Alberto Julián Pérez ©
En mi país, los
fines de semana,
hombres y
mujeres, jóvenes y viejos,
amantes del azar,
puesta la fe en el juego,
unidos nos
congregamos ante el televisor,
privilegiado escenario
de ilusiones y miedos,
a mirar nuestro
programa favorito: “Fútbol para todos”.
Sin ser el más
fanático de los hinchas,
o el más
fervoroso de los creyentes,
reconozco que
este deporte inspirado,
lucha ferviente de
pasiones para muchos,
fiesta de
colores y banderas para otros,
ha sabido
conquistar el corazón del pueblo.
La semana pasada
nos reunimos en casa de un amigo,
en la Ribera, cerca de
Caminito,
un grupo fraterno de diestros escribas,
esforzados poetas, amantes de la expresión cuidada,
la imagen artesanal y los tonos prosaicos de la lengua,
para mirar el partido de Independiente y Boca,
ilustres clubes, rivales clásicos del sur bonaerense.
un grupo fraterno de diestros escribas,
esforzados poetas, amantes de la expresión cuidada,
la imagen artesanal y los tonos prosaicos de la lengua,
para mirar el partido de Independiente y Boca,
ilustres clubes, rivales clásicos del sur bonaerense.
Mientras
esperábamos que comenzara el partido,
hablábamos de la buena estrella del fútbol de hoy,
astro brillante,
astro brillante,
y de nuestro mundo, intenso y soñado, la poesía.
Este domingo nos
había traído Baco un rico tesoro
y amenizábamos
nuestra charla con copas de vino tinto.
Pusimos a
calentar en el horno las empanadas salteñas,
dulces y jugosas.
Era un ágape perfecto. Nos sentíamos felices
como poetas griegos
en vísperas de una gran carrera.
Tal vez más
tarde, imitando a Píndaro, uno de nosotros
compondría una ingeniosa
oda a nuestro equipo favorito.
Los arduos
rivales salieron a la cancha.
Sonó el silbato
y comenzó el partido.
Los jugadores de
Boca se pasaban, precisos, la pelota
y corrían,
azules y veloces, por el campo verde.
Los de
Independiente, encendidos, los contenían,
y valientes, contraatacaban.
Parecían
figuritas de colores sobre un tablero encantado,
animando una
contienda de blasones enemigos.
Ágiles, se desplegaban
por el terreno de juego
como en la
coreografía de una danza.
Los equipos
mostraban su fuerza y su garra.
Aquí, en
Argentina, jugamos al pelotazo.
El fútbol
nuestro es un arte barroca.
Somos el potrero
del mundo.
El estilo criollo
se expresa en el amague y la gambeta,
el tiro en
profundidad y el pase sesgado,
la corrida
espectacular y la rodada dramática.
Dije a mis
amigos que los poetas en ciertas cosas
nos semejábamos a
estos eximios atletas,
combatientes también nosotros en la pugna
entre el ego y el
mundo, la realidad y los deseos.
Sabíamos, como
esos héroes, vivir con intensidad
nuestro arte, ser
apasionados, darnos sin retaceos,
expresar con
valentía los anhelos, defender nuestros colores
y levantar una
bandera. Casi siempre
nos
identificábamos con un “club” o con un grupo,
creíamos, para
bien o para mal, en nuestras ideas
y exhibíamos el
dolor y la felicidad en nuestros versos.
Yo quería
escribir, les dije, una poesía arriesgada,
sincera; me
horrorizaba la poesía domesticada, segura,
impersonal, que
cultivaban muchos poetas
para deleitar a
los puristas. Buscaba crear
una metáfora
esforzada, comprometida,
llena de fuerza
plástica, como la gambeta,
que me condujera
en su desplazamiento irresistible al gol.
Les conté el
sueño que había tenido la noche anterior.
Carlitos Tévez, el
gran delantero de Boca, jugaba,
adolescente,
vestido de blanco, un partido de fútbol
en el potrero de
Fuerte Apache.
Pasaba el tiempo
y su equipo no lograba ganar.
Bajó del cielo una
paloma nívea envuelta en luz dorada
y se detuvo,
aleteando, sobre el campo de juego.
Traía un laurel
verde en su pico. Los muchachos,
fascinados,
interrumpieron el partido.
El Apache sintió
que el ave lo llamaba.
Una fuerza desconocida
lo elevó. La paloma
comenzó a volar
por encima de las torres hacinadas
de nuestra villa
miseria de altura. Carlitos
la siguió por el
cielo como si nada. El público del barrio,
sorprendido, le
pedía que bajara, pero él no escuchaba bien.
Les hacía señas
de que gritaran más fuerte.
La paloma fue
hacia él y lo envolvió en su luz.
Tévez, iluminado,
descendió al terreno de juego.
Llevaba una
ramita de laurel en su mano.
El Apache corrió
con la pelota, pateó con fuerza
e hizo el gol de
oro. El balón entró, fosforescente,
en el arco
contrario. Me pareció que ese sueño
era un signo
divino premonitorio. El dios del fútbol
trataba de
decirnos algo a nosotros, sus creyentes.
En la poesía,
como en el juego, aseguró
convencido alguien,
los milagros cuentan.
El nuestro,
poetas ilustres, es el partido del espíritu,
argumentó otro. Es
por eso que hace falta el ritual,
intervine yo: los
oráculos, los rezos, el asado,
y cada tanto un
picadito entre amigos.
Terminó el
primer tiempo. El partido iba O a O.
Había llegado la
hora de comer las jugosas empanadas.
Las sacamos del
horno, calentitas. Fraternos,
nos las
repartimos. Las empanadas de carne
son el alimento
consagrado de nuestra patria criolla.
Servimos vino
tinto y levantamos las copas.
Brindamos –
democráticamente – por el mejor equipo.
Yo aproveché el
momento y pregunté a mis amigos:
¿Para Uds., quién
es mejor poeta en el juego de la poesía?
¿Darío o Martí?¿Neruda
o Vallejo? ¿Cardenal o Paz?
¿A quién le
asignan más puntos en este campeonato?
(En Argentina la
poesía es tan esencial como el fútbol,
y si no…¡pregúntenles a los hinchas de Boca!)
Cada uno dio su
respuesta. A mi turno yo respondí:
prefería Martí a
Darío, les dije, aunque era consciente
que el vate
nicaragüense era nuestro poeta más completo.
El Apóstol de
Cuba, sin embargo, era el soldado de la poesía
y nos había
enseñado a dar la vida por nuestras ideas.
Prefería Vallejo
a Neruda, porque el cholo inmortal
había escrito con
su alma andina y había puesto el corazón
en el lenguaje
balbuciente de la tierra; Cardenal a Paz,
por su compasión
cristiana, y su amor y lealtad
a los oprimidos
y a los olvidados.
Existe, a mi
criterio, una poesía histórica y una poesía nueva.
Debe cada uno
pensar para qué equipo juega.
¿Sos neobarroso
o coloquial? ¿Exquisito o realista?
¿Burgués o
maldito? ¿Colonizado o Revolucionario?
Quisiéramos poder
renovar con fervor la poesía
y que el pueblo
se reconozca, generoso, en nuestros versos.
La poesía es el
ritual máximo de las letras,
la escalera de
oro que nos lleva al cielo.
El premio: la
vida eterna del poeta
en el paraíso de
los justos de nuestra lengua.
Empezó el
segundo tiempo. Volvimos al partido.
Había que
desnudar la verdad y demostrar al enemigo
quién merecía
estar más cerca de dios y de sus ángeles
en el estadio
estelar. La sed de gol los dominaba.
Los jugadores se
esforzaban por colonizar el área
del equipo rival
y gritar un tanto.
Perseguían,
tenaces, al que tenía la pelota. Lo trababan
y rodaban con él
por la verde grama. Veloces, se levantaban
y seguían
corriendo. Lanzaban un córner. El balón
trazaba en el
aire una curva perfecta y descendía frente al arco,
tentador e
inocente. Los jugadores, bailarines de pies ligeros,
con vehemencia
se contorsionaban para dar el gran salto,
cabecear y
vencer al portero. Lo intentaban una y otra vez,
sin resultado. El
tiempo, moroso, transcurría,
verdugo de las
esperanzas de la popular y la platea,
y de las
ilusiones del público televidente.
Ya empezaban a
sentir cansancio nuestros gladiadores.
Mostraban, ante
el rival, su impaciencia y nerviosismo.
¿Quién ganaría
la emblemática contienda de los barrios porteños?
¿Los rojos de
Avellaneda o el equipo de la Ribera?
Finalmente, en
el último minuto, llegó el esperado gol de Tévez,
Gloria de Fuerte
Apache, Heraldo de la Bombonera,
y la mitad más
uno del país se puso de pie (¡pobre Independiente!).
El partido terminó
como deseábamos, con el triunfo de Boca.
¡Qué larga y tortuosa
había sido la espera!
Emocionados, nos
abrazamos los poetas.
Sentíamos la
pasión y el amor de las banderas. Éramos,
también nosotros,
parte de esa hinchada que ovacionaba a Boca
(en el barrio
los pasantes hacían sonar las bocinas de sus autos,
se escuchaban
los vivas de los vecinos que estaban en las calles).
El mundo del
fútbol, fervor de multitudes, dije a mis amigos,
no estaba hecho
de palabras como la poesía
pero, igual que
en nuestros versos, abundaban en él los símbolos.
Tenía su
gramática y sus reglas, sus expresivas gambetas
y sus
circunloquios de potrero,
sus corridas líricas
y rítmicas intensidades,
sus estilizadas elipsis
frente al arco,
sus jugadas
preferidas y temas favoritos,
sus creencias,
su historia, sus héroes y sus mitos.
Era un deporte
que admitía, como el arte verbal,
lecturas e
interpretaciones diversas.
Contentos y exaltados
por el triunfo, los poetas
levantamos las
copas y brindamos
por Boca Juniors
y por César Vallejo.
Había concluido el
ágape del domingo.
Dichosos, nos
dispusimos a dejar el hogar amigo
donde habíamos
compartido el calor del alimento,
el fuego patrio
del vino
y el alegórico culto del fútbol,
y nos despedimos,
con abrazos y largos apretones de mano.
Se sucedieron
las bromas y las expresiones de deseo,
y las burlas a
nuestros versos, pobres
frente al
universo repleto de sentido.
Fortalecido por
la camaradería y la poesía
(y por el triunfo,
amigo de los rapsodas),
me alejé del barrio
multicolor de chapas
del maestro
Quinquela, el viejo puerto,
y por la Avenida
Brown regresé
a mi pobre pensión
de San Telmo,
en la antigua
casa que fuera de Fray Mocho,
por encima del café “La poesía”,
donde, día a
día, monje azul y artífice,
esculpo y
cincelo mis versos
y elevo a la
memoria de la lengua
una pirámide de palabras
y de sueños.
Publicado en G.E.P.A.N.,
Agosto 26, 2016. Web.
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