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sábado, 15 de agosto de 2015

Viva la patria



                                            
                                                                                                de Alberto Julián Pérez ©





El Comandante del III Cuerpo de Ejército, General de División Luciano Benjamín Menéndez, arribará hoy a la provincia para presenciar ejercicios militares, informando al respecto que “no son movimientos bélicos sino ejercicios de instrucción…”
Consultado sobre las posibilidades de arribar a una solución en el diferendo limítrofe con Chile, se declaró optimista... Retomando el tema de los ejercicios…afirmó que “la obligación del Ejército es prepararse para la guerra”…

La Nación, 17 de octubre de 1978.




El jueves 21 de diciembre de 1978 reclamará seguramente una página de los estudiosos de la política exterior de la Argentina y de Chile…un hecho nuevo suspendió el jueves los aprestos militares para una crisis que tendía a “precipitarse en forma inminente”…El hecho nuevo fue la comunicación oficial de Juan Pablo II a los gobiernos de Argentina y de Chile de su disposición a enviar un representante personal…y examinar “la posibilidad de un honorable arreglo pacífico” del litigio…la Casa Rosada se apresuró a hacer saber a la opinión pública que el ofrecimiento papal había sido aceptado…También lo aceptó Chile.

La Nación, 24 de diciembre de 1978.




Hacía un rato que había salido la luna y las masas oscuras de montañas mostraban su accidentado perfil contra el cielo estrellado. En el valle se divisaban las manchas blanquecinas de las tiendas de campaña. Dentro de una de ellas, dos soldados conversaban en voz baja.
- ¿Estuviste con la patrulla del Sargento Soto? – dijo uno.
- No, por suerte – respondió el compañero.
- De la que te salvaste. Está hecho un hijo de puta.
- Les están dando con todo también a ellos.
Se quedaron en silencio por un momento. Hasta ellos llegaban los rumores y ruidos nocturnos. La luna proyectaba sobre las paredes de la tienda su luz tenue. Cada tanto cruzaba la sombra de algún centinela.
- Lo fusilaron al Rana, ¿te enteraste?
- Sí – dijo el compañero – lo mataron ayer a la noche. Yo oí la descarga, pobre pibe…
- El flaco Gutiérrez se la pasó llorando…
Los dos rostros se volvieron casi al mismo tiempo, hasta enfrentarse.
- Y al final, ¿qué va a pasar? – preguntó uno.
- ¿Quién lo sabe? – dijo el otro.
- ¿Vamos a entrar en batalla o no?
- Ya entramos en batalla…¿no te das cuenta? La batalla entre los Oficiales y los soldados.
- Quiero decir… con los chilenos.
- No lo sé.
- No aguanto más todo esto – confesó su amigo, con la respiración entrecortada – Me vuelven loco, creo que me voy a volver loco.
- Los Oficiales tienen la culpa. Ellos son los que crean esta tensión.
- Cada noche durmiendo vestidos, con las ametralladoras al alcance de la mano. No aguanto más… - dijo con un hilo de voz, cubriéndose la cara con las manos.
- Es como oler la muerte – comentó su compañero – Me contaron que uno en el Segundo Batallón se piantó totalmente. Agarró la ametralladora, empezó a gritar y tiró ráfagas para cualquier lado. Mató a dos e hirió a uno antes de que lo mataran a él. Al soldado que hirió le tuvieron que cortar las piernas.
- Y nadie sabe concretamente qué es lo que está pasando, ¿te das cuenta? Siempre rumores, rumores que circulan y pueden ser ciertos o no.
- Pasan de boca en boca y se deforman – murmuró – El miedo…es el miedo…
Miró hacia los costados. Se percibían en la penumbra los cuerpos extendidos de los otros soldados. Luego se volvió hacia su camarada.
- ¿Cómo podemos vivir así? – le preguntó.
- Y…- justificó el otro, abatido – uno se va acostumbrando…
- Acostumbrando, sí, acostumbrando a morirse. Un día nos dirán: “Bueno, llegó el momento, ése es el enemigo, está avanzando hacia ustedes, ¡disparen!”
- Y nosotros haremos lo que ellos mandan.
- Y los otros, los enemigos, harán exactamente lo mismo.





            Escucharon los pasos del centinela junto a la tienda. Se quedaron en silencio por unos instantes. Oyeron voces de otros compañeros que, como ellos, murmuraban. Uno de los amigos llamó al otro, tocándole el brazo.
-¿Quién gana en este infierno? – le preguntó.
- Los que no están aquí. Nosotros todos perdemos, ya no somos nosotros.
- Si solamente pudiéramos sacarnos la incertidumbre de encima, saber cuándo y cómo… – murmuró, oprimiéndose las sientes –…si desaparecieran estos fantasmas…
Se pasó la mano por la garganta y volvió la cabeza hacia el costado.
-Es hora de dormir – dijo su amigo, tapándose más con la manta.
- Imposible, no podré pegar los ojos, como anoche.
El centinela se detuvo un momento en la puerta de la tienda; luego, continuó la ronda.
-¿En qué pensás? – preguntó el soldado a su compañero.
- Pienso, ¡si pudiéramos hacer algo!
- Sacátelo de la cabeza, es una locura.
- ¿Por qué? – insistió.
- Nos agarrarían y nos matarían, nos fusilarían como al Rana.
- Al Rana lo fusilaron porque robó.
- Es lo mismo – dijo, molesto.
– Lo que se está planeando es diferente. Estamos aquí, en este desierto montañoso, aguardando que nos ordenen avanzar y entrar en batalla, sin saber si los Generales ya decidieron el momento para empezar la guerra, o si por el contrario van a desistir y retirar las tropas. Y allá, en las ciudades, hay hombres como nosotros, que esperan el desenlace de todo esto para saber si tendrán que trabajar con los mismos patrones o con otros nuevos.
El compañero no respondió al argumento. Permanecieron callados por algunos instantes.
-¿Qué hacías antes de venir al frente? – preguntó después.
- Era obrero en una planta química.
- No sé – dijo, volviendo al argumento inconcluso – todo me parece improvisado. Tengo miedo.
- Yo también tengo miedo – confesó sinceramente el que era obrero.
- ¿Y entonces…por qué te metés en eso?
- Tengo que hacerlo para defenderme – dijo - Mientras éstos tengan la manija siempre habrá otra guerra.
El compañero se quedó pensativo por un momento.
-¿Cómo van a vincularse con los de la ciudad? – preguntó luego.
- Ellos están imprimiendo panfletos y mañana a la noche enviarán a alguien para traerlos hasta las inmediaciones del campamento nuestro. Yo saldré a su encuentro para buscarlos.
- ¿Y si nos agarran…?
- No nos tienen que agarrar, Teodoro – sentenció.
Teodoro lo miró, angustiado.
-¿Y hay que pasar una parte de los panfletos al lado chileno después? – preguntó.
- Sí – contestó el otro – los llevaré yo mismo. Me escurriré por la loma, en dirección al campamento de ellos. Alguien me esperará a medio camino.
Teodoro extendió su mano por encima de la manta y estrechó la de su compañero.
-Está bien, Ramírez…- le dijo.
- ¡Bravo! – exclamó Ramírez.
- Si pasamos ésta… - dijo Teodoro.
Ramírez no respondió. Se quedaron en silencio. Desde el interior de la tienda se percibía el rumor de la noche.


  


            La luz tenue de la luna iluminaba las laderas pedregosas de las montañas vecinas al campamento. Por una de ellas se deslizaba trabajosamente el cuerpo de un hombre. Se detuvo y observó con atención el terreno grisáceo y opaco a su alrededor.
- ¡Eh! – llamó.
Otra voz le respondió desde un punto que no pudo precisar bien.
-¿Quién vive?
- Veintiuno – dijo el recién llegado.
Detrás de un montículo de piedras cercano se asomó la cabeza de un hombre. Le hizo una seña y el recién llegado se incorporó lentamente con los brazos en alto.
- Está bien – dijo el que aguardaba. - ¿Los trajiste?
- Sí – respondió el otro, bajando lentamente los brazos – los tengo conmigo.
Llevaba una mochila a la espalda. Se la quitó, la abrió y sacó de ella un envoltorio. Ramírez, frente a él, permaneció inmóvil.
- ¿Es la primera vez que te veo, no?
- Sí – respondió el recién llegado.
- ¿De dónde sos?
- Soy de Neuquén.
- Yo soy de Rosario – dijo Ramírez, ahora con una sonrisa.
El neuquino abrió el envoltorio. Contenía una cantidad de hojas impresas, atadas cuidadosamente con hilo. Encendió una linterna que casi no iluminaba y trató de leer. Tuvo que acercarse las hojas al rostro.
- ¿Qué te parece el encabezamiento? – preguntó a Ramírez, indicándole un título impreso en letras grandes, y leyendo con énfasis – “Soldados argentinos y chilenos, unámonos contra el enemigo común: los Oficiales y Generales de ambos Ejércitos.”
- Perfecto – exclamó Ramírez, muy entusiasmado - ¿qué más dice?
- No puedo ver bien, mi linterna casi no tiene pilas – dijo el neuquino, aproximando aún más las hojas impresas – es algo como….“Los Generales, lacayos de la burguesía, son los carniceros de los soldados de Argentina y Chile. Organicemos la resistencia. Unámonos todos los soldados con los obreros de las ciudades para derrocar a los Generales y a las burguesías de nuestros dos países. Comité de soldados argentinos y chilenos. ¡Abajo la guerra nacionalista! ¡Viva la revolución!”
- Fenómeno – exclamó el rosarino, satisfecho, palmeándole el hombro a su camarada –Yo me encargo de los panfletos. Espero que regreses sin contratiempos. Gracias por traer esto.  
Tomó los panfletos y los puso en una mochila.
- Buena suerte – dijo el neuquino.
            Sin aguardar respuesta, el neuquino dio media vuelta y, agazapado, desapareció, entre los arbustos y las piedras. Ramírez se arrastró en dirección opuesta a la de su compañero, ladera abajo. Pronto se detuvo y permaneció sin moverse, como aguardando algo. Oyó un ruido de ramas quebradas y alguien habló.
-¿Sos vos, Ramírez? – dijo la voz.
-Sí, soy yo.
A unos metros de distancia vio a un soldado que se incorporaba lentamente y se acercaba a él.
-¿Y? – le preguntó.
Ramírez le alcanzó la mochila que cargaba.
- Aquí están – dijo.
Teodoro la abrió y extrajo el paquete de panfletos. Trató de sacar uno tirando despacio por las puntas, sin quitar el hilo, pero no pudo. Finalmente, tomó una linterna e iluminó el panfleto que estaba en la parte superior del paquete.
- A ver qué dice…- leyó por un momento en voz baja - ¡Huum…! ¿No se les va la mano? – comentó después - ¿Unir a chilenos y argentinos, con la bronca que nos tienen los chilenos?
- ¡No seas boludo! – reaccionó Ramírez - ¿Qué puede tener en contra tuya el pobre laburante al que mandan a la guerra?
- Ellos quieren lo mismo que nosotros: las tres islas – justificó Teodoro.
- Nadie quiere las islas. ¡Qué se metan las islas en el culo!
- ¿Quiénes, los chilenos? – preguntó Teodoro.
- ¡Nooo, los Generales! – dijo Ramírez – Ahora nos mandan a la guerra, y si nos salvamos de morir aquí tenemos que volver a la villa miseria y a la fábrica, para que nos hambréen…¿no te das cuenta que lo que quieren es matarnos?
Teodoro asintió. Se quedo callado y bajó la cabeza, como reflexionando.
- Voy a pasar los panfletos al lado chileno – anunció Ramírez.
- ¿Querés darme una parte y la llevo al campamento nuestro? – le preguntó Teodoro.
- No, está bien – le agradeció Ramírez – Va a ser mejor que los lleve yo a mi regreso.
Ramírez metió los panfletos en la mochila.
- Tené cuidado…– le pidió Teodoro.
- Nos vemos mañana para el desayuno, o si no en la formación.
            Ramírez se agazapó, miró a su alrededor y se alejó por la ladera de la montaña. Su cuerpo pronto se perdió en la oscuridad. Teodoro lo vio desaparecer y miró hacia el cielo: las nubes ocultaban la luna. Luego descendió hacia el valle, donde estaba el campamento.







            La mañana siguiente amaneció con neblina. Las montañas que rodeaban el campamento casi desaparecían bajo el manto de niebla. Los soldados iban y venían con impaciencia entre las tiendas de campaña. A un costado, el cocinero atizaba los leños del fuego, que chisporroteaban bajo los calderos humeantes. Unos soldados formaban fila, esperando su turno para recibir el mate cocido. Cerca, otros bebían de los jarros y sumergían en el líquido trozos de pan. Teodoro vio a Ramírez a pocos pasos y se aproximó a él.
-¿Todo bien anoche? – le preguntó.
- Sin problemas – respondió Ramírez. Luego bajó la voz y agregó – Todo funcionó como estaba planeado. Alguien me estaba esperando a mitad de camino.
Teodoro bebió un sorbo de su jarro.
- No te sentí cuando volviste – le dijo.
- Estabas durmiendo como un tronco – dijo Ramírez.
- Al principio no me podía dormir – le confió su amigo – Pensaba en lo que podía pasar. Tenía miedo. Pero después caí rendido y dormí bien.
- Mejor para vos.
Teodoro observó el rostro demacrado de Ramírez.
- Tenés cara de sueño – le dijo.
- Te imaginás…- respondió el otro, haciendo un gesto de disgusto – casi no pegué los ojos…Pero hay que aguantársela.
Más soldados se habían incorporado a la fila del mate. La niebla se iba levantando poco a poco y aumentaba la intensidad de la luz. Soplaba un viento frío. Por encima de las montañas que encerraban el valle aún no había aparecido el sol.
-¿Hay misa también hoy? – preguntó Teodoro a Ramírez.
- Seguro – dijo Ramírez – el cura ya estará ensayando el sermón.
- La puta que los parió, todos los días lo mismo.
Se volvieron. En una elevación del terreno, como a ciento cincuenta metros, la figura de un hombre se confundía con el vuelo de una manta blanca. Finalmente logró dejar la manta inmóvil sobre una superficie horizontal. 
-Está preparando el altar – comentó Ramírez.
Teodoro movió la cabeza, negando, hacia ambos lados e hizo una mueca de disgusto. Sorbió el contenido del jarro y luego lo escupió, con asco, en el suelo.
- Este mate cocido no se puede tomar – dijo.
- Tiene un gusto inmundo – asintió  Ramírez – seguro que se les humedeció o se les mojó la yerba y se les está pudriendo en las bolsas.
- Ayer anduve todo el día con diarrea – se quejó Teodoro – Si por lo menos comiéramos como la gente.
-Comer como la gente… - dijo Ramírez, con resignada ironía – eso sería pedir demasiado…
- Hostias, eso es lo único que nos permiten comer…
Teodoro volvió su cabeza y miró otra vez hacia la elevación.
- Hablando de Roma, mirá – dijo a su amigo – el cura ya se está poniendo la ropa de misa.
El cura, frente al improvisado altar, extendía los brazos, colocándose la casulla.
- Ese cura…tiene una pinta…- dijo Ramírez – ni que lo hubieran sacado del loquero.
- Fijate durante la misa cómo abre los ojos, parecen dos huevos fritos.
- Lo hace para impresionar – explicó Ramírez – Pero no me hablés de huevos fritos que me agarra el hambre.
            Vieron a un Suboficial que se acercaba corriendo hacia el área de la cocina donde ellos estaban.
- Zás – dijo Teodoro – ahí viene el Sargento a sacarnos a todos rajando.
- ¡El desayuno terminó, soldados – gritó el Sargento – todo el mundo a misa! ¡Vamos, vamos!
            Los soldados dejaron sus jarros y se dirigieron hacia la elevación donde estaba el altar. Una vez que estuvieron todos quietos y en silencio, con las cabezas descubiertas, el oficiante, frente a la tropa, abrió sus brazos y empezó la misa. Tras él, un gran crucifijo desnudo dividía al sol naciente en cuatro.
- Dios padre misericordioso – exclamó el sacerdote – te damos gracias otra vez porque podremos llenarnos de tu espíritu. En el nombre del Padre…
-…y del Hijo…y de la puta que lo parió…amén…- dijo Ramírez.
- Guarda que el Sargento te puede oír – le advirtió Teodoro.
- Que se vaya a la concha de su madre.
Ramírez miró hacia donde estaba el Sargento. Este, junto a los Oficiales, seguía la evolución de la ceremonia, a unos seis o siete metros de ellos. Teodoro se cubrió los ojos con la mano.
- El sol está tan fuerte que me hace arder los ojos.
- Es que justo lo tenemos de frente.
El sacerdote miró a los soldados y levantó los brazos. Teodoro tocó a Ramírez con el codo.
- Che, Ramírez – le dijo, mientras todos se arrodillaban.
-¿Qué?
-¿Te puedo hacer una pregunta? – susurró.
-¿Qué querés?
-¿Tenés novia en Rosario? – dijo, bajando aún más la voz.
- Sí. No me hagás pensar en ella que me agarra la nostalgia – respondió Ramírez, algo disgustado.
Teodoro le habló casi al oído.
-¿Ella es comunista también? – preguntó.
- No, no sabe nada – respondió Ramírez, nervioso.
El cura les dio la orden de levantarse; luego juntó sus manos y rezó en voz baja. Teodoro miró hacia ambos costados para cerciorarse de que no estaban llamando la atención. Los rostros iguales de los soldados cercanos a ellos seguían la ceremonia con gesto inmutable.
-¿Por qué andás en todo esto? – continuó Teodoro.
- Ya te lo dije, para defenderme. No quiero que me agarren con los brazos cruzados, listo para el matadero.
-¿Pero no es una contradicción? – lo cuestionó su camarada – Sabemos que nos pueden matar en la guerra, y a eso ahora agregamos la posibilidad de que los Oficiales descubran nuestra conspiración, nos agarren y nos fusilen, dos posibilidades en contra en vez de una. Arrodillate.
-¡Joderse! – exclamó Ramírez, clavando sus rodillas en tierra, con disgusto.
- Yo todavía no estoy convencido – dijo Teodoro.
- Hacé lo que creas conveniente. Pensá que si los soldados de los dos ejércitos, el argentino y el chileno, nos unimos contra los Oficiales y confraternizamos, van a tener que retirar las tropas, la guerra se les va a ir a la mierda.
- Y si la guerra se les va a la mierda – concluyó Teodoro – también la manija política.
Ramírez lo palmeó suavemente en la espalda, aprobando la lógica correcta de su deducción.
- En las ciudades están llamando a una huelga – susurró en el oído de Teodoro.
Teodoro lo miró con una expresión de estupor.
-¿No me digas? – exclamó.
-Sí te digo. Calculá que en el frente se les pongan mal las cosas y después desde las ciudades les calienten el culo…
-No se van a sentir demasiado confortables, ¿no te parece? – dijo irónicamente Teodoro.
A una señal del sacerdote se pusieron de pie.
-Cagamos…- dijo Teodoro – el sermón.
            El sacerdote miró a la tropa por un momento. Era un hombrón de ojos claros; tenía un corte de cabello a lo militar y sus ademanes eran bruscos y autoritarios. Su voz estentórea y metálica llenó el espacio.
-Soldados de la Patria, hijos dilectos del Señor: Hoy tenemos que aceptar el camino doloroso de la guerra con obediencia y sacrificio, como buenos cristianos. La cruz cede su lugar a la espada. Pero la espada es la aliada de la grandeza. Cuando el Angel se presenta al Señor lo hace armado de espada. En tiempos como éstos la cruz y la espada son una misma cosa. Lo supieron los intrépidos conquistadores españoles que difundieron el mensaje de Dios a los salvajes de América; gracias a ellos hoy vivimos en una nación civilizada. La víbora del mal será cortada en dos contra la piedra y sonará entre nosotros, elevándose desde los valles, la trompeta del Angel. ¡No permita Dios ver nuestro suelo patrio hollado por el enemigo! ¡La muerte antes que la derrota! El pueblo todo será testigo del sacrificio de Uds., jóvenes héroes. Si en el campo de batalla el dedo de Dios los señala, acepten su destino con resignación cristiana: por el bienestar de nuestra Patria. ¡Adelante, por la victoria!
- ¡ ¡ Patria o muerte!! ¡ ¡Venceremos!! – gritaron todos a voz de cuello.
El sacerdote regresó al improvisado altar para continuar con la ceremonia.
-Che, Teodoro – dijo Ramírez.
-¿Qué?
- Este cura es cruel.
- ¿Cruel? – susurró Teodoro – Es un fascista sádico.
- Como le gustaría ser Inquisidor – dijo Ramírez.
- Es un hijo de puta.
- Le encantaría prendernos fuego a todos y mandarnos al Infierno – concluyó Ramírez.
El Oficial que ayudaba en la misa, de rodillas junto al altar, agitó una campanilla tres veces. El sacerdote levantó una hostia grande; luego inclinó su cabeza y se la llevó a la boca. Tomó la copa del cáliz y bebió. Se volvió hacia el Oficial ayudante e introdujo una hostia en su boca.
-Hay que ir a comulgar – dijo Teodoro.
-¡Aahj…hipócrita! – exclamó Ramírez, con desprecio – las hostias serán muy blancas pero éste tiene las manos llenas de sangre.
            Se incorporaron. El grupo de soldados se fue cerrando hasta que de él se desprendió una fila que avanzó hacia el altar. Los soldados se arrodillaban frente al sacerdote, recibían la hostia, se persignaban y volvían hacia donde estaban los otros. La fila adquirió un movimiento circular.
-Después de la misa seguro que nos hacen hacer ejercicios de combate – dijo Teodoro a su compañero.
-Sí, ejercicios de combate…dijo irónicamente Ramírez – salto rana, carreras, cuerpo a tierra, arrastrarse y cavar zanjas en la tierra requemada con el sol rajándonos la cabeza.
-¿Hay alguna novedad? ¿Te dijeron algo más?
- No se sabe nada – respondió Ramírez, mientras iba avanzando, acercándose al altar – Y la espera nos va minando poco a poco. Es como si nos limaran los nervios. La ansiedad ya no se aguanta.
- Pero aún no ha habido combates – se consoló Teodoro – Así que la guerra formalmente no comenzó. Al menos en nuestro frente.
            Llegó el turno al soldado que estaba delante de Ramírez. El joven se adelantó y fue hacia el altar donde lo esperaba el sacerdote.
-Al atardecer hay una reunión con los compañeros del Comité de Soldados – dijo Ramírez a Teodoro – Junto al árbol que está detrás de la loma.
-Está bien – asintió Teodoro.
El soldado se levantó y con las manos unidas en oración fue hacia donde estaban los que ya habían comulgado. Entonces Ramírez se arrodilló frente al altar y el sacerdote introdujo la hostia en su boca.







            Después de la misa los soldados se prepararon para hacer los ejercicios de combate. El sol brillaba con intensidad y hacía calor. Los Oficiales se pusieron al frente del Batallón, y asignaron a los Suboficiales la dirección de los grupos de tareas y comandos en el campo de operaciones. A Teodoro lo mandaron a hacer práctica de tiro y lanzamiento de granadas; Ramírez salió en un comando que debía abrir zanjas para trincheras.
            El grupo de Ramírez, dirigido por un Sargento, avanzó por un terreno seco y rocoso. Después de andar un rato el Suboficial les mandó detenerse y empezaron a trabajar.
-Ramírez – lo llamó uno.
Ramírez volvió la cabeza. Se inclinó sobre la pala y se secó la transpiración del rostro.
-¿Qué querés, hermano? – dijo.
El otro soldado lo observaba.
-Me da rabia no saber cómo salió Boca– le explicó.
El soldado, buscando compartir su nostalgia, se dirigió también a otro compañero.
-¿A vos no te pasa lo mismo, Peralta? – le preguntó.
-Sí – contestó Peralta - ¿Habrá jugado?
- Seguro, muchachos – dijo Ramírez – aunque estemos al borde de la guerra, la vida en Buenos Aires no se detiene. Habrá partidos.
-Habrá cabarets, mujeres… - agregó Peralta.
            El Sargento se acercó al grupo que trabajaba en la zanja vecina a la de ellos. Volvieron a su tarea. Ramírez echó el peso de su cuerpo sobre el mango de la pala, pero la hoja rebotó contra la tierra dura. Habían estado cavando por un buen rato y la zanja que habían logrado abrir no tenía más de 15 centímetros de profundidad. En el cielo limpio la intensidad de la luz del sol crecía y crecía.
-¿Tenés novia, Ramírez? – le preguntó Peralta, sin dejar de trabajar.
-Sí, desde hace tres años.
-Estás enganchado.
-Sin remedio – aceptó Ramírez – ya no me suelta más.
-¿Y pensás mucho en ella?
-Más o menos – dijo Ramírez – Ahora lo importante es sobrevivir.
Peralta se detuvo y se pasó el antebrazo por la frente.
-¡Qué calor que hace! – exclamó – Dame un poco de agua…
-Esto es el infierno, viejo – dijo el otro, alcanzándole una cantimplora casi vacía.
-Y para colmo de males ni siquiera sabemos lo que pasa. No llega un diario ni de lástima – dijo Peralta.
Le señaló a Ramírez una pala de hoja más angosta que estaba cerca de él, sobre la tierra.
-Alcanzame esa pala – le pidió.
Ramírez levantó la pala del suelo.
-Tomá – dijo, entregándosela – Lo hacen a propósito, para desconectarnos de la vida política de las ciudades.
-¿Y por qué quieren desconectarnos de la política? – preguntó Peralta.
-Porque nos tienen miedo – respondió Ramírez – y si no sabemos lo que pasa creen que nos van a controlar mejor. Por eso somos todos de diferentes lugares: ustedes son de Buenos Aires, yo de Rosario, los otros del Norte, nadie conoce a nadie.
-Pero a todos nos gusta el fútbol – bromeó el otro - ¿sos Centralista?
-¡A muerte!
-¡Ah, Ramírez viejo nomás! ¿Dónde trabajabas?
-Conseguí un trabajo en Duperial poco antes de que me llamaran al servicio – dijo Ramírez – Mi viejo trabajó allí muchos años. ¿Y vos? – le preguntó al otro soldado.
-Yo estuve casi un año sin empleo por culpa del servicio militar. Nadie me quería tomar.
-¿Y vos Peralta?
-Yo trabajaba como electricista en la construcción.
            Siguieron cavando. El Sargento pasó junto a ellos, vigilando el trabajo. Empezó a soplar un viento cálido y seco.
-¡Qué viento que hay, joder! – se quejó Peralta.
-Viento, sí – dijo el compañero – pero parece que saliera de un horno.
-¡No veo la hora que esto termine! – exclamó Peralta.
-Terminará – dijo el otro – cuando nos maten a todos.
-No – lo interrumpió Ramírez – va a terminar antes.
-¿Cómo…? – preguntó, sorprendido.
Ramírez miró hacia los lados hasta que dio con el Sargento; estaba como a diez metros de ellos. Se acercó a sus compañeros.
-Les tengo que decir algo – explicó confidencialmente Ramírez – Pero cuidado con comentarlo a nadie, es muy peligroso. Sé que en ustedes puedo confiar y en esto nunca me equivoco.
-Estate seguro, Ramírez – dijo uno, intrigado – de nosotros no saldrá ni una palabra.
            Ramírez apoyó la pala sobre la tierra y puso su mano en el hombro de Peralta.
-Nos estamos organizando para patear en contra – dijo con énfasis.
-¿En contra de los chilenos…? – preguntó Peralta, confundido.
-No, no seas bruto. En contra de los Generales y los Oficiales. Formamos un Comité de Soldados.
-¿Un Comité de Soldados? – dijo el otro, incrédulo - ¿Y qué van a hacer?
-Bueno, como se dan cuenta, estamos todos armados – explicó Ramírez – Si los Oficiales saben que nos organizamos en contra de ellos no se van a arriesgar a dejarnos salir al campo de batalla.
-Y el Comité, ¿sobre qué base se formó? – preguntó Peralta.
-Primero – dijo Ramírez – boicotear la guerra contra Chile. Nosotros no tenemos nada que ganar en una guerra. Segundo, unirnos con los soldados chilenos contra los Generales chilenos y argentinos. Esos son los dos puntos sobre los que nos pusimos de acuerdo. Estamos recibiendo apoyo de los trabajadores de las ciudades; nosotros también les prometimos respaldarlos. Los trabajadores están organizando una huelga.
            Los dos compañeros de Ramírez reflexionaron por unos instantes.
-Parece todo bien pensado – aceptó uno de los soldados – y en el momento actual hay que tomar partido. No se puede ser tibio.
-Y vos Peralta, ¿qué decís? – preguntó Ramírez.
-Yo estoy de acuerdo con los dos puntos que sostiene el Comité. Pero me parece demasiado arriesgado, no podemos ganar.
-No seas derrotista – dijo el otro soldado -¿No te das cuenta, con lo que nos explica Ramírez, que hay un criterio político de lucha de clases detrás de todo esto?
-Sí, viejo – agregó Ramírez – pero además es para defender el pellejo, antes que nos asesinen mientras nos quedamos cruzados de brazos.
            El Sargento se acercó otra vez y los soldados echaron todo el peso del cuerpo sobre las palas, tratando de herir la tierra dura y rocosa. 









            Al anochecer, después de la cena, en el período de descanso, un grupo de soldados se reunió detrás de la loma, bajo un árbol de ramas retorcidas y achaparradas. Sentados sobre la tierra, miraron como el sol se ocultaba tras las montañas y el valle quedaba en penumbras. Permanecieron en silencio hasta que uno de ellos dio la señal de empezar. Primero se enumeraron:
-Diecinueve – dijo uno.
-Doce.
-Nueve.
-Trece.
-Creo que estamos todos – dijo Ramírez.
-Catorce – indicó un soldado – vos pasaste anoche al lado chileno. ¿Cómo van las cosas por allá?
-Muy bien – respondió Ramírez – Hay un grupo de muchachos que trabajaban en las minas y ahora están dirigiendo al grupo de soldados chilenos que participan en el Comité de Soldados argentino-chilenos.
-¡Perfecto! – dijo el otro, satisfecho – Yo por mi parte tengo una gran noticia. Esta noche nos envían los periódicos impresos en la ciudad. En la primera página, como encabezamiento, con letras grandes: “Soldados chilenos y argentinos, unidos contra los Generales y Oficiales. No habrá guerra.”
-¡Qué bueno! – exclamó alguien.
-Serán muy importantes para hacer trabajo de agitación – continuó quien parecía ser el líder – Después explican que los trabajadores de las ciudades nos respaldan, que si nos dan órdenes de entrar en batalla tiremos en lo posible al aire, tratando de no avanzar.
-De acuerdo – dijo Ramírez - ¿Quién pasa al lado chileno esta noche?
-Paso yo – propuso un soldado.
-Está bien – dijo el líder, aprobando al voluntario – Decinos tu nombre de guerra, en caso de que haya algún problema.
-Cabrera.
-Está bien, Cabrera – asintió el líder – El Doce vendrá esta noche conmigo a la montaña a buscar los periódicos; le pasaremos la mitad a Cabrera para que los lleve al lado chileno, y entre todos nosotros distribuiremos la otra mitad en nuestro campamento.
            El líder preguntó si alguien quería agregar algo más, y después dio por terminada la reunión. Los soldados se pusieron de pie y fueron dejando el sitio de a uno. Antes de irse, Teodoro palmeó a Cabrera en la espalda y le deseó suerte.






Amanecía. Las moles oscuras de las montañas adquirían poco a poco un matiz pardo y grisáceo. El viento frío afirmaba en el terreno la escarcha depositada durante la noche. Pronto empezó el movimiento en el campamento. Los Oficiales y Suboficiales gritaban sus órdenes a voz de cuello. Los soldados iban y venían alrededor de las tiendas de campaña. Un grupo se había arrimado al fogón de la cocina. El cocinero llamó para el desayuno, y los soldados fueron pasando en fila frente a las ollas humeantes. Teodoro se acercó a Ramírez.
-¡Qué frío que hace! – exclamó, bebiendo un sorbo del líquido caliente de su jarro.
-Sí, como siempre a esta hora – aceptó Ramírez – Pero más tarde saldrá el sol y se pondrá hecho un horno.
-Estoy tiritando – dijo Teodoro, encogiéndose de hombros y contrayendo los músculos de su cuerpo.
Ramírez se llevó el jarro a la boca.
-Este mate está horrible – afirmó, haciendo una mueca de disgusto. Tocó a su amigo en el brazo y pidió que le alcanzara un pan.
Un soldado se aproximó a ellos. Los dos lo miraron interrogativamente.
-Muchachos – dijo, angustiado, apoyando la mano sobre el hombro de Ramírez – Tengo malas noticias.
-¿Qué…? – preguntó con ansiedad Ramírez.
El otro hizo un esfuerzo, le costaba hablar.
-Agarraron a Cabrera – dijo – Lo agarraron cuando regresaba del lado chileno. Ya había entregado los periódicos.
Se quedaron mirándolo, con gesto incrédulo.
-¿Cómo lo saben? – preguntó Teodoro.
-No respondió al contacto. Parece que lo estuvieron torturando toda la noche para que cantara.
-¡La puta que los parió! – exclamó Ramírez, agarrándose la cabeza.
-¿No lo habrán fusilado? – preguntó Teodoro.
-Todavía no.
-Capaz que se salva – balbuceó Teodoro.
-No creo – dijo Ramírez.
            Se quedaron los tres quietos, en silencio, con la cabeza baja y el cuerpo levemente echado hacia delante, como atraídos por la tierra. Teodoro tomó su jarro de mate y se lo ofreció a Ramírez.
-Tomá más mate.
-¡Qué mierda voy a tomar más mate – exclamó Ramírez, rechazando el jarro – es un veneno!
            El soldado palmeó la espalda de Ramírez y se apartó con sigilo. Teodoro y su amigo continuaron mirándose en silencio, rodeados por los rostros iguales de los otros soldados. Se oyeron gritos y órdenes y el Sargento se acercó corriendo.
-¡A formar, soldados! – gritó.
Sorprendidos por la orden, interrumpieron el desayuno. Dejaron sus jarros y fueron hacia el área asignada para la formación. Cada uno ocupó su puesto en la fila.
-Parece que viene el Comandante – murmuró alguien.
-Seguro que van a tratar de intimidarnos – le dijo Ramírez a Teodoro.
            Miraron hacia el camino, que venía, serpenteante de las montañas y desembocaba en el campamento. A lo lejos, divisaron la polvareda.
-Miren, allá viene un jeep – señaló un soldado.
De la nube de polvo había salido un jeep. Pronto el jeep volvió a desaparecer dentro de la nube y otra vez apareció. Estaba como a quinientos metros.
-Lo traen a Cabrera – dijo Ramírez, comprendiendo todo.
Detrás del jeep se movía la figura de un soldado. De pronto cayó sobre el camino. El jeep se detuvo. Alguien bajó e incorporó al caído. El jeep volvió a moverse, la figura tambaleante detrás.
            Los soldados estaban formados en una sola línea recta. El jeep se acercó más: estaba a unos doscientos metros. El cuerpo volvió a caer. Esta vez el vehículo no se detuvo.
-Mirá como lo arrastran, hijos de puta – dijo entre dientes Ramírez, sin poder contener la rabia.
-No hables en voz tan alta – le pidió Teodoro.
            El jeep frenó frente a la tropa. Del paragolpe trasero salía una cuerda y al final de la cuerda estaba el cuerpo. El Comandante, que venía en el asiento delantero del vehículo, se puso de pie; era alto, de abdomen abultado y vestía uniforme de combate. Una papada gruesa acollaraba su rostro, de nariz chata. Bajó del jeep, fue hasta el cuerpo de Cabrera e inclinándose sobre él lo sacudió del hombro.
-¡Levantate, perro! – gritó el Comandante.
            Mientras esperaba una respuesta, miró, amenazante, a la tropa. Cabrera no se movió. El Comandante le dio un puntapié. Tampoco se movió. Entonces lo agarró por los cabellos y fue tirando. Pronto los soldados pudieron ver el rostro de Cabrera, que era una máscara de lodo y sangre.
-¡Cómo le pegaron, qué animales! – susurró Ramírez, mordiéndose los labios de impotencia.
            El Comandante siguió tirando del cuerpo hasta que Cabrera quedó semiincorporado, de frente a la tropa. Estaba inconsciente, y su cuerpo se aflojaba y amenazaba con desplomarse, pero el Comandante, que ahora lo sostenía por el cuello de la camisa, apretó el puño y lo mantuvo en alto. Su cabeza, como la de un muñeco, estaba caída hacia un lado. El Comandante lo sacudió y Cabrera, lentamente, entreabrió los ojos.
-¡Soldados! – gritó el Comandante con ira – Esta basura, este canalla, anoche, así como lo ven, se fue de paseo…¿Saben adónde? – interrogó – Al lado chileno. ¿Y para qué? Para entregar unos pasquines, unas páginas de propaganda mugrienta, con el siguiente encabezamiento: “Abajo la guerra nacional, soldados argentinos y chilenos unidos contra los Generales y Oficiales de ambos Ejércitos. Viva la Revolución.” ¿Qué les parece? Esta rata miserable entregó esa basura a nuestros enemigos. Y más ratas como ésta, por supuesto, repartieron pasquines similares entre nuestros soldados. A ésos no los agarramos todavía, pero ya les va a llegar el turno. ¡Hijos de puta! ¿Quiénes son los maricones que se atreven a hablar contra nuestra Patria a favor del invasor chileno? ¡Traidores, perros traidores! ¡Juro por Dios y por mi madre que al que agarre lo voy a cortar en pedazos! ¡Mantenete firme, hijo de puta! – dijo, alzando más el cuerpo de Cabrera - ¿Cómo te animás a llamarte argentino? ¿Quién te crió a vos? ¡No habrá sido una mujer digna, sino una reverenda puta! Un hombre como éste, que no respeta nuestras tradiciones, nuestro pasado histórico de valor, no merece vivir. Es un traidor, y tendrá la suerte que merecen los miserables traidores a la patria. ¡Perro comunista!
            El Comandante soltó el cuerpo inmóvil de Cabrera, que cayó al suelo. Un Subteniente se acercó al Comandante.
-¿Le vendamos los ojos al traidor, mi Comandante? – preguntó.
-¡Nada de vendarle los ojos – gritó el Comandante – nada de pelotón, a esta rata la mato yo! ¡Alcánceme mi pistola, me gusta matar ratas!
El Subteniente fue al jeep y trajo una pistola en una funda de cuero. El Comandante la sacó de la funda. La pistola, negra, pequeña, apareció desnuda en su mano.
-¡Levantate, hijo de puta! – ordenó.
Cabrera permaneció inmóvil, su cara sobre la tierra. El Comandante lo tomó por el cuello de la camisa y tiró con fuerza, hasta que el cuerpo se fue incorporando.
-¡Despertate, perro comunista, te quiero despierto! – gritó.
Cabrera, como si hubiera entendido la orden, entreabrió los ojos. El Comandante aprovechó y empujó el cañón de la pistola contra su boca.
-¡Abrí la boca, hijo de puta!- gritó.
La boca no se abrió. El brazo del Comandante forcejeó hasta que finalmente el cañón entró en la boca. El Comandante levantó su cabeza y sostuvo su mirada fija en la tropa por un momento. Su rostro tenía una expresión de ira y de triunfo. Luego se volvió hacia Cabrera.
-¡Así te quería tener, traidor – exclamó - …tomá…hijo de puta!
Sonó el disparo. El cuerpo de Cabrera se sacudió. Un borbotón de sangre salió de su boca. El Comandante abrió la mano que lo sostenía y el cuerpo cayó a tierra. Largó otro borbotón de sangre y otro. La sangre se mezcló con el polvo.
-¿Les gustó? – gritó el Comandante, buscando las miradas aterradas de los soldados - ¡Esto es sólo el principio, van a haber muchos más!
Las miradas convergían sobre el cuerpo inmóvil de Cabrera. Dos oficiales se inclinaron ante el cuerpo, lo tomaron por los hombros y piernas y trataron de alzarlo. No pudieron. El cuerpo ya estaba rígido. Con esfuerzo, lo levantaron unos centímetros del suelo. Finalmente lo dejaron caer. Cabrera seguía en la misma posición. Más borbotones de sangre salieron de su boca.
-Griten – dijo el Comandante - ¡Viva la Patria!
-¡Viva la Patria! – respondió al unísono la tropa.
-¡Más fuerte! ¡Viva la Patria!
-¡¡Viva la Patria!! – gritaron a voz de cuello.
-¡Viva Argentina! – exclamó el Comandante.
-¡Viva Argentina!
-¡Muera Chile!
-¡Muera Chile! – gritaron los soldados.
-¡Mueran los traidores!
-¡Mueran los traidores!
-¡Mueran los perros comunistas!
-¡Mueran los perros comunistas!






            Apoyados sobre las palmas de las manos y las puntas de los borceguíes, los cuerpos tensos, transpirados, se sostenían a pocos centímetros del suelo; las cabezas, levantadas, apuntaban hacia donde estaba el Sargento, en cuclillas, observando.
-¡No toque el suelo, soldado…no toque el suelo! – gritó.
El cuerpo de un soldado casi se apoyaba sobre la tierra. El Sargento caminó hacia él.
-¡Levántese, soldado! – le ordenó.
El soldado tensó con dificultad los músculos de su cuerpo convulsionado, hasta que logró sostenerse sobre sus brazos, la espalda arqueada bajo el peso del fusil ametralladora.
El Sargento, fríamente, miró a la tropa.
-Abajo – dijo.
Los cuerpos se dejaron caer sobre la tierra.
-Arriba – ordenó.
Lentamente volvieron a levantarse.
-Abajo…arriba…- dijo el Sargento, repitiendo la orden varias veces, mientras los soldados renovaban su esfuerzo tratando de obedecer.
Caminó entre los soldados, controlando la posición de sus cuerpos, hasta que quedó satisfecho.
-Está bien – dijo, mirando su reloj – diez minutos de descanso.
            Se levantaron, sacudiéndose el polvo. Se sentaron en grupos y pasaron las cantimploras.
-Estos ejercicios me están matando – dijo uno.
Ramírez se incorporó, fue hasta un grupo vecino al suyo y tomó a un soldado por el brazo. El soldado se levantó y caminaron juntos unos pocos pasos.
-Esta noche tenemos que llevar periódicos al lado chileno – le dijo Ramírez.
-No podemos – dijo el otro – van a estar vigilando. Sería un suicidio.
-No, hay muchos pasos – insistió Ramírez – Usaremos uno poco conocido o cortaremos por la montaña. Nos guiará un arriero.
-¿Y si nos vende? – dijo el soldado.
-No – dijo Ramírez – vendrá con uno de los muchachos de la ciudad. Es de confiar.
El otro se quedó callado, reflexionando. Bajó la cabeza dubitativamente. Después miró a Ramírez.
-Ojalá que nos vaya bien – le dijo.
-Nos están probando – argumentó Ramírez – Si hoy no los pasamos, pensarán que somos pocos y estamos aislados. Pero si lo hacemos…
El otro asintió con la cabeza. Convinieron la hora del encuentro y volvieron a sus grupos.
Ese día los ejercicios se habían extendido más de lo acostumbrado, y ya el sol se ponía tras las montañas.
-¡Vamos, vamos! – gritó el Sargento – El descanso terminó, a mover las piernas.
Los soldados se incorporaron y empezaron a trotar, ladera arriba, hacia donde moría el sol.







La neblina del amanecer se disipaba rápidamente. Hacía un viento frío. Los soldados terminaron de tomar el desayuno y el Oficial de servicio llamó a formación. Teodoro vio a Ramírez y se acercó a él. Ramírez lo retuvo un momento.
-Tengo malas noticias, Teodoro – le dijo.
-¿Qué? – preguntó su amigo, alarmado.
-En el lado chileno descubrieron que anoche pasamos periódicos.
Teodoro quedó clavado en su sitio.
-¿Y cómo? – balbuceó - ¿Agarraron a alguno?
-No – dijo Ramírez, con sorna – los Oficiales argentinos encontraron varios periódicos en nuestro campamento, telefonearon a los Oficiales chilenos y les alcahuetearon.
-¿Ah sí? – exclamó Teodoro, irónico - ¡Qué bien! Ahora los Oficiales de los Ejércitos enemigos se unen contra sus soldados. Les estamos moviendo el piso.
-Dicen que se odian, pero son todos lo mismo – dijo Ramírez.
-Manga de carniceros ignorantes.
-Todos tienen las manos manchadas de sangre – sentenció Ramírez.
            A pocos metros de ellos los soldados se formaban en una larga fila. Ramírez y Teodoro fueron caminando despacio para ocupar su lugar.  
-Parece que hay un enviado del nuevo Papa tratando de mediar en la contienda – le dijo Teodoro – Va a ayudar a resolver la cuestión de límites.
-¿El Papa? Ese polaco es un anticomunista número uno – le advirtió Ramírez.
-Dicen que quiere impedir la guerra entre dos países cristianos – comentó irónicamente Teodoro.
-¡Qué buenos sentimientos! Si un día los norteamericanos barren a los rusos el Papa hace una orgía para festejarlo.
-Va a suprimir la misa y la reemplazará por las bacanales – dijo, divertido, Teodoro.
-La próxima misa la celebra en Wall Street – siguió Ramírez – en la comunión tragarán dólares en vez de hostias.
-Y va a usar la bandeja de plata de Juan el Bautista para que le traigan las cabezas de los burócratas del Kremlin – dijo Teodoro.
Ramírez rio de buena gana. Se colocaron en la formación.
El Oficial, a cien metros de ellos, conversaba con el Sargento. Los soldados esperaban en posición de descanso, aprovechando para cambiar unas pocas palabras con algún compañero.
Un soldado se acercó a Ramírez y a Teodoro.
-¡Muchachos! – los llamó.
-¿Qué pasa? – dijo Ramírez.
El soldado tenía en su rostro una expresión de gran angustia.
-En el lado chileno están torturando – susurró – La Policía Militar chilena se llevó a tres de la formación y los van a fusilar.
-¿Tienen algo que ver? – preguntó Ramírez.
-No, los agarraron al azar, para intimidar. Dicen que si no aparecen los culpables, matarán a los inocentes.
-No hay que aflojar – dijo, con firmeza, Ramírez.
-Quieren que nos pongamos los unos contra los otros, sembrar el terror… - dijo el soldado.






            Ese mediodía los rayos del sol cayeron, verticales, sobre el valle. Unos helicópteros volaban sobre el campamento. Camiones con soldados armados cruzaban el campo. Un grupo cargaba ametralladoras antiaéreas en un vehículo. Las voces se confundían con el ruido de los motores. Movimiento.
            Unos soldados aguardaban, de pie, junto a unas cajas apiladas. Un camión se detuvo frente a ellos; se abrió la puerta de la cabina y bajó un Sargento.
-¡Carguen las cajas de municiones en el camión! – ordenó.
Dos soldados levantaron una de las pesadas cajas y la llevaron lentamente, con cuidado, hasta la plataforma trasera. Otros soldados los siguieron. El Sargento volvió a trepar a la cabina del camión. Teodoro vio a Ramírez cargando una de las cajas con otro soldado, aguardó a que la depositaran sobre la plataforma y se acercó a él.
-¿Entramos en batalla? – preguntó Teodoro, sin entender a qué se debía todo ese movimiento de material bélico.
-No – contestó Ramírez, con fingida indiferencia – volvemos a los cuarteles…
-¿Qué? – exclamó Teodoro, incapaz de contener su sorpresa.
-¡Volvemos a los cuarteles! – dijo Ramírez, con una sonrisa de triunfo.
Teodoro, loco de alegría, aferró a su amigo por ambos brazos.
-¿Ganamos? – preguntó.
-Sí, no habrá guerra – dijo Ramírez, abrazándolo – se asustaron. Abandonaron las amenazas y las torturas y están retirando las tropas. Ya no les importan más las islas – continuó – se les dio vuelta la tortilla. En las ciudades los trabajadores declararon la huelga. Los mineros de Chile también están parando. Y esto es solo el principio.
            Alguien lo llamó desde el camión; Ramírez volvió su cabeza y vio a un soldado que, inclinado sobre la plataforma, acomodaba una caja de municiones. El soldado levantó el brazo derecho con el puño cerrado, saludándolo. Ramírez, a su vez, alzó el brazo y mantuvo el puño en alto, apretado, por unos segundos. Tenía en su rostro una sonrisa amplia. Luego se volvió hacia Teodoro.
-Seguro que van a decir que no van a la guerra para obedecer al Papa – le comentó Teodoro, con sorna.
-Claro – dijo irónicamente Ramírez – todo fue obra del Espíritu Santo.


 Publicado en Melodramas políticos. Buenos Aires, 2011: 147-179

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