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martes, 6 de julio de 2021

Conquista espiritual: contradiscurso y resistencia


                                                     Alberto Julián Pérez


El padre Antonio Ruiz de Montoya (Lima 1585-1652) publicó su Conquista

espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús en las provincias del

Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape en Madrid en 1639. Además de escribir su

Conquista espiritual, como hoy se conoce a esta obra, durante su estadía en esa

ciudad pudo revisar y publicar su Tesoro de la lengua guaraní (1639), su Arte y

vocabulario de la lengua guaraní (1640) y su Catecismo de la lengua guaraní (1640),

fruto de sus estudios sobre la lengua indígena y su trabajo misionero, realizados

durante los más de veinticinco años en que había vivido con ellos (Melià 266-67). El

padre jesuita Antonio Ruiz había llegado a Madrid en 1638 y se quedaría en la

península hasta 1643. Fue allá con el objetivo de defender la labor de su orden

religiosa en las misiones y peticionar ante la Corte.

El proceso de evangelización de los guaraníes había comenzado durante el

provincialato del padre Diego de Torres en 1607. El joven Antonio Ruiz, ordenado

sacerdote en 1611, fue parte de la primera camada de misioneros reclutados por el

padre Torres para iniciar su tarea evangélica en la selva entre los nativos. El

Gobernador de Paraguay, Hernandarias, los apoyó. Entre 1615 y 1630 se fundaron

en el área del Guairá más de quince reducciones. Sus líderes principales fueron el

sacerdote paraguayo Roque González de Santa Cruz y el padre Montoya (Maeder 10-

2).

A partir de 1628 los sacerdotes jesuitas comenzaron a tener conflictos con

los bandeirantes portugueses, que invadían la zona en busca de esclavos y atacaban

sus misiones. En 1631 el padre Montoya protagonizó un importante éxodo de las

poblaciones indígenas hacia el sur, al actual territorio argentino de Corrientes y

Misiones, donde refundaron sus pueblos, para poner a los guaraníes a salvo del

ataque de los soldados mercenarios portugueses. En 1637 Antonio Ruiz fue

nombrado Superior de todas las reducciones. Ese año su congregación le

encomendó ir a la Corte para hacerle importantes demandas al Rey. Necesitaban su

apoyo para defender las misiones de las invasiones de los bandeirantes portugueses.

Las coronas de Portugal y España se habían unificado bajo un mismo

soberano a partir de 1580. El rey de España pasó a ser también rey de Portugal. Esa

alianza, sin embargo, estaba en crisis. En 1640 se produjo un alzamiento que puso

fin al reinado de Felipe IV en Portugal, concluyendo la unión de hecho entre ambos

imperios.

El padre Montoya escribió la Conquista espiritual para ayudar la causa de los

pueblos guaraníticos ante la monarquía. Fue el Obispo Juan de Palafox quien le pidió

escribiese un libro sobre la provincia del Paraguay para darla a conocer mejor. Los

jesuitas redactaban regularmente sus Cartas Anuas, donde resumían su labor

misionera en las reducciones. La idea era que pudiese escribir un relato más

extendido y completo, y en un estilo más cuidado, que el de esos informes prácticos.

Así es como llevó adelante el padre Montoya su labor de escritura, mientras iba

revisando y preparando sus libros de lingü.stica y gramática guaraní para darlos a la

imprenta.

El padre Montoya se propuso mostrar cómo había sido la “conquista

espiritual” que ellos habían realizado con los nativos. La acción misionera de los

padres jesuitas había sido el reverso de la conquista militar, destructiva y poco

cristiana (Pezzuto 107). Fue una conquista pacífica cuyo objetivo era la educación

religiosa del nativo y su conversión al Catolicismo. La conquista espiritual buscaba

integrar al indígena al mundo cristiano. Para lograr esto lo primero que necesitaron

fue ir ellos al mundo indígena, habitar en él, hablar su lengua, conocerlo. Esta

experiencia humana hizo posible la “conquista espiritual”. Trataron con su ejemplo

de convencer a los nativos de la excelencia del amor cristiano como filosofía de vida.

La conquista militar española, a diferencia de la conquista espiritual pacífica,

había tenido como objetivo la dominación armada de los territorios indígenas, de los

que la corona se apropió. El Reino contaba con una extensa experiencia militar

adquirida durante los cientos de años que duró el difícil proceso de la Reconquista

de su propio territorio de la dominación árabe. El estado de preparación de los

ejércitos se mostró en su disciplina y empuje militar. Concibieron un método de

invasión efectivo. Al encontrarse con ejércitos nativos en un grado muy inferior de

preparación y tecnología militar la conquista armada resultó rápida y relativamente

sencilla para los españoles.

Encontraron en el Río de la Plata un gigantesco sistema de ríos navegables.

La región tenía clima subtropical y templado, y poseía territorios fértiles, poblados

por cientos de miles de indios, agrupados en pequeños pueblos y caseríos. Después

de derrotar a los ejércitos nativos, el gran desafío de España fue organizar sus

territorios, para iniciar la explotación económica en beneficio de los conquistadores

y de la corona. Esto suponía la utilización del trabajo humano, que se organizó a lo

largo de todo el territorio conquistado por España con mano de obra esclava o

servil, dominando compulsivamente a las poblaciones, y forzándolos a trabajar. Este

proceso afectó el modo de vida de las comunidades indígenas, condicionando su

sobrevivencia. El servicio personal se transformó en una forma moderada de

esclavitud informal. Los encomenderos no podían vender legalmente a los indios

como esclavos, pero los hacían trabajar hasta el agotamiento sin compensación

alguna. Este plan económico terminó diezmando a las comunidades indígenas, ya

que los hombres no podían servir todo el día a los señores y tener el tiempo libre

necesario para regresar a sus poblados y cultivar alimentos para sus familias. Los

indígenas dependían de la caza y la agricultura primitiva de roza. Esto llevó a la

destrucción gradual y constante de sus comunidades, producto de la desnutrición y

las enfermedades.

Los militares, concluidas sus campañas de conquista y dominación, se

transformaron en propietarios y en señores. Los conquistadores y gobernadores

asignaron a sus oficiales tierras para la explotación agrícolas y les encomendaron

cantidades de indios, que estaban obligados a trabajar gratuitamente para ellos en

sus campos. En el caso del Paraguay, el gobernador Irala entregó entre 40 y 50

indios a sus oficiales y soldados más destacados (Díaz de Guzmán 216). El mundo

colonial se fue organizando como un mundo dividido entre señores propietarios,

que provenían del orden militar, y actuaban en nombre de la corona, y la fuerza

nativa de trabajo, en condiciones de virtual esclavitud y máxima explotación. Esta

situación predatoria fue la base de la formación de la nueva sociedad. Eran

condiciones de vida que impedían el desarrollo de las comunidades de trabajadores.

La separación de razas, injusta y violenta, lejos de ser un accidente, fue la base sobre

la que se instituyó el sistema de explotación. El sistema colonial discriminó a los

sujetos y engendró el racismo.

La corona de España hizo lo posible por encontrar metales y explotarlos en

América, pero los metales no eran una fuente permanente de riqueza. Eran escasos

y las minas se agotaban. La verdadera riqueza radicó en ese infinito recurso

renovable que da ganancias crecientes: el trabajo humano. Se encontraron con

enormes extensiones de tierra fértil. Para que diera frutos y pudieran enriquecerse

tenían que trabajarla con miles de operarios. El trabajo humano fue el verdadero

oro del Río de la Plata. La zona estaba poblada por cientos de miles de indígenas que

hablaban la misma lengua y contaba con un sistema de comunicación natural

perfecto: una extensa red interconectada de ríos navegables.

El poder institucional militar y el sistema de propiedad implementado por la

corona entró en conflicto con la cultura y el modo de vida de los habitantes de los

pueblos guaraníes y otros grupos indígenas. La mano de obra indígena era para los

conquistadores una fuerza de trabajo indispensable para producir la riqueza. Los

militares, transformados en jefes políticos y en autoridades judiciales, emplearon la

fuerza contra los pueblos dominados para que estos obedecieran y trabajaran en las

tareas que ellos les exigían. Crearon un orden policial, compulsivo y represivo.

Las órdenes religiosas participaron activamente en el proceso de

colonización. Los dominicos comenzaron a llegar a partir de 1510. El padre

Bartolomé de la Casas fue uno de los más fervientes defensores de los derechos de

los indios, y el primero en denunciar la crueldad y las masacres que los españoles

cometían contra los nativos (Mora Rodríguez 223-36). En el Río de la Plata tuvo un

papel eminente la orden jesuita, que llegó en 1589. Los jesuitas iniciaron un nuevo

tipo de socialización con los nativos. Los organizaron en núcleos urbanos

independientes: las misiones. Realizaron una exitosa campaña de conversión y

asimilaron a los nativos al estilo de vida y trabajo de las sociedades cristianas. En

cada una de las misiones vivían miles de indios. Estaban ubicadas en territorios

distantes de las ciudades y áreas dominadas por el ejército. Los jesuitas propusieron

a los guaraníes un tipo de convivencia basada en la religión. Crearon auténticas

“ciudades de dios” (Dejo I: 143-50).

El ideal de los jesuitas terminó entrando en conflicto con los intereses y

métodos de dominación del Ejército. Los padres fundaron misiones en territorios

que no habían sido conquistados previamente por el ejército. Su único modo de

persuasión fue la doctrina religiosa. Una vez establecidas las misiones, enseñaron a

los indios los métodos de agricultura europeos, sus oficios y formas de trabajo. Los

jesuitas aprendieron la lengua guaraní, y se comunicaban con ellos en su propio

idioma. El padre Montoya fue el primero en transcribir fonéticamente su lengua y

estudiar su gramática y vocabulario. Escribió un catecismo guaraní para educar a las

comunidades indígenas y enseñar la doctrina cristiana en su propia lengua nativa

(Melià 266-7).

Los indios se transformaron en trabajadores organizados, productivos,

buenos cristianos, haciendo de las misiones ciudades modelos. Esto irritó

terriblemente a la clase militar y a los propietarios rurales de Asunción y Ciudad

Real, las ciudades más cercanas, que miraban con envidia el florecimiento de las

misiones y a su vez resentían que los padres jesuitas tuvieran el control de todo ese

“botín” de trabajadores. Los españoles de Paraguay veían a los jesuitas más como

rivales que como aliados.

La zona estaba habitada por cientos de miles de indios. Los encomenderos

encontraron que, de acuerdo al criterio europeo, eran poco organizados y eficientes

para el trabajo. Los trataban con rigor y violencia. Los trabajadores estaban

obligados, bajo pena de muerte, de abandonar a sus familias, incapaces de

sustentarse sin su ayuda, y trabajar sin descanso en los campos y en los yerbatales.

Esto terminó decimando rápidamente a las poblaciones. Los indígenas huían y se

internaban con sus familias en la selva para poder sobrevivir. Los encomenderos

respondieron organizando verdaderas “cacerías” de indios, a los que capturaban y

forzaban a servir. Cualquier resistencia de su parte ocasionaba castigos y su

rebelión la muerte.

Los terratenientes brasileños, por su parte, en el área de San Pablo,

necesitaban mucha mano de obra: el cultivo de la caña era intensivo. No

encontraban suficientes trabajadores. Capturaban a los indígenas locales y los

forzaban a trabajar en sus campos. Las leyes portuguesas permitían esclavizar a los

indios. La voracidad de los propietarios paulistas decimó rápidamente las

comunidades nativas de la zona. Empezaron a importar mano de obra esclava de

África. Los esclavos negros eran aún escasos y caros. Encontraron otra opción: robar

indios en las zonas españolas. Las reducciones jesuitas resultaron verdaderos

botines de guerra. Podían encontrar en ellas entre 5000 y 6000 indígenas en cada

una. Dado que las coronas de España y Portugal estaban unidas bajo un mismo

monarca, no podían enviar ejércitos oficiales a capturar indígenas. Resolvieron el

problema recurriendo a la “empresa privada”: contrataron ejércitos mercenarios,

bandas de aventureros y asesinos, lideradas por jefes experimentados en la guerra,

las “bandeiras”. Para estas bandas de asesinos pagados por los terratenientes

paulistas atacar las misiones era muy fácil. Las misiones no tenían armamento. Los

indígenas usaban arco y flecha y armas de madera con punta de piedra para la caza,

era toda su defensa. Los bandeirantes invadían con armas de fuego, cañones, armas

blancas, y después de masacrar fácilmente a toda la población que resistiese,

rodeaban y encadenaban al resto y los llevaban a San Pablo, donde los vendían como

esclavos. Los padres jesuitas, que habían iniciado sus misiones a partir de 1610,

vieron como a partir de 1628 los bandeirantes fueron atacando misión tras misión, y

el trabajo social y humano que ellos habían hecho con los pueblos indígenas fue

rápidamente destruido por estos mercenarios esclavistas al servicio de los

propietarios paulistas.

Los jesuitas no estaban autorizados a crear un sistema defensivo armado

para proteger las misiones. En 1631, solamente dos misiones, de las más de veinte

que los padres habían fundado, conservaban su población y no habían sido atacadas

por los portugueses. Sabían, sin embargo, que muy pronto los invadirían. El padre

Montoya decidió llevar a cabo una gesta heroica: con los 12.000 nativos que vivían

en estas misiones inició un largo éxodo de más de mil kilómetros hacia el sur, para

escapar de los bandeirantes. Se establecieron en el actual territorio Argentino de

Corrientes y Misiones, entre los ríos Paraná y Uruguay, y volvieron a fundar y

organizar sus comunidades. Pero la amenaza bandeirante no se detuvo. Es por eso

que su orden decidió enviar al padre Montoya a Madrid para peticionar al Rey el

derecho a defender sus comunidades, armando a sus habitantes. Luego de difíciles

negociaciones, el padre Montoya logró que el rey firmara un decreto, en 1640,

autorizando a las misiones a tener armas de guerra e instruir a los indios en su uso

para su defensa. Debían, no obstante, pedir permiso a la autoridad americana, el

Virrey, y ponerse de acuerdo con él para su implementación. Este hecho marcó un

momento importantísimo en el mundo social y laboral americano: significó el

reconocimiento del derecho de los indígenas a defender su libertad por medio de las

armas, a luchar, si era necesario, en una “guerra de liberación”, contra quienes

quisieran privarlos de su libertad.

El padre Montoya explica en el inicio de su Conquista espiritual a sus lectores

que él y sus compañeros fueron a vivir entre los indios y fundaron trece misiones en

medio de la mayor pobreza. Se internaron en la selva e invitaron a los indígenas, que

vivían repartidos por el territorio en pueblos de no más de seis casas cada uno, a ir a

vivir junto a ellos. Fundaron verdaderas ciudades, en cada una de las cuales

habitaban varios miles de indios. Muy pronto los padres pudieron expresarse con

soltura en la lengua de los nativos y predicar entre ellos y cristianizarlos. Consumían

los mismos alimentos simples de los indígenas, compuestos en su mayoría de raíces

y vegetales. Los “vecinos y moradores de las villas de San Pablo, Santos, San Vicente

y otras”, desgraciadamente, atacaron once de sus misiones e iglesias, matando a

muchos indios y llevándose a otros prisioneros. En Brasil vendían a los cautivos

como esclavos. Esto los había obligado a ir a la Corte a peticionar ante el Rey (47).

Comienza a describir cómo era el mundo paraguayo: dice que su territorio

era muy fértil, surcado de ríos, tenía un clima tropical admirable. Los españoles

cultivaban la famosa yerba del Paraguay y recogían todo tipo de frutos. La base de la

dieta de la región era una raíz que llamaban mandioca. En la villa de Asunción vivían

cuatrocientos españoles. Habitaban allá también muchos indígenas, en particular

mujeres, en proporción de diez por cada hombre. En esa villa no había plata ni oro.

Sus residentes eran capaces de realizar los más variados oficios, pero la mayoría lo

negaba, creían que el trabajo manual era infamante: tenían prejuicios de señores

(49).

Comenta a los lectores sobre la fauna de la región. Le llamaron la atención

algunos animales por su comportamiento y sus características. Tenían serpientes de

gran tamaño, como la cascabel. Había un pequeño pajarito que era capaz de

enfrentarse con una serpiente venenosa y matarla. A pesar de ser pequeño, conocía

una planta cuyas hojas servían de antídoto contra su veneno y, en la lucha, cada vez

que la serpiente lo mordía, iba hacia la planta, comía de sus hojas, dejaba que el

antídoto hiciera efecto y volvía a la contienda. Finalmente lograba con su pequeño

pico derrotar al enorme animal (52). La lucha entre el pajarito y la serpiente era,

para el padre Antonio, un símbolo de la batalla entre la astucia y la fuerza. La

determinación, el saber, el coraje y la paciencia del pajarito, pudieron derrotar a la

fuerza bruta poderosa de la serpiente. El padre se identificaba con el valeroso

pajarito, porque ellos, los sacerdotes, se habían comportado como el animalito

durante su conquista espiritual. Habían entrado en los territorios selváticos, en

grupos de dos religiosos, para encontrar a miles de nativos “bárbaros”, “gentiles”, a

los que se proponían convertir y, siendo tan pocos, con paciencia, sabiduría y

determinación, habían podido cristianizar a miles y miles de indios, derrotando a

sus magos y sus brujos, y luchando incluso contra los demonios.

Los padres jesuitas, con enorme sacrificio personal y sin considerar el riesgo

que corrían y el peligro de perder la vida, como les ocurrió a muchos, fueron a

conquistar almas a las geografías más alejadas y hostiles a la forma de vida del

hombre europeo (Rodríguez 239-63). En el Paraguay se encontraron con grupos

nativos que, por su evolución cultural, presentaban un desarrollo semejante al de los

pueblos neolíticos. Los guaraníes vivían en pequeños grupos, utilizaban

herramientas y armas de madera y piedra, y adoraban “ídolos”, aunque no tenían

dioses permanentes a los que rindieran culto. Sus religiosos eran los “hechiceros” y

“magos”, con los que los padres jesuitas se enfrentaron, en una batalla religiosa, para

establecer qué divinidad era la verdadera: el dios cristiano o los ídolos que ellos

adoraban.

Antonio Ruiz nos cuenta en tercera persona cómo se manifestó en él la

vocación religiosa y cómo decidió entrar en la orden jesuita. Comenzó haciendo los

Ejercicios espirituales, que proponía Ignacio de Loyola, y logró fijar su pensamiento

en Dios (55). En su lucha interior se enfrentó al demonio.

Tuvo una visión que anticipó su camino futuro. Vio a unos indígenas y a

“…algunos hombres que con armas en las manos corrían tras ellos, y dándoles

alcance los aporreaban con palos, herían y maltrataban, y cogiendo y cautivando a

muchos, los ponían en muy grandes trabajos” (55). Llegaron unos hombres a

socorrerlos, “…unos varones más resplandecientes que el sol, adornados de unas

vestiduras cándidas. Conoció ser de la Compañía de Jesús…” (55). Antonio sintió que

tenía deseos de ser compañero de esos religiosos. Durante los ejercicios vio que

“…Cristo nuestro Señor bajaba de la alto vestido de un ropa rozagante y celestial…y

acercándose a él, que estaba de rodillas, le echó el brazo sobre sus hombros y

llegándole el rostro a la llaga del costado le puso la boca sobre ella, donde por un

buen rato bebió de un suavísimo vapor que por ella salía, deleitando el gusto y el

olfato sobre todo lo imaginable” (56). En Antonio se alían el impulso poético místico

y el sentido práctico. Observa con agudeza su medio social y se propone actuar en el

mundo. Siente que lo sobrenatural y lo natural forman una unidad de sentido.

La Conquista espiritual, que es una historia religiosa, narra un proceso de

conversión de sí primero y de los otros luego. Es un viaje físico y espiritual hacia el

indígena, el “bárbaro”. Los religiosos de la compañía convivirán con ellos,

aprenderán a hablar su lengua, y comprenderán y comunicarán su sentido humano.

Entenderán su cultura, los convertirán a su religión, les enseñarán el valor del amor

cristiano.

Antonio interpretó en esa visión que Cristo lo estaba llamando para que fuera

a predicar al Paraguay. Dice: “Aquí entendió que Cristo Jesús, regalo de las almas

que por medio de la gracia se unen con Él, le escogía para la provincia del Paraguay,

en donde había gran suma de gentiles que solo esperaban oír las dichosas nuevas de

las bodas del Cordero…” (56). Conquista espiritual es un libro que tiene un objetivo

religioso y práctico. El padre Montoya quiere convencer a la corona de la

importancia que tienen las misiones de la orden y pedirle que defienda a los

indígenas que vivían en ellas. No buscaba presentarse, por mera “vanidad

mundana”, como un gran escritor. A medida que avanza el relato, sin embargo,

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emerge la excelencia de su prosa. El padre Montoya es uno de los grandes estilistas

de su siglo. La elegancia de sus metáforas, la riqueza de su expresión, el colorido de

sus imágenes, lo muestran como a un escritor dotado.

Su experiencia de vida con los indios le dio la oportunidad de estudiar su

lengua y transformarse en el primer gran lingüista y gramático de la lengua guaraní.

Trabajaba siempre en función del otro, no era un escritor laico. Fue un hombre

inspirado, un poeta, un místico, y su escritura estaba al servicio de su misión

religiosa.

Antonio Ruiz de Montoya fue también un hombre de acción, como lo fuera el

fundador de su orden, Ignacio de Loyola, y emprendió, junto a los otros padres

jesuitas, una misión temeraria y casi suicida: marcharon, sin más recursos y armas

que la cruz, a convertir a los indígenas. Se internaron en territorios desconocidos,

donde habitaban pueblos nativos cuya lengua aún ignoraban. Muchos de ellos

pagaron la osadía con su vida. En la historia de las misiones hubo varios mártires,

como el padre Roque González, que el padre Montoya presentará en su libro. Los

misioneros iban desarmados, y las pocas veces que los indígenas los atacaron no se

defendieron de la violencia con más violencia. Creían en la misión de Cristo, que

aceptó ser sacrificado. Cuando llegó el momento del martirio lo aceptaron con

valentía y entereza. Si el padre Montoya iba a Madrid a pedir al Rey armas, no era

para defender a los jesuitas de posibles agresiones indígenas, sino para defender a

los indígenas de los ataques bandeirantes. Lo que pedían era que se les concediera el

derecho a luchar por la libertad de los indígenas, en una guerra de liberación, que

eventualmente ellos dirigirían, tal como ocurrió poco después: en 1641 el ejército

guaraní de las misiones, comandado por los padres jesuitas y los caciques indígenas,

se enfrentó al ejército mercenario bandeirante, enviado por los terratenientes

esclavistas de San Pablo, en la batalla de Mbororé, a orillas del río Uruguay (Gianola

Otamendi 229).

El padre Montoya nos cuenta su experiencia personal como misionero desde

el momento en que partió con sus compañeros a la selva. El padre Diego de Torres,

el primer Provincial de la orden, envío a treinta religiosos a distintos puntos de la

provincia. Fueron en grupos de dos. Marcharon por agua y por tierra, atravesando a

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pie selvas y montañas. Iban en busca de pueblos nativos, para presentarse ante

ellos, y comenzar con su ayuda a construir las misiones. Tenían que invitarlos a vivir

junto a ellos dentro un gran espacio urbano.

Él venía de la ciudad de Córdoba, donde cursó sus estudios de sacerdote de la

Orden. Había sido ordenado recientemente (Saldivia y Caro 399-414). Fue primero a

la ciudad de Asunción y de allí partió con el padre Antonio de Muranta hacia el

territorio donde habitaban los pueblos indígenas. Caminaron cuarenta días. Su única

provisión era tasajo y harina de palo. La pobreza, y algunas veces el hambre, fue una

compañera constante de su travesía y su aventura espiritual.

Durante el viaje la salud del padre Muranta se resquebrajó y fueron al puerto

de Maracayu, para que allí embarcara y regresara a Asunción. Vivían en la pequeña

ciudad 170 familias indígenas, una población que iría en constante descenso, nos

dice, por las exigencias abusivas y el maltrato de los encomenderos (62). Allí

comenzó a aprender y practicar la lengua guaraní, que, dadas sus dotes naturales, le

resultó relativamente fácil. Dice: “Quedéme en aquel pueblo algunos días

administrándoles los Sacramentos, y con el continuo curso de hablar y oír la lengua,

vine a alcanzar facilidad en ella” (63).

En este pueblo tuvo la ocasión de conocer uno de los principales cultivos de

la zona, que producía a los españoles gran riqueza: el cultivo de la “yerba del

Paraguay”, la yerba mate, que para él era algo totalmente nuevo. Describe la planta

que produce la yerba, y explica como se tuesta y se muele la hoja. Las bebidas

hechas con esta hoja eran estimulantes. Refiere el trato que daban a los indios. Dice

que apenas trataban de descansar de su agobiadora labor, los insultaban y los

golpeaban para que siguieran. Casi no les daban de comer, los pobres se procuraban

en la selva por sí mismos algunas raíces, que resultaban insuficientes para su

alimentación. Les hacían beber constantemente una infusión que preparaban con la

yerba. Se les hinchaban los pies y mostraban una palidez y una delgadez

estremecedoras (63). Los hacían transportar pesadas cargas de seis arrobas (60 kg)

por veinte leguas (120 km), cuando el peso corporal de la mayoría de ellos era

inferior a la carga. Muchos morían durante el viaje, y sentía más “…el español no

tener quien se la lleve, que la muerte del pobre indio” (63-4).

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El Rey había aprobado las Ordenanzas del oidor Francisco de Alfaro,

prohibiendo se forzara a los indios “al beneficio de la yerba”, pero no se cumplían.

Los propietarios iniciaron acciones ante la Corte para que se les restableciera el

privilegio (65). El monarca había ordenado se reemplazara el “servicio personal”

por un tributo en dinero, y los propietarios lo multiplicaban a un punto tal que los

indios no terminaban nunca de pagarlo y estaban obligados a seguir sirviendo sin

poder regresar a sus aldeas. Debían abandonar sus familias, condenándolas al

hambre, la enfermedad y la muerte. Dice el padre Montoya: “Soy testigo que en la

provincia de Guaira el más ajustado encomendero se servía los seis meses de cada

año de todos los indios que tenía encomendados, sin paga alguna, y los que no se

ajustaban tanto los detenía 10 y 12 meses. Y si esto es así, como es verdad, ¿qué

tiempo le queda a este desdichado para sustentar su mujer y criar sus hijos?” (66).

Las ordenanzas mandaban que se les pagara por su trabajo, lo cual los

encomenderos jamás cumplían. El uso de esta yerba, que él no había probado, era

una verdadera maldición para los indios. Los naturales decían que si la bebían con

moderación era remedio para muchas enfermedades, pero su consumo en demasía

los llevaba a tener vómitos y les hacía daño. La yerba se vendía a un precio

elevadísimo.

En este punto del relato, el padre Montoya hace una breve digresión, para

aclarar a sus lectores algo que estaba ocurriendo con los indios en esos momentos.

El servicio personal abusivo había llevado a que muchos pueblos se rebelaran.

Varios de estos poblados despidieron a los padres jesuitas que se encontraban entre

ellos predicándoles el Evangelio, y que nada tenían con ver con ese servicio. Los

españoles, lejos de lamentarse de la situación, la usaban como pretexto para enviar

tropas y atacar a los indios. Dice que eso era algo injusto: los guaraníes no eran sus

enemigos. Los pueblos indígenas siempre pedían que fueran sacerdotes, y si se

habían rebelado había sido por la conducta inhumana de los encomenderos. La

evangelización de los indios les había costado mártires a los padres jesuitas, y no se

lamentaba por eso, ya que el tributo brindado les había permitido conquistar

muchas almas para su Dios. Dice que en la provincia del Uruguay “…donde el

Evangelio entró desnudo de armas, derramaron su sangre cinco sacerdotes de la

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Compañía con insignes martirios”, lo cual era un honor para España “…pues tan

dichoso riego ha producido el fruto copiosísimo de veinticinco poblaciones o

reducciones que la Compañía tiene hoy firmes en la fe y la obediencia de Su

Majestad” (71).

Aclarado esto, el padre continua el relato de su primer viaje a las misiones.

Pudo llegar finalmente a la reducción Nuestra Señora de Loreto, donde lo recibieron

los padres José Cataldino y Simón Masseta, jesuitas italianos. Se sintió muy feliz de

verlos. Comprobó que vivían en la pobreza. Era una prueba de la riqueza de su

vocación y su misión apostólica. Visitaron juntos los pueblos indígenas cercanos.

Describe las costumbres de estos indígenas y sus creencias. Sus poblaciones eran

pequeñas, pero tenían un gobierno bien estructurado. Lo presidía un cacique. Los

jefes se esmeraban en su discurso, ya que la cultura valoraba mucho la elocuencia

(Colazo 129-42). Los plebeyos trabajaban para los caciques, les hacían casa y

cultivaban la tierra. Cuando estos querían les entregaban sus hijas. Eran polígamos y

tenían entre veinte y treinta mujeres. Respetaban los vínculos de sangre y no tenían

relaciones sexuales con miembros de su familia. Los caciques se casaban con

mujeres principales (76).

Su cultura aceptaba la existencia de Dios, al que llamaban Tupá. No tuvieron

ídolos. Adoraban los huesos de algunos difuntos, en particular de aquellos que

habían sido Magos. No hacían sacrificios a Dios. El padre Montoya pensaba que

concebían a Dios como una unidad, lo cual acercaba su creencia a la idea monoteísta

cristiana. Sospechaba que esto se debía a que el apóstol Santo Tomás había llegado a

América y dado a conocer su doctrina (Page 92-121). Más adelante en su libro

investigará esta hipótesis a fondo. Contaban solo hasta cuatro, y creían que en el

cielo vivían animales que podían comer los astros y producir eclipses.

Tenían diversos rituales asociados a la alimentación. Cuando la mujer paría,

el hombre ayunaba por 15 días, guardaba clausura, creyendo que esto protegía al

infante. En las guerras con otras tribus tomaban cautivos. Preparaban un gran

banquete para bautizar a los niños del grupo. Elegían a un individuo prisionero y lo

engordaban. Le daban libertad para comer lo que quisiera y podía tener relaciones

sexuales con todas las mujeres de la tribu que le gustaran. Llegado el momento lo

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sacrificaban en una ceremonia muy solemne y se ponían el nombre del muerto.

Repartían trozos de su cuerpo, los cocinaban de manera especial y comían juntos en

una gran celebración.

Cuando regresaba alguno de ellos de un largo viaje, o arribaba un huésped, lo

recibían con gran llanto y muestras de dolor. Relataban las hazañas de todos los

miembros de la familia del que llegaba. Luego se enjugaban las lágrimas y

comenzaban los gritos de bienvenida.

Creían que en la muerte el alma acompañaba al cuerpo. Ponían objetos en las

sepulturas para que el alma se acomodase y estuviera a gusto. La mujer tenía

prohibido acercarse a los hombres antes de haber tenido su primera menstruación.

Cuando esta ocurría, la amortajaban, cosiéndola en una hamaca, y luego de tres días

se la entregaban a una mujer para que la hiciera trabajar en las tareas más

cansadoras. Luego de ocho días le cortaban el pelo, le ponían cuentas de colores y le

daban libertad para estar con los hombres.

El padre Montoya pensaba que habían llegado a ellos noticias del diluvio

bíblico, al que llamaban Yporú, que quería decir gran inundación. Los magos

interpretaban el significado de los cantos de las aves, y enterraban sapos

atravesados por espinas para curar enfermedades (80).

Llegó a la misión otro sacerdote, el padre Urtazum, y se dividieron para

trabajar en dos pueblos, Loreto y San Ignacio. Abrieron una escuela para enseñar a

leer y escribir a los niños; a los adultos les daban clase sobre la doctrina cristiana,

una hora a la mañana y otra a la tarde. Hablaban de todos los misterios divinos,

salvo el sexto, que prohibía el adulterio, ya que los guaraníes eran polígamos, y no

querían ofenderlos. Esto lo mantuvieron durante dos años. Al comienzo del día

visitaban a los enfermos, luego decían misa y daban un sermón. Más tarde les

enseñaban la doctrina para poderlos bautizar. Cada día bautizaban entre trescientos

y cuatrocientos indios. Además de trabajar en las dos misiones, iban a los pueblos

cercanos para predicar y bautizar a los que vivían allí.

Su relación con los guaraníes tuvo sus altibajos. Algunos indios resentían el

poder que iban adquiriendo sobre la población con sus ceremonias religiosas. En

una aldea cercana había un cacique, Miguel Artiguaye, que, enamorado de una

15

manceba, había desterrado a su mujer legítima a otro pueblo, y para darse

importancia con sus súbditos se fingía sacerdote. Ponía sobre una mesa un mantel y

hacía como que decía misa. Ofrendaba un vaso de vino de maíz y comía una torta de

mandioca delante de todos. Tenía numerosísimas mujeres, y ese año tan solo los

padres habían bautizado a ocho de sus nuevos hijos. Resentía que los jesuitas

hablaran a los indios en contra de sus costumbres y les pidieran que dejaran a sus

mujeres. El padre Antonio dice que dijo a sus vasallos: “Los demonios nos han traído

a estos hombres, pues quieren con nuevas doctrinas sacarnos del antiguo y buen

modo de vivir de nuestros pasados, los cuales tuvieron muchas mujeres…y ahora

quieren que nos atemos a una sola…No es razón que esto pase adelante, sino que los

desterremos de nuestras tierras, o les quitemos las vidas” (83).

Muchos no estaban de acuerdo con él y querían a los padres. Uno de ellos le

dijo al cacique Miguel que antes de hacer nada lo consultara con el cacique Roque

Maracaná. A día siguiente, al amanecer, con trescientos de sus hombres armados fue

a consultar a Roque, sobre qué hacer con los padres. Estos se enteraron de todo:

unos indios vinieron a avisarles que querían matarlos. Otro cacique, Araraá, les

envió una embarcación para llevarlos a su poblado, donde su gente los defendería.

Los padres no quisieron mostrar cobardía. Se confesaron y se dispusieron a morir,

poniendo su vida en manos de dios.

El cacique Roque no pensaba como Miguel, él los quería y respetaba. Cuando

Miguel se presentó con sus hombres de guerra, Roque se adelantó hacia él, lo aferró

con sus dos brazos, lo levantó del suelo, lo dejó caer y lo humilló. Miguel fue con sus

indios a la misión, desarmado. Entró en la iglesia, se puso de rodillas y les pidió

perdón a los misioneros. El padre José lo abrazó y lo consoló.

Durante los más de veinticinco años que el padre Antonio vivió en las

misiones, ocurrieron numerosas confrontaciones de este tipo. Su misión entre los

guaraníes no fue fácil. Se enfrentaron dos mundos distintos. Los padres lucharon

por imponer su doctrina y demostrar lo que ellos consideraban su verdad religiosa.

Los nativos resistían. Debían conquistarlos. Esa lucha la mayor parte de las veces fue

pacífica, pero en algunas situaciones, como la referida, los indios recurrieron a la

violencia y a las armas. En esa ocasión todo terminó bien, pero hubo casos en que el

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conflicto concluyó trágicamente. En esos momentos ellos pudieron demostrar su

determinación heroica, como soldados de Cristo. Su única arma era la fe.

Los padres tenían una relación muy difícil con los encomenderos, que

criticaban su trabajo con los indios. En Villa Rica empezaron una campaña de

difamación contra ellos. Buscaban que se fueran de la zona. El padre Antonio estaba

consciente de cuáles eran sus verdaderas razones, deseaban, dice, “…que

desamparásemos aquel rebaño para entrar a la parte del esquilmo” (88). Los

encomenderos querían apoderarse de los indios de las misiones para obligarlos a

servirlos, y trabajar en sus campos sin compensación alguna. Argumentaban que los

religiosos les quitaban su fuerza de trabajo. Los padres estaban dispuestos a

perseverar en su labor misionera.

Antonio fue a Asunción a hablar con los superiores de su orden. Las

comunicaciones eran difíciles y no recibían suficientes noticias de ellos. Recorrió a

pié más de ciento cincuenta quilómetros hasta llegar al puerto de Maracayu. Luego,

por el río, llegó a Asunción. Pidió que les enviaran más religiosos, ya que los que

había no eran suficientes. Sus superiores no pudieron satisfacer su pedido y luego

de varios días regresó a las misiones. Habló con sus compañeros y decidieron

redoblar el esfuerzo y el trabajo. Hicieron muchísimas conversiones y bautismos.

Poco tiempo después enfermó de gravedad el joven padre Martín Urtazum. Su salud

no resistió la alimentación pobre e insuficiente que tenían. Comprendiendo que

estaba cerca de la muerte, les decía que su vida era fácil y regalada comparada a la

de los mártires. Le confesó al padre Antonio: “Gran flojedad es la mía, pues como

regalón muero en la cama” (91). Le pidió que cuando muriera dijera por él veinte

misas. El padre le dio la Extremaunción y poco después falleció.

El padre Montoya describe varias conversiones particulares que fueron

difíciles. Ellos querían enseñar a los indios la palabra de su Dios y estos resistían.

Algunos se rebelaron y actuaban como sacerdotes cristianos. Trataban de ocupar su

lugar y reemplazarlos, realizando ceremonias que imitaban la misa. Querían

quitarles los fieles. El mundo religioso indígena era limitado. El Cristianismo les

proponía participar de rituales colectivos persuasivos y les mostraba un mundo

espiritual misterioso y rico. La forma de vida que les proponían los padres cristianos

17

los alejaba del modo de vida pasado, pero tenía muchas cosas positivas que

ofrecerles.

Los sacerdotes integraron a los indígenas dispersos en grupos numerosos de

varios miles de individuos. Experimentaron una vida social nueva. Introdujeron en

las misiones instrumentos de trabajo que ellos desconocían, como el arado de hierro

y el hacha, que transformaron la forma en que trabajaban y producían alimentos.

Podían sembrar de manera más eficiente. La alimentación del grupo mejoró. Los

misioneros les enseñaron a trabajar de manera mancomunada y ahorrar. Los

nativos experimentaron la sensación totalmente nueva de estar menos atados a las

necesidades materiales y disponer de cierta libertad individual, un concepto que

ellos, atados a los rigores y limitaciones de la vida tribal, no conocían.

Los padres introdujeron en las misiones grandes animales, como caballos y

vacas, modificando su vida cotidiana y enriqueciendo su alimentación. Les

enseñaron oficios y el concepto de trabajo productivo. Gracias a sus habilidades

lingü.sticas y el conocimiento del guaraní, los padres pudieron enseñar a los niños a

leer y escribir en su propia lengua. Predicaban su doctrina y enseñaban el catecismo

en guaraní. Esto posibilitó una verdadera comunión entre los sacerdotes y los

nativos. Llegaron a quererse entrañablemente. Los guaraníes eran para ellos su

rebaño, trabajaron a su servicio por décadas. Por eso el padre Montoya estaba en

esos momentos en Madrid. Pedía a la Corona armas de guerra para defender a su

pueblo nativo de los bandeirantes. Los padres habían visto cómo unos criminales

atacaban las misiones, asesinaban a los indios que resistían y se llevaban

prisioneros a los otros, encadenados como animales, para venderlos en los

mercados de esclavos de San Pablo. Más de 60.000 indios de sus misiones habían

terminado en esos mercados y no podían permitir que eso siguiera ocurriendo.

Numerosas veces los padres ayudaron a los indígenas a enfrentarse a las

tentaciones y los demonios. Los indios vivían la religión cristiana desde la

perspectiva de su mundo natural espiritual. Veían el mundo material como un

espacio lleno de riesgos y peligros. Estaban en lucha con los demonios, que

disputaban a Cristo el alma de los creyentes. El padre Antonio cuenta la historia de

un indio que era buen cristiano. Enfermó y, luego de confesarse y recibir los

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sacramentos, murió. Lo sepultaron, y al poco tiempo, vinieron a avisarle que había

resucitado (97-8). El padre fue a verlo, y el indio resucitado le contó que después de

muerto se le apareció un fiero demonio que le dijo que él era suyo, porque en la

confesión no había contado sobre sus borracheras, y el sacramento no valía. El indio

le respondió al demonio que lo había hecho sin intención. Este quería llevárselo. En

ese momento apareció San Pedro con dos ángeles y lo ahuyentaron.

El indio nunca había visto imágenes de San Pedro, sin embargo lo describió

tal como lo pintaban en los cuadros los artistas de acuerdo a las descripciones de

quienes lo conocieron en vida. San Pedro lo llevó con él y juntos se elevaron. Desde

el aire vio una ciudad amurallada. El santo le dijo que era la ciudad de Dios, pero que

él no podía entrar en ella en ese momento. Debía regresar a la tierra durante tres

días, y después volvería allí, para vivir junto a Dios. En ese instante regresó a su

cuerpo y se encontró rodeado de sus parientes. Les dijo que había vuelto de la

muerte para decirles que tuvieran fe, que creyeran en las enseñanzas que les daban

los padres y se confesasen con regularidad. Durante tres días la pasó muy bien

rodeado de su comunidad. El domingo, luego de haberse confesado, murió otra vez.

La fe cristiana se impuso y derrotó al demonio. El indio salvó su alma y pudo

gozar de la vida eterna. Pero el diablo no quedó conforme. Poco tiempo después

aparecieron en la reducción de San Ignacio cinco demonios. Se presentaron vestidos

como sacerdotes y les dijeron a los indios que eran ángeles del cielo. Les pidieron

que se fueran con ellos. Los indios desconfiaron y les dijeron que los acompañaran a

ver a los padres jesuitas, y estos desaparecieron (99-100).

Los demonios se aparecían a los indios asumiendo figuras diferentes. Otra

vez, yendo un indio al monte a rezar, vio a un hombre vestido de cazador. El intruso

hacía que disparaba, pero de su arma no salía sonido alguno. Vinieron otros

demonios que les decían a los indios que matasen a los religiosos. Los padres en sus

sermones advertían sobre esto a los nativos y les decían que no los escuchasen.

Practicaron varios exorcismos para que les demonios se fueran.

El padre Montoya refiere un caso en que aparecieron figuras salvadoras, que

fortalecieron la fe de los nativos. En Loreto estaban dedicando un nuevo templo a la

Virgen. Sesenta fieles habían ido a la ceremonia, era ya de noche. De la iglesia vieja

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salieron tres mujeres vestidas de blanco, tenían el cabello largo y rubio. Se subieron

a la cruz que estaba en frente de la iglesia en un pedestal. La gente las miraba con

atención. Parecían vírgenes luminosas. Unos niños se acercaron para tocarlas. Las

figuras retrocedieron a la iglesia vieja y desaparecieron. El padre Montoya sintió que

esa aparición milagrosa era un signo de aprobación que les daba la Virgen. Los

padres habían hecho muchas conversiones. La Virgen de Loreto siempre les había

mostrado mucho amor.

El trabajo de conversión y cristianización era central en el proyecto jesuita. El

trabajo religioso ponía en contacto el mundo natural con el sobrenatural, ambos se

fundían en el sentimiento y la experiencia religiosa. Los religiosos compartían esto

con los indígenas. Para los guaraníes la selva era un espacio animado y lleno de vida.

Los curas enriquecían la imaginación impresionable de los nativos con las historias

de aparecidos. El imaginario cristiano se integraba al mundo espiritual indígena. Los

padres se comunicaban con ellos en su lengua. El conocimiento del idioma guaraní

les permitía comprender las sutilezas de sus costumbres y rituales y avanzar en una

interpretación integral de su cultura. El banquete ritual antropofágico de bautismo,

del que habla el padre Montoya, y que describe también en detalle Alvar Núñez en

sus Comentarios, tenía elementos en común con las comidas rituales cristianas, en

las que se sacrifica un animal simbólico, un cordero (Cabeza de Vaca 192-4). Cristo

se presentaba como el cordero sacrificial. En el banquete antropofágico guaraní se

sacrificaba a un enemigo y los bautizados asumían su nombre. Se apropiaban de su

identidad.

Escogían a un enemigo prisionero y lo preparaban para la ceremonia. Lo

trataban como a miembro de la familia. El individuo compartía las costumbres, las

comidas y las mujeres del clan según su voluntad y su deseo, para luego ser

sacrificado. Repartían pedazos de su cuerpo entre los miembros de la familia, lo

cocinaban y lo comían con solemnidad. La comunidad daba su nombre a los

bautizados. En la ceremonia seguían un orden estricto, como en todo ritual.

Los jesuitas buscaron interpretarlo y entenderlo. Los militares, a diferencia

de ellos, habían tomado este banquete antropofágico como una prueba de la

barbarie indígena y lo usaron como justificación para tratar de destruir su cultura.

20

Los padres explicaron a los indígenas el valor que tenía la vida humana para los

cristianos. Daban a los indios convertidos el bautismo cristiano y les pedían que

renunciaran definitivamente a esta práctica.

Los padres tuvieron que enfrentar numerosas situaciones límites. Una vez se

prepararon para ir a evangelizar una región donde vivían indios “gentiles”. Poco

tiempo antes de partir enviaron a dos indios cristianos precediéndolos para avisar a

los otros que llegarían pronto e informarles que su intención era hablarles de su

religión. Cuando llegaron los indios cristianos al pueblo donde vivían los indios

gentiles sus jefes mandaron prenderlos. Les dijeron que querían hacer con ellos una

fiesta de bautismo y que también matarían a los padres cuando llegaran. Les

ofrecieron bellas mancebas para que gozaran de ellas. El más joven les dijo que su

religión prohibía el adulterio y él tenía mujer. Les explicó que no pecaría ni aunque

lo mataran, porque si moría sin pecado su alma iría a gozar eternamente de Dios. El

padre de una moza rechazada lo apuñaló y lo mató. El otro aceptó la propuesta y

durante varios días gozó de mujeres y placeres, y después, con mucha solemnidad,

los indios hicieron la fiesta de bautismo, y se lo comieron. Cuando se enteraron los

padres consideraron que el joven había muerto como mártir, un don preciado en la

iglesia, y como tal lo celebraron. Luego, lejos de dejarse intimidar, los padres se

dispusieron a ir ellos mismo al pueblo de indios a enfrentar la situación. Rezaron a

San Ignacio mártir antes de partir. Un cacique de la zona, que los apreciaba, fue en

persona al pueblo a hablar con los rebeldes que querían matarlos. Los convenció de

que los padres iban allí a levantar una iglesia y no a hacerles mal. Estos, finalmente,

terminaron por aceptar. Los padres jesuitas levantaron en ese lugar la reducción de

San Francisco Javier (112). Los rebeldes que habían matado a los indios se

integraron a la iglesia, aceptaron el bautismo y se convirtieron en buenos cristianos.

Los jesuitas supieron transformarse en líderes de la comunidad guaraní, a la

que hicieron importantes aportes. La interrelación de culturas fue fructífera y

generosa. Se desarrolló entre la cultura cristiana europea y la indígena un vínculo

espiritual y cultural profundo permanente que permanece hasta hoy y es evidente

en las regiones de habla guaraní, en Paraguay y el noreste de Argentina.

21

El padre Montoya hace una larga digresión en su narración para contarnos la

historia del apóstol Santo Tomé o Tomás en América. Cuando ellos viajaban por la

provincia, evangelizando a los indios, siempre a pie y llevando cada uno una cruz

alta como insignia, estos los recibían con mucho amor. Les ofrecían sus alimentos,

que eran raíces y frutos de la tierra. El padre Montoya cree que esto se debía al

hecho de que su venida no les era del todo inesperada: el apóstol había estado ya en

América y había predicado su doctrina antes que lo hicieran ellos.

Las costumbres guaraníes y las cristianas tenían diferencias y similitudes.

Pensaba que el apóstol les había pedido que se unieran a una mujer sola, pero que

luego lo olvidaron. Por eso, cuando ellos les solicitaban a los indios que

abandonaran las uniones polígamas, estos comprendían su importancia y lo hacían

(115). El padre Antonio suponía que el apóstol había llegado a Brasil, y de allí se

había desplazado a Paraguay y a Perú en peregrinación. Habla de diferentes pruebas

que los creyentes encontraron de ese viaje, como un camino por el que había pasado

y que quedó marcado en la selva de manera indeleble, y una piedra donde Santo

Tomás apoyó su sandalia y dejo impresa la huella de su pie.

Varios nativos del pueblo de Carabuco en Perú decían que allí había hecho

milagros. Unos indígenas lo apresaron, lo ataron a un árbol y lo azotaron, pero

bajaban ángeles del cielo y lo desataban (118). Nativos de distintas regiones

contaban anécdotas sobre la visita del Apóstol. El padre Montoya pensaba que había

llegado a América volando desde la India o había atravesado el mar en una barca

romana. La llegada de los padres de la compañía había refrescado seguramente la

memoria de su paso. Dice que la cruz que plantó Santo Tomás en Carabuco había

alejado a los demonios. Los gentiles quisieron destruirla y la hundieron en una

laguna, pero no la pudieron hacer desaparecer. La cruz volvía a flotar al día

siguiente. Cree que el Apóstol hizo muchos milagros en la región. Él había asegurado

a la gente que “cuando viniesen unos sucesores suyos que trajesen cruces como él

traía, volverían a oír la doctrina que él les enseñaba” (126).

Santo Tomás y la Virgen los protegían. Los demonios acosaban a los indios y

los padres se mantenían vigilantes. Dice el narrador: “En todas partes procura el

demonio remedar el culto divino con ficciones y embustes, y aunque la nación

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guaraní ha sido limpia de ídolos y adoraciones…halló el demonio embustes con que

entronizar a sus ministros, los magos y hechiceros, para que sean peste y ruina de

las almas” (131). Había una reducción en que sus habitantes no asistían a la misa y

al sermón del domingo como lo hacían antes, y los padres se preguntaron qué

sucedía. Un mozo les dijo que en los cerros vecinos había tres cuerpos de muertos

que hablaban y les habían dicho a los indígenas que no asistiesen a los sermones y

las prédicas de los padres. Se corrían rumores de que los muertos habían resucitado.

Se reunieron los cinco padres que trabajaban en esas misiones y decidieron ir por la

noche a los sitios donde tenían ocultos los cadáveres. Al llegar dos de ellos a un

monte hallaron un templo y, dentro de él, en una hamaca, cubierto de mantas y

adornado con plumas, encontraron un cuerpo. En el templo había bancos, como en

una iglesia. La gente iba allí y le hacía preguntas, era una especie de oráculo. El

cuerpo respondía. Había en el suelo muchas ofrendas, de las cuales comía el

sacerdote, y lo que sobraba lo repartía entre los labradores, prometiéndoles una

cosecha abundante. Los padres recogieron los huesos, las mantas y las plumas, y se

los llevaron.

El padre Mendoza y el padre Antonio fueron a otro sitio, donde hallaron un

templo. El cuerpo del difunto ya no estaba allí. Un sacristán gentil del templo les dijo

que el muerto daba voces y pedía que lo sacaran de allí. Entre varios se lo llevaron.

Ellos fueron tras el grupo y luego de varias horas los alcanzaron. Los indios dejaron

su carga y escaparon. El gran envoltorio contenía unos huesos humanos hediondos.

Eran los restos de un gran mago, que había muerto muy viejo.

Los padres prohibieron a los indios cristianos que comieran de las ofrendas

que le habían hecho al demonio. Muchos decían que los magos habían resucitado.

Juntaron a toda la gente en la iglesia y dieron un sermón, pidiéndoles que no

creyesen en esas tonterías. Les mostraron los restos, que eran huesos fríos, y los

quemaron. La gente del pueblo se convenció y venían todos a pedir el bautismo.

Las creencias indígenas luchaban contra las cristianas en una guerra de

valores religiosos. Los padres querían conquistar a los gentiles, a los no creyentes, y

convertirlos a la verdadera religión. El padre Montoya relata varios viajes que

hicieron en busca de gentiles para convertir. Durante los viajes se enfrentaron a la

23

desconfianza de los indígenas. Sus hechiceros decían que los padres venían para

hacerle mal a la comunidad y que eran peligrosos. Cuando fueron a la provincia de

Tayaoba la vida de los padres peligró. Les dijeron que los hechiceros les habían

pedido a los indígenas que mataran a los padres y se los comieran. Los hechiceros se

valían de su notable elocuencia para persuadir a los indios.

Los padres se detuvieron en una aldea de sesenta vecinos y les regalaron

pequeños objetos que ellos apreciaban mucho, como anzuelos, agujas y cuchillos

(137). Para los indios, que utilizaban solo la madera y la piedra en sus utensilios, los

artículos de metal resultaban extraordinarios. Un hechicero agredió verbalmente al

padre Montoya y este le explicó que no iban en busca de oro y plata, sino de almas a

las que querían bautizar y enseñarles a creer en su Dios, creador del Universo. El

hechicero lo trató de mentiroso y pidió a los indios que los mataran. Tuvieron que

escapar, perseguidos por los indios, que les arrojaban flechas. Mataron a siete de los

indios cristianos que los acompañaban en el viaje. Sin embargo, los padres no se

arredraron. Estimularon a los indios cristianos compañeros de viaje, felicitándolos

por su valor. Les explicaron que sus compañeros muertos habían firmado con su

sangre la fe que los animaba. Les llegó un mensaje del gran Cacique Tayaoba, que les

decía que los hechiceros habían dicho que ellos eran monstruos y comían carne

humana, pero que él sabía que no era verdad. Les dice que él ira a verlos. La visita

del Cacique Tayaoba hizo que los indios cambiaran su actitud, tan grande era el

respeto que infundía.

Los indígenas que seguían a los hechiceros se dispusieron a atacarlos. El

Cacique se preparó a defenderlos. Les dijeron a los padres que aprovecharan la

noche para escapar, y así hicieron. Muchos de los indios los habían apoyado, y

lamentaron tener que irse. Llegaron a la ciudad de Villa Rica. Los españoles de la

ciudad se enteraron de lo que había pasado y usaron la situación como pretexto

para organizar una gran excursión militar, y atacar y reprimir a todos los indios del

pueblo. El padre Montoya, que entendió cuál era la intención de estos, insistió en

acompañarlos en su excursión armada. Salieron setenta españoles con quinientos

indios amigos. Encontraron gran resistencia. Los indios los atacaban en el camino.

Hicieron un palenque, un cerco de palos, para defenderse. Los españoles disparaban

24

sus arcabuces y los indios amigos sus flechas. Los otros les devolvían las flechas y la

situación se sostenía sin solución. El padre Montoya tuvo una idea: les dijo que

dejaran ya de arrojar flechas. Había notado que los enemigos no tenían flechas

suficientes y tomaban del suelo las flechas que les tiraban y se las devolvían. Los

indios amigos le hicieron caso. Los sitiadores tiraron tres rondas de flechas y se

quedaron sin municiones. Cesó el ataque. Muchos de los indios que habían apoyado

a los padres vinieron hacia ellos para unirse al grupo. Los españoles, que no querían

regresar sin un botín de hombres para que les trabajaran los campos como mano de

obra cautiva, dijeron que iban a apresarlos. Querían desquitarse de su frustración

con los indios pacíficos. Argumentaban que antes de cambiar de bando habían

atacado a los padres. El objetivo era acusarlos, juzgar y matar a los caciques, y luego

llevar prisioneros a los indios que los seguían para que sirvieran en sus campos.

Dice el narrador: “Los españoles juzgando por caso de deshonra volver a sus casas

cargados de heridas y huyendo y sin ninguna presa, pusieron la mira en hacerla en

aquellas ovejuelas, que fiadas de nosotros nos seguían. Tratan de hacer proceso

cómo aquellos indios me habían querido matar dos veces, y convenía proceder a

castigo, hízose así, y dan sentencia que dos de ellos que eran los caciques sean

ahorcados” (148). El padre Montoya, esa noche, ayudó a los prisioneros a escapar. A

la mañana, cuando los españoles se disponían a ejecutar su sentencia, el padre

Antonio les dijo la verdad: él los había liberado. Los españoles lo agredieron

verbalmente y lo amenazaron y después partieron. Los padres se quedaron, y días

más tarde regresaron los indios que habían escapado, y los ayudaron a levantar sus

casas y una iglesia en el lugar. Tiempo después los bautizaron y los hicieron

cristianos. Su empeño finalmente triunfó, a pesar de los peligros.

Poco a poco lograron reducir a los indios rebeldes. Integraron a su reducción

a todos aquellos que habían querido matarlos y los convirtieron. Cuenta el padre

Montoya: “Allí se redujeron todos aquellos que la primera vez me quisieron matar y

mataron los siete indios…aquel sitio poblaron los que la segunda vez me

desterraron…allí mostraron su sentimiento de los agravios que me habían hecho,

allí confesaban su culpa lavándose con el Sacramento del Bautismo, que les di”

(150). Con gran esfuerzo y trabajo lograron levantar trece poblaciones, en las que

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predicaban regularmente. Los indios que habitaban en ellas renunciaron a la

poligamia, iban a misa todos los domingos y comulgaban regularmente.

El éxito de los padres en las misiones no pasó inadvertido. El trabajo humano

era el oro de la riqueza entre los propietarios de tierras. La ambición de los

conquistadores-empresarios creaba una demanda de mano de obra constante.1 En

la provincia del Paraguay se exigía a los indios el servicio personal, que los obligaba

a trabajar para un encomendero, supuestamente por una cantidad limitada de

tiempo y a cambio de una compensación, pero los propietarios encontraron la

manera de hacer que ese tiempo se extendiera y jamás pagaban el salario, porque

los indios siempre les “debían” por la comida y otras cosas que les daban. La

alimentación era tan deficiente que los indios encomendados morían de hambre y

de enfermedad. Al ser obligados a trabajar para el terrateniente y no poder cultivar

sus parcelas para sustentar a sus familias, estas terminaron disgregándose,

muriendo de hambre. El sistema terminó siento tan cruel como la esclavitud. La

ocupación española, la conquista “civilizatoria”, se transformó en un genocidio

prolongado, una manera inhumana y brutal de oprimir y explotar el trabajo de los

nativos. Tanto los autoridades como los soldados vueltos terratenientes tenían

interés en silenciar y encubrir las condiciones de vida a que sometían a los

naturales. Los jesuitas crearon sus misiones en zonas distantes de las ciudades

españolas, para poder organizar la vida comunitaria de acuerdo a sus fines

religiosos, comprendiendo que la presencia agresiva y predatoria de los militares en

la región haría difícil su trabajo misionero. Esto llevó a tensiones con el ejército. Las

autoridades políticas sintieron que los jesuitas controlaban todo un “capital

humano”, una fuerza de trabajo, para sus propios intereses.

Los indios que vivían en las misiones eran dóciles y capaces. Se adaptaron

fácilmente a la vida cristiana en comunidad y se beneficiaron con las innovaciones

1  En la primera etapa de la Conquista se había forzado a los indios a trabajar en las condiciones más

inhumanas. El libro del padre Bartolomé de las Casas, denunciando el genocidio al que se sometía a la

población nativa, había llevado a que el Rey aprobara leyes reconociendo la humanidad de los

indígenas y prohibiendo se los tratara como esclavos y se los comprara y vendiera. Las áreas

portuguesas, sin embargo, mantuvieron la esclavitud. En las zonas del Caribe y tierra firme donde el

cultivo de la caña requería mucha mano de obra importaron negros de África para ser esclavos y

traficaron con ellos. Aún así, la mano de obra era insuficiente (Mora Rodríguez 223-36).

26

que aportaron los padres: utensilios de trabajo, animales domésticos, enseñanza de

oficios, desarrollo de la agricultura, además del universo religioso propio del mundo

judeo-cristiano. Los encomenderos sintieron que los jesuitas estaban en contra de

sus intereses y comenzaron a conspirar contra los padres. Cada una de las misiones

tenía entre cinco y seis mil indios viviendo en ella, pacíficos, entrenados en el

trabajo, obedientes, disciplinados. Era una riqueza y un capital de trabajo enorme. El

deseo de apoderarse de ellos para forzarlos a trabajar en sus tierras en un servicio

que era virtualmente esclavitud, creció.

La corona española prohibía esclavizar a los indios. Si querían esclavos,

debían comprar negros, que era caros. Buenos Aires era un gran mercado al que

llegaban los barcos negreros del África. Los traficantes revendían la carga humana

en el interior del continente. En Brasil, tanto la esclavitud de los negros africanos

como la de los indígenas era legal. La mayoría de los indígenas que podían esclavizar

habían escapado al interior. Los propietarios de San Pablo, que necesitaban muchos

brazos para trabajar en los cultivos de caña, y no querían pagar el costo de los

esclavos negros, encontraron una solución a su problema: con la complicidad de los

encomenderos paraguayos contrataron bandas armadas de mercenarios para

invadir las misiones, apropiarse de los indios y llevarlos prisioneros. Allí, “territorio

liberado”, podían venderlos como esclavos. Estas bandas agrupaban a aguerridos

mercenarios portugueses y holandeses: más que soldados, eran asesinos que tenían

frente a sí una tarea bastante fácil. Las misiones estaban lejos de las ciudades, sus

ejércitos no podían ni querían defenderlas. Los religiosos no poseían armas de fuego

ni armas blancas. Las armas que usaban los indígenas para cazar eran

rudimentarias, arcos y flechas de madera, con toscas puntas de piedra. Los ejércitos

bandeirantes contaban con el apoyo de miles de indios “amigos”, que eran rivales de

los guaraníes y querían matarlos. La “bandeira” era un ejército, mas que de

soldados, de criminales mercenarios, y desplegaban enorme crueldad durante sus

ataques. Nunca se había visto en el Paraguay una tal cacería de esclavos. Los

misioneros tuvieron que sufrir esto.

Los propietarios de San Pablo mandaban a estos ejércitos a atacar las

misiones. Los indios resistían con sus toscas armas como podían, con poco éxito. Los

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bandeirantes traían armas de fuego y armas blancas afiladas, y usaban corazas

rústicas que les resultaban efectivas para luchar contra las armas de madera de los

indígenas. La resistencia indígena no hacía más que excitar su codicia y aumentar su

crueldad. Los bandeirantes fueron atacando sistemáticamente a todas las misiones,

una tras otra. En unos pocos años se llevaron prisioneros a 60.000 indios y los

vendieron como esclavos en San Pablo. Este tráfico humano estaba al servicio de los

empresarios brasileños. Los encomenderos españoles seguramente recibían un

porcentaje por su apoyo y su silencio, y se beneficiaban de la situación. No

defendieron las misiones de los ataques ni impidieron la venta de los indios. La

corona española hacía caso omiso de la situación. En esos momentos y hasta 1640

las coronas de Portugal y España estuvieron unidas. España respetaba la autonomía

jurisdiccional y las leyes de cada territorio y reino que integraba su imperio.

Los empresarios paraguayos obligaban a los indios a trabajar hasta el

agotamiento, sin retribución, mal alimentados. Bajo el mal trato continuo morían de

hambre y enfermedades. Ese fue el comienzo, la fundación, a partir del cual se

desarrolló el mundo del trabajo en el Paraguay y el Río de la Plata. Explotación

ilimitada de los pueblos nativos, servicio forzado, esclavitud disimulada, genocidio.

Al trabajo indígena se agregaba el trabajo de los esclavos africanos importados. La

relaciones entre capital y trabajo, a partir de este inicio, irían transformándose

lentamente con el paso de los años.

En este contexto la labor de los jesuitas ayudó mucho a los pueblos nativos.

Los padres reconocieron la humanidad y la sensibilidad del indio y aprendieron su

lengua. El padre Montoya fue el primer gran lingüista de la lengua guaraní. Escribió

un diccionario y un tesoro de sus expresiones, y un libro de catecismo en guaraní.

Los padres daban sus sermones y enseñaban la doctrina cristiana en la lengua

indígena. Supieron descubrir al otro, reconocerle su humanidad. Trataron a los

nativos como iguales. Los hicieron cristianos, los integraron en una misma familia

religiosa, se volvieron parte de su comunidad. Esta verdadera comunión espiritual

con el pueblo guaraní daría con el paso de los años frutos extraordinarios.

El padre Montoya describe cómo actuaron los bandeirantes en las misiones

cuando los invadieron. Dice: “Entró esta gente peores que alarbes por nuestras

28

reducciones, cautivando, matando y despojando altares…Acudieron los pobres

indios a guarecerse en la iglesia, en donde (como en el matadero de vacas) los

mataban” (154). Los mercenarios al ver a los padres los insultaban, destruían los

altares y los amenazaban con las armas. Muchos de los mercenarios se fingían

creyentes y “…mientras los demás andan robando y despojando las iglesias, y

atando indios, matando y despedazando niños” les mostraban sus rosarios a los

padres y les pedían burlonamente confesión (155). Ataban a los indios adultos,

hombres y mujeres, para llevarlos y venderlos como esclavos, y mataban a los niños

y a los viejos, para que los indios no trataran de escapar de sus dueños más tarde y

regresar a buscar a su familia. Dos de los padres siguieron a los bandeirantes a San

Pablo, luego que estos se fueron con su cargamento humano. Una vez allá

denunciaron el crimen y pidieron ayuda a las autoridades, pero no los escucharon.

Muchos se burlaban de ellos, los insultaban y hasta los golpearon. Dice: “…la misma

justicia de San Pablo salió a ellos, y sus moradores llamándoles perros, herejes,

infames…pusieron manos violentas en el P. Simón Masseta sin respeto de su edad y

venerables canas” (157).

El padre Montoya dice que de 1628 en adelante los mercenarios portugueses

no cesaron de invadir las misiones y llevarse a sus indios cristianos para venderlos

como esclavos. En 1631, estando ellos en la reducción de San Francisco Javier, les

avisaron los de la zona que venían los bandeirantes a atacar la misión. Los padres,

sabiendo que no podían defenderse, se llevaron a la gente que pudieron a las

misiones de Loreto y San Ignacio, a varios kilómetros de allí. Eran las únicas que aún

quedaban, de los trece pueblos que habían sido.

Una vez en Loreto consultaron con el Provincial de la orden. Este, el padre

Vázquez Trujillo, les pidió que trasladaran las misiones que restaban con toda su

gente más hacia el sur, sobre el río Paraná; él se encargaría de gestionar en La Plata

la aprobación de la Real Audiencia de Chuquisaca. Los Bandeirantes se acercaban.

Los vecinos de la ciudad de la Guaira les avisaron que no podían defenderlos.

El padre Montoya fue el encargado de organizar el gran éxodo. Sería una

marcha épica de más de mil kilómetros hacia el sur, con doce mil indios, por agua y

por tierra. Se organizaron todos para llevar lo que podían de Loreto y San Ignacio.

29

Hicieron balsas y se prepararon a partir rápidamente, antes de que llegaran los

mercenarios asesinos. Juntaron canoas o maderos y armaron sobre ellos chozas

techadas. Los sacerdotes, con gran pesar, retiraron el Santísimo Sacramento y todas

las imágenes de las iglesias, y desenterraron los cuerpos de tres compañeros

misioneros muertos, para llevarlos con ellos. Finalmente se embarcaron todos sobre

700 balsas río abajo. Mientras iban por el río les avisaron que los bandeirantes ya

habían llegado a las misiones y, al encontrarlas vacías, destruyeron y desacralizaron

las iglesias en venganza, y usaron las mismas celdas de los padres para copular con

unas indias que habían hurtado de las reducciones (163).

Las balsas iban por el río en dirección a la Guaira. Les llegó una noticia que

les costaba creer: tenían nuevos enemigos. No se trataba esta vez de los

portugueses, sino de los mismos vecinos de la Guaira. Se habían posicionado junto al

gran salto del río, donde ellos estaban obligados a desembarcar, y allí los esperaban,

para impedir que continuaran la marcha. Estaban armados. Los padres se

adelantaron en una canoa para hablar con ellos y pedirles que los dejaran pasar. No

querían, estaban furiosos. Los religiosos se estaban llevando lejos de allí algo que

creían les pertenecía: el trabajo servil indígena. Los amenazaron con sus espadas,

pero el padre Montoya no se dejó intimidar: les dijo que los indios estaban dispuesto

a defenderse y vender cara su libertad, y eran muchos más que sus hombres. Ellos

matarían a gran cantidad de los naturales seguramente, pero al final los vencerían e

iban a perder la vida. Los encomenderos, vecinos y propietarios recapacitaron y

retrocedieron.

Superado el obstáculo ensayaron de enviar las canoas sin gente por los saltos

del río. Llegaban abajo destruidas. Tuvieron que cargar a mano todo lo que llevaban.

Siguieron el viaje por tierra. El padre Montoya envió a la provincia de los Itatines a

tres de los padres con las campanas, los sacramentos y los objetos del culto. Se

llevaron también todos los instrumentos musicales. El grueso del grupo continuó su

marcha por la selva. Les tomó ocho días hasta que encontraron a unos padres que

los estaban aguardando con embarcaciones. No era fácil viajar con 12.000 personas,

hombres, mujeres, niños, ancianos.

30

Las embarcaciones no eran suficientes, tuvieron que hacer balsas. Sufrieron

accidentes en la navegación, varias balsas volcaron. Se ayudaban entre ellos lo mejor

que podían. Llegaron finalmente a un sitio que les pareció bueno para establecerse,

sobre un arroyo que daba al río Paraná. No muy lejos se encontraban unas antiguas

reducciones jesuitas. Levantaron algunas chozas y enfrentaron los nuevos retos. El

principal fue alimentar a una tan gran cantidad de personas. Los padres mandaron a

buscar semillas para plantar en Asunción y vendieron todo lo que podían para

pagarlas. Un vecino de Corrientes los ayudó y les dio una buena cantidad de vacas de

su rodeo para alimentar a la gente. La carne resultó insuficiente para tan gran

cantidad de personas, y muy pronto los atacó la peste.

Los padres se dedicaron a cuidar a los enfermos, y suministrarles los

sacramentos a los que morían. Fallecieron como consecuencia 2.000 personas.

Empezaron a plantar. El hambre hacía que todos se pelearan y se robaran comida

entre sí. Trataron de poner disciplina lo mejor que pudieron y pidieron ayuda a

Dios. Descubrieron una hierba que crecía en el agua cerca de la orilla del arroyo y

era comestible. Acudieron los indios a sacarla y con eso saciaron un poco el hambre.

Esta hierba y algo de carne que consiguieron hizo que mejorara la salud de todos.

Pronto las sementeras empezaron a dar sus frutos: cosecharon maíz, mandioca y

legumbres. Criaron patos y gallinas. Compraron ovejas para poder tener lana y

hacerse vestidos. Construyeron iglesias y fabricaron instrumentos de música.

Pusieron los altares y celebraban misa diariamente. Agradecieron el don a Dios, que

los había salvado de los traficantes de esclavos.

Durante tres años tuvieron que luchar duramente para establecerse en el

nuevo lugar. Los padres se pusieron en contacto con los indígenas de la zona que se

acercaban a las misiones. La conquista espiritual volvió a ser lo que había sido en un

comienzo: un enfrentamiento entre la concepción del mundo cristiana y las ideas

religiosas de los nativos del lugar. Había un indio de cuerpo contrahecho que era un

consumado hechicero y tenía numerosos seguidores. Fingía traer las lluvias y hacer

crecer los cultivos. Los indios decían que le harían un templo para brindarle culto

cuando muriese. Los padres idearon una manera, no exenta de crueldad, para que

los indios le perdieran el respeto y vieran que no tenía poderes sobrenaturales: lo

31

invitaron a la misión durante la Pascua de Navidad, en que se hacían celebraciones y

juegos. Se pusieron de acuerdo con unos mozos para que lo invitaran a jugar, y él,

por vanidad, aunque era contrahecho y se movía con dificultad, aceptó. Jugaron al

gallo cielo y lo pusieron en ridículo. Resultó víctima de las bromas de los niños. Los

padres lo invitaron a que se quedase en la misión y los ayudara a mantener y limpiar

la casa. Lo instruyeron para su bautismo, lo bautizaron con el nombre de Juan, y

asistía todos los días para oír Misa. Tiempo después enfermó, y antes de morir llamó

a los padres y confesó que estaba feliz de morir en Dios y esperaba disfrutar de la

vida eterna (175-6).

El padre Montoya dice que hubo muchos casos edificantes de conversión

como este, de individuos que se consideraban ajenos o enemigos de la religión

cristiana y terminaron aceptando a Cristo. Los padres, para reforzar la fe,

organizaron entre los creyentes una Congregación dedicada al culto de la Virgen

madre. Seleccionaron a doce indios muy devotos. Estos seguían una disciplina

religiosa más estricta que el resto y el ejemplo de esta Congregación aumentó

muchísimo la devoción entre los creyentes.

Cuenta la historia milagrosa de una hermosa india, a la que los bandeirantes

habían llevado como esclava a San Pablo y allá la habían vendido. En Brasil se casó

con un indio y convenció a su esposo que escaparan de sus amos. Atravesaron con

sus dos hijos la selva a pie, en medio de muchos peligros. Después de haber

caminado 1.500 kilómetros llegaron a la misión de Loreto, donde los jesuitas los

protegieron. Se hizo devota de la Virgen, se confesaba y comulgaba regularmente.

Entró en la Congregación de la Virgen y tiempo después murió. La amortajaron y

cuando fueron a velarla vieron que el cuerpo se movía. Le quitaron la mortaja y

comprobaron que estaba viva. Pidió que llamaran al padre Agustín. Cuando corrió la

voz de que había resucitado fue todo el pueblo a verla. Ella le dijo al Padre que había

muerto y dios le había dado cinco días más de vida, y le había pedido que contara a

los de la Congregación lo que había visto. Dice que la habían llevado al Cielo, donde

había visto a la Virgen resplandeciente, muy hermosa, rodeada de numerosos

Santos, y que allá todo era tan bello que, en comparación, lo que había en la tierra

era muy feo. Exhortó a las mujeres a ser castas y caritativas, y les pidió que siguieran

32

los mandamientos. Cumplidos los cinco días de su plazo se despidió de la gente y,

con el crucifijo entre sus manos, volvió a morir. Después de estar enterrada nueve

meses la desenterraron y encontraron que su cuerpo estaba intacto. Un religioso se

quedó con su rosario, con el que ella rezaba. Poco después hubo una peste, que trajo

gran mortandad. El padre le dio el Rosario de la difunta a un niño ya moribundo, y

poco después este sanó (181-2).

Los padres buscaban conquistar las almas de los indios y vencer a los

demonios. Estos trataban de quitarles a los fieles, y muchas veces se aparecían

disfrazados para confundirlos y amedrentarlos. Dios, sin embargo, velaba por ellos,

los protegía y defendía. Numerosos indios, en momentos difíciles, aguijoneados por

la duda, recibieron la visita de los ángeles. Estas apariciones milagrosas reafirmaban

su fe. Cuando tenían visiones, los indios llamaban a los otros para dar testimonio.

La vida en la selva era frágil, y numerosas enfermedades se llevaban a los

niños en su más temprana edad. Los adultos enfermos se curaban con yerbas, y los

padres, apelando a las nociones médicas que tenían, hacían sangrías para aliviar la

fiebre. A pesar de eso, una gran cantidad de personas morían durante su juventud.

El promedio de vida, nos damos cuenta, era bajo. Cuando una enfermedad grave los

atacaba, raramente lograban recuperarse. Los padres asistían con los sacramentos.

Les daban confianza y les hablaban de la vida eterna, animando y consolando a los

que agonizaban.

Los padres tenían una relación muy buena con los indígenas de las misiones

y estos apreciaban su dedicación a servirlos. Su éxito les creo enemigos. Los

encomenderos los envidiaban. Muchos de ellos, que simpatizaban con los

terratenientes de San Pablo, los difamaban, diciendo que en el viaje de traslado de

las misiones y en la larga marcha por la selva habían muerto muchos indios y que

eso era culpa de los padres. Empezaron a recibir cartas de Obispos y oidores que los

culpaban por lo que había ocurrido durante la peste. El padre Montoya les

respondió, en defensa de su Orden, que la Real Audiencia de Chuquisaca les había

dado licencia para mudar a las poblaciones de indios y escapar de los ataques de los

bandeirantes. Comenta que, sospechosamente, ninguno de los que los acusaban

decían nada en defensa de los 60.000 indios que los de San Pablo habían llevado

33

como cautivos de las misiones para venderlos como esclavos. En esos momentos la

mayoría de estos estaban ya muertos, como resultado del maltrato, el exceso de

trabajo, la mala alimentación y los castigos brutales a que los sometían. Explica que

los indios de las misiones estaban dispuestos a pagar tributo a la corona. Los padres

habían pedido a las autoridades de San Pablo que les dieran libertad a los cautivos,

algo que nunca hicieron (193). Sin embargo, esos que los acusaban, eran ahora

cómplices y callaban esos crímenes. Le pide protección al Rey para que se conozca la

verdad.

Se apresta a hacer un resumen de las principales actividades misioneras que

los padres habían desarrollado en cada una de las misiones de las provincias del

Paraguay y el Río de la Plata. Quiere, en primer lugar, explicar cómo era la

convivencia de los padres con el pueblo indígena, y qué desafíos enfrentaron en su

labor. Trabajaban en cada misión casi siempre dos padres. Aprendieron al llegar la

lengua guaraní, y acudían a hablantes nativos para entender las variantes que

existían según las regiones. Todos los padres tenían conocimiento de lenguas,

hablaban el latín y por lo general alguna otra lengua extranjera. Entregaron a las

comunidades indígenas herramientas de trabajo que resultaron revolucionarias

para ellos, como la cuña o hacha de hierro y el arado, ya que cuando ellos llegaron

los indios usaban hachas de piedra y plantaban practicando la “roza”, raspando la

tierra en forma superficial. Otros artículos que los indios apreciaban mucho y les

resultaban muy útiles eran los anzuelos de metal para la pesca y las agujas de coser,

que reemplazaron los anzuelos y agujas de hueso que los nativos usaban antes.

Estos indígenas eran todos labradores y los muchachos, a llegar a los once

años, ya tenían su propia labranza. No conocían el dinero, y entre ellos todo se hacía

por trueque. Eran muy religiosos y, luego de convertidos al cristianismo, oían misa

todos los días. Se confesaban regularmente y hacían ayuno. Durante los días de la

Pasión se emocionaban visiblemente y lloraban. Los padres les enseñaron como

usar las nuevas herramientas y los instruyeron en diversos oficios. Eran artesanos

habilísimos. Había entre ellos, en esos momentos, excelentes carpinteros, herreros,

sastres, tejedores y zapateros. Araban muy bien la tierra y sabían construir casas.

Les habían enseñado a leer y escribir en su propia lengua guaraní, y a ejecutar

34

instrumentos de música, que se fabricaban en las misiones, como arpas, cítaras,

vihuelas, cornetas, fagotes, y otros. Eran muy aficionados a la música y habían

formado excelentes coros para las misas. Dice que el deseo del aprendizaje había

motivado a muchas familias guaraníes a venir a vivir en las misiones, porque

deseaban que sus hijos se instruyeran.

No se embriagaban, porque sus bebidas contenían poquísimo alcohol. Los

padres jesuitas no permitían el amancebamiento dentro de las misiones, solo

aceptaban las uniones entre aquellos que estaban casados y eran monógamos.

Habían levantado hospitales, y les enseñaron a hacer sangrías. Sus enfermeros

atendían a todos. En sus misiones no vivían españoles, y era mejor así, porque estos

en las ciudades no les daban buenos ejemplos a los indios. Presionaban siempre a

los padres para que les entregaran los guaraníes de las misiones para el servicio

personal, que era una forma disimulada de esclavitud. El servicio había provocado

gran mortandad entre los indios, y para él era algo diabólico. Muchos habían

difamado a los padres, diciendo que hacían trabajar a los indios en beneficio propio

(200). Dice que pone por testigo al oidor Alfaro, de que no era así, y que el dinero

que obtenían lo gastaban en herramientas para los indios, y que los religiosos

habían llegado a vender hasta los ornamentos en situaciones de necesidad para

poder ayudarlos.

Los padres vivían en la más absoluta pobreza, y comían lo mismo que comían

los indígenas. Cuando los padres Masseta y Mansilla fueron a San Pablo a defender,

sin mayor suerte, a los cautivos que los bandeirantes se habían llevado para vender

allá, el prelado de Río de Janeiro, que los vio, comentó a los otros sobre la pobreza

evidente que mostraban en sus ropas. Nadie podía acusarlos por haber tratado de

dignificar a los guaraníes, educarlos y enseñarles a hacer ropa para cubrirse; era su

obligación como sacerdotes. Le pide al Rey que no permita más el servicio personal

de los indios (202).

A continuación inicia el padre un sumario de la vida en cada una de las 25

misiones que habían fundado en la provincia del Paraguay. Resume el esfuerzo que

fue en un principio establecer esas misiones, vencer la resistencia de los naturales y

sus hechiceros. Explica los cambios que introdujeron en sus costumbres, cómo

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lograron que los bautizados dejaran la poligamia. El ejemplo de la Virgen fue entre

ellos muy constructivo. Fueron ganándose el corazón de los aborígenes poco a poco,

gracias al trabajo incesante que hacían. Bautizaban a muchísimos niños y atendían a

todos durante las enfermedades.

Uno de los momentos más difíciles que tuvieron que enfrentar fue el del

martirio del padre Roque González junto a otros dos sacerdotes. Dice que su muerte

solo reafirmó la fe y el compromiso del grupo de misioneros. Hace una semblanza

biográfica encomiable de los padres y explica la situación que llevó a su muerte.

Había en la región un cacique, Nezú, que no los quería. El padre Roque hizo lo

posible por congraciarse con él, pero el cacique se mostraba desdeñoso. Decía que

por culpa de ellos su pueblo había perdido su antigua libertad. Ya no podían tener

muchas mujeres, como lo habían hecho siempre y estaban sujetos a una autoridad

extranjera. Nezú decidió dar muerte a los tres padres durante una celebración. Sus

indios mataron al padre Roque y al padre Alonso a golpes de porra, y cortaron sus

cuerpos en pedazos. Destruyeron los ornamentos y la imagen de la Virgen y fueron a

buscar al padre Castillo. Lo ataron y le dijeron que iban a matarlo, como a los otros.

Le arrojaron flechas y le clavaron palos agudos. El padre les decía que iban a matar

su cuerpo, pero no su alma. Lo arrastraron luego por unos pedregales y él repetía

que moría de buena gana. Lo remataron tirándole a la cabeza una enorme piedra.

Luego fueron a buscar a los otros padres que vivían en las misiones de la zona.

Cuando los indios cristianos se enteraron que habían matado al padre Roque

y querían matar a todos los otros, salieron a defenderlos. Los indios decían que del

corazón del padre Roque salía una voz que hablaba y decía que sus hijos castigarían

a los que habían maltratado la imagen de la Virgen. Sus matadores quemaron los

cuerpos de los padres, pero el corazón del padre Roque se conservó intacto. Un

indio, en venganza, lo atravesó con una flecha. Así, atravesado por la flecha, se lo ha

guardado, en Roma (229-30). Los indios cristianos persiguieron a Nezú, que tuvo

que refugiarse en la selva para escapar al castigo. Los otros padres no se dieron por

vencidos: abrieron la iglesia a los cómplices del asesinato, y los convirtieron, y

vivían en esos momentos arrepentidos y avergonzados de su crimen.

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Estos no fueron los últimos religiosos martirizados. Tiempo después, en la

reducción de Jesús María, sufriría el martirio el padre Cristóbal de Mendoza. Había

salido a bautizar, acompañado de varios indios cristianos. Unos magos tendieron

una celada para matarlo y los atacaron. El padre montó sobre un caballo y animó a

los que lo acompañaban. Les pidió que escaparan al monte. Había llovido, y su

caballo cayó en el barro. Él tomó un escudo de madera para protegerse. Le dieron

varios flechazos, uno en la sien, y dos golpes de maza. Se levantó y lo apalearon. Un

mago le cortó una oreja. Volvió a llover. Dejaron el cuerpo en el barro, para

quemarlo al otro día. Iban a abrirle el vientre, ya que creían los indios que si el

muerto se hinchaba, el matador moría. El padre, a pesar de sus heridas, no estaba

muerto aún. Agonizó toda la noche. Dice el narrador: “Volvió en sí bien tarde de la

noche oscura, hallóse desamparado de los suyos, desnudo y metido en un pantano,

la cabeza rota por dos partes, la sien herida, las espaldas atravesadas de saetas, y su

cuerpo todo ensangrentado. Levantóse el invicto mártir, y medio arrastrando se

apartó algún trecho buscando algún abrigo…” (259). Al día siguiente los indios

regresaron a buscar el cadáver; al verlo vivo, prorrumpieron en insultos. Le

preguntaron en guaraní dónde estaba su dios, que lo había abandonado; el padre les

respondió que abrazasen la ley de los cristianos; lo mandaron callar y de un

machetazo le rompieron los dientes. Él siguió predicando, le dieron golpes, le

cortaron la otra oreja y la nariz. Lo tiraron a un costado para que allí muriese, y él

“…como si su boca estuviese muy entera les dijo el gusto con que moría, y el amor

que tenía a sus almas, deseando lavarlas en las aguas puras del bautismo: La mía

(decía) irá a gozar de Dios, mi cuerpo solo matareis. ¡Oh si conociésedes el bien que

os anuncio, y vuestro desagradecimiento no merece!” (259). Le abrieron la garganta

y le arrancaron la lengua. Luego le desollaron todo el pecho. Mientras lo torturaban

tuvo sus ojos fijos en el cielo. Dice el padre Montoya: “Abriéronle el pecho, y aquel

corazón que ardía en su amor se le sacaron, y atravesándole de saetas decían los

obstinados hechiceros: veamos si su alma muere ahora. Dio, finalmente, fin a su

apostólica predicación con tan ilustre martirio” (260).

El martirio es la coronación del misionero, su ingreso a la santidad. En

ningún momento el padre Mendoza se defiende ni ataca a sus asesinos: acepta lo

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que su Dios le tiene reservado, como una prueba de su fe. En la versión del padre

Montoya, el mártir bendice a sus agresores. Esta era una determinación que habían

tomado previamente a su misión los hermanos de la orden: ninguno tomó armas

para defenderse, ni, en momentos de dificultad, trataron de escapar de la muerte. Se

mostraron valientes y determinados. Si en esos momentos el padre Montoya estaba

en la Corte pidiendo armas al Rey, no era para atacar a los indios, sino para

defenderlos de los encomenderos y los portugueses, que buscaban esclavizarlos.

Querían defender la libertad del otro y no protegerse ellos mismos. En aquellas

circunstancias en que los nativos mataron a algún padre compañero, no buscaron

venganza ni denunciaron a los agresores; en lugar de eso, trataron de mostrarles a

los agresores el error y convertirlos. Casi siempre lo consiguieron y ese era su

máximo orgullo. Así interpretaban ellos el mandato cristiano, y lo practicaban.

Poco tiempo después recibieron un nuevo ataque bandeirante y decidieron

viajar a España para pedir al Rey que resolviera esa situación. En esos momentos las

coronas de Portugal y España estaban unidas, pero el Rey respetaba las leyes

interiores de ambos reinos. Los portugueses aceptaban esclavizar a los indios.

La primera relación laboral estable que se estableció en América fue el

servicio personal semi-esclavo y el trabajo negro esclavo. Este hecho histórico

legitimó el abuso del trabajo humano. La relación de poder establecida entre los

propietarios y encomenderos blancos, los indios sirvientes y los negros esclavos

hizo que la discriminación racial y el racismo se afianzaran en América.

La parte final del libro la dedica el padre Montoya a contar cómo había sido la

última invasión de bandeirantes que sufrieron. Ellos habían trasladado las misiones

hacia el sur, y las habían vuelto a fundar en lo que hoy son las provincias de

Corrientes y Misiones en Argentina, pero los esclavistas de San Pablo no se dieron

por vencidos: organizaron un nuevo ejército mercenario para invadirlos, apresar a

los indios cristianos y esclavizarlos. El trabajo de estos indios pacificados, educados,

que sabían como arar la tierra y realizar oficios, era para los paulistas, un recurso

humano extraordinario del que se querían apoderar. Los explotaban sin darles pago

alguno, no tenían derechos; los esclavos eran considerados bienes que podían

venderse y comprarse, y no seres humanos; se los podía matar sin cometer crimen

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alguno. Esos crueles propietarios destruían vidas para aumentar su ganancia. Dios,

en algún momento, dice el padre Montoya, iba a castigarlos.

Estaban celebrando misa en Jesús María cuando llegaron los bandeirantes:

150 portugueses con 150 indios tupis “amigos”, todos muy bien armados, con

escopetas y armaduras. Entraron disparando sus armas. Los indios de la misión se

defendieron como pudieron, con sus armas rudimentarias de madera. Los enemigos

arrojaron flechas encendidas para quemar la iglesia. El fuego obligó a los que se

resguardaban en su interior a salir. Los portugueses aprovecharon la situación para

hacer una matanza; dice: “…con espadas, machetes y alfanjes derribaban cabezas,

tronchaban brazos, dejarretaban piernas, atravesaban cuerpos, matando con la más

bárbara fiereza que el mundo vio jamás…Probaban los aceros de sus alfanjes en

hender los niños en dos partes, en abrirles las cabezas y despedazar sus delicados

miembros” (270). Cuando los bandeirantes vieron a los padres jesuitas, los

injuriaron y les rasgaron sus ropas. Por la noche violaron a las indias.

Luego atacaron a una misión cercana: San Cristóbal. Los padres decidieron

mudar a todos los indios que pudieron reunir hacia la misión de Natividad. El padre

Provincial de la orden, Diego de Boroa, fue a hablar, junto a otros padres, con los

bandeirantes a Jesús María, a ver si podía convencerlos para que se retiraran y se

fueran. Cuando llegaron el hedor de los muertos era insoportable. Dice el padre

Montoya que los bandeirantes habían asado vivos a muchos niños, mujeres y viejos

que no querían llevar con ellos. Igualmente habían matado a los enfermos. Esto era

algo que hacían en todas sus invasiones: seleccionaban a los indios e indias que

querían para vender en San Pablo, y al resto, niños, viejos y enfermos, los mataban,

para que los que se llevaban e iban a ser esclavos, no escaparan luego para buscar a

sus familias. Los padres se pusieron a enterrar a los muertos. Los bandeirantes

finalmente se fueron pero se llevaron una gran cantidad de indios cautivos. El padre

Montoya dice que esta realidad era la que lo determinó a venir a la Corte a pedir

justicia. Los indios eran vasallos del Rey, y tenían derecho a gozar de la misma

libertad que todos sus súbditos. Aceptaban pagar el tributo que el Rey les exigiera,

como lo hacía con cualquier otro vasallo de su reino.

39

En la parte final del libro, Antonio Ruiz aporta varios documentos de

importantes funcionarios, que hablan del problema desde su propia perspectiva. El

Obispo de Tucumán había escrito un exhortatorio, donde reconocía que la

Congregación había bautizado cerca de 100.000 indígenas y le pedía al Rey les

enviara al Tucumán 40 religiosos, ya que los que había eran insuficientes. Dice que

en Paraguay muchos españoles odiaban a los misioneros por el amparo que daban a

los indios. Los misioneros: “…están padeciendo el odio doméstico de los mismos

castellanos de aquel obispado, por el amparo que dan a los indios de aquellas

reducciones… doctrinándolos en el Evangelio”, y sufren las agresiones de “…los

moradores de San Pablo del Brasil, ayudados por los tupis”, que causan “…estragos,

muertes y cautiverios en los indios recién convertidos…asaltando…los pueblos de

los ya cristianos, matando muchos inocentes, llevándose muchos cautivos al Brasil,

profanando los templos” (281).

Siguen a la carta del Obispo dos cartas del gobernador de Buenos Aires,

Pedro Dávila, denunciando igualmente las invasiones de los mercenarios

portugueses y las matanzas que hacían entre los indios (284). Por último, el padre

Montoya transcribe una Cédula Real del mismo Rey Felipe IV, en que este dice que

se le había informado que los encomenderos seguían exigiendo a los indios servicio

personal, que se había prohibido, y “…los tienen y tratan como esclavos, y aún peor,

y no los dejan gozar de su libertad, ni acudir a sus sementeras, labranzas y

granjerías, trayéndolos siempre ocupados en las suyas, con codicia desordenada,

por cuya causa los dichos indios se huyen, enferman y mueren, y han venido en gran

disminución, y se acabarán del todo muy presto si en ello no se provee de breve y

eficaz remedio” (286-7). El Rey prohibía el servicio personal, y aseguraba que

castigaría a quien obligara a los nativos a servir de esa manera. Los guaraníes

estaban autorizados, en lugar de trabajar, a pagar un tributo a los encomenderos en

frutos o en dinero, tal como lo hacían los indios en Perú y en Nueva España

(México).

El documento del monarca reforzaba el argumento del padre Montoya. El

servicio personal debía terminar. El padre pedía que la corte autorizara a las

misiones a tener armamento moderno para defenderse de posibles ataques,

40

particularmente de las bandeiras. El objetivo era defender la libertad de los indios y

sus derechos como cristianos y vasallos del rey. Luego de varios años de

negociaciones, el padre Montoya consiguió que el Rey consintiera armar a los indios

de las misiones. El próximo paso, ya con la aprobación del Rey, era llevar la cuestión

al Virrey de Lima, y solicitarle su acuerdo y su permiso.

Al terminar su misión en la Corte, el padre Montoya fue a Lima, para pedir su

apoyo al Virrey. Allí pasó sus últimos años de vida. No volvió a vivir en las Misiones,

donde había pasado más 25 años de su vida. Pidió sin embargo que, luego de

muerto, llevaran sus restos a reposar entre sus amados indios. En Lima escribió su

último libro, una obra mística, el Sílex del divino amor. La obra estuvo perdida

durante varios siglos. En 1981 se encontró una copia y se la pudo publicar (González

29-73).

El padre Montoya era, en su interior, un místico y un poeta. Sabía además

conducirse bien en la vida práctica. Durante su vida misionera se destacó por su

liderazgo. Fue el más importante lingüista de la lengua guaraní de su tiempo. Su

Vocabulario y su Tesoro de la lengua son trabajos ejemplares de investigación, en los

cuales demuestra que llegó a un conocimiento lingü.stico elevadísimo. Su Conquista

Espiritual, así como el Sílex, lo confirman como uno de los mayores prosistas del

siglo XVII en Hispanoamérica.

Los ataques bandeirantes continuaron, con la complicidad de los

encomenderos españoles. Luego que el Rey aceptó armar a los indígenas, los

misioneros gestionaron el apoyo del Gobernador de Buenos Aires para que les

enviara armas e instructores militares. Poco después los jesuitas recibieron

informes de que los de San Pablo preparaban una gran invasión. Reunieron en las

misiones a varios miles de indios listos para la defensa. Los bandeirantes

marchaban hacia las misiones con un ejército de 500 portugueses y 2.700 tupis,

comandados por Jerónimo Pedrozo de Barros y Manuel Pires. Traían todo tipo de

armas. Los padres formaron un ejército de 4.000 indios. Las milicias de las misiones

estaban comandadas por los padres Pedro Romero, Claudio Ruyer y Cristóbal

Altamirano, y por el cacique Nicolás Ñeenguirú . El 11 de marzo de 1641 comenzó la

batalla de Mbororé, que se prolongó por varios días. Tuvo lugar en las cercanías del

41

cerro Mbororé, sobre el río Uruguay, en la actual provincia de Misiones. La batalla

terminó con la total derrota de los bandeirantes y la destrucción de la mayor parte

de su ejército. Fue una victoria indiscutible de los padres misioneros y sus soldados

guaraníes (Gianola Otamendi 230-7). Los bandeirantes ya no regresaron más a

atacar estas misiones.

La batalla ayudó a España a contener los avances territoriales portugueses.

Los reinados de España y Portugal se habían separado en 1640. El Rey, en

reconocimiento, libró a los indios de las misiones del Paraguay y el Río de la Plata de

pagar tributo durante diez años. La batalla además demostró la capacidad y

habilidad de los indígenas, que enfrentaron un ejército enemigo con armas

modernas y lo derrotaron. Les permitió tomar su defensa en sus propias manos de

manera efectiva y recuperar su dignidad.

Los padres jesuitas supieron reconocer al otro y participar de su modo de

vida. Compartieron con los guaraníes la religión cristiana, e introdujeron los oficios,

la agricultura europea y las herramientas de hierro. Lucharon con ellos para

defender su libertad, reconociendo su derecho de levantarse contra cualquiera que

quisiera esclavizarlos o privarlos de sus derechos.

La lucha de los indígenas contra los bandeirantes fue una guerra de

liberación. Los jesuitas lograron también que el Rey reconociera sus derechos, al

tasarlos con tributos, aceptándolos como vasallos de la corona.

La Conquista espiritual denuncia los abusos e injusticias que se cometieron

contra los indios guaraníes. Los militares y los soldados vueltos encomenderos

encubrieron sus abusos y sus crímenes, para poder aumentar y mejorar sus

ganancias. Se transformaron en una clase propietaria abusiva, explotadora y aún

criminal. Los indígenas fueron sus primeros trabajadores y obreros, a los que

negaron sus derechos. Esta relación injusta y predatoria entre propietarios y

trabajadores marcó la historia de América Latina. Creó una matriz social basada en

la explotación y el abuso.

La literatura del Paraguay y el Río de la Plata se desarrolló a partir de esta

experiencia social, de la que emergieron formas de expresión que son específicas y

la caracterizan. Fueron resultado de las luchas por el poder que pautaron y dieron

42

identidad a nuestra historia. Las formas históricas europeas y sus géneros, como la

poesía épica española, resultaban externas a los intereses discursivos americanos en

esos momentos. Participaron de la literatura americana más por motivos

ideológicos y de clase, para legitimar a un determinado sector, que como resultado

de una dinámica cultural propia. Las obras determinantes de esa literatura no

fueron aquellas que procuraban darle a escritores aspirantes un lugar en la corte,

como individuos serviles a los intereses del poder, sino aquellas que trataron de

testimoniar un nuevo orden de cosas desde una perspectiva social humana,

comprometida con la supervivencia de la comunidad.

Los jesuitas lucharon junto a los guaraníes en defensa de su vida y su

libertad. El padre Montoya demuestra en su libro que si existía un poder capaz de

comprometer la sobrevivencia y reconocimiento del más débil, podía y debía

establecerse un contrapoder que lo limitara, y que si había un discurso que

representaba los intereses de ese poder, debía establecerse un contradiscurso que

lo condicionara, demostrando las intenciones que encubría. Ese contradiscurso

debía representar al oprimido, al otro, que el discurso cómplice del poder intentaba

negar. Quienes articularon ese contradiscurso no fueron los oprimidos mismos, los

indígenas, que no podían en esos momentos expresarse por sí mismos en la lengua

escrita, sino aquellos que se identificaron con su causa y se propusieron ser sus

defensores, como fue el caso de los padres jesuitas.

Los padres se volvieron abogados de los guaraníes y crearon un sentido

indigenista de la justicia. El contradiscurso religioso indigenista defendió al

oprimido, al otro, y demostró su humanidad. No solamente probó que la cultura

indígena tenía derechos sino también que tenía una lengua valiosa y rica. El padre

Montoya transcribió esa lengua a la escritura fonética, compuso un diccionario y un

tesoro de su uso, dándoles a los mismos guaraníes un precioso instrumento para su

liberación: la escritura.

Una vez establecido el discurso del otro, el contradiscurso del oprimido en el

Río de la Plata, el sentido de su cultura cambió radicalmente: pasó de ser un

discurso de apología del poder, a ser una lucha entre discursos y poderes por

establecer un sentido y demostrar una verdad. Mostró además que en

43

Hispanoamérica había un enfrentamiento irreductible entre sectores con intereses

contrapuestos. Este enfrentamiento era además violento, brutal: era la lucha

desigual de soldados veteranos españoles, vueltos propietarios y terratenientes, que

se habían apoderado de tierras conquistadas por las armas, haciendo un uso

indiscriminado de la violencia militar, con los pueblos indios nativos de América, en

situación de inferioridad militar y tecnológica, a los que los invasores querían

quitarles sus riquezas, y transformar en sus sirvientes, explotando su trabajo sin

compensación alguna.

Los encomenderos los forzaban a trabajar en su beneficio sin reconocer a

esos trabajadores siquiera el derecho a la vida: los esclavizaron y los sometieron al

más brutal servilismo. Los segregaron racialmente, generando una situación

permanente de racismo. El racismo en Hispanoamérica no fue un episodio histórico

aislado y circunstancial, fue un hecho central fundacional, a partir del cual nacieron

múltiples desigualdades y desequilibrios que son hoy constitutivos de las sociedad

hispanoamericana.

La colonización se estableció en América sobre el trabajo servil y esclavo, de

indígenas y de negros africanos. Los discursos escritos en nuestra cultura nacieron a

partir de esta experiencia, para encubrir, justificar y legitimar a sus autores, o para

denunciarlos, condenarlos y exigir justicia y reconocimiento del otro. De la misma

nacieron dos sujetos enfrentados, uno, agente del poder imperial, y otro, en abierta

rebelión contra sus objetivos e intereses. El padre Montoya caracteriza con su obra

uno de los momentos más dramáticos de la conquista en el Paraguay y el Río de la

Plata. También muestra que en América la labor intelectual y artística estaba

indisolublemente unida a la cuestión moral y la lucha por el poder: no había

escritores inocentes, cuando lo que estaba en juego era la vida del otro.

Si con la experiencia jesuita aparece un contradiscurso que aspira a limitar el

discurso del poder del encomendero, emerge también otro elemento permanente de

la cultura y la literatura Paraguaya y Rioplatense: el derecho a la resistencia. La

resistencia, como esa característica espiritual de los pueblos amenazados que

sobreviven aún reducidos a la mayor miseria. La resistencia es el derecho del

oprimido a no aceptar la opresión ni transformarse pasivamente en víctima del

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patrón. Tampoco en su aliado y en su cómplice. Es el derecho del débil a mantener

su dignidad y no ser obsecuente. Esa capacidad de resistencia se establece como una

de las características espirituales de estos pueblos. La conquista espiritual fue un

proceso de resistencia contra la conquista armada. La conquista armada buscaba

destruir al otro, obliterarlo, someterlo, esclavizarlo, anularlo como persona, matarlo;

la conquista espiritual se manifestó como reconocimiento y comunión con el otro,

con quien se compartió la lengua, sus alimentos, su modo de vida, el trabajo, y se lo

comprendió e interpretó en sus creencias. Contenía en sí toda una doctrina social, de

la que emergerían con el transcurso del tiempo, más allá de la literatura, otras

doctrinas sociales que caracterizarían las búsquedas de derechos de los pobres y los

oprimidos en el Paraguay y el Río de la Plata. El derecho a la resistencia valorizó la

vida y estableció la responsabilidad social del que tenía un poder frente al que no lo

tenía: los jesuitas utilizaron su saber al servicio del otro, ayudaron y defendieron al

indígena, fueron indigenistas.

La historia de la cultura de América se nutrió de esa relación entre el

conocimiento y la vida social: siempre fue, desde sus orígenes, una cultura pública.

El enfrentamiento entre vida privada y vida pública y política, típico de las

literaturas europeas, no existió en la literatura hispanoamericana: su literatura fue,

desde un primer momento, literatura pública, política. Así lo han sido todas sus

obras más representativas. Las luchas por el poder, el enfrentamiento entre señores

y sirvientes, entre propietarios y esclavos, sacaron a la literatura de su encierro

cortesano europeo. La vida en América siempre fue otra cosa y su literatura se le

parece. El discurso y el contradiscurso literario en el Río de la Plata muestra que la

literatura emerge de un enfrentamiento, de una lucha desigual. La historia de esa

cultura es el proceso por el cual el otro negado y las minorías oprimidas van

gradualmente aprendiendo a resistir y defenderse para emerger como sujetos

activos de la historia que luchan por su libertad.

La cultura hispanoamericana nace de un enfrentamiento violento. Esa

violencia, que desestabiliza internamente las sociedades, permanece en su cultura

como un hecho constante. Las sociedades hispanoamericanas han sido y siguen

siendo sociedades inestables y conflictivas. Pesa sobre ellas la herencia colonial y

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neo-colonial, la desigualdad económica y el racismo. Los países han tenido

relativamente pocas guerras entre sí. La lucha interior entre sectores sociales se ha

mantenido como un hecho determinante a lo largo de su historia. Sus actores

institucionales primeros, el Ejército y la Iglesia, han retenido gran parte de su poder

y representatividad.

La Conquista fue un proceso político que se articuló y extendió a lo largo de

todo un continente. Los actores y grupos de poder que participaron fueron

cambiando, y la cultura y la literatura con ellos. Las formas y particularidades de la

literatura hispanoamericana en el Paraguay y el Río de la Plata son resultado de esta

historia y consecuencia de las distintas luchas que, con el paso del tiempo, han ido

animando sus actores, para ganarse un lugar en su sociedad, y condicionar con sus

sueños y sus utopías el porvenir.


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Publicado en Revista Renacentista - Julio 2021. Web.

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