de Alberto
Julián Pérez ©
Ana María Robles estaba casada con Juan
Carlos Salvatierra. Tenía veintiocho años. Vivían en Barrio Norte, en Arenales
y Talcahuano. Juan Carlos era mayor que ella. Decía que tenía cincuenta y cinco
años, pero Ana María sospechaba que había alterado el documento. Se acercaba más
bien a los sesenta. Era un hombre rico y le gustaban las mujeres jóvenes. Se
vestía muy bien e iba día por medio al gimnasio. Tenía un estado físico
aceptable y era simpático. Había hecho su fortuna en la industria inmobiliaria.
Las malas lenguas decían que, durante la dictadura, había ayudado a los
militares a introducir en el mercado las propiedades que les robaban a sus
víctimas, falsificando la documentación.
En Barrio Norte hablaban de Juan Carlos. Allí había grandes fortunas. Estancieros
e industriales. Juan Carlos no podía dar cuenta del origen de su riqueza.
Sabían que de joven había sido pobre. Venía de Rosario, y su padre había sido obrero
del frigorífico Swift. Había cursado unos años de abogacía, pero nunca terminó
la carrera. Lo que había aprendido, sin embargo, lo había utilizado muy bien.
Era un hombre inteligente, y un buen lector. Tenía en su departamento una sala
dedicada a biblioteca, con varios cientos de libros. No los coleccionaba,
decía, los compraba de a uno y los leía. Lo consideraban un hombre decadente. Le
adjudicaban relaciones perversas de todo tipo. Nadie lo conocía bien.
Juan Carlos era un hombre complejo.
Se había casado dos veces y no había tenido hijos. Su nuevo matrimonio era una
liberación para él, estaba profundamente enamorado. Ana María no era una joven
inocente. Como Juan
Carlos, era de origen pobre. Se había criado en el oeste del Gran Buenos Aires,
en Morón. Su padre tenía una carpintería. Ella no había querido estudiar. Era
una mujer hermosa y sensual. Para el sexo era una diosa. Su inteligencia se
despertaba en la cama. Era incansable e insaciable. Ella y Juan Carlos se
pasaban la noche despiertos, haciendo el amor y charlando. Tenía un gran
sentido del humor. Les gustaba mirar juntos películas extranjeras. Juan Carlos
sabía mucho de cine, y se había propuesto educar a su mujer. Cuando terminaba
la película Ana María se le montaba encima y lo llevaba al éxtasis. El estaba
en la gloria, y sentía terror de que esa felicidad pudiera terminar alguna vez.
Ella despertaba el deseo de los
hombres y había tenido muchos amantes. Las miradas la seguían a todos lados. A
Juan Carlos lo envidiaban profundamente. Como todos imaginaban, ella se había casado
con él por dinero y a su modo era feliz. Se sentía bien con Juan Carlos. Siempre
miraba lo que pasaba alrededor suyo. Le encantaban las aventuras sexuales.
Tenía una amiga íntima y confidente, Marita Roselló, y salía con ella a tomar
tragos a las barras de Barrio Norte. Marita era amante de un joven físico
culturista, vecino suyo, que vivía con una mujer empresaria, mayor que él. En
Barrio Norte había muchas relaciones como esa. Por dinero. El joven estaba bien
dotado. Marita le describía los detalles de sus relaciones sexuales.
Ana María le hablaba de ella y de su esposo. Su vida sexual con él no
era mala. Juan Carlos era un hombre apasionado. Por
sobre todo admiraba su cultura. Le gustaba escucharlo hablar de libros y de
viajes. Sabía de todo. No le contaba mucho sobre sus negocios. Creía que estaba
un poco aburrido de ese mundo. Derivaba todo lo que podía en sus subordinados.
Concretaba sus operaciones por teléfono, o en cenas y charlas de café. Seguía
sus negocios en su computadora. Los contactos eran todo, y Juan Carlos era un
sicólogo natural y un hombre vivísimo. Cuando los otros iban, él ya estaba de
vuelta.
Ana María le confiaba a su amiga sus
aventuras extramatrimoniales. En el barrio había dos muchachos con los que se
veía regularmente. Eran chicos ricos. Uno tenía caballos y jugaba al polo. Le
gustaban los dos y una vez los juntó. Se pasaron la tarde haciendo el amor.
Marita le preguntó si su esposo no sabía nada. Ella le dijo que creía que
sospechaba, pero que se hacía el que no sabía. Era un hombre de mundo. Era
viejo y sabía que no la podía tener para él solo. No era atractivo. Era apenas
más alto que ella, y no estaba bien dotado. A ella le gustaban los hombres
jóvenes, fuertes y de miembro generoso.
Era cierto. Juan Carlos no sólo
sospechaba que su mujer tenía relaciones con otros hombres, sino que lo sabía.
Comprendía que era demasiado joven para él. Podría ser su hija. Sus conocidos
le decían que la veían acompañada en los pubs de la zona. Le daban a entender
que estaba levantando tipos. El tenía un horario muy irregular. Muchas veces se
quedaba en la oficina leyendo. Le gustaba leer de todo. Leía a los filósofos
franceses, a los novelistas norteamericanos, a los poetas hispanoamericanos.
Sabía mucho de literatura argentina. Conocía bien la obra de Borges, de Sábato,
de Cortázar, de Saer. Le gustaban Aira y Pauls. Admiraba la obra periodística
de Walsh. También leía historia, y creía que José Luis Romero era el
historiador argentino que mejor escribía. La literatura francesa era su
preferida y sus dos autores favoritos eran Voltaire y el Marqués de Sade. Le
gustaban los cuentos de Voltaire y sus ensayos filosóficos. Admiraba a todos los
pensadores de la Ilustración. Decía que eran los padres de la modernidad:
Voltaire, Diderot, Montesquieu, de Tocqueville. Rousseau le interesaba menos. No
le gustaba la gente que tenía una imagen exagerada de sí (hacía excepción con
Sarmiento, porque su prosa le parecía excelente y su inteligencia excedía las
expectativas de cualquier lector). En cuanto al Marqués de Sade, lo consideraba
un santo de la libertad. Había leído su biografía. El Marqués había sufrido
horrores. Había pasado 30 años preso. La mayor parte de sus libros los había
escrito en la cárcel. Su obra era la apoteosis de la perversidad sexual. Había
sido escrita por un moralista que repudiaba los prejuicios de su tiempo. La
sociedad había alejado al hombre de sí mismo. El Marqués era un gran egoísta,
pero con razón. Enseñaba a descender a la abyección, como camino a la
liberación. La moral hipócrita era una camisa de fuerza. La sociedad creaba
siempre nuevas restricciones, buscaba hacer la vida completamente predecible. Por
eso se morían todos de hastío y aburrimiento. Necesitaban el sexo y la
venganza. El libertinaje. Ser libres contra los otros.
Le daba placer leer al Marqués. Sus
historias eran de una pornografía perfecta. Su obra favorita era La filosofía en el tocador, que
combinaba la filosofía con las relaciones perversas. Se pasaba horas en su oficina,
leyendo, y meditando en su obra. Pensaba en su situación con su mujer y se
decía que tenía que dejar que fuera libre. Era celoso, pero sabía que si la
vigilaba la perdería. Estaba profundamente enamorado de ella. Estaba
obsesionado con su mujer. Y Ana María para él era sobre todo su sexo. No era
una persona que tuviera otros dones. Pero para él esa sexualidad era perfecta,
el centro del mundo.
Había días que ella no regresaba al
departamento. Le hablaba y le decía que se iba a la casa de la madre en Morón.
Regresaba al otro día muy contenta. Una vez faltó dos días. El le habló, pero
su celular estaba apagado. No se animó a preguntarle a la madre. Sabía lo que significaba.
Si le hacía un escándalo podía abandonarlo. Era lo que pagaba por tener el
mejor sexo de Buenos Aires. ¿Cuántos hombres de su edad podían decir lo mismo?
Cuando ella regresaba venía excitada. Se acostaban y ella era imparable. Lo
dejaba exhausto.
Después de un tiempo pensó que era
mejor hablar libremente de la situación. Pero tenía miedo de hacerlo. Podía
tomarlo como que no le importaba. Buscó una solución alternativa. Sabía que a
ella le gustaban los tipos altos y buenos mozos. Una solución era contratar a
un chofer lindo y atlético. Seguro que ella iba a entenderse con él. A Ana
María le gustaba meterle los cuernos. Se sentía superior. De esa manera
evitaría que ella saliera afuera de levante, a los bares, corriendo riesgos. La
calle estaba llena de gente violenta. A él le daba miedo que un día le hablara
la policía y le dijera que le había pasado algo malo. Si se arreglaba con el
chofer estaría segura. El chofer era su empleado. Tendría que cuidarse de él.
Quedaría todo en casa.
Juan Carlos empezó a fijarse en los
tipos del gimnasio, a ver si alguno podía servirle. Iban muchos patos vicas. A
él le parecía que tenían una musculatura excesiva. No sabía si a su mujer podía
gustarle alguien así. Era muy artificial. En el vestuario los hombres se
cambiaban después de su sesión de gimnasia. Se fijó en un muchacho alto,
moreno, de mirada plácida. Vio que tenía un miembro grande. Lo observó bien y
le pareció que era el tipo de hombre que podía gustarle a Ana María. Se acercó
a él y le sacó conversación. Le preguntó qué hacía. Le respondió que vendía
zapatos. Estaba semi-empleado. Había trabajado en una compañía de seguros, pero
tuvo problemas, y lo echaron. Le preguntó si sabía manejar. El otro le
respondió que sí. Le dijo que tenía un trabajo que ofrecerle. Necesitaba un
chofer, y el trabajo requería una persona que tuviera ciertas condiciones
físicas. El chofer tenía que encargarse también de la protección personal y la
seguridad. El otro le dijo que él podía hacerlo, sabía karate. Juan Carlos le
ofreció de sueldo una cantidad generosa, como para que el otro aceptara. Le
dijo que más que su seguridad le preocupaba la de su esposa. No tenían hijos,
pero ella era joven y hermosa, y había gente que lo odiaba y le gustaría
hacerle daño a su mujer. Así quedaron. Al otro día Juan Carlos lo recibió en su
departamento y le mostró la cochera. Tenía varios autos. Adrián, el chofer y
guardaespaldas, manejaría el BMW, el auto preferido de su esposa. Luego llamó a
su contador y le dijo que pusiera a su nuevo chofer en la lista de sueldos, y
que si necesitaba un adelanto de dinero se lo facilitara, era hombre de su
confianza.
Adrián cumplió bien con su trabajo. Era
un joven tranquilo. Su personalidad se parecía bastante a la de Ana María. La conducía
adonde ella le pedía. Iban al country del Jockey Club, a trotar a Palermo, a
los shoppings y a visitar a su amiga Marita, que se había mudado a un barrio
cerrado en San Isidro, donde vivía con un banquero. También la llevaba a Morón
a visitar a su mamá, que nunca había querido dejar el barrio.
La relación entre Adrián y Ana María progresó rápidamente. Pasaron de
la simpatía a los roces y fueron a un hotel. Adrián era apasionado como ella.
Mantenían relaciones sexuales juguetonas y barrocas. El hacía todo lo que a
ella le gustaba. Besaba muy bien. Le encantaba acariciarla. Adoptaba en la cama
distintas posiciones. Le gustaba el sexo vaginal y anal. Le lamía con fruición
la vagina y ella le devolvía el goce succionando su miembro. Ella tenía
múltiples orgasmos con él. Se pasaban horas en la cama. Les encantaba verse
reflejados en los espejos de las paredes del cuarto mientras hacían el amor.
Cuando se sentían algo cansados se ponían a ver una película porno que muy
pronto volvía a excitarlos. Después de esas tardes ella sentía que estaba en la
gloria, renovada. Elegían distintos hoteles alojamiento según el tipo de decoración de los cuartos. Iban casi
diariamente.
Ella estaba feliz. Le brillaban los
ojos y su piel se veía tersa. Juan Carlos lo notó al volver de la oficina. Su
mujer estaba en pleno affaire con Adrián. Cuando regresaba al departamento
después de estar con él, lo abrazaba y le acariciaba el cabello. Tenía los
senos duros. No le daba tiempo de terminar de cenar. Lo besaba, ponía su mano
sobre el pantalón e iban juntos al dormitorio. Ella se entregaba a los
orgasmos. La tarde pasada con Adrián le aumentaba el deseo. Juan Carlos estaba
contento. Ella era así y por eso la amaba.
Cuando Adrián venía al departamento
para dejar o buscar a Ana María, Juan Carlos se sentía incómodo. Ese hombre
había estado haciendo el amor con su mujer o planeaba pasar el día con ella en
un hotel. Era difícil no sentir celos. El era un hombre rico, admirado, pero no
podía ser joven y atractivo como Adrián. Había fomentado la relación y ahora
pagaba el precio. Lo hacía por su mujer. La situación era cruel para él.
Sufría.
Con el paso de los días, sus
sentimientos fueron cambiando. La
envidia se transformó en curiosidad. Pensaba cómo sería Adrián con su mujer en
la cama. Miraba el cuerpo del joven y reconocía que era hermoso. Sintió deseos
de verlo hacer el amor con su mujer.
Le habló a Ana María y le dijo que
lo sabía todo. En un principio ella lo negó, pero después lo aceptó. El le dijo
que la comprendía. El era un hombre mayor, y ella era una mujer muy intensa.
Quizá fuera lo mejor. Al otro día, cuando llegó el chofer, Juan Carlos lo hizo
entrar a la sala. Le dijo que ya sabía lo que pasaba entre él y su mujer.
Adrián no se animaba a mirarlo a la cara. Juan Carlos le puso la mano en el
hombro, mostrando comprensión. “Lo que uno hace por deseo y por amor, está
bien” – dijo – “La naturaleza nos hace sentir atracción hacia los otros, es
humano”. Era una frase rimbombante e intelectual, pero el muchacho lo miró
agradecido. Juan Carlos dijo que ellos tres eran amigos, tenían buenos
sentimientos, y que si su mujer estaba bien y él también, él no tenía nada que
objetar. En ese momento Adrián lo miró, incómodo. El joven se sentía culpable.
Juan Carlos se fue a leer a su escritorio y Ana María y Adrián salieron.
Al día siguiente Juan Carlos le dijo
a su mujer que el momento más difícil ya había pasado. Los tres eran amigos, y
ellos no tenían necesidad de ocultarse. Lo mejor sería que un día estuvieran
los tres juntos. Le confesó que le gustaría estar presente cuando ellos dos
hicieran el amor. Se pusieron de acuerdo y una tarde se reunieron los tres en
el departamento y fueron al dormitorio. Ana María y Adrián se desnudaron y
comenzaron a besarse y acariciarse. Juan Carlos se quedó de pie a un costado y
observaba con interés, excitado. Al principio ella fue poco expresiva, pero
luego mostró su erotismo. Adrián se comportó con naturalidad, como un hombre
experimentado. Juan Carlos se empezó a quitar la ropa. Se acercó a la cama y
los acarició a los dos. Besó a su mujer y luego le acarició la mejilla a
Adrián. Ana María y Adrián se abrazaron e hicieron el amor. Llegaron al orgasmo
y se tendieron en la cama a descansar.
Al otro día se repitió la escena.
Adrián llegó por la tarde al departamento. Juan Carlos estaba en su escritorio.
Lo recibió Ana María. Conversaron, tomaron una copa. Luego fueron al
dormitorio. Juan Carlos entró al rato. Esta vez se animó a participar. Le besó
el sexo a su mujer con pasión. Luego le acarició el miembro a él y lo guió
hacia la vagina. Después que la penetró lo separó. Ellos le dejaron hacer. Introdujo
otra vez la lengua en la vagina de su mujer. Le frotó el miembro a Adrián y se
lo apoyó contra sus propias nalgas. Sintió que Adrián estaba muy excitado y
jugaba con su ano. Su mujer no dijo nada. Adrián estaba tratando de penetrarlo.
Le dolía. El otro se puso vaselina y logró introducirle el miembro. Le dolía
mucho. No había tenido gran experiencia con hombres. Sintió placer. Pensó en el
Marqués de Sade. Su mujer empezó a excitarse más y más ante la situación. El
continuó introduciendo su lengua en la vagina. Finalmente se vinieron los tres
al mismo tiempo. En reconocimiento se tocaron las manos. Se separaron y empezaron
a sonreír. Luego rieron abiertamente. Habían logrado algo que no esperaban. Se
sintieron liberados. Juan Carlos les dijo que quería que fueran amigos. La
relación que tenían era demasiado práctica. El buscaba otra cosa. No sabía qué.
Les ofrecía su amistad.
Empezaron a salir de paseo los tres
juntos. Iban a los restaurantes, al teatro, a los conciertos. Juan Carlos dejó
de ir al trabajo por varios días. Una tarde se apareció en la oficina con Ana
María y Adrián. Sus empleados notaron que estaba pasando algo raro y se
intercambiaron miradas burlonas. Juan Carlos se dio cuenta y no le importó. Lo
tenía sin cuidado lo que pensaran de él. Se sentía libre. Estaba empezando a
entender a Sade, cuando hablaba de libertinaje.
Juan Carlos conversó con su mujer y
Adrián. Les confesó que los quería mucho, eran especiales. Sabía que era un
hombre mayor, tenía cincuenta y cinco años y ellos aún no habían llegado a los
treinta. Estaba pensando en el futuro de ellos. Quería que vivieran bien, aún
cuando él ya no estuviera. Le pidieron que no hablara así, él tenía muchos años
por delante. Juan Carlos les dijo que convenía prever. El dinero no era todo,
pero sin él uno estaba a merced de los demás.
Ana María se sintió muy incómoda con
el diálogo. Ella era la esposa, no sabía por qué lo incluía también a Adrián en
ese tipo de conversaciones. Pensó que la relación entre Adrián y Juan Carlos
estaba creciendo. No fuera que Adrián tratara de convencerlo de que le dejara
parte de su fortuna. No le gustaba que se acostaran y Adrián sodomizara a Juan
Carlos. Ella era posesiva y era normal que sintiera celos, Juan Carlos era su
marido. Había hecho mucho por ella, y le estaba agradecida. No quería que nadie
lo usara o se aprovechara de él. Hubiera preferido que todo lo que pasó hubiera
ocurrido en secreto. Le gustaba engañar a los hombres, acostarse con varios,
sin que los otros lo supieran. En la situación presente sentía que había
perdido control de la situación y que era su marido el que manejaba todo.
Juan Carlos los invitó a tomarse una
semana de vacaciones juntos e ir todos al casino de Mar del Plata. A ella no le
gustaba el juego, pero dijo que los acompañaría. Se quedaron en el hotel del
casino. No era temporada alta. La mayoría de los que se hospedaban en el hotel eran
los jugadores regulares, clientes del casino, que amaban con pasión el juego y
gastaban su dinero sin culpa. En su mayoría eran hombres. Se pasaban el día en
el casino. A Juan Carlos y Adrián les gustaba el punto y banca, el póker y la
ruleta. Ana María se ponía vestidos largos muy hermosos y joyas caras y se quedaba
sentada en la sala del casino mientras jugaban. Estaba soberbia. Todos la
admiraban. Les dijo a Juan Carlos y a Adrián que se aburría. Iba a ir a tomar algo al bar del hotel y a caminar un rato por la ciudad. Les pidió que
no se preocuparan y que siguieran jugando. Juan Carlos se disculpó: estaban tan
concentrados en el juego que no podían parar. Iban perdiendo, por supuesto,
pero no les importaba.
Ella fue al bar del hotel y pidió un trago. La gente del bar le resultaba
interesante. Los observó con atención. Había pocos jóvenes. El promedio andaba
por los cuarenta años. Varios eran más viejos. Estaban bien vestidos y se
notaba que tenían dinero. Se veían pocas parejas. Dos mujeres jóvenes, muy
llamativas, se sentaron en la barra del bar. A las once de la noche un hombre
como de cuarenta años se acercó a hablar con ella. La invitó a un trago,
conversaron y rieron. Ella lo encontró atractivo. Sus pocas arrugas le parecían
eróticas. El hombre le dijo que era deportista y le gustaba navegar. La miró con
sensualidad y puso la mano sobre su falda. La invitó a su habitación y ella
aceptó. Hicieron el amor con pasión, el hombre le encantaba. Pasó el tiempo sin
que se diera cuenta. Ella se entregó a sus orgasmos. De pronto miró la hora:
eran las tres de la mañana. Pensó que su marido habría regresado a la
habitación y se asustaría si no la veía. Le dijo al hombre que se tenía que ir.
Se empezó a vestir. El otro se levantó y ella vio que ponía algo en su cartera.
Le dio un beso de despedida y salió. Fue a su cuarto. Entró y estaba vacío. Su
marido y Adrián aún estaban jugando. Revisó su cartera y encontró una suma
generosa de dinero que había dejado el hombre con quien se acostó. Comprendió
que había pensado que era una prostituta o una “acompañante” VIP. La situación
le divirtió. Guardó el dinero. Se lo había ganado con su trabajo, se dijo. Se
rio.
Al otro día salieron los tres a
caminar por la playa. Decidieron almorzar en el puerto. Comieron mariscos y
bebieron un vino excelente. Después de comer regresaron al hotel. Juan Carlos y
Adrián se fueron al casino. Ella se quedó en la habitación. Sabía lo que quería
hacer. Se puso un vestido rojo ajustado. Estaba hermosa. Bajó al bar. Pronto se
le acercó un hombre. Le dijo que le gustaría subir con ella a su cuarto. Le
respondió que cobraba. El otro aceptó. Hicieron el amor por dos horas. El
hombre le pagó lo que habían convenido y regresó a su habitación. Guardó el
dinero, se bañó y se cambió la ropa. Se puso un vestido negro muy escotado. Regresó
al bar. Al rato subió con otro hombre. Este quedó muy conforme con su
“servicio” y le pagó más de lo que le había pedido. Era una mujer bellísima, le
dijo. Ana María se sintió halagada y feliz. Volvió a su cuarto a guardar el
dinero y bañarse. Al rato bajó otra vez al bar. Consiguió un tercer cliente.
Este era más joven y fuerte, tenía un gran miembro y deseaba sodomizarla. Ella
no quiso, pero él dobló la cantidad de dinero y ella aceptó. Después de esto decidió
irse a dormir, estaba agotada. La experiencia le había gustado, se sintió
feliz. Juan Carlos y Adrián aún no regresaban. Guardó bien todo el dinero y se
acostó.
Al día siguiente se despertaron
todos pasado el mediodía. Adrián se acercó a su cama y empezó a besarla. Se le
subió encima y le hizo el amor. Su marido, en la cama de al lado, miraba.
Cuando terminó Adrián, vino su marido. Ella se sentía un poco cansada por la
rutina del día anterior, pero no dijo nada, se dejó hacer y fingió que gozaba.
No quería que ellos se dieran cuenta.
Fueron a pasear por la ciudad, comieron
y volvieron al hotel. Adrián y Juan Carlos estaban obsesionados con el juego.
Fueron al casino. Ella bajó al bar. Vio a un grupo de tres hombres de negocios
cuarentones que la miraban. Estaba bellísima. Se acercaron y se sentaron a
conversar con ella. Le propusieron subir todos juntos a un cuarto. Lo hicieron.
Una vez allí le dijeron que querían estar los tres con ella. Se pusieron de
acuerdo en el precio. Se quitaron la ropa. Bebieron champagne y bailaron. Los
tres le hicieron el amor, primero cada uno respetando su turno y luego todos
juntos. Ella se sentía la mujer más querida del mundo. Por la noche, cansada,
regresó a su cuarto para dormir. Abrió la puerta y escuchó ruidos. Encendió la
luz y vio a Juan Carlos y Adrián en la cama. Estaban desnudos haciendo el amor.
Adrián estaba encima de su marido. Ella reaccionó con disgusto. No le habían
dicho que ellos hacían el amor a solas. Se sintió desplazada. Tenía miedo de no
gustarle más a su marido. ¿Y si se hacía homosexual…? Ellos le dijeron que estaban
bromeando y era la primera vez que pasaba. Ella no les creyó. Resentida, esa
noche le contó a Juan Carlos sus aventuras de los días anteriores con los
hombres que se levantaba en el bar. Le dijo que esa tarde había estado en una
orgía con tres juntos. Pensó que Juan Carlos iba a retroceder molesto o pedirle
que no lo hiciera más. Pero Juan Carlos no sólo no se disgustó, sino que le
dijo que le parecía un juego interesante. ¿Por qué no iban a pagarle? El sexo
podía ser un trabajo. Adrián asintió.
Se pusieron de acuerdo para el día siguiente. Ella debía volver al bar
y buscar a los tres hombres, e invitarlos a subir con ella. Juan Carlos y
Adrián estarían en el dormitorio cuando entraran. Ella así lo hizo. Les dijo a
los tres hombres que no les cobraría nada, que quería repetir lo que habían hecho
la tarde anterior por puro placer. Subieron a su cuarto y al abrir la puerta
vieron a Juan Carlos y a Adrián. Ella les dijo que eran unos amigos y no
participarían en su
relación sexual. Estaban
allí para mirar. Los hombres se sintieron incómodos y se negaron a hacer nada.
Juan Carlos se presentó y les dijo que él les pagaría para poder ver la fiesta.
Los otros no dijeron nada, y Juan Carlos aumentó la cantidad hasta que
aceptaron. Luego se podían jugar ese dinero en el casino, bromeó. Se rieron.
Los tres se desnudaron y comenzaron una orgía con Ana María. Ella estaba
luminosa. Primero la besaron y luego la poseyeron de distintas maneras. Uno se
vino entre sus pechos y otro en su boca.
Juan Carlos y Adrián miraban. Juan Carlos estaba fascinado. Se sentía
muy excitado. Le dijo a Adrián que quería penetrarlo. Adrián no quiso. En la
relación siempre había sido el activo. Juan Carlos le dijo que no le ofrecía
dinero en ese momento para no ofenderlo, pero que tenía un terrenito que había
pensado iba a ser suyo. Adrián aceptó. Se quitaron la ropa, fueron a una de las
camas y Juan Carlos lo penetró, mientras los hombres le hacían el amor a Ana
María. Adrián gritaba de placer y Ana María también. Se cruzaron las miradas. La
escena era bella, el goce intenso. Finalmente llegaron al orgasmo y quedaron
felices, tendidos en las dos camas. Uno de los hombres dijo que tenía algo
especial, y sacó un sobrecito con cocaína. La preparó sobre un libro, separó
porciones con una tarjeta de crédito, usó un billete arrollado como canuto para
aspirar y la pasó a los demás. Ana María aspiró dos rayas, estaba muy cansada.
Había trabajado ardientemente todos esos días para hacer gozar a los demás y
ella también había gozado. Le pasaron la coca a Adrián y a Juan Carlos. Adrián
aspiró una línea y Juan Carlos dudó. Les dijo que hacía mucho que no se
drogaba. Había tenido épocas difíciles en el pasado. Un hombre le dijo que
tuviera confianza, era sólo para consagrar ese momento tan especial. Juan Carlos
aspiró la coca y se quedaron todos relajados, en silencio. Después brindaron
con champán, se besaron y se despidieron.
Al día siguiente regresaron a Buenos
Aires. La relación con Adrián había crecido. Juan Carlos, en broma, los llamaba
sus “hijos”. Eran dos jóvenes especiales. El era un hombre que había vivido
todo. Estaba cerca ya de la vejez, aunque no lo aparentaba y hacía lo posible
por ocultarlo. Volvieron a sus ocupaciones. Adrián iba de paseo con Ana María,
hacían el amor. La relación entre ellos, sin embargo, no era tan buena como
antes. Ana María no podía gozar con él como lo había hecho en el pasado. Después
de haberlo visto hacer el amor con Juan Carlos ya no le parecía un hombre
completo. Ella estaba un poco cansada de la situación. Empezó a mirar a otros
hombres. También sentía miedo de que su marido la abandonara. Ella no tenía
tanto mundo como él. Su marido mantenía la mayor parte de sus cuentas en nombre
propio.
Dos semanas después Juan Carlos les
dijo que quería pasar unos días con ellos fuera de Buenos Aires. Les propuso
alquilar una casa en una isla del Tigre. Estarían alejados de la gente, en
medio de la naturaleza. El amaba el río. Podrían profundizar esa amistad que
sentían. Tendrían tiempo para dialogar. Llevaría algunos libros, en particular
uno, que quería compartir con ellos, y un poco de cocaína y marihuana, para
crear un estado mental adecuado.
La semana siguiente se subieron al BMW y partieron hacia el Tigre.
Llegaron a la isla en una lancha, que dejaron amarrada en el muellecito. La
casa era hermosa y no había ninguna otra construcción a la vista. Estaban
aislados. Bajaron de la lancha las provisiones. Llevaban para preparar
distintos tipos de comida y varias botellas de vino fino. Juan Carlos había
traído sus libros. Para él, esos días en Tigre eran un retiro espiritual. Lo
necesitaban. Hicieron el amor pero, sobre todo, leyeron. Por la noche cenaban, bebían
vino y conversaban. Después de comer escuchaban música y fumaban marihuana. Y
por último, leían.
Las lecturas se centraron en La filosofía en el tocador, el famoso
libro del Marqués de Sade, el libertino francés. Juan Carlos lo había leído por
primera vez cuando era joven y, después de su casamiento con Ana María, se
había convertido en su libro de cabecera. Adrián no lo conocía. Ana María había
escuchado a su marido hablar del Marqués, pero no lo había leído. Durante esos
días en Tigre Juan Carlos leyó con ellos y discutió la obra del Marqués. No era
difícil de leer. La filosofía en el
tocador era un diálogo entre dos maestros libertinos, Dolmancé y Madame de
Saint-Ange, y su joven discípula, Eugenia. Los acompañaba Le Chevalier, hermano
de la Madame, y Agustín, un criado de la casa. Al final de la obra llegaba
Madame de Mistival, madre de Eugenia.
En la obra, los maestros instruían a la joven Eugenia, una adolescente
virgen de 15 años, sobre los placeres de la vida sexual. Los libertinos
organizaban orgías y actuaban para educar a la discípula. El Marqués hacía
hablar a sus personajes mientras participaban en las escenas de amor.
Explicaban lo que estaban haciendo y cómo se sentían. Además, y esto era lo más
interesante, el Marqués los hacía reflexionar sobre el amor, la sociedad y el
libertinaje. Se justificaban y criticaban a su sociedad. Defendían la libertad
y denunciaban los atropellos que se cometían contra la naturaleza. Su sociedad
acorralaba al ser humano, vulneraba sus instintos, los demonizaba. El ser
humano libre era considerado un criminal peligroso, como bien lo sabía el
Marqués, que había pagado su osadía libertina con treinta años de cárcel. Lo
habían condenado basándose en difamaciones, sin probar adecuadamente los
delitos de que lo acusaban. Lo internaron en la vejez en un asilo, como si
fuera un demente. Lo castigaban por la insensatez de sus obras, y por la
crueldad y pornografía que desplegaba en ellas. ¿Había acaso otro escritor que
hubiera sufrido de esa manera por tratar de ser libre, y vivir naturalmente su
sexualidad, y expresar sus instintos en toda su crudeza? Juan Carlos lo
admiraba porque había sido un libertino valiente que no había aceptado
callarse, había luchado contra todos y lo había pagado, paradójicamente, con la
pérdida de su libertad. Un libertino, un hombre que amaba la libertad,
encerrado en prisión por crímenes que seguramente no cometió.
El crimen había sido su literatura, condenada por la moral social hipócrita
y represiva, y por la Iglesia. En el fondo, insistía Juan Carlos, era un mártir
y un santo, y el 1º de diciembre de cada año debería celebrarse como el día de
la libertad de expresión del escritor. Ese día del 2014 se cumplía el segundo
centenario del fallecimiento de Sade en el Asilo de Charenton, donde murió sin
recuperar la libertad, a los 74 años. Lo que más apreciaba del libro Juan
Carlos, además de sus escenas eróticas, eran los diálogos filosóficos, las
sencillas y contundentes explicaciones que daba Sade para defender la libertad
del hombre y celebrar su naturaleza, que lo había dotado de instintos y de la
capacidad artística para crear con ellos situaciones de placer. Gracias a esa
capacidad estética el hombre era un iluminado. La sociedad lo limitaba, lo
castraba, y su sexualidad lo liberaba. Era necesario rebelarse. La libertad
sexual sería el símbolo de esa rebelión.
Ana María y Adrián escuchaban a Juan Carlos maravillados, como si él
fuera el verdadero Sade. Eran dos jóvenes relativamente poco educados, que
habían sobrevivido gracias a su belleza física, a su picardía y a su astucia.
En ese momento comprendieron el valor de su experiencia y le quedaron
agradecidos. Juan Carlos leía con morosidad y deleite los diálogos. Luego le pidió
a Adrián que lo reemplazara en la lectura, quería él también tener el
privilegio de escuchar al Marqués. Adrián leía bien y tenía buena voz. Más
tarde Adrián invitó a Ana María a leer los personajes femeninos. Adrían leía
los personajes masculinos y ella los femeninos. El diálogo del Marqués fue
cobrando vida. Cuando llegaron a los largos parlamentos filosóficos de Dolmancé
le pidieron a Juan Carlos que leyera. Juan Carlos leía y cada tanto se detenía
para analizar las ideas, y parafrasear los argumentos del Marqués sobre la
sociedad, la naturaleza y los instintos del ser humano. Les gustaba cómo Juan
Carlos les explicaba la noción sádica de libertad, que para ellos, limitados en
su vida, era algo nuevo, muy distinto a lo que antes habían entendido. El
Marqués creía en la libertad absoluta. Había que reconocer los propios
instintos, y dar un salto peligroso en la propia naturaleza humana para
experimentar el éxtasis, mezclado al terror y a la crueldad, contra sí y contra
los otros. “Sadismo” y “masoquismo” se unían en las escenas del Marqués. La
palabra filosófica recobraba su brillo y su fuerza, para iluminar al hombre en
un momento de oscuridad.
Se sintieron bien. Aprendieron
muchísimo y Juan Carlos se sintió justificado. Creía que realmente les estaba
dando algo. Posiblemente, una lección de vida. A él también le pasaba una cosa
especial. Tenía una fuerza espiritual nueva. A su edad los ardores carnales ya
no le eran tan importantes como la palabra sagrada, que rescataba al hombre de
su miseria humana. Por momentos sintió miedo a la muerte, y se alegró de estar
con esos dos jóvenes. A su modo, sabía que lo amaban.
Adrián comentó que muchas veces se
había sentido mal con la vida que llevaba, y que, gracias al Marqués, había
entendido que lo que hacía no era malo. El amaba el placer. Ellos sufrían la
crueldad de los que los juzgaban y los despreciaban porque no se sometían a sus
leyes mezquinas. No les reconocían la libertad individual. La sociedad era
miserable, tirana y sólo quería esclavizar al ser humano.
Ana María dijo que ellos no eran personas comunes, eran libertinos.
Había una fuerza que los llevaba a actuar como lo hacían. La búsqueda del
placer sin miedos, sin compromisos.
Volvieron los tres renovados a Buenos Aires. El “retiro espiritual”,
como lo llamaba Juan Carlos, había tenido un profundo efecto en ellos y los
había transformado.
Juan Carlos regresó a su empresa. Empezó a entender que habían pasado
muchos años y se estaba cansando de su trabajo. Odiaba la rutina, y aunque sus
empleados hacían la mayor parte de las tareas, le quedaba a él juzgar y tomar
las decisiones importantes, lidiar con los bancos, invertir el capital
sabiamente. Se daba cuenta que su fortuna había aumentado regularmente con el
paso de los años, y tal vez fuera el momento de vender su inmobiliaria,
invertir el dinero en el extranjero, aumentar su capital financiero y vivir de
sus rentas.
Pocas semanas después Adrián tuvo un problema serio. Lo llevaron preso.
En un bar nocturno de ambiente homosexual, le había ofrecido a un policía
encubierto tener sexo a cambio de dinero. Aparentemente, en su tiempo libre
actuaba de taxi-boy. Juan Carlos fue a la policía, donde el Comisario le dijo
que le habían iniciado un sumario, y la situación era complicada. Juan Carlos,
que conocía al Comisario, le dijo que era un muchacho algo alocado pero bueno,
era su chofer y que él se encargaría de que no volviera a suceder. Finalmente
el Comisario entendió, aceptó la cantidad del soborno que le propuso Juan
Carlos y retiraron los cargos. Volvió con Adrián a su departamento, le dijo que
se quedara tranquilo, que no se metiera en problemas y que si le hacía falta
dinero se lo pidiera a él. Le propuso que dejara la pensión donde vivía y se
alquilara su propio departamento, él lo ayudaría. Necesitaba ser independiente
y pensar en su futuro. Era un muchacho inteligente y él quería ayudarlo. Adrián
le agradeció y le hizo caso. Juan Carlos era como un padre para él. Adrián no
había conocido a su padre, se había criado con su madre y el gimnasio había
sido su casa y substituido a su familia. Pero con los músculos no se podía
dominar el mundo. Le hacía falta pensar en un futuro económico estable.
Ana María también cambió. Estaba fastidiada de la situación con su
esposo. Ya no lo aguantaba. Le cansaba. Ya no quería acostarse con él. Era un
viejo. Tampoco le gustaba más acostarse con Adrián. A pesar de sus músculos, lo
veía femenino. Ana María empezó a salir sola a los bares otra vez, como antes
de conocer a Adrián. Llamó a Marita, que seguía viviendo con el banquero en San
Isidro, pero no perdía su costumbre de ir a los bares y hacer sus levantes. Se
encontraban en las barras de Las Cañitas, donde iba gente rica. Un día Marita
vio a un amigo y se lo presentó. Era un hombre cuarentón, muy rico según
Marita. La atracción entre Ana María y él fue inmediata. Empezaron a verse
todos los días. El tenía un departamento en Recoleta. Martín, así se llamaba, admiraba
a Ana María. Era la mujer más hermosa que había visto. Su cuerpo, sus curvas,
su piel, su pubis, sus pechos, eran perfectos. Además era sensual, tenía una
mirada cautivante. Estaba hecha para el amor. Ya no quedaban mujeres así en
Buenos Aires. Era apasionada, su sexualidad era desbordante. Se encontraban
todas las tardes y se quedaban juntos hasta medianoche. Bebían champagne, a
veces aspiraban una raya de cocaína y hacían el amor sin descansar, como
atletas del sexo. Juan Carlos notó de inmediato sus tardanzas. También veía que
ya no quería acostarse con él, lo evitaba. El fin de semana dijo que se iba a
Morón, a casa de su madre. Juan Carlos entendió que salía con alguien. Estaba
en lo cierto. Se pasó el fin de semana en Montevideo con Martín.
Martín se enamoró perdidamente de ella y empezó a pedirle que dejara a
su marido. Ana María no sabía qué hacer. Martín era rico, tenía una compañía
financiera. Era el negocio ideal, sus inversiones se multiplicaban
constantemente. Tenía relaciones con políticos que confiaban en él. También
conocía a gente en el mundo de la droga que necesitaba blanquear sus capitales.
Un negocio excelente. Era viudo, su mujer había muerto en un accidente
automovilístico. No tenía hijos.
De pronto Ana María sintió deseos de formar su propia familia. Martín
era un hombre cariñoso. Le confió que le gustaban los chicos. Le dijo que
quería casarse. Ya no podía esperar. Hasta decidieron fijar el día de la boda.
Sería en un country de Pilar y se irían de luna de miel a Hawai. Fueron juntos
a comprar los anillos. Ella eligió un anillo de platino con un diamante enorme,
y una diadema de zafiros azules con un diamante en el centro. Parecía la
bandera argentina. Pero, antes de continuar con los preparativos, tenía que
hablar con Juan Carlos. No sabía cómo decírselo. El probablemente lo
sospechaba. Juan Carlos estaba muy enamorado de ella y quedaría destrozado.
Finalmente, juntó valor y habló con él. A Juan Carlos se le llenaron los ojos
de lágrimas, se abrazó a sus piernas y le pidió que no lo dejara. Le dijo que
si lo dejaba se iba a matar. Ana María sufría también. A su modo lo quería, no
deseaba hacerle daño. Nunca estuvo verdaderamente enamorada de él, como tampoco
estaba totalmente enamorada de Martín. No creía que fuera bueno para las
mujeres enamorarse perdidamente. Era necesario pensar en su conveniencia. Había
nacido pobre. Martín le ofrecía todo lo que ella quería y necesitaba. Lo importante
era que el hombre estuviera enamorado y le pusiera todo a sus pies. Como decía
Marita, con su sabia picardía: “Es a ellos a los que se les tiene que parar,
una puede hacer la plancha.”
Juan Carlos comprendió que tendría que resignarse. Ya se recuperaría,
ya encontraría otra mujer. Arreglaron el divorcio. Ella le dijo que le diera sólo
lo que le correspondía, habían estado casados seis años. Martín era un hombre
rico. Juan Carlos le pidió que se llevara el BMW. No quería que lo tuviera
nadie más, era su auto. Arreglaron un porcentaje sobre el total del capital
acrecentado en los últimos años. El le haría una transferencia a su cuenta. Juan
Carlos lloró por última vez delante de ella y se divorciaron.
Adrián fue el único que entendió la situación en que estaba y trató de
ayudarlo. Ahí Juan Carlos se dio cuenta que Adrián lo quería. Era un hombre
tierno. Lo buscaba para hacer el amor, pero Juan Carlos lo rechazaba. No sentía
nada por Adrián, sólo amistad. La relación había sido parte de un juego entre
los tres. Juan Carlos lo había empleado para entretener a su esposa, y para
alejarla del peligro de los bares y los levantes casuales.
Adrián había cambiado. Le dijo a Juan Carlos que le interesaban más
los hombres que las mujeres. Se sentía mejor con los hombres. Estaba buscando
una pareja permanente, un hombre un poco mayor que él, que lo comprendiera y lo
quisiera. El entendía que Juan Carlos
estaba en otra cosa, que veía los juegos con él como una aventura, y no podía
comprometerse seriamente.
Juan Carlos entró en un ciclo depresivo que no sabía cómo controlar.
Después de la confesión de Ana María y el arreglo del divorcio, se ausentó de
su oficina por muchos días. Empezó a llamar a chicas de una agencia de modelos
que servía a empresarios VIP para que vinieran a su departamento. Llegaban
chicas hermosas, la mar de simpáticas. Bien seleccionadas. Hacía el amor con
ellas. A una, que era estudiante de abogacía y se ganaba la vida con ese
trabajo, le pidió que regresara. Pero sentía un gran vacío. Mientras hacía el
amor con las modelos se le aparecía la imagen de Ana María, su cuerpo
escultural y perfecto. No podía terminar si no pensaba en ella. Reemplazaba la
imagen de la chica con la que se acostaba por la imagen de Ana María. Cuando
habría los ojos veía que estaba abrazado a una diosa, que para él era como una
muñeca. No sabía cómo superarlo.
Decidió vender su empresa. Llamó a su contador y le informó de su
decisión. La inmobiliaria tenía un muy buen valor de llave por la buena
actuación en el mercado a lo largo de más de dos décadas. Contaba con activos
importantes. Le aconsejó incluir en la operación de venta una parte de las
propiedades y retener un veinte por ciento como bienes de renta. Calcularon el
capital acumulado de la empresa. Una parte estaba en bancos en Bahamas, bien
protegido, y no pagaba impuestos. El resto en propiedades distribuidas en
Capital Federal y Provincia. Su contador le sugirió que una vez que se
concretara la venta transfiriera el dinero a un banco de Estados Unidos. En
Argentina el respaldo del dólar siempre era importante. Si las cosas iban mal,
podía irse a vivir a Miami. Era el refugio de los ricos de Latinoamérica. Le aconsejó
que se comprara un departamento allá para fijar residencia y operar
regularmente, y justificar sus depósitos de capital. No iba a tener ningún
problema. La suerte siempre lo había acompañado. Tomaría cierto tiempo
encontrar un comprador. Puso a su gerente a cargo de todo y le pidió que no lo
llamara si no era indispensable. Decidió no ir más a la oficina.
Seguía extrañando a Ana María. Cuando se fue, había dejado olvidada
ropa en su placar. El cada tanto sacaba las prendas, se acariciaba el rostro con
ellas y las besaba. Su imagen se le había instalado en la mente. Era una
obsesión. A Adrián ya no lo aguantaba. Juan Carlos no quería abandonarlo a su
suerte, se sentía responsable por él. Venía todas las tardes a su departamento
para acompañarlo. Le dijo que le gustaría ayudarlo, y le preguntó qué negocio
quisiera iniciar por su cuenta. Adrián le dijo que su sueño había sido siempre
tener un bar. Ahora que conocía la movida homosexual de Buenos Aires, podía
poner un bar para el ambiente. Juan Carlos le dijo que quería verlo feliz: le
facilitaría el dinero. Le pidió que buscara un local. Luego agregó que no
necesitaba más de sus servicios. Le dijo que no viniera más por las tardes. Si necesitaba
algo de él lo llamaba.
Se quedó completamente solo. Su depresión fue en aumento. Le señora
que venía a limpiar tres veces por semana lo encontraba desaseado, sin
afeitarse y muchas veces maloliente. Había restos de comida en todas partes. Se
hacía enviar diariamente la comida de un restaurante cercano. La mujer le dijo que
si quería podía venir todos los días a atenderlo, pero él le contestó que no hacía
falta. Empezó a beber. Primero vino francés, y luego whisky. Se sentía mal. Lo
llamaba a Adrián para que le consiguiera droga. Este le trajo coca y marihuana
varias veces. Luego le avisó que no le iba a traer más coca, era por su bien,
no quería que se enfermara. Juan Carlos estuvo de acuerdo, no quería caer en la
drogadicción. Quedaron en que continuaría durante un par de semanas más, para
no cortar de golpe. Se sentía muy mal. No podía olvidarse de Ana María. Su
recuerdo lo torturaba.
Se refugió en la lectura. Creyó que podía ayudarlo. Releyó Cicatrices de Saer y El túnel de Sábato. Saer sabía interpretar las situaciones más
extremas y Sábato había entendido la angustia del hombre. Leyó otra vez a
Camus. Releyó a Voltaire, amaba su humor. Llegó un momento en que ya no
aguantaba su propia depresión. Quería salir de ese estado.
Cuando era joven escribía poesía. Pensó que quizá, si volviera a
escribir, eso lo ayudaría. La escritura era una forma de catarsis. Escribió
poemas y se sintió mucho mejor. Empezó a beber menos. Evitaba drogarse. Se dijo
que la escritura era la mejor droga. Veía cine en su computadora. Decidió mirar
todas las películas de Rohmer. Se aficionó sobre todo a “El rayo verde”. Rohmer
era un moralista y un filósofo. La combinación lo seducía. Rohmer entendía las
limitaciones espirituales y la fragilidad mental del ser humano.
A veces sentía que le estallaban los nervios. Sabía que necesitaba
ayuda sicológica, pero se resistía. Se había sicoanalizado de joven durante
diez años y no quería volver a sufrir. Sólo deseaba estar bien, recuperar la
alegría y la felicidad que sentía cuando estaba con Ana María. Ella era su
vida. ¿Por qué la había dejado ir? Quizá hubiera podido retenerla. Se dijo que
hizo lo que pudo. Le trajo a Adrián para que no se alejara de él y lo
abandonara. Pero al final lo dejó igual. Estaba solo, viejo, vencido, sin nadie
que lo ayudara. Ni Adrián ni la sirvienta podían hacer nada por él. Y
probablemente tampoco un sicólogo.
Empezó a sentir miedo de perder la razón. Decidió escribir una obra de
teatro para exorcizar toda esa maldición. La tituló “La filosofía en el
tocador”, como el diálogo erótico-filosófico de Sade. En la obra contaba la
historia suya con su mujer y con Adrián. Al principio eran felices. Adrián
parecía ser la solución perfecta para el aburrimiento de su mujer. Iban al
casino, ella hacía orgías, se prostituía para divertirse. Finalmente se
encerraron en una casa para leer La
filosofía en el tocador. Esto los iluminó, los elevó. Entendieron la
importancia de la libertad humana absoluta. Rechazaron la culpa. Acusaron a la
sociedad de castrar al individuo. En la obra Adrián convencía a Ana María que
estaba viviendo con un viejo que no tenía futuro. Decidieron robarle y escapar
juntos. Cuando el viejo, o sea él, se sintió abandonado, cayó en un estado
depresivo. No aguantó más. Tomó una sobredosis de barbitúricos para suicidarse.
Se dio cuenta que ese final bien podía ser el suyo si no se
recuperaba. No quería suicidarse, pero tenía miedo de caer en la tentación. Ya
no aguantaba el sufrimiento. Estaba mal. Se decidió y fue a hablar con un
siquiatra. Le explicó todo lo que había pasado. El siquiatra, una eminencia,
decidió internarlo en una clínica. Le dijo que era temporal. Lo medicó, le dio
antidepresivos. Todas las tardes recibía la visita de un sicólogo que le
hablaba y le hacía preguntas sobre su vida. Una vez a la semana venía el
siquiatra. Lo examinaba y le hacía completar tests. Le dijo que no presentaba
signos de demencia. Se estaba recuperando.
En la clínica tenía su propio cuarto. Estaba cómodo. Nadie lo
molestaba. La clínica estaba en una antigua mansión. La casa tenía un bello
jardín arbolado donde los pacientes podían caminar. Se había llevado varios de
sus libros y leía todo el día. También tenía una computadora. Entraba en
Internet, leía los diarios. A veces llamaba por teléfono a Ana María, pero no
le contestaba. Siguió pensando en ella, ya sin esperanza de volver a verla.
Escribía poesía. En sus poemas aparecía
repetidamente la imagen de dios. Estaba pasando por una fase mística. Había
algo que le faltaba en su vida. No sólo Ana María. La literatura que leía era obra
de escritores profesionales. No parecían tener verdaderas convicciones. El
necesitaba otra cosa, encontrar un sentido trascendente. Llegó a esta
conclusión un día que tuvo un sueño. Este sueño se volvió recurrente y se
transformó en una pesadilla. En el sueño, un hombre vestido de blanco caminaba
por un desierto. Miraba alrededor suyo y no sabía dónde estaba. Se había
perdido. Se echaba en la arena y se abandonaba. No tenía voluntad. La muerte se
aproximaba. El llamaba a dios, pero no venía. En ese momento se despertaba,
aterrorizado.
Comprendió que necesitaba acercarse a dios para no estar solo, como el
personaje del sueño, en el momento de su muerte, y darle sentido a su vida. Era
un hombre viejo, había conocido el amor, el erotismo, la decadencia. Había
conocido el poder que daba el dinero. Había comprado todo lo que había querido:
cosas, personas. Pero ahora, que se iba acercando la etapa final de su
existencia, estaba solo. Se dijo que era un cobarde, que después de haber
gozado de la vida sentía miedo. Necesitaba a dios. Se preguntó qué era dios, y respondió
que una espiritualidad más grande. La poesía no le alcanzaba. Necesitaba orar,
meditar, necesitaba una guía espiritual.
Habló con su médico. Le dijo que estaba mejor, se sentía bien viviendo
en la clínica. Ya no necesitaba salir a la calle. Ese cuarto lo protegía. Pero
deseaba cambiar a un sitio en que
tuviera guía espiritual.
Empezó a investigar las posibilidades de ir a vivir a un convento.
Averiguó sobre las diferentes órdenes de Buenos Aires. Había un convento de
dominicos en Capital que parecía ideal para él. Fue a hablar con el director
del convento. Era un sitio muy agradable. Vio las celdas. No permitían
teléfonos ni computadoras, pero era posible llevar libros y escribir. Para
convencerlo de su sinceridad le enseñó al director su poesía. Era una poesía
mística, que clamaba por la presencia de dios. El padre quedó conmovido al
leerla. Le dijo que iba a pedir permiso al jefe de la orden para que pudiera vivir
un tiempo con ellos, aún siendo laico. Lo presentó a la comunidad de hermanos.
El le dijo al director que era un hombre rico, y no quería ser una carga para
el convento. Iba a contribuir generosamente con la institución. Estaba pensando
donar una parte de su fortuna a la orden. Los ojos se le iluminaron al hermano,
pero le dijo que el dinero no era todo en la vida. Que la verdad estaba en dios.
Juan Carlos le dijo que estaba de acuerdo. El también había llegado a esa
conclusión y por eso estaba ahí.
Juan Carlos se fue a vivir al convento. Se acomodó en una celda. Llevó
con él una buena cantidad de libros y sus cuadernos. Estaba dispuesto a buscar
algo que le faltaba. El secreto estaba en el corazón del hombre, se repitió. El
corazón del hombre era tierra de nadie, no tenía dueño. El quería conquistarse.
Descubrir a la divinidad en él y en el mundo. Se dio cuenta que había
encontrado un lugar para él y allí podría ser feliz.
Publicado en Revista Carnicería Mayo 2015 Web
No hay comentarios:
Publicar un comentario