Alberto Julián Pérez ©
Operación masacre (1957-1977), de Rodolfo Walsh (1927-1977), es una obra cuyas
peripecias de creación se entrelazan con la vida del autor de una manera ejemplar
y trágica. Se inicia con las investigaciones que el periodista nacionalista
Walsh realizara a partir de diciembre de 1956 sobre los fusilamientos de
civiles ocurridos en la provincia de Buenos Aires, después del fracasado levantamiento
del General Valle, el 10 de junio de ese año, y concluye, luego de un largo
periplo, con la carta que Walsh, militante montonero, escribiera a la Junta
Militar argentina el 24 de marzo de 1977, un día antes de su enfrentamiento con
el Ejército y su muerte. [1]
Su elaboración definitiva abarca dos
décadas de la vida de Walsh (de Grandis 1994:187-204). Durante este tiempo, las
experiencias vividas lo llevaron a modificar sustancialmente sus ideas políticas,
su interpretación de la historia nacional y del fenómeno literario. Vivió
circunstancias históricas excepcionales y su investigación periodística, Operación masacre, luego de pasar por sucesivas
correcciones y cambios, se integró a la literatura nacional como crónica y
testimonio de una generación perdida (de Grandis 1992:306-7).[2]
En esta obra Walsh analizó un
episodio de la campaña represiva que el gobierno militar golpista, presidido
por el General Pedro Eugenio Aramburu, desató contra militantes peronistas y
simpatizantes, sospechosos de participar en el conato revolucionario de 1956,
liderado por el General Valle. Inició su investigación, en la que lo
asistió la periodista Enriqueta Muñiz, seis meses después del levantamiento del
General Valle, cuando recibió una denuncia de Juan Carlos Livraga, uno de los
sobrevivientes, sobre la matanza que había tenido lugar en la localidad
bonaerense de José León Suárez. Walsh
pudo demostrar a la opinión pública que varios de los detenidos por la policía
provincial, en un procedimiento de la noche del 9 de junio, habían logrado sobrevivir
a los fusilamientos clandestinos ordenados por el gobierno el 10 de junio de
1956, en supuesto cumplimiento de la Ley Marcial decretada, y escapar (Ferro
1994:139-66). Esa ley facultaba al gobierno a fusilar sin juicio previo
a individuos descubiertos en circunstancias sospechosas, o que estuvieran
conspirando contra el Estado. Walsh
denunció la responsabilidad del gobierno military en esos fusilamientos
irregulares, y lo acusó de haber cometido un asesinato y masacre. El gobierno encubrió el crimen, y el
sistema de justicia sobreseyó a los culpables de la matanza, asegurando su
impunidad.
El Estado nacional era responsable
del asesinato de trabajadores desarmados, la mayoría de los cuales habían sido
detenidos por azar. Walsh, que al realizar la investigación no era peronista, va
cambiando su opinión sobre el Movimiento Peronista al observar cómo el
peronismo había dado espacio en su política a la causa y a los intereses del
pueblo.[3]
Walsh desarrolló y profundizó en sus
escritos creencias fundacionales de la historia cultural argentina. Pensó que la
prensa y el periodismo debían defender al pueblo, y que el intelectual y el
escritor tenían el derecho de tomar las armas para resistir y luchar contra el
poder arbitrario de los usurpadores de su patria, fueran éstos extranjeros, o
locales. En ese proceso, el hombre de la sociedad civil, que vivía
pacíficamente, sometido a las leyes, de pronto se veía arrastrado por la
violencia militar y espiritual que engendraba la situación. El mundo que lo
rodeaba escapaba a su encuadre racional, y el hombre “nuevo” de esa sociedad
quedaba a merced de fuerzas que no controlaba y amenazaban destruirlo.
El Ejército, en 1955, con el
pretexto de salvar a la patria de un peligro moral inminente, se había arrogado
el derecho paternalista de interrumpir el cauce democrático de la sociedad. La
sociedad civil quedó sometida al arbitrio de la ley militar y sus códigos de
convivencia se vieron profundamente alterados. El pueblo lo veía como una imposición
tiránica, por cuanto lo que había interrumpido realmente el Ejército era un
proceso político a través del cual un nuevo sector social emergente, el
proletariado, estaba adquiriendo identidad, personalidad, objetivos propios, y
tratando de entender su lugar en la sociedad contemporánea.
El General Perón, Eva Perón, Walsh,
el Che Guevara y los intelectuales en que Perón se apoyaba para explicar sus
ideas y justificar la actualidad de su defensa del patrimonio nacional, en
particular Raúl Scalabrini Ortiz, condicionaron un nuevo y activo imaginario en
la cultura argentina e hispanoamericana, durante las décadas del cincuenta y el
sesenta. Los escritores de extracción liberal, como Ezequiel Martínez Estrada y
Ernesto Sábato, criticaron, desde la
perspectiva de la alta cultura intelectual, la transformación de su sociedad
tras el ascenso del peronismo, y observaron con preocupación cómo los
defensores del campo popular, vueltos algunos de ellos figuras emblemáticas, eran
mitificados y endiosados por las masas (Jauretche 27-42). Los escritores más
jóvenes, entre los que debemos mencionar a Ricardo Piglia, Manuel Puig, Osvaldo
Soriano y Tomás Eloy Martínez, revisaron con lucidez y sentido crítico las propuestas
del imaginario liberal después del Proceso, 1976 -1983, cuando los militares cometieron
un brutal genocidio.[4]
La cultura de la sociedad argentina
refleja sus divisiones y desequilibrios.[5] Muchos
escritores han sido conscientes de esto e hicieron lo posible por superar la
separación entre arte popular y arte de las elites. Walsh, a quien hoy conocemos
y respetamos principalmente por sus crónicas e investigaciones periodísticas,
escribió varios libros de cuentos.[6] En
su diario personal habla de sus planes de escribir una novela, lo cual nunca
pudo concretar. Sentía resistencia a hacerlo, por lo que el género representaba
en la cultura burguesa (Link 99-102). En sus crónicas testimoniales pudo expresar las vivencias revolucionarias de su
tiempo.
Operación
masacre crea un fresco social único sobre la vida política argentina en los
años que siguieron a la caída de Perón. Presenta una imagen distinta del pueblo
argentino y de la camarilla militar que había usurpado el poder popular. El
cuadro que hace Walsh de “Las personas”, en la primera parte de la obra, nos
muestra un pueblo trabajador que vive con sencillez. Son casi todos obreros y disfrutan
de la vida familiar. Muchos militan en política. Son reconocidos en el barrio
como gente de bien. Se han casado jóvenes, o están de novio; los casados tienen
hijos, han cumplido con sus deberes familiares. Los jóvenes trabajadores son
hijos de familia que viven con sus padres.
Nos encontramos con una familia
trabajadora nacional relativamente feliz, a pesar de las circunstancias
políticas adversas. Los padres están orgullosos de los hijos, y éstos de sus
padres. Sus sueños son continuar la historia familiar, dedicarse a los suyos. Sus
placeres son grupales y típicos del gusto de la familia trabajadora en una
época de rápida masificación de la producción y las costumbres: los deportes,
las reuniones grupales, las actividades del barrio. Casi todos, con excepción
de los militantes, llevan una vida tranquila, previsible, de tardecitas de
barrio. El futuro es el trabajo, que de por sí es rutinario. Son los
hombres anónimos de su comunidad. No se destacan como individuos. Walsh hace una presentación costumbrista
de cada uno de ellos: es una crónica cotidiana de seres casi anónimos. Será la
catástrofe del crimen la que los saque de ese anonimato en que viven. Lo desconocido,
la arbitrariedad, la injusticia, la muerte irrumpirá en sus vidas para
arrancarlos de la certidumbre rutinaria de la existencia del trabajador, en la
que todo se repite y pocas cosas nuevas pasan, y la vida tiene un carácter casi
ritual, de sacrificio, productividad y celebraciones de grupo.
El periodista se mantiene muy cerca
del pueblo trabajador, es parte de él. Es el héroe proletario de la comunidad
letrada, para quien escribir es un oficio con el que se gana el pan y sirve a
su sociedad. También escribe para denunciar anomalías e injusticias y decir la
verdad. El pueblo trabajador y el periodista se complementan, son aliados, se
educan mutuamente. En un principio el periodista estaba alejado de la
situación política, ni siquiera era opositor al gobierno, jugaba al ajedrez en
un café de La Plata y soñaba con ser un gran escritor de libros de literatura. Su afición era leer novelas
policiales, que traducía para Editorial Hachette. La realidad, la guerra
irrumpe en su vida cotidiana de repente. Dice Walsh en el prólogo a la tercera edición:
La
primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos de junio de 1956 me llegó
en
forma casual, a fines de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al
ajedrez,
se hablaba más de Keres o Nimzovitch que de Aramburu y Rojas…
En
ese mismo lugar, seis meses antes, nos había sorprendido una medianoche
el
cercano tiroteo con que empezó el asalto al comando de la segunda división
y
al departamento de policía, en la fracasada revolución de Valle. (9).
Esa noche fue testigo involuntario
de la insurrección, y hasta oyó morir a un conscripto junto a la ventana de su
casa. El periodista se resiste a introducirse en lo que será una larga
pesadilla para él y los fusilados sobrevivientes, cuyos testimonios rescatará
de las sombras. Dice, oficiando de personaje en su historia: “Tengo demasiado
para una sola noche. Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución
no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?...Puedo. Al ajedrez y a la literatura
fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela “seria”
que planeo…y a otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo
periodismo, aunque no es periodismo.” (10-11)
Está consciente que está yendo más
allá de lo que convencionalmente se acepta como “periodismo”. No es un
simple reportero que se limita a informar sobre los hechos: investiga una
verdad oculta, reconstruyendo los sucesos. Más tarde se erige en juez de los
jueces: el acusado del crimen será el Estado argentino. La violencia ha
irrumpido en la realidad de su vida y contaminado el mundo imaginario de la
literatura. Los fusilados que quedaron vivos empiezan a aparecer, como en una
historia de terror. El primero de ellos, Livraga, uno de los personajes
principales de su libro, tiene la cara deformada por una bala que le atravesó,
destrozándola, la mandíbula.
Un año le lleva la investigación. Pasa
de las preocupaciones del mundo imaginario de la ficción, que lo mantenían
ocupado, a reflexionar sobre la realidad histórica que descubre. En ese proceso
se ve obligado a cambiar de identidad: en un momento deja de ser el periodista
Walsh, para ser Francisco Freyre y vivir escondido. Su seguridad peligra y portará
revolver y andará prófugo, transformado en detective al que le pueden imputar
un delito y tiene que ocultarse. A la historia, que vivirá un largo proceso posterior
de desarrollo, la escribirá “en caliente”. El escritor se vuelve protagonista,
y participa en la acción. En un principio periodista algo escéptico, será luego
militante convencido de la causa popular.
El libro, que publica por primera
vez en 1957, se transforma, pasados los años, en una crónica de la resistencia
armada de la juventud peronista y un testimonio de la lucha contra la tiranía. El
último texto, incorporado por el editor después de la muerte de Walsh, es la
carta dirigida a la Junta Militar, que envía el día antes de su muerte, en la que
denuncia tanto el genocidio de los militares contra el pueblo insurrecto, como
el vaciamiento económico del país. El Peronismo, sostiene, luchó contra el
imperialismo, al que se alían los gobiernos antiperonistas (210-2). La
acusación de Walsh es una continuación de las denuncias de Perón mismo en sus
escritos del exilio, y la de los militantes de FORJA que apoyaron a Perón:
Scalabrini Ortiz y Jauretche.[7] Scalabrini,
Jauretche y Perón polemizan con los enemigos políticos e intelectuales de la
causa popular, y Walsh denuncia los fusilamientos y saca a la luz la historia
oculta de los crímenes cometidos por el gobierno militar. Estos hombres son protagonistas
de una historia nacional que no hace concesiones al imperialismo, ni a sus
aliados internos.
Los obreros que retrata Walsh serán,
poco después, las víctimas inocentes de los fusilamientos. Pertenecen a esa
clase trabajadora a la que Perón dio identidad, como lo demostrará Jauretche en
su polémica con Martínez Estrada.[8] Pocos
años después, entre 1960 y 1961, Walsh y Martínez Estrada coincidirán en Cuba,
cuando este último vaya a la isla a dirigir Casa de las Américas y Walsh a
colaborar con la agencia antiimperialista de noticias (Lafforgue 233-4). Allí
se encontrarán con otro revolucionario que había cruzado, en su lucha
antiimperialista, las fronteras del nacionalismo y el populismo: Che Guevara. Están
gestando una nueva historia americana, que tratará de unir nacionalismo y socialismo.
Perón y Jauretche desconfiaron de esa alianza. Perón se distanció de Cooke, al
inclinarse éste hacia la doctrina marxista (Goldar 7-17).
La lucha guerrillera no llegó a buen
fin en Latinoamérica. Guevara muere en Bolivia. Los Montoneros serán ferozmente
reprimidos y la insurrección de izquierda destruida en Argentina (Horowics
261-3). El peronismo sindicalista y popular, sin embargo, continuó su
desarrollo y mantuvo su vigencia, transformándose políticamente, con un
criterio realista y práctico que desafiaba las ideologías. El deseo de unión
nacional, que es el que ha hecho a Argentina posible desde su formación como
nación, termina imponiéndose frente a las crisis económicas y políticas, garantizando
la supervivencia de la nación.
En su obra de 1957 Walsh reconoce al
pueblo peronista y a las clases populares su protagonismo. El gobierno militar
los reprime porque han entrado en la historia y les teme. Sabe que ese pueblo
amenaza desplazar a la burguesía. El imperialismo los considera rebeldes,
porque son militantes y resisten su dominación. Describe a la “familia”
trabajadora como un núcleo social activo y responsable. Sus miembros son
individuos guiados por el amor a sus semejantes, que disfrutan de placeres
simples. El sueño de esta familia es realizarse en grupo, favorecer el porvenir
de los hijos, ayudar a la comunidad. Quieren llegar a la vejez y sentirse
satisfechos, viviendo junto a los seres queridos. En la vida de estos
seres no ocurren cosas extraordinarias, todo es común: no son personajes de
novela. Son víctimas involuntarias
de una historia nacional en que un sector de la sociedad se ensaña contra la
clase trabajadora.
En cada semblanza crea un pequeño
drama social. Esos son los hombres que van a ser fusilados. Unos morirán y
otros lograrán escapar. Walsh hace un resumen de sus vidas, y se detiene en
aquella noche del 9 de junio, cuando van a la casa de Juan Carlos Torres a
escuchar la pelea de boxeo de Lausse y jugar a las cartas. Muestra la humanidad
y la inocencia de los personajes que animan la tragedia. Algunos no eran
peronistas y estaban allí de casualidad; otros eran peronistas y, como parte
del pueblo, militaban y resistían a la dictadura. Resistir el abuso del poder
es es un derecho legítimo de los gobernados y no un delito.
Observa a los personajes desde
“fuera”, con interés y compasión. Las víctimas del suceso ignoran lo que les va
a pasar. Viven en un mundo familiar en el que va a irrumpir lo extraño, el
crimen, la muerte. El poder de la muerte los transforma en marionetas. El
gobierno militar condena a sus hijos más desprotegidos y humildes. Estos
tendrán que protegerse a sí mismos como se protegen los débiles: uniéndose
frente al poder arbitrario, recurriendo a la solidaridad de su grupo.
El primero de los hombres que
retrata es Nicolás Carranza. Walsh lo evoca en la noche del 9 de junio, en el
momento de llegar a su casa. El hogar es la riqueza del humilde: allí están sus
hijos que lo aman y a los que ama. El más pequeño tiene tan solo cuarenta días.
Allí está su compañera abnegada, trabajando en su máquina de coser. Carranza se
muestra preocupado, poco feliz. Era militante peronista y vivía prófugo.
Empleado del ferrocarril, era uno de aquellos obreros a los que Perón y el
peronismo habían dado identidad y transformado en habitante con derechos de su
patria. La tiranía militar lo perseguía y hasta había apresado a su hija de once años para interrogarla sobre
su padre. Crueldad y cobardía del gobierno, ensañamiento con la clase obrera:
eso es lo que muestra Walsh. En
la reconstrucción hipotética del último diálogo de Carranza con su mujer, imagina
la preocupación de ella: le pide que se entregue, si al fin y al cabo no había
hecho nada. Era la última noche que veía a su familia y que sus hijos veían a su
padre: Nicolás Carranza será uno de los obreros arbitrariamente fusilados por
el gobierno militar.
El próximo personaje, Garibotti, es
amigo de Carranza, y como él trabaja en el ferrocarril. Su casa, como la del
otro, es humilde y aseada; amueblada al estilo de las casas proletarias,
expresa la sensibilidad y el gusto simple y popular de sus habitantes: grandes
fotografías de la familia a colores, y una litografía de Gardel, el mitificado
Morocho del Abasto, en las paredes. Tiene seis hijos, cinco son varones: es una
casa de hombres fuertes. Garibotti trataba de mantenerse al margen de los
“líos”sindicales. Se llevaba bien con sus hijos, especialmente con el que era guitarrero
como él. En esa casa se canta y se toca la guitarra, el sentimiento popular ha
dado sus frutos. La historia, que Walsh cuenta en el presente, culmina cuando
viene Carranza a buscarlo y ambos salen, después de darle una justificación a
la esposa. El reportero concluye la semblanza elucubrando de qué hablaron los amigos
mientras caminaban hacia el departamento de Torres, donde escucharían la pelea.
Imagina que Garibotti tuvo un presentimiento de que algo malo iba a pasar. Esa
noche, la última de su vida, será fusilado junto a su amigo.
En sucesivas y breves crónicas Walsh
presenta a los demás personajes del drama político que va a desarrollarse. En
cada una destaca aspectos diferentes de la vida del grupo social al que
pertenecen. Estas crónicas se transforman en una historia de la vida privada y
familiar de esos humildes trabajadores. En la tercera, dedicada a Don Horacio
di Chiano, el dueño de la vivienda, que sobrevivirá a la matanza, Walsh nos da una
semblanza del hombre y del barrio de Florida, donde están los departamentos en
que habitan di Chiano y Torres. Indica que es un barrio que ofrece “…los
violentos contrastes de las zonas en desarrollo, donde confluyen lo residencial
y lo escuálido, el chalet recién terminado junto al baldío de yuyos y de latas
(31)”. En ese barrio describe al “habitante medio” que es :
…un
hombre de treinta a cuarenta años que tiene la casa propia, con un
jardín
que cultiva en sus momentos de ocio, y que aún no ha terminado de
pagar
el crédito bancario que le permitió adquirirla. Vive con una familia
no
muy numerosa y trabaja en Buenos Aires como empleado de comercio o
como
obrero especializado. Se lleva bien con los vecinos y propone o
acepta
iniciativas para el bien común. Practica deportes – por lo general
el
fútbol --, conversa los temas habituales de la política, y bajo cualquier
gobierno
protesta sin exaltarse contra el alza de la vida y los transportes
imposibles.
(31-32)
Este es el
héroe de la vida colectiva de la gran ciudad. Tiene aspiraciones comunes, es lo
que un escritor pequeño burgués o un escritor respetuoso de las elites
intelectuales llamaría un “mediocre”; sin embargo, Walsh lo observa con
simpatía: para él representa al hombre anónimo del pueblo, al obrero, al
trabajador. Es el habitante
urbano de una sociedad en rápido proceso de masificación, un ser que aspira al
bienestar. Es el trabajador idealizado por el peronismo, el obrero que va a
trabajar todos los días, el buen argentino. Es digno, industrioso. Walsh lo
justifica moralmente y lo rescata por lo que da a la sociedad. Para comprender
al peronismo hay que entender a este hombre, el trabajador típico de los
barrios de Buenos Aires. Contra él se dirigirá el sistema represor con
ensañamiento.
Walsh eleva a los trabajadores a una
altura casi mítica. Les da carnadura existencial, serán los mártires de la
clase obrera.[9]
Está creando un héroe distinto, que representa al pueblo peronista como sujeto
colectivo. En su libro, además, emerge un héroe secundario guardián, que ayuda
al pueblo y lo defiende de sus enemigos: el periodista altruista, que ama la
justicia y la verdad, y entrega su vida por sus semejantes. Walsh será
finalmente seducido por el mito heroico del revolucionario y el guerrillero, y
morirá como militante montonero con un arma en la mano, al igual que su hija
Vicky.[10]
Luego de describir al hombre medio
de ese barrio, hace una descripción física de sus calles y nos habla de Horacio
di Chiano. Es uno de los pocos hombres maduros que aparecen como víctimas en el
drama, la mayoría son jóvenes. Di Chiano es un hombre de 50 años que vive,
hasta cierto punto, una situación social privilegiada, si se la compara con la
de los otros: es de clase media, está satisfecho consigo mismo y con su
familia, compuesta por su mujer y su hija. Es electricista en la Compañía de
Electricidad. Regresa esa noche a las 20:45 a su casa, y en su viaje
compra el periódico que informa de las noticias poco sorprendentes del día,
cotidianas, previsibles. El mundo sigue su marcha, en otros países y en
Argentina. El también va a ir
a escuchar la pelea a la casa-departamento de su vecino, pero esa noche algo
extraordinario va a pasar: a las 21:30, en Campo de Mayo, se inicia el levantamiento
del General Valle que luego será brutalmente reprimido.
Cada personaje del drama aporta con
su personalidad algún matiz especial. Giunta y Livraga son dos personajes que sobrevivirán
y serán los más activos en los acontecimientos que suceden a la matanza: Livraga,
el primero al que contactará el periodista, será el “fusilado que vive” mencionado
en el “Prólogo a la tercera edición” (11). El Livraga que conoce Walsh es un
hombre asustado, que lleva en su rostro deformado la marca de su vía crucis: el tiro de gracia que no lo
mató, y le destrozó la mandíbula y la dentadura y le salió por la mejilla.
En la semblanza que hace en la
primera parte del libro, nos presenta a Livraga en su vida familiar, un joven
de 23 años que ha trabajado con su padre en la construcción y en ese momento es
chofer de colectivos. Si bien el cronista señala que Livraga es un hombre del
pueblo, de ideas “enteramente comunes”, va un poco más allá que con los otros
personajes, e indaga en su psicología. Dice que Livraga es “buen observador”,
pero acaso “confía demasiado en sí mismo”(49). Lo felicita por su coraje
durante el peligro, y por el valor moral
que muestra una vez pasada la tragedia, al presentarse ante los tribunales para
reclamar justicia. Elucubra si Livraga sabía algo de la revolución que iba a
estallar, y su conclusión es que no hay prueba ninguna. Va a la casa de Torres
porque lo invita su amigo Vicente Rodríguez, que es peronista y ha sido
sindicalista, pero abandonó la actividad gremial después del golpe militar que
derrocó a Perón. Rodríguez
es un buen hombre, grandote, fuerte, carga bolsas en el puerto, y siente esa
seguridad que tienen los hombres que se saben físicamente privilegiados. Walsh
discurre sobre sus pensamientos antes de salir de su casa. Rodríguez será uno
de los fusilados y se lleva sus secretos a la tumba. Frente a la muerte se
muestra confiado el “gordo” Rodríguez.
Otro de los fusilados que vive y
alcanza un protagonismo especial es Giunta, el segundo de los fusilados con el
que logra hablar Walsh durante su investigación, y quien le dará datos sobre
los otros sobrevivientes. Carlitos Lizaso es uno de los cinco fusilados que no
escaparán a la muerte. Es hijo de un militante del Partido Radical que se
volvió peronista y Walsh muestra particular simpatía por él. Aparece después en
la casa donde va a comenzar la tragedia un misterioso militante peronista e
informante, que se hace llamar “Marcelo”. Este sabe lo que está ocurriendo,
presiente lo que va a pasar esa noche y trata de llevarse a Carlitos con él,
sacarlo de allí, pero otro compañero, Gavino, que también es peronista y fue en
una época suboficial de gendarmería, tranquiliza a “Marcelo” y le dice que esa
noche no va a pasar nada. Gavino se salvará de la muerte, pero no Carlitos
Lizaso. El grupo escucha la pelea del campeón Lausse, que es corta y éste gana
con facilidad. Antes que el grupo pueda salir del departamento llega la
policía. Allí se interrumpe la narración de la primera parte del libro y
empieza la segunda, “Los hechos”.
En el relato sobre los hombres, en
la primera parte, Walsh hizo biografías breves de cada uno de ellos para que el
lector pudiera comprenderlos. En la segunda parte, el relato avanza a medida
que se precipitan los sucesos que culminarán en el fusilamiento de los
apresados en la casa-departamento. La progresión temporal, acotada por los
comentarios y las suposiciones del periodista, crea suspenso. “Los hechos”
presenta los sucesos de esa noche en que apresan a los trabajadores, las
peripecias que viven hasta que los fusilan. A partir de ese momento culminante,
cuenta la fuga de varios miembros del grupo que sobreviven y sus desventuras
durante los días siguientes.
La segunda parte se inicia con el ingreso
de la policía en la casa de Torres al grito de “¿Dónde está Tanco?” (59),
refiriéndose al General Tanco, uno de los líderes de la insurrección, en esos
momentos prófugo. La policía,
aparentemente, actuaba en base a un dato falso, creyendo que el General Tanco
estaba en esa vivienda. Ante la sorpresa del grupo, no convencidos del error,
los policías reaccionan con violencia y los arrestan. Torres y Lisazo escapan
saltando una tapia, aunque a este último más tarde lo encuentran y lo apresan. La
policía contó con el elemento sorpresa. Cuando identifican a Gavino creen que
les va a decir dónde está Tanco y le introducen el caño de una pistola en la
boca, pero éste no dice nada. El Jefe de Policía de la Provincia, Teniente Coronel
(R) Fernández Suárez, dirige el operativo en persona. En ese momento son las
23:30 de la noche (la hora será muy importante en el relato y en el argumento
denunciando la ilegalidad del procedimiento) y la policía se lleva a los
detenidos.
Walsh, en las secciones que articulan
esta segunda parte, intercala la narración de las vicisitudes que viven los
miembros del grupo, desde que los llevan detenidos a la Unidad Regional de San
Martín, con los sucesos políticos ocurridos durante la Revolución del General
Valle. Revisa y corrige esta sección para la edición de 1969, cuando ya era militante
de la izquierda peronista y podía ver los hechos de 1956 con una distancia
crítica. Para él, la proclama del General Valle era sincera: sostenía que el
país vivía una “despiadada tiranía”, que lo retrotraía al “más crudo
coloniaje”, y se excluía de la vida política a la “fuerza mayoritaria” (65).
Pero esa proclama, considera Walsh, no iba lo suficientemente lejos: sus
demandas eran muy moderadas. Cree que la actitud de Valle muestra una debilidad
intrínseca del peronismo de esa época: percibe los males del país, pero no sabe
diagnosticar bien sus causas y “convertirse en un movimiento revolucionario de
fondo” (66). Hace una breve historia del levantamiento, los sucesos en Campo de
Mayo, Avellaneda y La Plata, la represión y los fusilamientos. Indica que la
insurrección estaba teniendo lugar de espaldas al país, que no se había
enterado de lo que ocurría, motivo por el cual tenía que fracasar. Ese día, el
9 de junio, terminó sin que el gobierno hubiera declarado todavía la Ley Marcial.
El cronista vuelve a la narración de
lo que acontecía en la comisaría de San Martín. Todos los apresados se mostraban
sorprendidos. Los policías que quedaron de guardia en el departamento de la
localidad de Florida detuvieron a dos más, Benavides y Troxler. Este último,
Troxler, militante peronista, será, junto a
Livraga y Giunta, uno de los protagonistas más importantes del relato de
Walsh. Troxler había sido oficial de la policía bonaerense, pero se rebeló contra
los métodos de tortura que le obligaban a usar con los detenidos y abandonó el
cuerpo.[11]
Esa noche, el sargento que lo va a apresar lo reconoce. Más tarde, ante las
ejecuciones, mantendrá su sangre fría (72).
A las 0:32 de la madrugada del día
10 el locutor de Radio del Estado leyó el decreto del gobierno que declaraba la
Ley Marcial, en virtud de la cual la pena de muerte quedaba prácticamente legalizada
en el territorio de la República. Mientras tanto, los presos se deshacían en preocupaciones.
No entendían bien qué pasaba, sospechaban de sus compañeros de prisión y les
preguntaban si andaban en algo. Rodríguez Moreno, el jefe de la Seccional de
San Martín, estaba nervioso frente a la situación. Tenía una historia sórdida,
se lo había acusado de torturas en el pasado. Intimida y amenaza a los
detenidos: quiere saber qué hacían en esa casa y las respuestas que recibe no
les resultan satisfactorias.
A las 3:45 de la mañana la rebelión
contra el gobierno disminuye su intensidad. Pero no hay señal de soltar a los
presos. A las 4:45 Rodríguez Moreno recibe la orden de fusilarlos en un
descampado. Libera a tres que habían sido detenidos por casualidad en las
inmediaciones y procede a subir al resto de los condenados a un carro de
asalto. Les dice que los traslada a La Plata. El comisario Cuello casi se
compadece de Giunta, pero finalmente lo incluye. El convoy parte con doce
presos y trece vigilantes. Los policías llevan fusiles máuser que sólo pueden
disparar un tiro por vez, en lugar de ametralladoras, y gracias a esto varios
condenados salvarán sus vidas. En la oscuridad de la noche, el convoy se
desplaza por la carretera hacia un sitio que los presos no pueden determinar
bien. Poco a poco intuyen que van a matarlos, particularmente Julio Troxler,
que fue policía y entiende la situación.
Walsh narra minuciosamente este
episodio, dándole singular intensidad. Es el momento anterior a la masacre. El convoy
llega al basural de José León Juárez y se interna en sus inmediaciones. El
periodista señala la torpeza del procedimiento, sugiere que algo en el
subconsciente de Rodríguez Moreno, una culpa secreta, un remordimiento, lo
incitaba a fallar (92). Finalmente, el camión se detiene y hacen bajar a seis,
buscan el lugar perfecto para fusilarlos. Dudan sin embargo, están inseguros.
La camioneta que precedía al camión va detrás de los presos que caminan y los
ilumina con sus faros. Estos sienten que les van a disparar y en su
desesperación piensan en escapar, en correr. Les mandan detenerse y Rodríguez
Moreno ordena al pelotón prepararse para disparar. Troxler, que se había
quedado dentro del camión, esperando su turno, se abalanza contra los guardias
y escapa, junto con Benavides. De pronto todos corren en medio de la noche,
mientras los policías disparan buscando los blancos. El cronista describe como
masacran sin piedad a los desafortunados que no pudieron correr. Livraga se
salva de las descargas, lo creen muerto y le disparan el tiro de gracia en la cara,
que no lo mata.
La narración se hace más lenta.
Walsh titula a esta sección “El tiempo se detiene”. Amplifica la escena,
tratando de darle gran precisión gráfica. Es el momento culminante, en que caen
asesinados los inocentes. Se pregunta qué es lo que sienten en ese instante, y
prueba interpretaciones posibles. Consumado el crimen, declara: “La “Operación
Masacre” ha concluido” (102). De ahí en más lo que va a contar son las increíbles
peripecias que vivirán los sobrevivientes que lograron escapar. Nos muestra la
humanidad de las víctimas, de esos trabajadores inocentes que son masacrados.
Frente a éstos aparece, inhumana, siniestra, la policía, esa fuerza de supuesta
contención social que debía garantizar su seguridad y que los engaña y los
asesina. A los que escapan, los cazan sin piedad.
Walsh,
como un documentalista, recorre el campo con el “lente” de su “cámara”. Hace
una reconstrucción de los hechos, utilizando los testimonios de los mismos
sobrevivientes a los que entrevistó. Destaca los gestos de compasión y
solidaridad que la gente del pueblo tiene para con los prófugos. Muestra la soberbia
de los ricos, como el caso de la mujer que detiene su auto de lujo en el
basural, mira los cadáveres y aprueba los asesinatos, sufriendo la ira de los
pobres del lugar, que apedrean su auto (113).
La huída es una pesadilla para los
sobrevivientes. Walsh describe con minucia cómo escapa Giunta, dramatizando el
momento en que llega a la estación de trenes y ve que lo siguen y, una vez
puesto en marcha el tren, tiene que
saltar para salvarse. También Julio Troxler pasa al primer plano en esta parte.
En rápidas y plásticas imágenes, el cronista muestra el coraje del militante
peronista: Troxler vuelve a la escena del crimen para ver qué ha pasado con sus
compañeros y no se va hasta comprobar que allí no han quedado sobrevivientes.
En el camino encuentra a Livraga, ensangrentado y tambaleante, débil. Le han
dado un tiro en la cara y su sufrimiento es enorme. Un oficial de la policía
reconoce a Troxler y lleva a Livraga a un hospital.
Walsh era consciente que el suceso
que estaba relatando era una crónica policial increíble que parecía una
historia de ficción y emplea recursos típicos de la novela policial para contar
los hechos (Amar Sánchez 205-16). Presta particular atención a los títulos de
las secciones, y a los cortes entre una y otra, buscando los momentos de mayor
suspenso. Titula a una “El fin de una larga noche”, a la siguiente “El
ministerio del miedo”, otra “Un muerto pide asilo”. Da a la narración un clima
de suspenso y misterio (Romano 73-97). Es un asesinato colectivo, pero destaca
la individualidad de cada una de las cinco víctimas y de los sobrevivientes. En
estos hombres resalta su coraje cívico y su heroicidad, frente a la cobardía y alevosía
de la fuerza policial, que no escatima esfuerzos para completar su obra
inconclusa. Sus escenas gráficas imitan el ritmo narrativo cinematográfico y
tienen un fuerte impacto visual. Luego de consumados los fusilamientos, empieza
a contar las historias paralelas de los que escapan, la resistencia que
encuentran, cómo sobreviven y se ocultan.
El caso de Livraga es especial,
porque está herido. Un policía lo lleva al hospital, donde lo atienden con
cuidado. Los médicos llaman al padre y ocultan el talón de recibo de la Unidad
Regional de la policía donde lo habían detenido: ese recibo era una prueba de
que había estado preso en San Martín e iba a tener gran importancia en los
sucesos posteriores. Del policlínico lo trasladan a la Comisaría Primera de
Moreno, y allí empieza un largo y doloroso proceso para Livraga. Lo encierran
en una celda, a pesar de estar herido, y le niegan atención médica; la herida
se le infecta, no recibe alimentos ni agua. Walsh recrea, con crudo y plástico
dramatismo, el sufrimiento del personaje, hundido en sus pesadillas; dice:
Sobrevive
prodigiosamente a sus heridas infectadas, a sus dolores atroces,
al
hambre, al frío, en la húmeda mazmorra de Moreno. Por las noches delira.
En
realidad ya no existen noches y días para él. Todo es un resplandor
incierto
donde se mueven los fantasmas de la fiebre que a menudo asumen
las
formas indelebles del pelotón. Cuando acaso por piedad le dejan a
la
puerta las sobras del rancho, y se arrastra como un animalito hacia
ellas,
comprueba que no puede comer, que su destrozada dentadura
guarda
todavía lacerantes posibilidades de dolor dentro de esa masa
informe
y embotada que es su rostro (128).
Su padre, desesperado, escribe al
Presidente de Facto de la República, el General Aramburu, pidiendo por la vida
de su hijo. Finalmente responden de la Casa de Gobierno, permitiéndole su
visita y en ese momento el padre comprende que no lo matarán. Giunta, otro
sobreviviente, logró escapar del basural y fue a su casa, donde la policía lo
detuvo. Amenazan con volver a fusilarlo, abusan psicológicamente de él. Siente
que lo quieren arrastrar a la locura. Por las noches tiene pesadillas, recuerda
las escenas que vivió en el basural. No le dan agua ni alimentos. Mienten a sus
familiares, que tratan de encontrarlo, y lo transfieren de la Comisaría Primera
de San Martín a la cárcel de Caseros, y de allí al penal de Olmos y a otras
comisarías, hasta que lo devuelven a San Martín. De San Martín lo envían otra vez
al penal de Olmos. Allí se reencontrará con Livraga, a quien también
transfieren.
Walsh nos da una imagen sumaria de
todos los del grupo. Muestra la insensibilidad de la policía y de los jueces,
que rehusan enseñar los cadáveres y ocultan información. Varios de los
prófugos, como Torres, Troxler, Benavides, logran asilarse en embajadas
extranjeras y salvar sus vidas. Los fusilamientos han dejado numerosos
huérfanos. Los asesinados eran trabajadores, padres de familia. La segunda
parte concluye cuando el gobierno, varios meses después, emite un certificado
de “Buena conducta” a Giunta. En ese momento la matanza se vuelve una
tragicomedia ridícula.
Esta segunda parte muestra la fuerza
expresiva de la narrativa de Walsh. Sabemos que proyectaba escribir una novela,
lo cual nunca concretó. El deseo y la intención siempre lo acompañaron, pero
algo lo detuvo. El parecía ser el primer sorprendido ante esta dificultad y
reticencia. En una entrevista que saliera en la revista Siete días en 1969, dijo que pensaba llevar a la novela el espíritu
de denuncia de sus libros testimoniales, y que para él periodismo y literatura
eran “vasos comunicantes” (Link, 118). La novela hace una “representación” de
los hechos y él prefiere la “presentación”. Le aclara al periodista que su
conflicto es con el concepto mismo de novela, y las “relaciones falsas” que
crea con el lector.
Operación
masacre fue concebido como un libro periodístico de denuncia y testimonio,
pero el sistema literario lo asimiló como parte de nuestra literatura.[12]
La versión final que manejamos concluye cuando el autor ya ha muerto: el
guerrillero revolucionario ha sacrificado su vida por su causa, y el editor
cierra el libro. En Latinoamérica, el concepto de lo que es un autor se
redefine y se amplía en cada momento de su historia. Walsh es un cronista, un
periodista y participante de la historia, que escribe, llevado por las
circunstancias, una obra urgente, que el desarrollo posterior transforma en un
clásico. En un primer paso lo que motivó la obra fue un suceso político, la
violencia desencadenada por el gobierno contra la población civil. El
periodista defiende a los civiles, resiste y milita escribiendo y denunciando,
que es su manera de actuar. Está luchando con la palabra y la idea. Después
luchará con las armas.
En la tercera parte del libro presenta
lo que él denomina “La evidencia”. Demuestra que el Estado ha olvidado su misión
política y ha cometido un crimen contra los ciudadanos. Peligra la base
política del contrato social. El periodista-narrador se transforma en el
abogado y fiscal que desenmascara a los culpables. El Estado nacional está en
manos de una pandilla de asesinos y el abuso del poder arrastra consigo a todo
el sistema legal y jurídico. El país queda fuera de la ley. Solo el pueblo
puede salvarlo.
El valor redentor que Walsh da a lo
popular coincide con el sentido mesiánico de la política peronista. Perón y
Evita eran los redentores de los “descamisados” y los “cabecitas”. Los
escritores peronistas, como Jauretche, o simpatizantes del peronismo como
Mafud, destacaron este aspecto del peronismo, al que consideraron un fenómeno sociológico
nuevo.[13]
La tercera parte toma como
personajes a los policías responsables de la matanza, demostrando su
inhumanidad. Walsh reconstruye el diálogo mantenido entre el Jefe de la
Regional de San Martín, Rodríguez Moreno y el Jefe de Policía de la Provincia
de Buenos Aires que impartió la orden de fusilamiento, el Teniente Coronel (R)
Fernández Suárez. Rodríguez Moreno tiene que enfrentar la cólera de su jefe al
saber que varios de los que tenían que ser fusilados habían logrado escapar.
Fernández Suárez transfiere a todo el personal que había sido testigo o
participado en la matanza a otros destinos, dispersándolos. De inmediato
comienza la batalla de la prensa, las declaraciones a los diarios, las
exageraciones y las mentiras, y, luego, las desmentidas, proceso de
encubrimiento de un crimen que finalmente saldrá a la luz gracias a las
investigaciones de Walsh, el periodista héroe y mártir de esta historia de
denuncia de graves delitos cometidos por el Estado nacional contra trabajadores
desarmados, ilegítimamente detenidos y encarcelados. Walsh cuestiona las
declaraciones de Fernández Suárez a la prensa, y demuestra que procedió
ilegalmente, por cuanto él mismo reconoció que las personas habían sido
detenidas a las 23 horas del día 9 de junio de 1956, antes que se decretase la
Ley Marcial en el país.
Pocos meses después, uno de sus
propios hombres, Jorge Doglia, jefe de la División Judicial de la Policía,
presenta una denuncia contra Fernández Suárez, acusándolo de torturar a los
detenidos y de fusilar a Livraga. Este reacciona iniciándole un sumario y lo
destituye. Pero Doglia habla con un miembro de la Junta Consultiva de la
provincia y reaparecen los cargos. Dada la situación, el Jefe de Policía se
presenta ante la Junta Consultiva, presidida por el ministro de gobierno, para
defenderse. La base de su argumento es que había cargos sin pruebas. Walsh lee
esas declaraciones y va creando su propio contra-argumento judicial,
transformándose en fiscal acusador de Fernández Suárez. Afirma que en la
declaración de defensa de éste último se encuentra la base para probar los
crímenes cometidos. El jefe dice que hizo el allanamiento de la finca donde
encontró al grupo a las once de la noche, y Walsh prueba, recurriendo al Libro
de locutores de Radio del Estado, que la Ley Marcial no se había hecho pública
y entrado en vigencia hasta las 0:32 de la madrugada del día 10, por lo cual no
podía ser aplicada con retroactividad para fusilar a individuos detenidos
cuando la Ley Marcial no regía (150).
Hace una
lectura e interpretación de las declaraciones de Fernández Suárez usando su misma
defensa en su contra. Demuestra así la torpeza y la ignorancia del Jefe de
Policía, además de su carácter criminal. Fernández Suárez, en sus
declaraciones, trata de hacer quedar a Livraga, que presenta acusaciones contra
él, como un individuo peligroso que conspiraba contra el Estado. El gobierno de
la Revolución Libertadora, dice Walsh, quiso negar y desmentir lo que él había
comprobado en sus investigaciones, y en una campaña periodística, demostrará que
tiene suficientes pruebas para acusar a Fernández Suárez (151).
Recién después de aparecida la
primera edición del libro en 1957 llegó a sus manos el expediente que el Juez Belisario
Hueyo había instruido en La Plata, donde Livraga hizo su denuncia de lo
acontecido. Walsh coteja sus propias investigaciones con el expediente y
sostiene que ambos “se superponen y se complementan” (151). El, por su parte, había
logrado reunir declaraciones de otros testigos que no aparecen en el expediente
judicial, y el expediente contenía confesiones de los ejecutores materiales de
los hechos que él no conocía. A continuación hace un análisis detenido del
extenso expediente, que contiene la historia de todas las veces que compareció
Livraga ante el juez, cotejándolo con la información que él había reunido del
caso.
Livraga
describió al juez todo lo que pasó, cómo lo detuvieron, el episodio del fusilamiento,
el tiro que recibió en el rostro, su ingreso al policlínico, y como prueba material
de su detención mostró la boleta de recibo que le dieron al ingresar a la Seccional de San Martín, especificando los objetos que entregó a la policía,
entre ellos el reloj y las llaves. Walsh encuentra excelente la descripción de
los lugares, aunque Livraga no estaba claro con respecto a la gente que había
participado en los operativos.
El Juez Pueyo comenzó las
indagatorias de las personas implicadas, ante la reticencia y negativa de los
jefes de hacer declaración alguna. Los nuevos jefes policiales dijeron no tener
registros de los hechos ocurridos en sus dependencias en esa fecha. Luego el
Juez se dirigió a funcionarios del gobierno, hasta llegar al mismo Presidente,
el General Aramburu, que no contestó. Walsh hace publicar la denuncia de
Livraga (155). Fernández Suárez no responde a las preguntas del Juez: había
procedido ignorando toda cuestión formal de derecho. Consta que Livraga había
sido detenido antes de promulgarse la Ley Marcial. Finalmente, otro de los
sobrevivientes, Giunta, se decide a hablar ante el Juez. Livraga y Giunta son individuos
claves en el proceso judicial contra el gobierno y en la denuncia de los
crímenes cometidos. Giunta relata los hechos y cuenta cómo logró escapar entre
las balas. Un nuevo testigo, un Teniente de Fragata presente en el Departamento
de Policía, confesó que había escuchado declarar a miembros del personal
transferido, que estaban en San Martín en funciones en momentos del
fusilamiento, que habían visto a Livraga, a pesar que su nombre no estaba
asentado en los libros. Walsh reconoce que el frente policial de silencio se
está rompiendo y la policía poco a poco acepta colaborar con el Juez (160).
Finalmente lo llaman a declarar a
Rodríguez Moreno, el autor material de los fusilamientos. Este se presenta como
un hombre derrotado. Ratifica todo lo que conocemos del procedimiento: la orden
de secundar al Jefe de la Policía en el arresto de las personas, la detención de
los arrestados en la Seccional de San Martín, los fusilamientos, dando detalles
de la hora en que ocurrieron todos esos hechos. También aclara el incidente de
la fuga de los detenidos y su entredicho con el Jefe de Policía. Explica que
con posterioridad fue relevado de su mando. Walsh considera que la declaración
de Rodríguez Moreno actúa como una prueba más de lo que él trata de demostrar: los
trabajadores habían sido detenidos antes de la entrada en vigencia de la Ley
Marcial. Dada la gravedad de la denuncia, el Jefe de Policía Fernández Suárez
fue a pedirle ayuda directamente al Presidente de la Nación, el General Pedro
Aramburu.
El Sub-jefe de policía, Cuello, hace
declaraciones falsas sobre la hora en que empezó a regir la Ley Marcial. Dice
que entró en vigencia entre las 22:30 y 23:00 horas del día 9, cuando Walsh
sabe que fue durante la madrugada del 10. A continuación el Juez se entrevista
con el Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de Buenos
Aires, quien le informa (va a ser la coartada del Jefe de Policía para encubrir
su crimen) que Fernández Suárez no podía ser juzgado por un tribunal civil,
debía ser juzgado por un tribunal militar. Había actuado en cumplimiento del
decreto que declaraba la vigencia de la Ley Marcial, que le daba el poder de
aplicar la pena de muerte. Este decreto había sido seguido por el que enumeraba
a los condenados a muerte (179). Argumenta Walsh que el último decreto no
incluía a Livraga, ni a ninguno de los fusilados en José León Suárez, entre los
condenados a la pena capital. El Juez le pide a Fernández Suárez una copia del
decreto que ordenaba el fusilamiento de Livraga, y éste, por supuesto, no
responde.
Para el Juez era esencial probar la
hora en que se había promulgado el decreto de Ley Marcial. Walsh consigue, meses
más tarde, una copia de la programación de Radio del Estado que demuestra que
la Ley Marcial había entrado a regir a las 0:32 de la madrugada del día 10
(173). Aunque el Juez Hueyo sostiene su competencia en el caso, éste va a la
Suprema Corte de la Nación en 1957. La Suprema Corte dicta un fallo que Walsh
considera “oprobioso”, porque deja impunes los asesinatos de José León Suárez
(186). El Tribunal Supremo declara que el caso no compete a la ley civil, y debe
ser juzgado por un tribunal militar. Walsh rebate este fallo que considera mal
intencionado, y demuestra la complicidad de la Suprema Corte con el gobierno
militar. El país no tiene en ese momento un sistema de justicia realmente independiente
del poder político.
En la sección 35, que titula “La
justicia ciega”, da su propia interpretación de los hechos, rebatiendo a la
Suprema Corte, a la que denuncia y acusa de “siniestra corrupción de la norma
jurídica”, presentando lo que denomina su propio “dictamen” (188). Argumenta a
favor de la jurisdicción del juzgado civil, por cuanto la detención de los
trabajadores tuvo lugar antes que rigiera la Ley Marcial, que no podía
aplicarse con retroactividad a las personas ya detenidas. La matanza no fue un
fusilamiento, fue un “asesinato” (192). El Estado ha caído en la más baja
conducta criminal, asesinando a sus ciudadanos y luego declarando su propia
impunidad ante el crimen cometido. Los ciudadanos quedan librados a su propia
suerte: el gobierno, ilegítimo y tiránico, no les garantiza la vida. Estos no
tienen dónde reclamar justicia. Ante semejante arbitrariedad tienen que
defenderse solos.
La sociedad civil, cansada de
soportar décadas de arbitrariedades y atropellos por parte del poder militar (que
se había arrogado el derecho de ser árbitro de la ley, cuando en realidad
servía a intereses sectoriales), asumirá, durante los años siguientes, su
propia defensa y organizará la resistencia armada. Surgirán grupos
guerrilleros, gestionados desde los partidos políticos de oposición, que
combatirán al gobierno. Walsh militará en las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP)
a principios de los setenta, y en el Movimiento Montonero a partir de 1973
(Lafforgue 233-4). En ejercicio activo de su militancia guerrillera caerá ante
las fuerzas del Ejército en combate armado en 1977, cuando una patrulla lo intercepte
en la vía pública [14].
En el “Epílogo”, escrito para la
tercera edición de 1969, Walsh dice que su intención original al escribir esta
crónica testimonial había sido “presentar a la Revolución Libertadora, y sus
herederos hasta hoy, el caso límite de una atrocidad injustificada” (192). Los
distintos gobiernos mantuvieron silencio sobre el caso y los acusa de ser
cómplices de la matanza, porque “la clase que esos gobiernos representan se
solidariza con aquel asesinato…” (192). Walsh consideraba que el conflicto
social era resultado de la lucha de clases. Indica que en su libro había
querido enfocarse en el caso de aquellos muertos que representaban a la
sociedad civil, y separarlos de los militares que habían sido fusilados, aunque
todos los fusilamientos representaban una violación del artículo 18 de la
Constitución Nacional vigente, que declaraba abolida la pena de muerte por
motivos políticos (194). Declara responsables de esos asesinatos a los
oficiales que encabezaban el poder militar del gobierno en 1956, el General
Aramburu y el Almirante Rojas. En la última edición del libro en que introduce
cambios, la de 1972, agrega un capítulo sobre la muerte de Aramburu (Gillespie
89-96; Neyret 190-2).
El General Aramburu fue secuestrado
por un comando de Montoneros en 1970. Walsh defiende la legitimidad del
secuestro, el juicio y posterior ejecución de Aramburu, a quien el pueblo
argentino “no lloró” (195). Entre los que denunciaron la ejecución se
encontraba nada menos que el Coronel Fernández Suárez, responsable de la
masacre de civiles en 1956, que él había investigado. Walsh descubre cómo los
liberales trataron de transformar a Aramburu en héroe y mártir. Para él,
Aramburu era tan héroe como el General Lavalle, asesino de Dorrego, quien había
desatado la guerra civil en 1828, al fusilar al gobernador federal sin juicio
previo. Se burla de Sábato y ataca la posición política liberal del escritor,
que había apoyado la Revolución Libertadora de Aramburu y Rojas, diciendo que
probablemente le escribiría en el futuro una “cantata” a Aramburu similar a la
que había dedicado a Lavalle en Sobre
héroes y tumbas (196).
Para Walsh, Aramburu merecía el odio
popular. No había llegado al poder para liberar al país de la tiranía, como lo
sostenía, sino para “torturar y asesinar”, para mantener los privilegios de una
clase, de una “minoría usurpadora que sólo mediante el engaño y la violencia
consigue mantenerse en el poder” (197). El gobierno de Aramburu había
masificado la tortura, había proscrito al peronismo, había arrebatado al pueblo
el cadáver venerado de Eva Perón, había reprimido las huelgas, arrasando las
organizaciones sindicales y sus obras sociales. Su acción destructiva
desencadenó una segunda “década infame”.[15]
Había entregado el patrimonio nacional al imperialismo y al capital extranjero,
creando lazos nocivos de dependencia, acumulando una enorme deuda externa, y
dejando al país prisionero de la banca internacional y los grandes monopolios.
Su ejecución, desde esta perspectiva, era un acto de justicia llevado a cabo
por la juventud peronista, que rescataba el derecho de responder a la violencia
con violencia y condenar a los tiranos. Dice: “Esa rebeldía alcanza finalmente
a Aramburu, lo enfrenta con sus actos, paraliza la mano que firmaba
empréstitos, proscripciones y fusilamientos” (198). Deja en claro que quien
muere es un enemigo del pueblo, un hombre al servicio de la oligarquía y el
imperialismo, que tenía las manos sucias de sangre.
Walsh transforma el capítulo de
Aramburu en un nuevo final a Operación
masacre. Es un final revolucionario en que se impone la justicia popular.
Para reforzar esta idea, agrega un apéndice con una escena del guión de la
versión cinematográfica del libro que filmara clandestinamente Jorge Cedrón en
1971. El cineasta Jorge Cedrón, como Julio Troxler, que participa en la
película desempeñando su propio papel, y el mismo Walsh, caerían pocos años
después asesinados como resultado de la violencia represiva desatada por la
Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) y el Ejército.[16]
Walsh indica que el guión de la
escena de la película incluido es la secuencia final, que no aparecía en el
libro original de Operación masacre y
“completaba” su sentido (200). En la escena, narrada por Troxler, se ven las
masas de trabajadores marchando con confianza hacia el futuro, después de haber
aprendido su lección. Esas masas habían decidido tomar las armas, e iban
“forjando su organización”… independiente de “traidores y burócratas”, y
marchaban “hacia la Patria Socialista” (204). Ese es el final revolucionario
que el libro no tenía en su origen, siendo como había sido un alegato de
denuncia y protesta escrito por un joven nacionalista. Entre 1956 y 1972 Walsh
había sido partícipe de una etapa importantísima de la historia argentina, que
él interpretaba como una lucha del pueblo y la clase trabajadora por su
liberación. El objetivo era la independencia nacional, liberarse del
imperialismo para construir la patria socialista.
Si al concluir esta parte de la
última edición que publica Walsh en vida, emerge de la obra la imagen heroica
del pueblo en armas, en el documento que agrega el editor a la edición de 1984,
la “Carta abierta” a la Junta Militar, aparece la imagen “finalizada” del autor
como personaje heroico que da la vida por su pueblo (Ferro 1999:142). La gesta
del guerrillero se completa con su propio sacrificio, como mártir de una causa.
Su narrativa crea un puente que va del nacionalismo de los años cincuenta al
socialismo guerrillero y marxista de los años setenta: el nacionalismo peronista
y el guevarismo voluntarista se dan la mano. En esa carta, que cierra su libro
y su vida (al punto que podemos decir que Operación
masacre, siendo el primer libro periodístico de denuncia del autor, se
vuelve una obra literaria que abarca la totalidad de su existencia), Walsh, el
periodista, el militante y el patriota, denuncia a la Junta Militar, encabezada
por el General Videla, a un año de la toma del poder, acusándola de cometer los
más grandes crímenes contra su pueblo.
Ese gobierno ilegítimo tortura y
asesina a los militantes del campo popular. Entre las víctimas cita a muchos de
sus amigos y a su misma hija, Vicky, que murió combatiendo y cuyo sacrificio
acepta con resignación.[17]
Para él el gobierno de Videla representa el regreso al poder de las “minorías
derrotadas” (205). Ya en esos momentos se cuentan por miles los muertos y
desaparecidos, los militares crearon campos de concentración y niegan a la
población el derecho esencial del habeas
corpus. Los métodos de tortura que emplean hacen retroceder a la sociedad a
la época medieval. Fusilan rehenes y prisioneros sin piedad, y matan a los que
quedan heridos en los combates. Compara los métodos que utilizan contra
guerrilleros, sindicalistas, intelectuales, opositores no armados y
sospechosos, con los de la policía secreta del regimen Nazi de Hitler, y con
los que los norteamericanos usaron contra sus enemigos en Vietnam (207).
Denuncia el genocidio cometido con los prisioneros arrojados al mar desde los
aviones de la Primera Brigada Aérea, muertos que aparecen flotando en el río y
que el gobierno atribuye falsamente a la Triple A.
Es el Estado el que ejerce el
terrorismo contra su propia población. Esa violencia desencadenada contra el
pueblo encubre móviles siniestros: la entrega del país y su economía al
imperialismo internacional. Analiza la política económica del gobierno, que
realiza un vaciamiento de la capacidad productiva del país. La Junta Militar
decía tener una “misión patriótica”, y aseguraba defender el suelo nacional
contra un enemigo extranjerizante. Walsh demuestra que lo contrario era cierto:
al destruir la economía, los militares golpistas destruían el patrimonio
nacional y entregaban la soberanía del país a intereses extraños,
desnacionalizando los bienes, procediendo con el egoísmo típico de la
oligarquía apátrida. La Junta de Videla era una continuadora de la política de
la “Revolución” del General Aramburu, defendía los mismos intereses, sólo se
habían radicalizado sus métodos. Si Aramburu fusilaba unos pocos militantes, Videla
los fusilaba por miles; si Aramburu torturaba y mandaba matar a individuos
selectos, Videla organizaba un genocidio macabro. El Estado había perfeccionado
el uso de la violencia contra el pueblo para mantener el poder. El verdadero
objetivo, sin embargo, era económico: retener el dominio del país para una
minoría oligárquica, aliada al capital internacional.
Walsh les dice a los Comandantes de
las tres armas que no pueden ganar la guerra, porque, aunque maten hasta el
último guerrillero, el espíritu de lucha y de resistencia del pueblo continuará
(212). Esta carta, en la que confiesa que ha querido ser fiel al compromiso que
asumió “de dar testimonio en momentos difíciles”, y fechada el 24 de marzo de
1977, un día antes que el ejército lo cercara y matara, es el final del libro y
de su vida, pero apunta a un nuevo comienzo. Su vida tiene un “final abierto”,
por cuanto asegura, y quiere creerlo, que la lucha continua, y que su carta de
denuncia y testimonio contribuirá a que se inicie un ciclo de resistencia y
defensa de los valores del pueblo.[18]
Operación
masacre es un hito de un ciclo de literatura testimonial antitotalitaria en
la literatura argentina, que señala las injusticias de un sistema de gobierno
que no contempla los intereses de todos los ciudadanos y victimiza a los más
vulnerables. El objetivo revolucionario de Walsh era iniciar una nueva etapa
histórica en su patria, fundar una nueva historia y una nueva literatura. Dice
el ensayista mexicano Carlos Monsiváis que las historias nacionales en Latinoamérica
muestran un movimiento ritual de falsos comienzos y finales, y los pueblos
subdesarrollados van repitiendo sus ciclos al margen de la historia, sin lograr
entrar en una etapa de liberación real (Monsiváis 152). Esto nos lleva a un
sentimiento constante y doloroso de frustración y pérdida, de fracaso, que se
refleja en las conciencias y las culturas nacionales. Podemos pensar que Walsh
luchó contra este aparente determinismo con valor y con fe, con sacrificio y
voluntad, y en su vida, como escritor, periodista y revolucionario, comunicó
sus ideales no sólo a las clases medias lectoras sino también a las masas
recientemente alfabetizadas que constituyen el público nuevo del periodismo y
son la fuerza política que conforma el país del futuro. La literatura para él
no podía estar separada de la política, tenía que estar al servicio de la
educación y concientización de esas masas, que necesitaban luchar por sus
derechos para vivir un día dignamente en una sociedad libre, justa y soberana.
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Editorial Docencia, 2002.
Romano,
Eduardo. “Modelos, géneros y medios en la iniciación literaria de Rodolfo J.
Walsh”. Nuevo Texto Crítico…73-97.
Walsh,
Rodolfo J. Operación masacre. Buenos
Aires: Ediciones de la Flor, 1994.
Décimo novena edición.
[1] El editor de Ediciones de la Flor incluyó esta
carta en la reedición de 1984, luego que la obra estuviera censurada y
prohibida su publicación en Argentina durante muchos años.
[2] La generación de Walsh, en Argentina,
frustrada ante la reacción autoritaria del Estado frente al experimento
sindicalista y nacionalista del peronismo, y como respuesta a la situación
política tiránica y represiva que observaban en Latinoamérica, se movilizó en
la lucha revolucionaria contra el estado oligárquico, autoritario y burgués.
Eva Perón, la joven actriz casada con el carismático militar nacionalista y
populista Juan Perón; Walsh, el joven periodista que denunció la masacre del
gobierno y luego se sumó al peronismo revolucionario; Guevara, el médico
idealista que se unió a la fuerza guerrillera de jóvenes cubanos nacionalistas y socialistas,
y llevó su militancia a la lucha por la liberación en Africa y luego a Bolivia,
donde trató de introducir focos armados para extender la revolución en
Sudamérica, lucharon por la liberación del ser latinoamericano de aquellas
fuerzas económicas y políticas que le impedían su desarrollo completo como
persona en un ámbito digno y en una patria justa y soberana. Son hoy figuras
simbólicas y necesarias para los jóvenes que tienen que renovar su fe en las
posibilidades de regeneración y desarrollo de sus sociedades.
[3]
Su militancia activa no la inicia hasta varios años después. En 1968
dirige el semanario peronista CGT, en
colaboración con Horacio Verbitsky; entre 1970 y 1973 milita en las Fuerzas
Armadas Peronistas (FAP), y a partir de 1973 en la organización armada
Montoneros. Funda y redacta el diario de orientación montonera Noticias. Después del golpe militar de
1976 y de la muerte de su hija Vicki, también militante montonera, funda la
Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA) (Lafforgue 231-4).
[4] Argentina en 1977, año en que Walsh es asesinado, es un país aislado
y fragmentado. La novela de Piglia, Respiración
artificial, 1980, asimila, en su estructura y su temática, este aislamiento
esquizofrénico del “ser” nacional durante le época del Proceso. El individuo
tiene conciencia del fracaso de la revolución, y acepta lúcidamente un estado
insufrible de cosas que amenazan la supervivencia del individuo en un mundo que
no le da lugar y lo devora. Se termina el sueño moderno de libertad, y empieza
el sueño amargo y derrotista de la post-modernidad.
[5]
Los periodistas y luchadores sociales, como Sarmiento, J. Hernández, L.
V. Mansilla, Eduardo Gutiérrez, Almafuerte, los hermanos Discépolo, Arlt,
Walsh, han ayudado con sus obras a conformar un imaginario de arte literario
popular y social y a desarrollar nuevos géneros literarios; los escritores
educados en las literaturas europeas, que conocían y creían en sus propuestas estéticas
y buscaban transmitir sus innovaciones
en el verso y la prosa, como Mármol, Cambaceres, Lugones, Borges, Sabato,
Cortázar, Piglia, han creado una literatura culta eurocéntrica de gran nivel
muy respetada por las elites educadas de Argentina y del extranjero. En
Argentina, sociedad fragmentada, hay al menos dos literaturas nacionales: una
de orientación popular y otra pensada y escrita para las elites cultas.
[6]
Antes de publicar la primera edición de Operación masacre en 1957 había editado una antología de cuentos
policiales en 1953; publicó un volumen de cuentos largos policiales, Variaciones en rojo, en ese mismo año,
por el que recibió el Premio Municipal de Literatura, y en 1956 editó una
antología del cuento fantástico. Posteriormente publicó los volúmenes de
cuentos Los oficios terrestres, 1965
y Un kilo de oro, 1967.
[7] En Los
vendepatria Las pruebas de una traición, 1957, Perón se basó en los
artículos que Scalabrini Ortiz publicara durante 1957 en la revista Qué, para atacar al gobierno de Aramburu
y la gestión económica de Raúl Previsch. Perón transcribe textualmente una
serie de artículos extensos en apoyo de su argumento, para demostrar que el
gobierno de Aramburu no está sólo agrediendo al peronismo: está traicionando a
todo el país con su política entreguista. J. D. Perón, Obras completas, Tomo XXI: 11-160.
[8] Jauretche ataca a Martínez Estrada en Los profetas del odio, 1957, criticando
el libro ¿Qué es esto? Catilinaria, 1956,
de Martínez Estrada, en que éste juzga la política del peronismo. Jauretche
explica que Martínez Estrada se horroriza al ver el espectáculo de las masas
movilizadas por el peronismo porque no entiende su carácter popular y las necesidades
sociales del pueblo (A. Jauretche, Los
profetas del odio y la yapa, 27-69). Su liberalismo lo lleva a tener una
idea abstracta de la cultura.
[9]
Los seres que se sacrifican por su sociedad y son mitificados
contribuyen a la regeneración social y forman parte del sustrato religioso del
inconsciente colectivo. La sociedad se regenera a través de estos seres que
entregan su vida a una causa. Eva Perón, Perón, el Che Guevara, son los mitos
que ha ido generando el pueblo para salvarse en medio de la descomposición
social que amenaza su existencia. La cultura popular del siglo XIX se afianzó
en el mito del gaucho rebelde. La del XX, en el héroe político que lucha sólo
contra el sistema, el revolucionario, para rescatar a su sociedad de la
injusticia. Evita fue una rebelde y una militante, Guevara un guerrillero
revolucionario, Perón el líder de un movimiento de masas que cambió la vida
política de su patria: héroes carismáticos, todopoderosos, que comunican al
pueblo un sentimiento de libertad, expandiendo sus mundos limitados hacia
nuevos horizontes.
[10] El mito del combatiente popular, el
revolucionario heroico, recorre el siglo XX, y aparece en la literatura de los
escritores nacionalistas, asociado al mito del gaucho primero, para
independizarse y “modernizarse” después, en la literatura y el cine testimonial
de Walsh y de Solanas, en los discursos y crónicas de Evita y el Che. Ellos son
los fundadores de una nueva visión del pueblo argentino, del hombre y la mujer
de ese pueblo. Crean cultura a partir del contacto directo con las masas.
Interpretan las ilusiones populares, generan una nueva fe redentora en el valor
del ser nacional. Ese sentimiento se comunica a nuestra literatura culta que lo
adapta y lo adopta.
Esos ideologemas están vivos ahora en
nuestra cultura y habrán de transformarla en las primeras décadas del siglo
XXI. Perón, Evita, el Che y Walsh son cada vez más parte de nuestro mundo
nacional y nuestra literatura: las obras sobre ellos se suceden. No solo el Che
sino también Evita han trascendido nuestras fronteras. Esta última se ha
transformado en símbolo de la mujer libre, fuerte, luchadora. Junto a ella, ha
crecido la imagen de las madres abnegadas y militantes de Plaza de Mayo,
reclamando por la vida de sus hijos revolucionarios. Afirman el derecho
substancial del pueblo a la resistencia armada contra la violencia ilegítima de
la tiranía. Sus hijos fueron héroes y mártires, y sus secuestradores y
torturadores, asesinos. Representan una gesta colectiva, sus hijos ya no son
héroes individuales, forman parte de la resistencia heroica del pueblo.
La
historia trágica argentina se ha vuelto un filicidio: los “padres” tiránicos les
negaron a sus hijos el derecho de ser. También eran tiránicos los mentores de
los guardianes del régimen militar: los poderosos señores de la oligarquía
argentina y sus amos imperiales, que saboteron la vida nacional. Frente a ellos,
para decir la verdad, emergió un nuevo tipo de “artista” y de “intelectual”. El
artista es Walsh, el
periodista y Guevara, el viajero aventurero y el guerrillero; el
intelectual es Scalabrini Ortiz, a quien Perón cita profusamente en sus libros
del exilio, y es Jauretche, el militante de FORJA que entendió la misión
política del peronismo. El político puede ser un héroe popular, como Perón, y
la actriz de melodrama transformarse en actriz carismática de la política, como
pasó con Eva Perón. La relación con el pueblo los fue cambiando; fueron actores
de un drama colectivo que contribuyeron a gestar con sus iniciativas, sus
sentimientos y sus ideas.
[11] Julio Troxler, como Walsh, se hará después
revolucionario y pasará a la clandestinidad. Participó como actor en la versión
fílmica de la obra de Walsh, dirigida por Jorge Cedrón, en 1973. Fue asesinado
por la Triple A en septiembre de 1974.
[12] Concluye una línea de la literatura político-nacional, que se inicia
con Facundo, culmina con Martín Fierro y termina con Operación masacre. En Martín Fierro esta corriente alcanza su
mayor fuerza y riqueza literaria. Facundo
y Operación masacre son crónicas
históricas. Facundo es la biografía
de un tirano, que representa al estado opresor; Operación masacre es la historia de un grupo de trabajadores que
son fusilados por el estado tiránico ilegítimo. En el proceso comienza y
concluye el sueño de la Argentina liberal y la cultura de clase media. La
educación no logra salvar a las masas, y el proyecto civilizador liberal se
pierde.
[13] En
una sociedad de masas, hacía falta una política dirigida a los humildes. El
carácter militante y masivo del movimiento resultó inaceptable para muchos
intelectuales individualistas liberales y pequeño-burgueses, que acusaron a
Perón de tirano. Para Jauretche, no era Perón solamente quien los amenazaba
sino los obreros incultos, los cabecitas limpiándose los pies en la fuente de
Plaza de Mayo, como ocurrió aquel 17 de octubre de 1945, cuando las masas de
trabajadores marcharon sobre la casa de gobierno en Buenos Aires para pedir la
libertad de su líder (Jauretche 48-50). Mafud, por su parte, considera al
peronismo un fenómeno político “virgen”, que privilegia la acción política
directa por encima de la doctrina (Mafud 43-55).
[14]
En las dos últimas décadas del siglo concluye el ciclo revolucionario,
la gesta heroica de la ansiada liberación de los pueblos latinoamericanos. Decaen
o desaparecen los movimientos guerrilleros y la esperanza de un cambio
revolucionario: la creación de un tiempo Nuevo y un hombre Nuevo, como lo había
anunciado el Che. El Imperialismo norteamericano impone su política. La muerte
de Walsh es un símbolo del sacrificio y el final trágico de muchos
revolucionarios latinoamericanos. La Revolución Rusa cae ante el avance del
capitalismo. El comunismo soviético enfrenta la disgregación territorial. En los
noventa afianza su poder y triunfa el capitalismo globalizado norteamericano y
europeo. Se impone la “paz” internacional, un nuevo equilibrio de poderes.
[15] Se denomina “década infame” a los años que
sucedieron al golpe de estado del General Uriburu contra el Presidente Hipólito
Irigoyen en 1930. Esta década se caracterizó por una aguda crisis económica, la
persecución de la oposición y la corrupción del gobierno.
[16] Troxler murió asesinado por la Triple A en
Buenos Aires el 20 de septiembre de 1974. El cineasta Cedrón sería asesinado
años después en París, se cree que por sicarios enviados por el régimen militar
instaurado en 1976 en Argentina
[17]
En un artículo que publicara Walsh en 1977, tres meses después de muerta
su hija Vicky, la recuerda luchando. Esa es la imagen que deseaba el padre
perdurara de su hija: la de la guerrillera heroica que no se arredra ante la
propia muerte y combate con valor. Una pequeña mujer que lucha contra el
ejército por más de dos horas y ríe mientras dispara sus armas (“Carta a mis
amigos”, Nuevo Texto Crítico 280-2).
[18] Walsh no pudo continuar con su obra
de denuncia. Esa tarea pasó a aquellos periodistas y escritores que, igual que
él, habían unido el testimonio a la militancia, y lograron sobrevivirlo, como
Horacio Verbitsky y Miguel Bonasso.
Publicado en Alberto Julián Pérez. Literatura, Peronismo
y Liberación Nacional. Corregidor: Buenos Aires,
2014. Págs. 111-142.
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