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lunes, 5 de septiembre de 2016

Jauretche, el ensayo nacional y la colonización pedagógica


                        
                                                                                    Alberto Julián Pérez ©

Arturo Jauretche (1901-1974) fue  una de las figuras políticas e intelectuales más destacadas del Peronismo. Junto con Homero Manzi (1907-1951) y Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959), se acercaron al Coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) poco después del golpe militar que llevó al GOU (Grupo de Oficiales Unidos) al poder en 1943 (Galasso 45). En esta época eran reconocidos en la vida política argentina como dirigentes de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina). Los jóvenes radicales disidentes, desconformes con la dirección que Alvear había dado al Partido Radical después del golpe de estado de 1930, que sacó al Presidente Irigoyen del poder (éste muere poco después en 1933), habían organizado en 1935 su propia tendencia política.
FORJA marcó una etapa importante de la evolución de las ideas políticas argentinas (Hernández Arregui 218-303). Scalabrini Ortiz publicó en 1940 dos libros anti-imperialistas fundamentales, Política británica en el Río de la Plata e Historia de los ferrocarriles argentinos, producto de una extensa y prolija investigación, denunciado las maniobras del imperialismo inglés, desde la fundación de la República hasta el momento presente. Los militantes de FORJA unieron a su fervor intelectual su práctica y experiencia política, y se mantuvieron en contacto con los sectores populares (D’Atri 129-40). Simpatizaron con Perón, que comprendía las necesidades de las masas de trabajadores, y valoraban su proyecto de reivindicación social de los humildes. Vieron en él a un continuador de Irigoyen (Cangiano 68-78).
Jauretche, si bien no había escrito estudios extensos y libros de ensayo como Scalabrini Ortiz, era un periodista polémico y combativo que publicaba regularmente artículos y editoriales en los periódicos del grupo, particularmente los Cuadernos de FORJA, de gran influencia en la juventud de la época. Perón confió en él y lo nombró en 1946 director del Banco de la Provincia de Buenos Aires, acompañando la gestión de Miguel Miranda, el empresario nacional seleccionado para liderar la transformación económica del país. En 1950 Jauretche renunció a su puesto en el Banco de la Provincia y, cosa poco imaginable en él, se retiró a la vida privada, alejándose de la militancia y absteniéndose de hacer cualquier crítica a la gestión de Perón (Galasso 61-3).
Este periodo de “abstinencia” política, tan significativo, demuestra la importancia que daba a la ética militante. Jauretche creía que el militante debía acercarse a su pueblo con la verdad y serle fiel, aún a riesgo de su propia seguridad y enfrentando, si hacía falta, la exclusión y el ostracismo. Esta posición personal lo llevó a ser un actor marginal de la vida política, pero su ejemplo de honestidad intelectual se transformó en una inspiración para los jóvenes. La Revolución de 1955 que derrocó a Perón cambió el curso de la vida de Jauretche y de su actividad intelectual.  Jauretche salió de su mutismo y se transformó en una de las plumas más incisivas del Peronismo y de la Resistencia. En 1956 publicó su polémica crítica al plan económico de Raúl Prebisch, El plan Prebisch. Retorno al coloniaje. A partir de ese momento escribió textos cada vez más extensos y complejos, transformándose, en su vida madura, bien pasados los 50 años, en apreciado autor de libros y ensayista político y cultural (Maranghello 127-34).  
A la caída de Perón los intelectuales liberales comenzaron a publicar libros y artículos contra el Peronismo. Martínez Estrada, que contaba con el prestigio de haber iniciado en la década del treinta, con su obra Radiografía de la pampa, el ensayo introspectivo contemporáneo de evaluación del ser nacional en la Argentina, publicó en 1956 ¿Qué es esto? Catilinaria. El extenso libro es un estudio concienzudo sobre el papel del Peronismo en la vida nacional. Martínez Estrada compara su misión de denuncia de los males del Peronismo a la de Cicerón, en su patriótica acusación contra el tribuno romano populista Catilina (Alfón 12-3). Haciendo un paralelo entre Perón y Catilina, citando a Cicerón y Salustio, Martínez Estrada inicia un estudio panfletario del Peronismo, que abunda en acusaciones contra Perón, a quien considera un peligroso demagogo (Martínez Estrada 45-9). Además de comparar a Perón con Rosas, hace paralelos entre Hitler, Mussolini y Perón: para Martínez Estrada el Peronismo es un ejemplo histórico de totalitarismo extremo, que se apoya en los elementos populares para crear una brutal dictadura nacionalista. En el proceso destruye a los elementos progresistas y liberales, y sobre todo vacía a la cultura de un significado trascendente, transformando todo en una farsa. [1]
Martínez Estrada se apoyó en autoridades como Toynbee y Jung para dar a su superficial estudio un aura de irrefutabilidad y verdad (Alfón 12). Dice que es un “censor implacable” y promete defender al pueblo de un mal que lo emponzoñó. Jauretche detectará en su discurso hipocresía, por cuanto, detrás de su aparentemente justa ira, Martínez Estrada mostraba subestimación y desprecio por ese pueblo que decía defender (Los profetas del odio 27-8). Jauretche le imputará su ceguera ante la realidad económica y su incapacidad para juzgar el papel social y laboral del Peronismo (35-42).
El poco afortunado ensayo llevó a Jauretche a concebir a su vez un libro para responderle a Martínez Estrada y a otros intelectuales que se habían enrolado en el antiperonismo y apoyaban la Revolución Libertadora, a la que el ex dirigente de FORJA consideraba ilegítima y violatoria de los derechos de un pueblo que había elegido a Perón en las urnas. El ensayo fue publicado en 1957 como Los profetas del odio, y subtitulado “Algunos frutos del árbol de la intelligentzia”. Años después Jauretche escribió una continuación, a la que tituló “El colonialismo mental: su elaboración”, que formó la segunda parte del libro al salir en 1967, con el título Los profetas del odio y la yapa (La colonización pedagógica).[2]
En el libro Jauretche critica el legado histórico liberal en la conformación ideológica de la Argentina moderna, desde una perspectiva política antiliberal nacional y popular. En este trabajo explicaré cuál es la base de esa crítica a la cultura liberal, y su propuesta educativa y cultural alternativa, en la que tuvo un papel decisivo, más allá de lo estrictamente  intelectual, su experiencia política y su posición moral. En su opinión, el intelectual debe entender la sed de justicia del pueblo, y unir la participación social a su saber libresco. Su propio concepto de cultura nacional popular, asociado a su trayectoria vital, aboga por el compromiso del intelectual. Este debe ayudar al pueblo en la lucha contra la dependencia y el imperialismo que lo somete, y contribuir a su liberación. Su misión es elevar la conciencia de las masas.
Durante los años que median entre la primera y la segunda escritura del libro, Jauretche logró establecerse en los medios intelectuales como un talentoso y “nuevo” ensayista de temas nacionales. Publicó en 1958 Ejército y política. La patria grande y la patria chica; en 1959 Política nacional y revisionismo histórico; en 1962 FORJA y la década infame y en 1966 El medio pelo en la sociedad argentina (Apuntes para una sociología nacional). Esta última obra, junto con la edición de 1967 de Los profetas del odio y la yapa, y su obra de 1968, Manual de zonceras argentinas, conforman una suerte de trilogía de crítica antiliberal peronista y nacional a la cultura argentina dominada por el pensamiento liberal de la generación de 1837 y 1880, y sus representantes contemporáneos, entre los que sobresalían Martínez Estrada y Sábato.
La primera edición de Los profetas del odio apareció en 1957. Ese mismo año Walsh publicó Operación masacre, su denuncia de los asesinatos de civiles indefensos, ordenados por el régimen de Aramburu y Rojas, en los basurales de José León Suárez, después del levantamiento peronista de 1956, liderado por el General Valle; Hernández Arregui publicó Imperialismo y cultura y Perón Los vendepatria, donde el General condenaba al régimen de Aramburu y citaba profusamente al que consideraba el intelectual nacional antiperialista más meritorio de la Resistencia: Scalabrini Ortiz.
En el prólogo a la primera edición, Jauretche cuenta que la idea de su libro nació como consecuencia de la carta que le dirigiera a Sábato en 1956, para criticar su ensayo El otro rostro del peronismo. Jauretche dice que, siguiendo el método crítico inaugurado por Ramos Mejía hacía muchos años, Sábato quería “…resolver las ecuaciones de la historia por el camino de las aberraciones mentales y psicológicas” (8). Le explica en su carta que lo que movilizó a las masas detrás de Perón no fue el resentimiento sino la esperanza, ya que esos “cabecitas” eran criollos que veían cómo había mejorado su nivel de vida bajo el Peronismo. Decidió entonces escribir un libro para extender su crítica a varios autores claves del antiperonismo y “…poner en evidencia los factores culturales que se oponen a nuestro pleno desarrollo como nación…y los instrumentos que preparan las condiciones intelectuales de indefensión del país” (8). Aclara que él es un combatiente de la política y de la cultura, y que si en su ensayo injuria es porque se siente injuriado por intelectuales divorciados de la realidad del país, que se comportan como vencedores, actúan representando al antiperonismo en el poder y crean obstáculos a la inteligencia argentina cuando ésta busca su propio camino independiente (10).
En el prólogo a la segunda edición, publicada muy poco después de la primera, dice que la primera edición se había agotado rápidamente y que el público lector había aprobado su ataque a la “intelligentzia” argentina (18). Llama a la revolución de 1955 “el segundo Caseros”, e indica que, a pesar del optimismo de los liberales, en 1957 las condiciones del país eran opuestas a las de 1853, cuando se derrocó a Rosas: el modelo agroexportador que había imperado hasta ese momento estaba agotado. Las condiciones objetivas habían cambiado hacia 1930, en el comienzo de la Década Infame, cuando la oligarquía no pudo contener más a las masas y optó por la dictadura (19).
En la edición de 1967 Jauretche incluye una nueva introducción, donde advierte al lector que el libro tenía “dos puertas”: “Los profetas del odio”, ampliado y corregido, y la “yapa”: la colonización pedagógica (22). En un país dependiente, consideraba, se superponía una superestructura cultural a la estructura material de la dependencia, deformando el pensamiento nacional e impidiendo que la gente tomara conciencia de la situación. Si en Los profetas de odio analizaba el papel que jugaban algunos actores en la colonización pedagógica, en la nueva edición agregaba una “yapa” donde trataba de explicar los fundamentos teóricos que justificaban ese comportamiento. Para él existían “dos argentinas paralelas”: la de la “realidad” y la de las “formas”, y los intelectuales pertenecían a la segunda (22). Reconoce que su fin es didáctico y por eso el lector encontrará en sus páginas cierta redundancia. Marta Peña sugiere leer toda la obra tardía de Jauretche como un intento extendido y orgánico de explicar desde su punto de vista la situación nacional, tal como la vive un viejo actor y militante de la causa popular (Peña 2).
Escribió el libro durante su exilio montevideano en 1956-7. Aunque era miembro activo de la Resistencia, disentía en muchos puntos con las decisiones políticas que tomaba Perón, que lideraba al Peronismo desde el exilio. Tenía también diferencias con John William Cooke, el delegado político de Perón en la Argentina, que representaba el pensamiento del sector de izquierda del Movimiento. Reconocía sobre todo los aportes que el Peronismo había hecho al país, y los cambios sociales que había traído para las masas, al elevar su nivel de consumo y darles representatividad política (Galasso 92-4). El y Scalabrini Ortiz estuvieron entre los intelectuales peronistas que más contribuyeron desde la prensa a reconstruir el frente nacional. En 1956 Jauretche había publicado El Plan Prebisch Retorno al coloniaje, intentando polemizar con el influyente economista Raúl Prebisch (polémica que éste nunca aceptó), autor del “Informe” económico que recomendaba al régimen del General Aramburu la mejor política económica a seguir para desarrollar al país. En opinión de Jauretche lo que buscaba Prebisch era justificar la entrega del patrimonio nacional al capital imperial, aprovechando la situación de crisis (Galasso 80). Era una crisis provocada y el objetivo era retornar al “coloniaje”.
En Los profetas del odio Jauretche atacó a los intelectuales y escritores que apoyaron el golpe. Dedicó tres capítulos de la primera parte, los más extensos, a criticar a Ezequiel Martínez Estrada, a Jorge Luis Borges y a Julio Irazusta. Dejó de lado la crítica económica, materia que dominaba bien y “desde adentro”, aunque no tenía formación académica en ese campo (había sido Presidente del Banco de la Provincia de Buenos Aires) y denunció los fundamentos culturales del coloniaje. Desde la revista Qué, junto a su amigo Scalabrini Ortiz, Jauretche venía luchando contra la dictadura. Creyó importante mantener una perspectiva crítica del pasado histórico inmediato, y analizar al Peronismo desde una postura constructiva, para entender sus errores y limitaciones, junto a sus aciertos. Para él Perón, en esos momentos, estaba cometiendo el error de respaldarse casi exclusivamente en los sectores proletarios del movimiento y de apoyar el sabotaje; lo que hacía falta, para Jauretche, era crear una alianza multiclasista con la burguesía, preparando una salida electoral junto a Frondizi y sus seguidores, que se habían escindido del radicalismo y formado el Partido Radical Intransigente. Perón posteriormente hizo un acuerdo político con Frondizi, y le cedió el voto peronista, lo que permitió a éste último ganar las elecciones presidenciales en 1958 (Galasso 113-6). A la larga, sin embargo, esa alianza dio resultados contraproducentes y Frondizi claudicó ante las presiones de los sectores militares, que acabaron dando un golpe de estado en su contra para sacarlo del poder en 1961.
En Los profetas del odio Jauretche ataca a Martínez Estrada, y denuncia que éste en sus escritos “profetizaba”, “abominaba” y analizaba las lacras del pasado nacional, pero en ningún momento se refería a la “condición semicolonial” de su patria (27). Lo acusa de “ignorancia” y “falsedad moral” y de intentar ocultar la realidad social y “…la naturaleza de los movimientos y desplazamientos de nuestras masas populares, en relación con las transformaciones de la economía” (27).
Responde a los argumentos de Martínez Estrada, que acusaba al programa de industrialización del Peronismo de haber despoblado el campo. Analiza la economía de las estancias primitivas, dirigidas por estancieros patriarcales que protegían a sus peones (29). La familia del peón, explica, tenía casa y comida. Vivían en un orden de valores cristianos. El caudillo era el “sindicato” del peón. Con la aparición del frigorífico y el refinamiento de las haciendas murió en el litoral esa economía patriarcal. La transición económica dejó al gaucho fuera del cuadro. El peón se hizo suburbano y tenía que emigrar buscando trabajo temporal, lo cual acabó destruyendo su hogar. Este peón, desempleado endémico, era el “trabajador rural” que la industria le había sacado al campo (34).
Al irse el peón a trabajar a la industria, el chacarero mecanizó la agricultura. La mano de obra bien paga permitió la explotación racional de los campos, y la aplicación de la genética contribuyó al progreso técnico (35). Aumentaron las haciendas y disminuyeron los cultivos. Con la producción industrial se agrandó el mercado interno y se diversificó el mercado exterior. Considera que no se puede separar lo social de lo económico. Lo que le ha pasado al proletariado rural no está en los libros, pero lo saben los que viven en el campo. El costo del trabajo en el campo era mínimo para el patrón, y la idea de aprobar un “estatuto del peón” lo asustó (40). Por lo tanto, argumenta Jauretche, Martínez Estrada acusa al Peronismo del despoblamiento del campo simplemente porque no entiende a su pueblo (41).
En el segundo capítulo se propone demostrar cómo el desplazamiento de las capas más pobres de la población era consecuencia de fenómenos políticos y sociales. Muchos liberales, siguiendo la línea ortodoxa del mitrismo, acusaron a las masas de ignorancia e ineptitud (44). Para Jauretche los problemas del campo se debían a que la población del país había crecido y la economía pastoril no podía sustentar a las veinte millones de personas que tenía Argentina en esos momentos. El campo se encontraba en un estado de guerra social y la población campesina emigraba a las ciudades. El fenómeno no era sólo argentino, ocurría también en otras partes del mundo.
Martínez Estrada establecía una continuidad entre el viejo Partido Federal, el Radicalismo y el Peronismo. Era la línea política popular que también había condenado Sarmiento cuando, durante las guerras civiles del siglo XIX, creía que luchaban la civilización y la barbarie, y que Ghioldi había actualizado durante el Peronismo, al interpretar que se enfrentaban “libros y alpargatas” o, en el lenguaje de las elites intelectuales, los cultos con los bárbaros (48-50). Jauretche ve otra cosa: ve a minorías extranjerizantes que quieren imponerse a las mayorías populares, ve a opresores que atacan a los oprimidos. En la Argentina de Perón el campesino pobre se había convertido en un buen obrero, había mejorado su nivel de vida, se había hecho militante sindical y se había politizado. En una nota, que agregó en el año 67, explica que si Martínez Estrada no entendía esto era porque lo cegaba la “mala educación” que había tenido, basada en una pedagogía colonialista, que era la misma que impedía el desarrollo de nuestra cultura, desvinculándola de la vida concreta, transformándola en un adorno (51).
Para Jauretche las masas habían aparecido como protagonistas en la escena política en tres momentos de la historia nacional (52-6). Los caracteriza como el momento de las “lanzas”, en el siglo diecinueve, durante los años de las guerras civiles y la hegemonía de los caudillos federales; el del sufragio, cuando el radicalismo se expresó en las urnas en 1916 y encumbró a su caudillo, Hipólito Irigoyen; y el del sindicalismo, cuando Perón, a partir de 1943, promovió el desarrollo de sindicatos de trabajadores y los transformó en la columna vertebral del movimiento peronista.
Con el Radicalismo irigoyenista reaparecieron durante la primera parte del siglo XX en la escena política nacional las multitudes federales. El Radicalismo, cree Jauretche, trató de salir de la economía colonialista agropecuaria, industrializando el país (54). El voto secreto dio al pueblo conciencia de su responsabilidad en el destino de la patria. Gracias a Irigoyen se integraron los inmigrantes al país, pero “la pedagogía colonialista”, desde la escuela, el periódico y el libro, se opuso a la liberación nacional. Jauretche entiende que él, y los otros integrantes del grupo FORJA, desprendidos del radicalismo, fueron los que auténticamente recogieron las consignas de Irigoyen contra las deformaciones del radicalismo conservador liderado por Alvear. Durante la “década infame”, a partir del golpe de Uriburu que derrocó al presidente Irigoyen, se sancionaron, con la complicidad de socialistas y radicales, leyes que frenaron la evolución social y política del país, aumentando su dependencia y comprometiendo su soberanía, y conformando lo que él denomina el “estatuto legal del coloniaje” (55).
Las multitudes argentinas volvieron al escenario político del país en 1945, cuando marcharon el 17 de octubre para recuperar a su líder prisionero, demostrando su voluntad de acción y capacidad participativa. El programa peronista de soberanía nacional, liberación y justicia social expresaba viejos anhelos de las masas. Entiende que cuando el pueblo se hace presente en la vida política del Estado, se vuelve un poderoso instrumento para la nación. En esos momentos, 1956, cuando escribe desde Montevideo, se está planeando una reforma constitucional en Argentina; Jauretche advierte que dicha reforma, ideada por la junta militar golpista ilegítima que ocupa el poder, se propone anular leyes benéficas para el pueblo, aprobadas anteriormente por la legislación peronista, y favorecerá los conflictos y rencillas políticas: hará que vuelvan a triunfar las oligarquías provinciales por encima de los objetivos de la nación (56-7).
En el tercer capítulo, somete a proceso de revisión las ideas de Martínez Estrada sobre la clase obrera. Para Martínez Estrada, Perón, al equiparar el salario del obrero al de los profesionales, había creado un cuerpo de “haraganes y estafadores”, condenado a una servidumbre satisfecha. (59). Esa opinión errónea constituía una prueba de cómo la prosperidad de “los de abajo” molestaba a la clase media. La plena ocupación del proletariado había llevado a la disminución del rendimiento del trabajo obrero, pero eso no era algo exclusivo del comportamiento del obrero argentino, puesto que ocurría en cualquier cultura y país en que se dieran circunstancias similares. Al restringirse la oferta de mano de obra, el empresario no podía conseguir a los obreros más calificados y disminuía el rendimiento individual. Lo que deseaba Martínez Estrada era mantener “la miseria estratificada por rango social” (60). Jauretche interpreta la posición de este último como una reacción egoísta pequeño burguesa de rechazo al trabajo manual, al que consciente o inconscientemente, consideraba infamante.
La situación social de la Argentina, explica Jauretche, era muy peculiar: la principal riqueza estaba en manos de los propietarios de los campos, que constituían una especie de “nobleza” local, aunque no tuvieran la riqueza de la burguesía mercantil y empresaria de otros países (61). La clase profesional pequeño burguesa, formada por los estratos superiores de la inmigración, vivía en un estado de pobreza decente. De esa clase salían los sacerdotes, los militares y los maestros. Era una clase resignada y sin horizontes. La esperanza de los hijos era heredar la posición de los padres. El Peronismo había tenido un profundo impacto en el nivel de vida de esta clase pequeño burguesa. La transformación de la economía durante la gestión gubernamental de Perón creó una situación inédita de prosperidad general. La clase media profesional, sin embargo, no le dio crédito al Peronismo por esta prosperidad: solo reverenciaban la riqueza que podían brindarle los “cipayos”, y los negociados que se hacían con los representantes de los imperios. Era una clase corrupta y “vendepatria”. Martínez Estrada formaba parte de ese sector que veía como una derrota lo que había sido básicamente un triunfo para el pueblo (63). Durante el Peronismo se amplió el mercado interno y esto abrió nuevas oportunidades, tanto para los trabajadores como para la clase media.
A diferencia de los trabajadores, que tomaron conciencia de la importancia del momento que vivían y lo asumieron, la clase media no entendió su papel histórico. El proletariado había comprendido que su enemigo era la condición semicolonial del país contra la que tenían que luchar, y que la evolución industrial constituía un importante avance para todos (65). En opinión de Jauretche, la realización de la Argentina como nación exigía unión de clases sociales y era necesario el alineamiento vertical tras la figura de un líder. El proletariado había sabido acatar esto, y solo demandaba su parte correspondiente en la nación, lo cual demostraba su acendrado patriotismo. La clase media, en cambio, no había entendido la conducta política de los humildes, porque la “intelligentzia” cipaya, de mentalidad foránea, había propagado entre ellos una falsa cultura que les impedía entender la verdad (66). Las “alpargatas” habían servido al destino nacional mejor que los libros. La clase media no había sido siempre tan ciega: durante el gobierno del Radicalismo, fue la primera que tuvo conciencia de lo que estaba pasando a nivel nacional. Los militantes de FORJA, surgidos de la clase media, entre los que estaba el mismo Jauretche, continuaron las luchas del Radicalismo y supieron entender lo que pasó en el año 45. El proletariado se sumó después al Peronismo.
Jauretche ve a Martínez Estrada como un simulador que ocultaba la realidad. Se fingía pobre, y nunca fue pobre ni perseguido (67-9). Fue un burócrata, que primero había sido anti-irigoyenista, y después anti-peronista. Había escrito ensayos evasivos que mitificaban la influencia del medio histórico-social y ocultaban la realidad argentina. Otros intelectuales, entre los que cita a Abelardo Ramos, Fermín Chávez y Hernández Arregui, autor del trabajo seminal Imperialismo y cultura, 1957, habían procedido de manera muy diferente, defendiendo al pueblo de la nación.
De esta manera concluye Jauretche su crítica a Martínez Estrada. En el capítulo cuarto ataca a uno de los intelectuales y escritores contra quien se han ensañado más los pensadores nacionalistas: Jorge Luis Borges. Considera a Borges el intelectual qu[JP1] ímicamente puro que, sacado de su especialidad técnica, se muestra muy pequeñito. En este capítulo se vale de un personaje “crítico” criollo, gauchesco, de ficción, Julián Barrientos, para opinar sobre Borges. Barrientos dice que cuando los intelectuales “…se juntan, el pueblo se va para otro lado” (71). Ve como algo innegable el divorcio entre intelectuales y pueblo. En política, dice, los intelectuales primero estudian “el catálogo” y después “…clasifican por analogía lo que ven en su país” (72).
Para Jauretche, Borges, que había prologado un extenso poema gauchesco suyo, El Paso de los libres, publicado en 1934, cuando Borges mantenía aún simpatías hacia el Radicalismo, actuó después como que la historia patria fuera una “porquería” (74). Su comportamiento fue completamente distinto al de su amigo y compañero de FORJA, Homero Manzi, que había preferido escribir letras de tangos para el pueblo en lugar de hacerse “hombre de letras” (76). Borges había renegado de lo popular, que cortejó en sus años juveniles. Jauretche termina el capítulo afirmando que, a pesar de sus logros literarios, poco ha de quedar de Borges si no se cumple el destino de la Argentina como nación: sólo la patria puede hacer trascender a los hombres (79).
En el capítulo quinto, con el que termina Los profetas del odio en su edición original de 1957, discute el libro de Julio Irazusta, Perón y la crisis argentina, publicado en 1956. Aclara que su ataque es contra Julio, y no contra su hermano Rodolfo Irazusta, a pesar que ambos militaban juntos en política. Julio acusaba a Perón de haber mantenido una política anti-industrial. Jauretche dice que ya Scalabrini Ortiz en sus artículos, y él mismo en El Plan Prebisch Retorno al coloniaje, habían demostrado lo contrario (82-5). Los que estaban dañando la industria, con el pretexto de su recuperación patrimonial, eran los dirigentes de la Revolución Libertadora, en esos momentos en el poder. Irazusta utiliza un libro de Santander, Técnica de una traición Juan D. Perón y Eva Duarte agentes del nazismo en Argentina, para atacar a Perón. Santander había acusado al líder y a su esposa de haber estado al servicio de los ingleses y de haber recibido dinero de los alemanes. Jauretche demuestra que la acusación de Santander era falsa e injuriosa. Hubo dos ediciones del libro Técnica de una traición: una en Buenos Aires en 1953 y otra en Montevideo, que era la que él tenía en esos momentos, y que no coincidía con la anterior. Cuando la Comisión Investigadora de la Cámara de Representantes lo citó para interrogarlo sobre sus acusaciones, Santander dijo que las pruebas ya no estaban en su poder (90). Jauretche concluye que Irazusta no había tenido presente al pueblo al juzgar al Peronismo y que, debido a esto, se rebelaba contra la “intelligentzia”, pero desde la óptica limitada de un “ganadero”, y sus argumentos terminaban coincidiendo con los de la “intelligentzia” (92).
Así concluye la primera versión del libro, que Jauretche amplía para su edición de 1967. Titula a la segunda parte de la obra “El colonialismo mental. Su elaboración. La yapa. La colonización pedagógica”. Esta continuación, a diferencia de la primera versión, que había sido resultado de una polémica del momento contra los intelectuales antiperonistas, y era, en consecuencia, improvisada y panfletaria, pertenece a una época en que Jauretche había afianzado su perfil intelectual como escritor y ensayista social en Argentina. Acababa de publicar su libro más sistemático y ambicioso un año antes, El medio pelo en la sociedad argentina (Apuntes para una sociología nacional), que fue muy bien recibido por los lectores y por la crítica. En aquel libro, dice, había querido “…contribuir a la visión del país desde el ángulo social”, mientras que en la segunda parte de la nueva edición de Los profetas del odio se proponía entender el país “desde la cultura” (97). Su propósito, aclara, era “pragmático” y su interés, más que universal, era nacional. Quería demostrar cómo y por qué causas la inteligencia se había transformado en “intelligentzia”, cómo se había formado la mentalidad de los intelectuales argentinos y cómo estaba constituido el aparato “cultural” que dirigía y difundía las obras de esa “intelligentzia”, impidiendo la creación de un pensamiento propio. La “superestructura cultural”, que expresaba los intereses colonialistas, había participado en la formación de esa “intelligentzia”.  La nueva “inteligencia”, que reemplace a la vieja “intelligentzia” colonial, tendrá que liberarse del lastre y definir su carácter nacional. Este proceso, cree, ya está en marcha. Jauretche utiliza la palabra de origen ruso “intelligentzia” con sarcasmo para designar a un grupo de intelectuales argentinos que estaban al servicio de intereses foráneos y anti-nacionales.
El desarrollo de una “intelligentzia” local, considera, fue resultado del proceso de colonización pedagógica sufrido por el país. Se ignoró la cultura propia de aquellas naciones que se separaron de la corona española. La cultura propia fue considerada por el intelectual local incultura y “barbarie”. Tenían como objetivo lograr la “civilización’ imitando la cultura europea. Se quiso destruir lo indígena, que era considerado un obstáculo, y trasplantar lo europeo a América (101). Dado el desarrollo tecnológico experimentado durante el siglo XIX, tenían gran confianza en los beneficios que traería la modernización técnica. Esa “intelligentzia” ayudó a estructurar los nuevos países formados a la caída del imperio colonial como países dependientes, marginando valores autóctonos que podrían haber servido de contención en el proceso de asimilación. Jauretche incluirá dentro de esa “inteligentzia” sobre todo a los pensadores liberales, que considera estaban al servicio de una visión eurocéntrica y antinacionalista del país. Procederá a criticar esa perspectiva desde una posición nacionalista cultural abierta y dinámica. Se centrará en el análisis del proceso pedagógico, que permite la reproducción y legitimación del modelo de dominación neocolonial.
La cultura propia, considera, quedó privada de medios de expresión. Se sustituyó la población nativa por el torrente inmigratorio y el país se volvió una extensión del modelo que quería imitar (102). La cultura preexistente derogada subsistió en la tradición oral en lugares remotos de las provincias. El centro de asimilación de la influencia extranjera fue la zona del litoral. El intelectual se fue conformando a la política dominante, que trataba de estabilizar el país en las condiciones más óptimas para su aprovechamiento. Operaba como un colaborador de aquellos que reducían el país a colonia de los intereses económicos extranjeros (103). Todo el potencial que mostraba el país debería haberse traducido en una versión cultural propia. A pesar que se habla constantemente de la “crisis” argentina, Jauretche entiende que esa crisis es provocada por el mismo proceso de crecimiento y no es un síntoma de decadencia.
Su objetivo en esta segunda parte es analizar la pedagogía colonialista utilizada en las instituciones de formación intelectual (106). Caracteriza a nuestra “intelligentzia” como “desubicada”. Nos ha acostumbrado a pensar el país desde abajo y desde el margen, tal como éste está ubicado en el planisferio. Para pensar como argentinos hay que colocarse en el centro. Sería conveniente dar vuelta el planisferio: comprobaríamos que Europa queda abajo y parece una península del Asia. Nuestra visión de lo europeo es parcial y falsa (108). Nuestra incapacidad para ver el mundo a partir de nosotros mismos, cree Jauretche, ha sido cultivada. Muchos argentinos van desde nuestro margen a Europa, con el objetivo de adquirir una técnica, y el país de la técnica termina absorbiéndolos. En Europa nuestros intelectuales se creen europeos, pero allá nadie los tiene en cuenta. Los grandes conceptos europeos de cultura, civilización, derechos del hombre, rigen para una humanidad que tiene límites estrechos, que comprende parte de Europa y Estados Unidos e ignora al resto del mundo (110). Los letrados analizan los fenómenos en términos abstractos, prefieren las soluciones extrañas a los problemas propios, demostrando que en realidad son “extranjeros” en su propia tierra.
Los problemas argentinos con la educación empiezan a partir de la primera formación del niño. Jauretche recuerda que el pueblo en el que nació en la provincia de Buenos Aires en 1901, Lincoln, había sido treinta años antes territorio ranquel. Allí nadie hablaba de los Ranqueles, y los pobladores procedieron a reemplazar los nombres indígenas por nombres gringos (113). Todos miraban despectivamente lo que era local. Llegó a conocer a antiguos veteranos de la guerra del Paraguay, y le sorprendía qué diferente era lo que contaban de la guerra, de lo que le decían en la escuela. La escuela parecía estar desconectada de la vida. Se deformaba y se tergiversaba la historia. Tenía que seleccionar entre aquellos conocimientos que venían de la experiencia, y los que le llegaban de la “cultura”. Se dio cuenta que la escuela era producto de la “intelligentzia”, destinada a producir a su vez más “intelligentzia”, y que estaba modelada en el esquema sarmientino de civilización y barbarie. Nadie mencionaba la relación de la cultura con el medio (117).
Este desencuentro entre la escuela y la vida producía un desdoblamiento en la personalidad del niño. El maestro iba de lo general a lo particular, no empleaba el método inductivo, que le permitiera pasar de lo particular a lo general. La realidad circundante quedaba excluida de la enseñanza. Si bien la enseñanza laica y obligatoria había impedido que las escuelas extranjeras estratificaran la población según su lengua u origen, esa política nacional no había podido establecer sus propios fines culturales. Es que su idea de lo nacional, cree Jauretche, no traducía el deseo de la comunidad, sino el de una elite, la “intelligentzia” (121). La nación, para esa elite, no era un fin, sino un medio. El fin para ellos era crear un sistema institucional republicano. Esa idea, originada en la filosofía de la Ilustración francesa, adoptada por la política liberal argentina, y continuada por los militares golpistas de la línea Mayo-Caseros, en ese momento en el poder, ponían a las instituciones que forman la República por encima de la patria y de su soberanía. Alterar el régimen institucional era considerado una traición, pero negar su soberanía, entregando el país a intereses extranjeros, no.
Los vencedores de Caseros, en la interpretación de Jauretche, se habían aliado a los extranjeros para realizar su sueño institucional, comprometiendo la soberanía nacional y la integridad de la patria (122). Los ideólogos liberales identificaban patria con liberalismo. Privilegiaban lo institucional por encima del suelo patrio, y el sentido de nacionalidad perdía su base. La formación cultural liberal desvinculaba al hombre de su realidad. Muchos intelectuales eran ejemplo de esto, como Victoria Ocampo, la directora de la famosa revista Sur, cuyas memorias publicadas, cree Jauretche, eran las memorias de una “snob” (125). La clase rica criolla de fines del siglo diecinueve profesaba “religión de extranjería” (127). Para desarrollar al país imitaron a otros países y el mismo criterio usaron para educar a los hijos. Los formaban según un modelo importado y obtenían un “snob” desarraigado, obsesionado por la novedad. En realidad, no tenían muchas opciones: la otra posibilidad era aceptar el aldeanismo local. La revista Sur y el diario La Nación habían ayudado a que la inteligencia se fugara de sus responsabilidades, practicando el escapismo intelectual. Los “snobs” se negaban a expresarse en función de su ser real, y del medio en que vivían y al que pertenecían (129). 
Jauretche critica el comportamiento de los estudiantes universitarios. Se pregunta por qué se rebelaron contra Perón y el Peronismo, mientras se mostraron complacientes con el gobierno durante la Década infame; por qué aceptan convivir en esos momentos con el régimen de Aramburu. Para Jauretche, los universitarios comparten un “subconsciente de elite” y aceptan el “despotismo ilustrado” de la democracia teórica (132). La enseñanza superior no tiene en Argentina una finalidad nacional ni social amplia, está organizada para servir los intereses económicos de los hijos de las minorías y parte de la clase media. El objetivo de la universidad, dice, es “…capacitar los estratos medios de la sociedad pastoril, que necesita sólo doctores y pedagogos” (133). La Facultad de Filosofía y Letras no produce ni filósofos ni letrados: gradúa profesores, que prepararán a otros profesores, en un círculo vicioso y estéril. El egresado de una Universidad siente que es propietario de una “patente de corso” (134). Ha adquirido el derecho de usufructuar del sistema económico en beneficio propio.
Considera que la Reforma Universitaria de 1918 fracasó en el país y sus participantes se integraron luego a la “intelligentzia”. La presencia del pueblo en el Estado durante el gobierno de Irigoyen impulsó la Reforma, pero los universitarios se volvieron contra el pueblo. La universidad fue anti-irigoyenista como luego sería anti-peronista (136). El país, cree, necesita una universidad politizada, para que el estudiante sea parte activa de la sociedad. El aprendizaje de una determinada disciplina, que da una capacitación técnica, no puede ser un fin en sí mismo, debe ser un medio para la realización nacional. En 1955, como en 1930, los estudiantes se pusieron de parte de la oligarquía y del imperialismo al que pretendían combatir. Jauretche atribuye esto “…a la falta de experiencia política de los jóvenes, a un esteticismo sumado al poder de las ideas, que les hace rechazar los movimientos de masas, cuyas imperfecciones no se compaginan con la imagen ideal” (140). La sociedad burguesa acepta al estudiante a condición de que mantenga su hosquedad “frente a los movimientos de masas como el peronismo” (151). Cuando el estudiante se recibe, firma manifiestos internacionales defendiendo causas justas y compra cuadros de pintores socialmente comprometidos para sentirse bien. La “intelligentzia” tiene su mandarinato que determina lo que es aceptable y correcto.
El estudiante padece de un mal que él denomina “fubismo”: un sentimiento de superioridad intelectual que lo lleva a despreciar al pueblo. Los estudiantes ven a los trabajadores y a los obreros como fracasados. No comprenden que los grandes maestros del mundo político, social y cultural nacional no están en la universidad, sino precisamente en esa multitud. Para liberarse del “fubismo”, el estudiante tiene que sentir que es parte de una sociedad real, y no creer que representa a la “civilización”, en lucha contra la “barbarie” (142). La deformación de la Reforma hizo que se consagraran falsos intelectuales, los “arieles”, como pretendidos maestros de la juventud.
Los que participaron en la Reforma, al no incorporarse a las corrientes nacionales, se transformaron en el ala izquierda de la “intelligentzia” de importación, que en lo ideológico abstracto disiente con la derecha, pero se alía con ésta contra lo popular (144). Ataca al socialista Alfredo Palacios, que utilizó la inhabilitación política del Peronismo para hacerse elegir senador, mostrando que a pesar de ser un opositor a la oligarquía y al imperialismo, se valió de la proscripción política ilegítima de un partido popular para obtener crédito político (149). Los intelectuales “arielistas”, siguiendo las ideas que propusiera Rodó en el influyente ensayo Ariel, de 1900, ven a Calibán como un ser utilitario y grosero. Los arielistas desprecian al obrero “bárbaro”. Durante la primera mitad del siglo veinte, los arielistas del Río de la Plata se evadieron de la situación histórica real: la dominación imperialista inglesa en el área, prefiriendo atacar en cambio la influencia norteamericana, de importancia menor en aquella época. Scalabrini Ortiz, con sus estudios sobre el papel del imperialismo británico en Argentina, cambió esto, porque suministró los elementos “para el aprendizaje del país real” (151).
En la tercera parte del libro, Jauretche estudia el instrumental de que se vale la “superestructura cultural” para afianzar su dominio. Primero, considera el papel de los medios de información, que ayudan a formar la opinión pública. Cree que no se ha tomado en cuenta lo suficiente cómo influye el prestigio de los medios de difusión en la formación de las ideas (157). Hay que considerar el grado de libertad que tiene la prensa en la teoría y en la práctica. Los medios consideran que la libertad de prensa es imprescindible para el desarrollo de la libertad humana. Esto, teóricamente, es verdad, sin embargo, en la práctica, los grupos dominantes dan las versiones de los hechos y las difunden según sus intereses, y condicionan el acceso que tienen los periodistas a las fuentes de información (159). La prensa independiente también manipula la información que no se adecua a sus fines. Los titulares destacan lo que quieren que se lea. La pretensión de independencia y objetividad absoluta de la información es un engaño.
La prensa libre, para él, procedía en Argentina de una forma parecida a como lo hacía la prensa de los países totalitarios, aunque el lector no lo sabía (162-66). Las agencias del “mundo libre”, aliadas al imperialismo, fabricaban, según sus intereses, las imágenes que deseaban que los demás tuvieran de Latinoamérica. Dado que la prensa libre dependía de los avisos comerciales, que eran su eje económico, los periódicos necesariamente se autocensuraban para no ofender a las empresas o particulares que anunciaban en sus páginas. Es común escuchar hablar de la presión oficial que sufre la prensa, pero no se habla de la presión económica que pone la empresa que compra espacio comercial en sus páginas.
Cada vez que el Estado quiere orientarse en defensa de los intereses nacionales, cree Jauretche, como había ocurrido en los gobiernos de Irigoyen y Perón, lo censuran porque no quieren que el Estado lidere. Los intereses privados que tienen capacidad para dirigir emplean la libertad de prensa, que procuran monopolizar, como pantalla para difundir sus propuestas, y plantean la situación como una alternativa entre libertad y dictadura (169-70). Por eso Jauretche considera importante denunciar los intereses de la “prensa libre”. Los periódicos tienen privilegios, están exentos de impuestos. En su experiencia personal, como periodista, la “prensa libre” ha trabado más su libertad de expresión que la prensa oficial.
Los agentes de la colonización pedagógica se valen de la autoridad de periódicos como La Nación y La Prensa para dar respetabilidad a sus afirmaciones y publicidad a sus propuestas (179). Lo que le interesa al sistema es que colaboren con sus intereses políticos, sociales, económicos y culturales. Jauretche denuncia a grandes figuras de las ciencias, como el premio Nobel de medicina Bernardo Houssay, a quien cree cómplice del sistema. Según Jauretche, Houssay hizo su descubrimiento médico en equipo con otro, pero lo ocultó (184). Nombraron al Dr. Houssay Director del Centro de Investigaciones Científicas, desde el cual ejercía su poder (187). El aparato cultural, sin embargo, ignoraba la labor de otros científicos que no le convenían. Por ejemplo, silenció los logros del matemático Carlos Bigieri, que murió en la pobreza, condenado por la Revolución de 1955. Lo mismo pasó con el Dr. Alvarado, médico especializado en la lucha antipalúdica, que dio grandes servicios al país (189).
Los que trabajan para lo que denomina la “anti-nación” tienen las puertas abiertas, e impiden el surgimiento de los valores identificados con la creación nacional. Durante la Década Infame quedaron marginados Scalabrini Ortiz, Ramón Doll, Ernesto Palacio (191-2). No solo los liberales marginaban a los nacionalistas, también el Partido Comunista atacaba a los que militaron en sus filas y renunciaron luego, como ocurrió con Sábato, Puiggrós, Ramos y Portantiero. Jauretche argumenta que los liberales y la oligarquía se ensañan más con los nacionalistas que con militantes de otras tendencias.
Ataca los manejos políticos de las Academias que jerarquizaban a los “figurones”. Demuestra que las Academias no eran serias, nombraban a sus miembros a dedo según intereses sectoriales. La Academia de la Historia, por ejemplo, rechazó a historiadores revisionistas como José María Rosa, mientras designó como miembro al Cardenal Caggiano, que no era historiador. A Ghioldi y al Almirante Rojas los nombraron miembros de la Academia de Ciencias Morales, lo cual en su concepto era una burla. También se nombraba a los Académicos en puestos de prestigio, como las Embajadas. Jauretche denuncia este sistema de recompensas y castigos que profundizaba la corrupción de un gobierno que en sí era ilegítimo (195-201).
En la cuarta parte del libro trata de hacer un balance provisorio de la situación de la cultura y la educación en esos momentos. En 1967 ya habían pasado cien años desde que la “intelligentzia” triunfara en el país. Esa “intelligentzia” había ejercido un verdadero “despotismo ilustrado” sobre la población nativa, a la que consideró incapaz de asimilarse a los presupuestos civilizadores, por lo que optó por reemplazarla por inmigrantes europeos (205). Le cambiaron la sangre al pueblo y lo alfabetizaron para que se ajustara a las ideas de la “intelligentzia”. El pueblo reapareció en la escena política, donde había estado ausente desde la época de Irigoyen, con el Peronismo y la clase culta lo juzgó inepto para la cultura. El problema es que esa “intelligentzia” no acepta el ser del pueblo tal como éste es, y llama demagogos y tiranos a los que lo lideran. Cree que sólo es posible realizarse trasplantando e importando una cultura desde afuera para fines europeos, y niega la realidad existente.  
En el país se han producido cambios sociales y económicos importantes durante los siglos diecinueve y veinte, pero la actitud de la “intelligentzia” no ha cambiado. Esos mismos valores culturales que ésta niega, han sido factores decisivos en su historia. Hace un análisis de la evolución social del país. Dice que en el origen la nación fue organizada por la clase principal, que había asimilado la ideología de la Ilustración y el Romanticismo. La plebe, al ser inculta, no tenía acceso a la ideología. Ambas clases habían asimilado los elementos formativos de la cultura local popular, pero la clase principal los consideraba sinónimo de barbarie. Sarmiento, al negar esa cultura autóctona, cree, se negaba a sí mismo (207).
La Independencia fue una empresa llevada a cabo por la clase principal y por la plebe. Sin embargo, a la hora de gobernar, la clase principal vio a los Federales, que se aliaron con el pueblo bajo, como traidores a su clase. Muchos de los Federales eran más ricos que los unitarios, pero éstos últimos consideraban a la cultura un privilegio de su clase. Durante la época de Rosas los Federales gobernaron creando una alianza entre clase principal y pueblo. Después de las batallas de Caseros y Pavón, de la guerra del Paraguay y la extinción de las montoneras rebeldes, desapareció el conflicto entre “intelligentzia” y pueblo, porque el pueblo quedó reducido a “sujeto pasivo de la historia” (209). Con el triunfo del liberalismo, la colonización económica y la colonización pedagógica se integraron. La gente principal compartió la misma ideología liberal. La plebe quedó privada de medios de expresión y era como si no existiera. Implementaron la política del progreso con un criterio tecnocrático (210). El objetivo no es desarrollar el país que es, sino el país como tiene que ser.
Tal como lo notó David Viñas en Literatura argentina y realidad política, 1964, la Generación del 80 escribía y hacía cultura para el círculo íntimo, para los iniciados (210). Sin embargo, esa misma “intelligentzia”, identificada con el liberalismo económico, comienza a percibir efectos no deseados en su sociedad a medida que el desarrollo agropecuario y la inmigración modifican las estructuras tradicionales. Ya en el fin de siglo, con actitud “xenófoba”, se vuelven contra el gringo, que era el instrumento de ejecución de la política liberal. Rechazan los efectos sociales del progreso. Los espíritus más lúcidos de la oligarquía, sin embargo, aceptaron el cambio inevitable: el país era una dependencia económica del mercado mundial, y deseaban mantener la continuidad de la política liberal (214).
Con la llegada de la inmigración se formó la nueva clase media y muchos intelectuales surgieron de esta clase. La ideología liberal se expandió a todos los grupos. La colonización pedagógica cumplió su tarea. Los más calificados accedieron a posiciones dirigentes. La cultura ayudó a consolidar el sistema. El intelectual se sentía distinto del pueblo del que provenía y se creía depositario de una misión cultural. Partía del presupuesto de la inferioridad de lo nacional “…cuya superación sólo se logrará por la transferencia de los valores de cultura importados” (215). El nuevo intelectual de clase media asumía, ante lo nacional y popular, la misma actitud despectiva que mostraba antes el intelectual de la clase principal.
Esto había cambiado, pensaba Jauretche, cuando llegó el Radicalismo de Irigoyen al poder. Si bien sus bases políticas eran liberales, la presencia y participación del pueblo modificó sus efectos sociales y económicos. Irigoyen no era un ideólogo, era un caudillo y percibía las necesidades sociales (216). Gobernó teniendo en cuenta las necesidades de las masas, y se interrumpió la continuidad de la política liberal anterior, separada del pueblo. La producción del país se diversificó, y esto amenazó la base del dominio colonialista, basado en la explotación de la producción primaria. Recurriendo al proteccionismo y a la devaluación monetaria los radicales desarrollaron la industria. El irigoyenismo expresaba los intereses de la clase media, pero los sectores cultos de esta clase no lo siguieron.
La izquierda no logró expresar un punto de vista nacional en su ideología, para oponer con éxito al pensamiento liberal. El socialismo y el anarquismo transfirieron ideologías extranjeras y se propusieron, como el liberalismo, civilizar la barbarie. No se preguntaron qué era el país, qué era el pueblo, cómo pensaba, qué quería: este divorcio de los intereses nacionales, pensaba Jauretche, fue una de las debilidades principales del pensamiento político de izquierda (217). Preparaban las condiciones para otro país, que ellos querían crear como civilizadores. No trataron de acercarse a la realidad concreta, para formular un pensamiento propio de interpretación de la misma. Los liberales y los de izquierda estaban desconectados del medio social. Se subestimaba al país como realidad. El nuevo intelectual adoptaba respecto al país la vieja actitud peyorativa de los ideólogos de la Ilustración. Los liberales no comprendían el hecho nacional. Los héroes de los liberales y de la izquierda eran los mismos: Rivadavia, Sarmiento, Mitre, etc. Llevaban el pensamiento político a una vía muerta, donde con su consigna de “libros o alpargatas” reiteraban la dicotomía unitaria anterior de “civilización o barbarie”. Tanto liberales como izquierdistas consideraban que ellos eran “la cultura”, y que debían tomar las decisiones (220). Para ellos lo nacional y lo popular formaban parte de la barbarie.
Cree que el Peronismo fue un movimiento revolucionario e inconcluso, y el revolucionario se pregunta si lo que trataron de superar del pasado peronista no era mejor que el presente comprometido y caótico (224). En momentos de duda el revolucionario podía convertirse en instrumento de la contrarrevolución.
Jauretche afirma que su crítica a la “intelligentzia” se basaba en experiencias personales amargas. El no era filósofo de la historia ni literato, había aprendido en la escuela de la vida. Su objetivo había sido siempre servir a la causa de la liberación de su país. No es un perfeccionista, es un luchador pragmático que quiere servir a las grandes líneas del pensamiento nacional. El movimiento nacional abarca y contiene diversas posiciones partidarias (225). El y los militantes del grupo FORJA no fueron políticos en un sentido tradicional: más que a la política, se dedicaron a la “docencia cívica” (227). Reconocieron que Perón en 1945 era el continuador de la lucha de FORJA en pro de lo nacional. Una nueva Argentina estaba en pie. El Movimiento Justicialista tenía como objetivos lograr la justicia social y la liberación nacional, y favorecer la distribución del ingreso, tratando de alcanzar los más altos niveles sociales posibles dentro de las condiciones nacionales existentes.
Jauretche critica la manera que Perón estaba conduciendo el movimiento desde el exilio. El General, creía, daba al proletariado un peso demasiado grande en el movimiento, sin ver que tenía dificultades operativas. Desplazaba y hasta hostilizaba a los sectores militantes de clase media (228). Durante los últimos años que ocupó el poder, durante su segunda presidencia, “…los combatientes resultaron sustituidos por los pensionistas del poder” (229). Perón no hizo nada por captar a la nueva burguesía que se había formado gracias a su política nacional. El conflicto religioso suscitado luego había afectado la estabilidad gubernamental. Hacía falta crear una mayor alianza entre las clases y “revertir la forma piramidal” de mando, típica de todo movimiento de liberación (230). Era necesario superar la política partidaria, en su concepto, para llegar a una política nacional. Llama a dirigentes y militantes al debate, y pide que se instruyan sobre las formas que asume la “colonización pedagógica” en el país. Cree que la batalla del Peronismo está ganada, porque, si bien no está en el poder, gobierna las esperanzas del 80 % de los argentinos. A diferencia de lo que pasó con la política de Irigoyen, el país en todos esos años había hecho suyo el pensamiento de Perón (232).
Jauretche termina su obra polémica con dos epílogos: el primero, montevideano, de 1957, y el segundo, porteño, de 1967. En su epílogo montevideano argumenta que Montevideo debería ser el puerto natural de la confederación del Plata, que integrarían Bolivia, Paraguay, Argentina y Uruguay. Desgraciadamente, esa unidad no existía, Buenos Aires tenía un poder político exagerado y se aprovechaba mal la comunicación marítima de los países del Plata (233). La política inglesa en la región y la acción del ministro Canning balcanizaron el Río de la Plata a principios del siglo XIX, frustrando el destino de una nación. Rosas salvó lo esencial, aplicando el sentido común, gracias a su pragmatismo. No se dejó confundir por la “intelligentzia” liberal de su época. El país venció.
En el epílogo porteño de 1967, habla del relativo fracaso de nacionalistas como Lugones, que no supo recoger la lección de las multitudes. No vio la contradicción entre la superestructura cultural y el país real. Formaba parte de la “intelligentzia” y cuando proclamó la hora de la espada, su espada no era nacional. Para Jauretche la clave era pensar el país real. La inteligencia nacional debía reemplazar a la “intelligentzia”. La más propicia a desorientarse era la clase media, porque la colonización pedagógica dirigía su discurso a ese grupo en ascenso (236). Su avidez de conocimiento lo hacía víctima fácil de una colonización que recomendaba asimilar recetas, en lugar de analizar con sentido propio (237). Con el afán de aproximarse al modelo europeo se creo un país cada vez más blanco, racial y culturalmente hablando, cada vez más “Europa” y menos “América”. Durante el Peronismo, la “intelligentzia” se sintió derrotada y creyó que el país era el derrotado (237). Pero el pueblo, cree, tuvo el coraje de pasar por encima de los escombros de sus propias ilusiones traicionadas, para encontrar los fundamentos del país real.
Para Jauretche lo nacional era un concepto amplio, e iba más allá de lo partidario. Coincidiendo con la posición de Perón sobre el tema, sostenía que sólo un movimiento multiclasista podía abrazar la diversidad de lo nacional. Jauretche buscaba un trasvasamiento generacional, para que las nuevas generaciones llevaran adelante las banderas del Peronismo. No consideraba que Perón, por su edad, pudiera liderar él mismo este proceso. Pocos años después, a principios de los 70 (Jauretche muere en 1974, a los 73 años), observará con esperanza elevarse el espíritu rebelde y combativo de la juventud peronista. Le preocupó, sin embargo, la osadía de esa juventud, que temía la llevara, como sucedió, al fracaso militar y político (Galasso 239-43).
Creía hacia el final de su vida que todos los sacrificios que se habían hecho para dotar a la nación de un espíritu propio, alejado de la utopía liberal, habían dado frutos, y su misión de denuncia de la “colonización pedagógica” había sido positiva. Su crítica apuntaba a un sinceramiento de los objetivos culturales posibles para su nación. Propuso como modelo un tipo de intelectual visceral y militante, guiado por un intenso amor a la patria, capaz de ejercer la autocrítica, y de mantenerse cerca del pueblo y de las masas para luchar por su liberación.
Su aporte fundamental al pensamiento argentino fue su crítica antiliberal a la cultura, desde una perspectiva propia, que coincidía en parte con el revisionismo histórico, en parte con la izquierda nacional. Su perspectiva, influenciada por Scalabrini Ortiz y por Perón, privilegiaba la relación política entre el poder y las masas, y asignaba un papel fundamental al desarrollo económico independiente. Jauretche analizó la sociedad argentina, sus necesidades educativas, su cultura, tratando de corregir lo que él consideraba errores y desviaciones de la formación liberal. Creía que había que transformar la moral del argentino, haciendo la cultura más afín a las necesidades de los humildes, impartiendo una justicia equitativa.
                       



                                                Bibliografía citada
           

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[1]  Otros intelectuales consideraron al Peronismo de forma parecida. Borges, que había sido irigoyenista en su juventud, para hacerse conservador en su vejez, vio al Peronismo en una de sus narraciones, escrita con su amigo Bioy Casares en 1947, como una fiesta popular macabra (“La fiesta del monstruo” 41-59).
[2]  Martínez Estrada en ¿Qué es esto?, 1956, ya había usado la palabra “intelligentzia” para designar a la intelectualidad liberal corrompida (71-4). Jauretche la emplea de distinta manera, burlándose de la intelectualidad “cipaya” y “vendepatria”, liberal, entre los que incluye a Sarmiento y Mitre (Los profetas del odio… 102-3). En el mismo sentido utiliza la palabra Hernández Arregui, más joven que Jauretche y su discípulo, en el libro de 1957 Imperialismo y cultura (Duhalde 10).








Publicado como Alberto Julián Pérez, "Jauretche, el ensayo nacional y la colonización pedagógica" en N. Flawiá de Fernández, compiladora. Argentina en su literatura. Buenos Aires: Corregidor, 2009. Págs. 235-63.

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