de Alberto Julián Pérez ©
A Carlitos Vacareza le fascinaban las carnicerías. Se
había criado en un conventillo de Pinzón y Necochea, en La Boca. Su vecino era
carnicero, y cuando tenía diez años lo llevaba con él a su local, en Palos y
Olavarría. Su madre le dio permiso, pero le encomendó a Don Emilio que lo
cuidara, que no lo dejara agarrar los cuchillos, se podía cortar. A Carlitos le
gustaba el olor de la carne, tocar su frescura. Le gustaban las tiras de asado,
el lomo, el peceto. El gozaba estando en la carnicería. Le tenía miedo, eso sí,
a la sierra eléctrica. Disfrutaba viendo como Don Emilio conversaba con las
clientas, los chistes que les hacía, los comentarios groseros, las risas. En
una palabra: soñaba con ser carnicero. Su madre trabajaba de sirvienta, y el
novio de su madre (Carlitos no tenía padre conocido), que algo le ayudaba con el
alquiler del cuarto, era empleado del supermercado Día, en la esquina de
Almirante Brown y Pérez Galdós.
A Carlitos la escuela no le interesaba mucho. Iba a la
primaria de Aráoz de Lamadrid, de jornada completa. Allí le daban el almuerzo,
y eso tenía a la madre contenta. A los doce años le dijo que quería trabajar en
la carnicería de Don Emilio. El carnicero dijo que no, no podía, era muy
peligroso. Tenía que tener quince años por lo menos para empezar de ayudante. A
los trece años terminó la primaria y ya no quiso estudiar más. La madre lo
mandó a trabajar a la panadería “Las familias”, en Aristóbulo del Valle y
Necochea, a la vuelta del conventillo. Era clienta de la panadería y conocía a
la dueña desde hacía mucho. Carlitos ayudaba, limpiaba el piso de la cuadra,
hacía mandados, llevaba las bandejas de medialunas recién horneadas al frente
del negocio, donde atendían al público. Siempre le regalaban las facturas y el
pan del día anterior para que llevara a la casa. En el conventillo era
bienvenido, porque traía más de lo que él, su madre y Toño, el novio, podían
comer, y se terminaba haciendo una mateada general con las facturas que le
daban. También le traía pan a Don Emilio, que para él era como un padre.
Finalmente Carlitos cumplió quince años y Don Emilio
cumplió su promesa: lo llevó a trabajar con él a su carnicería. Tuvo que
aprender todas las tareas básicas del carnicero. Le enseñó a destazar la media
res, separando la carne de los huesos; a preparar los cortes: el lomo, el
asado, el bife ancho y el angosto, la palometa, la falda, el osobuco, el
matambre; a picar la carne y rellenar chorizos y morcillas. Todo le gustaba en
la carnicería: la luz, el olor de la carne, el olor de la sangre, la textura de
las entrañas. Era lo suyo.
En un principio Don Emilio fue muy bueno con él, como un
padre, pero poco a poco se empezó a poner más exigente. Carlitos tenía que
atender el pedido de las clientas, cobrarles, darles el vuelto sin equivocarse
y anotar en un cuaderno todo el dinero que entraba en la caja. Un día faltaron
cien pesos y el patrón, sin vacilar, le echó la culpa a él. Carlitos pensó que
quizá se hubiera equivocado en un vuelto. Don Emilio le dio una furiosa
bofetada con el dorso de la mano, que le sacó sangre de la nariz, y le dijo que
la próxima vez se lo descontaba de su salario y le iba a ir muy mal.
Don Emilio desconfiaba de todos, era un hombre duro. Era
oriundo de Corrientes y se había criado en Paraguay. En el conventillo decían
que había sido cuatrero, pero seguro que era una broma. Abajo del mostrador
guardaba un revólver calibre 38. En el último año no le habían robado. La Boca
era un antiguo barrio popular, los residentes se conocían, pero esto no impedía
que hubiese robos frecuentes.
Varios meses después entraron ladrones armados a la
carnicería. Fue a la noche, antes de cerrar. Don Emilio levantó las manos y,
cuando estaban vaciando la caja, se tiró al suelo y agarró el revólver que
guardaba bajo el mostrador. Se sucedió un tiroteo y el carnicero hirió a uno de
los ladrones, que lograron escapar. A él no le pasó nada y tampoco a Carlitos,
que se quedó junto a la pared, asustado, sin moverse. Dos balas picaron junto a
su cabeza. Don Emilio le dijo que había sido su bautismo de fuego, que ya sabía
lo que era que alguien le disparara. Después se rio. “A mí no me roba nadie”,
dijo.
Pasó el primer año. La economía del país empezó a andar
mal. Subió el dólar y la crisis se sintió primero en los barrios pobres. La
gente iba menos a la carnicería y compraba los cortes más baratos. Pedía sobre
todo carne picada. La picada la hacían con los requechos de carne que quedaban,
y le agregaban bastante grasa. La ganancia de la carnicería mermó y, al tiempo,
Don Emilio le avisó a Carlitos, que ya tenía dieciséis años, que si la
situación no mejoraba lo iba a tener que despedir. A Carlitos casi se le
cayeron las lágrimas, amaba su trabajo.
Le gustaba mucho hablar con las clientas, hacerles chistes
igual que su patrón, decirles alguno que otro piropo, que le festejaban, y
escuchar sus historias familiares. La carnicería, por momentos, parecía un
salón de peluquería, donde las mujeres se cuentan la vida, o el consultorio del
psicólogo, donde todos se lamentan de sus desgracias.
Don Emilio le dijo que tenía una idea, pero que era medio
arriesgada, y le preguntó si lo quería ayudar. No le podía decir de qué se
trataba, tenía que contestarle sí o no, y confiar en él. Carlitos, con cierto
miedo, le respondió que sí. Don Emilio le dijo que iban a buscar un animal y lo
iban a traer a la carnicería para faenarlo. Dos noches después salieron en su
vieja pick up. Este llevaba sus cuchillos. Contra lo que se imaginaba Carlitos,
Don Emilio fue en dirección a la cancha de Boca y las instalaciones del club.
Pasaron la cancha. Detrás estaban los potreros, donde los muchachos jugaban al
fútbol. Un poco más allá, se veía la construcción de las viviendas de Casa
Amarilla, que recién comenzaba. En los potreros se divisaban, pastando, varios
caballos. Eran los caballos de los cirujas, que recogían cartón, plástico y
madera con sus carros. Terminaban su ronda a las diez de la noche y dejaban
allí sus caballos, para que pastaran y durmieran.
Don Emilio subió su pick up a la tierra y se acercó a un
caballo blanco, que estaba atado a una cadena. Carlitos lo reconoció. Era el
caballo de Cosme, el ciruja, que pasaba todas las tardes por los mercados y los
depósitos del barrio, recogiendo cartón y madera. Su caballo lo obedecía como
un chico. El se apeaba del carro cuando veía madera o algún objeto en la vereda
que le interesaba. Le silbaba y el caballo se acercaba para que lo cargara. Carlitos
no lo podía creer. “¿Qué vamos a hacer?”, le preguntó a Don Emilio. “Vamos a
carnear el caballo”, le respondió.
El caballo blanco los miraba, curioso. Aproximaron la
caja de la pick up al animal y Don Emilio le bajó la tapa. Después, observando
en distintas direcciones, tratando de asegurarse que no hubiera nadie cerca que
los pudiera ver, sacó los cuchillos de la pick up, se acercó al caballo y le
dio una cuchillada en la yugular. Un gran chorro de sangre le salió del cuello.
Le empezaron a temblar las patas. Antes de que cayera, lo empujaron hacia la
caja de la pick up. Don Emilio, que era corpulento y tenía mucha fuerza, le
pasó una soga por el pescuezo y empezó a tirar. Le pidió a Carlitos que
ayudara. Entre los dos metieron al animal, de costado, sobre la caja. El bicho
pataleaba y seguía perdiendo sangre. Don Emilio cerró la tapa de la caja de la
pick up y salieron hacia la carnicería. De la parte de atrás del vehículo iba
chorreando la sangre.
Carlitos miró al animal por la ventanilla trasera de la
pick up. Ya no se movía. Llegaron a la carnicería y Don Emilio abrió el portón
del galpón de al lado, donde siempre la estacionaba. Metieron la pick up y
cerraron el portón. Don Emilio salió y con un trapo de piso limpió la sangre
que había goteado en la vereda. Carlitos vio que el caballo estaba muerto. Carlitos
nunca había observado el galpón por dentro. En la parte de atrás tenía una
estructura de hierro, de la que pendía una polea con cadenas. Don Emilio colocó
la caja de la pick up bajo el arco de hierro. “Preparate”, le dijo, “vamos a
faenar al bicho”.
Trajo de la carnicería, que se conectaba por una puerta
lateral, varias bandejas grandes. Luego le pasó dos cadenas a las patas
traseras del caballo y lo izó tirando de la polea, hasta que la cabeza del
animal quedó en el aire, por encima del piso de la caja de la pick up. Retiró la
camioneta y la dejó en un costado del galpón. Luego hizo descender la cabeza
del animal hasta unos cincuenta centímetros del suelo y ahí comenzó el trabajo.
Con un cuchillo, de un tajo, le abrió la panza. Le sacaron los intestinos y las
vísceras y las metieron en las bandejas. “Esto lo tiramos”, dijo Don Emilio,
“no sirve para vender”. Después le sacaron todo el cuero. “El cuero lo vendo en
la curtiembre”, dijo Don Emilio.
Trajo una sierra eléctrica portátil. Con la sierra el
carnicero dividió al caballo en dos y le cortó la cabeza. Después de eso
Carlitos lo ayudó a cargarse al hombro el medio animal y lo entraron en la
carnicería. Lo colgaron en un gancho en la heladera. Hicieron lo mismo con la
otra mitad. Después Don Emilio metió la cabeza, la cola, los cascos, las
vísceras del caballo en unas bolsas grandes de residuos y las pusieron en la
caja de la pick up. Con una manguera limpió la sangre de la camioneta. Hizo lo
mismo con el piso del galpón. Luego le pidió que lo acompañara. Se subieron a
la pick up y partieron. Cruzaron el Puente Avellaneda y se internaron en el
Dock Sud. Se metieron en la autopista Buenos Aires-La Plata y anduvieron como
veinte minutos. Salieron y bordearon la autopista por la colectora. A la
derecha se veían las casillas de una villa miseria de varias cuadras de largo.
En una esquina apareció un descampado que tenía montañas de bolsas de basura.
Detuvieron la pick y bajaron las bolsas. Después volvieron a la Capital.
“Mañana destazamos esas medias reses”, le dijo Don Emilio.
“Preparate, vas a tener mucho trabajo”, y se rio.
Carlitos regresó a su casa pasada la medianoche. Se había
lavado las manos y los brazos antes de salir de la carnicería, pero le quedaron
manchas de sangre en su ropa. Su madre se despertó cuando llegó y le preguntó
por qué venía tan tarde. Le dijo que había trabajado horas extras. “¿Por la
noche?”, preguntó su madre.
Al día siguiente destazaron las dos mitades del animal.
Separaron todos los cortes. Carlitos pensó que los iba a vender así, pero Don
Emilio le dijo que no se podía, había que picar toda la carne del caballo.
Carlitos hizo la mayor parte del trabajo. Tomaba los trozos de carne de
caballo, que era una carne muy roja y magra, y los metía en la picadora. Luego,
a pedido del carnicero, agregaba como un veinte por ciento de grasa de vaca. “Es
para mejorarle el gusto”, dijo Don Emilio, “así nadie se va a dar cuenta”.
Ponía la carne picada en bandejas y las llevaba a la heladera de la carnicería.
Sacaron una gran cantidad de kilos.
Empezaron a vender la carne picada de caballo y nadie se
quejó. Por la noche Carlitos le llevó dos kilos a su madre, regalo de Don Emilio.
Con la carne preparó albóndigas y hamburguesas. Carlitos no las quiso probar,
le dijo que no tenía hambre. Al ver la carne, se le aparecía la imagen del
caballo blanco, que lo miraba. Veía el momento en que Don Emilio le clavaba el
cuchillo en la yugular. El animal no se quejaba. Por la noche la imagen le
volvió en una pesadilla. Se despertó sollozando, todo transpirado. Su madre se
levantó para abrazarlo y le trajo agua.
Tenían demasiada carne. Al otro día pusieron muchos kilos
de carne picada en una gran bandeja de acero inoxidable. Don Emilio le echó
especias y empezaron a preparar chorizos. Carlitos era el encargado de meter la
carne en unos tubos transparentes. Tenían una máquina especial que empujaba la
carne en los tubos. Hicieron como 300 chorizos. Don Emilio congeló una parte de
la carne de caballo para que no se echara a perder. Vender toda la carne picada
le tomó como dos semanas. Don Emilio le dio a Carlitos 2000 pesos. Dijo que los
guardara, eran para él. Le pidió que no se los entregara a su madre, porque
pensaría que había hecho algo raro. Le guiñó un ojo.
Carlitos, ya con el dinero en sus manos, se empezó a
sentir bien. Se compró unas zapatillas Nike que hacía mucho tiempo miraba en un
negocio. Ya no le parecía un crimen la muerte del caballo. Al tiempo vio pasar
a Cosme, el ciruja, con otro caballo. Era un caballo negro y fuerte, de gran
alzada. Una señora del conventillo se enteró de lo que había ocurrido. “Le
robaron el caballo”, le dijo a Carlitos. “¿Y ese caballo negro?”, le preguntó.
“Se lo regaló la policía”, dijo. “Era un caballo viejo de la policía montada.
Lo iban a mandar a un frigorífico para hacer mortadela. El denunció el robo en
la comisaría de Pinzón. El Comisario le tuvo lástima y le consiguió el
caballo.”
Otra vez que Cosme pasó con su carro, Carlitos hizo un
gesto con la mano para saludarlo. El ciruja le correspondió el saludo y se
detuvo a recoger cartón en el almacén frente al conventillo. De pronto le silbó
al animal para que se moviera, pero el caballo no obedeció. Cosme optó por
agarrar la rienda y llevarlo él.
Carlitos pensó esa noche que la vida era dura y que quizá
se había equivocado de trabajo. Escuchó las exclamaciones de placer de su madre
y Toño que se estaban acariciando a su lado. Se levantó de la cama y salió al
patio. No le gustaba estar ahí cuando su madre hacía el amor, pero vivían todos
en un mismo cuarto y no tenían un espacio propio. Observó el patio del
conventillo. Era un edificio muy viejo. Fue al baño, que estaba sucio. Sólo
había dos baños para todos. Se puso a caminar por el patio. La luz de la luna
iluminaba los macetones de flores. Eran malvones rojos.
Pensó qué
le gustaría hacer en su vida. Quizá fuera el momento de irse. Se dijo que un
buen oficio para él sería el de camionero. Pero era menor, tenía que esperar
hasta los dieciocho años. Podría recorrer el país. Podría tener novias en
muchos sitios. Se fue a dormir. Al otro día tenía que levantarse temprano para
ir a trabajar.
Publicado en Revista Carnicería. Abril 2015. Web
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