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sábado, 24 de septiembre de 2016

Olga Orozco: sueño/mundo/poesía

                                                                  
                                                                         Alberto Julián Pérez ©


            Olga Orozco (Toay, La Pampa 1920 – Buenos Aires 1998) se inició en la poesía en Argentina a fines de la década del treinta y comienzos de la década del cuarenta, en una época extraordinaria de la poesía de nuestra lengua. Durante las dos décadas precedentes  poetas como Vallejo, Neruda y García Lorca habían renovado totalmente el lenguaje poético. Las poéticas vanguardistas y el realismo socialista eran las tendencias estéticas más prestigiosas del momento. En Argentina aparecieron importantes poetas representativos de estas tendencias, entre ellos, su más original vanguardista, Oliverio Girondo, del que Olga fue muy amiga, y el poeta militante Raúl González Tuñón (Ruano, “Palabras al lector” 15-26).
 Los diversos movimientos poéticos de vanguardia de la década del veinte, entre ellos el Creacionismo, el Ultraísmo, el Estridentismo, fueron de corta duración, ya que sus mentores evolucionaron hacia formas nuevas o renegaron de los “excesos” de su visión poética, pero sus hallazgos formales transformaron de manera permanente el lenguaje poético, que adoptó como “natural” el uso libre de la metáfora abstracta, no figurativa, y el verso libre. Entre estos movimientos fue el Surrealismo el que mejor mantuvo su carácter y su sentido revolucionario en las décadas siguientes, gracias a la personalidad carismática de su fundador, André Bretón, que renovó sus propuestas con nuevos manifiestos. Los artistas españoles, entre ellos García Lorca, Luis Buñuel, Pablo Picasso, Ramón Gómez de la Serna y Salvador Dalí contribuyeron a extender su influencia en el mundo hispanoamericano, influencia que se amplió con la visita de André Bretón a México en 1938 y con la diáspora de importantes artistas españoles a Hispanoamérica después de la guerra civil. En Argentina Aldo Pellegrini había difundido las ideas surrealistas desde fines de la década del veinte, en que funda la revista Qué. Sin embargo, durante la década del treinta el Surrealismo no tiene tanta aceptación en Argentina, y será en la década del cuarenta, con poetas como Enrique Molina y Olga Orozco, cuando se vuelva hablar de la influencia del Surrealismo en su poesía. En el caso de Orozco no podemos hablar de una adhesión estricta, sino más bien de la influencia que la imagen onírica que proponían los surrealistas tendría en su poética (Torres de Peralta 19-23).
La imagen onírica daba a la creación poética una gran libertad, ponía al poeta en contacto con riquísimos aspectos fantasmagóricos y aún monstruosos de su subconsciente y de su mundo interior. El descubrimiento de las posibilidades expresivas de este tipo de imagen fue fundamental en el desarrollo de la poética de Olga Orozco, aunque, demostrando gran madurez e independiencia de criterio, su aproximación a la propuesta surrealista fue ecléctica y personal. Como poeta se acercó a la poesía de distintas épocas y lenguas, procurando buscar un modo personal de escritura, alejado de los dogmatismos propuestos por movimientos dirigidos por personalidades fuertes.
Leyó con gran sutileza e interés la poesía simbolista y neosimbolista europea, y encontró en la obra del poeta alemán Rilke un discurso poético rico y atractivo, que desplegaba una variedad de imágenes que expresaban sensaciones sutiles, sentimientos profundos, y exponían con voluptuosidad los fantasmas personales. Rilke poseía algo que no tenían los surrealistas, que creían en la creación espontánea: el rigor en el ejercicio poético, demostrado en el cultivo cuidadoso de la forma y el uso de la imagen consciente de sí, meditada (Lizcano 10-35). Este poeta, de acuerdo al ideal simbolista, era un artesano exquisito, y había creado en Elegías de Duino un tipo de verso extendido, un versículo, donde cabían imágenes múltiples, que se metamorfoseaban en otras imágenes derivadas, hasta crear una floración imaginística única donde el lector se perdía y se extasiaba en una experiencia nueva.
            Podemos ver la poética de Olga Orozco como una “poética criolla” pensada a partir de esas propuestas poéticas, pasadas por el tamiz de la propia subjetividad, de su propia espiritualidad. Es una poeta totalmente consustanciada con su lengua, que vive la poesía desde el espacio sudamericano, conoce la mejor poesía representativa de los grandes movimientos poéticos europeos contemporáneos, como nos habían enseñado los modernistas, y escribe con libertad y eclecticismo. Una vez que la poeta encuentra su propio lenguaje poético, la forma de su poesia cambiará poco a lo largo de los años. La poeta establece en sus poemas ciertas imágenes nucleares, que expande de manera imprevisible con gusto exquisito. Olga trabajó como una artesana del verso por varias décadas, atenta a sus propios fantasmas, a su mundo interior, a sus sueños (Lindstrom 767).
            Nacida en un pueblo alejado de los centros urbanos, en La Pampa, su primera formación cultural es autodidacta, guiada por su propia sensibilidad y determinación de aprender. Será una poeta independiente, que trabajará su poesía con criterio propio y secreto desde su propio mundo. Este modo marginal y desplazado de vivir la cultura y la poesía, tiene paralelos, como experiencia existencial, con el modo en que han vivido la cultura otras mujeres, que se han forjado su personalidad poética desde la propia marginalidad, meditando en su naturaleza y en sus necesidades. Sobresalían en esos momentos dos poderosas y logradas personalidades poéticas femeninas en el campo de la poesía hispanoamericana: Gabriela Mistral y Alfonsina Storni. Mistral, en particular, había escrito una de las obras poéticas más conmovedoras de la historia de la poesía en nuestra lengua haciendo caso omiso a las estéticas más novedosas, recreando un lenguaje simbolista que muchos consideraban pasado de moda. El ejemplo de estas grandes poetas tenía que ser motivador para una poeta nacida algunas décadas después, en 1920, y Orozco, como ellas, buscó un lugar poético, una voz propia (un “cuarto propio” también), en un mundo poético que le resultaba parcialmente ajeno (un mundo poético de hombres, podemos pensar), en que era importante, además de descubrir un lenguaje  propio, el reconocer la propia subjetividad e identidad. Buscó ahondar en su mundo, en sus fantasmas, con discreción, vistiéndolos de metáforas, para aludir sin nombrar, en un juego casi interminable de desplazamientos de la palabra, en que la imagen se abre en otras imágenes.
            El mundo poético que propone Olga Orozco nos seduce y nos atrapa con sus densos poemas poblados de imágenes fantasmagóricas, de arquitectura precisa y detallada, que la poeta, nos dice, elabora en largas jornadas de trabajo (Sefamí 102-5). No se deja llevar por la inspiración del momento, prefiere pulir las imágenes, y ése es el modo que ha utilizado a lo largo de su vida para escribir pacientemente sus poemas. Su producción ha sido continua, pero no excesiva, sus libros se espacian a razón de uno cada diez años aproximadamente.  Esta manera morosa, cuidadosa de escribir, se refleja en la tesitura, en la textura de sus versos. Los juegos peligrosos, de 1962, por ejemplo, consta de 18 poemas, y no publica otro libro, Museo salvaje, hasta 1974. Escribía lentamente, y su idea de perfección tenía más puntos en común con el ideal poético modernista que el vanguardista, que buscaba la espontaneidad y apreciaba la improvisación.
            Nos encontramos frente a una poesía distinta, original como propuesta y como lenguaje, y única en el panorama de la poesía argentina y de la poesía de nuestra lengua en aquellos años. Es una propuesta individual sin ser individualista. Tiene aspectos en común con el modo de ver la poesía de otras poetas mujeres, como Mistral, Storni y la más joven Alejandra Pizarnick (Kuhnheim 64-89). Podemos pensar que estas poetas mujeres, además de poseer un lenguaje poético original, necesitan hacerse de un espacio único, propio, porque no se identifican ni pueden fundirse totalmente con las poéticas vigentes o de moda en el momento en que escriben. La búsqueda de la poética propia convive con las preguntas sobre la propia naturaleza e identidad, algo que difícilmente ocurre en la poesía de hombres, que se preocupan más por el papel del yo poético en su sociedad, y se sienten representantes no cuestionados de su identidad social, y por lo tanto tampoco la cuestionan o dudan de ella, más vale la celebran y la valoran, como lo vemos en la poesía de Neruda y Vallejo.           
La poesía de Orozco no se inclina hacia el cuestionamiento social, sino hacia la indagación individual. Orozco busca y bucea en el mundo a partir del yo, y todas sus preguntas mantienen un interés reflexivo en la propia identidad, en su devenir, en su relación con los otros y con el mundo, en sus vínculos con su madre y otras mujeres. Es una reflexión insistentemente narcisista, vuelta sobre el yo, tratando de aprehenderlo como reflejo en la naturaleza. Al hacerlo crea un diálogo entre el yo y la naturaleza, un diálogo poético con objetos animados e inanimados que se personifican. Indaga tanto en los aspectos físicos visibles del mundo, como en los arcanos e invisibles, y aún en los prohibidos y deformes.
            Su poesía crea un trasfondo filosófico hecho de reflexiones y viajes introspectivos que convienen al mundo poético, le dan un sentido de “profundidad” y aparente trascendencia. A partir de esas reflexiones empieza su trabajo de indagación en multitud de imágenes poéticas asociadas, de gran misterio y belleza plástica, que crean el “encanto” del poema, apoyado en visiones espectaculares y espectrales, “metafísicas”, del mundo natural. Los objetos naturales adquieren propiedades simbólicas y aún míticas, aparentando que nos remiten a otra realidad. Este mundo, artesanalmente desarrollado, crea una “atmósfera” especial de ensoñación. Los poemas son largos y se extienden en imágenes de gran sentido plástico, casi “arquitectónico”. Es una poesía concebida principalmente como imagen visual, como “pintura”: “ut pictura poiesis”. Sin embargo, no descuida la musicalidad, la entonación, la melodía del verso, y por ende su sentido temporal. Sus largos y extendidos versículos resultan placenteros para la lectura, tienen cualidades eufónicas. Aparecen numerosas estructuras anafóricas que refuerzan el ritmo de las frases. Leer cualquiera de sus poemarios, esas colecciones de sus aventuras espirituales, particularmente a partir de Juegos peligrosos, 1962, el libro considerado el comienzo de una etapa poética madura, en que la poeta ha afirmado su oficio (y su poesía es resultado de un intenso oficio poético continuo), es seguir a la poeta en su relación con el mundo poético que ha creado y al que continuamente interroga.
            Sus poemas, básicamente, están compuestos como un diálogo con los sujetos que aparecen en su mundo espiritual, un mundo interior convulsionado, conflictivo, angustiado, por lo general oscuro. En ese mundo de tinieblas trata de penetrar la voz y el sujeto poético. Ese sujeto es una “heroína” que lucha por encontrar sentido y posicionarse a sí misma, frente al otro y frente al mundo. Los poemas tienen una “historia”, en un mundo poético fantástico, y el lector tiene que familiarizarse con él para seguir a la poeta en su fantasía, en sus preguntas y en sus angustias. Toda su poesía tiene una carga que yo llamaría “existencial” y corresponde muy bien con la filosofía que tuvo más desarrollo durante la etapa de formación de Olga, en la década del cuarenta y que ha marcado el tono de su poesía. Es una poesía patética, donde el sujeto poético se encuentra constantemente ante situaciones límites, ante puertas cerradas en que tiene que dar saltos hacia otra cosa, o hacia la nada, o en que encuentra clausurada la luz y la salida. Ese patetismo existencial está centrado en la experiencia del yo frente a un mundo que no entrega fácilmente su sentido, y encierra mensajes que hay que descifrar en un proceso hermenéutico, sumergiéndonos en él como en un pozo o un laberinto.
            En los poemas de Orozco nos llama la atención su cuidada composición, son poemas escritos, revisados y corregidos con primor, buscando dar precisión y diseño, claridad visual a la imagen, para comunicar al lector exactamente la fantasía tal como la ve la poeta. También sobresale su propósito narrativo, su interés en contarnos una “historia” fantástica, narrada con cuidado de orfebre.[1] Esto hace que su poesía tenga contactos liminares con la prosa, y exploró las posibilidades de extender sus fantasías y proyectarlas en relatos alegóricos en prosa en dos libros: La oscuridad es otro sol, 1967, y También la luz es un abismo, 1995. En estos libros no cambia básicamente su estilo verbal,  más bien extiende sus imágenes y explora el juego de los personajes, de una manera que para mí, como lector, resulta menos convincente que la del verso.
            Sus poemas “con contenido” proyectan la presencia de una poeta “existencial” poderosa, angustiada y llena de vitalidad a un tiempo. Sus poemas, aún los “nocturnos”, hablan más de la vida que de la muerte. Podrían ser analizados con un propósito “filosófico”; es una poeta a la que le gusta pensar, pero es pensamiento de poeta: es filosofía intuitiva, hecha de imágenes, que conserva de la filosofía metódica la emoción básica: el asombro. Orozco es una poeta que ha hecho del asombro ante la diversidad del mundo su condición poética. Si quisiéramos parafrasear su filosofía caeríamos en la tautología o en el juego de palabras. Es poesía de los orígenes que muestra el asombro del ser ante el mundo, y su esfuerzo y desesperación por darle sentido a su vida. Orozco encontró este camino, que es camino de mujer muy encerrada en sí misma, a la que le es difícil salir de sí y se refugia en su fantasía, donde se siente segura. Sería injusto hacerle reproches o recordarle sus “deberes éticos” hacia su sociedad. Aunque vivió en tiempos difíciles, plagados de conflictos sociales, Olga Orozco tuvo su propio mundo. Es quizá la condición pequeñoburguesa individualista del escritor que le tocó vivir, pero debemos tener en cuenta que la poesía es un género ancestral, quizá el primer género literario que existió, su relación con la historia es compleja y difícil, particularmente con la historia moderna. En el canto lírico el ser se abisma y se hace otro, y a veces casi logra saltar fuera de su historia, y conectarse, como los medium, con esa corriente lírica subterránea que alimenta el discurso poético de nuestra lengua que recorre los siglos.
            Adentrándonos en algunos de sus poemas de distintos poemarios, profundizaremos en la comprensión del mundo poético que nos propone la autora, en el que adquiere singular protagonismo la imagen fantasmática. La autora ha sido relativamente fiel a su poética a lo largo de los años, por lo que seguiremos un proceso centrado en su búsqueda existencial y en el motivo de sus imágenes, en lugar de ceñirnos a un criterio evolutivo y cronológico en la selección de poemas. Comenzaré estudiando un poema de La noche a la deriva, un poemario publicado en 1983, escrito durante los años de las luchas populares revolucionarias y del violento enfrentamiento de la sociedad civil con la dictadura militar en su patria (los libros publicados durante la década anterior habían sido Mutaciones de la realidad, 1974, y Canto a Berenice, 1977). Las imágenes de la noche y lo nocturno a que se refiere el título, eran también motivo de poemarios anteriores, en que contrastaba la luz y la sombra.
            El motivo central del libro es la vida como viaje, y el problema del ser en el tiempo, la reflexión sobre la temporalidad, y por ende la muerte. En el poema “Parte de viaje”, la voz poética nos informa sobre un viaje que está realizando, nos da el “parte”. Nos cuenta que desea al final de éste “volver a contemplar el fuego entre cuatro paredes” (18), en  un recinto cerrado que la proteja, una casa. La poeta procede a hacer una comparación, precedida por el “como”, que luego extiende en una frase incluida explicativa. En ese arte de la “amplificación”, en que procura comunicarnos con riqueza gráfica el misterio de su mundo, reside, en gran medida, el “estilo” y la efectividad de su poesía. Los cuatro versos primeros con los que abre el poema son los siguientes:
            Como quien se ha perdido en la espesura y es tarde y tiene frío
-no importa que las hojas prometieran con cada centelleo una gruta encantada,
que los pájaros cambiaran de color justo a la hora de no ser ya los mismos-,
quiero volver a contemplar el fuego entre cuatro paredes. (18)
El sujeto poético enuncia su deseo principal al final de la oración que forman los cuatro versos, cuando dice que quiere “...volver a contemplar el fuego entre cuatro paredes”. En el primer verso se compara con alguien que “...se ha perdido en la espesura y es tarde y tiene frío”. Crea con esa comparación una “atmósfera” especial (éstos son poemas dramáticos, “escenográficos”). Ese es el sujeto que busca contemplar el fuego “entre cuatro paredes”, y lo logra al final del poema, al llegar a la casa. La poeta amplifica la información dada, haciendo una “acotación” al margen, que completa y complica la imagen inicial, dando al paisaje un protagonismo especial en el poema. En ese paisaje (significativo siempre desde la perspectiva de quien lo percibe) “las hojas” prometen “con cada centelleo una gruta encantada”, es decir, es un paisaje mágico, de ensueño. Muy inquietantes resultan los versos siguientes, cuando nos dice que “los susurros del atardecer” son “las risas de los desaparecidos”. Aunque la palabra “desaparecidos” pueda referirse a los espíritus de los muertos en general, la asociamos además a la situación en Argentina en esos años, en que los militantes políticos de la sociedad civil eran secuestrados, torturados y asesinados por la dictadura militar. En el mundo aparentemente hermético de Olga aparecen trazos de la situación política que tanto angustiaba a los argentinos.
            En ese atardecer, nos dice, los pájaros además cambiaban de color “justo a la hora de no ser ya los mismos”, al atardecer, cuando está por llegar la noche. En los próximos versos la poeta reconoce que la travesía puede no ser “imaginable”, ya que se trata de “visos de tiempo incesantemente proyectado en la memoria del olvido”, y de una memoria difusa que se va perdiendo. Compara estas visiones a “ver desfilar relatos fosforescentes en el curso del agua,/ siempre con la amenaza de una zarpa a punto de borrarlos”. La poeta procura comunicarnos lo extraño de su visión. Estos estados psicológicos alterados, sus percepciones fantasmales, causan admiración y sorpresa en el lector. La poeta nos sumerge en sus mundos y submundos subterráneos, que asociamos al imaginario onírico surrealista. Por la precisión con que describe sus ensueños, su arte poética nos recuerda las imágenes de las pinturas de Dalí, cuando pinta visiones oníricas con precisión clásica. Estas visiones oníricas están cargadas de simbolismo. En el final de esta segunda “estrofa” de seis versos, que forman una sola oración, como los cuatro primeros, vemos al sujeto poético femenino que se aleja tomado “de la mano de nadie”, o está en una “escena en que la muerte ha protagonizado todos los papeles”, y ya no le quedan personajes para hacer. Se encuentra fuera de lugar, marginada.
            En el siguiente grupo de versos empieza a enumerar los “prodigios” que ve en su viaje, porque, explica, “todo viaje comprende reservas naturales de los museos que nos obsesionan”. La poeta procura expulsar, en una catarsis, las imágenes obsesivas que la persiguen, y comunicárselas al lector. Entre esos prodigios enumera el “del hombre que se trasmuta en nube cuando lo llama la distancia”. Relaciona este prodigio con otro que resulta arbitrario para el lector, creando una asociación asimétrica o surreal. Dice que ese hombre que se trasmuta en nube “...acaso sea el mismo a quien reclama por cada oreja una mitad del mundo”. El empleo de asociaciones inesperadas e imágenes absurdas tenía gran vigencia en la estética de la década del setenta, cuando estaba escribiendo el libro, y aún hoy conservan gran fuerza expresiva. Son imágenes que desafían el sentido y la razón interpretativa. El lector siente que la poeta tiene poder para comunicarse con ese mundo esotérico o metafísico con el que uno inconscientemente también desea comunicarse, y surge una complicidad entre lector y poeta.
        Otro hombre, nos cuenta, “propaga imágenes de amor, como una repetición del eco”, y, repitiendo la construcción anterior, conjetura que probablemente este hombre sea el mismo “en cuya sombra crece sólo la hierba del edén perdido”. Se trata de una criatura muy extraña, fantástica, con poderes mágicos. Cada uno de estos hombres, nos dice, estaba en su “juego de ráfaga indecisa”, “girando en su noche sin fondo, en su órbita incierta”. En ese paisaje además llovió “al mismo tiempo en dos lugares” y aparecieron mariposas negras. Después de resumir esas maravillas que vio, la poeta indica que son solo un ejemplo, pero que vio muchas más, dice: “Podría citar otras maravillas y errores que no apresó la crónica,/…pero no quiero contemplar dos veces lo que vuelve del polvo o es rehén de otro reino” (18).
Procede igual con los “accidentes del camino”, que según ella no vale la pena “despertar uno por uno”. Le explica entonces al lector que “quedaron señalados con un sello indeleble en los relevamientos del subsuelo”. Y aprovecha entonces para introducir el problema de la temporalidad, preguntando cuál era el objeto de tantas señales, qué propósito tenían, para qué servían si finalmente “aunque no cambie el río” ella ya no podía ser la misma. Dice la poeta:
            Entre suelos que corren y límites que se sumergen o que vuelan
            Las pruebas fueron tantas que no acerté los tiempos;
            Con las demoliciones de los años construí laberintos en vez de paraderos;
            Me dormí bajo techo y desperté acosada por los perros de la cacería.
Su viaje constituye una prueba para el sujeto poético. Con el tiempo, en vez de avanzar hacia sitios seguros y acogedores, a “paraderos”, ha ido perdiéndose en laberintos. Esta meditación sobre el tiempo y sobre el destino, se completa con su respuesta y su confesión; nos dice que pese a que perdió cosas importantes en su vida, también gozó, estuvo en una “fiesta” y si desplegase sus “inmensos retazos” sentiría que alguien la había elegido para ser personaje “de algún sueño”. Como un tesoro conserva estos recuerdos “plegados/ junto con los recortes de las bellas excursiones frustradas/ y los planos de puertos y ciudades en los que ya no hay nadie para hospedar el alba…” (19). Nos explica que en ese momento que medita está “sentada sobre la hierba insomne”. Se pregunta si hizo bien o todo fue un error. El que cuenta, sabe, tiene un poder, porque puede “invertir de pronto la perspectiva de una historia”, o “adulterar los inocentes escenarios”.
            En el final del poema la poeta encuentra la satisfacción, una felicidad tranquila. Después de tanto andar logra llegar a donde quería: la casa, la morada, la seguridad. En la casa alguien la espera, con el fuego encendido. En ese momento teme por su libertad. La paz y aún el amor pueden resultar amenazantes, la poeta ama su soledad y su fantasía, y el otro añorado encierra un poder que puede resultar castrador. Su viaje se ha realizado durante la noche, bajo las estrellas y anuncia: “Voy a entrar en la casa./ Alguien está despierto entrujando las sombras, disponiendo los leños./ ¿Es innoble la paz? ¿Es sedentario el fuego?”. Se pregunta si la paz del hogar no puede quitarle su fuego interior de poeta, sus sueños y fantasías. El otro puede robarle su sentido, el sentido de su poesía, que para una poeta es todo, más importante aún que el amor terrenal y la acción en el mundo mismo. Orozco está enamorada de su oficio de poeta, y para ella no hay nada más grande que ese edificio de palabras que construye con primor. Encerrada y presa en su ego, se siente protegida en su mundo, espiando y explorando el entorno con la magia del lenguaje. Pero el mundo real, el amor, la vida social y comunal es otra cosa, de la que parece mantenerse a cierta distancia para sentirse segura.
            En este poema nos lleva en un viaje por un mundo ancestral y fantasmagórico, al término del cual se encuentra con la casa, y el amor y la paz amenazante para su “fuego” poético. Ese viaje termina siendo un viaje por su interioridad, guiado por las obsesiones de su yo. En otros poemas ella misma había aparecido como su otro, o como otros mirándola a ella, como si ella fuera todo el mundo y su yo se hubiese diseminado. En el poema “Desdoblamiento en máscara de todos”, del poemario Los juegos peligrosos, 1962, Orozco siente latir en ella al otro, y que el otro es parte de Dios. Los seres humanos podemos ser parte de un dios que ha estallado en pedazos. En el principio del poema la convocan “a la tierra de nadie” (Obra poética 124). En ese momento se siente habitada, hay alguien en ella que no conoce, que no es ella misma, y se levanta de ella. Y pregunta: “(¿Quién se levanta en mí?/ ¿Quién se alza del sitial de su agonía…/ y camina con la memoria de mi pie?)”. De pronto depone su nombre y logra ser otra. Así abre “con otras manos la entrada del sendero que no sé adonde da” y avanza “con la noche de los desconocidos”. La identidad personal se hunde en la irrealidad, los seres humanos somos apariencias, máscaras que nos creemos reales. Sin embargo hay algo que nos une: Dios. Un dios ancestral y primigenio que está creando el mundo, un dios que es el alter ego del poeta, el hacedor. Dice: “Despierto en cada sueño con el sueño con que Alguien sueña el mundo./ Es víspera de Dios./ Está uniendo en nosotros sus pedazos” (125).
                  Llama la atención que titule a uno de sus poemarios, de 1979, Mutaciones de la realidad. La realidad parece ser un término negativo en la experiencia poética de Orozco. Su poesía nos advierte sobre el engaño de la realidad, es una búsqueda de la “otra” realidad soterrada, inconsciente, interior, mítica. La realidad, dice en “La realidad y el deseo”, lo que hace es revelar “en nosotros la soledad de Dios” (24), nuestra orfandad radical. En medio de eso que designamos como la realidad está el amor, acechado por “la caída” (25). En el final del poema define lo que significa esa realidad para ella: “La realidad, sí, la realidad:/ un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo” (25). El deseo, siente ella, tiende a expulsarla de la realidad, y su vida ha sido entregarse, dentro del espacio poético, al deseo. Ese deseo parece mostrarse en la imaginación liberada, imaginar es liberar el deseo. En el poema inicial que le da título al poemario, “Mutaciones de la realidad” dice que si bien no niega la realidad, la considera “errante, / tan sospechosa y tan ambigua como mi propia anatomía” (8). La realidad ha llegado hasta allí “a través de otro salto feroz en las tinieblas”. Como ella, está “cautiva” probablemente “en una esfera de cristal que atraviesa las almas”. Es una realidad guardiana “de una máscara indescifrable del destino”, que “se viste de hechicera” o “se convierte en reina” (9). Considera a esa realidad “precaria” como ella misma. Es una realidad que vive sometida a las transformaciones, a las mutaciones del tiempo que “se trizan en alucinaciones” y lo que logra asir son “fantasmas de la desconocida imagen que refleja” (10). Esta es una realidad poblada de sueños y fantasmagorías. Orozco cuestiona el estatus de la realidad, vivimos presos en el tiempo sometidos a transformaciones y metamorfosis.
            En muchos de sus poemas presenta a sujetos líricos que sufren tribulaciones, y se sienten sentenciados e iluminados por el demonio, son “poetas malditos”. Dedica el poema “Rehenes de otro mundo” a Vincent Van Gogh, Antonin Artaud y Jacobo Fijman. Estos artistas enfrentaron la prohibición de “ir más allá” (22). Antes que ellos, nos dice, “sólo el santo tenía la consigna para el túnel y el vuelo”, pero Van Gogh, el artista que va más allá de los límites, Artaud y Fijman “se adelantaron de un salto hacia el final”. Su presencia fue fértil, “fue una chispa sagrada en el infierno”. Sin embargo, nos preguntamos, ¿sirvió de algo? Olga se identifica con los artistas malditos y se siente una poeta de la misma estirpe; su esperanza es que esa poesía dé frutos, porque dice, “esa misma pupila trizada por la luz fue un fragmento de sol,/ esas sílabas rotas en la boca fueron por un instante la palabra” (23). La poesía tiene todo el poder, aunque los poetas paguen su osadía con la locura. Y se realiza el milagro, “ellos eran rehenes de otro mundo” y sin embargo están aquí entre nosotros, como los santos “cayendo,/ desasidos” (23).
            La realidad a la que se refiere Olga Orozco está hecha de sueños y de palabras que evocan el otro lado de los límites. En el poemario anterior a éste, Museo salvaje, 1974, Orozco rindió homenaje al cuerpo humano. El libro, muy bien estudiado por Gustavo Zonana, se articula como una serie de poemas que despliegan la relación de la poeta con su cuerpo (“Olga Orozco y su exploración poética en la corporalidad: Museo salvaje(1974)” 269-77). Comienza con “Génesis”, sigue con “El lamento de Jonás” y con “Mis bestias”. Sus bestias son las partes de su organismo, el corazón, la cabeza, las manos, la cabellera, el ojo, el sexo, la piel, las orejas, los pies, la nariz, la tierra, el esqueleto, la boca y la sangre. Este poemario, como Mutaciones de la realidad, cuestiona el estatus de lo real. Lo real para Orozco está en transformación continua. Su misión como poeta es registrar la metamorfosis de las cosas.
            En “El lamento de Jonás” la poeta habla del cuerpo como de un sitio de clausura, en que quedan rastros de otros mundos, a partir de los cuales accede a la poesía, al hacer poético. Dice la poeta, “Este cuerpo tan denso con que clausuro todas las salidas,/ este saco de sombras cosido a mis dos alas/ no me impide pasar hasta el fondo de mí…” (Obra poética 132) Para ella el cuerpo es “un saco de sombras”, algo oscuro, fatídico, que está sin embargo cosido a sus “alas”. Esas alas son las alas de la imaginación que la ayudarán a volar, a salir de la prisión tenebrosa de su cuerpo. La clave para ella es descender “al fondo” de sí misma, esa parece ser la misión de su poesía: indagar su “fondo”, su mundo profundo. ¿Cómo es ese mundo? Nos lo dice en el próximo verso: ese mundo es una “noche cerrada” donde llegan “los espejismos de la noche” y donde aparece “la esfinge de otro mundo” (132). Ese mundo es una entrada a lo trascendente, a un tipo de espiritualidad a la que sólo la poeta puede alcanzar en su poesía; en ese mundo encuentra plenitud, pero encierra algo peligroso, por lo que la voz lírica dice que es mejor “no estar” allí, ya que hay “trampas”. Esa trampa es su otro yo, alguien que “me observa conmigo desde las madrigueras de cada soledad” y  “me induce a escarbar debajo de mi sombra”. El objetivo parece ser salir de ese encierro, de esa trampa que le tiende su cuerpo clausurado. El cuerpo es “un guardián opaco” que la transporta y la retiene (133), y la transforma en una rehén de sí misma. Termina el poema con una pregunta sin respuesta,  “¿Y quién ha dicho acaso que éste fuera un lugar para mí?”.
            Este es el poema introducción al mundo de su cuerpo. La muestra instalada en un espacio en conflicto con lo real, en que trata de pensar lo material, su organismo, desde la perspectiva de una visión espiritual e interior. Este organismo comparte con su ser su condición existencial: son los órganos de un ángel caído e irredento. Olga alcanza en este poemario, primorosamente concebido y logrado, una gran altura lírica. Sus poemas son elegíacos, son lamentos dirigidos hacia las limitaciones de la condición humana y la finitud, lo incompleto del cuerpo, que no se basta a sí mismo, que se abre simultáneamente hacia fuera y hacia adentro. A ella claro lo que más le interesa es su condición interior, un  interior que es reflejo, o “espejismo”, del exterior. Ese exterior es una naturaleza sensualizada, condicionada por la voluptuosidad del cuerpo.
            En el poema que dedica a su piel, “Plumas para unas alas”, Olga, en este libro de gran sentido autobiográfico (autobiografía poética de un espíritu angustiado, habitado por hermosas imágenes y en conflicto con la realidad y las imposiciones de su cuerpo) nos dice que está “sumergida” en su piel “como en un saco de obediencia y pavor”(148). Es importante resaltar que este poemario, que podría haber sido una celebración del cuerpo, es más bien una confesión de la incompletud del cuerpo, y del terror del cuerpo propio ante sus limitaciones, su mortalidad y su relación ambigua con una realidad incomprensible y monstruosa frente a la cual se estrellan los deseos insatisfechos del individuo, que se siente impotente y aislado (Martín López 403-9). Olga nos confiesa esa frustración que se siente al querer más y no poder alcanzarlo. Dice que está “cautiva” en su piel, que la “protege a medias y por entero me delata”, que apenas la contiene y no le sirve, y la describe metafóricamente como “túnica avara cortada en lo invisible a la medida de mi muerte visible” (148).
            La poeta se ve a sí misma dividida en dos partes, sin posibilidad de conciliación, aunque la busca. Si fuera posible el encuentro entre el adentro y el afuera, entre el ser y el deseo, lograría resolver el enigma de su vida. Dice: “No consigo hacer pie dentro de esta membrana que me aparta de mí,/ que me divide en dos y me vuelca al revés bajo las ruedas de los carros en llamas…”. Su interioridad la resguarda y lo exterior la amenaza. El mundo exterior es el que proyecta la imagen deformada, el “espejismo” de las cosas, la falsa imagen. Ella es un cuerpo en el tiempo, sometido a los cambios, mortal  y es, dice, “un falso testimonio” que encubre “el fantasma de ayer y el de mañana” (149). Se confiesa hija de un dios defectuoso, que la hizo imperfecta, demasiado sentimental: “¿A semejanza de qué dios migratorio fui arrancada y envuelta en esta piel que exhala la nostalgia?” (149). En todos sus poemas se destacan la justeza de la expresión y la elaboración estilizada de los conceptos en imágenes cargadas de significado, donde demuestra una capacidad enorme de introspección y análisis de sus sentimientos. Estos son los poemas de una mujer fiel a su condición, que busca conocerse a sí misma, es sincera hasta la crueldad y no se ahorra epítetos denigratorios ante sus limitaciones. Termina el poema con efectivo lirismo, sintetizando su condición, diciendo (en un verso que podría por sí solo ser un haiku) que es “Una mutilación de nubes y de plumas hacia la piel del cielo”. Es el dios migratorio que aspira a volar como un pájaro, y se sabe mutilado.
            Su poesía es una confesión del fracaso existencial, de la imposibilidad del ser humano por escapar a su condición, a su mortalidad, a sus limitaciones. Se ve a sí misma como un ser trágico, agónico, en ese destino hay poco espacio para la comedia. La vida es cruel y es grotesca, máxime cuando el ser humano está consciente de su deformación. La poeta contempla su caída con lucidez. El lector se identifica con ese lirismo que canta a esta condición humana, grande y heroica en medio de sus limitaciones. Es la heroicidad propia del santo, que se autoinmola para salvar a los demás. Olga nos enseña el coraje y la templanza necesaria para vivir y enfrentar con valor y lucidez nuestra condición.
            Su poesía emociona al lector por su autenticidad. Sus intenciones estéticas se funden a lo que la poeta quiere confesar: su modo de estar en el mundo, su cuestionamiento ante la realidad, su visión personal de la espiritualidad humana, su modo de vivir y ver la naturaleza y las fuerzas cósmicas. Todo esto conforma su visión personal del mundo y constituye su aporte a la poesía, de cuya historia es parte importante.
            El tono pesimista de los libros de su edad madura se va atenuando en los libros de su vejez, en que empezamos a percibir en ella una cierta serenidad ante lo que es la inminente despedida de la vida del ser humano. Notamos una persistente meditación sobre la muerte, y un deseo de ser justa y amigarse con dios, y pensar en un más allá posible (Orozco/Alcorta 122-5). Su rebeldía juvenil se ha mitigado. En el poemario Con esta boca, en este mundo, 1994, publicado cuando ya había superado los setenta años de edad, medita sobre la muerte y también sobre los otros seres humanos. Logra salir de sí misma, de su soledad, y pensarse a través de los otros, de la amistad, del amor. Está haciendo las paces con la vida y con dios, y con los otros, preparándose para la partida. Confiesa sus culpas, las culpas de todo ser humano frente a la exuberancia del mundo y de la vida: las limitaciones al amar, el egoísmo, la rabia y la ceguera con que el ser humano juzga su propia condición, la arrogancia y la incontinencia del yo.
            En un diálogo en ausencia con el fallecido poeta Alberto Girri, y con su poesía de profunda meditación filosófica, con la cual Olga podía sentirse identificada, pregunta, en el poema “Espejo en lo alto”, a su amigo, si desde el más allá le está enviando alguna señal, tratando de decirle algo de una manera sutil, a través de la naturaleza. La poesía de su amigo tiene muchas cosas en común con la de ella; igual que ella deshojó “la envoltura del sueño y la vigilia/…hasta el último pétalo, hasta el temblor inmóvil del silencio” (Relámpagos de lo invisible 185). Revisó como ella “…la trama del poema/ el revés y el derecho del destino,/…sin encontrar la pura transparencia que permita mirar al otro lado”. Le dice que habitó “en el Reino del No la casa de los innumerables laberintos,/…acechando visiones contagiosas…”. Olga está proyectando su angustia ante la inminencia de la muerte, de alguna manera su amigo es ella misma, que se ve en ese trance. Se pregunta si Girri puede enviarle señales, porque si puede entonces quiere decir que hay vida eterna y transcendencia espiritual para los poetas, y que siguen en el más allá escribiendo sus versos y sintiendo con otro lenguaje, quizá un lenguaje natural, ideogramas formados por las hojas errantes que se mueven al atardecer, como sugiere. La casa del poeta era como una “casa” de palabras oscilando “justo en el borde de la inmensidad, haciendo equilibrio”. Eso era vivir para ella, estar suspendido entre la vigilia y el sueño, el ser y el no ser, el aquí y ahora y la inmensidad. Al suspenderse el ser en el tiempo, la vida en la historia, el ser humano regresa a la unidad y todo es presente, nos dice: “Ya eres parte de todo en otro reino, el Reino de la Perduración y la Unidad,/ estás en el eterno presente que huye, que se consume y que no cesa,/ y podrás ser el nombre y lo nombrado” (186). Podrá entonces ser la palabra, y fundirse con la divinidad, con el verbo. Es una visión bastante optimista y luminosa de la muerte, el reino de la muerte como un lugar de paz y quietud, donde hay un lugar especial para el poeta.
            Termina el poema con un envío en que le hace un pedido especial a dios: que le muestre al poeta “las cosas así como él quería,/ tales como son” (186). El deseo de ser dios del poeta puede realizarse: reemplaza el mundo con su propia creación, con sus imágenes poéticas, es el hacedor. Dios puede concederle ese milagro. Detrás de ese pedido sentimos que tiene la esperanza de también recibir ella ese don un día. Es una visión serena de la muerte, como el lugar donde cesan las angustias y el ser humano se reúne felizmente con dios. En este poema Olga logra acercarse al otro, ya no lo ve como su reverso imposible o como aquello amenazante que la separa de sí misma. Se siente en paz.
            Encontramos también serenidad en el poema “Les jeux sont faits” del mismo libro. Está en un día de “esplendor” que sin embargo es “inútil”, pero, se amonesta, nadie le había prometido un “venturoso exilio” (193). Por lo tanto, era necesario estar agradecida de la vida. Se siente triste ante el hecho de que “el tiempo se hizo muro y no puede volver”; ha llegado al término humano de la existencia, a su vejez y no puede reclamar a nadie por ello; ve el esplendor y se siente desamparada y recurre a la memoria de su madre. Aferrada a la vida le pide que vuelva a contar su historia, que vuelva a darle vida; le dice: “Madre, madre,/ vuelve a erigir la casa y bordemos la historia./ Vuelve a contar mi vida” (194). Es un deseo imposible de colmar, pero una situación que parece aceptar con serenidad. Se ha amigado aparentemente con la realidad, y su imagen aparece mucho más desnuda que en su poesía de juventud y madurez. Olga Orozco ha cumplido una trayectoria y logra entrar en la “inmortalidad” que da la poesía a los buenos poetas.
            Su voz es un importante referente en la lírica contemporánea de nuestra lengua y deja una marca indeleble en la historia de la poesía argentina. Lo que rescatamos hoy y rescatarán los lectores futuros de esa voz, cómo la leerán y la escucharán estará necesariamente vinculado a la calidad de sus imágenes plásticas y sus metáforas de la naturaleza, el cosmos y el cuerpo, y a su búsqueda existencial, al constante y lúcido trabajo realizado para expresar sus pensamientos, su confusión existencial en un mundo al que la voluntad de la poeta arropa de visiones, le da carnadura imaginística, y que en su vejez se hace más sereno, brindando a sus lectores un importante mensaje estético que emociona y que persuade con su propia concepción de la belleza.


                                                 Bibliografía citada

Kuhnheim, Jill. Gender, Politics, and Poetry in Twentieth-Century Argentina.
             Gainesville: University Press of Florida, 1996.
Lindstrom, Naomi. “Olga Orozco: la voz poética que llama entre mundos”. Revista
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Lizcano, Juan. “Olga Orozco y su trascendente juego poético”. Olga Orozco. Veintinueve
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Martín López, Sarah. “Olga Orozco, metafísica de los sentidos”. La literatura
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Nicholson, Melanie. “From Sibyl to Witch and Beyond: Femenine Archetype in the
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---. La noche a la deriva. México: Fondo de Cultura Económica, 1983.
---. Relámpagos de lo imposible. Antología. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica,
            1997. Selección Horacio Zabaljáuregui.
Ruano, Manuel. “Palabras al lector”. Manuel Ruano, selección. Cantos australes. Poesía
            Argentina (1940-1980). Caracas: Monte Avila Editores, 1993. 15-33.
Sefamí, Jacobo. De la imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas, Olga
            Orozco, Alvaro Mutis y José Kozer. Caracas: Monte Avila, 1993.
Torres de Peralta, Elba. La poética de Olga Orozco: Desdoblamiento de Dios en máscara
             de todos.  Madrid: Playor, 1987.
Zonana, Víctor Gustavo. “Olga Orozco y su exploración poética en la corporalidad:
            Museo salvaje (1974)”. Revista de literaturas modernas 25 (1992): 269-77.
---.  “Imágenes de la memoria en la obra de Olga Orozco”. Boletín de la Academia
            Argentina de Letras 265-66 (Julio-Diciembre 2002): 325-45.





[1]  Debido a esta “narratividad” de su poesía, a esa capacidad para contar historias, o introducir temas, sus compasiones pueden ser reunidas en temáticas que se repiten o regresan en sus poemas. Melanie Nicholson ha explorado las imágenes proféticas que aparecen en su poesía, el topos del exilio, cuestiones de identidad, alienación y locura, cuando el hablante lírico de su poesía parece estar inspirado por una visión personal profética (Nicholson 11-5). Elba Torres de Peralta, indagando en su poética y los temas de su poesía, ha reconocido y estudiado en sus poemas las siguientes temáticas recurrentes: los sentidos ocultos y posibles de la realidad, los emisarios, el Yo corporal, la transcendencia metafísica del Deseo y la muerte (La poética de Olga Orozco…89-189). Víctor Gustavo Zonana ha hecho un excelente estudio sobre las “imágenes de la memoria” que aparecen en la poesía de Olga (“Imágenes de la memoria en la obra de Olga Orozco” 327-45).


 Publicación: 
Alberto Julián Pérez, 
“Olga Orozco: sueño/mundo/poesía”. 
En Inmaculada Lergo Martin, coordinadora
Olga Orozco: Territorios de fuego para una poética
Sevilla: Universidad de Sevilla, 2010. 229-243.

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