencia. Dijo que el sexo que tuvo con la dueña de la casa, según la
declaración a la policía, había sido consensual. El occiso había disparado
primero. Facundo no había tenido intención de matarlo con el cuchillo.
El juez no concedió a la acusación
la pena de muerte. Dijo que efectivamente el occiso había disparado primero. Posiblemente
el acusado había forzado o violado a la mujer, pero ella había regresado la
noche siguiente y no dijo nada en un primer momento a su marido. El acusado
pudo haber escapado de la cocina y, en lugar de eso, optó por hacerle frente al
occiso y atacarlo. Conocía el poder mortífero del arma que empuñaba y dirigió
el golpe al corazón. Era asesinato en primer grado. Había tenido lugar en medio
de una pelea. No había existido intención previa de matar a la víctima. Lo
declaró culpable y lo condenó a veinticinco años de cárcel. Los primeros doce
tenía que cumplirlos efectivamente y, si su conducta era buena, se le podría
conceder después un régimen de libertad condicional.
Facundo se echó a llorar desesperado.
Lo llevaron a un establecimiento penal cercano a Lubbock a cumplir la condena.
Era una cárcel moderna. Eduardo lo fue a visitar. Le dijo que era terrible su
situación, pero que podían haberle dado la pena de muerte. El hombre era rico,
y las leyes eran muy estrictas en Texas. Facundo insistió que era inocente, que
todo había sido un terrible accidente. Desgraciadamente, Eduardo no había visto
todo lo que había ocurrido, porque llegó a último momento y no pudo testimoniar
a su favor. Le preguntó que por qué no le había contado lo que estaba pasando
con Helen. Facundo le dijo que lo había pensado, pero que no se decidió. Helen
había mentido, era ella la que había iniciado la relación sexual. Estaba loca,
no sabía cómo podía habérselo dicho al esposo ni por qué. Eduardo le dijo que
las mujeres eran imprevisibles, pero que él había jugado con fuego al tener
relaciones en la misma casa de ella. Sabía que el marido tenía armas. Si le
hubiera contado a él lo que pasaba hubiera hablado con Helen, ella le tenía
confianza. Facundo le pidió a su amigo que le llevara libros para leer. Se
deprimía y estaba muy angustiado.
Eduardo volvió a ver a Helen. Fue a
visitarlo a su oficina en la universidad. Dijo que no iba a continuar con su
tesis, lo ocurrido la había destrozado. Le aseguró que había sido sincera. Que
Facundo la había engañado, era un hombre seductor y mentiroso. Que ella,
dominada por la culpa, se lo dijo a su marido. No sabía que iba a reaccionar de
esa manera. Le dijo que había hecho el amor con él contra su voluntad. Mientras
tenían sexo se jactaba de ser gaucho y de tenerla grande, y le decía que ella era
su china. Le había prometido que la iba a llevar con él a Argentina. Dios lo
había castigado. Ahora era un gaucho en la cárcel de Lubbock. Había entendido
mal a los cowboys. Llegó allí interesado en conocer la tumba de un bandido, de
un criminal, como había sido Billy the Kid. Era peligroso hacer apología del
delito. Algo siempre se le puede contagiar a uno. Helen se despidió y salió de
su oficina. Eduardo no la vio más. Supo que vivía en su rancho con un amante
mexicano más joven que ella. Tenía varios autos y le gustaba exhibirse con su
pareja en la ciudad. Se compró una avioneta y salían a filmar desde el aire.
Filmaban estampidas de ganado y los atardeceres característicos de esa zona de
Texas.
Eduardo iba regularmente a visitar a
su amigo en la cárcel. Le llevaba libros. No le permitían usar computadora. La
entrada y salida de información estaba vigilada. Con los libros no había
problema. Facundo era un gran lector. Dijo que estaba empezando realmente a
estudiar después de muchos años. En Rosario, con la cantidad de clases que
daba, tenía poco tiempo para leer las cosas que a él le gustaban. Eduardo le
propuso que se pusiera a investigar para escribir un libro de crítica. Así
podía matar el tiempo. A Facundo le gustó la idea. Le dijo que quería
investigar sobre la novelística de Eduardo Gutiérrez y escribir sobre él. Había
sido un autor muy mal tratado, e ignorado por la crítica. No creía que Helen
pudiera hacer una buena tesis sobre Gutiérrez. Eduardo le dijo que ella había
dejado la carrera. Facundo empezó a investigar sobre Juan Moreira y Hormiga Negra.
Se fue adaptando a su nueva vida, estudiando y escribiendo. Así el tiempo se
pasaba más rápido. Pronto vería correr los meses, luego los años, y un día,
quizá, pudiera salir libre.
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