La Mafia en Nueva York
Historia satírica
Alberto Julián
Pérez
Riseñor Ediciones
La Mafia en Nueva York.
Segunda edición revisada.
Riseñor Ediciones
Lubbock, TX
2016
Prólogo
Querido lector:
La Mafia en Nueva York es una historia ficticia de la Mafia. Me
he documentado sobre el tema lo mejor posible y procuré ser fiel a las
convenciones del género. Describo los hechos tal como imaginariamente
sucedieron. Centro la narración en sus dos personajes protagónicos.
Cuento
cómo el capo siciliano Giuliano Pomponio, acompañado de su consejero
Aristóteles Fascioso, armó un ejército e invadió Nueva York, y las luchas
cruentas que tuvieron contra las familias que dominaban la ciudad para
conquistarla. Gracias a su heroísmo se impusieron en la guerra civil y pudieron
implementar sus ideas, reformar la vieja institución mafiosa y transformar el
mundo americano a su imagen y semejanza.
El
lector se divertirá con los desencuentros de estos coloridos inmigrantes en la
nueva cultura, y con los conflictos tragicómicos de las familias. La comedia
heroica de la Mafia muestra en un espejo deformado a la sociedad americana de
su época.
Estos
mafiosos prometen hacer reír a sus lectores.
Alberto Julián Pérez
Los films de Hollywood, las series
de televisión y la imaginación de la industria de los "best sellers"
habrán instruido parcialmente a mi lector sobre la Mafia o Maffia, esa
organización de criminales coloridos, ese mundo del hampa desvergonzado y
carnavalesco, cuyos asesinatos tragicómicos suelen ocupar la primera página de
los periódicos populares, deleitando a los infantiles consumidores de noticias
policiales. Quizá no resulte superfluo completar esa información poco rigurosa
con algunos datos históricos y filológicos para mejor informar a mi lector. El
vocablo “maffia” es de etimología incierta; Dante Novacco, en Inchiesta sulla Maffia, dice que deriva
del toscano "maffia", que significa miseria; Guido Montalbano, en Brigantaggio e Maffia nella società
Siciliana, considera que proviene del francés "mauvais" (malo);
Rita Candida en Questa Maffia
argumenta que procede del árabe "mahyah" (vanagloria); el Dizionario siciliano-italiano no lo
registra antes de su edición de 1888… y explica que, en su uso más común,
significa fanfarronada o descaro, y sirve además…“para designar a una
organización secreta de malhechores dedicados a la extorsión de pequeños
propietarios y comerciantes…”.
El
origen de esta organización, la Mafia o Maffia, parece ser muy antiguo. Guido
Montalbano sostiene que surgió en el Medioevo, cuando los señores feudales y
los latifundistas de la empobrecida campaña siciliana se unieron para
extorsionar a los campesinos, obligándolos a entregar un porcentaje de sus
granos a cambio de una supuesta protección contra enemigos y bandidos. Estos señores
feudales mantenían pequeños ejércitos y frecuentemente guerreaban entre sí como
consecuencia de inacabables rencillas. Los campesinos los llamaban los
"capos" y pronto formaron una intrincada red local en defensa mutua
de sus intereses.
Este
estado de cosas se mantuvo sin mayores cambios por varias centurias,
hasta el advenimiento
de la burguesía al poder en Europa, a fines del
siglo XVIII. La Maffia era una organización de base nobiliaria y durante el
siglo XIX usó su influencia, primero, contra la invasión napoleónica a Sicilia,
empleando espías y movilizando a los campesinos para obstaculizar el avance del
enemigo, y luego, en la Revolución de
1848, cuando muchos campesinos se rebelaron contra sus señores, operaron como
intermediarios entre ambos grupos. En 1860 la Maffia apoyó la causa de
Garibaldi y sacó provecho de las luchas de emancipación.
La
“cosche nostre”, o “la cosche di Maffia”, como se la denomina en dialecto
siciliano, estaba dirigida por un capo-maffia que residía por lo general en
Palermo y la principal fuente de ingresos de la organización era el producto de
las extorsiones al campesinado. Secundaban al capo-maffia en sus funciones
varias otras personas consideradas prominentes, por su valentía o por su
astucia o en razón de su edad. Estos maffiosi por lo general eran pequeños
comerciantes y mantenían su filiación en secreto. Bajo su mando operaban diez o
doce jóvenes, llamados "piciotti", deseosos de imitar a los bandidos
más renombrados.
La
cosche nostre buscaba prestigio y trataba de mantenerse lejos del brazo de la
justicia. A fines del siglo XIX sus extorsiones eran bastante moderadas, se
limitaban a pedir de sus protegidos un cinco por ciento del producto. Si estos
no obedecían, una carta anónima, un escopetazo en una ventana de la casa, eran
el primer aviso; luego lo seguían la matanza de los animales, la destrucción de
los sembrados, la quema de los negocios y, por último, en orden de importancia,
el secuestro del desobediente. Si por el contrario, el cliente accedía a sus
demandas, gozaba de inmediata seguridad y protección, y la cosche le aseguraba
mano de obra barata en la cosecha y la supresión inmediata de cualquier huelga
o rebelión. El apoyo que daba la Maffia era un sustituto de la "protección"
que los grandes señores prometían a sus súbditos, una especie de daño menor que
evitaba el daño más grave.
Como
tantas otras instituciones históricas la Maffia tuvo que modernizarse. A principios del siglo XX expandió el dominio
que ejercía sobre la sociedad agrícola, tratando de alcanzar un poder
ramificado dentro de diversas actividades productivas, especialmente en el
comercio y en la industria de la construcción. Comprendió que para competir con
otras organizaciones tenía que ampliar sus operaciones, y abrir centros en
ciudades de Italia alejadas del territorio que controlaba, y en el extranjero.
Su
principal mercado mundial fue Estados Unidos, en particular la costa Este, y
dentro de las ciudades del Este la incomparable Nueva York, en cuyas calles, a
la sombra de sus rascacielos de juguete, se libraron coloridas y cinematográficas
"batallas" de gangsters, que hicieron las delicias de grandes y
chicos. Para ese entonces la Maffia había logrado extender sus actividades a
los sectores de "servicio", como la prostitución y el juego, y a
actividades comerciales muy dinámicas, como la venta de alcohol y
estupefacientes. Estos nuevos intereses dieron lugar a sangrientas luchas
internas por el poder entre las bandas de mafiosos, y a vendettas contra los
grupos que entraban en conflicto con la Maffia.
La
Maffia tuvo sus enemigos. Durante el gobierno fascista de Mussolini, sufrieron,
en su misma capital, la ciudad histórica de Palermo, humillantes juicios
públicos; fueron encerrados en enormes jaulas, como animales feroces, expuestos a la vergüenza pública,
y juzgados y condenados en grupos de ciento cincuenta. Los fascistas
aprovecharon la ocasión para liberarse de sus oponentes políticos, acusando a
sus enemigos de mafiosos. Avergonzaron así y comprometieron seriamente a los integrantes
de esta baja caballería siciliana, que guardaban celosamente su identidad y no
querían ser confundidos con vulgares delincuentes políticos. La Maffia tenía un
perfecto sentido ético de la familia. Su infalible justicia jamás había
necesitado de la colaboración de los tribunales del Estado, ni su derecho
consuetudinario había requerido la forma escrita para ser respetado y obedecido
por sus miembros.
Lo
que más nos llama la atención sobre la Maffia es cómo una secta de malhechores,
en su mayoría analfabetos, pudo mantener una organización modelo capaz de
competir con el Estado, hasta infiltrar en este sus propios métodos de trabajo.
Dejo el problema a los políticos y a los sociólogos, yo no soy ni lo uno ni lo
otro. Quiero mostrar cómo el método melodramático de la Maffia se fue
apoderando, poco a poco, de los corazones y de la fantasía de sus conciudadanos,
y como estos, en su imaginación, transformaron a esos desalmados en héroes
míticos y emisarios modernos del mal.
La
historia que voy a contar se sitúa alrededor de la década de mil novecientos
veinte. Fue una época crítica para el mundo. La banca internacional vivía
momentos de gran inestabilidad. En 1929 quebró la Bolsa en el centro capitalista
de Wall Street y sobrevino el terrible y destructivo Crack financiero. La
crisis económica brindó a la Maffia fuentes adicionales de ingresos y trajo,
paradójicamente, una época floreciente para la Omertà norteamericana. En Nueva
York ejércitos de desempleadas se dedicaron a la prostitución para atender las
necesidades de sus familias y, muchos hombres, cansados de ir de puerta en
puerta buscando trabajo, se integraron al comercio ilegal de alcohol, drogas y
estupefacientes. La Maffia americana puso su organización, con toda su
experiencia y eficacia, al servicio de estos necesitados, y aumentó el monto de
los “impuestos” y extorsiones a pequeños y medianos comerciantes para dar
trabajo al nuevo personal. Muchos jueces
también sacaron partido de
la crisis y
se hicieron poderosos cooperando
con la Maffia. Esta contaba con conspicuos representantes políticos que la
apoyaban. Su método de trabajo resultaba perfectamente compatible con el
"American Dream".
Mientras
el negocio en América florecía, en la madre patria el gobierno acosaba a la
Omertà. El injusto encarcelamiento de padrini y piciotti durante la época de
Mussolini decimó sus filas. Sus hombres más experimentados languidecían en
prisión. Llegó al poder una nueva camada. Encumbraron a los mafiosos jóvenes
que lograron escapar de la persecución, y a aquellos que los embajadores del
Duce no pudieron o no quisieron tocar. Unidos por su código del honor
soportaron con estoicismo las privaciones y persecuciones, dolidos de que los
atacara el Duce, cuyas ideas respetaban y al que habían tratado en un principio
de apoyar.
Entre
estos bandidos había un tal Giuliano Pomponio, el héroe de nuestra historia,
que se transformó, a la joven edad de cuarenta y dos años, en Capo de la Maffia
de Palermo (la Omertà era una institución regida por una gerontocracia y sus
capos eran siempre personas ancianas), cargo que automáticamente le daba poder
político sobre toda Sicilia. Los capo-maffiossi de las principales localidades
de la isla tenían la obligación de consultarlo antes de tomar cualquier decisión
de importancia.
El
primero que reconoció la autoridad de Giuliano Pomponio a nivel nacional fue el
capo-maffia de la ciudad de Catania, Omúnculo Castalgirone, apoyado por los
padrini de Acireale, Biancavilla, Paterno y Lentini. Les siguieron las famiglie
de Messina, Siracusa, Agrigento, Ragusa, Caltanisetta, Trepani y Marsala.
Después se sumó la importante famiglia Empédocle de Monreale, que dominaba la
campiña vecina a Palermo y puso
sus piciotti al servicio incondicional del nuevo capo. Giuliano Pomponio
heredaba el poder del encarcelado y vituperado, el pacificador, Guisseppe
Stuppagghiara de Monreale, cuya cosche había dirigido Palermo con mano de
hierro por tres generaciones desde 1870.
Giuliano Pomponio, a diferencia de otros
capo-maffiossi, que mantenían sus oficios modestos, como almaceneros, dueños de
tratorías o zapateros, después de ser elegidos para la suprema magistratura, y
se reunían secretamente por las noches con sus sanguinarios piciotti, abandonó
su usual trabajo de carbonero con el que se había ganado la
vida y se dedicó en forma exclusiva a su puesto directivo. Reconoció que los tiempos habían cambiado, y que
los antiguos métodos de trabajo de la Maffia no resultaban suficientes en esos
momentos para cuidar los intereses de la Famiglia y cumplir todos los objetivos
deseados. De poco servía ya extorsionar a
campesinos famélicos y robarle el jornal a los mineros que emergían de
sus socavones después de dieciséis horas
ininterrumpidas de trabajo. Imitando el histrionismo del Duce, que había reconocido la importancia de
comunicarse públicamente con las masas y había encarcelado a sus pares en
enormes cárceles públicas, entreteniendo a las muchedumbres que asistían a los
juicios, adoptó una imagen comunitaria nueva, se hizo fuerte en público y
aterró a sus compatriotas a plena luz del día, imponiendo su autoridad. Utilizó
sabiamente la propaganda, valiéndose de la tecnología más
moderna de que
disponía en su época: la prensa, el correo y la radio.
Pasó
por los tres medios noticias conminatorias. Informó que se había constituido la
Asociación de Defensa de la
Tradición Siciliana, avocada
a la protección de la cultura de
Sicilia, la preservación del dialecto regional y el estilo de vida local, y que
los comerciantes y campesinos de la región debían contribuir con dicha
Asociación patriótica pagando un impuesto, para construir "escuelas"
y otros centros de promoción de la tradición siciliana. El comunicado, que llevaba
la firma de Giuliano Pamponio, mencionaba los muchos servicios que su familia
había prestado a la causa de Sicilia, desde la época en que su antepasado
Antonino Pomponio, capo de Messina y Palermo, había militado con Garibaldi contra
las pestilentes tropas borbónicas invasoras de Italia. Luego, siguiendo el método
dramático del Duce, Giuliano organizó una gira por la isla: circuló en un Ford
T por todos los caminos, llegó a pueblos y a ciudades, donde anticipaban su
visita haciendo una profusa propaganda sobre el arribo del Benemérito. Preparaban estrados para recibirlo en la
plaza principal. Desde esas tarimas dirigía a sus compatriotas apasionados
discursos de vuelo retórico.
En
Messina, Catania y en su natal Palermo, las ciudades más importantes de
Sicilia, pagó a altos magistrados de la Iglesia para que, con sus ropas de gala
bordadas con hilos de oro, aparecieran junto a él, dando más autoridad a sus
discursos. Siempre se presentaba con su infalible consejero, el sabio Aristóteles
Fascioso. Este era natural de Aquino, localidad vecina a Nápoles, y hablaba el
siciliano con un acento napolitano que podía resultar algo ofensivo para los
orgullosos isleños. Sus servicios prestados a la causa, sin embargo, lo hacían
digno de honores y confianza.
No
todos presentaron sus respetos a Giuliano Pomponio. A pesar de sus sinceros
discursos, precedidos por desfiles y bombas de estruendo, transmitidos por altoparlantes
ubicados en los postes de la luz y aplaudidos con vehemencia por la
concurrencia, hubo aquellos que se atrevieron a dudar de su honestidad y no quisieron
contribuir a la causa patriótica de la Asociación de Defensa de la Tradición
Siciliana. Pomponio, siguiendo el procedimiento habitual de
la cosche, comenzó por enviarles respetuosas notas
intimidatorias; luego, dando un paso más, destruyó sembrados, rompió
vidrieras, quemó locales; un poco
después lanzó escopetazos contra las casas de familia y secuestró a sus hijas
púberes y, finalmente, a los más rebeldes, que no se daban por satisfechos con
todas estas explicaciones, optó por darles el pasaporte a mejor vida.
Con
respecto a este último punto hizo algunas importantes innovaciones en relación
a sus antecesores. Estos preferían ocultar los cadáveres de sus enemigos en los
descampados o tirarlos al río; Giuliano,
en cambio, los abandonaba en la calle principal de la localidad donde habían
residido. Introducía siempre en la boca de la víctima un canario, mientras sus
predecesores habían utilizado el canario excepcionalmente, para indicar el
origen del crimen, cuando se trataba de un soplón. Giuliano adoptó esa “decoración”
como una marca propia, siguiendo el consejo del genial Aristóteles. Su maestro
le explicó que el canario era un símbolo hermoso de la libertad arrebatada,
perfectamente compatible con la sicología social del pueblo siciliano, que amaba
el folklore y el color local. Para que todos asociaran el castigo con su
persona llevaba en la parte de atrás de su auto una enorme pajarera. Muchos pretendientes
a tiranos y falsos dictadores de republiquetas, creo, podrían aprender de la
intuición dramática y la habilidad
escenográfica de Giuliano.
Pero, ¿quién
era realmente Giuliano
Pomponio? Mi lector ya conoce algunos detalles de su vida.
Para que entienda cabalmente su papel protagónico en el desarrollo
de la historia de la Maffia, deberé hacer un breve desvío biográfico.
Giuliano Pomponio nació el
22 de diciembre de 1883 en el
Hospital de Beneficencia, en la parte vieja de la ciudad de Palermo. El espacio
de su nacimiento preanunciaba, creo, su futura grandeza: frente al edificio del
Hospital se levantaba la fachada imponente de la Iglesia de San Francisco de
Paula y, hacia el otro lado, cruzando la Via della Libertá, se encontraba el
Politeama, el antiguo teatro: fe e histrionismo fueron las virtudes que
impulsaron su vida.
Su
madre, Messalina, una mujer robusta, de pelo rojo y crespo, era hija de
Giovanoto Fratuzzi, de Bagheria, que fuera capomaffia entre 1840 y 1860. Siendo
ya de edad avanzada, Giovanoto la concibió en una de las visitas que su mujer
le hiciera en la cárcel durante el verano de 1858. Su padre, Giussepe Pomponio,
era un “omu d'onuri”, hijo dilecto de l'omertà, que había servido bien a la cosche
Fratellanza, de Favara. Luego de casarse con Messalina Fratuzzi se estableció
en la ciudad vieja de Palermo. Allí, en la Via de Santa Agata, en la planta
baja de una antigua casa de muros amarillentos y ventanas entrecerradas, tenía
un negocio de carbonería. Por lo modesto de su oficio y su asociación con la
familia Fratuzzi, muchos pensaban que Giussepe Pomponio era un capo-maffia. Las
prolongadas ausencias de la carbonería parecían corroborar esa sospecha. En
esos momentos quedaba al frente del negocio su mujer Messalina y, pasados los
años, su hijo Giuliano Pio, un joven de baja estatura, cuerpo ancho y robusto,
cabeza grande, rostro alargado de caballo, mentón prominente, gruesas cejas y
cabellos ensortijados de un negro casi azulado.
Cubierto
de hollín, Giuliano pasaba los días acarreando carbón en el negocio de su
padre. Para él, la vida no tenía la dignidad del peligro y se aburría
mucho. Como no sabía leer, se enteraba
por la radio del florecimiento de la "cooperativa" en Norteamérica.
Los mafiosos, igual que los antiguos señores medievales, mantenían a sus hijos
analfabetos y Giuliano había sido criado de acuerdo a una estricta tradición
dinástica; el día que su madre propuso a su marido mandarlo a la escuela, este le
dio una tunda a la pobre mujer y luego la revolcó en el hollín para que pagara
por su atrevimiento. Luego le explicó que el mezclarse con los hijos de
cualquiera llevaría a su hijo a perder el sentimiento del honor y le
adormecería el instinto de venganza; lo que hiciera falta saber se resolvía
teniendo a su lado un sirviente sabio, un consejero que iluminara su oscuridad
mental.
La
decisión ética de Giussepe Pomponio persuadió a la obesa Messalina que, como su
marido, deseaba que el hijo un día se ocupara de los altos menesteres a los que
estaba destinado. El padre se encargó de instruirlo en los negocios de la
Hermandad: Giuliano lo acompañaba a algunos de sus viajes en los que el padre
daba ejemplos de la caballerosidad de la famiglia; estupros, abigeatos,
atentados, matanzas de animales, palizas propinadas a las inocentes víctimas,
formaron parte de esta educación informal; dos venganzas, una de ellas mortal,
a un bocón, que incluía el correspondiente canario, pueden ser anotadas también
en su curriculum.
Semanalmente
Giuliano visitaba el prostíbulo principal de Palermo, regenteado por una madrina
de su madre, una Fratellanza, emparentada con el capo-maffia Gregorio Fratellanza,
de Favara. Caminaba rumbosamente hacia el lugar, siguiendo siempre el mismo
itinerario: salía de su casa, que estaba
en los fondos de la carbonería sobre la Vía de Santa Agata, pasaba frente al
edificio de la Biblioteca Nacional y doblaba por el Corso de Vittorio Emanuele,
hasta llegar a la esquina de San José, donde, junto a la Iglesia y frente al edificio
de la Universidad, se encontraba el prostíbulo. Se trataba de una casa de
cuatro pisos, en los que los dos pisos más bajos estaban dedicados al trabajo
sexual y los dos superiores al inquilinato, ocupados por familias que se habían
negado a retirarse del lugar. Estas últimas, anticipando los paisajes urbanos del
neorrealismo italiano, tenían la costumbre de colgar sus ropas de colores en
tendederos que salían de las ventanas. La Zia Fratellanza pronto comprendió que
la vida de las familias en los pisos superiores no sólo no perjudicaba su
negocio sino que le agregaba color local, y dejó que los niños se hicieran amigos
de las mujeres del prostíbulo, que les regalaban caramelos y cannolis y les
obsequiaban sciropo de chocolate.
Fuera de estos pocos datos
biográficos, nada más conocemos de los años de juventud de Giuliano Pomponio. En
apariencia, fue un mafioso que, como muchos otros, siguió con respeto y
dedicación las tradiciones de la Famiglia. Un mafioso, viviendo en la más negra
ignorancia, define su destino en el momento que encuentra a un consejero capaz
de iluminarlo: ese momento le llegó a Giuliano en el año 1922, cuando conoció a
Aristóteles Fascioso. Ese encuentro divide la vida de Giuliano Pomponio en dos
partes: la de sus primeros años, que transcurren
en la ignorancia de sí mismo, y la de Giuliano maduro, consciente de su misión.
El
comienzo de esta segunda verdadera historia de Giuliano tuvo lugar cuando, una tarde de primavera, después de salir del
prostíbulo, liberado de las incómodas presiones sexuales, vio a
un hombre alto y delgado que salía del edificio de la
Universidad: era Aristóteles Fascioso. Aristóteles se aproximó a Giuliano y le
preguntó dónde quedaba la Biblioteca Nacional; éste, que la conocía muy bien
por pasar frente al edificio cada vez que iba al prostíbulo, se ofreció a
acompañarlo; le llamó la atención el aspecto del forastero, que tenía una barba
poblada y poco compuesta y hablaba con un acento italiano peninsular muy
marcado. Aristóteles le dijo que era napolitano, natural de Aquino y que Nápoles era una
provincia cuyas tradiciones históricas no le iban a la zaga a la Sicilia.
Transformados de inmediato en amigos, Aristóteles no entró en la biblioteca y
Giuliano pudo escuchar su seductora conversación toda esa tarde. Fueron hacia
la Cala y caminaron por el Foro Humberto 19, apreciando el azul profundo de la
Bahía de Palermo sobre el Mar Tirreno.
Al
día siguiente Giuliano lo llevó a visitar el valle que rodea la ciudad, la
Conca d'Oro. Sobre el horizonte se dibujaban las montañas que encierran la
planicie, en la que descansa, junto al
mar, la vieja ciudad de Palermo. Allí Aristóteles le explicó a su discípulo el
origen de esa ciudad a la que visitaba por primera vez. Le dijo que en un
principio había sido una
ciudad fenicia, que se extendía al norte y al sur del Corso Vittorio Emanuele;
en el siglo V antes de Cristo la habían ocupado los cartagineses; los muros que
rodeaban Palermo y que Giuliano veía a diario impidieron a los griegos, que
invadieron Sicilia, tomar la ciudad. Los romanos la conquistaron en el año 254
antes de Cristo, después de un largo sitio, durante la Primera Guerra Púnica.
Luego, Palermo cayó bajo el poder de los
Vándalos; el rey
ostrogodo Teodorico rigió
la ciudad, que reconquistó el general Belisarius para el
Emperador Justiniano en el año 535. Posteriormente, la ciudad fue conquistada
por los árabes, que hicieron de ese mismo valle que ellos estaban viendo, la
Conca d'Oro, un conjunto de frescos y lujosos jardines. Palermo estuvo también en
poder de los Normandos, y recibió inmigración griega, árabe, judía y latina. Sicilia
había sido parte del Sacro Imperio
Romano Germánico y la dinastía Hohenstaufen nombró a Henrique IV rey de la
isla. Luego rigieron la ciudad
los franceses, los aragoneses, los virreyes españoles, los saboyanos, los Habsburgo
de Austria, los soldados de Napoleón... Palermo había sabido
ser heroica: incontables
levantamientos marcaban su historia
y sus hombres habían
luchado en las
filas del héroe Garibaldi. Los primeros
habitantes de la isla, los verdaderos sicilianos, fueron los Sicani del
Mediterráneo, los Elimi de África y los Siculi, euroasiáticos, de los cuales
probablemente descendía Giuliano, a juzgar por su cuerpo grueso, su baja
estatura, su cabeza grande de pelo negro y enrulado y su rostro alargado.
Al
escuchar este discurso Giuliano sintió que todo había cambiado en su vida; ya
tenía ojos y conocía el mundo; la ciudad, esa Palermo de calles sucias y muros
en la que había nacido, se llenó de vida y de mitos; de la oscuridad en que
vivía pasó a la total iluminación; ese mundo adquirió un significado y tuvo un
destino. Había encontrado a su sabio y a su consejero, el hombre que le
permitiría conquistar el mundo: Aristóteles
Fascioso.
Permítame
el lector que le comunique algunos datos biográficos indispensables sobre este
hombre singular. Aristóteles Fascioso había nacido en Aquino, provincia de
Nápoles, el 12 de marzo de 1875; su padre y su madre eran analfabetos y
trabajaban como sirvientes de una familia antigua y noble del lugar; esta
familia poseía un castillo y tierras en Rocca Secca y decía descender
directamente de la dinastía de los Hohenstaufen, emparentados con Santo Tomás,
el Doctor Angélico.
Cuando
la Sra. de Fascioso, que era cocinera, se sintió embarazada de su hijo, le
informó de la buena nueva a su señor, el Vizconde de Rocca Secca; al nacer el niño
la mujer
fue a enseñárselo y el Vizconde le
agradeció por darle un súbdito más. Colocó en su mano una lira de oro y le
preguntó qué nombre le pondría; la mujer no lo había decidido aún y, tomada por
sorpresa, señaló un libro que estaba sobre el escritorio de su amo.
- Aristóteles -
dijo el Vizconde de Rocca Secca - Etica a
Niccómano.
La mujer asintió
con la cabeza, repitió "Aristóteles" y se pusieron de acuerdo en que
el recién nacido se llamaría Aristóteles. El Vizconde le pidió que obtuviera el
consentimiento de su esposo, Codorni Fascioso, su jardinero y cochero, quien
seguramente no habría de negarse al deseo de su amo.
Aristóteles
Fascioso creció en el castillo de Rocca Secca, que distaba cinco kilómetros del
pueblo de Aquino; el Vizconde le tomó cierto cariño y puso al hijo de su
cocinera y de su jardinero y cochero al cuidado del Abate de Monte Cassino, un
hombre senil que había
sufrido un ataque de hemiplejia
y hablaba con la mitad derecha
de la boca. La educación que sufrió Aristóteles fue
bastante inusual. Vivía recluido en el castillo,
sin otra compañía más que la
familia del Vizconde, su padre y madre,
de los que era hijo único (su madre había sido estéril hasta que por milagro
concibió a Aristóteles cuando contaba con treinta y nueve años), dos viejos
sirvientes y, por supuesto, el Abate, dado de baja por su orden Dominicana después
que sufriera el ataque de hemiplejia. Se
pasaba el día ayudando
a sus padres en sus quehaceres y
por la noche iba a la celda del Abate para que lo instruyera. El Abate de Monte Cassino le enseñó a leer y a
escribir en la lengua
del Dante y lo castigaba con una
varilla de mimbre, que agitaba
con su mano sana, cada vez que Aristóteles hablaba en dialecto napolitano. Luego le
enseñó a sumar
y a restar y, llegado a ese punto,
declaró que su educación básica estaba concluida; de allí
en más comenzaría su educación
superior: el estudio del latín y la
teología. Aristóteles, entonces un niño
de nueve años, inició el aprendizaje del latín. No fue fácil: cada vez
que se equivocaba en una de las
declinaciones el Abate le propinaba cinco varillazos en las
nalgas, y, al final de su clase, después de equivocarse varias
veces, salía con las
nalgas azules y doloridas.
El
niño le fue tomando al Abate más y más recelo; su resentimiento le impidió
aprender correctamente la lengua imperial, pero su memoria era tan buena que
suplía esa deficiencia recitando de memoria párrafos enteros en latín de su
libro de texto, la Summa Theologiae
de Santo Tomás, el notable filósofo escolástico, antepasado del Vizconde, al
que el Abate admiraba profundamente.
Su
excelente memoria le permitió incursionar en otras lenguas. Era capaz de leer
calabrés y siciliano y, valiéndose de un libro de texto, aprendió frases enteras
en Inglés, como "How are you?", "I am Mr. Brown",
"Today we have a very fine weather", que repetía de memoria, con
entonación napolitana, sin saber lo que querían decir. Descubrió en la
biblioteca del Abate unos libros de Historia Europea que no le interesaron; sin
embargo, se apasionó por el libro de A. Niceforo, L'Italia barbara contemporanea y, del mismo autor, Italiani del Nord e Italiani del Sud; de
C. Bruno, La Sicilia e la Maffia; de
A. Cutrera, La Maffia e i maffiosi y,
del mismo autor, La mala vita di Palermo.
Estos libros se transformaron en sus obras de cabecera. Siguiendo los métodos
de estudio que le inculcara el Abate para el aprendizaje del italiano, subrayaba
los libros al leerlos y luego los releía. Estudió minuciosamente los mapas y
las fotografías de la ciudad de Palermo, la capital de la Maffia, que aparecían
en varias de las obras, y se prometió que cuando fuese grande haría una
peregrinación a la ciudad, centro de esa baja caballería. Cuando cumplió doce
años su maestro le permitió leer la Summa
Theologiae en traducción italiana, y
pronto se leyó todos los tomos de la Summa
contra Gentiles, las Quaestiones disputatae y la Catena Aurea. En una de las paredes de
su cuarto, en el castillo de Rocca Secca, colgó un cartel con una frase en
latín que había atraído su atención y él, aunque no sabía bien como
interpretarla, repetía constantemente. Esta frase abre uno de los libros de la
Prima Secundae parte de la Summa
Theologiae y dice:
Post
actus et passiones, considerandum est de principiis humanorum actuum: et primo,
de principiis intrinsecis; secundo, de principiis extrinsecis. Principium
intrinsecum est potentia et habitus; sed quia de potentiis in Prima Parte
dictum est, nunc restat de habitibus considerandum. Et primo quidem, in generali;
secundo vero, de virtutibus et vitiis, et aliis hujusmodi habitibus, qui sunt
humanorum actuum principia.
Summa Theologiae, I a. 2ae. 49 - 54
Otra
cosa que le llamaba la atención en la obra del Doctor Angélico era la constante
referencia a Aristóteles: le parecía mentira que alguien, con su mismo nombre, hubiese
escrito libros famosos. En la biblioteca del Vizconde encontró la Etica a Niccómano, el mismo ejemplar que
el Vizconde tenía sobre su escritorio cuando su madre le fue a mostrar el bebé
recién nacido; Aristóteles lo leyó completo y quedó desilusionado: el nombre
del autor figuraba en la cubierta del libro pero no en las páginas del texto;
la obra de Santo Tomás, en cambio, citaba a Aristóteles constantemente, lo
cual, ante sus ojos, la hacía superior a la de su predecesor. En la obra de
Santo Tomás le fascinaba además el carácter regular y simétrico de la
construcción sintáctica, la forma en que se repetían los mismos términos hasta
formar una secuencia casi musical, como por ejemplo: "Una disposición no
es el estado de un objeto en relación a una capacidad, sino el estado de una
capacidad en relación a un objeto ...", Summa Theologiae , I a. 2 ae. 50, 4.
Sintió
gran afinidad con el Santo; el Abate le dijo que el Doctor Angélico había
vivido y estudiado durante muchos años en ese mismo castillo. Una vez, siendo
ya un muchacho de dieciocho años, alto, delgado, de rostro anguloso, Aristóteles
descubrió en un desván del castillo una réplica de un cuadro de Francesco
Traini que, según decía el grabado, era copia fiel del original que se
encontraba en la Iglesia de Santa Catarina, en Pisa. En el centro del cuadro
aparecía representado Santo Tomás, mucho más grande que el resto de las
figuras; estaba sentado y sobre sus rodillas se veían los cuatro volúmenes de
la Summa contra Gentiles; en sus
manos tenía La Santa Biblia,
mostrando la frase: "Veritatem meditabur guttur meum, et labia mea
detestabuntur impiur". Por encima del Santo aparecía Cristo en un trono,
rodeado de querubines; de su boca salían rayos de luz, uno a cada uno de los
maestros de la Biblia, que estaban a
sus pies: a su izquierda, Moisés, San Juan y San Marcos; a su derecha, San
Pablo, San Mateo y San Lucas. Tres rayos llegaban a la cabeza de Santo Tomás,
que a su vez recibía un rayo de cada uno de los maestros de la Biblia. A la derecha del Santo podía
verse a Aristóteles, sosteniendo su Etica;
a la izquierda, a Platón, con el Timeo.
Platón y Aristóteles enviaban rayos que penetraban en los oídos del Santo. De
los libros del Santo emanaban a su vez rayos que iluminaban a los fieles,
agrupados hacia la derecha y hacia la izquierda; en el centro, y por debajo del
Santo, estaba Averroes, derribado por la luz de Santo Tomás y con sus Grandes comentarios a su lado.
Aristóteles
se apoderó del cuadro y se lo llevó a su cuarto; todas las noches se dormía
contemplando a Santo Tomás. Una vez vino un fotógrafo al castillo e hizo un
daguerrotipo a Aristóteles; este tomó la fotografía y la colocó en el cuadro encima del
rostro del Verdadero
Aristóteles; luego, tal vez identificándose
con el caído, la colocó sobre el rostro de Averroes y allí la pegó. En las
paredes de su cuarto no había ninguna otra decoración, excepto una postal con
una vista del puerto y la bahía de Palermo,
tomada desde el mar.
La
juventud de Aristóteles transcurrió sin sobresaltos. Era un hombre soberbio,
solitario y de pensamientos omnipotentes. Después que el Abate murió solía
representarlo; para esto se ponía su sotana y se paseaba por su cuarto
rengueando y hablando con el costado derecho de la boca; luego se sentaba frente
a su escritorio y recitaba párrafos en latín de la Summa Theologiae. Pasó la Gran Guerra Mundial sin que Aristóteles
saliera nunca del castillo de Rocca Secca; sus padres habían muerto y él tenía
ya más de cuarenta años; se ganaba la vida sirviendo como mucamo y jardinero al
hijo del antiguo Vizconde, dueño de todos los campos de la comarca desde Rocca
Secca hasta Aquino. Una noche, en 1921, decidió cambiar de vida; con ojos
afiebrados miró la postal amarillenta de Palermo y acarició sus libros sobre la
historia de la Maffia, que había leído y releído: La Sicilia e la Maffia, La
Maffia e i maffiosi y La mala vita di
Palermo. Había transcurrido en Rocca Secca cuarenta y seis años de su vida
y, reconociendo que ya no había nada que lo atara a ese lugar, se dispuso a
hacer la peregrinación que se había prometido en la infancia: un viaje al
centro histórico de la Maffia, la ciudad de Palermo.
En
pocos meses tuvo todo listo y a principios de 1922 partió del puerto de Nápoles
en el vapor "Pío IX" rumbo a Palermo. Su equipaje era magro: consistía
en una muda de ropa, el grabado del cuadro de Traini sobre Santo Tomás y dos
libros escogidos: La Maffia e i maffiosi
de A. Cutrera y un tomo de la Prima Secundae parte de la Summa Theologiae, "De habitibus in generali'', que le daba lo
mismo que cualquiera de los otros tomos, pero que por azar había leído más. Una
vez llegado a Palermo se instaló en una pensión frente a la Iglesia de San
Francisco de Asís. Una tarde de sol, mientras
paseaba por el jardín Garibaldi, trató de citar de
memoria unos párrafos de La mala vita di
Palermo. Había dejado el libro en Rocca Secca y no estaba seguro si la cita
era correcta. Se disponía a ir a la Biblioteca Nacional para consultar ese opus
cuando el destino quiso que por azar se encontrara con el símbolo
y el prototipo de la Maffia: el carbonero Giuliano Pomponio. Ya
he referido el mutuo reconocimiento que los dos se
brindaron. A partir de ese momento Aristóteles se trasladó a la casa de
Giuliano y no solo ganó un amigo sino que además consiguió un empleo, porque
Giuliano le dio trabajo en la carbonería. Pero mucho tiempo no habría de pasar
sin que esta pareja singular cobrara una nueva identidad y diera que hablar al
mundo; separados, hubieran sido para siempre dos individuos
incapaces, pusilánimes, incompletos; juntos, emprendieron una de esas
revoluciones secretas que pronto infestan
a la humanidad.
Aristóteles
comprendió que Giuliano, a pesar de su ascendencia, no conocía la historia de
la Maffia y es sabido que aquellos que desconocen la historia están condenados
a repetir viejos errores. Tampoco había pensado mucho en el sentido simbólico
de la institución, en su transcendencia a lo largo de los siglos. Giuliano no
sabía leer y no había encontrado, ocupado como estaba en el exigente trabajo de
la carbonería, quien pudiera darle información sobre el tema. Aristóteles se
propuso educarlo. Por las tardes, después
del trabajo, sucios de hollín, salían a caminar por la Conca d'Oro. Imitando, sin saberlo, a los filósofos
del Pórtico, el maestro instruía pacientemente a su discípulo sobre la historia y los métodos de la Maffia, sometiéndolo a
amenos discursos. Aristóteles aprovechó la oportunidad también para ampliar sus
propios conocimientos. Además de repasar las obras clásicas, que ya había leído
y releído y que, en gran parte, podía repetir casi de memoria, estudió obras
más recientes que encontró en la Biblioteca Nacional de Palermo, en particular
el libro de T. Mercadante Carrara, Forme
più gravi o specifiche della delinquenza in Sicilia, y el informado tratado
de V. Sansone y G. Ingrasci, Sei anni di
banditismo in Sicilia. Sguardo
storico sul brigantaggio e la Maffia en Sicilia.
Giuliano
Pomponio no comprendió la prédica de Aristóteles en toda su riqueza y
complejidad, pero se dio cuenta de que tenía a su lado un gran sabio interesado
en labrar su grandeza. Imaginó que su nombre, pasados los años, formaría parte
de la leyenda oral de la Maffia, junto al de Aristóteles; esa fantasía fue ya
suficiente para que deseara tener la oportunidad de entrar en acción. Tres años
transcurrieron de esta manera, de los cuales no han quedado registros. Sabemos
que fueron años de diálogo y acción de la puerta de la carbonería para adentro, años de consolidación de la
amistad, años de concebir sueños grandiosos y de ambicionar el mundo. Giuliano
entendió que su destino no era
ser un vulgar picciotte y, guiado por Aristóteles, empezó a ejecutar lentamente
su obra. Pasaron de la teoría a
la práctica.
Ya
conté anteriormente cómo, demostrados sus muchos recursos en el arte de la
intimidación, el estupro y el asesinato, Giuliano Pomponio fue escalando
posiciones y, a los cuarenta y dos años, lo designaron capo-maffia de la
Hermandad. Dio a su jefatura un carácter histriónico y dramático, imitando a Mussolini,
y reformó las técnicas de la intimidación y el asesinato, introduciendo el
detalle estilístico del canario, colocado vivo en la boca abierta de sus víctimas,
antes de que estas adquirieran la rigidez cadavérica. Fundó la Asociación de
Defensa de la Tradición Siciliana, con la cual pronto consolidó su poder. Pero
tuvo que gobernar en tiempos difíciles.
El
Duce celaba el poder regional de la Maffia. Desde aquel día de 1919, en que
proclamara la fundación de su Fasci di Combattimento en la Piazza San Sepolcro
en Milán, su ascenso había sido irresistible. El rey Vittorio Emmanuele III no
pudo detenerlo y, cuando Mussolini ordenó que sus columnas fascistas convergieran
en Roma, lo nombró Primer Ministro de Italia. Mussolini se consideraba un Restaurador
del orden; las figuras públicas de
Europa y Estados Unidos lo creían un genio y un superhombre; los
terratenientes, los industriales y el Papa lo apoyaban; los comunistas le temían.
La
Maffia se proyectaba como un poder político regional que respondía a sus
propios intereses y el Duce la consideró una fuerza disolvente. Consiguió
primero encarcelar y humillar al capo di maffia Giussepe Stuppagghiara y a
varios de sus padrini, pero la Maffia era una hidra de muchas cabezas. Decidió asestarle
lo que él creía sería el golpe de gracia. Su partido introdujo soplones y espías
entre los piciotti de la cosche y pronto la Fiscalía General del Estado
Italiano acusó a ciento cincuenta coloridos bandidos de extorsión y secuestro. Mussolini pidió que se construyera una gran jaula de
dos pisos y diez y ocho metros de largo dentro de la corte; en ella encerraron
a los mafiosos y se dispusieron a exhibirlos. El juicio comenzaba a las dos de
la tarde; a mediodía la gente de la ciudad ya había ocupado el Jardín Garibaldi frente al Palacio de
Justicia, con la esperanza de poder entrar en el recinto. Cuando se abrieron
las puertas la ola humana invadió la sala de audiencias y se encontró con el
espectáculo humillante de los piciotti grotescamente enjaulados; la injuria
despertó gritos de "¡vergogna, vergogna!" en el público, constituido
básicamente por los familiares de los acusados y simpatizantes de la causa de
la Asociación de Defensa de la Tradición Siciliana.
Ninguno
de los enemigos de la Maffia se animó a asistir a la corte. La Maffia, alguien
gritó, no tenía enemigos reales. Cuando aparecieron los magistrados de la Corte
la multitud prorrumpió en insultos de "¡stronzo!, ¡pezzo di merda!, ¡testa
di cazzo!, ¡figlii di puttana!...". Los magistrados llamaron
al orden. En el centro del sector
destinado al público, rodeados de simpatizantes, estaban sentados varios capomaffiossi.
Il Duce había preferido encarcelar a los lugartenientes y a sus hombres de
confianza. Había exceptuado de la purga, por esta vez, al poder ejecutivo de la
Omertà. Giuliano Pomponio, ubicado en la platea, junto a su consejero
y a varios miembros prominentes de la institución, soportó la afrenta con estoicismo.
El
Duce no se había dignado a venir personalmente y mandó en su lugar a su amante,
Claretta Petacci, en esa época casi una adolescente. La bella Claretta apareció
en la sala de audiencias, majestuosamente rodeada de los temidos Camisa Nera,
la guardia selecta y escuadrón de choque del Duce. Probaron todos los cargos
con testigos falsos, fascistas traídos de Roma, ya que ninguno de los vecinos
de Palermo se hubiera atrevido a declarar contra la Maffia. Los ciento
cincuenta mafiosos fueron condenados a períodos de entre siete y treinta y
nueve años de prisión, sin reducción posible de la condena. La prensa de Roma
se hizo eco de la situación y la temida Maffia, durante los tres meses que duró
el juicio, se transformó en el hazmerreír de la vida política italiana. Los
Camisa Nera desfilaron una noche por el Corso Vittorio Emanuelle, seguidos por
muchos campesinos de la región y por pequeños comerciantes, que, creyendo que
el Duce había logrado terminar a la Maffia, se sintieron liberados y marcharon
levantando el brazo en alto, haciendo el saludo fascista. Portaban una efigie
de madera y paja que representaba al capo Giussepe Stuppagghiara y, entre
risas, burlas e insultos, la quemaron frente al Palacio de Justicia, donde
terminó el desfile.
Giuliano
sufrió todo eso con lágrimas en los ojos. ¿Por qué, se preguntará mi lector, un
honorable capo di Maffia como él, no distribuía por la ciudad un centenar de
canarios, para corregir la falta de solidaridad de sus vecinos? Porque Giuliano
no era un mafioso tarambana y
atolondrado, y tenía a su lado al genial Aristóteles. En la carbonería,
donde ambos amigos vivían modestamente, dedicados a su profesión, Aristóteles
pidió resignación a
Giuliano Pomponio: se aproximaban nuevos tiempos y los grandes
cambios históricos necesitaban grandes soluciones. Basándose en sus investigaciones sobre la Maffia, especialmente
el tratado de V. Sansone y G. Ingrasci, Sei
anni di banditismo in Sicilia, Sguardo
storico sul brigantaggio e la Maffia in Sicilia, pudo reconocer que lo que
había pasado no era sino la punta de un iceberg, y que la Maffia, en sus
condiciones actuales de existencia, había sido superada por los tiempos históricos.
Mussolini, predijo, era el bandido más genial de todos, sus métodos de persuasión
y violencia eran superiores a los de ellos y solo modernizándose y unificando
su organización a nivel internacional podrían sobrevivir. Esos eran tiempos
difíciles, no se podía pensar en pequeño.
Viendo
que su discípulo no quedaba totalmente convencido, Aristóteles improvisó
un extraordinario discurso que merece ser transcripto. Cómo
alcanzo esa momentánea sabiduría moral y especulativa no lo sé, porque su
formación cultural lo autorizaba más a la observación de detalles y la
recolección de datos que a la formulación de grandes ideas; su conocimiento
filosófico se reducía a la obra teológica de Santo Tomás, a la que no entendía
en su contexto teológico, sino que la consideraba un texto secreto y mágico
para iniciados, cuya lectura mecánica aseguraba
una porción de divinidad. Esa noche su discurso sonó como si lo habitara el
alma práctica de un Séneca o un Marco Aurelio, o de sus contemporáneos de la
lejana América, John Dewey y William James. Su poder persuasivo fue
inmediato.
- Mientras el
hombre luche - dijo Aristóteles a Giuliano - y sea productivo y original, se
tendrá que enfrentar con muchos "tal vez". Todas las victorias, los
hechos de fe y de coraje, se enfrentan con un tal vez...; solamente porque
arriesgamos nuestras personas hora tras hora es que podemos vivir. Y con
frecuencia muchos resultados dudosos se vuelven verdaderos gracias a nuestra
fe. Nosotros tenemos esa fe y gracias a esa fe llegaremos a la victoria y
haremos que el mundo sea; pero antes tenemos que armarnos de prudencia y saber
esperar. Los hechos del mundo en su diversidad sensible están siempre frente a
nosotros y nosotros tratamos de reducir su diversidad, haciéndolos simples.
Nosotros poseemos ese genio y cuando llegue el momento, el mundo, de tan
simple, nos parecerá un juguete. Pero hay que saber esperar... El hombre, que
siente todas las necesidades, unas a continuación de las otras, no admitirá
ninguna cosa como equivalente a la vida, excepto la vida en sí, en su totalidad.
Las esencias de las cosas están diseminadas en toda la extensión del tiempo y
del espacio. La cuestión es encontrar cuál es el tiempo de cada uno y cuál su
espacio, para acceder a esa totalidad; y yo te digo, querido Pomponio: tu
tiempo aún no ha llegado; Sicilia, la tierra de tus mayores, no es el espacio
para tus hazañas... Debemos definir el futuro en congruencia con nuestros
poderes espontáneos. Un futuro que no esté en armonía con nuestros poderes
íntimos, aniquilará nuestras motivaciones. Frente al Universo, nosotros somos
los hacedores. Pequeños como somos, sentiremos que nuestra reacción se adapta a
las demandas de la totalidad. Los grandes períodos de expansión deben mostrar
que la realidad, esencialmente, simpatiza con los poderes que poseemos.
Debemos ir hacia ese sitio donde la realidad coincida con nuestras necesidades:
esta realidad que vivimos en Sicilia no es solo amenazante, es mezquina, ignora
nuestras necesidades y embota los poderes que poseemos.
Giuliano
lo escuchó con el mismo respeto con que una vez Eneas había escuchado la profecía
de la Sibila, y sintió que no era su maestro el que hablaba, sino la voz del
Destino. Después que terminó su
discurso, Aristóteles se quedó un largo rato en silencio, transfigurado, incapaz
de articular palabra. Luego…maestro y discípulo se abrazaron llorando y se
fueron a dormir.
La
noche de Santa Rita, Giuliano reunió a los capo di Maffia de los pueblos aledaños
a Palermo en la carbonería. Aparecieron disfrazados de carboneros, con la cara
y las manos tiznadas de hollín, para no "provocar" a la envalentonada
policía. Eran hombres viejos y gordos, de cuerpos grotescos. Hacían ruidos
extraños con la boca, y acompañaban su argumentación con exabruptos y ademanes
groseros. El tema de la reunión fue de la máxima importancia. El bajo y rechoncho
Giuliano, que acababa de cumplir los cuarenta y seis años, se presentó junto a
su reposado consejero, que pasaba los cincuenta. Aristóteles tenía su barba
casi completamente blanca y en medio de ese Foro de delincuentes era una presencia
respetada y venerable. Cruzó piadosamente las manos y anunció que el Consejo
debía mantenerse en estado deliberativo, hasta tanto se llegara a una propuesta
que fuera aceptada por todos, como una
posible solución a los males que afectaban a la Asociación de Defensa de la Tradición
Siciliana, presidida por Giuliano Pomponio. De ese Consejo, afirmó, solo podían
salir grandes soluciones, porque la realidad y el honor de la Famiglia ya
habían descartado las pequeñas e insignificantes. Todos aceptaron con gruñidos
y movimientos de cabeza.
Giuliano
y su consejero se retiraron a los fondos de la carbonería y dejaron al resto de
los capo-maffiossi discutiendo en la cuadra principal, sentados junto a las
pilas de madera carbonizada, bajo la luz amarillenta de una lámpara de
kerosene. Los dos amigos se pusieron a reflexionar sobre las opciones que
tenían.
- Aristóteles -
dijo Giuliano – tengo una propuesta. Creo que puede resolver nuestro problema.
Quiero que me digas qué te parece. Debemos extender el poder político de
nuestra organización para ganar el
terreno perdido. Ya no es suficiente con ser un país: necesitamos ser un
imperio. Hoy la famiglia es atacada en Sicilia, pero progresa y se desarrolla
en otras partes del mundo. Por ejemplo, en Norteamérica, Al Capone, sobrino de
los Castalgirone de Catania, controla la distribución de licor, el juego y la
prostitución en el Medio Oeste norteamericano, y Rómulo Galante dirige las
operaciones de la maffia en la costa Este, desde su bunker en Nueva York.
Galante es primo de mi madre, una Fratuzzi. La sobrevivencia de nuestra Famiglia
está en peligro y tenemos que unirnos para sobrevivir. Debemos ir a Nueva York
y crear allá el Consejo Mundial de Defensa de la Tradición Siciliana, que
residirá en la ciudad misma. La organización de América debe aceptar nuestra
propuesta, porque ellos, como nosotros, son súbditos de la Famiglia y lo que importa
es la defensa de nuestra tradición y la salvación de la Maffia. Hoy a ellos la
suerte les sonríe y para nosotros es
una época nefasta.
Palermo, el centro histórico de nuestro poder, se encuentra amenazado. Transferiremos
la cabeza de nuestra organización a Estados Unidos. Quiero que me digas lo que
piensas.
Aristóteles
escuchó todo el razonamiento de Giuliano muy sorprendido, admirado de los
progresos de su discípulo y lo atrevido de su propuesta. No hay nada como el
peligro para despertar un entendimiento dormido. Argumentó que
ir a Nueva York sería declarar la
guerra a los Galante, porque de ninguna manera aceptarían compartir con ellos
el poder. Organizarían a sus pistoleros y los recibirían a tiros.
- Lo sé - dijo
Giuliano - La cuestión es tener una justificación legítima. No iremos a Nueva
York a mendigar, nos armaremos. Será una invasión. Yo personalmente tengo más de
un motivo para desear que así sea. Rómulo Galante una vez insultó a mi padre y
lo llamó un "administrador deshonesto". ¡Cómo me gustaría vengarme de
ese advenedizo!
- Para ir a Nueva
York - sentenció Aristóteles - no será suficiente con llevar unos pocos
pistoleros: necesitaremos un verdadero
ejército.
- Organizaré el
ejército más poderoso que haya tenido la Maffia en Sicilia y en quince días
Nueva York será
nuestra. ¿Qué piensas? - dijo
Giuliano, rebosando confianza.
Aristóteles
hundió la barbilla entre sus manos y se quedó así por un momento, con gesto
preocupado. Luego habló:
- Rómulo Galante
no se dejará intimidar fácilmente. ¿Por qué habría de hacerlo? Los sicilianos
de Nueva York son valientes y aguerridos, y hoy todo el continente los toma
como modelo: el estupro, la intimidación y el robo, según la información que
tengo, cada vez más forman parte de la vida de América. Giuliano, te recomiendo
que no vayas.
Giuliano
se levantó. Confiaba ciegamente en su consejero y esa negativa le resultó
inesperada. Fue hacia donde estaba reunido el Consejo y pospuso la reunión
hasta el día siguiente. Los capo-maffiossi extendieron unas mantas en el piso
de tierra de la carbonería y se dispusieron a dormir. Giuliano fue a su
dormitorio y se sentó en el sillón que había pertenecido a su padre. Buscando
una solución al problema se quedó dormido. Durante la noche tuvo un sueño; se
le apareció un hombre de baja estatura, enorme cabeza y cabello crespo que le
habló: era su padre. Estaba envejecido. Giuliano lo reconoció enseguida.
- Hijo - le dijo
su padre en el sueño - te veo preocupado. ¿Es que el coraje, tradición de
nuestra familia, te está flaqueando? Sabes bien que sin valentía no hay honor y
tu eres un Pomponio. Si crees que es necesario invadir Nueva York, ¿por qué
dudas? ¿Tienes miedo a los Galante, esos cobardes que escaparon a tiempo a mi
venganza? Eres mi hijo y todo hijo debe defender el nombre de su familia. Te ordeno
que vayas a Nueva York, vengues mi honor ultrajado y ocupes el lugar que te
corresponde en el mundo.
El
fantasma de Giussepe Pomponio desapareció y Giuliano, despertando, se incorporó.
Extendió sus manos como para abrazar a su padre, pero solo encontró el vacío.
Hacía diez años que había muerto y Giuliano quedó profundamente conmovido por
la aparición. A la mañana siguiente, muy temprano, llamó a Aristóteles y le
contó el sueño.
- ¿Estás seguro de
que era tu padre? - indagó Aristóteles.
- Completamente
seguro - repuso su discípulo.
- En ese caso -
dijo Aristóteles, suspirando - debemos obedecer sus deseos. Lo que vemos en los
sueños siempre es verdadero y profético; si él quiere que vayamos
a Nueva York, es porque sabe que la suerte estará de nuestro lado. Pero, dada
la importancia de una decisión semejante, te pido que me dejes hacer una
prueba. A veces podemos tener un falso sueño. Esta noche, me vestiré con tu
ropa y me dormiré en el sillón de tu padre; si logro engañar a su fantasma y
este, pensando que soy su hijo, se me aparece, le pediré que me repita lo que
ordenó anoche; si él lo hace, y sus palabras coinciden con las que tú
escuchaste, sabremos que es un auténtico sueño premonitorio. Entonces, el resultado
de la invasión estará garantizado y podremos ir a
Norteamérica sin ningún temor.
Giuliano
asintió, alabando la sagacidad de su consejero. Fueron a despertar a los otros
capo-maffiossi que dormían profundamente y les contaron el sueño de Giuliano. Todos
se pusieron contentos al oír lo que había pasado, no había nada que idolatraran
más que la memoria del padre muerto y sabían que las profecías de los sueños
eran infalibles. Ese día cenaron spaguetti, bebieron vino tinto, y se pusieron
a discutir los pormenores de la invasión.
Aristóteles,
de acuerdo a lo convenido, se vistió esa noche con la ropa que Giuliano había
usado el día anterior. Dada la diferencia de peso y altura, le quedaba muy
corta y ancha. Don Giussepe, felizmente, no notó la diferencia, y se le apareció
a Aristóteles en el sueño. Este, sin despertar, le pidió por favor que le
repitiera lo que le había dicho la noche anterior, y el fantasma repitió todo,
palabra por palabra.
A
la mañana siguiente Aristóteles confirmó la noticia a su alborozado discípulo y
señor. Giuliano llamó a los otros capomaffiossi a reunión y, todos de acuerdo,
sesionando en nombre de la Maffia de toda Sicilia,
decidieron invadir Nueva York. Se comprometieron a llevar sus mejores hombres, porque,
aunque los antepasados muertos estuvieran a favor de ellos, no se podía descuidar
la organización bélica. Debían tratar, en lo posible, de preparar fuerzas
como para dar
una rápida batalla que los dejara de inmediato dueños de la situación.
Fijaron como fecha de partida para América
el día 25 de junio, en pleno verano, para que fuese mas agradable la
travesía en barco. El ejército de la Omertà empezaría a concentrarse en la
capital, Palermo, una semana antes, a partir del 17 de junio. Cada uno presentaría hombres y
armas en la medida de sus posibilidades, según el poder local que
controlaban y las riquezas personales de cada uno. Ninguno escatimaría recursos porque el futuro de la
Maffia dependía de este viaje.
Giuliano
Pomponio y su consejero Aristóteles calcularon cuál era el tamaño que debía
tener la Armada. Concluyeron que harían falta unos cincuenta mil hombres. Alquilaron
siete transatlánticos, que zarparían del muelle que da sobre la Via del Molo,
en el puerto de Palermo, el 25 de junio de ese año de 1929. Giuliano solicitó a
los directivos de la Compañía Reina Victoria, que fletaba los barcos, que
incluyera abundante personal femenino, para saciar los deseos sexuales de los
forajidos. Como veremos luego, este personal no resultó suficiente, y se
repitió la aventura de los soldados espartanos que, en orden de elevar su
espíritu guerrero, Grecia educaba en
amores prohibidos.
El
día 17 de junio llegaron los contingentes de hombres que formarían el ejército
de la Maffia a la ciudad de Palermo. Se prepararon para desfilar por el Corso
Vittorio Emanuelle y presentar sus armas a su Comandante en Jefe, Giuliano
Pomponio.
Los
sicilianos ese día iniciaron una serie de festejos que durarían una semana.
Giuliano Pomponio hizo levantar un estrado en la Plaza de la Victoria, que
miraba a los edificios de la Prefectura, el Obispado y la vecina Catedral. En
él instalaron a todos los capo-maffiossi de la isla, tanto los de los pequeños
pueblos como los de las ciudades importantes, mostrando sus sentimientos
democráticos. Eran aproximadamente unos noventa, casi todos de edad avanzada. En
el centro se ubicó Giuliano y, a su lado, Aristóteles. A un costado del estrado
sentaron a varios sacerdotes, casi todos traídos de los pueblos del interior;
los habían vestido con sus ropas de gala y parecían nuncios apostólicos. En el centro, junto a Giuliano y Aristóteles,
en un sillón de terciopelo rojo, sentaron a la Mamma, una anciana de noventa y
nueve años que era la mujer más vieja de Palermo, símbolo vivo de la Historia,
a quien empolvaban y vestían de gala para las fiestas civiles y religiosas, y
exhibían como un talismán, tratando de encender el fervor de la comunidad y su
devoción por la tradición. La anciana posaba sobre los notables una mirada
extraviada y feliz, y sonreía mostrando sus dientes postizos, que habían sido
comprados por el Municipio.
Los
primeros que desfilaron fueron los hombres del Capo Máximo, Giuliano Pomponio.
Eran cinco mil asesinos seleccionados, vestidos rumbosamente con traje negro a
rayas grises, corbata roja, sombrero borsalino y zapatos de charol. En la
solapa usaban un clavel verde. Formaban el cuerpo de infantería de choque del
ejército e iban armados con fusil automático y pistola calibre cuarenta y
cinco. Portaban también armas blancas: una navaja de doble filo en la sobaquera
y un cuchillo de caza sujeto a la pantorrilla. Al pasar frente al palco
oficial, saludaban a la Mamma, vitoreaban el nombre de su jefe y disparaban sus
armas al aire.
Luego
presentaron armas los cinco mil hombres enviados por la familia Miragalla,
capos de Catania. Vestían con traje cruzado gris oscuro, usaban sombrero
ranchero y botines de caña alta. Sus armas eran revólver Colt, cachiporra alargada
con clavos en la punta y navaja estilo
"barbero" de treinta centímetros de hoja. Estaban entrenados
para actuar como grupo de "limpieza", siguiendo al grupo
de choque de Palermo. Se destacaban por su ferocidad en
la lucha cuerpo a cuerpo. Educados en las peleas callejeras de Catania, su
control de las armas blancas era perfecto. A continuación desfilaron cinco
mil hombres de
Messina, dirigidos por ciento veinte piciotti de la familia Palagonia;
iban en mangas de camisa, usaban boina negra y sus armas eran la escopeta de
caza, que llevaban cruzada en bandolera, sobre una canana con cartuchos, y el
cuchillo de monte en la cintura. Eran conocidos por su carácter indómito y
sanguinario en la lucha y los apodaban "los cerriles".
Luego
seguían los hombres que representaban a las ciudades menos pobladas del
interior: tres mil hombres de Siracusa, dos mil de Marsala, dos mil de Trapani,
mil de Caltanisetta y muchos otros mafiosos de ciudades pequeñas, diversamente
armados. Habían sido vestidos con traje marrón a rayas claras y sombrero gris.
El mismo Giuliano, de su propio peculio, proveyó a cada hombre con su
correspondiente uniforme y una pistola Beretta. Demostraba así el favor con que
distinguía a las ciudades del interior de la provincia, cuyos recursos
económicos eran inferiores a los de las tres grandes ciudades: Palermo, Messina
y Catania. Estos hombres sumaban una fuerza de quince mil combatientes. Además
de la pistola provista por Giuliano, portaban armas diversas, como
escopetas de caza, machetes y hasta
garrotes. Unos pocos, los más ricos, llevaban ametralladora.
A
continuación desfilaron los veinte mil hombres enviados de los pequeños pueblos
de la campaña. Formaban en columnas de ciento cincuenta hombres cada uno. Al
frente de cada columna iban dos pisciotti. Vestían las ropas típicas de los
campesinos sicilianos: pantalón de pana marrón, camisa blanca, pañuelo amplio
de color rojo, boina negra y botas. Llevaban un lazo de seda atado a la cintura
y eran expertos ahorcadores y degolladores. Cada uno portaba dos granadas
colgando del lazo de seda y en bandolera una escopeta de dos cañones. Algunos
tenían fusil máuser. Todos usaban navaja. Estos campesinos conformaban el grupo
más heterogéneo e informal. Se los bautizó como "los guerrilleros de la
tradición” .
Cada
Compañía desfiló frente al palco de la Plaza de la Victoria. Gritaban vivas a
la Mamma, que con gesto absorto y estúpido miraba sin entender. Disparaban sus
armas al aire. Al pasar frente a la Catedral se descubrían la cabeza y se
persignaban, mientras el Obispo de Palermo los saludaba desde el pórtico. El
desfile duró tres horas, al cabo de las cuales rompieron la formación y se
dispusieron a escuchar la arenga guerrera de Giuliano Pomponio. Se habían
colocado altoparlantes en los pastes de la luz y, tanto las tropas como el pueblo
reunido, pudieron escuchar el discurso. Giuliano juró que la famiglia Siciliana
se vengaría de los réprobos del Nuevo Mundo que pretendían volver la espalda a
sus hermanos. Dijo que Rómulo Galante, el capomaffia americano, había sido enemigo de su padre y
era por lo tanto su enemigo y enemigo del pueblo siciliano. Lo llamó
"testa di cazzo" y "pezzo di merda", y declaró que la Famiglia
era una sola y nadie podía
atentar contra su
unidad.
El Estado
italiano los atacaba,
sin comprender que
ellos, como defensores de la
tradición, eran sus mejores aliados. Igual que el Duce, defendían los valores
occidentales y cristianos y, sin embargo, Mussolini había encarcelado
injustamente a muchos de sus lugartenientes; cuando se diera cuenta de su error
ya sería demasiado tarde y, el día que su soberbia lo derribara, ellos estarían
muy contentos. Luego sacó del bolsillo de su saco un falso telegrama que había
recibido recientemente de Nueva York, en el que Rómulo Galante se burlaba de la
Maffia siciliana y les decía “va fa´n culo”, los llamaba “morti di fame” y
concluía con la oprobiosa sentencia “vati a fer una sega”. Esa era la respuesta
del jefe de la Maffia americana a la justa solicitud de sus hermanos sicilianos.
En ese telegrama Rómulo Galante estaba declarando de hecho la guerra civil y ellos
no retrocederían; irían a Nueva York, y si Rómulo no les reconocía sus derechos
le darían una lección, porque el mismo énfasis que ellos ponían para proteger
los intereses de la Famiglia y defender su honor, lo pondrían para castigar al
advenedizo y hacer justicia.
Al
concluir, una ovación saludó sus palabras. Después se levantó Aristóteles, tomó
el micrófono y recitó en latín uno de los párrafos de la Summa Theologiae que sabía de memoria desde su niñez. Nadie
entendió el significado de lo que decía (tampoco el mismo Aristóteles), pero,
al escuchar el latín ceremonial, todos los mafiosos, a un tiempo, se
arrodillaron y persignaron.
De
inmediato dieron comienzo a una gran fiesta, en la que se bebió vino Marsala y
vino de Agrigento, se comieron toneladas de vermicelli y manicotti, y miles de
sfogliatelli y calzoni espolvoreados con azúcar impalpable. Participaron en la
fiesta todos los familiares que habían venido a despedir a sus hijos, que
partían para América. Algunos habían llegado en carretas tiradas por caballos o
bueyes, otros en tílburis y coches de paseo. Los que tenían la suerte de vivir
cerca de una estación de ferrocarril, llegaron en tren a la Estación Central de
Palermo, sobre la Vía Lincoln. Muchísimos habían emprendido la peregrinación a
pie, llevando en la cabeza bultos con los enseres domésticos indispensables
para sobrevivir en la travesía y para instalarse en la ciudad; los chicos acompañaban
a los adultos y los perros seguían a los chicos; muchos habían traído sus
ovejas, cerdos y gallinas, temerosos de dejarlos abandonados por tantos días.
Los
familiares de los muchachos se acomodaron generosamente en las calles de la
ciudad, en las plazas, en las tratorías; los más viejos fueron hospedados en
casas de familia; los que vinieron en carretas formaron grandes círculos al pie
de la gran muralla que rodea a la ciudad vieja. En total, a un promedio de ocho
familiares por soldado, se calcula que Palermo recibió en esa semana unas
cuatrocientas mil personas que, sumadas a los trescientos mil residentes
permanentes que tenía en 1929, más que doblaba la cantidad de habitantes de la
ciudad.
Giuliano
había ordenado almacenar gran cantidad de comestibles y víveres en los galpones
de la Estación Central y en la Estación Lolli, sobre todo harina de trigo para
los spagetti, los fetucini y los mostaciolli, carne para las albóndigas y el
fegato, tomate para el tuco, tocino y cebolla para la carbonara, ajo y berro
para la ensalada. Debido a la falta de servicios sanitarios la gente se iba a
bañar y lavar la ropa en la Cala, en el puerto de la bahía de Palermo, y tendían
estas ropas sobre las rocas de la Ciudadela de Castellammare. Por esos días la
Ciudadela se había transformado en un gran conventillo, lleno de chicos jugando
a la escondida en sus pasadizos secretos e insultándose en dialecto siciliano
en sus oscuras y húmedas mazmorras. El Intendente Municipal, pariente
lejano de Giuliano
Pomponio (su abuelo paterno, al igual que el padre de Giuliano primero y
luego el mismo Giuliano, tenía una carbonería y se le atribuía el invento de la
carbonara), plegándose a las festividades, había declarado asueto oficial. Se
envió a la policía a proteger el edificio de la cárcel, frente a la vía de los
Quatro Venti, por temor de que una insurrección popular espontánea la atacara,
abriera sus puertas y la transformara en una nueva Bastilla.
La
gente anduvo a sus largas y anchas. Comieron, bebieron, bailaron tarantellas, cantaron
canzonettas a voz de cuello, rezaron, fornicaron y fueron desaforadamente
felices, como solo se puede ser feliz cuando se está en Palermo, la capital de
la Maffia, se es siciliano, se habla en dialecto y se idolatra a la mamma.
Palermo, en esos días, fue una gran famiglia que pululó dentro de su propia ley,
libre de los cánones extranjeros del estado romano, en un ambiente de burla y de
parodia. El domingo, después de la misa, Giuliano Pomponio salió de la Catedral
y, en la Plaza du Dome, se bajó los pantalones y mostró el culo a la multitud.
La fiesta siguió hasta que el 24 de junio a la noche llegaron al puerto de
Palermo los siete transatlánticos, que habrían de partir al día siguiente
llevando a los cincuenta mil maffiosos a las costas de Manhattan. De pronto la
fiesta terminó y empezaron los abrazos, los llantos, los "cara mamma"
y los "figlio mio" y, esa noche, la ciudad no durmió, preparándose
para ver zarpar a sus héroes.
Pero
algo ocurrió, que demostraría al Ejército Siciliano de la Tradición que su misión
a tierra extraña era de hierro y que por encima de ellos había una ley severa.
Esa noche, Giuliano, que no se había olvidado de sus responsabilidades durante
los magnos festejos populares, tuvo que asumir el papel de juez y hacer
justicia. Uno de sus piciotti le comunicó que Carlo Milazzo, capo de la pequeña
ciudad de Milazzo, que se había mostrado generoso con la empresa de la Omertà y
le entregó a Giuliano quinientos hombres armados, en realidad estaba engañando
a la Famiglia de la Maffia, porque entre esos quinientos hombres no figuraba
ninguno de sus cinco hijos. El viejo Milazzo los había enviado ahora a las
villas aledañas a su pueblo y estaban presionando a muchas de las familias (que,
por mandar a todos sus hijos para engrosar la Armada, no tenían suficiente mano
de obra para atender los olivares y las viñas) a que vendieran sus campos a
precios ínfimos, por lo que, la aparente generosidad de Milazzo, era una trampa
para enriquecerse. Indignado, Giuliano llamó a Aristóteles y le pidió que fuera
testigo de su justicia. Luego mandó a diez de sus piciotti al pueblo de Milazzo
con la orden de traer al viejo con sus cinco hijos.
Tres
horas más tarde todos comparecieron en la carbonería de Giuliano y este, después
de presentarles los cargos, le preguntó
al sagaz anciano
si lo que se decía de él era cierto; el viejo, descubierto, optó por
confesar con lágrimas en los ojos y se abrazó a las piernas de Giuliano,
pidiendo su perdón; dijo que para reparar su falta mandaría a cuatro de sus
hijos a Nueva York y que estos lucharían en primera fila para lavar el honor de
la familia; le rogó que no escatimara enviarlos a cualquier misión peligrosa porque los Milazzo se habían destacado
siempre por su valor; lo único que le pedía era que hiciera una excepción con
su hijo mayor, y lo dejara con él para que cuidara de su vejez, ya que estaba
muy enfermo y no le quedaba demasiado tiempo por vivir; ofrecía, además, dos de
sus campos, que daría desinteresadamente a la causa, para ayudar a pagar los
enormes gastos que demandaba la expedición.
Giuliano
apoyó el mentón sobre su mano derecha en actitud pensativa y observó al astuto
viejo, comprendiendo que lo único que le preocupaba era su hijo mayor, por ser
el heredero, y no le importaba sacrificar su dinero ni a sus otros hijos. Dando
prueba de un espíritu salomónico, Giuliano aceptó que los hijos mayores se
integraran al ejército y rechazó la oferta de los campos, diciendo que las
ofensas al honor de la Omertà no se pagaban con dinero y que él era el Capo Máximo
y Caudillo de la Maffia y no un vulgar comerciante. Acto seguido, hizo arrodillar al hijo mayor de
Carlo Milazzo y lo mandó degollar
delante del padre. Se negó a entregar el cadáver al perverso anciano y mandó a sus piciotti que dividieran
el cuerpo en dos, cortándolo a lo largo, y expusieran una mitad a cada lado del
Corso Vittorio Emanuelle, por donde al día siguiente pasaría el ejército, al
marchar hacia el puerto para
embarcarse. Así se lo hizo, y
se colgó una
mitad del cuerpo
en la columna
del alumbrado delante de la
Biblioteca Nacional, y la otra mitad en la
acera de enfrente, junto al pórtico de la Iglesia de San Salvador. A la mañana
siguiente, el ejército de la Omertà desfiló, vitoreando, camino al embarcadero
y fue testigo de la terrible justicia de Giuliano Pomponio. Giuliano,
acompañado de Aristóteles y varios capo-maffiossi que viajaban con él, cerró el
desfile; iba sentado en el asiento trasero de su Ford T y saludaba con su
mano derecha; en el portaequipajes
llevaba una enorme pajarera repleta
de canarios.
La
nave capitana, el "Enrico Carusso", y los otros seis transatlánticos
zarparon del puerto de Palermo el 25 de junio a las doce del mediodía. Iban más
de siete mil hombres en cada uno de los barcos que, teniendo una capacidad para
solo cuatro mil, se hundían hasta más de dos metros por debajo de la línea de
flotación, como resultado del peso de los hombres y de los víveres. La muchedumbre
los despidió con gritos, vivas y pañuelos desplegados al viento. Un tenor cantó
"Oh sole mio" y "Torna a Palermo". Los hombres, con
lágrimas en los ojos, escuchaban emocionados los versos de las nostálgicas
canzonettas y, poco a poco, vieron desaparecer las fachadas de las casas
amarillas y rosadas de la ciudad. Palermo retornó a la normalidad. Los familiares
de los soldados se fueron a sus pueblos y ciudades, el Intendente reasumió el
poder sobre la comuna y la Iglesia volvió a pensar en la próxima recaudación
del diezmo de sus ignorantes y atemorizados
feligreses.
Giuliano
Pomponio, secundado por su consejero y rodeado de sus guardaespaldas y hombres
más fieles, se paró en la proa de la nave capitana, mirando hacia
adelante, hacia la
lejanía del mar azul, donde la superficie del agua se unía con el horizonte.
No se dejó conmover por la despedida. Intuía que otros pueblos, antes del suyo,
habían compartido ese destino y que su
viaje era también
un exilio. Eneas,
una vez, salió
de la despedazada Troya
para fundar un
nuevo imperio; ahora, los
hijos de
la Magna Grecia iban a América. ¡Vaya
a saber qué suerte les depararía el futuro, el
futuro, que teje y desteje la vida de los hombres! En ese momento, la sobrevivencia de la Omertà
estaba por encima de los intereses individuales de cada uno de sus miembros.
Pensó en su padre, Giuseppe Pomponio, y en su profecía; pensó en el discurso
iluminado del sabio Aristóteles, su tutor y amigo. Todo
individuo que tuviera a un hombre como Aristóteles a su lado, podía llegar, en
tiempos pasados, a ser rey o emperador, y, en los tiempos modernos, a ser presidente,
primer ministro o jefe máximo. La historia nos presenta el caso grandioso de Alejandro Magno, que
tuvo por maestro
a Aristóteles de
Stagira, y cuyo destino fue unir el Occidente con el
Oriente. Ahora le tocaba a Giuliano llevar la milenaria cultura siciliana, su
ética y su derecho consuetudinario, a las costas de un continente rebelde; si
aquel otro fue Magno, no habría de ser menos un Pomponio.
Pronto
los hombres se repusieron de la tristeza de la despedida y la vida adquirió un ritmo
propio a bordo de las naves. Cada transatlántico era una pequeña y abarrotada
Babel, donde los hombres de Palermo
convivían con los de Catania, los
de Siracusa con los de Agrigento, los de
traje a rayas con los de pañuelo rojo y los de traje marrón
con los de traje gris. La Empresa Marítima, aceptando las sugerencias
de Giuliano, siempre oportunamente aconsejado por
Aristóteles, había empleado a prostitutas como personal ayudante de a bordo. Estas
sumaban treinta y cinco por cada barco y, como es de imaginar, resultaron insuficientes.
Apenas
los guerreros superaron su inicial tristeza, se despertaron en ellos los ímpetus
sexuales; las prostitutas no daban abasto y pronto se les sumó otro personal
femenino: cocineras, mucamas y enfermeras (unos
dicen que lo hicieron por
voluntad propia, seducidas
por el dinero;
otros afirman que fueron violadas
por la bárbara turbamulta), pero, así y todo, su número no
pasaba de setenta por transatlántico. En la nave capitana ni siquiera respetaron
a una vieja cocinera. A la una de la madrugada del primer día de viaje, la cola
de los mafiosos aguardando frente a los camarotes donde trabajaban las mujeres
se extendía de la primera cubierta a la segunda cubierta, y de la segunda
cubierta a la tercera cubierta.
Bajo
la luz de la luna los viriles sicilianos esperaban la oportunidad de calmar sus
intensos deseos. A las tres de la madrugada las setenta mujeres aún no habían
sido capaces de atender a mil quinientos. Y
aún faltaban veintinueve
días de navegación. Es obvio lo
que tenía que pasar: nadie sabe si alguno de los mafiosos, atenaceado por sus
fantasías, se empezó a masturbar en la cola, frente a sus compañeros, o si los
más osados ofrecieron dinero a los más tímidos para ser masturbados por una
mano amiga, la cuestión es que poco a poco en los camarotes y sobre la cubierta
se empezaron a ver grupitos de hombres acariciándose. Si todo comenzó por el interés
pecuniario, pronto la situación cambió, volviéndose un trueque en que uno
masturbaba al otro, por turnos. Ya durante la segunda jornada de navegación los
mafiosos se masturbaban a plena luz del día en cualquier sitio de las naves. Al
intercambio sucesivo le sucedió el goce simultáneo; el momento del orgasmo era
acompañado por abundantes besos y caricias y poco después tuvo que pasar lo
inevitable: los más jóvenes primero y los más viejos después empezaron a bajarse
los pantalones y al tercer día de navegación los hombres fornicaban entre sí
sin la menor vergüenza. Al cuarto día unas parejas se amigaron con otras
(porque el sexo había dado lugar a súbitas y fuertes simpatías) y las fiestas
privadas se fueron haciendo públicas; se intercambiaban entre sí los amigos y
gozaban de las formas más escénicas e impúdicas, con abundantes gritos,
exclamaciones groseras y sentencias eróticas, espetadas en grueso dialecto
siciliano. Al quinto día todos se habían familiarizado tanto con la situación
que ya no se daban cuenta del cambio introducido y tomaban eso por la cosa más
natural del mundo (¡así es de versátil la naturaleza humana!).
A
partir del tercer día ya las prostitutas habían perdido su clientela. Las
encerraron en el gimnasio y declararon el área en cuarentena, como si fueran
una peste. Pronto las siguieron las mucamas y cocineras. Las reemplazaron jóvenes
mafiosos que conocían bien el oficio.
Todos
estos sucesos, por supuesto, trajeron grandes complicaciones y cargos de
conciencia a Giuliano
Pomponio que, aunque últimamente, al igual que Aristóteles, se mantenía
célibe, había sido un gran adicto a los servicios sexuales pagos de las mujeres
y consideraba una ofensa personal la indiferencia de sus hombres ante las prostitutas,
que él había hecho traer pensando en el bienestar de los muchachos. Apenas se enteró de lo que estaba sucediendo,
pensó en infligir un castigo ejemplar a algunos de los hombres tomados por
sorpresa en el acto mismo de la penetración. Propuso a Aristóteles castrar a
una docena, antes que se corrompiera el resto de la tripulación.
El
sabio Aristóteles le dijo sinceramente que no podría cometer un error mayor y,
a continuación, le citó varios casos célebres que él conocía de amor entre
hombres; le explicó que Napoleón mantenía amores con un subteniente a espaldas
de su mujer, que mantenía amores con una camarera; dijo que Garibaldi solía
salir por las tardes a pasear a caballo acompañado por un mancebo que iba a la
grupa de su cabalgadura; le comentó que Oscar Wilde había preferido ir a la cárcel
antes que negar su pasión amorosa por un joven noble londinense. Y aún más importante
que todos estos, él conocía un caso histórico en que el amor entre hombres
había hecho de una sociedad la más fuerte, estoica y guerrera. Se trataba de los
espartanos y la analogía no era gratuita: asediados estos por los ejércitos de
Jerjes en las Termópilas, la devoción y el amor mutuo de los guerreros había
hecho de cada soldado espartano un invencible; la herida de los amados
centuplicaba la fuerza de los amantes, el temor de perder al ser adorado hacía
crecer la valentía y el furor de su compañero; así, tres mil espartanos fueron capaces
de luchar por tres días contra trescientos mil persas; cuando supieron que no
podían vencer tamaño número, no quisieron vivir y dejar al amado muerto o
herido en el campo de batalla: así decidieron luchar hasta el último hombre.
Antes de morir a manos de los soldados de Jerjes, los tres mil espartanos
vencieron en combate y mataron o hirieron a doscientos cincuenta mil persas, y
cuando el último cayó ante la asombrada espada enemiga, los persas habían
perdido Grecia. Todo esto era verdadero, afirmó Aristóteles, y lo había leído
en el libro séptimo de los nueve libros de la historia de un tal Herodoto en la
Biblioteca Nacional de Palermo.
Giuliano escuchó con
deleite la narración de Aristóteles y se puso a imaginar a sus valientes
sicilianos luchando a brazo partido contra los enemigos de Nueva York,
corriendo abrazados por los túneles del subterráneo neoyorquino, disparando ráfagas
de ametralladora contra los mafiosos americanos, fortalecidos e invencibles por
el amor del amigo. La Omertà podía sentirse
segura.
Liberados
de sus aprehensiones, Giuliano y Aristóteles se pasearon libremente por cubierta, incentivando
y haciendo bromas a los más
audaces. Pero apenas hubo pasado una semana,
el sexo dejó de ser una distracción y un entretenimiento para la feroz armada.
Dio lugar a escenas de celos y peleas violentas; la más grave ocurrió en el
"Enrico Carusso" cuando un joven
de Messina, víctima de un
ataque de celos, asesinó a
su amante con
un cuchillo de
cocina. Giuliano, después de un
juicio sumario, haciendo gala de su justicia proverbial, mandó arrojar al matador al mar.
Esto
aplacó un poco los ánimos revueltos, pero
quedaban aún tres semanas de navegación;
las aventuras sexuales habían perdido su novedad y no podían mantener ocupados
a los inquietos
tripulantes. Giuliano comprendió que
ese aspecto del viaje
había sido pobremente organizado, pero
el genial Aristóteles pronto
concibió una idea para solucionar la situación. Los días eran largos y las
horas de la tarde muertas; Aristóteles consideró qué actividades podían
interesar a los
sicilianos y ayudarles
a ocupar el tiempo libre. Descubrió que en la bodega del barco estaban guardados
los instrumentos musicales que utilizaba la orquesta de a bordo cuando la
compañía fletaba sus naves para cruceros y viajes de placer. Había instrumentos
suficientes como para formar una orquesta de ciento treinta músicos. Mandó a
preguntar quiénes sabían tocarlos y pronto se le presentaron cinco mil hombres:
había olvidado que los sicilianos eran músicos naturales. Pocos se interesaron
en el violín y la viola, preferían los instrumentos de viento. Se peleaban por tocar
el fagot o la trompeta; la percusión igualmente tuvo numerosos adeptos y, como
había pocos tambores y timbales, los suplementaron con tapas de ollas y
cacerolas. Como por milagro aparecieron en el "Enrico Carusso" una
docena de acordeones verduleras, así como
quince guitarras, que los hombres
habían introducido en la bodega de contrabando.
Aristóteles
y Giuliano se comunicaron con los capomaffiossi del Alto Mando de la armada
por radio y se pusieron de acuerdo en organizar un entretenimiento similar en toda
la flota. Esa noche el salón de baile del "Enrico Carusso" brilló
como nunca: una orquesta ruidosa de trescientos músicos ejecutó valses, polkas
y tarantellas, fox-trot y buggy buggy, tangos y pasacaglias. La coordinación de los instrumentos no era
perfecta, pero los hombres hicieron caso omiso a las imperfecciones técnicas de
la música y se lanzaron a bailar en el lujoso Salón Imperio. El baile alegre,
carnavalesco y seductor renovó los apagados romances. Las canciones más
populares, que se repitieron cada noche, fueron "Mamma mia",
“Dolorosa e casta", "La sua bocca", "Rosa rossa",
"Cullato sull'amaca", "Si spalpa si sgozza".
Giuliano,
junto al ingenioso Aristóteles, pasaba las horas en el Salón mirando bailar a
sus soldados, mejilla contra mejilla. Fumaba largos cigarros, bebía champagne y
se dejaba llevar por el ruido infernal de la orquesta como si fuera la Sinfónica
de Roma. No se sabe en cual de los barcos comenzó, pero aproximadamente al
tercer día de la segunda semana de navegación se oyó en uno de los salones de
baile "I Cried for You", y a partir de ese momento el heterogéneo
repertorio de canciones fue reemplazado por el Blue, creando un ambiente
musical perfecto para la travesía a tierra americana. Aparentemente, uno de los
mafiosos, que por milagro sabía leer, había traído un cancionero en inglés de
letras de Blue. Durante varias noches se oyeron "If You Were Mine", "I Must Have That Man", "Foolin' Myself”,
"What a Little Moonlight Can Do" y otras hermosas canciones, cantadas
por muchachones sicilianos de baja estatura y nariz deformada en un inglés
mezclado con dialecto siciliano. Los bailes llenaron la vida espiritual y
social de los cincuenta mil maffiosos durante la segunda semana como el amor
físico había llenado la vida de la armada en la primera semana. Al llegar la
tercera semana, cuando ya habían hecho más de la mitad de la travesía, la vida
a bordo volvió a sentirse repetitiva
y rutinaria; nuevamente consultado por su amo, Aristóteles
tuvo otra idea genial: recomendó el cultivo de las artes culinarias.
La
tercera semana fue así dedicada a los banquetes. Aristóteles se encargó de
organizarlos. El menú era una síntesis de la cocina de Sicilia, de la cocina de
Calabria, de la cocina de Nápoles, de la cocina de Toscana, de la cocina de
Sorrento, de la cocina del Messogiorno, de la cocina Friulana, de la cocina de
los Abruzzi, de la cocina del Piamonte, de la cocina de Lombardía y de la
cocina de la Romagna, y esta cocina patriótica y republicana consistía
principalmente en linguini, spaguetti, manicotti, tortelini, ravioli,
ravioloni, macaroni, fideo fino, fideo al huevo, fideo a la espinaca,
tallarines, moñitos, letritas, ojitos de perdiz, gnoquis, canelones, preparados
al tucco, al pesto, a la crema, al oleo, al burro, a la paesana, a la marinara,
a la carbonara, a la napolitana, a la sorrentina, a la marsala, a la ragusa, a
la licata, a la caltanisseta, a la conca d' oro y a la palermitana. La pasta
era acompañada por octopus, filetti di sogliola, merluzzo fresco, gambe di
rane, lumache fritte, arrosto di bue, stracotto appetitoso, scaloppine con
piselli, polpettone, agnello, spezzatino, maiale, fegato di vitello, pollo,
frittata rognosa y por ensaladas de arciofi, fagiolini, carote, cavalfiore,
melanzane, finocchi, zucchine, cavolo, aglio, cipolline y pomidoro. Sin embargo,
sólo se permitía beber vino de Catania y de Messina, preparado con uva
calabresa, pisada por muchachos sicilianos que tenían los pies endurecidos por
la roca volcánica del monte
Etna.
Giuliano
llamó a concurso para organizar un equipo de chefs y, después de probar a los
participantes durante cinco horas, en la preparación de fetucchini a la carbonara,
tortellini a la piamontesa, cappelletti alla belvedere, costolette d'agnello al
burro, spezzatino con cipolline, pollo in umido alla paesana, brodo di bue,
uova strapazzate y muchos otros platos, seleccionó a trescientos sesenta y
cinco chefs especializados en
la cocina italiana,
escogidos entre aquellos mafiosos
que, secretamente, a espaldas de la mamma, se habían pasado las noches
aprendiendo el arte culinario.
Los
banquetes empezaban por lo general a las diez de la mañana, inmediatamente
después del desayuno. De aperitivo se servían mejillones, langostinos u otros
mariscos; luego venían los antipastos, las pastas, las carnes, las verduras,
todo bien regado con vino siciliano. Para rematar servían los postres, preparados
estos últimos por un maestro pastelero de Catania, que horneaba diariamente
sfogliatella, affogato, spumoni, tortoni, lamponi, pasta frolla y amaretti.
Las
comilonas en general se dividían en tres actos y estaban animadas por la
orquesta de a bordo, que tocaban las piezas que habían sido favorecidas por los
mafiosos, especialmente “Rosa Rossa”, “La sua boca”, “Si spalpa si sgozza” y “I
Must Have That Man”. Entre acto y acto los sicilianos hacían un alto y, en el
intervalo, aquellos que así lo deseaban, podían ir a la borda y vomitar para vaciar
el estómago y continuar con los platos del acto siguiente. Los que encontraban
la acción de vomitar repulsiva o inconveniente se bajaban los pantalones y
apretaban los vientres hinchados contra la borda hasta que les salía del culo
un fino hilo de mierda. Después de vaciar el estómago de esta manera regresaban
al salón para seguir disfrutando de los manjares. Los banquetes concluían
aproximadamente a las nueve horas de haber comenzado. Como a las siete de la
tarde los hombres se retiraban a sus camarotes, donde dormían hasta el día
siguiente. Se levantaban temprano y se preparaban para continuar las comilonas.
Giuliano
y su sabio consejero pasaron por alto estos festejos, así como los anteriores,
conformándose con el vicario placer de espectadores. Aristóteles, además,
aprovechó la travesía para releer su biblioteca de clásicos: la Summa Theologiae, los Sei anni di banditismo en Sicilia, La Maffia e i maffiosi y La mala vita di Palermo y, como quería
ser un consejero modelo, inició la lectura de nuevas obras. Seleccionó en la
biblioteca de a bordo y leyó varios libros relacionadas con la aventura que
emprendían: The Maffia in New York de
Frank Catzanzaro; Maffia, Prostitution
and Drugs in the Bowery de Anthony Kennedy; Harlem, El Barrio and the Lower East Side de Juan Antenucci; Maffia and Jews in Brooklyn de Marc
Reifenberg.
Aprovechó
para enseñarle a Giuliano algunas frases en inglés, de las muchas que recordaba
de memoria de su época de juventud, cuando, a espaldas del Abate de Monte
Cassino, se instruía en esa lengua bárbara. Aquella desobediencia le daría muy
buenos servicios. Estudió también unos mapas y fotografías de la isla de
Manhattan y dio a su amo una lección sobre la ciudad de Nueva York. Le dijo que
Manhattan era uno de los cinco distritos en que se dividía la ciudad. Era su distrito
más célebre. Allí estaban Times Square, Broadway, Central Park, Greenwich
Village, la famosa Quinta Avenida, The Battery, Gramercy Park y Chelsea. Los
otros distritos se encontraban separados del corazón de Nueva York por el East
River y el río Hudson. Le describió el puente de Brooklyn, el exclusivo
Brooklyn Heights, el puente Queensborough, el aspecto de la desembocadura de
los ríos, la composición étnica de los barrios, la vida económica de la ciudad,
la altura de los rascacielos de Wall Street, el colorido de Little Italy y
Chinatown y el abandono de Harlem, El Barrio, el Lower East Side y otros
famosos ghettos neoyorquinos.
Antes
de que pudieran darse cuenta, en medio de la animación del viaje, pasó una
semana de banquetes y comilonas, como previamente habían transcurrido una
semana de orgías pederastas y una semana de bailes carnavalescos, y llegó la
última semana de travesía antes de arribar al puerto de Nueva York, la boca del
continente americano.
Para
esta última semana de viaje, Aristóteles propuso a Giuliano otra de sus ideas.
Durante el quinto o sexto día de la semana de comilonas había visto un
espectáculo inesperado que le llamó la atención: un grupo de jóvenes mafiosos de
Palermo estaba sentado en cubierta, devorando cannolis, pasta frolla y una
exquisita crema zabaione, bebiendo amaretto y café capuccino, cuando uno de
ellos, un ragazzo alto, bello y afeminado, se paró en medio del grupo y empezó
a hacer muecas y apretarse el estómago con ambas manos, contrayendo los
músculos de su cuerpo. Todos se rieron. Uno de los mafiosos dijo que el joven
iba a parir; tomó un mantel blanco y lo puso sobre el suelo de la cubierta
junto al joven; luego envolvió una servilleta en la cabeza del mafioso en
trance de dar a luz, que quedó convertido en una bella muchacha. El grupo lo
incitaba con chiflidos. El joven se bajó los pantalones e hizo fuerza hasta que
defecó.
- ¡Es un machito! -
gritó uno.
- ¡Accidenti! –
dijo otro, haciendo una morisqueta.
La “feliz mamá” se puso de pie,
agotada, envolvió el excremento en el mantel y se lo alcanzó a uno de los del
grupo. Se fueron pasando el envoltorio, fingiendo sincera devoción, hasta que
uno de ellos, cansado del juego, tiró con desprecio el mantel por la borda.
Todos prorrumpieron en gritos de indignación y protesta ante el acto filicida.
Aristóteles, en cambio, se restregó las manos y fue a ver a Giuliano.
Esa misma noche Giuliano envió una
circular a sus hombres proponiéndoles preparar números dramáticos para ser
representados durante la última semana de navegación, a la que él llamó “la
semana cómica”, aunque Aristóteles prefería referirse a ella como “las
saturnales”. Los pocos que sabían leer y escribir se encargaron de anotar las
ideas de sus compañeros y al día siguiente Aristóteles seleccionó y ordenó los
números. Las escenas propuestas fueron muchas y, dado el tiempo que demandaría su
representación, tuvo que rechazar gran cantidad, aún cuando hubiera deseado
incluirlas por su excelente calidad dramática.
Hizo
arreglar el Salón de Baile para que pudiera celebrarse allí el Festival de
Teatro. En la pista circular colocaron una tarima de madera de la misma forma,
de aproximadamente un metro de alto y doce metros de diámetro, que se
transformó en el escenario, y en el salón colocaron sillas para los
espectadores. Esa noche, cuando se inauguró el Festival, los mafiosos, que no
querían perderse nada, ocuparon, además de las sillas, todos los espacios
libres disponibles. El salón tenía capacidad para setecientas cincuenta
personas sentadas, pero muchos, por solidaridad con el resto de sus compañeros
que también querían estar en la función, aceptaron compartir su silla con algún
otro (generalmente el amante o una relación en progreso). Los pasillos y
corredores estaban atestados por muchachos que permanecían en cuclillas o se
sentaban en el suelo.
Cuando
Giuliano y Aristóteles subieron al escenario para decir los discursos
inaugurales había en el salón aproximadamente unas mil quinientas personas. Hacía mucho calor y el humo del
tabaco volvía la varonil atmósfera casi irrespirable. Aún así, cinco mil
quinientos mafiosos se quedaron sin poder entrar al teatro y el exceso de demanda
dio lugar a especulaciones; algunos
aceptaron renunciar al privilegio de asistir a la Noche Inaugural y
cedieron sus sillas a otros a cambio de un cierto precio; parece que hubo quienes
perdieron lo que
les quedaba de virtud por
no perder las representaciones.
Giuliano
en persona dijo las palabras iniciales. Aconsejó a sus hombres valor y coraje,
como si en lugar del teatro se tratara de la guerra misma. Luego habló el sabio
Aristóteles, e hizo un panegírico de las representaciones dramáticas populares.
Según podrá apreciar el
lector, el entusiasmo de Aristóteles no fue exagerado.
La primera
representación fue una
parodia: en ella dos mafiosos, uno bajo, robusto y muy feo,
que exageraba al actuar sus ademanes
groseros, y otro
alto, bello y delgado, eran
los únicos actores; el primero representaba a Giuliano y el segundo a su
consejero áulico Aristóteles. La escena
consistía en que
"Giuliano" hacía preguntas
a "Aristóteles'', como por
ejemplo: “Dime, sabio amigo, ¿crees que nuestra armada sea invencible?", y el otro respondía en
una jerigonza incomprensible, acompañando sus palabras con amplios gestos
sacerdotales, supuesta imitación del discurso de Aristóteles, el verdadero, en
Palermo, durante el cual, como recordará el lector, había citado párrafos de la
Summa Theologiae de Santo Tomás en
latín. Este recurso sencillo produjo en la audiencia una reacción de total
hilaridad; los feroces mafiosos prácticamente se revolcaban de la risa; el
mismo Giuliano Pomponio prorrumpió en incontenibles carcajadas, pero a su lado,
Aristóteles, permaneció serio, molesto por la broma.
A
esta primera representación le siguió una trama de corte trágico: un joven mafioso
muy hermoso apareció con el torso desnudo y un mantel blanco envuelto en su
cintura a guisa de falda; tenía una servilleta cubriéndole la cabeza; se había
fabricado un "collar" con corchos de botellas cortados en pequeñas
rodajas y su rostro estaba maquillado; este era "la muchacha". Luego
apareció otro mafioso, un poco más viejo y bastante más corpulento que el
primero, vestido con traje a rayas y sombrero borsalino; fumaba con boquilla
afectando distinción; este segundo hacía de "galán". La representación
parecía una imitación de uno de los radioteatros que estaban entonces en boga:
la muchacha estaba perdidamente enamorada del hombre que la despreciaba; en un
momento el galán la abofeteó; ella se humilló aún más abrazándole las piernas y
él la apartó con desprecio. El efecto que
esta segunda obra tuvo sobre los espectadores fue conmovedor: todos presenciaron la escena en absoluto
silencio y a muchos se les
saltaban las lágrimas
de los ojos. Cuando terminó, el público, de pie,
ovacionó a las actores.
Estas
dos primeras obras, la parodia y la tragedia, establecieron el parámetro de lo
que habrían de ser las representaciones sucesivas: a las piezas cómicas, les
sucedían las tragedias, y a las carcajadas, saludablemente, les seguían las lágrimas.
Notoriamente, las piezas más complejas eran las cómicas. Las tragedias eran
siempre iguales: rechazos, engaños y crímenes pasionales; amantes brutales y
mujeres despreciadas; mujeres traidoras y hombres vengativos: todas terminaban en un necesario baño de
sangre. Las comedias mostraron mayor variedad: había monólogos satíricos,
poemas y fábulas, cuentos de animales, escenas de sodomía y coprofagia,
representaciones de zoofilia (en una de ellas, francamente memorable, trajeron
de la bodega del barco una oveja viva; esa oveja no fue sacrificada y las mafiosos
la adoptaron como mascota), sermones paródicos,
imitaciones y caricaturas, escenas de travestismo y comedias de vida familiar, en que
"mammas" enojadas despotricaban, en el lenguaje más
grosero y soez, contra su esposo e hijos indolentes.
El
festival dramático siguió durante toda esa noche y continuó al día siguiente.
Dado que cerca de cinco mil quinientos espectadores quedaban fuera de cada función
por falta de espacio, se crearon escenarios alternativos. Los mafiosos,
reunidos en grupos, hacían improvisaciones y representaban sus propios libretos
en cubierta, en el comedor, en las camarotes y hasta en los baños. Esto se
repitió durante las días sucesivos y hubo quienes se jactaron de no haber
dormido durante toda la semana.
Una tarde, durante la tercera jornada
del festival de teatro, Aristóteles presentó una obra suya. Era un sermón paródico
que elogiaba "los métodos
de trabajo" de
la institución mafiosa. Hacía poco, al releer La Maffia e i maffiosi, había
encontrado una cita casual del Elogio
de la locura de Erasmo (supongo que por un desliz o una equivocación de su
autor, A. Cutrera, que no es conocido precisamente por su formación humanística).
Aristóteles no había leído el libro de Erasmo, ya que, como sabemos, su biblioteca
estaba compuesta básicamente por las obras completas de Santo Tomas, su
bibliografía selecta sobre la Maffia y los libros que leía en esos momentos
sobre la ciudad de Nueva York. Quedó fascinado por el título perfecto del
libro, Elogio de la locura. Durante el sermón paródico
lo repitió a su audiencia de mafiosos, y les gustó tanto que pronto empezaron a
usarlo para designar el festival, en lugar de llamarlo "festival dramático",
como lo hacía Giuliano, o "las saturnales", como lo denominaba Aristóteles.
Estos nombres, por ser muy común el primero y muy extraño el segundo, no habían
llegado a popularizarse entre las sicilianos. El "elogio de Ia
locura", en cambio,
captó su imaginación
y su fantasía
de inmediato. De ahí en más usaron exclusivamente este nombre para referirse al festival.
Si
bien durante las semanas anteriores de navegación: la semana de las orgías pederastas,
la de música y baile,
y la de las
comilonas, Giuliano se mostró en público en pocas ocasiones, la semana de
teatro pudo contarlo entre sus más fervientes espectadores. Las parodias que
tomaron por tema su jefatura fueron numerosas y, a medida que pasaban los días,
las obras se hicieron más complejas y sofisticadas, como si los dramaturgos
hubieran aprendido del día anterior. Giuliano experimentaba un placer muy
especial al verse representado y regaló a uno de los actores de estas parodias
(un hombre que se le parecía extraordinariamente) su propia pistola empavonada,
a la que consideraba su única joya. El teatro fue aparentemente lo que lo sacó
de la vida de ascetismo que compartía con Aristóteles, aunque sólo por unos días.
Ambos preservaban su energía y su talento para emplearlo en causas superiores y
en empresas más ambiciosas y dignas de gloria.
A
medida que las obras se hacían más complejas, fueron perfeccionando los actores
sus técnicas de actuación, y se creó,
sin querer, un sistema
de
estrellato, de manera
que la mayoría del público solicitaba
la aparición de
tal o cual
actor según el tipo
de obra. Entre
estas "estrellas", las
más famosas eran las
"mujeres", unos pocos muchachones hermosos que habían prácticamente
acaparado todos los papeles femeninos y
aparecían, fuera de
escena, siempre vestidos
de mujer y
maquillados, seguidos por un séquito de fieles admiradores. Estas divas
despertaron la pasión de muchos mafiosos y recibían costosos regalos y
fuertes sumas de
dinero en efectivo
para pasar la noche con
algunos de los
piciotti más poderosos y ricos. Los "galanes",
en cambio, tuvieron un éxito más modesto;
suscitaron admiración en el público, pero produjeron una reacción
algo negativa al provocar los celos
de muchos amantes y la desconfianza de
aquellos que tenían miedo
de verse reemplazados por el
apuesto actor. Entre los "hombres", los verdaderos
héroes fueron los actores cómicos: el actor que había representado a
Giuliano en memorables escenas paródicas y a quien este obsequiara su pistola, fue
coronado con una corona falsa de laurel al terminar el festival.
Las
técnicas dramáticas, en general, diferían del modelo naturalista del teatro
contemporáneo. Se basaban en la exageración del papel representado. Cultivaban
la hipérbole. Las “amantes” salían
con el rostro
descompuesto, se arrojaban al suelo y se tiraban de los pelos para
mostrar sus sentimientos; no tenían ningún pudor en ser montadas por el “galán” en plena escena y sus
gritos de placer anunciaban con generosidad el goce que esto les causaba. También
jugaban "al gato y al ratón": hacían desear al "hombre" y lo
provocaban sexualmente, sin entregarse, hasta que este optaba por la violencia,
la perseguía por el escenario, la agarraba brutalmente y la violaba. Esta era
una de las escenas preferidas por los mafiosos, que la observaban con melancolía,
normalmente abrazados a su pareja, y la consideraban una escena de amor.
Los
"hombres" amplificaban la voz, recurriendo a sonidos graves que
contrastaban con los chillidos de las
"mujeres". El galán favorito
era un actor
de voz muy grave
y potente, que hablaba como si estuviera ronco, y seducía y paralizaba a
la audiencia. No colocaron muebles en el escenario, y las "obras",
que en un principio nunca pasaban de un acto de quince minutos, se hicieron más
largas, hasta que, en el último día del festival del "Elogio de la
locura", una obra dramática duró seis horas, con entremeses grotescos intercalados
para no cansar al auditorio. Esta última obra fue una representación seria de la
pasión de Cristo y, al final de la misma, Aristóteles recitó en latín un
párrafo de la Summa Theologiae.
Los
trajes de los actores se hicieron más sofisticados y lujosos a medida que
pasaban los días, y la estrella principal, a la que denominaron "Menipea",
hizo de Magdalena en
la representación de la Pasión, usando un traje bordado con
hilos de seda que le había confeccionado con manteles un grupo de mafiosos que
conocía el arte de la aguja. Siempre hablaban en dialecto siciliano, que era la
lengua oficial en todos los transatlánticos de la flota, y su rusticidad dio un
matiz especial a la celebración magna de la Pasión.
En
esta última semana de viaje,
considerando que ya pronto llegarían a Nueva York, Giuliano no
perdió el tiempo: además de asistir a las presentaciones teatrales, organizó
reuniones con los padrini y piciotti. Les habló de sus planes y proyectos. Dio largos
discursos y se mostró cada vez más hábil en el arte rector de la intimidación. Tramó
complots políticos para asegurar su supremacía y su poder, y distribuyó espías
para mantenerse adecuadamente informado del grado de fidelidad de sus
patriotas. Acompañado de Aristóteles, visitó los otros seis barcos. Los padrini
y piciotti de la flota habían organizado celebraciones imitando celosamente las
de la nave capitana. Sus representaciones, esa semana, competían en esplendor
con las del "Enrico Carusso".
El 24 de julio,
a mediodía, los siete barcos
arribaron a la entrada del puerto de Nueva York, y divisaron, en la rada,
la madonna de la Estatua de la Libertad. El intendente de la ciudad, ante el
inminente desembarco de la delegación siciliana con sus 50.000 mafiosos,
organizó una reunión en el City Hall para tratar el problema. Asistieron a ella
los más conspicuos representantes de la moderna Babel: capitalistas,
empresarios, políticos, artistas, proxenetas, policías, generales, diputados,
senadores y congresales. No invitó a la Mafia local, pero esta tenía sus
delegados, listos a defender sus intereses ante la citada Asamblea de Notables.
No
es exagerado afirmar que la inminencia del desembarco de los mafiosos de
Giuliano Pomponio en América amenazaba cambiar la historia norteamericana. La
Mafia, hasta ese momento, había sido una colorida organización regional,
integrada por los inmigrantes italianos y sus descendientes. Las agrupaciones
mafiosas de las diferentes zonas de Estados Unidos no mantenían entre sí
relaciones demasiado amistosas, ni constituían nada que pudiera asemejarlas a
una gran corporación. El grupo de Nueva York, junto al de Chicago, por la
importancia económica de estas ciudades, controlaban la "política" del resto
del país. En Nueva York, los
negocios prohibidos de la Mafia competían con el crimen organizado de otras
asociaciones de inmigrantes
irlandeses, judíos y
chinos.
Todas
estas organizaciones se regían por valores emanados de la institución familar y
contaban con una serena ética del crimen. Los sicilianos se destacaron por encima
de los otros y conquistaron el favor popular, gracias a sus costumbres extravagantes
y coloridas, y
a su temperamento
naturalmente artístico. Sus asesinos eran personajes populares y sus
aventuras parecían historias de ficción. Gracias a las historias de
la Mafia, los diarios
locales aumentaron su circulación. El público las amaba, y hubo épocas
en que los neoyorquinos compraban el periódico sólo para enterarse de los
pormenores del asesinato en la Trattoria
Colombo, o para averiguar la
identidad del último cadáver rescatado del Hudson, aún en su pedestal de cemento. La restringida envergadura
económica de sus operaciones, sin embargo, amenazaba su supervivencia. El
progreso del capitalismo en la época hacía imprescindible la modernización y la
adopción de métodos de trabajo más racionales. La Mafia debía
crecer y desarrollarse con el gran
capital, o sucumbir ante la
competencia de otros
grupos de criminales.
Giuliano
Pomponio, siendo como era
un gran intuitivo, se dio cuenta de las limitaciones de
la Mafia neoyorquina dirigida por los Galante. Se propuso como objetivo lograr
que la organización "creciera" y se hiciera fuerte, desarrollándose a
la par del moderno y victorioso capitalismo
americano, que había demostrado su eficiencia. Sus actualizados métodos
de explotación y persuasión no desdeñaban la guerra, la invasión armada,
la intriga política,
la aventura colonialista
y el asesinato político. La Mafia se identificaba con su ética. Pero
había algo que ese capitalismo victorioso no tenía: a pesar de su pujanza,
carecía de vivacidad y colorido, le
faltaba una estética digna de su grandeza, una moral del robo y
del crimen que satisficiera la imaginación de sus ciudadanos, les diera una razón de ser
y legitimara el
sistema bajo el que
vivían. Cuando los siete barcos
entraron en la
rada, yo creo, ni los mafiosos ni
los neoyorquinos interpretaron el valor simbólico y trascendente que tenía ese
acto. El Intendente entendió, sin embargo, con lógica americana, que ese desembarco
era realmente una
invasión y presagiaba
la guerra a
muerte en el hampa.
Gee
H. Thompson, el intendente de Nueva York, era el tipo de hombre que sabía
entendérsela con una situación semejante y sacar provecho de ella. Hijo de una
familia pobre de inmigrantes escoceses, había sobrevivido la educación de las
Escuelas Públicas de la ciudad en el Sur del Bronx; se endureció en las guerras
de pandillas contra los negros de Harlem y pronto se hizo soplón; una vez
probado su espíritu de vigilante fue aceptado como Oficial de la Policía. Dos
años después, cuando contaba con veintisiete años, ya era Comisionado de la
Policía del Bronx y militaba en las filas del Partido Demócrata; a los cuarenta
años ganó un puesto como Congresal por el Distrito Sur del Bronx. Atacó a los
nacientes Sindicatos de Trabajadores, pasó una ordenanza local estableciendo la
segregación racial en los comedores escolares y propuso la expulsión de los
miembros del Partido Comunista fuera de los limites del Estado de Nueva York.
Se preciaba de conocer el hampa "por dentro" e hizo guerra sin
cuartel contra el crimen desorganizado hasta que, después de años de lucha,
volvió la paz y el crimen pasó a organizarse y establecer sus estructuras
libres y democráticas, pagar impuestos y nombrar sus propios representantes.
Esa paz trajo gran prosperidad a la ciudad y a los cincuenta y cinco años de
edad, Gee H. Thompson, el hombre del Sur del Bronx, aceptó su puesto como
Intendente de la ciudad de Nueva York. Sus discursos barrocos, en los que las
deformaciones gramaticales florecían naturalmente y se multiplicaban las
expresiones en "slang", pasaron a ser un modelo de oratoria Demócrata
y otros políticos adoptaron rápidamente su "estilo" para dar una
prueba de lo popular de su origen.
Por
eso, cuando Gee H. Thompson supo que la flota de la Maffia se acercaba a la
ciudad, comprendió que algún provecho podría sacar de ello, se restregó las
manos y predijo buenos tiempos. En la reunión de Notables declaró que no debía
ser considerada una "invasión'', a pesar que la presencia de 50.000
hombres jóvenes armados pudiera resultar inquietante; convenía tomarlo como una
"visita"; América, siendo un país democrático, abría sus puertas a
todos los inmigrantes que llegaban a sus
costas, porque, "a la corta o a la larga'', contribuirían con su
industria "a la prosperidad general".
Convenía que las rencillas que se suscitaran entre los recién llegados y
los "grupos locales" fueran resueltas por ellos mismos; las
autoridades no podían intervenir en las disputas privadas hasta tanto no
hubiera pruebas concretas de delitos cometidos; expresó además su
"fe" en que las acciones de los grupos en conflicto no afectaran
negativamente los intereses del resto de la comunidad.
Thompson
no sabía qué reacción podía provocar en la ciudad el desembarco de los
sicilianos; optó por prevenir y propuso dirigir el movimiento de los nuevos
"inmigrantes" dentro de la ciudad según la conveniencia del
"orden público"; así ordenó, por medio de un decreto, que los sicilianos,
en lugar de desembarcar en el puerto del Battery en Manhattan, desembarcaran en el puerto
de Brooklyn, y no entraran en
Manhattan hasta tanto no satisficieran convenientemente los requisitos legales
a determinar por el Gobierno de la ciudad. Comunicaron por radio la orden al
Capitán del "Enrico Carusso" y este informó a Giuliano, que se encogió
de hombros y consultó a Aristóteles; este, inmutable, sacó un mapa de la ciudad
de Nueva York, lo desplegó sobre una mesa y dijo:
- La pérdida no es
considerable y desde el punto de vista estético puede tener algunas ventajas.
El puerto de Manhattan está prácticamente en Wall Street, el distrito
financiero más famoso del capitalismo internacional; alguna vez llegaremos a ese
lugar simbólico, por supuesto, pero este no es el momento adecuado; mientras
tanto, en Brooklyn - y le indicó a Giuliano el sitio del puerto de Brooklyn en
su mapa - estaremos exactamente frente a la isla de Manhattan, el verdadero centro
de Nueva York, nos familiarizaremos con el Puente de Brooklyn, famoso por su
bella arquitectura y estilo, tendremos una vista panorámica y abarcaremos toda
la ciudad.
Las
razones de Aristóteles, como era de esperar, le resultaron irrefutables a
Giuliano; sus lógicas consideraciones arquitectónicas le parecieron más verosímiles
que razones de tipo económico o militar; después de todo ellos eran sicilianos
y su revolución era etnocéntrica
y costumbrista.
Por
la tarde se prepararon para el desembarco. Los transatlánticos se fueron
acercando a la costa, y el contorno dentado y de juguete de la ciudad se fue
haciendo más y más verdadero y monumental: la
línea de rascacielos
parecía el perfil
de una gran nave de piedra
detenida en medio del océano. El Puente de Brooklyn era una carretera curva por encima del East River. En
los muelles del puerto los aguardaba una multitud: los italianos de Little
Italy, que los recibían con el pabellón
verde, blanco y rojo de
la querida patria. Una banda tocó el Himno Nacional
italiano y después "O sole mio". Giuliano fue el primero en bajar a
tierra; Aristóteles lo seguía a unos pocos pasos. Venían luego los hombres que
portaban las gigantescas pajareras,
símbolo de su poder, y parte indisoluble del estilo personal de Giuliano. Inmediatamente
después bajaron de la nave capitana mil hombres de Giuliano vestidos de traje negro y, enseguida, de los otros
seis transatlánticos, atracados en la dársena junto al "Enrico
Carusso", descendieron el resto de los hombres de Palermo. En segundo
término, bajaron los hombres de Catania vestidos de traje gris; luego los de Messina,
en mangas de camisa y con boina negra;
luego los de Siracusa y varias otras ciudades más pequeñas, vestidos de traje
marrón; después los de la campaña, con típicos trajes campesinos.
Previsiblemente, ninguno iba armado; como extranjeros necesitarían un permiso
especial para portar
armas en América.
Los
italianos que habían ido a recibirlos prorrumpieron en gritos y en llantos,
como si se tratara de sus hijos, y los sicilianos, infantiles y nostálgicos,
cayeron en los brazos de las matronas con los ojos bañados de lágrimas, y
abrazaron y besaron a los hombres en ambas mejillas, siguiendo la sospechosa
tradición siciliana. Tomados del brazo,
fueron todos caminando hacia la salida del puerto para,
poco a poco, empezar a descubrir América: allí los esperaba una caravana de 16.666
Ford T, todos de color negro, cada uno
con su correspondiente chofer (los choferes, por supuesto, eran policías de
civil), respetuosamente enviados por el Señor Intendente a un costo módico (que
Giuliano tendría que pagar).
En
cada auto subieron tres mafiosos y la caravana se puso en camino. Atravesaron a
poca velocidad unas quince calles arboladas de casas bajas, todas exactamente iguales;
no vieron gente caminando por las calles, sólo unos pocos automóviles. Giuliano
observó sorprendido que las casas eran de madera y parecían de juguete (aún cuando Aristóteles se
lo había advertido, eso no
disminuyó su sorpresa). Tenían techo de asfalto, imitación teja; pórticos de
plástico blanco, imitación
mármol; las circundaba un
cerco de madera
y latón, imitación
hierro forjado, y algunas tenían
parques de brillante gramilla plástica,
imitación césped inglés. Después de cruzar las quince calles, la hilera de
autos penetró en un recinto alambrado: era un barrio completo que había sido
preparado para albergar a los visitantes sicilianos (algunos sostienen que el
Duce, personalmente, había enviado su recomendación al Sr. Thompson para que los
"cuidara"). La alambrada que rodeaba el barrio tenía unos tres metros
de alto; cada quince metros había un poste de sostén fijado en el suelo y, junto a
cada poste, un
policía armado con
una escopeta Itaka de caño recortado que cuidaba la seguridad de los inmigrantes.
Otros policías con perros patrullaban el área. Cuando un
amable ruiseñor, que seguramente quería darles la bienvenida, se
posó en la alambrada de púas que remataba la cerca y se incendió
en medio de chisporroteos, comprendieron que la alambrada estaba electrificada.
Apenas
los 50.000 mafiosos hubieron descendido de los autos, los 16.666 Ford T
salieron del recinto y los policías cerraron las puertas del barrio. Si bien
las casas iguales, en su exterior, parecían de utilería, su interior tenía una
apariencia más sólida y real. Algunos accidentes ocurrieron, sin embargo, que
les demostraron a los mafiosos que el método industrial americano trabajaba
igual por dentro que por fuera. Cuando dos sicilianos se agarraron a trompadas,
uno de ellos envió al otro de cabeza contra la pared, con la idea de romperle
la cabeza; en su lugar, la que cedió fue la pared, que era de cartón, imitación
cemento. Otro de los mafiosos quiso secarse la cara sin apartar de su boca el
cigarrillo y la toalla se le incendió en las manos: era de plástico,
imitación algodón. Otro, con la
intención de fabricar una percha, quiso clavar un clavo apoyando la varilla en
la baldosa del suelo y la baldosa se hundió: era de madera terciada, imitación baldosa.
El
barrio (que luego, cuando los mafiosos se mudaron de él, fue loteado y conservó
el nombre de "Nueva Palermo" o "Villa Olímpica") estaba
compuesto de 12.500 casas iguales, cuidadosamente preparadas para recibirlos. Cada
casa tenía dos dormitorios, uno con cama matrimonial y el otro con dos camas individuales
para los
chicos. Cada casa albergaba cuatro mafiosos cómodamente. El moblaje de
los dormitorios dio, como es de imaginar, lugar a muchas disputas; se habían formado
numerosas parejas como consecuencia
de la alegre
travesía y todos, por supuesto,
querían ocupar la cama matrimonial; dormir en las camas individuales
era considerado un deshonor,
porque implicaba ser relegados a la posición de "chicos". Hubo
peleas, algunas a navajazos, y pronto el "Dispensario" del barrio se
vio ocupado con varios casos urgentes de "cesárea''. La cantidad de
peleas, por suerte, disminuyó cuando, una vez instalados los mafiosos, pudieron
salir de visita a las casas de los vecinos y las fiestas y las tertulias
hicieron renacer en ellos los sentimientos de hermandad.
A
la mañana siguiente, carca del mediodía, se abrieron los portones del barrio y
entró un auto blindado que tenía pintada sobre la puerta las siglas C.I.A., seguido
de media docena de automóviles repletos de policías armados con fusiles
automáticos. Seguramente se habrán sorprendido mucho al ver lo aseados que eran
los sicilianos, que a esa hora ya habían lavado la ropa de cama y estaban
secando las 50.000 sábanas individuales
y las 25.000 sábanas dobles al sol en los patios de césped artificial. Algunos,
no se sabe cómo, habían logrado introducir perros en el barrio y los paseaban
con sus correspondientes correas (probablemente muchos de los perros hayan
venido ocultos en cestas de mimbre durante la travesía, porque los sicilianos
son muy apegados a sus animales y no
habrán querido desprenderse de ellos); otros se habían reunido en las aceras y
las esquinas (los sicilianos, como se sabe, viven más en la calle que en sus
casas) y, muy solidarios y pícaros, discutían los pormenores de la noche
anterior en suelo americano, que aparentemente no les había cambiado en nada
sus hábitos de vida. Estaban vestidos con sus uniformes: unos en traje negro,
otros en traje marrón, otros en traje gris, otros en trajes regionales y otros
en mangas de camisa. Los grupos hablaban a voz en cuello en su árido dialecto,
como es costumbre en Sicilia. Se escuchaba una pululación de voces, acompañadas
de interjecciones y "¡va fa'n culo!".
El
auto blindado se detuvo frente a la casa de Giuliano Pomponio y de Aristóteles
que, a pesar de ser igual al resto de las casas del barrio, las informadas
autoridades pudieron identificar perfectamente. Del carro bajaron el Sr.
Intendente Thompson, el Jefe de la Policía, tres Oficiales, un intérprete y un
taquígrafo. Giuliano los hizo pasar y se sentaron en el living. Los tres
Oficiales de la Policía quedaron de pie (luego supieron que no pertenecían a la
Policía local sino a la Guardia Nacional): uno de ellos era un negro alto de
voz ronca y sobre su camisa tenía escrito el nombre Liutenant Alice White; el
otro era muy rubio, con la nariz rojiza, tenía aspecto de irlandés y se llamaba
Liutenant Jeff Black y el tercero era un chino muy bajo y delgado llamado Liutenant
Teng O'Connor. Como los tres eran Liutenant, Aristóteles creyó que se trataba
de un nombre común de familia y se extrañó de la diferencia de razas.
El
Intendente les dio la bienvenida y les regaló un aparato de radio. Giuliano se
lo agradeció. Hablaban y luego tenían que esperar que el intérprete tradujera
del inglés americano al dialecto siciliano y del dialecto siciliano al inglés
americano del Bronx. El intérprete y traductor se encontró con algunas
dificultades para traducir varios de los términos en “slang” que usaba el Intendente
y que no tenían traducción
directa al dialecto siciliano. Aristóteles dijo algunas frases en inglés, con una
pronunciación y una sintaxis tan deformadas, que nadie lo comprendió y al
intérprete le resultó imposible enderezarlas.
El Intendente básicamente les explicó que eran
bienvenidos a América, "el país de los hombres libres" y
"la patria de la democracia", y que si los habían alojado temporalmente
en ese barrio era simplemente para asegurarles la debida protección, y que con
ese mismo fin habían ubicado guardias armados y electrificado las cercas. Dentro
del barrio eran libres de ir de un lado a otro; podían ir, por ejemplo, del
número 25 de la calle Uno al número 45 de la calle Uno, y de la calle Uno a las
calles Dos, Tres y Cuatro. Les advirtió que si bien no tenían automóviles
dentro del barrio, encontrarían bicicletas en los desvanes y podían usarlas
para movilizarse dentro del mismo.
Le
aseguró a Giuliano que al día siguiente llegaría el personal de los diez
supermercados instalados que los abastecerían, cantidad razonable para un
barrio de trece manzanas de largo por diez de ancho. Giuliano le agradeció la
radio que le había obsequiado y le pidió que enviara una radio por casa para que
sus hombres se entretuvieran mientras se solucionaba la situación; el
Intendente le ofreció alquilarlas y Giuliano aceptó, extendiéndole de inmediato
un cheque contra el Banco de la Omertà de Palermo. El Sr. Thompson le dijo que
el transporte de los sicilianos desde el puerto al barrio costaba dos dólares
por persona y que si bien la primera noche de estadía en la villa era un obsequio
de la Municipalidad, cada día subsiguiente les costaría a razón de 39,99 dólares
por casa, es decir, un módico 9,99 por persona. Giuliano no se inmutó y le
extendió otro cheque, dejando pagado el hospedaje de su Armada por una semana
completa. Giuliano, como todo hombre que se dispone a hacer la guerra, había
reunido una considerable suma de liras y dólares y, siendo Presidente de la
Asociación de Defensa de la Tradición Siciliana, se servía de estos fondos según
su arbitrio.
Aristóteles terció varias veces en
la conversación diciendo frases en latín, pero el intérprete le advirtió que no
se molestara, porque los norteamericanos ignoraban
cualquier otra lengua que no fuera el inglés americano, que
era un inglés nivelado, simplificado y transformado en una lengua telegráfica y
periodística para servir las necesidades de esa gran nación. Luego, el
Intendente hizo una apología de América: dijo que era un crisol de razas, un
país formado por inmigrantes como ellos mismos, libre y democrático, y que
todos los que llegaban a sus costas eran tratados como los hijos que habían
nacido en ese suelo. América marchaba hacia el futuro "sin
mirar hacia atrás" y era el país más adelantado y moderno del mundo. Ellos
comprendían muy bien la situación de los sicilianos, que provenían de un país
atrasado y sin recursos, como tantos otros países del mundo. Allí se pondrían
al tanto de la vida moderna y sabrían lo que es
una radio, un teléfono, un ventilador, una heladera, una licuadora, una
tostadora, un automóvil. Aristóteles,
agradeciéndole en nombre de la Asociación, del Presidente Giuliano Pomponio y
de sí mismo, empezó a hacer una apología de Nueva York, hablando sobre la
historia de la ciudad:
- Esta hermosa
ciudad, como Ud. sabe - dijo dirigiéndose al Intendente - fue en un
principio una colonia holandesa, a cargo de la Compañía de
Indias de Holanda; en 1626 Peter Minuit compró la isla de Manhattan a los
indios Algonquines y les pagó con telas de colores y cuentas de vidrio por un
valor equivalente a 24 dólares, ¡no se
puede negar que Nueva York empezó como un buen negocio! Fue Peter Stuyvesant quien
le dio la
primera Carta Municipal a Nueva Amsterdan, como se la llamaba entonces,
y quien entregó la ciudad a los ingleses en 1664. ¡Cuántas cosas sucedieron
desde entonces! Pensemos que esta ciudad, que hoy cubre un área de 450 kilómetros
cuadrados, vio en 1689 la Rebelión de Leisler, justo cuando en Inglaterra la
revolución destronaba a Jaime II. ¡Y cuántas rebeliones de negros esclavos
hubo, la de 1712, la de 1741, la de 1742, todas sangrientamente suprimidas,
como era de esperar! Se dice que en el siglo XVIII Inglaterra consideraba que
Nueva York era el mayor foco de resistencia a su autoridad real. Tuvo
también que soportar muchos
incendios: el de 1776, el de 1778 y el "Gran incendio" de 1835. ¡Y
qué decir de las epidemias! Las de fiebre amarilla de 1819, 1822 y 1833, en que
miles de personas morían diariamente. ¿Qué me cuenta del maravilloso
Puente de Brooklyn, cuya
construcción comenzó en 1870 y costó tantas vidas? Ustedes
también conocieron el caudillismo: tal es el caso del mundialmente
famoso Willian Tweed, que robó
200.000.000 de dólares durante su gestión como Intendente. Nueva York
... el último censo del que tengo noticias, el de 1898, arrojó una población
total de 3.437.202 habitantes, ¡mucho mayor que Palermo sin duda, aunque
Palermo la aventaje en cuanto a riqueza
histórica!
El
Señor Intendente Thompson, que se había educado en una Escuela Pública del Sur
del Bronx, no entendió bien el discurso de Aristóteles, poblado de nombres,
fechas y números, y supuso que se trataría de una convención o un discurso ceremonial
propio de los sicilianos. El intérprete, un siciliano-americano de apellido
Ferullo, trató de ayudar a Aristóteles, evitándole el esfuerzo inútil: le dijo que
no convenía hacer alusiones históricas,
porque tanto la historia como la gramática eran materias que los
americanos consideraban hostiles a sus intereses nacionales; no podían entender
qué cosa era el pasado ni encontrar ninguna
lógica ni orden en algo tan obtuso como la lengua. Aristóteles lo miró con
sorpresa y no supo si creerle o tomar sus palabras como una broma.
El
intérprete insistió y le advirtió que pronto comprendería que los
norteamericanos pensaban que
el pasado había sido una cosa pobre, baja e indigna, y
todas las civilizaciones anteriores a la suya no eran más que subcivilizaciones
que sólo tenían valor como antecedente
de la civilización americana. Consideraban que los libros del pasado eran
ilegibles e inútiles piezas, una combinación de ejercicios de retórica y ociosas invenciones de estilo. Ellos, para
superar esas deficiencias, habían inventado un nuevo tipo de literatura que era
programada por Corporaciones, después de hacer un estudio de las necesidades del
mercado. Esta novísima literatura versaba sobre
crímenes, catástrofes naturales y relaciones sexuales, y ellos la consideraban
la expresión más acabada de la cultura. Normalmente escribían
estos libros gente que no era del oficio literario; por
ejemplo, los ensayos sobre sexo solían estar escritos por policías, las novelas
policiales las escribían amas de casa,
y los libros de catástrofes eran escritos por sicólogos. Si Aristóteles se
dignaba a escuchar la radio, conocería la expresión dramática equivalente de
esa alta cultura americana: los "radioteatros".
Por
último, Giuliano pidió al Intendente una
audiencia para la semana siguiente, asegurándole
que, mientras tanto, hablaría con su "personal
ejecutivo" (los padrini y piciotti) para discutir el progreso de las
relaciones diplomáticas, y le solicitó un salvoconducto para que él y Aristóteles
pudieran circular libremente por la ciudad. El Intendente le dijo que esto último
era imposible, pero que en América no era necesario salir de la casa para hacer
negocios, porque todo se resolvía con el teléfono y, acto seguido, el oficial
chino O'Connor le hizo entrega de un teléfono rojo, el oficial negro White le
entregó doce tomos de guías de teléfono y el oficial irlandés
Black otros doce
tomos. El Sr. Thompson le explicó
que así no solo estaba comunicado con Nueva York sino con todo el mundo y que
la semana próxima lo vendría a ver. El carro blindado salió de la Villa Olímpica
seguido por los automóviles repletos de policías, y Giuliano y Aristóteles
tomaron las guías de teléfono y pusieron manos a la obra.
Mientras
tanto, la nueva vida americana iba haciendo impacto en los habitantes de la
Villa Olímpica. La primera gran innovación en la vida de los sicilianos la trajeron
las bicicletas: en el desván de cada una de las casas había dos bicicletas de
paseo, una para hombre, de color azul, y otra para mujer, de color rojo; la
bicicleta de mujer, además de carecer del tradicional caño frontal que une la
parte superior del cuadro, tenía dos cestas a los costados para llevar paquetes
y era algo más baja que la de hombre. Pronto las bicicletas invadieron las
calles y transformaron a la "Palermo" americana en una especie de
ciudad china. El intenso tránsito de bicicletas obligaba a los ciclistas a usar
unos timbres que los rodados llevaban en los manubrios para alertar a los
peatones, o valerse de un silbato más poderoso, que soplaban con fuerza ante el
inminente peligro de un choque, o dar gritos desaforados a pleno pulmón a algún
desprevenido ciclista. Por lo general, desgraciadamente, todos estos métodos
defensivos eran insuficientes para evitar los accidentes, y se veía cantidad de
ciclistas que chocaban y volaban catapultados de sus rodados hasta ir a
estrellarse de cabeza contra las cercas de las casas, y colisiones de grupo, en
que quedaba un tendal de bicicletas tirado sobre la calle, en medio de gritos e
imprecaciones. Esto dio bastante trabajo a las enfermeras y los obligó a
decidir en Asamblea qué dirección de transito asignarle a las calles, pues los
americanos, sospechosamente, se habían olvidado de esa nimiedad, como si no
quisieran que se transportasen.
Aristóteles,
con su habitual ingenio, propuso que en las calles pares el tránsito circulara
de oeste a este, y en las impares al revés; las calles que cruzaban la villa de
norte a sur serían llamadas avenidas para que no se confundieran con las calles
transversales; las avenidas pares irían de sur a norte y las impares de norte a
sur. Todos aprobaron la propuesta por unanimidad (sin saber que habían aprobado
una cuasi réplica del plano de calles y de la dirección del tránsito de Manhattan,
que el sagaz Aristóteles había plagiado de un mapa de la ciudad) y procedieron
a pintar flechas indicadoras. También las bicicletas dieron lugar a numerosas
escenas "familiares" de envidia y de celos; primero, porque en cada
casa había cuatro ocupantes y solo dos bicicletas; segundo, porque una de las
bicicletas era para hombre y la otra
para mujer; tercero, porque no
todos sabían andar en bicicleta y aquellos
que no sabían deseaban aprender.
El
problema de los turnos para usar las bicicletas se arregló en unos casos por
sorteo, en otros apelaron a las cartas o a los dados, en otros a una suma
pecuniaria; las parejas más sensatas se turnaban empleando la bicicleta de
hombre o de mujer según el papel sexual que hubieran desempeñado con más
lealtad y pasión la noche anterior. Todos consideraban un honor ir sentados en
la bicicleta de mujer, pero había aún entre esos aguerridos espartanos aquellos
que conservaban un resquicio de machismo. Algunos de los que montaban las bicicletas
de hombre dieron vueltas en bicicleta fumando grandes cigarros, con un cierto
aire de superioridad, lo cual, lógicamente, dio lugar a justas recriminaciones
y disputas. Empleaban las
bicicletas para pasear, para
visitar a las "familias" más alejadas
y para hacer las
compras.
Pronto
aquellos que no sabían andar y querían aprender se transformaron en
espectáculo entretenidísimo: dispusieron un sector especial en las plazas
públicas (había cinco, todas con fuente
central florentina de cemento, imitación mármol) para este uso. Los arriesgados aprendices de
ciclistas se largaban por una superficie recta, apretando los manubrios y manteniéndose
tiesos como palos hasta que, alcanzada
una mayor velocidad, perdían
control del vehículo y, o bien se
caían al suelo, raspándose los codos, las rodillas y
las nalgas o, si habían logrado llegar al fin del tramo, se estrellaban de
cabeza contra un parapeto colocado a tal efecto.
La
idea de poner ese parapeto al final de la pista de aprendizaje tuvo
notable resultado pedagógico, porque, si bien el miedo de
caerse y perder el control de los rodados, hacía que los estudiantes tendieran
a aumentar la velocidad para no perder el equilibrio, el saber que al llegar al
final del tramo se darían una cabezada contra el parapeto (a los aprendices de
ciclistas les resulta imposible aprender simultáneamente la noción de pedalear
y de frenar) los inducía a disminuir la velocidad y así la fuerza del coscorrón.
Esto los ayudó a ganar rápidamente control de las bicicletas y a los pocos días
salieron casi todos eximios ciclistas.
Mientras
duraba este proceso las pistas se fueron llenando cada vez más de curiosos, que
fingían haber llegado al lugar por casualidad, y luego de compañeros, que se
pasaban tardes enteras viendo a los infortunados aprendices volar de las
bicicletas y estrellarse contra el parapeto. La escuela de ciclistas se
transformó en un espectáculo, donde cada cabezazo era festejado con carcajadas
y aplausos, y fue gracias a esto que los sicilianos recuperaron su amor por el
teatro. Pronto hubo unos osados que afirmaron que sus amantes se caerían
menos veces que
los amantes de otros, y las apuestas verbales se volvieron apuestas de
dinero. Cuando a los pocos días, casi
todos los que no sabían andar habían aprendido y se paseaban muy
orgullosos en sus bicicletas por las calles de la Villa Olímpica, con la cabeza
vendada o un brazo en cabestrillo, los
sicilianos planearon algo
para reemplazar el espectáculo
perdido: carreras de bicicletas.
Los
que se preciaban de ser más fuertes y ágiles se transformaron, impulsados por
la ganancia, en los ciclistas preferidos. Las carreras se hicieron, en un
principio, en un circuito de cuatro manzanas
y participaban entre
doce y veinticinco
ciclistas; los premios para el
ganador oscilaban entre 500 y 1.000 dólares por carrera, que se tomaban del pozo
de las apuestas. Tanta pasión despertaron las carreras entre los sicilianos que,
aún cuando hubiesen perdido todo el dinero que tenían, seguían apostando,
poniendo como prenda un objeto de valor, o jugaban los favores de sus amantes,
y también su propia virtud (solamente
los más apuestos).
Se
empezaron haciendo cinco carreras por día, algunas a tres vueltas, otras a seis
y otras a nueve; el éxito obtenido los llevó a aumentar el número de carreras y
llegaron a hacerse hasta doce por día. Cada
carrera duraba unos pocos minutos.
Se hacía una cada hora, para que los espectadores tuvieran tiempo para discutir
las cualidades de los ciclistas y sus rodados y hacer las apuestas. También se
organizó con gran suceso una "Gran ciclatón" alrededor de toda la
"Villa Olímpica", que duró veinticuatro horas ininterrumpidas, en la
que participaron ciento veinticinco ciclistas y sólo terminaron nueve; en este
caso el premio no fue pecuniario, sino que consistió en tener para el propio
placer durante tres días y tres noches a un hermoso mancebo, al que llamaban
"Stella Matutina", por la blancura de su piel y el brillo de sus ojos,
y que había sido la estrella principal representando papeles femeninos durante
"la semana dramática" en el
"Enrico Carusso".
Además
del cambio que introdujo en sus vidas el uso de las bicicletas, tanto en el
aspecto utilitario y personal, como en el de entretenimiento, otro gran evento
que modificó la experiencia de los sicilianos fue la familiarización con los
aparatos de radio, instrumentos raros y costosos
en Sicilia y que en América formaban parte
de la vida cotidiana de cada individuo y cada familia de una manera personal e íntima. Había
dos emisoras que transmitían en
italiano (en esa época se calcula que vivían aproximadamente 500.000 italianos
en Little Italy, en Manhattan) y, aunque los sicilianos, orgullosos de su
lengua, despreciaban el dialecto florentino que Roma quería
imponerles como lengua nacional,
la mayoría lo
entendía y pronto
se hicieron adictos a
esas cajas estilizadas
que transmitían la
magia de la preciosa
voz humana. En general los programas estaban
organizados de la siguiente
manera: por la mañana dos o tres horas de recetas de
cocina y enseñanza de
diversas habilidades para desempeñarse en las tareas
del hogar, a mediodía
un programa de noticias y por la tarde una sucesión de radioteatros o
novelas radiales en capítulos.
Aquellos
que seguían los
programas matutinos pronto empezaron
a regalar a
sus amantes con finos
platos americanos, como arroz cocido con habichuelas, carne picada mezclada con
pan rallado y asada a la parrilla, carne picada
mezclada con avena
y horneada. También Aristóteles aprendió
algunas de estas
nuevas recetas y las
preparó para su benefactor
Giuliano, quien rechazó los platos
asqueado, diciéndole si lo
tomaba por un cerdo, que le daba avena, o por hijo de carpintero, que le daba
aserrín con carne, por lo que Aristóteles tuvo que
sacarlo de su
error y su ignorancia (como
tantas otras veces) explicándole que esos eran los platos más
prestigiosos del nuevo mundo, denominados
"Meat pie" o
pastel de carne
y "Hamburger" o hamburguesa que, como lo indicaba
su nombre, había sido
inventada en Hamburger, Mississippi,
por un grupo de carniceros sureños durante la guerra civil y se había transformado rápidamente en
el plato nacional,
según había explicado la locutora por la
radio. Giuliano se disculpó por su ignorancia, pero aun así insistió en comer
sus linguini, manicotti, tortellini y mostacholi, como buen siciliano orgulloso
de su cultura.
Además
de los platos típicos americanos, los programas de cocina les ofrecieron platos
italianos reformados o "mejorados" al gusto americano. Los
principales eran spaguetti con helado y agnolotti con pastel de manzana, platos
que la responsable del programa, Dona Petrona, recomendaba y que los sicilianos
repudiaron con asco. Lo más sorprendente en esta cocina ítaloamericana eran
las innovaciones que habían introducido a la clásica pizza. Según los
americanos, había tres variedades de
pizza: la pizza propiamente dicha, que los sicilianos identificaron como la pizza
siciliana; la pizza napolitana, que ellos identificaron como la pizza calabresa,
y la pizza siciliana, que era una variedad que no existía en Sicilia ni en ninguna
parte de Italia.
Estas
variedades, así mismo, sufrían cambios
regionales: en el Medio Oeste los chicaguenses (la sola mención de Chicago, la
patria adoptiva de Al Capone, hacía fruncir a muchos el entrecejo) tenían una
pizza siciliana que consistía en una mezcla de pizza y hamburguesa (era una
pizza con carne picada encima) y los texanos tenían la pizza "putaparió",
que era una pizza con pimiento picante mexicano, que dejaba a los atrevidos con
la boca abierta por un largo rato. Un día Aristóteles presentó a Giuliano la pizza
siciliana de Chicago y este la escupió con desprecio, gritando qué clase de
progreso había en América, que habían transformado la tradición nacional de
Italia en un bodrio, y Aristóteles, que no sabía como calmar su enojo, tuvo que
decirle que los disculpara, que los americanos no sabían bien lo que hacían y detrás
de las fantasías de superioridad de cada americano se ocultaba un cowboy atrasado.
Dentro
de las experiencias nuevas que les ofreció el continente americano, la que se
hizo más popular, y no encontró resistencia alguna en ese contingente aguerrido
y sensible, fue el radioteatro, o mejor dicho la serie de radioteatros,
traducidos de los radioteatros americanos corrientes, que las emisoras radio
"Garibaldi" y radio
"Mussolini" transmitían seductoramente todas las tardes. Tenían bastante
variedad: radioteatros de misterio, que hacían que los radio-escuchas se
pasaran tardes enteras esperando
el momento en que iba a ser cometido el crimen y temblando ante cada falsa alarma;
otros policiales, que los
obligaba a discutir acaloradamente sobre quién había sido el autor del
asesinato y, los que más
les gustaban, los
de amor. Dentro de este último
grupo había varios tipos: novelas de muchachas pobres e inocentes, seducidas
por capitalistas influyentes y
ricos, que terminaban reconociendo su amor, se casaban
con ellas y las transformaban en buenas amas de casa (final feliz que
secretamente ambicionaban esos buenos
sicilianos, criados en la más estricta tradición familiar); novelas de
muchachas ambiciosas y aventureras, que enamoraban a algún señor poderoso, y cuya
naturaleza diabólica era finalmente descubierta, y terminaban trabajando para
algún rufián de barrio (final que los sicilianos festejaban con discreto
regocijo); novelas de amor familiar en que los padres, secundados por los
abuelos, discutían y comentaban la vida
enloquecida de los
hijos, y novelas de amor
pasional
en que los
jóvenes amantes enfrentaban
a sus familias y a la sociedad toda para defender un amor prohibido e
imposible.
Los
desarrollos argumentales eran lentos, y cuando ya habían transcurrido tres
semanas de paz en Villa Olímpica, los radioteatros estaban casi en el mismo
punto en que los habían encontrado el primer día. Eso no impedía que los
cadetes se pasaran tardes enteras suspirando o temblando, pegados a sus radios,
con un gesto ansioso o compungido. Los más sociables, preocupados por el
aislamiento a que la radio había sometido a muchos, que habían llegado al
extremo de apartarse de los paseos, las visitas y las carreras de bicicletas,
optaron por llevar las radios a las plazas y enchufarlas en los tomacorrientes
de los faroles de la luz. Allí las ponían a todo volumen y
pronto se formaba una ronda de aficionados. Mientras el locutor pasaba la tanda
de propagandas, discutían sobre el posible desarrollo, daban sus propias
opciones argumentales, por los general
superiores a las que
le depararía luego el radioteatro y practicaban formas,
primero elementales y luego más sofisticadas,
de crítica del espectáculo. Proponían cambios en los efectos especiales, en los
que eran evidentes los golpes en los tachitos y los dedos en la boca en tirabuzón,
y la modificación de las voces que, según el gusto de ellos, no eran lo
suficientemente dramáticas. Deploraban los asesinatos no premeditados, que los
privaba del sabor real del crimen e impedía el acomplejamiento de la conciencia
del personaje, que no descendía a las
perversiones del mal.
Los
radioteatros fueron para ellos una sorpresa agradable y enriquecedora, pero les
costó entender el mecanismo de las propagandas comerciales. Cada teleteatro venía presentado por lo general por un solo
producto comercial: en un caso era la máquina de coser Singer, en otro una
imprescindible marca de tampones, en otro los pañales más absorbentes y otro el
jabón Lux de tocador, que, según decía la propaganda, era el jabón de belleza
de "nueve de cada diez estrellas de cine". Este último producto, por obvias razones,
fue el
que más interesó
a los cadetes sicilianos. El teleteatro que
presentaba el jabón Lux de tocador se llamaba "Rosa, la despreciada" y era la
historia de una muchacha noble,
pura e inocente, a la que utilizaban y explotaban sus numerosos amantes.
La
novela había tenido a los mafiosos suspirando día tras día. Todos los
sicilianos soñaban en lo profundo de su corazón con ser un día famosas
estrellas del espectáculo, como lo habían demostrado durante las jornadas de
teatro del "Enrico Carusso" y muchos, enterados de la existencia de
Hollywood, aspiraban a transformarse en el
Rodolfo Valentino o la Greta Garbo del futuro. Ignorantes de los mecanismos de
la propaganda, creyeron que lo que el fabricante de jabones les decía era la
pura verdad; pronto todos los jabones Lux de tocador desaparecieron de las
estanterías de los supermercados y, a pesar que su precio oficial era de diez
centavos, el interés de la demanda hizo subir el precio de la oferta, y los mafiosos
llegaron a venderse los jabones entre ellos por hasta diez dólares, imaginando
que era un medio seguro para embellecerse y hacerse acreedores a la cara angelical
de una estrella de cine.
En
seguida los supermercados trajeron más cargamentos de jabón Lux y cada cadete
pudo comprar tantos jabones como quiso. Tenían uno en el baño de casa, otro en
la cocina, otro en el lavadero y, además, llevaban siempre una pastilla de
jabón en el bolsillo del pantalón. Se corrió la voz de que para embellecerse
rápidamente y que el jabón surtiera efecto había que lavarse la cara tantas
veces como fuera posible, así que los mafiosos se la pasaban yendo y viniendo
al baño; en las plazas, donde había baños públicos, los sicilianos formaban
fila, cada uno con su jaboncito, para no dejar pasar quince minutos sin
lavarse la cara con el jabón Lux
de tocador, el jabón de las estrellas.
El
resultado fue que después de tres días de semejante tratamiento, la mayoría
tenía la piel de la cara roja, quemada por el ácido del jabón; a muchos se les
habían formado ampollas y otros contrajeron conjuntivitis, y de los párpados
inflamados les supuraba un líquido amarillo viscoso. Los dispensarios médicos
no dieron abasto y los médicos tuvieron que explicarles que creer lo que los
comerciantes decían de sus productos era una forma indirecta de suicidarse y
que el jabón tan alabado no era más que una mezcla de cebo y un ácido que dejaba
la piel coma hule, y que el único fin de la propaganda era vender más del
producto y al más alto precio posible. Los desengañados sicilianos abandonaron
la esperanza de embellecerse con el jabón de las estrellas, pero no la
esperanza de cambiar su tosca apariencia de recios hombrones por una figura más
frágil y apuesta.
En
esos días uno de los radioteatros empezó a promocionar "Bioadelgacín'', el
producto dietético que había hecho que Greta Garbo conquistara esa figura híbrida
de diosa griega y mancebo adolescente, y los sicilianos, que no se habían curado
con el primer desengaño, porque
la esperanza del hombre es incorregible, se
entregaron al uso
desaforado del "Bioadelgacín". El producto debía
tomarse dos veces al día,
pero los temerarios sicilianos, haciendo
caso omiso a la recomendación
médica, tomaban sus pastillas a cada hora y aun menos. El resultado fue una epidemia masiva de colitis que realmente les hizo perder
peso y
dejó a algunos
tan debilitados que tuvieron
que ser internados y recibir alimentación
intravenosa.
Ya durante
el primer día de la
"dieta", la colitis fue
muy pronunciada y su
persistencia aumentó al segundo día a un punto tal, que a la tarde ya casi
todos los inodoros se habían taponado, y
esa noche los mafiosos tuvieron que
recurrir a las
plazas públicas o al
jardincito de césped plástico del vecino. A la mañana siguiente el olor en las
calles de Villa Olímpica era intolerable, a un punto tal que los empleados de
los supermercados amenazaron con cerrar
y dejarlos sin alimentos
si no eliminaban la causa del mal olor. Y si el olor era intolerable, peor era la
vista de las plazas públicas, donde era difícil dar un paso sin hundir el pie
en un excremento; las fuentes florentinas
de cemento, imitación mármol, estaban repletas hasta el
borde de una masa que tenía la consistencia del flan de chocolate.
Muchos
sicilianos reaccionaron indignados al encontrar
excrementos ajenos en sus jardincitos y hubo
quien
restregó los excrementos
en las paredes de la casa del
vecino, ocasionando grandes disputas que amenazaban solucionarse a
navajazos, según el estilo secular de la
nobleza siciliana. Así que los reblandecidos muchachones tuvieron que conformarse
con la apariencia que les había dado Dios y renunciar a la figura de Greta
Garbo, como antes habían renunciado al
cutis suave de
las estrellas de
cine. No...para ellos la victoria no habría de llegar por el camino que
les señalaba la propaganda comercial...en
ese país antiheroico, estaban destinados a más altos fines...
Mientras la muchachada siciliana transcurría
así su tiempo en Villa Olímpica, Giuliano y Aristóteles habían puesto manos a
la obra y ya estaban abocados a la fundación de su Imperio. Lo primero que
hicieron, una vez instalados en el living de su casa con el teléfono rojo al
alcance de la mano y los veinticuatro tomos de guías telefónicas apiladas
frente a ellos, fue llamar al Consejo Italiano de Abogados en Nueva York y
contratar los servicios de siete abogados, presididos por el palermitano
Giuseppe Mastrogiusseppe. Este aceptó telefónicamente el trabajo de representar
a Giuliano Pomponio y sus cadetes, todos miembros de la Asociación de Defensa
de la Tradición Siciliana, de la cual él voluntariamente se consideraba
simpatizante, a cambio de una abultada suma de dinero, cuya cifra exacta jamás
fue revelada.
Al
día siguiente los Siete aparecieron en Villa Olímpica con la correspondiente
orden judicial de visita, apiñados cuatro en el asiento delantero y tres en el
asiento del baúl de una Bugatti color rojo sangre. Penetraron en la casa de
Giuliano según el orden de estatura, de menor a mayor, todos vestidos de impecable
traje negro, sombrero Borsalino gris oscuro y zapatos de charol. El primero,
que resultó ser Giuseppe Mastrogiusseppe, era un hombre de enorme cabeza y cara
huesuda de pómulos marcados y medía aproximadamente un metro cincuenta centímetros
de estatura; los otros que lo seguían eran los Asociados del proverbial
buffette de Times Square, "Mastrogiusseppe and Associates, Attorneys at
Law", de Broadway
y la calle
42, el centro simbólico del espectáculo, donde coexistían
con orgullo las estrellas de Broadway, las casas de prostitución y el mayor
tráfico de drogas de Occidente. El último de los Siete era casi tan alto y tan
flaco como Aristóteles y se asemejaba a él de tal manera, que parecían gemelos;
tenía cabello blanco como él, pero, mientras nuestro sabio usaba barba entera,
el otro, Pierino Sietemesino, usaba solo bigote. Esa mañana Aristóteles estaba
vestido con camisa blanca y pantalón pijama blanco y, desde ese momento, no sabemos
por qué, qué extraño conflicto de identidad pudo haberle provocado ese
encuentro, Aristóteles apareció en público siempre vestido de blanco. Se intercambiaron
los ósculos de costumbre en las "famiglias", dos en cada mejilla,
y luego
se sentaron.
Giuliano
tomó la palabra, explicando que necesitaban, en primer lugar, libertad de
circulación por toda América, la Villa Olímpica no era el lugar más apropiado
para ellos, y luego, permiso para portar armas y usarlas "en defensa
propia". Giuseppe Mastrogiusseppe contestó que eso era juego de niños, si
estaban en Villa Olímpica era como una medida preventiva adoptada por Thompson
para que se intercambiaran emisarios con Rómulo Galante y resolvieran sus
"diferencias" diplomáticamente; si acaso se producía un enfrentamiento
este debía ser calculado de antemano y el sitio del mismo decidido siguiendo
las ordenanzas policiales de la ciudad; su estadía en Villa Olímpica no debía
ser erróneamente interpretada, ese no era un campo de concentración; en cuanto
al permiso para portar armas no sería muy difícil obtenerlo, en Nueva York los
ciudadanos podían ir armados y la legislación los protegía, era costumbre de
muchos neoyorquinos llevar en el bolsillo del
saco una 22 o una 38, cuando no una 45, para defender la billetera o
protegerse de ataques de desconocidos en las estaciones del tren subterráneo, o
presionar a sus deudores al pago de sus obligaciones, o tomar debida venganza por
injusticias recibidas y que,
en esa ciudad pacífica, el promedio de asesinatos anualmente ascendía a 20.000
personas y era usual que una negativa
amorosa de una mujer terminara en violación y ahogo, una deuda impaga en la hospitalización del responsable, la trampa
en el juego en la desaparición del fraudulento y la estafa en el comercio
ilegal de drogas en la muerte accidental de los culpables. Giuliano aprobó con
un gesto esos actos de justicia del derecho consuetudinario y Giuseppe agregó:
- Y eso sin contar
las necesarias venganzas de la
"famiglia" que, aquí como en Palermo, ocurren a menudo. Ante todo, ¡el
honor!
Al
fin habían llegado al núcleo de la cuestión, porque Giuliano Pomponio
estaba impaciente.
- Giuseppe
Mastrogiusseppe - dijo Giuliano con voz grave - Ud. sabe o sospecha, porque
nuestra presencia no puede ser un misterio
para nadie, por qué estamos aquí. Hay quien
dice que nos echaron de Sicilia;
la verdad, como lo ha entendido muy bien mi consejero Aristóteles, es que la
Omertà no puede sobrevivir cómodamente en ningún sitio, ni en Sicilia ni aquí. La Famiglia está amenazada; por eso hemos
venido, para salvarla. Yo contraté sus
servicios, pero eso no significa nada si no tengo además su fidelidad. ¿Puedo
contar con su ayuda?
- Si se trata de
ser árbitro en la cuestión - dijo Mastrogiusseppe con nerviosismo - mi especialidad
es ser intermediario, porque, como Ud.
sabe...aquí la Famiglia depende de
nuestro jefe máximo, Rómulo Galante,
que, según tengo entendido, es pariente
suyo...
- Lo que pretendemos
no es excesivo - continuó Giuliano - La Famiglia en América no ha sido sometida
a juicios públicos y humillada como en Italia, pero ¿qué me cuenta de la
"ley seca" y la persecución de las casas de prostitución?, ¿no es un
ataque directo del Gobierno contra la Maffia? Esas han sido, tradicionalmente, nuestras
principales operaciones; al atacarlas, atacan nuestra base económica. Y Capone
en Chicago no está nada firme, le están buscando la vuelta para que caiga.
- ¿Y qué solución
propone Ud.?
- Muy sencillo: la
unidad. En Sicilia, yo fundé la Asociación de Defensa de la Tradición
Siciliana; antes, la Omertà era una
serie de operaciones locales, que, como sabemos, entraban en disputas
sangrientas entre sí. Yo la unifiqué y le di una estructura corporativa; así
logré eliminar las disputas y la anarquía y organizarla bajo un solo mando. El
método lo tomamos del Fascismo, que, hoy por hoy, es la única esperanza que
tenemos para defendernos contra la corrupción liberal de la sociedad y contra
el comunismo; desgraciadamente,
Mussolini no lo entendió así y decidió atacarnos. Sin embargo, a pesar que encarceló
a gran cantidad de miembros prestigiosos de nuestra organización, no pudo
destruirla, simplemente porque la Omertà estaba unificada y unidos somos
indestructibles.
- ¿Indestructibles?
- Una vez - terció
Aristóteles - hace muchos años, el rey Jerjes decidió invadir un pequeño reino independiente de hombres
aguerridos: ese pequeño reino era Grecia; lo atacaron, pero no pudieron
dominarlo; años después, Grecia, fortalecida por la lucha, invadió a sus
vecinos y no cejó hasta haber hecho del mundo un Imperio. Hoy los sicilianos
somos atacados, pero uniremos nuestras fuerzas dispersas por el mundo y esa
misma diáspora será nuestro imperio: fundaremos el Consejo
Mundial para la Defensa de la Tradición Siciliana. ¿Quién nos dice si el
mundo futuro no adoptará nuestra moral y nuestro método de dominio, como una
vez adoptó el de los griegos?
- El único obstáculo
para que esta idea salvadora sea posible - dijo Giuliano con vehemencia - es la
famiglia Galante. Debemos convencerlos de que lograr la unidad y la jefatura única
es indispensable. Hemos venido a América para quedarnos. Para nosotros, esta es
también la tierra prometida.
- No perdamos más
el tiempo, Uds. no son hombres de palabras sino de hechos - dijo
Mastrogiusseppe - El primer paso es concertar
una entrevista con
los Galante.
Después
de los ósculos de despedida, la Bugatti rojo sangre salió del barrio cercado con
los siete abogados. Giuliano y Aristóteles discutieron sobre el posible éxito
de la misión de los Siete, y coronaron la tarde yendo a la carrera de
bicicletas. Esa noche reunieron a todos los jefes subordinados a Giuliano, representantes
de las principales famiglias de Sicilia y a algunos de sus piciotti más
prestigiosos, y les comunicaron las nuevas.
Giuliano
pasó todo el día siguiente sentado junto al teléfono rojo esperando la llamada
de Mastrogiusseppe; Aristóteles permaneció a su lado en silencio, releyendo la Summa Theologiae, The Maffia in New York y un
libro que había conseguido en la desierta biblioteca del "Enrico
Carusso", A History of New York City
de Frank Crackwheat, escritor recientemente distinguido por sus logros intelectuales
con el premio "Sweepstakes"
del matutino Daily News. A las siete
de la tarde Pierino Sietemesino llamó desde el bufete de Times Square; dijo que
no podía hablar demasiado tiempo porque estaba atendiendo un importante caso de
estupro, pero deseaba comunicarle que su jefe estaba reunido en ese momento en
un local de juego del Sur del Bronx con Rómulo Galante y muy pronto tendría
noticias de este. Varios piciotti llegaron a la casa de Giuliano y se quedaron
en el living bebiendo sciroppo
de menta, mientras Giuliano y
Aristóteles se confortaban con altos vasos de granadina. Dos horas más tarde llamó Giuseppe Mastrogiusseppe
y le dijo que Rómulo Galante le mandaba sus más sinceros saludos y aguardaba
con ansiedad el momento de abrazar en persona a su sobrino segundo. La reunión
sería al día siguiente en los fondos de una lechería del Bowery en Manhattan.
Mastrogiusseppe
vino a buscarlos en un Ford T; Aristóteles, cada vez más alto y más flaco, y el
robusto y desproporcionado Giuliano, tuvieron que admitir que les vendaran los
ojos; aún no había llegado el momento de ver la ciudad en todo su esplendor e
inocencia imperial. Mientras el auto avanzaba sintieron sin embargo su
pululación. Cuando les quitaron las vendas estaban sentados en un salón grande,
con muros de ladrillos sin revocar y techos altos, que parecía un depósito de
mercadería; a un costado había un tambor de gasolina que contenía un vino
siciliano con el que serían invitadas las
visitas. Pocos minutos después se abrió la puerta y entraron Rómulo Galante y
su hermano Castaldo Richard Galante, acompañados por el hijo de Rómulo,
Johnny Galante.
Rómulo
Galante era un hombre que aparentaba más de setenta años; una hemiplejia le había
paralizado medio cuerpo y caminaba
arrastrando una pierna, ayudado por su hijo; era muy delgado, tenía la
espalda encorvada por el reuma y algunas manchas hepáticas en el rostro. Besó
en ambas mejillas a su sobrino segundo y a Aristóteles, quienes, al ver al gran
patriarca americano, se emocionaron,
derramando lágrimas sinceras. Con un movimiento de la mano y un
gruñido, Rómulo les ordenó sentarse a una larga mesa; junto a Rómulo se ubicó
su hermano Castaldo, un hombre algo más joven, voluminoso, con la piel del
rostro encarnada y tirante por la gula, y a la izquierda su hijo Johnny, un
hombre de la edad de Giuliano, fornido, con el cabello engominado y peinado con
un jopo muy levantado, que aspiraba con fuerza y dilataba los cornetes de su
nariz como si padeciera de la irritación
propia de los cocainómanos.
Giuliano
y Aristóteles se ubicaron frente a los tres Galante y en la cabecera de la mesa
se sentó el abogado Giuseppe Mastrogiusseppe. Tanto Rómulo como su hijo permanecieron
en silencio; el único que hablaba era Castaldo, en nombre de su hermano, que para
mostrar aprobación gruñía y movía la cabeza. Antes de entrar en materia Castaldo
le preguntó a Giuliano por la Famiglia de Palermo, por la mamma y por Palermo,
querida ciudad que hacía tanto que no veía. Aristóteles respondió por Giuliano,
quien, imitando a Rómulo, y como para no desacreditar su autoridad, gruñía y
asentía con la cabeza, igual que el otro. Después de darle algunas noticias
breves sobre la triste y esforzada vida de los Pomponio, Aristóteles habló
sobre la historia de la admirada Palermo, describió varios de sus edificios: la
Prefectura, el Obispado, la Plaza du Dome, la Catedral, la Universidad, el
Municipio, y destacó la perspectiva del Corso Vittorio Emannuele, de la Cala y
el Puerto de Palermo. Rómulo lo escuchó con admiración y respeto, visiblemente
emocionado y dando gruñidos de placer.
Luego,
inclinando la cabeza hacia un costado y mirando en dirección al cielorraso, con
voz suave pero firme, habló finalmente Rómulo:
- Querido
Giuliano: tu sabes que los Galante, capos de la Omertà de Nueva York, te damos
la bienvenida como capo de Maffia de la Sicilia, nuestra patria. Pero no
has venido solo: ningún hombre hace un
viaje de turismo acompañado por 49.500 compañeros armados.
- 50.000 - corrigió
Giuliano, criticando indirectamente los servicios de inteligencia de Rómulo -
Vengo en son de paz, pero para buscar la paz hay que estar preparado para la
guerra, como siempre dice Mussolini. Bien, querido capo, yo vengo a proponerte
la reunificación de todas las fuerzas de la Maffia dispersas por el mundo en
una sola organización internacional: la
Liga o el Consejo Mundial de Defensa de la Tradición Siciliana, cuya Sección
Siciliana yo presido. Debes reconocer que esta unión de fuerzas es necesaria:
el mundo está cambiando.
0 cambiamos con él o pereceremos.
- Y por supuesto
que querrás ser el jefe de esa organización mundial - replicó Rómulo con ironía,
sin levantar la voz - Si eso es todo lo que vienes a decirme, ya sabes que no
podrá resolverse sin una guerra, en la cual serás vencido. Giuliano Pomponio:
castigaré tu soberbia, tu infamia y tu ambición de poder. Quieres ponerte
por encima de
los derechos ganados por nuestra famiglia Galante. Algún
día no muy lejano beberé mi vino en tu calavera.
- Entonces, si así
lo quieres, tío, es la guerra. Sería un inconveniente gastarse en escaramuzas locales,
además ganaríamos la enemistad de los políticos y la policía. Convengamos una
gran batalla y que venza el mejor.
Mastrogiusseppe
quiso hablar, pero Rómulo cruzó un dedo sobre sus labios, indicando su
voluntad.
- Está bien - dijo
Rómulo, fatigado - Luego decidiremos el lugar del encuentro.
La
breve reunión se dio por concluida. Giuliano se acercó a su tío para darle el
beso de despedida, pero éste le quitó la cara.
- ¿Y cómo está la
moral de tus hombres? - dijo el obeso Johnny Galante a Giuliano, con ironía.
- La moral de los
sicilianos - respondió Giuliano, herido - te la enseñará la historia: los
descendientes de la Magna Grecia hemos llegado muy lejos practicando las
costumbres que practicamos.
Les
volvieron a vendar los ojos y los llevaron al automóvil. En el camino ni
Giuliano ni Aristóteles hablaron. El abogado Mastrogiusseppe quiso convencer a
su cliente del error, lo instó a buscar la conciliación, le advirtió que los
Galante podían reunir un ejército más grande que el de él, pero Giuliano no se
inmutó. Aristóteles, haciéndose cargo de la respuesta, dijo sentencioso:
-Cuando la guerra
es inminente, no es prudente tratar de evitarla.
Esa
noche, en Villa Olímpica, Giuliano llamó a los capos y piciotti, que en ese
momento se encontraban presenciando una carrera de bicicletas, a una Asamblea
Extraordinaria. Les informó sobre la situación y los valientes jefes
prorrumpieron en gritos de guerra y en insultos al enemigo, mostrando el alto
nivel de su moral militar. Reconocieron que la guerra era justa y necesaria y
la Asamblea se disolvió. Sólo faltaba
decidir el sitio de la batalla y espiar los movimientos del enemigo.
Encontrar
un lugar adecuado para dar la batalla no fue un problema nada sencillo de
resolver. Tuvieron que entrar en tratativas con el Intendente y la Policía y,
por supuesto, con la familia Galante. El Intendente les propuso una zona
descampada en Staten Island; los Galante y Giuliano se negaron: querían que
fuera en un lugar visible y público. El Intendente les propuso el Central Park,
pero cuando supieron que ocupaba un perímetro de un kilómetro de ancho y ocho
de largo, adujeron que no estaban preparados para una batalla campal, ni física
ni militarmente, era un tipo de práctica guerrera ajena a las tradiciones
militares de la Maffia. Exigieron un sitio urbano, en que pudieran utilizar los
accidentes naturales de su geografía: recovecos y pasadizos, túneles del tren
subterráneo y la calle, de acera a acera. Galante propuso Times Square, pero el
Sr. Thompson respondió que era imposible: una batalla en Times Square podía
extenderse al resto de la ciudad y estallar en conflagración. Finalmente se
decidió que sería en Herald Square, en la calle 34 y la Avenida de las
Américas, frente a Macy's.
El
perímetro destinado para la batalla, en la que se calculó participarían 100.000
hombres, 50.000 de cada bando, se extendería de la calle 30 a la 38 y de la
Avenida 5ta. a la Avenida 7ma.; los contrincantes no podrían exceder esos límites
y para garantizar que respetaran esto el Intendente haría acordonar el área
destinada a la batalla por la Policía y la Guardia Nacional. El Sr. Thompson
extendió el permiso bajo el título "Permiso de manifestación pacífica",
y el motivo de dicha manifestación era la "Celebración del día de la familia
italiana". La policía fijó como fecha el domingo 15 de septiembre a las
dos de la tarde; era ideal hacerla en un domingo para evitar que hubiera
"conflictos" con los comercios de la zona. La "manifestación"
debía concluir a las doce de la noche de ese mismo día, hora en que la Guardia Nacional
procedería a "evacuar" el área, si ellos no lo habían hecho por
propia voluntad.
A
Rómulo Galante no le fue fácil reclutar soldados para su ejército, ni entrenarlos.
A pesar que en Nueva York pululaban
las pandillas violentas y, en
muchos de sus barrios: Harlem, el Lower
East Side, Chinatown, South Bronx, Williamsburg, sus habitantes estaban muy
familiarizados con el uso de armas de fuego y armas blancas, a los jóvenes no
les gustaba la idea de arriesgar su vida
en una batalla frontal contra un
ejército organizado. Les
faltaba el incentivo que poseían los sicilianos de
Pomponio. Giuliano y sus hombres sabían que habían “quemado las naves” y no
podían regresar a Sicilia. Debían vencer o morir. Esto hacía de cada soldado un
arrojado valiente, dispuesto a jugarse el todo por el todo. La situación para
los norteamericanos era distinta.
Con
esfuerzo los capo-maffiossi de Rómulo de Ios distintos distritos de la
ciudad de Nueva York lograron reclutar 5.000 hombres, casi todos sicilianos o
hijos de sicilianos. Estos conformaron la flor de su armada: lo selecto de su
raza se veía en la baja estatura, el cabello ensortijado, la mandíbula prominente,
la cabeza grande, la nariz aplastada, la caja torácica como barril, los brazos
membrudos, las piernas cortas y arqueadas. Estos sicilianos, el día de la
batalla (que vino a ser recordada como la "Batalla de Herald
Square"), tomaron posición frente a los guerreros de Palermo que comandaba
el mismo Giuliano y combatieron hombre a hombre.
Cuando
no consiguieron más voluntarios sicilianos para la armada empezaron a buscar
soldados mercenarios de otras nacionalidades. Alistaron 5.000 hispanos por una
paga de $99,99 por persona; 5.000 negros americanos por un salario de $89,99; 5.000 griegos por $100,00;
5.000 irlandeses por $105,50; 5.000 chinos por $34,50; 5.000 “integrados”,
conformados por una coalición de lesbianas y judíos, cuyo salario respectivo de
$85,00 y $150,00 fue pagado por la Asociación de Comerciantes de la Calle 42,
para evitar que la batalla tuviera lugar en la Calle 42 (de estos 5.000, 1.000
eran mujeres, que no querían ser discriminadas por razones sexuales, y se
vistieron como hombres), y 5.000 policías retirados a $150,00 que, aunque excedían
la edad promedio de las tropas de Rómulo, no pasaban los cuarenta años.
Por
último los hombres de Rómulo fueron a Little Italy. Allí apelaron a discursos
patrióticos. Dijeron que la comunidad ítalo-americana estaba amenazada y que
sus vidas corrían serio peligro si la familia Galante perdía la guerra.
Lograron reclutar 10.000 patriotas italianos voluntarios. Constituían un
contingente heterogéneo de hombres que oscilaban entre los doce y los sesenta y
cinco años de edad. Al igual que los sicilianos de la vanguardia, no aceptaron
paga alguna. Sus familias provenían de diversas regiones de Italia y, temerosos
del destino que podía correr la comunidad italiana en Nueva York, si la famiglia
Galante perdía la guerra, decidieron olvidar
las diferencias regionales. Se plegaron a la causa siciliana “auténtica” de
Galante, contra el impostor, ebrio de poder, Giuliano Pomponio, y su consejero,
el "loco" Aristóteles.
Galante
pensó en un primer momento en contratar a algunos "especialistas", "Boinas
verdes" u oficiales
de la CIA, para dar
un entrenamiento físico
y militar adecuado
a sus hombres, pero luego se dio
cuenta que no hacía falta: para pelear
en la calle lo decisivo era el valor, la ferocidad y el "odio a primera
vista". La motivación que llevaba a la mayoría de sus hombres a pelear era
infalible y la mejor que podía ofrecer
América: el dinero. Una semana antes del día fijado para la gran batalla,
Galante citó a su ejército en Ios amplios predios del Jardín Botánico del
Bronx, junto al Jardín Zoológico. Rómulo ese día amaneció bastante enfermo y
mandó a Johnny Galante en su lugar para que
lo representara.
Johnny
hizo formar al ejército, verificando el uniforme y armamento de cada batallón: los
5.000 sicilianos de la vanguardia se habían vestido con traje verde oscuro,
corbata roja y zapatos blancos, e iban armados con pistola automática y
ametralladora; los 5.000 hispanos usaban traje marrón y sombrero gris, y llevaban
revólver Magnum y cuchillo bayoneta; los 5.000 negros iban vestidos con traje
blanco y corbata violeta, y llevaban pistola y navaja barbera; los 5.000 irlandeses
portaban bate de béisbol y bombas caseras, e iban en mangas de camisa y con
capuchas negras; los 5.000 chinos usaban máscaras representando tigres o
dragones, vestían quimono de seda verde e iban armados con espada de dos filos
y barra con cadenas; los griegos llevaban escopeta de caza, una flauta colgando
del cuello para incitar a los suyos al combate y honda para lanzar granadas, y
vestían trajes regionales con bordados
multicolores; la coalición de
judíos y lesbianas vestían todos iguales: quimonos de algodón color azul y
blanco, parecidos a pijamas, y gorros frigios que les cubrían enteramente la
cabeza y hacían imposible distinguir a
hombres de mujeres (excepto en el caso los judíos ortodoxos, que tenían barba),
e iban armados con ametralladora, dos revólveres, una cinta de granadas, un
cuchillo atado a cada pantorrilla y ganaron fama de haber sido los más crueles
y aguerridos durante el combate; los policías retirados vestían con camisetas
azules con las inscripción "13th. Precint I love New York'', vaqueros
Levi's, botas con tacones, sombrero Far West y cartucheras con dos revólveres
Colt 45, y los 10.000 voluntarios italianos de Little Italy iban vestidos con
camisa negra, sombrero montañés con plumas de gallo, botas altas abotonadas y
estaban armados con pistola Beretta y ametralladora Uzi, y coreaban consignas a
voz de cuello y levantaban la mano con la palma abierta, según la costumbre del
saludo fascista.
Dos
días antes de la batalla, el Obispo de Nueva York, Monseñor Jackie O'Keef, invitó
a los jefes de los ejércitos enemigos a que se reunieran con él para buscar una
solución al conflicto, pero ninguno de los dos aceptó; consiguió, eso sí, que Rómulo
y Giuliano, en una muestra de su devoción por la Santa Madre Iglesia, le llenaran
la Sede del Obispado con imágenes de santos de yeso y velas; además, cada uno
le envió mil dólares para que diera una misa en beneficio de su ejército. El
Intendente prohibió a los diarios que publicaran nada que se refiriera directamente
a la batalla; deseaba mantener el "orden público" y los periodistas tuvieron
que conformarse con alusiones metafóricas: el New York Times sacó en su primera plana el titular "Carnaval en Nueva York'', el New York Post, "Llegó Julio César" y el Daily News, más osado que los otros periódicos,
"La Maffia se defiende". Todos hablaban de una "manifestación
pacífica", autorizada por el Intendente y la Policía; el New York Post insinuó la posibilidad de que
algunos manifestantes llevaran
"armas ocultas" y
"se produjeran disturbios"; el New York
Times afirmó que detrás de "la demostración y la contrademostración"
se enfrentarían, en Herald Square, los intereses políticos Republicanos y Demócratas,
dando a entender que los Demócratas (entiéndase el Intendente Thompson ), se identificaban con el estilo
populista de los Galante y su “manejo de los negocios” y los apoyaban, y los
Republicanos apoyaban a Pomponio, por su belicismo y
ambiciones imperialistas.
El
domingo, 15 de septiembre, a las diez de la mañana, la Policía y la Guardia
Nacional ya habían acordonado el perímetro de la "manifestación"; las
radios locales anunciaron que las columnas "venían marchando"; la de
Galante, por el Grand Concourse, descendía desde el Sur del Bronx hacia
Manhattan; la de Pomponio salía de la Villa Olímpica de Brooklyn. Giuliano y
Aristóteles estaban felices; hacía
un día de sol y eso les parecía
un buen augurio. La Villa estaba a unas quince cuadras del Puente de Brooklyn y
decidieron que sus hombres entraran en la ciudad a pie, como buena infantería;
presidía la columna el Ford T de Giuliano, portando en el baúl una enorme
pajarera con varios cientos de canarios amarillos; luego seguían los diversos
contingentes de sicilianos: los de Palermo de traje negro, los de Catania de
traje gris, los de Messina en mangas de camisa, el grupo que provenía de
ciudades más pequeñas usaba traje marrón y los campesinos iban vestidos con
ropas típicas.
Detrás
de la columna, que marchaba a razón
de diez hombres
de frente y
cubría unos tres
kilómetros de longitud,
venían varios camiones cubiertos que llevaban sobre la lona la inscripción
"Comestibles" y transportaban las armas de fuego, evitándose así que
la policía pudiera detenerlos antes de llegar a destino. La columna estaba
dividida en batallones de quinientos hombres cada uno, dirigidos por piciotti en
función de oficiales. El estado anímico de las tropas era óptimo: el día
anterior habían corrido carreras de bicicletas, las familias más amigas se
habían invitado a almorzar o a cenar,
celebraron fiestas sexuales
en común y los amantes se juraron amor más allá de la muerte, cantaron y
rezaron, y por la noche escucharon la arenga de Giuliano, asegurándoles que la
victoria estaba próxima y poco podría contra ellos un ejército de mercenarios,
y la invocación de Aristóteles que recitó de memoria varias páginas de la Summa Theologiae en latín ante su audiencia
arrodillada.
Esa
mañana Giuliano les había dado abundante vino siciliano para alegrarles el espíritu
y los 50.000 cadetes entraron en la explanada del magnífico Puente de Brooklyn
cantando a voz de pecho marchas militares y canciones sicilianas. Desde el
puente pudieron disfrutar una vista
panorámica de la ciudad que habían venido a conquistar. Los edificios de
Wall Street, en el sur de Manhattan, les parecieron, a diferencia de las
viviendas de Brooklyn (que eran irreales y casi de juguete), elegantes y bellos.
- Esos rascacielos
son hermosos, pero no tienen la historia que percibimos en los muros y los
edificios de la ciudad de Palermo - dijo, escéptico, Aristóteles a Giuliano -
Esta es una ciudad bárbara. Parece
que hubiera sido hecha para el futuro, para desafiar el tiempo, pero ... ¿tendrá ese futuro?
Cuántas ciudades construidas para siempre: Babilonia, Cartago, conocieron la
destrucción y el polvo ... y aun la vieja Roma y la misma Atenas, ¿qué hay en las
nuevas metrópolis de la antigua gloria imperial? Sin embargo ... - se sinceró - debo reconocer
que Nueva York
me seduce y me
gusta. Es una ciudad-isla
y los puentes
la conectan a
tierra firme y a otras islas, como si fuese el centro de una tela de
araña.
Esto
dijo y miró a Manhattan con voluptuosidad y con dulzura. Vestido con pantalón
blanco y guayabera, Aristóteles tenía un cierto aire de santidad. Luego agregó:
- No sé por qué me
emocionan tanto las ciudades, ¿será tal vez porque nací en un castillo y las
considero una suerte de fortificación? Aunque esta ciudad es tan inmensa que
parece más bien un hormiguero ...
- América es un hormiguero
- dijo Giuliano, tornándose de pronto filósofo de las cosas pequeñas - Hemos
venido a descubrir el nuevo mundo, que dicen es el mundo del futuro. Yo había
creído que América era algo serio. Me equivoqué. Aquí reina un ambiente de
feria y de supermercado.
- En lugar de la
consumación de Grecia y Roma, esto parece más bien su reverso cómico. La
humanidad evoluciona hacia la comedia y la sátira - reflexionó, melancólico, Aristóteles,
la mañana de la inexorable batalla.
La
columna salió del puente y pasó frente al City Hall. Giorno Miragalla, el capo
de Catania, miró la fea fachada del edificio municipal y dijo, haciendo un
gesto de disgusto, a uno de sus
pisciotti:
- Mira, Carlo, más
les hubiera valido imitar la arquitectura del Municipio de Palermo.
La
columna tomó Chambers Street y se dirigió hacia Broadway. Si el ejército de
Giuliano Pomponio estaba en inmejorables condiciones para el combate, como lo
hemos demostrado, no podemos decir lo mismo del ejército de Rómulo Galante.
Ninguno de los sicilianos de su vanguardia faltó a la cita de honor, pero de los
10.000 italianos de Little Italy sólo aparecieron 8.000:
las disputas entre
grupos habían hecho que muchos renunciaran a las ventajas de la guerra.
De los 5.000 hispanos aparecieron sólo 2.500: Galante cometió el error de
pagarles el día anterior y ese domingo
los otros 2.500 le mandaron telegramas, dando parte de enfermos. De los
5.000 irlandeses llegaron unos 4.000 y entre estos había una cantidad tan
grande de borrachos que era casi imposible mantenerlos en pie. Los chinos
aparecieron todos a tiempo, con los kimonos impecablemente planchados. De los
judíos unos 500 no se presentaron porque "no habían tenido tiempo de
cerrar sus negocios" (la verdad es que el domingo era un
día de pingües ganancias para muchos y habían
preferido quedarse en sus tenderetes de Orchard Street antes que exponer la
vida en una batalla). Las lesbianas fueron las
primeras en llegar
al punto de reunión y eran las
que hablaban más alto e insultaban con más energía, prometiendo cortarles las
bolas a los enemigos. De los negros de Harlem muchos dieron parte de enfermos;
se presentaron unos 4.000; algunos llevaban rifles Remington que habían sido
usados por sus abuelos en la Guerra Civil de Secesión, y hablaban de liberarse
para siempre de la esclavitud. Los griegos estaban todos, así como también los
policías; estos últimos tenían un aspecto tan feroz, que, más que hacia una
batalla, parecía que se dirigían a reprimir una huelga.
El
ejército de los Galante había quedado reducido a unos 40.000 hombres, mientras
el ejército de Pomponio contaba con 50.000. Combatirían en un espacio físico
muy limitado, en el que sería fundamental el aspecto sicológico: la habilidad de
intimidar al enemigo y desmoralizarlo, aprovechando el factor sorpresa. Iban todos los soldados montados en camiones
descubiertos; detrás seguían los camiones cubiertos, que transportaban los
"alimentos." La gente del Bronx se agolpó en el Grand Concourse para verlos pasar y los vitoreó. Entraron en
Manhattan por el puente de Willis Avenue, atravesaron El Barrio, en el sector
Este de Harlem y luego bajaron por la Quinta Avenida. Al llegar a la calle 72 y
la 5ta., Rómulo dio la orden de dirigirse al Central Park; fueron hacia el campo
de deportes, hicieron un círculo con los camiones y se bajaron, dispuestos a
tomar el sol y esperar que se aproximase
la hora de la contienda.
El
contingente de Giuliano Pomponio se dirigió a Times Square usando el tren
subterráneo. Pudieron admirar esa
maravilla de la ingeniería del Nuevo Mundo.
Los irreverentes cadetes
atestaron varios trenes y causaron a los conductores más de un dolor de cabeza,
tirando de la cuerda del freno de emergencia a cada minuto. Giuliano y Aristóteles
fueron en el Ford T con la pajarera por la calle Church hacia el norte;
atravesaron una zona de fábricas de confecciones y depósitos de mercaderías;
luego Church se transformo en la 6ta. Avenida y llegaron a Greenwich Village.
Les llamó mucho la atención las escaleras de hierro que veían en el frente de
los edificios de apartamentos, aparentemente sin ninguna función. Pensaron que
sería otra de las locuras americanas: nadie
podía subir a los apartamentos usando estas escaleras exteriores, se detenían unos
tres metros antes de llegar a la acera y, además, ¿quién querría entrar en su
casa por la ventana?.
- Quizá sean para
ayudar a los ladrones
- bromeó Giuliano .
Les
sorprendió ver las calles atestadas de automóviles, todos igualmente rectangulares
y semejantes al de ellos; al llegar a la calle 8 el tránsito
quedó bloqueado y no pudieron circular por diez minutos: jamás
habían visto tantos autos juntos.
- Estos americanos
son grandes fabricantes de máquinas - sentenció Aristóteles.
En la
intersección de la
calle 34, la Sexta
Avenida y Broadway tuvieron que hacer un desvío, porque la policía había
interrumpido el tránsito. Finalmente arribaron a Times Square, el centro del
teatro, la droga y la prostitución.
Descendieron del Ford T frente al alto edificio del New York Times y miraron
hacia la punta de la torre donde, montada sobre un polo de acero, había una
brillante esfera hecha de espejos. Aristóteles sonrió con
satisfacción.
-¡Qué es? -
preguntó Giuliano a su consejero y maestro.
- Es el Tiempo -
respondió Aristóteles - hemos llegado a la Plaza del Tiempo: esa esfera de
espejos es el Tiempo.
- Este debe ser el
Centro del Mundo - dijo Giuliano, atónito, rascándose la cabeza - Ver Nueva
York y después morir.
Pasearon por la zona y miraron las
vidrieras de los negocios de pornografía; entraron en uno y se pusieron a
curiosear las revistas eróticas; admiraron en las vitrinas
los penes plásticos, los látigos
de nueve colas y las muñecas desnudas. La pareja tenía
un aspecto tan
extraño, siendo Aristóteles alto,
delgado, canoso, barbado, vestido enteramente de blanco, y Giuliano bajo, muy
corpulento, vestido con un traje negro, que los vendedores de drogas los
perseguían por dondequiera que fuesen, ofreciéndoles mariguana, hashish,
cocaína y hasta les hicieron generosas
y consistentes rebajas,
sin conseguir que estos les entendiesen. Luego los dos amigos se detuvieron a ver las
carteleras del teatro New Apollo, que anunciaban la aparición en persona de la
divina Greta Garbo; en la puerta del teatro había una fotografía de tamaño real, que realzaba la flacura de mancebo
de la patética diva. Junto a esta
exhibían la fotografía de una actriz de segunda categoría, de pechos
voluminosos, cara de ángel y pelo rubio, que les llamó mucho la atención y les
gustó más.
En
la calle 43 y Broadway vieron a un indio que encantaba serpientes: Aristóteles
observó todo con la boca abierta y, al
terminar la ceremonia, comprobó
que le habían robado el reloj. Los sicilianos ya colmaban el sector; iban llegando
en el tren subterráneo de la línea Broadway en tandas cada vez más numerosas.
Todos miraban con sorpresa el colorido espectáculo americano. Los capos y los
piciotti rodearon a Giuliano y se decidió que era tiempo de bajar hacia
Herald Square. Se fueron formando sobre Broadway en escuadras de diez hombres
de ancho por cien de fondo y empezaron a marchar. Cuando llegaron a Herald
Square vieron que los hombres de Galante ya habían descendido de los vehículos.
Los camiones de "comestibles" que Giuliano había apostado en el área
empezaron a distribuir las armas a sus hombres; a las armas clásicas de cada
contingente Giuliano hizo agregar un cuchillo de caza extra por combatiente, ya
que preveía que en la batalla la lucha cuerpo a cuerpo podía decidir el
resultado. Cuando todos los soldados
estuvieron armados Rómulo Galante se adelantó hacia Giuliano, acompañado
por su hijo Johnny, que lo sostenía del brazo.
- De acuerdo a lo
convenido, Uds. ocuparán el lado Sur de la calle 34 y nosotros el Norte - le
dijo Giuliano - Una vez que los ejércitos tomen posiciones en el campo y nosotros
hayamos hecho las arengas, daremos la orden
de iniciar el combate.
Rómulo
Galante asintió y volvieron hacia donde estaban sus hombres aguardándolos. Los
capos y los piciotti que formaban el Estado Mayor del ejército de Giuliano
rodearon a su Comandante Máximo y, luego de recibir las órdenes, cada uno se
dirigió a su batallón, dispuestos a tomar posiciones. El ejército de Giuliano y
el ejército de Rómulo se desplazaron por la calle 34. Giuliano ordenó hacer un alto
y, junto con Aristóteles, procedieron a reconocer el terreno donde se
desarrollaría la batalla. En la acera norte de la calle 34, entre la 6ta. y la
7ma. Avenida, estaba Macy's, una "supertienda" que ocupaba un solo
edificio de doce pisos de
altura y abarcaba toda
la manzana; entre la 6ta. y la
5ta. Avenida había una serie de edificios de diversa altura, que tenían a nivel
de la calle locales comerciales. El primer local, sobre la esquina norte de la
34 y la 6ta. Avenida, era un negocio de la cadena Mc Donald's, que vendía
hamburguesas hechas de carne, harina de maíz y hueso molido; a continuación
venía una sucursal de la cadena Carvel, fabricantes de helado descremado imitación
crema, integrantes de la
corporación Carvel International, S.A.; luego
había un negocio de la
cadena Pizza Hut,
que vendía pizza
híbrida ítalo-americana y pertenecía a la corporación de Pizza Hut y
Beatrice Foods; a continuación, un negocio de sándwiches y hot dogs de la cadena
Blimpie, subsidiaria de Coca Cola
International; luego una librería de la
cadena Dalton, especializada en "Best Sellers" o libros escritos por
escritores no profesionales sobre temas no literarios para la promoción del
analfabetismo funcional; después
venía una sucursal
de la zapatería Florshein,
que vendía zapatos
de cartón y plástico,
imitación cuero, y pertenecía a la Corporación Florshein Shoes Emporium.
Todos
estos comercios habían cerrado esa tarde de domingo sus puertas al público. Los
negocios de la acera sur, en la que se apostarían los hombres de Rómulo,
igualmente representaban el rico interés comercial de los americanos, pero lo
que más atraía la atención era un edificio en construcción, ya casi terminado,
en la esquina sur de la calle 34 y la 5ta. Avenida; era el Empire State, o
Edificio del Imperio Norteamericano, una torre escalonada de acero y cemento de
102 pisos y más de 450 metros de altura que culminaba en una aguja; abrazado a
la punta del elegante rascacielos, como una especie de oxímoron simbólico,
había, increíblemente, un feo y enorme gorila (apenas lo descubrieron
todos miraron hacia
la altura, con estupor).
Giuliano
le preguntó a Aristóteles como podía ser que un gorila tan enorme (no media
menos de 60 metros de altura) estuviera en ese sitio y Aristóteles le respondió
que América era una tierra de embrujos y encantos, y que sus habitantes
consideraban de buen gusto unir lo elevado con lo bajo y grosero, y que ese
gorila subido a la estilizada torre del imperio mundial era un símbolo de la
cultura norteamericana. Giuliano preguntó si el gorila no iría a bajar de la
torre y tomar bando en la contienda a favor de uno de los dos ejércitos, pero
Aristóteles lo disuadió de sus temores, explicándole que ese gorila, como tantas
otras cosas en América, no era real, se trataba de una imitación y, seguramente,
formaría parte del reparto de alguna película de Hollywood. Esto alarmó a
Giuliano y confesó a su consejero su temor de que Hollywood fuera a mediar en
la batalla con algún truco, transformándola en una parodia o escena de ficción.
Aristóteles le explicó que según lo había entendido bien Santo Tomas (y para
comprobarlo no había más que leer la Summa
Theologiae) era imposible cambiar la realidad en ficción y viceversa, y puso
como ejemplo el caso de la Eucaristía, en que el pan y el vino se transformaban
en la carne y la sangre de Cristo, no de manera simbólica ni como representación,
sino de manera substancial y real, sin ficción alguna, como lo sabían todos los
católicos que comulgaban en la misa y comían el verdadero cuerpo de Dios.
Giuliano, finalmente, tuvo que rendirse ante la evidencia que le presentaba su
maestro y aceptó como prueba concluyente que la realidad era real y la ficción
era ficticia, y la ficción excluía toda realidad y la realidad
toda ficción.
Una
vez reconocido el terreno, Giuliano dio orden a sus tropas para que ocuparan el
campo. Sobre la calle 34, entre la 5ta. y la 6ta. Avenida, se formaron los
infantes de Catania, al mando del capo-maffia Miragalla; entraron unos 3.000 y
su jefe hizo formar a los otros 2.000 en retaguardia, sobre la 5ta. y la 6ta.
Avenida hacia la calle 35, como reserva, para reemplazar a los caídos en
combate; estaban vestidos con traje gris y sombrero ranchero, llevaban un Colt
en cada mano y en la boca, apretada entre los dientes, una navaja barbera,
dispuestos a usarla en la lucha cuerpo a cuerpo, tan pronto como se les
descargaran los revólveres; se ubicaron en dos nutridas filas, una rodilla a tierra y la otra de pie. En la calle
34, entre la 6ta. y la 7ma. Avenida, Giuliano dispuso sus 5.000 cadetes de
Palermo, vestidos de traje negro y sombrero Borsalino; apuntaron sus fusiles
automáticos hacia el enemigo y se quedaron esperando la orden de su jefe. La
Avenida Broadway, siendo una diagonal, permitía la formación de dos plazoletas
triangulares, centro de Herald Square, en el punto de intersección con la 6ta.
Avenida, una al norte de la calle 34 y otra al sur, creando un espacio
adicional para los ejércitos; allí Giuliano ubicó a los hombres de Messina,
apodados "los cerriles", que iban en mangas de camisa, usaban boina
negra y estaban armados con escopetas de caza. Atrás, sobre las calles 35, 36 y
37, Giuliano distribuyó a los 15.000 hombres de las ciudades del interior, en
traje marrón a rayas y con diversas armas, y los 20.000 de la campaña, con
ropas típicas, apodados "los degolladores" y "los guerrilleros
de la tradición".
Rómulo
Galante distribuyó a sus huestes de la siguiente manera: en la acera sur de la
calle 34, entre 5ta. y 6ta. Avenida, ubicó a los sicilianos, vestidos de traje
verde, con pistolas automáticas; entre 6ta.
y 7ma., a los italianos de camisa negra y sombrero con plumas de gallo, armados
con ametralladoras Uzi; en la intersección de la 6ta. y Broadway, a los griegos,
vestidos con trajes regionales, armados de
escopetas de caza y
hondas lanzagranadas; en las
calles laterales aguardaban, listos para el combate, los hispanos, los negros,
los irlandeses, los chinos, los judíos, las lesbianas y los policías retirados.
Dadas
las condiciones del campo de batalla, la táctica de ambos bandos era la misma,
y consistía en atacar, una vez dada la orden, con la mayor energía y coraje
posible, causarle gran cantidad de bajas al enemigo y tratar de expulsarlo del
terreno asignado para la batalla (de la 5ta. a la 7ma. Avenida y de la calle 30
a la 38), que estaba acordonado por
efectivos de la Policía y la Guardia Nacional, fuertemente armados, respaldados
por carros blindados con ametralladoras de 24 mm. Todos los comercios formales
de la zona, como indiqué, estaban cerrados ese día, y tampoco se veían en las
aceras los tenderetes callejeros que normalmente daban a la calle 34 ese
aspecto de feria turca y de bazar; las estaciones de subterráneo igualmente
habían sido clausuradas. Los dos ejércitos eran los dueños del lugar. La
"batalla de Herald Square" o de "los nietos de Garibaldi",
como la gente solía llamarla después, debía terminar, según el acuerdo establecido
entre las partes, a las 12 de la noche, o la Guardia Nacional intervendría
para evacuar el área.
Apenas
pasadas las dos de la tarde de ese domingo de sol, Giuliano Pomponio se paró frente
a la puerta de Macy's, sobre la calle 34, dispuesto a dar la orden para iniciar
la batalla; junto a él estaba Aristóteles, vestido de blanco, imperturbable;
llevaba en la mano un ejemplar del libro de A. Cutrera, La Maffia e i maffiosi (su intención había sido
llevar un tomo de la Summa Theologiae
para leerlo en latín, en voz alta, en el
momento que arreciara la lucha, e infundir coraje a sus hombres, pero, a
consecuencia del apuro y del nerviosismo, agarró el libro equivocado; en un
principio consideró dejarlo en el auto, pero luego optó por tomarlo, al
recordar que casi todos sus hombres eran analfabetos y lo importante para ellos
era el Libro, y no qué libro).
El
estado de animo y la moral de las huestes de Giuliano eran inmejorables; siendo
hombres de su General, los fortalecía tanto más la presencia de sus amantes: se
habían alineado en parejas, dispuestos a defender su amor,
sus vidas y su causa. En la acera de enfrente estaba el ejército del rejuvenecido
Rómulo Galante, que se puso frente a sus tropas, usando una bocina
de mano y las arengó en inglés:
-
Valientes soldados de la Maffia
neoyorquina, voluntarios y mercenarios:
Uds. son hombres de coraje y tienen más huevos que la Estatua de la
Libertad que está
frente a la
isla de Manhattan - todos
levantaron las armas y vitorearon - y
más huevos que el gorila americano que está encima del Edificio del
Imperio; de ustedes depende el futuro del mundo, de ustedes, crisol de razas:
sicilianos, italianos, hispanos, negros, judíos, irlandeses, chinos, griegos, lesbianas y policías retirados. Allí
delante tienen a uno de los ejércitos más corruptos y débiles que la historia militar
del mundo puede registrar: son una secta de pederastas pedones y fofos, cuyo
entrenamiento bélico se reduce a la borrachera y a las comilonas, debilitados
por el uso del jabón Lux de tocador y las carreras de bicicletas. Ustedes, mis
esforzados guerreros, van a hacerlos
pedazos: no les den
cuartel, ¡más vale, sí, perro muerto que maricón vivo!
Todos
dieron grandes voces, profirieron los insultos del caso y vitorearon a su
General. Luego le llegó el turno a Giuliano,
que dijo en
dialecto:
- Queridos
sicilianos: esto que tienen frente a ustedes no es un ejército, sino una
murga de carnaval, compuesta de
italianos renegados, irlandeses borrachos, judíos negociantes, lesbianas
resentidas, chinos tintoreros, policías arrepentidos y otros mercenarios,
porque ese ejército es un ejército pago, como todo en este país, en que todas
las cosas y personas valen entre 29,50 y 199 dólares. Nosotros lucharemos,
fortalecidos por el mutuo amor de nuestros amigos, y daremos nacimiento, en
esta misma batalla, con nuestra victoria, a la nueva Asociación Internacional
de Defensa de la Tradición Siciliana, gracias a la cual la Omertà será dueña
del mundo. Tenemos todo por conquistar; hemos venido de nuestra antigua patria,
rica en cultura y en tradiciones, a esta tierra de bárbaros, para enseñarles lo
que es el arte de la guerra. A medida que avance la batalla los canarios de la
Omertà - y señaló la enorme pajarera que había hecho colocar junto a la puerta
de Macy´s -, rúbrica de nuestro estilo, les taparán la boca a esos cobardes
para siempre, anunciando al futuro nuestro dominio. ¡Adelante, con valor,
victoria o muerte, venceremos!
Los hombres de Giuliano repitieron
“¡Victoria o muerte, venceremos!” e iniciaron una infernal gritería, hasta que
su General levantó la mano, satisfecho. Las arengas habían terminado y todos
apuntaron sus armas. Rómulo y Giuliano dieron simultáneamente la orden de
fuego. Sonaron los estampidos en la calle 34, multiplicados en eco por las
paredes de los rascacielos, que, como desfiladeros, amplificaban el estruendo:
tiros de fusil, de pistola, escopetazos, ráfagas de ametralladora; pronto las
aceras de ambos lados se volvieron un tendal de heridos y de cadáveres
ensangrentados, y los que quedaron en pie cruzaron la calle y con gritos de
furor e insultos de “¡va fa´n culo!”, “¡morto di fame!”, por parte de los
sicilianos, y “fuck you!”, “dirty fagots!”, de los mafiosos americanos, se
lanzaron a la lucha cuerpo a cuerpo, usando las culatas de las armas de fuego,
los cuchillos de caza y las navajas barberas.
Los soldados de Catania se
enfrentaron con los siciliano-americanos de Galante y la vanguardia de Palermo
con los Camisas Negras; los de Messina, ubicados en la diagonal, hicieron punta
de lanza contra los griegos, que ocupaban la plazoleta sur. Mientras tanto, los
sicilianos de las ciudades del interior y los de la campaña del ejército de
Giuliano Pomponio fueron filtrándose entre la turbamulta, por encima de los
muertos y heridos, hasta llegar al frente de batalla; lo mismo, aunque con
menos fervor, hicieron los mercenarios de Galante. Los hispanos avanzaban al
grito de “¡Viva Martí!”, los negros al grito de “¡Viva Lincoln!” y “¡Viva Jim
Brown!”, las lesbianas al grito de “¡Mueran los maricones!”, los policías
retirados al grito de “¡Qué mueran todos!”, los judíos al grito de “¡Abajo el
pogrom!” y los chinos al grito de “¡Viva Mao Tse Tung!”.
Menudeaban los tiros y las
cuchilladas, y el campo de batalla no tardó en extenderse a las vidrieras de
los negocios aledaños, que no resistieron los proyectiles. Algunos se trabaron
en lucha cuerpo a cuerpo en las vidrieras de Macy´s y rodaron entre los
maniquíes, envueltos en vestidos de mujeres de diversos colores. Un maniquí
perdió la cabeza de una cuchillada y un vestido de gasa terminó teñido en
sangre. La pelea pasó de las vidrieras al interior de los salones, y de la
planta baja al primer piso y a los pisos siguientes de Macy´s. En la Sección de
Joyería y Perfumería de la planta baja los negros, colgándose aros de oro en
las orejas, huían acosados por los palermitanos de Giuliano, que aprovechaban
para echarse chorritos de perfume francés “Princess de Nantes” en el cuello. Un
héroe siciliano, en la Sección de Deportes del cuarto piso, montado sobre unos
patines, persiguió a un grupo de barbados judíos ortodoxos por todo el piso,
hasta que finalmente logró vencerlos y humillarlos, metiéndoles un remo por el
culo, grave ofensa a la ley Mosaica.
La infantería hispana de Galante
había entrado en batalla usando trajes de color marrón, y esto originó una confusión, porque era
el mismo color de ropa que usaban los sicilianos de provincia de Giuliano;
algunos, ante el temor de matar a uno de su propio bando, optaban por no atacar
a todo soldado vestido de marrón, negligencia que tuvo consecuencias fatales en
varios casos; otros, temerosos de ser victimados por un enemigo encubierto,
preferían atacar y matar, de ser posible, a todo soldado de traje marrón; a
ninguno se le ocurrió preguntar al contrario en que bando militaba (la
diferencia de lengua de Ios contrincantes hubiera delatado al enemigo) porque
esto hubiera sido una sutileza excesiva para los apasionados y románticos sicilianos,
y un gasto inmerecido de palabras
para los prácticos americanos. Finalmente, Giuliano, para solucionar la
situación, mandó a sus sicilianos de provincia a acuartelarse en la Juguetería de Macy's, en el 7mo. piso, y les
ordenó que se entretuvieran allí por un rato; Iuego ordenó a sus hombres cargar
contra los restantes soldados de traje marrón y pronto todos los hispanos, o
murieron acuchillados o baleados, o huyeron vergonzosamente del campo de
batalla.
La rotura
de las vidrieras
ocasionó problemas adicionales,
porque muchos de los irlandeses
y los
negros en lugar de
pelear se dedicaron
a saquear las
tiendas, y algunas
parejas de sicilianos empezaron a
probarse ropas, especialmente
vestidos de fiesta
y trajes de
bailarina, y dejaron
la batalla.
Unos
soldados usaban los tarros
de helado Carvel
como proyectiles contra sus
contrincantes; volaban las hamburguesas congeladas y los hotdogs; el
suelo se cubrió de alimentos, miembros cortados y cabezas cercenadas; la salsa
de tomate de los potes de ketch up se mezclaba con la sangre de los muertos y
heridos. También le llegó el turno a los zapatos de Florshein y hubo quien
recibió muerte violenta ultimado a
zapatazos; muchos libros best sellers de tapa dura, arrojados con
inusual fuerza, se estrellaban contra las
cabezas de los combatientes, y había cadáveres casi cubiertos con ejemplares de
Soy paralitico y optimista, de John
Green, Cómo gané un millón de dólares y cómo
ganaré otros más, de Richard Wheet, El
libro de los tragos largos, de Joe Barman y La razón de mi vida, de Hellen
Keller.
En
Ia batalla hubo grandes actos de riesgo y valor. Las parejas de amantes
sicilianos lucharon hombro a hombro durante horas; cubiertos de heridas, sus
fuerzas no cesaban; ultimado el amante, optaban por lanzarse solos contra
grupos de tropas enemigas y caer luchando, vendiendo cara Ia vida. Entre estos
hechos heroicos hay muchos que merecen ser contados. Uno de los que conmovió
más a sus compañeros fue el que
protagonizaron Giovannoto y Fortaccio, dos amantes ejemplares. Pasada la
batalla, sus amigos solían repetir la historia a los que no los habían conocido,
como prueba del espíritu indomable de la Maffia.
Ambos
jóvenes provenían de antiguas familias sicilianas, que habían tenido cargos
políticos de importancia en la Cosche Nostre. Giovannoto era un palermitano de
belleza extraordinaria. Su vida en el barco había sido muy accidentada, porque
todos de inmediato se enamoraron de él y él no despreció a nadie, hasta que
finalmente el destino le deparó el encuentro con Fortaccio y conoció el verdadero
amor.
Fortaccio era un
provinciano natural de Siracusa, pero había residido por varios años en
Palermo; integraba con su amante la Vanguardia dirigida personalmente por
Giuliano y ambos se sentían orgullosos de ese privilegio. Fortaccio era de
cuerpo robusto y desproporcionado, aunque de atractiva masculinidad; le costó
poco trabajo seducir a Giovannoto y hacerlo suyo, pero le fue difícil
convencerlo de que le fuera fiel. Finalmente este se le entregó de corazón y
renunció a un papel de "estrella" femenina en una de las obras del
festival de teatro para no herir sus sentimientos, sabiendo que era un
enamorado muy celoso y violento. Y si Giovannoto era único por su belleza,
Fortaccio no tenía par en cuanto a su fidelidad y devoción y todos los consideraban
una pareja singularmente feliz. Andaban siempre juntos y no se perdían pisada;
hablaban de poner una pizzería en Little Italy si todo iba bien y planeaban ganar
gran fama por su valor en la batalla. No sabían que el Destino les tenía
preparado un papel muy especial en el teatro del mundo y, si bien la historia
patética de Giovannoto y Fortaccio no morirá mientras haya maffiossi que la repitan
a sus nietos y amigos, los pobres amantes esa tarde conocieron para siempre el
rostro de la noche sin fin.
En
la batalla lucharon en primera fila, sin dar ni pedir cuartel; cuando no les
fue posible usar más sus armas de fuego por la confusión del combate, se
lanzaron contra el enemigo cuchillo en
mano; Fortaccio recibió un navajazo en la mejilla pero su enemigo resbaló y
Fortaccio le hundió el cuchillo en el vientre, la parte del cuerpo en que la
herida mortal es más dolorosa; cuando retiró el cuchillo salió un chorro de sangre
y los intestinos del hombre se desparramaron por el suelo. Giovannoto, que había
presenciado todo sin poder ayudarlo, en un primer momento temió por su amante.
Giovannoto era un joven muy ágil y se había envuelto el antebrazo izquierdo con
el saco para parar las golpes en la pelea, a la manera de los gauchos y los
cuchilleros argentinos; un enemigo se adelantó, Giovannoto detuvo el golpe y
envistió con el cuchillo en punta hasta que le encontró las costillas al rival,
que retrocedió chillando de dolor adonde estaban los suyos.
Todos
las que quisieron probar suerte con Giovannoto y con Fortaccio quedaron
tendidos en el campo de batalla, muriéndose despacio, hasta que uno de las
piciotti de Galante, un tal Framugio Valenta, hijo de padres sicilianos pero
nacido en Norteamérica, les fue a hacer frente, respaldado por varios de sus
hombres. Framugio tenía una navaja de hoja larga y en punta; Giovannoto logró
herirlo en el pecho y Valenta cayó al suelo de rodillas vomitando sangre e
insultando, mientras sus ojos se iban llenando de lágrimas, aún no resignado a
morir; mortalmente herido, le tiró un feroz golpe con su navaja filosa, que
Giovannoto tuvo que parar con el antebrazo. Sintió un dolor agudo y, cuando quitó
el saco que envolvía su mano para ver la herida, su puño cerrado rodó por el
suelo. El muñón manaba abundante sangre.
Doblegado
por el dolor y la pérdida de sangre el apuesto mancebo cayó al suelo. Fortaccio,
sin pensar en el peligro, se abalanzó hacia él para levantarlo. Varios de los
hombres de Valenta, que estaban observando, deseosos de vengar a su jefe,
fueron a atacarlo. Fortaccio le dio un tajo tan profundo en el cuello al
primero de ellos que la cabeza rodó por la calle con las ojos abiertos y la
boca aún gritando de dolor. Sin embargo, eran muchos contra uno solo. Lograron
herirlo en el hombro. Con la pérdida de sangre se le fue nublando la visión. Después,
recibió una puñalada en el vientre y, al comprender que
iba a morir, quiso acercarse al
cuerpo de su bello amante, que se desangraba lentamente, para caer junto a él. Uno
de sus enemigos, un tal John Cavalcante, antes de que llegara le dio una
cuchillada en la cara y la hoja salió por el oído: la mano tendida de Fortaccio
nunca alcanzó a apretar la mano aún tibia de
Giovannoto. Los enemigos cortaron la hermosa cabeza de Giovannoto y se
la pasaban entre sí para
burlarse. Giuliano, al enterarse
de la suerte que habían corrido
los dos muchachos, se enterneció y derramó lágrimas de dolor. Esta es la
historia trágica de Fortaccio y Giovannoto; si hay un paraíso de los amantes,
allí estarán ellos, olvidados de su noche americana, paseándose, tomados de la
mano, por las prados de la Magna Grecia.
Entre
los americanos, también había muchos hombres valientes que lucharon esforzadamente.
Se destacaron los irlandeses, cuya pasión por el béisbol
era tan extraordinaria, que fueron a la batalla
armados con bates; cuando alguna de las granadas que lanzaban los griegos con sus
hondas pasaba cerca de ellos, no podían dejar de batearla,
a pesar del peligro que esto representaba, pues la granada por lo general
estallaba y el irlandés vendía cara su vida, llevándose con él a todos los que
lo rodeaban, casi siempre igual número de sicilianos y americanos, ya que en el
combate estaban todos mezclados y confundidos. También dieron prueba de valor las
lesbianas, la mayoría de ellas fisicoculturistas de gran desarrollo muscular,
cuya capacidad con las armas blancas
quedó probada esa tarde.
En
la batalla predominó el uso de cuchillos, bayonetas y navajas, justificable por
la falta de espacio para el empleo continuo de armas de fuego, y por el tipo de
entrenamiento militar de los americanos, criados en los ghettos y acostumbrados
a las guerras de pandillas, así como por la preferencia cultural de las sicilianos,
que eran, después de todo, hijos legítimos de la Magna Grecia. Giuliano recorría
el campo de batalla acompañado de varios piciotti y guardaespaldas. Como era
muy bajo y no podía ver bien lo que pasaba a su alrededor, pidió a dos de los
más fornidos de sus hombres que llevaran su pesado corpachón en andas. Así
elevado, veía y dirigía las operaciones. Lo seguían varios soldados del
regimiento elite de palermitanos portando las pajareras, símbolo de la
concepción artística con que quería estilizar el hábito criminal americano,
cuyo espíritu de creatividad estaba prácticamente aniquilado por la mecanización
industrial, que negaba a las asesinatos toda trascendencia estética. Sus
hombres iban metiendo los canarios vivos en la boca de las soldados moribundos
de Rómulo Galante y, aunque sólo tuvieran tiempo material para firmar así una
cantidad limitada de cadáveres, el estilo bélico de Giuliano Pomponio estaba
presente dondequiera.
Aristóteles,
mientras tanto, se paseaba solo por el campo de batalla, entre balazos y cuchilladas,
subiendo y bajando por los montones de cadáveres. Ni las balas ni las hombres
se atrevían a tocarlo. Alto, delgado, de cabello, barba y ropa blancas, con
gesto y actitud mística, parecía un santo llegado del cielo para interceder por
los combatientes. Su única arma era el libro La Maffia e i maffiossi, que llevaba en la mano derecha. A las seis de la tarde, cuatro horas después
de iniciada la batalla, la cantidad de cadáveres apilados en la calle 34 era
tan grande, que hacía muy difícil el paso. La lucha se trasladó al interior de
los locales de negocios, las calles laterales y los túneles del subterráneo,
que los combatientes no tardaron en invadir, después de abrir a balazos las
puertas de rejas que les bloqueaban el acceso. Todos luchaban con mucho ardor.
Como
a las siete de la tarde, cuando empezaba a oscurecer, ocurrió un incidente
digno de mención: uno de los negros de Harlem, tratando de apuntar con su viejo
Remington a la cabeza de un palermitano al grito de "¡viva Jim
Brown!", resbaló en la sangre que cubría el suelo y el tiro salió para
arriba y le fue a dar en el culo al gorila que estaba encima del Empire State.
Era este un animal de hule de sesenta metros de alto, inflado con helio, un gas
combustible; la bala no solo abrió un orificio en el culo del gorila, sino que
además inflamó el gas y por el ano de la bestia empezó a salir una llamarada,
mientras que, al perder aire, producía un potente ruido parecido a un gran pedo.
Los combatientes, sicilianos y americanos, levantaron los ojos hacia el Empire
State y uno de los negros gritó: "¡El gorila está cagando fuego!"
Todos
bajaron las armas y empezaron a gritar, horrorizados, creyendo que se trataba
del gesto vengativo de un poder airado, que estaba en contra de su ejército.
Aristóteles, viendo lo peligroso de la situación, tan pronto como tuvo oportunidad
de ser oído, comenzó a dar voces, levantando el libro de La Maffia e i maffiossi que llevaba en la mano; fingiendo que lo
leía, se puso a recitar de memoria trozos de la Summa Theologiae en latín; su plegaria o encantación, en la
ignorada lengua ritual, conmovió el espíritu rudimentario de los combatientes.
El gorila, al perder el aire, fue reduciendo su tamaño, hasta que prácticamente
desapareció, y todos creyeron que Aristóteles había obrado ese milagro con su
plegaria. Viendo que su astucia había triunfado, Aristóteles dio gritos en
dialecto siciliano, ordenando que siguiera la batalla, y así los hombres volvieron
a acuchillarse y a matarse.
Los
vecinos que vivían en las inmediaciones de Herald Square y oyeron los tiros y
los estallidos, que se sucedieron ininterrumpidamente desde el comienzo de la
batalla, no habían tardado en comunicar las nuevas
a sus amigos. En menos de dos
horas, a pesar del silencio
oficial, ya lo sabía todo Manhattan. Diversos grupos
de curiosos pugnaban por acercarse al lugar de los hechos,
pero encontraron que estaba cercado por el doble cordón de la
Policía local y la Guardia Nacional. Al
no poder entrar en el área, optaron por marchar hacia Times Square y
reagruparse allí. Aunque no sabían con
exactitud cuál era la
causa de la lucha, circulaban diversos rumores que trataban de interpretar las posible
motivaciones de los combatientes: unos
afirmaban que los
negros de Harlem tenían
como símbolo de su
lucha al
abolicionista Jim Brown, líder
de una revuelta
de esclavos iniciada
en el Sur
dos años antes de la
Guerra Civil, y
que luchaban para
liberarse del vasallaje que
padecían en esa sociedad; otros decían que los hispanos oprimidos del ghetto puertorriqueño
de El Barrio caían voceando el nombre de José Martí y, por lo tanto, estaban
luchando por la libertad de los
pueblos caribeños y centroamericanos oprimidos; los homosexuales escucharon que el ejército de
Sicilia estaba integrado por pederastas invencibles que
combatían por la emancipación sexual;
las lesbianas sostenían que sus hermanas morían por obtener
la igualdad de las mujeres y otras minorías discriminadas por motivos sexuales
ante la ley, y los irlandeses afirmaron que sus compatriotas fanáticos del
béisbol peleaban por la liberación de su heroico país colonizado; los policías
pensaron que los policías retirados luchaban por el aumento de sus pensiones y
los italianos de Little Italy decían que los combatientes querían que el Estado
diera una subvención a los restaurantes de su barrio. Así, cada grupo de la
sociedad se sintió representado, incluidas las mujeres anglosajonas ricas, las
WASP, que consideraron que ese era un momento adecuado para reclamos
feministas, y solicitaron que las mujeres que luchaban recibieran igual
pago que los hombres por el mismo
trabajo.
Cada
grupo compuso rápidamente sus pancartas y al grito de "¡viva la libertad!,
¡abajo la esclavitud!", empezaron a pasearse
alrededor de la torre de Times
Square. Sus cartelones decían: "Libertad a los
homosexuales, Asociación de Homosexuales Americanos"; "Abajo
los comunistas, Asociación Nazi Americana"; "Qué mueran los
extranjeros, Camisas Negras de Nueva York"; "Abajo la esclavitud, Partido Nacionalista de Harlem";
"La revolución empieza en casa, Partido Comunista"; "Viva Puerto
Rico libre, Partido Independentista Boricua"; "Queremos libertad de
trabajo, Prostitutas de Times Square"; "Fundemos un Estado judío, Asociación Sionista Internacional";
"Fuera el enemigo inglés de nuestra patria, Ejército de la República Irlandesa";
"Los sindicatos para los trabajadores, Asociación Internacional de
Trabajadores"; "Europa para Alemania, América para Norteamérica,
Partido Republicano"; "Abajo el comunismo, viva la libertad de mercado,
Partido Demócrata". No se vieron grupos defendiendo a la Maffia, por
obvias razones. Los grupos fueron haciéndose más numerosos y a las ocho de la
noche se calcula que había unos 200.000 manifestantes reunidos en Times Square.
La multitud se extendía hasta las inmediaciones de la calle 38 y amenazaba con
romper el cordón policial y confundirse con los mafiosos combatientes. Las
fuerzas de seguridad, inquietas ante la posibilidad de que estallara una insurrección
popular, colocaron sus carros blindados de asalto en posición, listos para el
ataque.
A
las ocho de la noche, en Herald Square, los muertos eran tantos que prácticamente
imposibilitaban que siguiera la contienda. Rómulo y Giuliano decidieron detener
la lucha por media hora para recoger las cadáveres y dar un descanso a sus
tropas. Cesaron los disparos, los insultos y los ayes, y los combatientes de
ambos ejércitos se abocaron a la penosa tarea de acarrear a sus muertos, los de
Giuliano a la plazoleta norte de la intersección de las avenidas Broadway y 6ta.
y los de Rómulo a la plazoleta del lado sur. La pila de cadáveres de los
americanos de Rómulo era visiblemente más numerosa que la de las muertos de
Giuliano; la de Rómulo tenía aproximadamente unos 20.000 cadáveres
multirraciales y la pila de Giuliano Pomponio unos 15.000 sicilianos
sacrificados. La victoria, hasta ese momento, era de los mafiosos internacionalistas
de Giuliano, ante la mafia americana de Rómulo, pero aún quedaban en pie de
guerra unos 20.000 hombres de Rómulo y unos 35.000 de Giuliano, por lo que la
batalla podía continuar sin dificultad alguna hasta media noche.
En
ese momento ocurrió algo imprevisto que turbó el duelo e interrumpió el trabajo
de los guerreros, que recogían del campo de batalla los cadáveres de sus
camaradas caídos en combate. Empezaron a escuchar un creciente griterío y luego
disparos de fusiles y ametralladoras que provenían del norte. Rómulo acordó con
Giuliano extender el cese del fuego por otra media hora, hasta las nueve de la
noche, y mandó a dos de sus piciotti a averiguar de qué se trataba.
Al
rato llegaron los enviados de Rómulo, informándole que, en Times Square, una
multitud muy superior en número al de ambos ejércitos reunidos, luchaba contra
la policía a palazos y pedradas, por razones que no pudieron determinar a ciencia
cierta. Interrogaron a uno y les respondió que luchaban por la libertad de
Irlanda, otro les dijo que por los derechos de los homosexuales, otro que por
los derechos de los trabajadores, otro que por la igualdad racial, y así, ninguna
de las razones coincidían y hasta parecían responder a intereses contradictorios.
Era evidente que todos las insurrectos tenían un gran espíritu de lucha, porque
los policías llevaban las de perder.
Pocos
minutos después llegó una delegación conjunta de la Asociación de Homosexuales
Americanos y del Ejército de la República Irlandesa a parlamentar con ellos.
Propusieron a Giuliano Pomponio y a Rómulo Galante que hicieran un frente común
con los homosexuales y los irlandeses americanos, contra el opresivo e injusto
Estado norteamericano. Los sicilianos, como grupo minoritario, podían unirse a ellos,
en vez de insistir en una guerra civil sin sentido. Las inclinaciones
pederastas de los sicilianos eran por todos conocidas. En el grupo de
combatientes americanos había representantes de cada minoría oprimida, hasta de
la minoría fascista, y nada mejor para ellos que asociarse a los homosexuales y
a los irlandeses nacionalistas. Proponían dividir la ciudad de
Nueva York en dos, levantando un muro de tres metros de alto, coronado
por una alambrada de púas, a lo largo de la calle 42, desde la ribera del Hudson
hasta el East River, atravesando Manhattan de Oeste a Este. Según dijeron,
sería relativamente fácil conseguir el material de construcción necesario y
contratar unos 500.000 trabajadores que construirían el muro en unas pocas
horas, mientras sus simpatizantes mantenían a la policía a raya. La Guardia
Nacional, creían, no tenía orden de disparar contra la multitud.
Un
piciotti de Rómulo fue traduciendo la propuesta a Giuliano y cuando los embajadores
terminaron su discurso no hizo falta siquiera que Rómulo y
Giuliano se miraran: la
respuesta fue un rotundo “no”. Aristóteles, más conciliador, explicó a
los embajadores que, si trataban de levantar un muro en la calle 42, para dividir en dos la ciudad, la
Guardia Nacional los volaría en pedazos y, en el caso que tuvieran éxito,
siempre quedaría el problema de quiénes se irían a vivir al Norte de Manhattan
y quiénes permanecerían en el Sur. Las
fuerzas de Giuliano y las de Rómulo de ninguna manera podían estar en el mismo
bando.
El
enviado irlandés respondió que en el Norte de la isla pondrían a los comunistas
y a los negros, y en el Sur a los fascistas, a los irlandeses y a los
homosexuales. El enviado homosexual intervino contradiciendo a su compañero;
dijo que eso era imposible, porque los fascistas eran machistas y chauvinistas
y atacarían a los homosexuales.
Finalmente, los delegados entraron
en razón, y la idea de formar un frente común solidario entre la Mafia y
los grupos minoritarios neoyorquinos para construir un muro y dividir Ia ciudad
en una Nueva York del Norte y una Nueva York del Sur fue descartada, y los
delegados regresaron a Times Square.
Cuando
Giuliano y Rómulo supieron cómo la Policía y la Guardia Nacional reaccionaron contra
la manifestación improvisada, se
felicitaron por su previsión y prudencia. Ellos habían solicitado y obtenido permiso de
las autoridades municipales para la batalla. Viendo que la calle estaba despejada de cadáveres, decidieron reiniciar la contienda en quince minutos.
Pocos momentos después cesaron los disparos en Times Square, señal de que la insurrección
espontánea había sido controlada por la
Policía y la Guardia Nacional. Y una vez más comenzó la batalla entre la
mafia de Sicilia y la mafia de Nueva York: los palermitanos cargaron contra
chinos y griegos, los policías
retirados dispararon sus revólveres contra los de Messina; los cadetes
de Catania arremetieron contra griegos e
irlandeses; los de un bando disparaban sus pistolas, escopetas de caza y
ametralladoras contra los del bando enemigo, que les devolvía su agresión con
todo su poder de fuego. Una vez más se reinició la lucha cuerpo a cuerpo. La sangre
corría por las empuñaduras de los cuchillos y las navajas, y el suelo volvió a
llenarse de sangre y de cadáveres. Unos valientes con los intestinos colgando trataban de escapar, sin éxito, de su destino final;
otros perseguían a sus víctimas dentro de las librerías de bestsellers, los
negocios de hamburguesas y los múltiples corredores de Macy's. Aristóteles
volvió a pasearse con su libro en la mano por entre la multitud combatiente,
incólume a las balas. Ya era de noche, y la luz artificial hacía más patéticas
e irreales las escenas de sangre, transformando el campo de batalla en un
gigantesco teatro.
Durante
el alto al fuego, aparentemente, muchos de los empleados de oficina que
trabajaban los días de semana en los edificios del área y tenían acceso a
estos, habían logrado filtrarse entre los mafiosos que limpiaban la zona de
cadáveres y subieron a los pisos más altos de los rascacielos. Desde allí, una
vez reiniciada la batalla, armados de largavistas, observaban la lucha y
gozaban de la acción bélica. Eran espectadores providenciales de la historia de
Nueva York, que alguna vez contarían a
sus nietos, con el orgullo de haber sido los privilegiados testigos.
Giuliano confiaba plenamente en su éxito. La moral de sus guerreros era
inmejorable. Sabían que habían infligido al enemigo una cantidad mayor de bajas
que la que ellos habían sufrido. El combate se había prolongado ya por largas
horas y, a pesar del cansancio, la devoción y la fidelidad a su jefe máximo les
impedía cejar en su denodada lucha. Giuliano recorría el campo en hombros de
sus piciotti, seguido por los hombres que portaban las pajareras e introducían
los canarios vivos en la boca abierta de los enemigos moribundos.
A
las diez de la noche, cuando aún faltaban dos horas para que terminara la batalla,
según el permiso extendido por el señor Intendente Municipal Gee H. Thompson, los hombres
de Giuliano ya habían dado
cuenta de por lo
menos otros 5.000 mercenarios americanos. Giuliano, para
humillar a su rival, mandó a un emisario, proponiéndole a Rómulo Galante
que se rindiera incondicionalmente; de lo contrario, no
tomaría prisioneros, y pasaría a cuchillo hasta el último de sus
hombres. Galante no se inmutó y respondió que estaba dispuesto a
luchar hasta el fin. A las once otros 5.000, entre mercenarios e
italoamericanos, habían caído; el
enemigo estaba diezmado; los soldados de Giuliano ya gritaban a voz de cuello
la victoria, y los mercenarios de Rómulo
que quedaban, viendo que no
podían ganar y que,
de continuar allí,
perderían la vida,
empezaron a retirarse disimuladamente del
campo de batalla. Caminaron
hacia las calles que
lo delimitaban y
cruzaron el cordón
policial-militar (que se había
restablecido, después que los representantes del orden
dispersaron con palos, tiros y gases lacrimógenos a los manifestantes de
Times Square) para
ponerse a salvo. Poco después, los mercenarios que quedaban
en el campo abandonaron la lucha y huyeron precipitadamente, presos del pánico,
perseguidos de cerca por los sicilianos vencedores. Sólo los ítalo-americanos
resistían, luchando alrededor de Rómulo Galante y sus piciotti, para protegerlos,
pero fueron desbaratados fácilmente por los hombres de Giuliano; unos pocos se
escabulleron y los que no, recibieron su canario y quedaron allí con la boca
abierta.
Finalmente,
a las once y media, los únicos que continuaban luchando eran los Galante,
algunos capo-maffiosi y padrini y una centena de piciotti italoamericanos; Giuliano
los intimó una vez más a que
depusieran sus armas. Rómulo Galante, su hijo Johnny y su hermano Castaldo
Richard, viendo la inutilidad del esfuerzo, ordenaron bajar las
armas. No se
escucharon más disparos y los hombres de Giuliano Pomponio estallaron
en un clamor de victoria. Aristóteles se acercó a Giuliano y le pidió por
la vida de Rómulo Galante, los otros miembros de su familia, las capo-maffiosi
del Estado Mayor del ejército de Galante y sus piciotti, pero cuando Giuliano
se enteró que había perdido en la batalla otros 5.000 hombres y que los
sicilianos muertos ascendían a unos 20.000, le dio tanta rabia, que negó el
pedido de misericordia a su maestro y consejero, y ordenó a sus piciotti que
pasaran a los Galante y a todos sus lugartenientes a cuchillo. Armados de
navaja, sus piciotti los fueron degollando uno a uno; se escucharon ayes de
dolor pero ninguno de los vencidos pidió por su vida: murieron como mafiosos,
en su ley y mantuvieron limpio el honor hasta el último momento. Luego, Giuliano mandó a sus hombres
que remataran a los heridos que habían quedado desangrándose en el campo de
batalla, porque no deseaba tomar prisioneros ni quería llenar con heridos los
hospitales, y les pidió que procedieran a despejar el teatro de la lucha.
Cuando
a las doce de la noche la Policía sonó sus silbatos, avisando que "la demostración pacífica" había terminado,
y avanzaron hacia el campo de batalla,
encontraron la calle ordenada; las sicilianos muertos habían
sido amontonados en la plazoleta norte de Herald Square y las soldados del
desaparecido Rómulo en la plazoleta sur,
en la intersección
de la Avenida 6ta. y
Broadway. La sangre fresca
aún corría por las
alcantarillas, había 50.000
cadáveres: 20.000 sicilianos del ejército
de Giuliano y 30.000 del ejército de Rómulo, muchos de estos últimos con el
correspondiente canario en la boca. Los hombres de Giuliano estaban cargando
las armas en los camiones y se arreglaban
los uniformes ensangrentados y raídos, procurando
mantener la elegancia. Giuliano les
ordenó que barrieran el campo de batalla y levantaran los papeles del suelo, y sus
hombres se apresuraron a obedecer.
El
Jefe de la Policía y un Capitán de la Guardia
Nacional relevaron el
área de los sucesos; Giuliano se disculpó por las roturas de las vidrieras
y el desorden causado en algunos de los negocios, y se comprometió a pagar
hasta el último dólar por los daños. El abogado Giuseppe Mastrogiusseppe,
representante legal de Giuliano, se
apersonó en el
lugar y, después de felicitar a
su cliente por la victoria, tranquilizó al Jefe de la Policía, asegurándole que
el Sr. Pomponio se responsabilizaba por todos los destrozos involuntarios. Poco
después, a las doce y veinte de la madrugada, se hizo presente el Señor Intendente
Municipal Gee H. Thompson en su
limousine y abrazó al vencedor, augurándole un promisorio futuro. Dijo que el
Gobierno de la ciudad siempre había mantenido relaciones fraternales con la
Maffia neoyorquina, unidos como estaban por intereses comunes. Cada uno había
respetado la esfera de influencia del otro: el gobierno, las operaciones financiero
comerciales de la Maffia, y la Omertà, las actividades estrictamente políticas
del Gobierno de la ciudad. El Intendente se comprometió a distribuir los cadáveres
en las morgues locales hasta que se dispusieran
las exequias, para no
alarmar a la opinión pública.
Giuliano
cargó a sus hombres y soldados en los mismos camiones que habían transportado a los soldados de Rómulo a
Herald Square, y la caravana bajó por Broadway al sur. A esa hora se veían
pocos transeúntes. Doblaron por la calle Chambers y entraron en el Puente de Brooklyn.
A pesar del cansancio, pudieron gozar de la visión nocturna de las luces de
Wall Street y de Manhattan, cuyos rascacielos formaban una sola pared escalonada contra el fondo estrellado
de la noche. Al llegar a Villa Olímpica recibieron una agradable sorpresa: los
guardias que antes custodiaban el perímetro del campo ya no estaban y unos
obreros quitaban en esos momentos las alambradas. Los sicilianos, agotados por
el esfuerzo de la batalla, se dirigieron a sus casas y cayeron rendidos en los
lechos, abrazados a sus amantes. Aquellos que habían perdido al amado en la
contienda y no querían que la inmensidad
del dolor los
arrastrara al suicidio, se abrazaron a algún otro compañero,
sustituyendo en muchos casos con ventaja la pérdida, e imperturbables en su
moral y en sus costumbres, se acogieron al merecido sueño.
Al
día siguiente no se levantaron hasta bien entrada la mañana y, luego de un baño
purificador, salieron a las calles de Villa Olímpica para comentar los pormenores
de la batalla del día anterior y escuchar los relatos de muchos hechos
heroicos que habían acaecido en la lucha. A mediodía se hizo presente en la
Villa Giuseppe Mastrogiusseppe (que, considerando la importancia de su
victorioso cliente, ya no delegaba el cuidado de sus asuntos legales en ninguno
de los otros abogados de su Estudio) y dijo a Giuliano que había conseguido se
les reconocieran sus derechos civiles: la Oficina de Inmigraciones les había otorgado la Residencia Temporal por nueve
meses, extensible a Residencia Permanente, si Giuliano podía demostrar que tenía
suficiente capital como para hacer inversiones importantes en la economía local
y proveer trabajo para él y sus hombres. Le mostró los periódicos de la mañana
del lunes: no decían una palabra de la batalla; comentaban que la comunidad
italoamericana de Nueva York, junto a otros inmigrantes de Sicilia, habían
hecho una manifestación pacífica en Herald Square en celebración del cumpleaños
de Garibaldi. La policía había acordonado el área para impedir que hubiera disturbios,
y proteger a los manifestantes contra grupos fascistas enemigos de los
inmigrantes y las minorías étnicas. No obstante, se habían producido algunos
incidentes en Times Square, rápidamente controlados por la policía, cuando
grupos de simpatizantes se enfrentaron con grupos opositores. El New York Times, el New York Post y el Daily News
coincidían en su información, que seguramente había sido elaborada por los
corresponsales de la Oficina del Intendente y la Policía local, dado lo
delicado de la situación.
Mastrogiusseppe
dijo a Giuliano Pomponio que debían organizar las exequias de sus hombres. Le
preguntó qué harían con los enemigos muertos. Los familiares, si los tenían, no
se harían cargo de los gastos del entierro. Como vencedores ellos eran los
responsables de todos los gastos que ocasionara la batalla. El Intendente le
había dicho que cobraría 19,90 por cada día que cada cadáver permaneciera en la
morgue. Mastrogiusseppe sugirió que algunos de los cadáveres del enemigo fuesen
regalados a las universidades de medicina del área, que siempre necesitaban
cuerpos para sus investigaciones (estas no tomarían más de 1.000), y que los
otros fuesen cremados. Lo más barato era depositar las cenizas en una fosa
común de un cementerio alejado; no hacia falta identificarlos individualmente, pasados
varios días los deudos los
declararían desaparecidos en
"circunstancias misteriosas"
y cobrarían el seguro de vida. Así dispusieron que, luego de cremarlos, enterrarían
las cenizas de los hombres de Galante, en un cementerio del Sur del Bronx; a los miembros de la familia Galante y
a sus capo-maffiossi, en cambio, les
rendirían los honores debidos y los enterrarían en la bóveda de la
familia Galante en el Cementerio de Greenwood, en Brooklyn. A los 20.000 héroes
sicilianos muertos en batalla los sepultarían en cajones individuales en el
Cementerio de New Calvary, en Queens; para su velatorio alquilarían el
Yankee Stadium, un
gigantesco estadio de béisbol en el
Bronx, y
contratarían en Little
Italy a 20.000 lloronas
profesionales que, junto con sus doloridos compañeros de lucha, serían un coro
adecuado para llorar a los héroes de Palermo, de Messina, de Catania y de toda
Sicilia caídos en la lucha. Descansarían
estos finalmente en un mismo sector del cementerio, al que llamarían
"El prado de la Magna Grecia", cuya compra ya había acordado
Mastrogiusseppe a un precio realmente razonable.
Aristóteles
preguntó cómo transportarían a los muertos del estadio al cementerio y
Mastrogiusseppe respondió que en camiones cubiertos, a lo que Aristóteles se
opuso terminantemente, puesto que hacer el viaje final en camión no era algo
digno para los héroes y exigió que los llevaran en carrozas fúnebres tiradas
por caballos negros. Mastrogiusseppe adujo la diferencia de precio y explicó
que, a cuatro cajones por carroza, harían falta 5.000 carrozas para transportar
a los héroes en su último viaje y sería difícil conseguir esa cantidad. Además, se necesitarían 8.000 coches de plaza
para llevarlos a ellos, sus deudos, al cementerio. Giuliano Pomponio,
totalmente de acuerdo con su maestro, ordenó que se consiguieran tantas
carrozas fúnebres como fuera posible, y los que no pudieran ser llevados en
carrozas serían transportados respetuosamente en camiones. Aristóteles pidió a
Mastrogiusseppe que consiguiera un coro para cantar una misa solemne por las
almas de los difuntos, pero el abogado le respondió que eso ya no se usaba más
en el Nuevo Mundo, la última moda era contratar orquestas de negros, que
cantaban "spirituals" y "blues". Le dijo que iría a Harlem
y contrataría 200 músicos, para tener una orquesta cuya magnitud y calidad
musical se equiparara a la gloria de los
sicilianos de Giuliano Pomponio.
Tanto
Giuliano como Aristóteles quedaron satisfechos y esa tarde los 30.000
sicilianos impecablemente vestidos de negro (Mastrogiusseppe había alquilado
trajes de luto a la empresa Bercowitz y Cía.) fueron transportados en 10.000
Ford T, gentileza de la Compañía Funeraria Thompson Incorporated, que estaba a
cargo de los funerales
(gracias a una
oportuna rebaja del 10%), al
Yankee Stadium para las grandiosas exequias. Al llegar al estadio encontraron
que los 20.000 féretros ya habían sido distribuidos en el campo de juego. Los
habían apoyado sobre caballetes. Unos 5.000, que ocupaban la parte central,
estaban descubiertos; los muertos tenían maquillado cuidadosamente el rostro y vestían la ropa
que les correspondía según su regimiento: traje
negro, gris, marrón,
mangas de camisa o trajes
regionales. Las heridas
habían sido cuidadosamente obturadas para que no
sangraran y estaban impecables. Los otros 15.000 féretros estaban cerrados y contenían
aquellos cadáveres que habían sido
severamente mutilados en la
lucha, o cuyas heridas eran tales que no podía contenerse la hemorragia, o que
tenían el rostro deformado o habían recibido en el mismo la herida fatal (los siciliano-americanos y los
mercenarios tampoco tomaron prisioneros y remataron a los heridos, algunos de
los cuales estaban acribillados a cuchilladas o balazos).
Los
30.000 compañeros de combate se distribuyeron por el campo de juego, rodeando
los féretros; a las siete
de la tarde, cuando oscurecía, llegaron las 20.000
lloronas de Little
Italy; como en el campo ya no quedaba espacio suficiente para vivos y muertos,
una parte de los cadetes ocupó las gradas bajas del estadio e hicieron lugar a
las lloronas junto a los féretros. Encendieron un tercio de las luces del estadio,
dejando el campo en una penumbra agradable, que se adaptaba a la situación.
La funeraria a cargo de las exequias
distribuyó grandes velas, sobre bases de metal, entre los féretros. El
Hotel Plaza tuvo a su cargo el servicio de bebidas y platos
fríos durante el velatorio; estacionaron en la puerta del estadio 50 camiones
con comida y trajeron 3.000
camareros para servir
a la concurrencia.
Giuliano
encargó 20.000 coronas, una por cada muerto, y colocaron algunas frente a los
féretros y otras sobre las gradas del estadio de la décima fila hacia arriba,
para no obstaculizar el paso entre los ataúdes, y evitar que el fuerte olor de
las flores incomodara a los deudos. Recibieron además coronas
del Intendente Thompson; del Jefe de Policía, Richard Corlucci; de los
deudos de la familia Galante; de Al Capone; de Robert Gallino, Jefe de Policía
de Detroit; de John Cock, Jefe de la División de Drogas y
Estupefacientes, Departamento Central de Policía, Nueva York; de Mary
Hannover, Servicio de Rehabilitación de Menores, Nueva Jersey; de Lisa Sawisky,
Corporación de Fabricantes de Pasta; del restaurante Old Palermo; de Adolf
Greenbach, Presidente del Partido Nazi de América; del Senador Republicano
William Silocona; del Jefe de la Comisión de Irregularidades Impositivas de la
Cámara de Diputados, Demócrata Danny Corleone Goldberg; de la Asociación de
Vecinos de Little Italy; del Director del Daily News, Jesse Murdoch; del director de cine
Cecil B. de Mille; de la Comisión de Farándulas del Bajo Manhattan; de la
Comisión de Espectáculos de Harlem; de la Comisión del Desfile Puertorriqueño,
El Barrio; del Secretario del Literary
Review del New York Times; del
Secretario de la Jonathan Swift Foundation; del productor de cine Dino de Laurenti;
de la Juventud Fascista de América, y de muchas personalidades prominentes representativas
de entidades gubernamentales, filantrópicas y
culturales diversas. En
el centro del estadio Giuliano
hizo colocar (aconsejado por Aristóteles) una cruz de cinco metros de
alto, cubierta de flores verdes, rojas y blancas; sobre sus brazos se leía la
leyenda: "La Asociación Internacional de Defensa de la Tradición Siciliana
a sus Hijos Dilectos, Q.E.P.D., 15 de septiembre de 1929".
Los
diarios de la tarde hablaban del "Velatorio masivo de inmigrantes muertos
a consecuencia de una epidemia ocurrida en alta mar" y explicaban que en
un primer momento los médicos de a bordo habían creído que se trataba de fiebre
tifoidea y dieron a los enfermos la medicación necesaria para combatirla, pero
luego se comprobó que era botulismo contraído a consecuencia de la ingestión de
pescado en conserva;
las limitaciones de las enfermerías de los barcos y la confusión en la
interpretación de los síntomas habían hecho irreversible el progreso de la
enfermedad y causaron la gran pérdida de vidas humanas que todos lamentaban. La
Sociedad Italiana de Socorros Mutuos, afirmaban, se había hecho cargo de las
exequias conjuntas, para lo cual había alquilado el Yankee Stadium.
La
verdad sobre los sucesos, lógicamente, había pasado de boca en boca,
necesariamente deformada por el bajo número de testigos de la batalla (que se
limitaba a los que habían observado la lucha desde los edificios vecinos). Esto
contribuyó a que se crearan diversas versiones de los hechos, que enriquecieron
el mundo de la literatura y tergiversaron la verdad histórica.
Muchos
vecinos curiosos del Bronx se acercaron al Estadio y, al encontrar las puertas
abiertas, entraron y subieron a las gradas. A las nueve de la noche llegó de Harlem
la orquesta de 200 músicos negros. Se ubicaron en un sector de la platea. La
dirigía un músico joven, un tal Duke Ellington; la sección de vientos,
integrada por trompetas, trombones y saxofones, era liderada por su primera
trompeta, un señor de Nueva Orleans muy feo y bajito, llamado Luis Armstrong;
la sección de ritmos tenía tambores y dos baterías, a cargo de Cozy Cole y Jo
Jones; la de cuerdas estaba formada por guitarras, contrabajos y dos pianos,
uno tocado por un hombre negro corpulento, que vino de relleno, llamado Count
Basie, y otro por el mismo director de la orquesta, Duke Ellington; traían
además una cantante, una mujer muy gorda, Bethsie Smith. Una vez que los músicos
estuvieron listos, Giuliano levantó la mano, dando por comenzada la patética
ceremonia. La monumental banda comenzó a tocar blues y negros spirituals; la
mujer obesa cantaba con un registro de voz grave y dolorido; así se sucedieron
"How Long Blues", "Nobody Knows", "Way Back Blues'',
"Someday You'll Be Sorry'',"Way Down Yonder in New Orleans",
"Harlem Speaks" y muchas otras melancólicas melodías.
Era
la primera vez que los sicilianos escuchaban esas piezas y, a pesar que no
entendían el inglés, tuvieron sobre ellos un efecto inmediato. Sin poder
contener las lágrimas, se abrazaron y empezaron a llorar. Cada pieza duraba
entre tres y cinco minutos. La orquesta dejaba un intervalo de unos tres minutos
entre canciones, en el cual atacaban las lloronas profesionales, que chillaban,
lanzaban gemidos y, como poseídas, se golpeaban el pecho y se tiraban de los
cabellos. Emergía del estadio un coro de desaforados lamentos. Giuliano estaba
en el centro del campo de juego, de pie junto a la cruz; lo acompañaba Aristóteles,
que vestía una larga túnica blanca y se había dejado el cabello blanco suelto sobre
los hombros.
A
los cientos de vecinos y de curiosos que habían entrado al estadio antes de que
la orquesta empezara a tocar, les siguieron, una vez comenzada la música,
muchos más; el Yankee Stadium tenía capacidad para 57.000 personas sentadas,
pero a la medianoche llenaban las gradas unas 90.000; se sentaban unos en las
faldas de otros y se acomodaban como podían en los pasillos: venían de Harlem,
de El Barrio, de South Bronx y de otras zonas aledañas al Yankee Stadium; eran
negros, hispanos, italianos, árabes y
anglosajones pobres. Los Administradores
del estadio, temerosos de que se derrumbara alguna de las tribunas, prohibieron
que entrara más gente. Afuera del estadio se reunieron más de 200.000 personas;
habían ido con viandas y mantas, dispuestas a pasar la noche bajo las estrellas,
escuchando blues y negros spirituals. La orquesta de Duke Ellington y la voz
dolorida de Bethsie Smith eran una combinación irresistible.
A
las doce y media de la noche el público pidió que las lloronas dejaran de hacer
su trabajo entre pieza y pieza y Giuliano, sensible a la voluntad popular, dio
orden de que se callaran; a partir de ese instante y hasta las cinco de la mañana,
la orquesta tocó ininterrumpidamente. En un momento, tal vez el más alto de la noche,
el trompetista Luis Armstrong se unió a Bethsie en un dúo, cantando "So
Black and Blue". Los camareros no cesaban en su labor, distribuyendo
bebidas y platos fríos: licor de menta, amaretto, sambuca romana, granadina,
birra siciliana, vino rosso, confitti, gelatti, salami, mortadella, provolone,
pizza, pizzeta, milanesa, calzone, anisetti, torta de ricota, zompone, sales
digestivas para los indispuestos y café expreso para todos. Iban y venían entre
los féretros portando grandes bandejas, consolando a los compañeros de los
caídos y a las lloronas. Aristóteles mandó que distribuyeran la comida que
quedaba entre la gente de las gradas.
A
las cinco de la madrugada Giuliano pidió a Duke Ellington que hiciera descansar
a sus músicos, ya que a la mañana siguiente tocarían durante la marcha al
cementerio, y ordenó a las lloronas que tomaran su turno. Luego él, Aristóteles,
los capomaffiossi de Messina, Catania y Agrigento y varios piciotti se
trasladaron a Brooklyn, al Greenwood Cemetery, donde, en ceremonia privada, a
las seis de la mañana, fueron enterrados los caídos de la familia Galante. En
el lugar estaban las esposas e hijos menores de las víctimas, a los que
Giuliano les dio su más sentido pésame. A las ocho ya estaban de regreso en el
Yankee Stadium; las lloronas, tirándose de los cabellos y dando gritos, continuaban
su trabajo como profesionales que eran.
Giuseppe Mastrogiusseppe dijo a Giuliano
que la Municipalidad de la ciudad había autorizado que el cortejo fúnebre
pasara por la 2da. Avenida de Manhattan en dirección al New Calvary Cemetery,
en Queens.
A
las nueve de la mañana cerraron los ataúdes descubiertos; a las nueve y media
llegaron 1.000 carrozas fúnebres, cada una tirada por seis esbeltos caballos
negros. El Director de la Funeraria aseguró que había hecho aplicar enemas a los
caballos para evitar espectáculos desagradables. A las 1.000 carrozas fúnebres
les seguían 4.000 chatas de carga que habían sido forradas de paño negro e iban
tiradas por cuatro caballos cada una; a continuación una fila de 8.000 coches
de plaza también negros, tirados por esbeltos
animales del mismo color, para transportar a los sicilianos y sus
simpatizantes. Los músicos fueron ubicados en diez chatas con amplia
plataforma; Giuliano creyó que la orquesta debía preceder el cortejo, pero
Aristóteles objetó que en ese caso ellos no podrían escuchar la música, pues
las carrozas y las chatas con los ataúdes irían adelante. La ubicaron entre las
chatas disfrazadas de carrozas y los coches de plaza que llevaban a los deudos.
A
las diez y media de la mañana la columna empezó a moverse; los carruajes
tomaron por el Grand Concourse y, cruzando el Harlem River por el puente de la
calle 145, entraron en Manhattan. Bajaron por la avenida Lenox, atravesando el
barrio de Harlem; en la intersección de Lenox y la calle 125 la gigantesca
banda de música tuvo que detenerse a entretener a la concurrencia, que se había
agolpado para ver pasar el cortejo fúnebre y arrojaba a su paso claveles rojos,
verdes y blancos. Allí Duke Ellington interpretó con su orquesta una pieza
creada para la ocasión, "Caravan", y luego "Harlem
Speaks", "I got Rhythm",
"Foolin Myself ' y "I Cried for You". La caravana avanzó por la 125 hasta la 2da.
Avenida; a las dos de la tarde las carrozas del frente, que iban en una fila de
cuatro carruajes, ocupando todo el ancho de la Avenida, llegaron a la calle 86
y los últimos coches con los deudos aún no
habían salido de las
inmediaciones del Yankee
Stadium; jamás la
ciudad había visto un cortejo
fúnebre tan magnífico. Los comerciantes de la 2da. Avenida bajaron las
persianas de sus negocios (no por miedo
a que les rompieran las vidrieras, sino por respeto a los muertos); las
escuelas del área dieron asueto a los niños que, con sus guardapolvos blancos,
inundaban de pureza las aceras. Diversas agrupaciones y colectividades se
agruparon a ver pasar el cortejo: el Partido Fascista Americano, la Liga Patriótica
Republicana, la Asociación de Fideeros y Hueveros, los Vecinos de Little Italy,
la Familia Friulana, la Familia Napolitana,
la Liga de la Decencia, la Arquidiócesis de Nueva York, la Familia Cristiana,
el Sindicato de Trabajadores de Casinos y
muchos otros.
La
policía acordonó el camino por donde pasaba el cortejo para evitar disturbios y
desvió el tránsito de la zona, permitiendo que circulara sin inconvenientes. A
las tres y media las carrozas del frente estaban cruzando el Queensborough
Bridge; entraron en Queens Boulevard y a las cinco de la tarde llegaron al
"Prado de la Magna Grecia". Era este un perímetro de un kilómetro de
lado, adquirido por Mastrogiusseppe para la Asociación de Defensa de la Tradición
Siciliana, que ocupaba el ala derecha del cementerio de New Calvary. Los
enterradores aguardaban, pala en mano, junto a las 20.000 tumbas abiertas. Allí
la comitiva tuvo que esperar hasta las siete de la tarde para que todos Ios
deudos estuvieran presentes.
Mientras la Banda de Duke Ellington tocaba negros
spirituals, los nuevos espartanos fueron bajando de las carrozas fúnebres y las
chatas de carga, acondicionadas para la ocasión, los féretros de sus compañeros de
lucha, y los llevaron al borde de los
sepulcros. En el centro
del "Prado de
Ia Magna Grecia" habían colocado
una cruz de unos
tres metros de alto
sobre un montículo de tierra y, cuando vieron que todos los enterradores, a razón
de dos por tumba, estaban ya listos
para bajar los féretros a su última morada, Aristóteles fue hacia
la cruz y, subiéndose al montículo, dirigió desde allí
el responso final de despedida a los
sicilianos sacrificados. EI
viento agitaba su
túnica blanca y
su larga cabellera; levantando en
una mano el tomo de la Summa Theologiae que siempre llevaba
consigo y sosteniendo con la otra una bocina, recitó de memoria dos páginas
enteras en latín. Al oír la lengua imperial
todos se arrodillaron e inclinaron Ia cabeza. Luego, Aristóteles bajó del montículo, caminó hacia donde estaba el cura,
que levantaba en su mano el hisopo, dispuesto a dar la bendición, y se lo quitó.
Volvió a subirse al montículo y se abrazó a la cruz. Agitando el hisopo él
mismo, bendijo a los compañeros muertos y ordenó que bajaran los féretros. Una
vez dadas las primeras paladas simbólicas, dejaron que los enterradores
siguieran la labor y se dispusieron a
regresar a Villa Olímpica. A la salida
del cementerio los esperaban en fila los 8.000 Ford T, provistos por la empresa
funeraria, para llevarlos, por la carretera Queens-Brooklyn, hacia sus casas.
Esa ceremonia final había dado por concluida la campaña de Herald Square. Con
decisión, con coraje, con valor, con espíritu americano, estaban
conquistando América.
La
semana siguiente, Giuliano Pomponio, acompañado de Aristóteles y su consejero
legal Giuseppe Mastrogiusseppe, estableció su Cuartel General en un edificio de
la 8va. Avenida y la calle 42, en Manhattan, en el que alquiló e hizo remodelar
un piso entero de dieciséis oficinas para él y sus piciotti. Compró luego una
vieja casona en Montague Street, en Brooklyn Heights, para usarla como
residencia personal, y se fue a vivir en ella junto a su sabio consejero Aristóteles.
Desde allí podía ver y dominar el perfil escalonado de los rascacielos de Wall Street, en la isla de Manhattan, y el bello
Brooklyn Bridge, por el que habían cruzado triunfalmente para dar la batalla
que los llevó a la victoria. Diariamente viajaba a su bunker de la calle 42 y
allí trabajó por varias semanas, asistido por su Estado Mayor, para iniciar la
reforma de la Maffia.
La
reforma de la Maffia (a la que podemos llamar la Reforma) requirió un esfuerzo considerable y, si el motor material de la misma fue Giuliano
Pomponio, acompañado por su indispensable mecánico, el consejero legal Giuseppe
Mastrogiusseppe, el motor espiritual fue Aristóteles, cuyas excentricidades eran cada
vez más notorias.
Gracias a la
victoria total que había alcanzado Giuliano en la Guerra Civil
contra la Maffia neoyorkina, la Reforma no encontró oposición interna alguna.
No podemos considerarla Revolución, porque se basó en las creencias tradicionales
que habían guiado siempre a la organización, pero llevó a cabo una importante ampliación
y radicalización de sus métodos de trabajo. La Reforma se realizó en los tres
campos económico políticos controlados por
la institución: la prostitución, las drogas y el juego. Su principal
innovación fue la adopción de los nuevos sistemas de mercado del
capitalismo avanzado observados en Norteamérica para sus propios fines. Utilizaron
las comunicaciones y la
prensa de difusión masiva, así como el aparato legal vigente, para
consolidar sus industrias, estabilizar sus ingresos y
establecerse en el mercado, planificando la comercialización de los
rubros que controlaban según la demanda
a corto y a largo plazo.
Para
reformar la prostitución procedieron de la siguiente manera: primero, contrataron a la empresa "Shribner, Scribner y Botafogo,
Inc." para hacer un estudio de la situación del mercado. Debían analizar la
prostitución semi legal y la ilegal y subterránea, presentando descripción estadística
de la cantidad de locales, condiciones de trabajo, ingresos, relación
con el gobierno, etc. Aristóteles formó luego un equipo de investigación para
estudiar los "Métodos y procedimientos del amor", integrado por dos
estudiantes de sociología de New York University, un policía retirado de la
sección "Prostitución y Drogas" del Departamento Central de Policía,
una monja de la Congregación Marymount, un ex-enfermo mental de Cabrini Hospital,
un psicoanalista anti freudiano y una estudiante de filosofía de Columbia
University y prostituta part-time.
El
equipo de investigación buscó una bibliografía selecta sobre el tema (Aristóteles
aprovechó la oportunidad para tomar clases de inglés de la estudiante de
filosofía; ya podía leerlo bien, pero su pronunciación era deformada y torpe).
Una vez obtenida la bibliografía básica, dividieron el material en dos grupos:
uno con todos los libros que informaban sobre la historia de la prostitución en
Nueva York, y el otro con los libros teóricos sobre el arte de amar de
distintas épocas y culturas. El policía, el ex-enfermo mental y la estudiante
de filosofía se dedicaron a la parte histórica, sobre la que redactaron un valioso
informe; la monja, el psicoanalista, los estudiantes de sociología y el mismo
Aristóteles, investigaron la parte teórica. Esta segunda fue la más difícil:
leyeron distintos tratados orientales, entre ellos el Kama-Sutra y el Harigata,
sobre el Arte de Amar; estudiaron libros de la antigüedad griega y romana, incluida
la parodia que escribió Ovidio; analizaron los aportes de las civilizaciones
primitivas de Sumatra y Borneo, cuidadosamente investigadas por Sir George
Frazer; analizaron las ceremonias secretas de la cultura árabe y la judía; leyeron
sobre cómo los europeos habían simplificado las artes amatorias, persiguiendo las
desviaciones sexuales y rebajando de nivel a la prostitución profesional que, en
culturas más sofisticadas y antiguas, como la japonesa, era considerada
un arte exigente.
La
situación en América era ramplona y deprimente: se consideraba la prostitución
un oficio denigrante, propio de mujeres analfabetas pertenecientes a minorías
oprimidas, como lo demostró con datos históricos y estadísticas el grupo de
investigación del policía retirado. Aristóteles se propuso: primero, elevar el
estatus oficial de la prostitución; segundo, estratificar la profesión en
grupos, dignificándola; tercero, codificar los servicios y deberes de cada
categoría y, cuarto, crear una escuela para prostitutas, donde cada una fuese
instruida y capacitada en las artes del amor según su categoría.
El
grupo de investigación de Aristóteles debía tratar de describir y analizar los
conocimientos amatorios de las distintas culturas, compararlos con los
existentes en la sociedad americana y lograr una nueva síntesis, que integrara lo mejor de los
viejos métodos y técnicas a las costumbres y prácticas sexuales del Nuevo
Mundo. Esta labor, difícil y comprometida, dio lugar a acalorados debates, que
me es imposible transcribir en su totalidad, puesto que eran lo suficientemente
extensos como para cubrir una parte considerable de la historia de la
prostitución, historia por otro lado interminable.
Referiré un breve momento de uno de
estos debates para dar a mi lector una idea sobre su intensidad y seriedad
intelectual. La monja argumentó, con cierto resentimiento y envidia, que parte
de lo que se proponía lograr la Reforma, por ejemplo, la estratificación del
oficio, ya existía; según ella, las
mujeres eran todas unas
putas, desde las
amas de casa
hasta las desgraciadas prostitutas callejeras, y la única
diferencia entre unas y otras era el precio que tenían y el estatus de que
disfrutaban. Los estudiantes de sociología no estuvieron de acuerdo: uno de
ellos alegó que si bien las mujeres eran unas vividoras y cínicas, y usaban sus
favores sexuales para obtener ventajas materiales, la moral social tendía a
justificarlas y eso transformaba sus deberes sexuales en una carga,
distorsionando el placer estético del acto, que había sido tan bien desarrollado
por los orientales; el otro estudiante echó la culpa de eso al cristianismo y
leyó un pasaje de Nietzsche contra la religión y otro contra la mujer. Luego intervino
el psicoanalista y dijo que la mayoría de las prostitutas que había conocido en
sus muchos años de profesión eran por lo general mujeres inteligentes pero
infantiles, que odiaban a los hombres, y que Freud estaba en lo cierto cuando
en su artículo, "La feminidad", aseguraba que se trataba de mujeres
"fálicas" que querían apoderarse de los atributos masculinos, con los
que se identificaban. Aristóteles concluyó la discusión afirmando que era
sabido que las mujeres envidiaban a los hombres y viceversa, razón por la cual
él se mantenía célibe y creía en la bondad de la amistad entre iguales.
Una
vez terminada la etapa preliminar de investigación se dedicaron a esbozar los
cambios concretos. Concibieron un sistema con varios niveles de excelencia. En
el primer nivel, el más caro y sofisticado, el “internacional”, trabajarían prostitutas
especialmente entrenadas, en casas de citas de lujo, con baños termales y salas
de masajes. Planeaban construir clubes de descanso y mini ciudades para
vacaciones, a las cuales pudieran ir los hombres por varios días, recibir los
servicios más deseados y realizar todas sus fantasías sexuales. Estas mujeres
tendrían un alto costo, que sólo los muy ricos podrían pagar. Reclutarían
jóvenes educadas, de ser posible estudiantes, y las entrenarían para cumplir
con programas "a la carta". Conocerían las técnicas chinas, japonesas,
italianas, suecas y las artes de amar creadas por el equipo de investigación,
consistentes en 104 posiciones gimnásticas, llamadas "las artes americanas".
Estas prostitutas recibirían instrucción teórica y
práctica por un año en una escuela organizada especialmente antes de comenzar a
ejercer su profesión. Giuliano mandó comprar un edificio, situado en la 7ma.
Avenida y la calle 27 en Manhattan, para destinarlo a este efecto. Lo denominó
cómicamente "The Fashion Institute of Technology" y lo registró como
escuela de modas. Además de enseñarles a dominar cualquier posición en
cualquiera de esos estilos mencionados, se les daría entrenamiento en arte
dramático, canto y baile. Serían seleccionadas por su belleza y juventud (ninguna
podía tener más de 25 años). Una vez implementada la Reforma, salieron de esta
escuela mujeres tan atractivas, que muchos clientes millonarios terminaron
tomando a estas prostitutas por esposas.
El
segundo nivel de prostitución estaría constituido por las casas “americanas"
de citas. Las prostitutas de estas casas recibirían un curso de sólo dos meses,
preferentemente práctico, en las 104 posiciones del método americano, aunque
era probable que
muchas de las
estudiantes no pudieran realizar más de 75, ya que algunos de estos
ejercicios exigían un estado atlético tal, que era imposible su ejecución por
alguien que no fuera una gimnasta. A diferencia de las prostitutas del primer nivel,
cuyo costo podía
oscilar de 500 dólares diarios
hasta varios miles, el de estas iba de 100 a 500. El cliente, al entrar en la
casa, iría a un salón a escoger a su chica y, luego de ver el "programa a
la carta", elegiría una combinación de posiciones según su gusto, cada una
de las cuales tenía su precio fijo, para pasar después a uno de los cuartos. Las
bebidas y servicios de masajes eran
gratis.
Las prostitutas
del primer nivel podrían ser
tenidas en "exclusiva" por clientes que pagaran su tiempo completo,
de uno o más días, y, de hecho, algunas de las más hermosas se transformaron en
concubinas de ricos magnates, que las colmaban de regalos; las del segundo, en
cambio, serían alquiladas por hora y cumplirían turnos y horario de trabajo (una
vez implementada la Reforma, en las del primer nivel predominaron las bellezas
exóticas, chicas de Nueva York, California, Boston y muchas europeas,
especialmente francesas; las del segundo nivel pertenecían a Estados de la Unión
poco iluminados, como Nueva Jersey, Illinois, Tennesse, Luisiana, Kansas y
Texas, y eran, en general, típicas bellezas americanas, chicas algo insulsas, de cutis pálido,
cabello claro y formas no muy abundantes).
El
tercer nivel estaría constituido por las prostitutas callejeras: estas no
recibirían educación formal alguna; trabajarían en combinación con hoteles de
la zona, o realizarían sus servicios en autos y zaguanes, y su trabajo sexual
se limitaría a cuatro o cinco servicios básicos (los preferidos por los
clientes, por lo general elementales y poco imaginativos). El costo de los
mismos oscilaría entre 15 y 100
dólares.
Además de esta útil tipología, que
en la práctica dio maravillosos resultados, el grupo de
investigación de Aristóteles, auxiliado por el grupo del policía retirado, proyectó la logística de la operación, en lo
que respecta a cantidad de trabajadoras, ubicación de los sitios de trabajo, métodos
de captación, empleo de los medios masivos de difusión, propaganda comercial, etc.
Una
vez que Giuliano aprobó el proyecto y el Consejo Central de la Maffia, que había
sido recientemente elegido, lo refrendó, y Giuseppe Mastrogiusseppe hubo dado
su visto bueno sobre su procedencia legal, y el estudio financiero y contable
de Simon and Shulster hubo reconocido su viabilidad económica, comenzaron a organizar
su operación. Solicitaron empleadas en distintas revistas especializadas de
circulación controlada, como Screw, Hot Girls y Kamasutra, y
publicaron avisos pidiendo "modelos" de mentalidad
"liberal" en los periódicos de mayor circulación de la ciudad: el New York Post y el New York Times. Prometían pingües ganancias, protección y confidencialidad.
El
resultado que obtuvieron fue altamente promisorio: la primera semana recibieron
1.500.000 solicitudes de empleo. Las 300 empleadas de oficina que ocupaban el
edificio recientemente adquirido en la 7ma Avenida y la calle 27, que luego sería
transformado en el Fashion Institute, no daban abasto para procesar toda la
correspondencia. Simon and Schulster calculó que en
el área metropolitana de
Nueva York vivían unos 6.000.000
de mujeres, por lo que las posibilidades económicas del proyecto, dada la
respuesta obtenida, eran
muy buenas. De 1.500.000
solicitantes seleccionaron 300.000, descartando a las mayores de 30 años, a las
italianas, a las que tenían menos de 40 o mas de 56 kilos de peso, a las que
tenían menos de 1.55 metros de altura o más de 1.75, a las que por su situación
civil comprometían a la organización:
monjas en ejercicio,
mujeres con mas de 6 meses de embarazo y madres con más de 3 hijos.
De
las 300.000, 20.000 fueron seleccionadas para el primer nivel (10.000 con dedicación
exclusiva y 10.000 part-time), 100.000 para el segundo nivel, que sería sin
duda el más popular, dada la sicología del consumidor americano (15.000
part-time y el resto tiempo completo) y 80.000 para el tercer nivel, el más riesgoso y sacrificado. Se dio
preferencia a las que tenían más educación y experiencia, y mostraban que
trabajaban por necesidad real y no por deporte, concupiscencia o el placer
perverso de traicionar a los maridos.
Una
vez seleccionadas las mujeres, y educadas o entrenadas según la categoría,
procedieron a alquilar y acondicionar 5.000 locales en el área metropolitana y
alrededores. Para esta última tarea Simon and Schulster se valió de
subcontratistas. El resultado, como imaginará el lector, fue óptimo. El crack
económico de Wall Street a fines de 1929, que amenazó con destruir el sistema
capitalista, no hizo más que enriquecer a
la corporación de Giuliano.
El primer año,
el renglón prostitución dio una ganancia de 900.000.000 de dólares
(que fue utilizada, lógicamente, para amortizar la inversión inicial que
requirió la compra del edificio del Fashion Institute, el alquiler y
acondicionamiento de los 5.000 locales, y el pago de derechos y aranceles
exigidos por los funcionarios públicos de la Municipalidad y la Policía).
De
manera similar a como organizaron la prostitución, procedieron Giuliano y Aristóteles
para organizar el negocio de la droga. Dividieron el campo de trabajo en
niveles y categorías, según las posibilidades del mercado, y vieron de
explotarlo en forma masiva: ya se habían imbuido del espíritu de empresa
americano. Para lograr su objetivo se valieron de distintos procedimientos que
describiré resumidamente: popularizaron el uso de drogas, extendiendo su consumo a las clases menos pudientes,
empleando estupefacientes relativamente baratos, como anfetaminas, marihuana,
solventes vasoconstrictores y alcohol puro; sobornaron a gran cantidad de médicos
para que aumentaran el uso de alcaloides de alto precio, como cocaína y morfina,
en los hospitales, creando dependencia en los enfermos de edad avanzada;
introdujeron cantidades moderadas de droga en la goma de mascar y en los caramelos,
para ir creando en los niños el hábito de su uso durante la edad escolar, y
poder contarlos como clientes compulsivos cuando llegaran a la adolescencia y
estuvieran listos para adquirir y consumir drogas mayores. De esta manera
desarrollaron el mercado, que, en tres años, multiplicó varias veces su consumo
y llegó a arrojar una ganancia neta muy superior a la prostitución. Las consecuencias
sociales del uso de las drogas y su
incidencia política, sin embargo, hicieron cada vez más costosas las
contribuciones a la Policía y a los funcionarios del Gobierno y, en momentos de
particular tensión con las autoridades,
debieron entregar hasta un 70% de
las ganancias a estos funcionarios.
El
tercer renglón, el juego, ya estaba muy difundido y explotado y el Estado lo
controlaba parcialmente; tuvieron que crear y administrar nuevos lugares de juego
semisecretos, que la Policía se comprometió a no molestar, y apelaron a
congresales y senadores para obtener el permiso necesario para construir y explotar
casinos. La ganancia mayor se las brindó la Lotería de Palermo en Nueva York,
que llegó a distribuir premios anuales de 100.000.000 de dólares y a obtener
ganancias igualmente extraordinarias. Promovieron las carreras de caballos y
las carreras de galgos, estas últimas previamente poco divulgadas dentro del Estado;
adquirieron equipos de béisbol y de fútbol americano; promovieron los juegos
étnicos locales, como la riña de gallos y la ruleta rusa, y les fracasó el
proyecto de inaugurar una Plaza de Toros en el Central Park. Para apoyar e
incentivar el juego compraron publicaciones periodísticas y dos cadenas de
radio, en las que también se promocionaban todos sus otros servicios: caramelos
para chicos "modernos", clínicas médicas "avanzadas", casas
de masajes y clubes.
La
Reforma, como se ve, fue considerable y transformó la vida de la ciudad, porque,
si bien la prostitución, la drogadicción y el juego habían existido desde
siempre y en gran parte habían estado dominados por los Galante, el monto de
las operaciones era irrisorio (comparado sobre todo con el que alcanzaron
después de la Reforma) y se los consideraba fenómenos sociales minoritarios y
marginales, mientras que Giuliano y su consejero los transformaron en prácticas
comunes, populares y democráticas.
La
calidad de la vida en la ciudad disminuyó bastante; a los pocos años los
problemas de drogadicción, especialmente en la juventud, se hicieron notorios;
el juego fue causa de la destrucción de fortunas, vidas y carreras
profesionales; los hábitos de trabajo se relajaron; el azar, más que la
voluntad individual, dirigía la vida de la gente; las mujeres empezaron a
hacerse notorias por lo interesadas, fáciles y aventureras (en base a esto,
Aristóteles, cuya misoginia iba empeorando con el paso de los años, concibió
una teoría sobre el carácter histórico de la moralidad femenina; sostuvo la
idea de que ciertas sociedades habían tenido mujeres más putas que otras, y
mencionaba como ejemplo de estas primeras a la sociedad romana en tiempos de
Ovidio, a la francesa en tiempos de Voltaire y a la norteamericana en su propia
época; no se le ocurrió pensar que su propia actividad empresarial podía ser
una de las causas de la corrupción de las costumbres); los deportes tomaron
prioridad saber la actividad política; la vida se hizo carnavalesca, pululaban
los bufones y los reyes falsos; el asesinato y el incesto se sacaron su máscara
de pudor. La gente más fácilmente intimidable optó por emigrar a los suburbios,
o vivir de puertas para adentro; las escuelas públicas se transformaron en campo
de reclutamiento de drogadictos, prostitutas y jóvenes criminales mercenarios.
El
5 de noviembre de 1934 Giuliano Pomponio presidió la primera Convención
Oficial de la Omertà en el Madison Square Garden. Asistieron delegados
de todo Estados Unidos y de Sicilia; el Intendente de la ciudad y el Gobernador
del Estado enviaron dos representantes (aunque sin voto); el Presidente Roosevelt
les hizo llegar un saludo cálido, que Giuliano comunicó a la entusiasmada
concurrencia en el discurso inaugural; tampoco faltaron portavoces del Partido
Republicano y de los congresales Demócratas, del Jefe de la Policía de Nueva
York, del F.B.I., de la C.I.A., del P.N.S.A. ( Partido Nacional Socialista
Americano). Recibieron felicitaciones de diversos organismos y representantes
extranjeros: de Leopoldo Lugones, hijo, Jefe de Policía del Gobierno Militar de
la Argentina; del General Francisco Franco, Comandante de
la Plaza Fuerte
española de Marruecos; del Cardenal Rogio,
Comisionado del Vaticano; de John
Calvin, Presidente de la Sociedad
de Defensa de los Derechos de la Familia, con sede en Londres; de Adolf
Eichman, Profesor de Genética de la Universitat de Munich. Hasta la Sociedad
Americana de Actores mandó a dos jóvenes embajadores, John Wayne y Ronald Reagan,
voceros del ala ultraderechista que lideraba dicha
Sociedad.
El discurso
más aplaudido fue la
ponencia místico-económica de Aristóteles,
que habló en siciliano y en
inglés (fue el único italiano que habló en inglés, en los demás discursos
usaron intérpretes simultáneos). A pesar
que su inglés tenía un pesado acento siciliano, resultó comprensible para toda
la concurrencia americana. Dijo que los problemas económicos del mundo se debían
a la creciente eliminación de la propiedad
privada y al materialismo
marxista, que contaminaba a la sociedad, y que la salvación estaba en la fe en Dios, la Patria y el Hogar; ellos eran, aseguró,
los herederos de
la Civilización Occidental y Cristiana. Todos aplaudieron
cada frase de su discurso, que repetía dos veces, primero
en siciliano y luego en inglés, por lo que los aplausos salían sucesivamente de
sectores distintos del auditorio, creando un interesante contrapunto. Para concluir hizo una cita del libro del
Canciller de Alemania, Mein Kampf,
que incitaba a la lucha heroica en defensa de la tradición y la moral. También
pronunció un discurso laudatorio Alfonso (Al) Capone, capo-maffia de Chicago,
que poco después caería en desgracia. La Convención del Madison Square Garden
culminó con un voto formal de aprobación de los estatutos de la Asociación
Internacional de Defensa de la Tradición Siciliana, de la cual Giuliano
Pomponio fue nombrado por unanimidad Presidente Vitalicio y Aristóteles
Fascioso Secretario General.
Para
los sicilianos de la Armada Gloriosa, que había invadido y conquistado Nueva
York, todos esos fueron años felices. Como vencedores, les correspondió la
mejor parte del botín. Los pisciotti y jefes de Giuliano pasaron a ocupar
importantes puestos en la reorganización de la Mafia. Giuliano los nombró
administradores de sus prostíbulos, de sus clubes suburbanos, de los cruceros
de placer, de sus casas de baños y masajes, de sus institutos de la salud. Supervisaron
los deportes, la lotería y los juegos de azar oficiales y extraoficiales.
Participaron en la Comisión de Control de Drogas y Estupefacientes de la ciudad
de Nueva York, e ingresaron en el directorio de diversas compañías farmacéuticas.
Los
30.000 sicilianos que sobrevivieron a la batalla de Herald Square se fueron
adaptando a la vida americana. Consiguieron una posición económica sólida. Después
de cierto tiempo dejaron Villa Olímpica, que se volvió un barrio judío-negro
(aunque conservó su nombre) y compraron casas en distintas áreas de la ciudad.
Algunos, queriendo mostrar su estatus de nuevos ricos, adquirieron propiedades
en las zonas residenciales de Brooklyn Heights y Park Slope, en Brooklyn, y en
el Upper East Side y Gramercy Park, en
Manhattan, pero la gran mayoría, nostálgicos de su tierra y de la mamma, se
asentaron en Little Italy, el colorido barrio italiano, con sus fiestas de San
Genaro, sus calles llenas de olor a fritura, y sus coloridas pizzerías y
restaurantes.
Unos
pocos, presionados por la moral familiar ancestral que habían aprendido en su
infancia y ablandados por la molicie ciudadana, modificaron sus hábitos
homosexuales y se casaron, dando lugar a pandillas de chicos bilingües
siciliano-inglés, de cabello rojizo y electrizado, que hablaban con un acento
espeso y conservaban los ademanes frondosos de sus padres. La mayor parte de
ellos, sin embargo, no dejó a sus amantes y, en forma pública o privada,
siguieron llevando su vida de heroicos pederastas. Alquilaron o compraron
pequeños departamentos en un viejo barrio de Manhattan, Greenwich Village, en
el sector ubicado al oeste de la 7ma. Avenida, entre la calle Christopher y el
Mercado de Carnes de la 14.
El
área pronto se transformó en una zona eminentemente homosexual, en la cual era
común ver a los hombres caminar abrazados por las calles o besándose en las
esquinas. Se inauguraron bares y salones de baile para homosexuales, casas de
modas con diseños exclusivos para “locas”, teatros de travestis. Con el correr
de los años, ese sector del barrio así conformado recibió más y más adeptos y,
se hizo tan colorido y extravagante, que lo bautizaron "Nueva
Sodoma". Un censo posterior, de 1950, aseguraba que mas de un 20% de la
población de la ciudad estaba compuesta por homosexuales, aunque los porcentajes
extraoficiales clamaban un 50%. Gracias a los importantes aportes de los descendientes
de los hijos de la Magna Grecia, esta vieja práctica sexual griega se había
naturalizado en el Nuevo Mundo.
La
Nueva Maffia ejerció una profunda influencia en el Continente. Los hábitos
milenarios de la Omertà modificaron las costumbres primitivas y bárbaras americanas.
Giuliano consolidó su poder en la Asociación Internacional para la Defensa de
la Tradición Siciliana, y dio a la
institución un carácter corporativo e internacional. Uno de sus grandes
aciertos (gracias al oportuno consejo legal de Giuseppe Mastrogiusseppe) fue modernizar
la administración de las regiones mafiosas del interior del país.
Siguiendo
el modelo del antiguo Derecho Romano (que había facilitado, años ha, la
colonización de Europa) dio independencia administrativa a las provincias y les
reconoció su derecho a nombrar sus propios representantes. Esto dio una base
nominal democrática al sistema, aunque el poder político que ejercía Nueva York
sobre el interior era enorme (recordemos que la victoria del ejército de Giuliano
en la guerra civil había sido total, gracias a lo cual impuso su autoridad sin
oposición virtual e instituyó su profunda Reforma). Giuliano se comportaba como
un gobernante absoluto y tiránico, y esta manera de ejercer su mandato sería, a
la larga, como verá luego el lector, la causa de su caída, porque, como lo
demuestra su historia, el pueblo italiano odia a los tiranos y se ha librado
por medios violentos de cada uno de ellos.
En
1935, cuando el Imperio de Giuliano ya estaba consolidado, varios piciotti del
Bronx se complotaron contra él y retuvieron para sí, ocultándolo, una parte
importante de los ingresos de las casas de prostitución que supervisaban. El
Intendente de la Ciudad, Thompson, que no en vano se había criado en el Sur del
Bronx, notó como disminuían los impuestos, imaginó el origen del problema e
informó a Giuliano de la anomalía. Este, enterado de la estafa, no tardó en
distribuir una veintena de canarios vivos sobre los cadáveres frescos de los
irresponsables y ambiciosos sicilianos. Luego pagó sin chistar las contribuciones
debidas al Señor Intendente Municipal. Los lugartenientes de los picciotti, y
muchos soldados que habían estado implicados, fueron perdonados, y algunos
capo-maffiossi del interior de Estados Unidos interpretaron esto erróneamente como
una señal de debilidad, y aún de decadencia, por parte de Giuliano. Poco después,
Al Capone, el jefe de Chicago y Ciccio Grande, el Padrino de Detroit, se
rebelaron contra el poder de Giuliano y, en abierto desafío, se negaron a
entregar el porcentaje correspondiente de sus ganancias a la Asociación Internacional
para la Defensa de la Tradición Siciliana
(A.I.D.T.S.). Capone, un hombre calvo y voluminoso, de gran coraje, era primo
lejano del desaparecido Rómulo Galante y, secretamente, siempre había odiado a
Giuliano Pomponio y lo consideraba un pobre carbonero fanfarrón.
Este
acto equivalía a una declaración de guerra contra la dirección de Nueva York. Giuliano reunió de inmediato al Consejo
Superior de capo-maffiossi y padrini locales y a los piciotti de la ciudad en
una Asamblea Extraordinaria, en la Sede Central de la Asociación en la calle 42
y, democráticamente, se pusieron de acuerdo. Era necesario evitar una guerra armada,
entre el poder central y los poderes regionales, que pudiera hacer peligrar la estabilidad y el futuro de
la A.I.D.T.S. en Norteamérica. Mastrogiusseppe propuso solicitar al Señor Intendente
Thompson, que había dejado recientemente las filas del Partido Demócrata, pasándose
al Partido Republicano, que
interviniera en el caso, y solicitara al Intendente de Chicago,
también Republicano, su colaboración para iniciar una revisión de las
planillas impositivas que
Capone había remitido a la Ciudad de Chicago, al Gobierno de Illinois y al Estado Federal, durante los
tres primeros meses de ese año.
La
propuesta de Mastrogiusseppe dio óptimos resultados: Capone, como es lógico
imaginar, evadía un alto porcentaje en el pago de sus impuestos; el Internal
Revenue Service lo sometió a investigación; el Estado lo acusó y lo enjuició
públicamente, en coloridas y comentadas sesiones. El juicio terminó rápidamente con el poder político del
humillado Capone, que fue sentenciado a treinta años de cárcel y enviado a la
Prisión de Alta Seguridad de Alcatraz a purgar su condena.
De
esta manera Giuliano logró terminar magistralmente con el ambicioso y peligroso
capo-maffia de Chicago, sin exponer la seguridad de su imperio y sin derramar
una sola gota de sangre. Ciccio Grande, que había secundado a Al Capone en su
rebelión contra el poder central, fue perdonado; Giuliano, con gran generosidad,
se entrevistó con él y trató de convencerlo de su error; aparentemente, Ciccio
Grande, que era original de Catania, estaba emparentado con Giuliano por parte
de madre, y el Jefe Máximo le permitió permanecer en su puesto como capomaffia
de Detroit. Pero el malestar en las provincias no cesó y, al año siguiente, en
1937, Detroit dio otro paso en falso: se descubrió que Ciccio Grande había creado
por su cuenta, y sin consultar a Nueva York, un Sindicato paralelo en la
poderosa Industria del Automotor de Detroit;
este Sindicato paralelo, apelando a la delación y a
calumnias, eliminó de las fábricas la oposición comunista, y planeaba ganar
control del movimiento obrero promocionando
dentro de este una burocracia que respondiera a los intereses de la
Maffia local.
Descubierto
el paso en falso de Ciccio Grande, esta vez ya como reincidente, Aristóteles
aconsejó a Giuliano que aprovechara la excelente idea original de Ciccio, extendiera
la creación de sindicatos paralelos anticomunistas a otros Estados y
reemplazara a los directivos de la Maffia de Detroit por gente fiel a Nueva
York. Así se hizo, y Ciccio Grande y sus secuaces fueron trasladados a Chicago
y puestos bajo la supervisión de Dante Messina, capo-maffia de la ciudad,
nombrado por la A.I.D.T.S. en reemplazo de Capone después de su caída. Más
adelante Ciccio Grande reconquistó parte de su poder dentro de la organización
y Giuliano, en 1939, para evitar un nuevo conflicto, lo trasladó junto a su
hijo, Ciccio Chico, a Rosario, Argentina, ciudad portuaria sudamericana de gran
riqueza y rápido crecimiento, donde la emigración italiana era muy numerosa,
para que, lejos de Estados Unidos, pudiera dar rienda suelta a su voluntad de
poder, organizando bajo su mando la Maffia local. La decisión de Giuliano no fue
desacertada y Rosario, poco después, fue llamada con justicia "la Chicago
argentina".
La
sagacidad política de Giuliano Pomponio prometía. El podía mantener a la Maffia
en la cima del poder por muchos años. Giuliano había comprendido que en
América, para que la Omertà se afianzara y se estableciera como una institución
permanente e imprescindible, era necesario profundizar las conquistas, americanizando más a la Maffia
y maficizando la
sociedad americana. Ninguna de las dos cosas era imposible y
Aristóteles descubrió la clave para lograr esto: era necesario eliminar el
color local y romper con los prejuicios étnicos que circunscribían las
actividades de la Maffia a ciertos rubros tradicionales. Gracias a los cambios
concebidos por Aristóteles, programados por el Dr. Mastrogiusseppe y ordenados por
Giuliano, la A.I.D.T.S. gozó, de 1937 a 1945, de su Edad de Oro. La gran
riqueza que habían logrado acumular durante esos años explotando el tráfico y
consumo de drogas, la prostitución y el juego, sirvió para comprar
campañas políticas e
intervenir en el
Gobierno: pronto la A.I.D.T.S. contó con concejales, diputados
y hasta senadores simpatizantes que respondían a sus intereses.
Durante
la guerra europea, que para ellos fue una bendición, las ganancias de la Maffia aumentaron considerablemente.
Participaron en el tráfico de armamentos. Invirtieron grandes sumas de dinero en
corporaciones industriales y en compañías financieras de Estados Unidos. El
Estudio Contable Impositivo de Simon and Schulster se transformó en el
representante financiero oficial de los intereses de la A.I.D.T.S. en Wall
Street. Llegaron a poseer más del 51% de las acciones de varias importantes
Sociedades Anónimas. Invirtieron en Bancos de Ayuda para los combatientes de la
2da. Guerra Mundial y obtuvieron pingües ganancias.
La
Maffia se adaptó a los métodos modernos de producción y control de la sociedad
americana, que promovían el consumo, y la sociedad americana, a su vez, empleó las
prácticas que utilizaba la Maffia en los negocios para sus propios fines. Todos
salieron beneficiados. Una sociedad debilitada por la drogadicción, el juego y
la prostitución, era más fácil de dominar; podían culpar a los movimientos
socialistas y de derechos humanos, así como también a los sindicatos de
trabajadores, por la situación. Esto les daba derecho a reprimir a todos sus
enemigos cuando les conviniera.
El
abuso de la droga y el juego fueron creando un clima de estupidez y sopor en la
población, y la prostitución, un estado de permisividad y cinismo. La gente era
más sensible a cualquier tipo de
propaganda, por torpe que fuese, y el sistema de educación fue perdiendo
sus valores. Los dueños de la prensa y los políticos se enorgullecían en
privado de tener uno de los populachos más ignorantes y atrasados del mundo. Trabajaban
como bestias, no pensaban nunca y consumían obedientemente lo que los
productores querían; repudiaban todas las asociaciones que estuvieran en contra
de los intereses de sus
patrones; no hacían más que trabajar durante la semana, y los fines de semana
emborracharse e ir a los partidos de béisbol a chillar como energúmenos. El
atraso mental y emocional
de la población reforzó además
sus prejuicios, profundizó la división racial y el odio entre blancos y negros,
y aumentó el resentimiento contra
otras minorías, como la china y
la hispana.
Esta
situación de regresión sociocultural, tan apreciada por los centros políticos y
económicos del poder, generó alarma en algunos sectores. La Maffia había
logrado identificar plenamente sus métodos de trabajo y sus intereses con los
del Estado, y su rápido éxito despertó la envidia y el resentimiento de la
Iglesia Católica. La Maffia se había transformado no sólo en un poder material
infiltrado en la estructura del Estado, sino también en un poder espiritual que,
en un breve lapso de tiempo, había logrado estupidizar a la población y hacerla
más dócil a los designios de los voraces y patrióticos capitalistas. Pero este
era un papel que la Iglesia siempre se había atribuido para sí, ¿significaba
esto que la Maffia era capaz de cumplir este objetivo mejor que la Iglesia? La
Iglesia se había pronunciado siempre contra la prostitución, el consumo de
drogas y el juego, invocando la necesidad de dedicar la vida a respetar los
mandamientos divinos, que advocaban el bien y condenaban el mal; las drogas, la
prostitución y el juego, argumentaban, debilitaban a la familia cristiana, eran
formas del mal. Los diversos recursos de intimidación y terror que usaba la
Iglesia para obtener la sumisión de los fieles apelaban sobre todo a la fe en
el más allá. Los cristianos creían en la compensación divina que tendrían en la
otra vida, luego de muertos, junto a Dios.
Este premio los compensaría por todos sus sufrimientos en esta vida terrena.
Los
sacerdotes católicos aseguraban tener el control de la congregación de fieles
en las iglesias y parroquias, y el Cardenal Primado, verticalmente, ordenaba a los sacerdotes el matiz político de sus sermones,
según los arreglos entre el Vaticano y la Casa Blanca, que respondían a los
intereses combinados de la teología ortodoxa y los vaivenes de la política internacional.
Hubo, sin embargo, casos lamentables de conmoción social en que la Iglesia fue
incapaz de usar su influencia para
presionar a las bases, mostrando que, en ciertas situaciones críticas, su
ideología perdía legitimidad y credibilidad. Así, en 1934, los obreros del automotor
mantuvieron durante diez meses una huelga en Indianapolis: liderados por el Sindicato
de los Teamsters, tomaron fábricas y
batallaron con éxito contra la policía. El jefe de la huelga era un tal
Farrell Dobbs, un marxista trotskista que pertenecía al Partido Socialista de
los Trabajadores. Publicaron un
periódico revolucionario que circulaba por todas las fábricas y sostenía
que la explotación de los trabajadores no acabaría hasta que ellos mismos no
tomaran el gobierno en sus manos y expropiaran a los capitalistas. Los propietarios
de las fábricas llamaron a la Guardia Nacional para intimidar a los
huelguistas. El temor ante la "amenaza roja" creó gran alarma en los
partidos Republicano y Demócrata, y el Papa protestó indignado, acusando al
gobierno de permitir la infiltración del materialismo ateo ruso en los
sindicatos. Todos esperaban que la intercesión de la Iglesia, en una ciudad
como Indianápolis, en la que un 50% de sus habitantes eran católicos
practicantes, fuera suficiente para persuadir a los obreros de que esa huelga
era una insensatez, y para hacerles entender que la violencia estaba en contra
de la voluntad de Dios (que sin duda los castigaría en el más allá por ese
crimen) y mostrarles que pretender tomar en sus manos la propiedad privada y el
destino político de la comunidad era una soberbia insensata, ya que Dios mismo había ordenado el respeto a la
propiedad.
La
Iglesia, sin embargo, fue incapaz de convencer a los obreros a que abandonaran la
huelga, desocuparan las fábricas, dejaran de sacar el periódico, renunciaran a
la autodefensa, expulsaran a los comunistas
y disolvieran el sindicato. El caso de Indianápolis fue citado como un
ejemplo de la postración de la Iglesia ante el peligroso avance de los temidos
movimientos sociales. La Maffia no pudo ayudar en esas circunstancias al Gobierno
y a los industriales porque su poder en Indianápolis era ínfimo, pero las
autoridades tomaron conciencia de que la Maffia había logrado, en los centros
en los que había consolidado su poder, en solo cinco años, mediante la
corrupción sistemática, lo que no había sido capaz de conseguir la Iglesia en
mucho más tiempo: destruir la combatividad del incipiente movimiento obrero
local. En Nueva York, los Presidentes de los Sindicatos se sentaban a la mesa a
conversar con Giuliano, Aristóteles y los miembros de los Directorios de las
Corporaciones más importantes. El resentimiento de la Iglesia ante su propio
fracaso y la envidia por el éxito de la Maffia fue muy grande y, aunque nunca
declaró una guerra frontal contra esta, puesto que los sicilianos eran muy católicos, indirectamente
los Cardenales hicieron comprender a algunos políticos claves que la Omertà se
estaba transformando en un Estado dentro del Estado y que, si seguía creciendo
(y su poder aumentaba año a año), terminaría erosionando el fundamento moral de
la nación y compitiendo con el poder del Estado.
Se
dice que la Iglesia llegó a mantener una reunión secreta con Giuliano Pomponio
y su consejero Aristóteles, en la cual hablaron directamente de la situación;
el representante eclesiástico fue el Comisionado del Arzobispo de Nueva York,
Cardenal Winston Murphy, un hombre práctico, de gran papada y rostro encarnado,
que tenía aspecto de alcohólico. En esa hipotética reunión (que yo no creo haya
tenido lugar) el diálogo pudo haber sido el siguiente:
- Sr. Pomponio, la
Iglesia tiene su propia interpretación del término "reforma" - dijo
el Cardenal, acariciándose la papada - Ud. clama haber reformado su organización
de italianos en el exilio...
- Sicilianos, no
italianos - corrigió Giuliano, con indignación regionalista.
... de sicilianos,
si Ud. así lo quiere...y probablemente su corrección no sea desacertada
... porque, ciertamente, su
organización no tendría cabida en Roma...
- No lo crea, Sr.
Cardenal.
- La Iglesia está
acostumbrada a relacionarse y convivir con otras instituciones...por ejemplo,
con la familia y con el Estado. Con el Estado no tenemos problemas en la
actualidad; tanto la Iglesia como el Estado son en sí sociedades perfectas y
soberanas, la Iglesia tiene poder espiritual y el Estado temporal y material.
Estas soberanías y esferas de acción no deben ni pueden confundirse: por orden
de Cristo la Iglesia manda en la conciencia del rebaño y el Estado en lo
exterior de la persona.
- Yo no pienso que
lo interno y lo externo en el hombre estén separados - terció Aristóteles, incentivado
por el carácter doctrinal que iba adquiriendo la conversación - no se puede
concebir una sociedad de solo conciencias y otra de hombres sin conciencia.
- De acuerdo -
aceptó Monseñor Murphy, irritado - pero el Estado solo se ocupa del orden
natural, mientras que la Iglesia cuida el orden sobrenatural. Los Antiguos
Padres siempre reconocieron el primado de la Iglesia sobre cualquier otra
institución de carácter temporal, como lo testimonian los juicios vertidos por
San Ignacio, San Policarpio y San Ireneo.
- Es cierto -
admitió Aristóteles, rindiéndose ante la evidencia - también lo afirman
Tertuliano, San Hipólito, Orígenes, Dionisio de Corinto y Pablo de Samosata,
según lo demuestra Santo Tomás en su Summa
Theologiae...
- Veo que no
ignora la Teología, maestro - dijo impresionado
el Cardenal - Y volviendo a nuestro problema práctico, señores...su organización, la Sociedad Internacional de Defensa de la Tradición
Siciliana, ha entrado en conflicto con el poder espiritual de la Iglesia y con
el poder material del Estado. Nosotros no sabemos bien qué buscan Uds. y, para
poder convivir todos, es necesario aclarar las cosas y llegar a un acuerdo ...
- A un Concordato
- interrumpió Aristóteles, mirando a Monseñor con un extraño brillo en los
ojos.
- Estoy pensando
en Bonifacio VIII - dijo el prelado - cuya Bula "Unam sanctam" definió
como dogma de fe la sumisión de todas las personas a la autoridad de la Iglesia
en lo espiritual.
- Un Concordato...
- prosiguió Aristóteles como si no lo escuchara.
- Sí - interrumpió
Giuliano, tratando de llevar el diálogo a un terreno más firme - no hay motivos
para que existan conflictos entre la Omertà y la Iglesia, al fin y al cabo
todos somos hijos del mismo Dios. Quiero mostrarle mi generosidad y buena
voluntad para con la Iglesia: le ofrezco el 2% de las ganancias de la
A.I.D.T.S. como tributo, a condición de que nos apoyen incondicionalmente y
convenzan al gobierno de que solo queremos que nos dejen trabajar en paz...
Continuaron
discutiendo civilmente por un rato, pero el problema parecía ser de fondo y las
soluciones propuestas eran muy superficiales como para constituirse en una
solución definitiva.
Uno
de los principales aliados que tuvo la Iglesia en este juego diplomático fue la
colectividad judía de Nueva York, cuyo número pasaba el millón de personas, y
era económica y políticamente muy poderosa e influyente. Los sicilianos se
habían adueñado de importantes rubros comerciales que la comunidad judía había
explotado en el pasado y esta buscaba recuperar su protagonismo. Pidió a la
Iglesia que presionara a la Maffia, para que restringiera su actividad a las
áreas más tradicionales, prostitución y drogas, y no se inmiscuyera en la
industria del espectáculo ni en la banca. Las otras comunidades religiosas,
como la Iglesia Evangelista, la Iglesia Anglicana y la Iglesia Mormona, estaban
divididas y segmentadas y no tenían un poder económico y político suficiente para
hacer frente a un enemigo ideológicamente tan superior como la Maffia.
La Iglesia Católica hizo lo posible para
desprestigiar a la Maffia, utilizando el púlpito para crear falsos rumores y
denunciar sus contravenciones legales más flagrantes, pero esto no fue
suficiente para convencer al Estado de que se deshiciera de esta. La A.I.D.T.S.
tenía poder económico, contaba con una amplia base social y contribuía a la salud
general de la comunidad. Había adoptado avanzados métodos comerciales y se
había transformado en una aliada clave de la clase dirigente local y nacional. Era
una organización colorida, estilizada, que apelaba al estupro y al soborno, y
reconocía el valor estratégico del crimen político. Si cayó no fue por falta
oficial de apoyo, se debió más bien a circunstancias desgraciadas que referiré.
Con el paso del tiempo la corrupción de las costumbres, que ellos potenciaron,
había terminado invadiendo su propia organización: lo mismo le había ocurrido a
Roma, su madre y hermana mayor, 1500
años atrás.
A
principios de 1940 Aristóteles Fascioso se enfermó de gravedad. Su situación
afectó negativamente el futuro de la organización. Aristóteles era una figura
querida y respetada. Aquellos que habían participado en la batalla de Herald Square
en 1929 no podían olvidar su fuerza mística, casi redentora, cuando caminaba, con
el Libro en la mano, articulando frases incomprensibles en latín, el idioma
sagrado de los descendientes del Imperio, en medio de los combatientes que, con
ferocidad, se acuchillaban y degollaban, ni podían olvidar aquella oración
conmovedora que había pronunciado frente a la Catedral de Palermo antes que la
Armada Invencible se hiciera a la mar para conquistar el Nuevo Mundo. Su
astucia política había permitido que el poder de la Maffia se consolidase en
forma definitiva en América. Fue el artífice de la Reforma y enseñó a Giuliano el
arte de la planificación, el cálculo y la prudencia, haciendo de él un gran
líder.
En
1945, al morir, tenía ya 70 años. Durante los últimos cinco años, que
coincidieron con el catastrófico desarrollo de la guerra europea, Aristóteles
había enflaquecido y enflaquecido. Sus largos cabellos y su barba caían sobre
sus hombros y su pecho, adaptándose a las sinuosidades de su figura, y su
cuerpo frágil casi flotaba en la túnica blanca, que era su hábito permanente.
Tiempo antes de morir casi no se lo veía en público...en diciembre de 1943
Giuliano lo llevó a la calle 42, sosteniéndolo por el brazo, y Aristóteles
sonrió y saludó a los piciotti, tratando de mostrar que estaba en control de
sus facultades.
Su
enfermedad afectó emocionalmente a Giuliano, ocho años más joven que él.
Giuliano padecía de largos períodos de depresión. No por eso dejó de ser quien
era, y cierta vez que Saluzzi, uno de sus lugartenientes, quiso propasarse en
sus atribuciones y modificar sus directivas, creyendo que el hombre estaba
acabado, Giuliano, sin vacilar, mandó encerrarle un canario en la boca y, con
canario y todo, metido en una barrica de cemento, lo envió al fondo del río
Hudson.
Se
dice que en 1944, algo recuperado de su dolencia fatal, un lento y doloroso
cáncer de duodeno, Aristóteles hizo un viaje secreto a Italia para despedirse
de la gente de su lugar natal: Aquino. Allí lo recibió un descendiente de su
antiguo amo, el hijo del difunto Vizconde, heredero del castillo de Rocca Secca
y las tierras aledañas; Aristóteles visitó la celda donde, con el Abate de
Monte Cassino, había estudiado por
primera vez el latín y leído la Summa Theologiae de Santo Tomás. Una tarde se puso una sotana
similar a la que usaba el Abate, su maestro y, rengueando, se paseó por la
celda histórica recitando la Summa
Theologiae con el costado derecho de la boca. Otro día el Vizconde lo
encontró en la pieza que ocupaba cuando niño en el castillo leyendo con interés
la Ética a Nicómaco. Después, Aristóteles
se dirigió a Palermo, la vieja capital histórica de la Maffia, y recorrió la
ciudad de incógnito, vestido de carbonero. Visitó la antigua carbonería, donde
había vivido tres años felices junto a su discípulo Giuliano, durante el
período de su adoctrinamiento, y comprendió que en esa época pasada, aún sin saber
bien cuál iba a ser su misión en el advenimiento del Imperio, ya era
básicamente el que sería. Comprendió, en
su retorno a las fuentes, que había
cumplido su destino.
Paseó
por el Corso Vittorio Emanuele y visitó la Plaza de la Victoria, donde quince años
atrás él y Giuliano habían pronunciado discursos triunfales y presenciado el
desfile de la Armada, que poco después partiría para América; visitó la
Catedral y el Obispado, donde el Obispo lo recibió y dio una cena secreta en su
honor, a la que asistieron miembros
selectos de la Omertà. Al otro día, el Rector de la Universidad lo llevó
a visitar la Biblioteca Nacional, donde había descubierto por azar y leído por
primera vez el tratado de Sausone e
Ingrasci, Sei anni di banditismo in Sicilia. Sguardo storico sul brigantaggio e
la Maffia in Sicilia. Luego, los dos hombres pasearon por la Conca d' Oro, conversando
sobre la vida en América. A la mañana siguiente lo condujeron a la Cala, desde donde
contempló el azul profundo del soberbio Mar Tirreno, y se embarcó de regreso a
Nueva York en el "Enricco
Carusso", la misma
nave capitana que,
quince años antes,
lo condujera a América con la Armada
Invencible.
Durante
sus últimos meses de vida, Giuliano no se separó de
su lado y
lo hizo trasladar
de la casa
común que compartían en la
calle Montague, en Brooklyn Heights, a la oficina de trabajo de la
Asociación Internacional para la Defensa
de la Tradición Siciliana, en el 9no.
piso del edificio
de la calle 42 y 8va. Avenida, en
Manhattan. Aunque contrató a varios enfermeros especializados para su cuidado,
no quería que tocaran su cuerpo y él mismo le cambiaba las ropas. El doloroso cáncer intestinal que lo mataba lentamente había
debilitado a Aristóteles a un punto tal que era prácticamente piel y huesos;
durante las últimos dos meses de vida ya no pudo tomar alimentos y lo nutrían
con suero por medio de sondas; quince días antes de su muerte el cáncer se
complicó con una hidropesía y el vientre se le hinchó como el de una mujer embarazada.
Cuando
expiró, Giuliano le hizo quitar el agua del vientre para que el cadáver no se
viese ridículo; luego, él mismo lo maquilló, lo vistió con una túnica blanca y
le hizo aplicar inyecciones de silicoaluminato de potasio para que no diera mal
olor. Alquiló para el velatorio la planta baja del edificio de Times Square, en
la esquina de Broadway y la 42. Por allí desfiló ante sus restos, presentando
al gran hombre sus respetos finales, una muchedumbre de envejecidos excombatientes
de la batalla de Herald Square, de italianos habitantes de Little Italy, de autoridades
municipales y nacionales, de figuras políticas y eclesiásticas, de jugadores de
béisbol, de prostitutas y de representantes internacionales de la A.I.D.T.S.
Sus restos fueron sepultados con grandes
honores en el
New Calvary Cemetery, en el
"Prado de la Magna Grecia", donde descansaban las restos de los
20.000 héroes sicilianos que habían caído gloriosamente en combate en la batalla
de Herald Square. Sobre su tumba Giuliano hizo erigir un mausoleo con una
escultura en mármol blanco que reproducía fielmente la figura de Aristóteles,
pero tenía tres veces su tamaño natural, comisionada a un estudiante de la School
of Arts de Nueva York, Andy Warhol.
El
testamento de Aristóteles no fue imprevisible. Este había renunciado en vida a los
bienes materiales. Creía en la misión de la A.I.D.T.S.; la institución era
mucho más importante que las individuos que la integraban. Se consideraba un simple
consejero de Giuliano, un servidor de la causa. Tenía la modestia propia de los
sabios y el desinterés típico de los santos. Como podemos recordar, había rehusado
a dar protagonismo a su palabra por encima de la de sus maestros, Santo Tomas y
Cutrera, y formaba sus propios discursos con citas de los libros de estos, mostrando
su respeto a la tradición y su desprecio por la bárbara innovación en el
estilo. En su testamento, redactado de su puño y letra, se limitó a desear la
mejor suerte para su amigo y señor Giuliano Pomponio, lo incitó a que
desconfiara de sus subordinados y transcribió dos páginas de los libros que
habían guiado su vida: la Summa
Theologiae de Santo Tomas y La Maffia
e i maffiosi de A. Cutrera. En la transcripción de la Summa había recuadrado el mismo
párrafo que una vez tuviera colgado
en la pared de su cuarto, en el castillo de Rocca Secca, que dice:
Post
actus et passiones, considerandum est de principiis humanorum actuum: et primo,
de principiis intrinsecis; secundo, de principiis extrinsecis. Principium
intrinsecum est potentia et habitus; sed quia de potentiis in Prima Parte
dictum est, nunc restat de habitibus considerandum. Et primo quidem, in
generali; secundo vero, de
virtutibus et vitiis, et aliis hujusmodi habitibus, qui sunt humanorum actum principia.
Summa Theologiae
I
a. 2 ae. 49-54
En
su oficina de la calle 42, Giuliano hizo colgar de la pared la réplica del
cuadro de Francesco Traini, que Aristóteles había llevado consigo a todos las
sitios en que vivió. Este cuadro, como recordará el lector, representaba a
Santo Tomás, el Doctor Angélico, rodeado de filósofos y teólogos. Aristóteles
había pegado su propia fotografía sobre el rostro del caído Averroes. En el
próximo Congreso de la Asociación Internacional
para la Defensa de la Tradición Siciliana, celebrado seis meses después
de fallecido Aristóteles Fascioso, el 12 de abril de 1946, Giuliano Pomponio
propuso designar a su ex consejero, post-mortem, Líder Espiritual Máximo de la
A.I.D.T.S. La moción fue aprobada por unanimidad.
Aristóteles
no dejó una obra escrita a la posteridad. Rehusaba escribir sobre sus ideas y hablaba
en público en contadas ocasiones. Prefería citar la palabra de sus maestros en
forma directa. No fue el único hombre sabio que no quiso escribir, y esto no ha
sido un impedimento en la historia de la sabiduría para transmitir una imagen
simbólica del hombre y de su mensaje; Cristo, que tuvo inspirados biógrafos, no
escribió (excepto en la arena y de inmediato borró lo escrito); tampoco Sócrates
escribió y Platón, su mentor, prefirió la palabra articulada a la escrita. Esto
solo contribuyó a profundizar el misterio sobre la sabiduría de estos elegidos,
cuya inspiración fue considerada vasta, divina y universal. Aristóteles, a
diferencia de estos últimos, si bien no había escrito, creía en el poder de la
palabra impresa. Los mafiosos eran en su mayoría analfabetos pero, siendo
hombres modernos, tenían, como nosotros, la superstición del libro, y el intuitivo
Giuliano pidió a Andy Warhol que representara a Aristóteles en su escultura con
el libro de A. Cutrera, La Maffia e i
Maffiosi, en la mano, dando así una imagen transcendente y significativa de
la sabiduría de Aristóteles a la posteridad. Todos las miembros de la
A.I.D.T.S. en el futuro, antes de emprender cualquier acción de interés común,
deberían invocar la protección espiritual del Patriarca de Rocca Secca y, luego
de haber cometido un error que afectase a la comunidad, tendrían que pedir
perdón a su memoria; su nombre presidiría
las bautizos, casamientos y defunciones y todos
los niños que
nacieran el 12
de noviembre, día
de su muerte, llevarían su
nombre.
En esa
misma Asamblea, Giuliano
argumentó que los restos de Aristóteles
debían ser considerados sagrados
y propuso exhumar el cadáver del "Prado de la Magna Grecia"
en el cementerio del Nuevo Calvario de Queens y
colocar sus restos en el Cuartel
General de la A.I.D.T.S., en
la calle 42. Todos aprobaron la propuesta
de exhumar el cadáver, porque
amaban el culto de los muertos y sentían devoción por sus antepasados, pero se
suscitó a continuación una discusión
entre los capo-maffiosi de las distintas ciudades de
Estados Unidos y los representantes de Sicilia, cuyo poder había aumentado
luego de la caída de Mussolini, acerca de dónde irían los restos de Aristóteles,
pues todos se sentían con derecho a reclamarlos. Finalmente, luego de
dos horas de intenso debate, procedieron a
votar y, siguiendo
la tradición de la Iglesia Católica
de la cual eran hijos, dieron a las reliquias
del Líder Espiritual el siguiente destino: la cabeza
quedaría en Nueva York; el brazo derecho iría a Chicago; el izquierdo a Palermo; el torso sería
encerrado en una cripta en su lugar natal, el castillo de Rocca Secca; la pierna derecha iría a Miami; la
pierna izquierda a Houston, Texas; la mano
derecha a Detroit; la mano izquierda a Rosario, Argentina
(reclamada por Ciccio Chico,
presente en el Congreso); el pie
derecho iría a Washington,
D.C. y el pie izquierdo a Los Ángeles. La túnica que usara
Aristóteles en su lecho de muerte y sus libros máximos, la Summa Theologiae y La Maffia
e i maffiosi, fueron concedidos a Nueva
York.
Giuliano
hizo colocar la descarnada calavera de su maestro y consejero en el hall de
entrada a su oficina de la calle 42, sobre un pedestal de mármol rojo; pintó la
calavera de dorado y colocó bajo ella la siguiente inscripción, en dialecto
siciliano:
Este es el verdadero Aristóteles,
espejo de
la humana sabiduría.
A
un costado, en una vitrina, expuso la túnica
blanca del Líder Espiritual, un mechón de su barba, la Summa Theologiae y La Maffia e i maffiosi. En su oficina,
el cuadro de Santo Tomás, con el rostro de Aristóteles reemplazando al caído Averroes,
presidía.
La
muerte de Aristóteles coincidió con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los
años de la guerra habían sido el período de mayor prosperidad económica de la Maffia.
Las operaciones durante ese tiempo se habían multiplicado en magnitud y
abarcaban varios billones de dólares al año. Esa enorme bonanza,
desgraciadamente, creó una separación cada vez más insalvable entre los
intereses de la Maffia y los del Estado norteamericano. Durante la guerra el
aporte de la Maffia incentivó la economía nacional, y hay quien cree que sin su
apoyo Estados Unidos no hubiera podido ganar la contienda. Algunos argumentan
que Giuliano ayudó a Roosevelt para vengarse del Duce, que encarceló y humilló
a sus compatriotas de la Omertà siciliana (cuando el Duce fue asesinado en
Italia en 1943, y su cabeza exhibida en una picota, Giuliano y Aristóteles se
regocijaron e invitaron a sus piciotti a brindar con champagne).
Norteamérica,
vencedora, prometía transformarse en el nuevo imperio internacional que reemplazaría
a Inglaterra, Francia, Alemania y Japón en el dominio del mundo capitalista.
Terminada la contienda, ya no necesitaba más el apoyo de la Maffia y su poder
resultaba más una amenaza que una ayuda para el Estado. Por más de quince años, Giuliano
Pomponio había sido el hombre fuerte de la organización y sus dotes innatas de
conductor y estadista habían probado ser
muy superiores a las
de muchos políticos
profesionales Republicanos y Demócratas. La verdad es que Giuliano era
un hombre respetado y temido, pero, como otras veces, la Historia misma habría
de encontrar los medios para resolver la crisis, y engendrar a los vengadores
que liberaran las ruedas de su maquinaria de la odiosa tiranía que podía llegar a paralizarla.
Giuliano
era un tirano: disfrutaba de una autoridad absoluta, había transformado la
democracia de la A.I.D.T.S. en una parodia y basaba su control interno de la
organización en la intimidación y el terror. Al mismo tiempo, era un hombre muy
popular, que había llevado a los sicilianos a la victoria de Herald Square, que había hecho de Nueva York el
centro internacional de la Maffia y había mantenido el poder por casi dos décadas. Sus hombres no podían dejar de
asociar el bienestar de que gozaban a la generosidad de su General Máximo, ni
olvidar que esa riqueza era el producto de un botín conquistado por la guerra:
la mayoría de los fieles veteranos se identificaban personalmente con su jefe.
Los
que celaban el poder de Giuliano hablaban de las libertades perdidas e
invocaban la necesidad de resguardar y proteger a la A.I.D.T.S. de los peligros
que la amenazaban. Mientras duró la 2da. Guerra Mundial y la organización se
mantuvo en un extraordinario apogeo económico hubiera sido imposible derrocar a
Giuliano (a pesar que un sector dentro
de la A.I.D.T.S. se le oponía y reclamaba sus derechos democráticos) pero,
terminada la Guerra Mundial, el poder de Giuliano parecía exagerado y él no se
mostraba partidario de compartirlo ni dividirlo. Muchos deseaban que cayera. La
Iglesia, los partidos políticos americanos, las corporaciones, todos los que de
una manera u otra habían participado y contribuido a la Guerra, se sentían
vencedores y esperaban recoger sus ganancias: para ellos, Giuliano era un
competidor que tenía sus intereses propios y representaba un obstáculo.
La
muerte de Aristóteles marcó el principio del fin; solo, sin su consejero, Giuliano
no sabía razonar. Giuseppe Mastrogiusseppe lo instó a reunirse con diversas
figuras políticas y personalidades del mundo financiero para tratar de establecer
acuerdos, pero Giuliano, como si buscara su propia caída, se negó a escucharlo
una y otra vez. Solía encerrarse en su oficina de la calle 42 y, por la noche,
cuando nadie podía verlo, se paraba frente al pedestal de mármol rojo que
sostenía la calavera de su maestro y permanecía en actitud meditativa por un
largo rato.
La
nostalgia de Giuliano por su amigo era tan grande que entraba en continuos
ciclos depresivos. Una vez, Giuseppe Mastrogiusseppe, para ayudarlo, le propuso
ver a un famoso espiritista de Harlem, un mestizo hijo de padre griego y madre
africana, que podría hacerlo comunicar con el espíritu de Aristóteles
dondequiera este estuviese. Giuliano aceptó y el hombre se presentó en su
oficina una noche llevando en sus brazos un cordero blanco; después de una
complicada ceremonia el hombre sacrificó el cordero con un cuchillo filoso y lo
asaron sobre un brasero en la escalera de incendio que daba a la parte
trasera de la
oficina de Giuliano;
cuando estuvo cocinado se sentaron
a la mesa en la Sala de reuniones y comieron el animal con bastante vino. Una
vez que terminaron de comer el mulato dijo a Giuliano que se durmiera, porque
el espíritu de Aristóteles solo podía aparecer si él estaba dormido; a las
cinco y media de la mañana, poco antes de que amaneciera, el mulato lo despertó
y le preguntó si había visto a Aristóteles y Giuliano respondió que sí; contó
que lo había encontrado en un valle, a orillas de un río y con él estaba un
hombre que le pareció conocido, y Aristóteles le dijo que era su maestro, Santo
Tomás, que tenía la misma cara del
hombre que estaba en el centro del cuadro de su oficina.
Aristóteles siguió hablando con él, pero no podía entender lo que le decía; se
lo veía sereno y contento y cuando quiso abrazarlo desapareció, y Santo Tomás
también, como si fueran las formas de un sueño.
Después
de esa sesión feliz Giuliano estuvo un poco más animado; una tarde fue al Prado
de la Magna Grecia, en el Cementerio del New Calvary, en Queens, a visitar el
mausoleo erigido en memoria de su amigo, y allí se paró frente a la estatua hecha
por Andy Warhol, que reproducía con fidelidad las facciones del rostro y las
proporciones del cuerpo de Aristóteles, pero era tres veces más grande que su
modelo original, y estuvo conversando con la estatua por un largo rato. Durante
las dos o tres semanas siguientes se lo vio mucho mejor, pero luego volvió a experimentar
sus crisis periódicas de depresión otra
vez.
Sin
un vengador, sin un tiranicida, su historia podría haberse prolongado por
muchos años y Giuliano Pomponio hubiera acabado sus días, probablemente,
envenenado en la Prisión de Alta Seguridad de Alcatraz, pero la Historia
había generado su vengador para que su proceso fuese
circular y simétrico, y diese materia simbólica al arte vacilante de los
futuros poetas. Este se llamaba Nerón Faruggio y era hijo ilegítimo de Rómulo
Galante, que lo había concebido con una de las criadas de su casa, trece años
antes de encontrarse con su destino en la batalla de Herald Square. Todos
sabían que era su hijo, pero Rómulo no lo quiso reconocer legalmente, porque la
Maffia penaba el adulterio, y le puso por apellido el nombre del pueblo de
Sicilia donde había nacido la madre del chico. A pesar
de esto Nerón
Faruggio creció en el palacio de Brooklyn de los Galante, con todos los
privilegios propios de un
hijo del Capo
Máximo de la Maffia americana.
Después
de la batalla de Herald Square, los vencedores expropiaron las posesiones
de la familia
Galante; Agrippina, la madre
de Nerón, fue despedida del servicio de la familia y se fue a vivir
con su hijo al Lower East Side de Manhattan, en un conventillo de la calle Delancey, próximo
a la entrada
del Williamsburg Bridge. La mujer
se ganaba la vida miserablemente como sirvienta, limpiando oficinas por la noche; los sueldos estaban
siempre por debajo del salario
mínimo y Agrippina tenía que trabajar
doce horas diarias,
seis días a la
semana, para poder
subsistir; el séptimo
día, el domingo, con el resto de fuerza que le
quedaba, iba a la taberna, a
emborracharse.
Nerón,
hasta los trece años, cuando murió Rómulo, estudió con tutores privados que anualmente
le presentaban los exámenes oficiales del Board of Education de Nueva York y él
aprobaba con las mejores notas. De esa educación exclusiva en los jardines de
una mansión de Brooklyn, Nerón pasó a una Escuela Pública del ghetto del Lower
East Side, en las calles Essex y Delancey. Mientras vivía con la familia
Galante, jamás se le había negado su derecho de hijo y, en las nuevas
circunstancias que tuvo que enfrentar, Nerón se sintió desheredado por un impostor.
La escuela pública "Ulyses Grant" no presentaba un programa
convencional de educación; a ella asistían adolescentes negros, hispanos y chinos
del Lower East Side; también unos pocos judíos, irlandeses e italianos. Los polacos,
que antes abundaban, habían sido desplazados por los irlandeses, que se
preciaban de ser los únicos blancos de pelo rubio en el barrio. Casi todos eran
hijos de obreros con familias numerosas, y el hambre y el desempleo eran
endémicos en el área.
Los
chicos se habían criado en las peligrosas calles del ruinoso y colorido ghetto,
donde podían escucharse todas las lenguas, y en el que los económicos
restaurantes chinos y puertorriqueños alternaban con las verdulerías italianas
y los tenderetes de los mercachifles judíos. Las habilidades máximas de los
adolescentes eran el uso de las armas
blancas y el manejo de cachiporras de distintos estilos y formatos; no
empleaban ganzúa porque la policía sólo se atrevía formalmente con el barrio, y
cada vez que decidían "expropiar" a algún vecino usaban
ostentosamente una barreta; si encontraban inquilinos en la casa, procedían a
desalojarlos (se trataba mayormente de mujeres y niños, ya que para evitar
accidentes actuaban durante las horas en que los hombres estaban en el trabajo)
y luego se dedicaban a "rescatar" todos los objetos de valor para su
posterior reducción en alguno de los comercios de artículos usados del barrio.
Estaban organizados
en pandillas, generalmente siguiendo líneas raciales; las más notorias
eran la "Black Gold" (Oro
Negro), la "Dragon Thunder" (Trueno de Dragón) y la "José Martí". Nerón, por pertenecer
a un grupo
racial minoritario dentro del
barrio (que era fundamentalmente
chino, hispano y negro) formó parte de la "Motley Gang" (Pandilla de los
Retazos), nombre que le dieron
burlonamente las otras
pandillas y esta, como un
desafío, adopto para
sí . La integraban adolescentes
judíos, irlandeses e italianos. El jefe de la "Motley Gang" era un
judío de catorce años, Moisés Goldberg; usaba una coleta de chino y no portaba
armas, pero había alcanzado un cinturón negro en la práctica del jiujitsu en el
Club Policial de la ciudad (su padre era
Sargento de la Policía
en el ghetto judío negro de
Williamsburg, en Brooklyn) y era el más temido en la lucha cuerpo a cuerpo;
hacía gala de una gran crueldad y nunca terminaba una pelea sin quebrar antes
una pierna o un brazo a su enemigo. Su autoridad era absoluta y los demás
muchachos acataban sus dictados sin
discutirlos.
Dentro
de la escuela "Ulyses Grant" los miembros de estas pandillas iban a
distintas clases y grados. Nerón entró a 9no. grado, pero sus conocimientos
eran muy superiores a los de sus compañeros, muchachos prácticamente
analfabetos que en su mayoría no podían leer ni escribir correctamente. Las
clases se desarrollaban con irregularidad; por lo general los maestros
terminaban la hora sin haber empezado el tema
del día; las clases de Lengua Inglesa se transformaban
en una lección de insultos y malas
palabras; las de Matemáticas eran nominales, porque el concepto de operaciones
con números resultaba totalmente ajeno a las preocupaciones mentales de los muchachos. Las que más les interesaban
eran las de Química, que les permitían conocer las fórmulas de ácidos y
explosivos, y las de Mecánica, donde aprendían los secretos de los motores.
También las de Religión, aunque entendían el tema de manera distorsionada y las
consideraban clases de literatura.
La
escuela tenía tres guardias armados para controlar la seguridad y evitar los
conflictos, pero estos nunca pasaban del hall de entrada del edificio: los salones
de clase y los corredores eran del control exclusivo de los estudiantes. Los
maestros, por prudente autodefensa, los dejaban hacer a su gusto, y a fin de
año eximían a toda la clase. Los principales motivos de peleas eran las
rivalidades amorosas; estaban siempre en competencia por el control de tal o
cual grupo de niñas, y estas formaban parte del botín de la lucha; el mayor
problema de la escuela era el alto porcentaje de adolescentes embarazadas. La
tuberculosis había hecho estragos en el barrio y se calcula que uno de
cada cinco adolescentes
había contraído el mal.
Si
bien Nerón era miembro de la "Motley Gang", que dirigía Moisés
Goldberg, pronto empezó a
simpatizar con algunos de los
muchachos de la pandilla hispana
"José Martí". Las bandas estaban siempre enemistadas entre sí
y había constantes disputas de territorio.
Los de la
"José Martí" permitían
que Nerón entrase en su zona, pero debía ir solo. Moisés interpretó la actitud
ambigua de Nerón como un desafío a su autoridad y lo conminó a permanecer
dentro de los límites territoriales de
la "Motley Gang", pero Nerón Faruggio era en realidad un Galante,
llevaba en sus venas la sangre de su asesinado padre y estaba hecho para
mandar. En un principio acató las órdenes de Moisés; luego, en cuanto tuvo la
seguridad de que su nombre no le era indiferente a ninguno de los miembros de
la pandilla, se rebeló. Moisés les había ordenado que asaltaran esa tarde a una
viejita jubilada que vivía en Orchard Street; sabían que había cobrado el
cheque de la jubilación ese mismo día y la ganancia estaba garantizada. Nerón
se negó a ir porque la viejita, mintió, era conocida de su madre. Moisés lo
trató de cobarde y, para su sorpresa, Nerón lo desafió a pelear. La pandilla
creyó que Nerón estaba loco; Moisés era un muchacho atlético y fornido, experto
yudoca, invencible en la pelea cuerpo a cuerpo; Nerón en cambio era flaco y
esmirriado, con aspecto de tuberculoso.
Acordaron
que la pelea sería debajo del puente Williamsburg, al atardecer. Aparentemente
Nerón visitó el lugar un rato antes y ocultó una barreta de fierro en una
cuneta, junta al cordón de la acera. Asistieron al encuentro todos los miembros
de la "Motley Gang" y algunos de los de la "José Martí'', que se
habían enterado. Al comienzo de la pelea, como era de esperar, Moisés golpeó
duramente a Nerón y empleando llaves de yudo lo arrojó de cabeza varias veces
contra el empedrado; este sangraba mucho por la nariz y tenía un corte en la
ceja y su esfuerzo por defenderse no hacía más que aumentar la furia del otro;
cuando ya los miembros de la banda empezaban a reírse del valentón que había
pretendido desafiar al Jefe, Nerón se arrastró hasta la cuneta, sacó la barreta
y blandiéndola fue hacia Moisés y le dio un feroz golpe en el antebrazo, que se
quebró con un ruido seco. Moisés gritó de dolor y el brazo le colgó muerto a un
costado. Un murmullo de estupor se levantó de la concurrencia: Nerón, abominablemente,
había vencido. En el Lower East Side esa táctica de combate era considerada
legítima, y probaba que la sagacidad, el
cálculo y la
crueldad podían triunfar
contra la fuerza. Nerón
había demostrado, con su acto,
temeridad, coraje y decisión: desde ese momento fue el jefe natural del grupo y
Moisés se transformó en su más fiel subordinado.
Como Jefe
de la pandilla Nerón no fue demasiado diferente a los otros jefes de pandilla; bajo su mando los muchachos
empleaban el tiempo en aterrorizar a las
familias del ghetto, robaban mercancías a los mercachifles judíos, incendiaban
los edificios abandonados, envenenaban gatos y perros y, de vez en cuando, abusaban
de algunas de las chicas del vecindario.
El jefe era el
encargado de hacer tratados e
iniciar guerras con las otras pandillas, y Nerón fue desarrollando su capacidad
política, gracias a la cual alcanzaría
un día posiciones de responsabilidad dentro
del crimen organizado. Se
había hecho amigo de Jesús Colón, un hispano mestizo
compañero de la escuela,
que pertenecía a la pandilla
"José Martí" (el origen
del nombre de esta pandilla es interesante: unos estudiantes de Ia
Escuela de Arte Hispano de El
Barrio, durante una
campaña para embellecer los ghettos
de la ciudad,
habían pintado un fresco
con la figura
de Martí en la pared medianera
de un edificio abandonado de la
calle Northmore; la pandilla se reunía usualmente en ese edificio, al que
terminaron llamando "el José Martí"; luego,
las otras pandillas
los identificaron a
ellos con el nombre del edificio).
Jesús
tenía fama de valiente y se decía que era el brazo derecho del jefe de la
"José Martí", Washington Rodríguez, alias "El Caballo", y esto
no era poco, porque ya habían hecho algunos robos mayores (entre ellos, un robo
a una proveeduría, en el cual hirieron de bala a un policía) y Nerón convenció
a Jesús que le arreglara una entrevista con "El Caballo" para
discutir asuntos de importancia. El resultado de esa entrevista era previsible:
las dos bandas se unieron bajo la jefatura de Nerón y "El Caballo"
pasó a ser su lugarteniente. Así fortalecidos, los miembros de la nueva
"Motley Gang" hicieron valer sus derechos frente a las pandillas
"Black Gold" y "Dragon Thunder", y les declararon la guerra.
La "Dragon Thunder", compuesta en su mayoría por adolescentes chinos,
no resistió mucho y acabó desbandándose; algunos de sus miembros se pasaron a
las pandillas de Chinatown, cuya principal actividad era el estupro de los
comercios locales, y el resto se integró a la "Motley Gang", aceptando
la jefatura de Nerón. A los "Black
Gold" no los pudieron derrotar completamente y aceptaron mantener con
estos una relación relativamente pacífica de
convivencia.
La
nueva "Motley Gang" participaba regularmente en las fiestas hispanas
del Lower East Side; se hacían bailes de rumba, merengue y chachachá, con
cuatro orquestas en vivo, que tocaban ininterrumpidamente desde las nueve de la
noche a las cuatro de la mañana, y las miembros de la pandilla eran bien
recibidos. Al final de los bailes se llevaban por la fuerza a alguna de las
muchachas y entre todos la violaban en una casa abandonada; antes de dejarla ir,
la amenazaban con matarla si contaba lo que había pasado. Estos años de educación
formal y aprendizaje continuaron hasta que Nerón tuvo dieciocho años; en esa
época, él y muchos de los muchachos de Ia "Motley Gang" se recibieron
de bachilleres en la Escuela "Ulyses Grant".
Entonces,
un hecho doloroso ocurrió en la vida de Nerón, interrumpiendo todos esos años
de adolescencia irresponsable: Agrippina, su madre, murió de tuberculosis. Nerón
tuvo que salir a buscar un trabajo estable para mantenerse. Dejó la banda de
adolescentes que lideraba y, creyendo que sus antecedentes le habían dado un
nombre, fue a pedir empleo en las bandas de pistoleros profesionales. Se
dirigió primero a Chinatown, un barrio más progresista y en mejor situación
económica que el Lower East Side. Allí
los jefes de las bandas se le burlaron y lo escarnecieron, le dijeron que había
sido rey de un basurero, y que se volviera a su ghetto a robar a los mendigos y
recolectar desperdicios. Nerón contuvo su rabia y fue a pedir trabajo a la
familia Bonanno, que pertenecía a la
A.I.D.T.S. y tenía control de Little Italy; aclaró su origen italiano, dijo que
su apellido era Faruggio y mantuvo en secreto su ascendiente paterno. Papá
Bonanno, para probar su valor, lo mandó a liquidar a uno de los chinos de la
banda más poderosa de Chinatown; Nerón, vengándose de la humillación que había
padecido, hizo su labor con creces y le trajo a Papá una bolsa de malla llena
de hortalizas y vegetales, entre los que estaban los genitales de la víctima. Desde
entonces, su valor, su prudencia y su tacto político le aseguraron una rápida
carrera dentro de la Maffia, que en esos años estaba en plena expansión.
Cuatro
años después, en 1938, Nerón era hombre de confianza y guardaespaldas de Papá
Bonanno y, al año siguiente, cuando contaba con veintitrés años, Papá le dio un
puesto administrativo y político dentro de la organización como encargado de la
distribución de drogas en el Lower East Side. Nerón fue un administrador eficaz
y competente y los méritos de su gestión llegaron a oídos de Giuliano Pomponio;
en 1941, Papá Bonanno lo llevó ante el Caudillo Máximo de la Maffia y lo
presentó; al conocer al asesino de su padre, Nerón abandonó su ambición
personal de poder y decidió dedicar su vida a un fin más alto y generoso: vengar a su padre.
Cambió
sus hábitos violentos y ostentosos (que le habían creado bastantes enemigos) y
se volvió un hombre tranquilo y sedentario. Aristóteles llegó a tomarle simpatía
y lo relevó de la distribución de drogas en el Lower East Side, cargo peligroso
y comprometido, haciéndolo nombrar administrador de
diez casas de prostitución en
Chinatown y Little Italy, puesto de responsabilidad pero más burocrático, que
estaba reservado para los piciotti de
probada honestidad. Tenía pocos
amigos personales, no bebía y jamás usaba a ninguna de las prostitutas que
empleaba para su propio placer; se comentaba que era impotente, pero todos lo
respetaban porque creían en él, sabían que era un administrador eficaz y un
hombre fiel e incondicional a la
A.I.D.T.S.
Cuando
en 1945 murió Aristóteles, Nerón comprendió que su hora había llegado. Durante los tres años siguientes se
esforzó en ganar la confianza de los capo-maffiossi de Greenpoint, South Bronx,
Harlem, Chelsea, Greenwich Village y otros distritos de la ciudad; no quería
cometer un error, porque el sagaz Giuliano había desbaratado ya varias conspiraciones, y la
rebelión contra la autoridad se pagaba
comiéndose un canario vivo y yéndose
a dormir al fondo barroso del Hudson
o del East River. Trató de hacer
comprender a los otros que la dictadura de Giuliano estaba poniendo en peligro
a la Maffia como institución, y que los
políticos norteamericanos, por
culpa de él, los veían como un peligro para sus propios intereses;
para solucionar eso tenían que
dividir el poder de la Famiglia, devolver
sus derechos a
los miembros constituyentes, en una
palabra, desmonopolizar; volver a actuar en secreto, invisibles al
poder del estado, para que los dejaran en paz y preservar el núcleo básico
fundamental de su poder. No era conveniente, creía, intervenir en las
altas esferas de
las finanzas, como lo habían hecho
varias veces, bajo la jefatura de Giuliano,
porque el capital americano se sentía amenazado. Propuso concentrarse en los renglones
que tradicionalmente les habían pertenecido: la prostitución, la droga y el
juego; las inversiones industriales, sostenía Nerón, debían suspenderse e invertir ese dinero en propiedad inmobiliaria;
la Famiglia, siempre había basado
su fortuna en la
propiedad de la tierra.
Como
se ve, las ideas de Nerón contradecían el espíritu de la Reforma, que había
llevado a la Maffia a la cumbre de su poder. Equivalían a una verdadera Contrarreforma,
que los llevaría a la Restauración del viejo método folklórico y localista de
la antigua Maffia. Estarían renunciando a la modernización capitalista que había
logrado Giuliano Pomponio. Semejante involución no hubiera sido posible (como
desgraciadamente lo fue) si Aristóteles hubiese vivido, pero Giuliano, solo, no
tenía ni la energía ni la lucidez necesarias para llevar adelante la organización.
Sus estados depresivos eran cada vez más graves y descuidaba sus obligaciones
ejecutivas como Presidente. El gobierno norteamericano, además, preocupado por
el crecimiento constante de la Maffia durante los años de la guerra, estaba
interesado en que Giuliano cayera, y el F.B.I. había infiltrado entre sus filas
a varios hombres que le informaban cuidadosamente de todas sus actividades. El
prestigio de Nerón dentro de la oposición secreta al Caudillo Máximo de la
Omertà se fue haciendo más sólido, y en 1947 los capo-maffiossi de Nueva York
lo designaron su representante ante el Comité Central. Los representantes
zonales se reunían semanalmente con
Giuliano y Giuseppe Mastrogiusseppe en la Oficina Central de la calle 42,
para informar a la A.I.D.T.S. sobre los pormenores de la administración de los
distritos.
En
1948 Giuliano desoyó la solicitud del Gobernador de Nueva York, T.D. Dwight, de
que vendiera a la ciudad las acciones de la compañía internacional de comunicaciones
I.T.T. La Maffia era dueña del 20% de su capital y el gobierno no quería que
participara más en áreas que ellos consideraban de importancia estratégica. Ante
la negativa de Giuliano, el Gobernador inició una campaña represiva contra la
Omertà. En el curso de una semana cerró ciento cincuenta casas de prostitución,
doce casinos clandestinos y decomisó ciento setenta kilos de cocaína. Los capo-maffiossi
y los piciotti se indignaron ante la terquedad de Giuliano; cuando fueron a
verlo, este no quiso recibirlos. Esa noche, comprendiendo que la situación se
había vuelto insostenible, planearon asesinar
al tirano. Nerón pidió y obtuvo el derecho de dar el primer golpe. Tendría lugar el día 15 de septiembre de 1948, en el aniversario de la Batalla de
Herald Square, cuando Giuliano los recibiera para oír el informe semanal de las
actividades de la
organización.
Giuseppe
Mastrogiusseppe, que vivía en la planta baja de la mansión de Giuliano, en la
calle Montague, en Brooklyn Heights, declaró posteriormente que la víspera de su
asesinato Giuliano había estado con fiebre, y durante la noche había tenido
pesadillas y se levantó
varias veces; por la mañana le contó que en una de sus pesadillas
se le había aparecido Aristóteles, señalándole la esfera de espejos que estaba
en la cúspide del edificio de Times Square, y él vio con horror como la
esfera del Tiempo
se llenaba de
sangre. Mastrogiusseppe lo incitó
a que ese día no
fuera a su
oficina de la calle
42 y se quedara en cama, proponiéndole dirigir la reunión programada en su lugar, pero Giuliano se negó.
El
15 de septiembre, diez minutos antes del mediodía, Giuliano recibió a los
conjurados en el hall de su oficina, donde estaba el pedestal con la calavera
de Aristóteles. Nerón se adelantó y gritando: "¡Muera el
tirano!", dio la primera
puñalada; Giuliano se
abrazó a él
sin violencia y
sin proferir una
queja; lo miró a los ojos,
sorprendido, sin saber que estaba mirando al hijo y vengador de Rómulo Galante. Instintivamente los otros asesinos
se detuvieron, esperando que el Gran
Tirano pronunciara las palabras
finales que coronaran
su muerte, y que
los poetas repetirían para la
memoria de las
generaciones venideras. Giuliano
Pomponio emitió un gruñido y, mirándose la herida, dijo, con voz quebrada e
infantil: "Me duele", se cubrió la cara con el costado de su chaqueta
y cayó de rodillas frente al pedestal de Aristóteles. Entonces, los
otros conjurados se abalanzaron
sobre él y lo apuñalaron repetidas veces, compartiendo la responsabilidad de la
culpa. Las ropas se le mancharon de sangre, pero nadie le descubrió la cara para
espiar los visajes de la agonía. Cuando ya había dejado de respirar, Nerón sacó
una rata muerta de su portafolio y se la introdujo en la boca.
La
noticia del asesinato de Giuliano Pomponio se extendió de inmediato por todo el
mundo de la Maffia, y también por el otro. Los conjurados llamaron a los
capo-maffiossi de las distintas regiones a una Asamblea Provisional, en la cual
Nerón Faruggio explicó a los presentes, en un discurso sincero, que el único
interés de los sublevados al asesinar a Giuliano Pomponio había sido liberar a
la A.I.D.T.S. de un tirano que, llevado por su ambición personal y su amor al
poder, amenazaba destruir a toda la Famiglia de la Omertà. Ellos, por el
contrario, no querían para sí ningún beneficio, y depositaban en manos de los
representantes de la Omertà la capacidad de decisión que les había sido injustamente
arrebatada. Los concurrentes aprobaron esa acción altruista; quien más, quien
menos, todos se habían sentido personalmente agraviados por el éxito duradero
de Giuliano en la administración de la A.I.D.T.S., resentían y envidiaban su
poder, y no les resultó difícil justificar su asesinato. Nombraron como
Presidente Provisional de la A.I.D.T.S. a Giuseppe Mastrogiusseppe y Papá
Bonanno pasó a ser el Secretario General.
La
muerte de Giuliano Pomponio aceleró el proceso de decadencia y la pérdida de poder
de la Maffia. Giusseppe Mastrogiusseppe, presionado por influyentes
personalidades políticas y por la facción responsable del asesinato de
Giuliano, retiró las inversiones que la A.I.D.T.S. tenía en las principales
corporaciones norteamericanas e invirtió el capital en tierras y otras
actividades económicas menos productivas. Los capo-maffiossi más progresistas,
disconformes con el cambio, pronto mostraron su malestar y se renovaron los
conflictos internos; algunas ciudades se declararon en sedición; Chicago,
liderada por un sobrino de Capone, que estaba casado con la hija del Intendente
Dailey, se negó a pagar los impuestos a la Tesorería de la A.I.D.T.S. en Nueva
York, alegando malversación de fondos; de inmediato comenzaron los asesinatos y
las bombas. Cuando seis meses más tarde explotó en pleno vuelo un avión DC9 de
Eastern Airlines en que viajaba el capo-maffia de Chicago, la reacción de las
ciudades del interior fue tal que Nerón pidió a Mastrogiusseppe que delegara en
su persona la Presidencia Provisional de la organización para evitar el caos,
pero éste rehusó. A la semana siguiente Mastrogiusseppe amaneció muerto en la
mansión de Brooklyn Heights: había sido envenenado; Nerón Faruggio fue nombrado
Presidente Provisional y su primer acto de gobierno consistió en convocar un
Congreso General de la A.I.D.T.S. en el Madison Square Garden.
Al
abrirse el Congreso, al que asistieron 360 capo-maffiossi de todo el mundo,
acompañados de sus guardaespaldas y numerosos piciotti, Nerón Faruggio, en un
discurso inaugural, hizo la apología del crimen del tirano y traidor Giuliano
Pomponio, declaró que su verdadero apellido no era Faruggio sino Galante, y que
él era el hijo natural y verdadero heredero político de Rómulo Galante, el más
grande cappo-maffia en la historia de la Omertà. Si la loca ambición no hubiera
llevado a Giuliano Pomponio a usurpar el poder legítimo de Rómulo Galante, en
esos momentos la Famiglia no estaría al borde de la disolución y la guerra
civil; lo que hacía falta, afirmó Nerón, era una Restauración de los principios
fundamentales sobre los que se había fundado la Maffía: el respeto del honor,
la familia, la propiedad y la tradición. Acto seguido presentó su renuncia como
Presidente Provisional y delegó su poder en el Congreso. Luego de varios días
de acaloradas discusiones, en que las distintas camarillas políticas debatieron
sus proyectos e hicieron lo posible por asegurarse un lugar destacado en la
nueva administración, el Congreso, como era de prever, designó a Nerón Galante
Presidente Vitalicio de la A.I.D.T.S., y le dio Poderes Extraordinarios para
llevar a cabo la Restauración.
Investido
del poder máximo, Nerón Galante inició su gobierno purgando a la Maffia.
Persiguió a los que habían sido los partidarios más fieles de Giuliano Pomponio
y tenían su misma filosofía. Pomponio, para la historia de la Maffia, pasaba a
ser un impostor y un bandido, y sus ideas sinónimo de traición a los ideales de
la Famiglia. Nerón no tocó, sin embargo, la figura de Aristóteles, que todos veneraban
más allá de las circunstancias políticas, y declaró que había sido un santo,
engañado por el perverso Giuliano, que lo mantenía apartado de la realidad. El
F. B. I., los políticos Demócratas y los Republicanos, respiraron aliviados
ante el cambio. La relación con el Estado se estabilizó y los gobernantes
dejaron de ver en la Maffia una amenaza para su propia autoridad.
Nerón
Galante no pudo impedir la fragmentación y disolución del Imperio. Cinco años
después de iniciada la Restauración, el poder de la A.I.D.T.S. era nominal y
aparente: la Maffia se había dividido en una serie de feudos, que entraban
constantemente en conflicto entre sí por problemas de dinero y de control
territorial, y ninguno de los cuales podía clamar el dominio total de la organización.
Las luchas entre facciones se hicieron
más violentas y las vendettas destruyeron a muchas familias. En 1954, el F. B.
I. calculó que el capital controlado en esos momentos por la Maffia era sólo el
20 % del capital que poseía en 1948; las malas inversiones y las desavenencias
entre los grupos habían provocado ese caos y destruido el Imperio. A pesar que
el poder global de la Maffia disminuyó, su presencia se hizo mucho más visible:
los pequeños señores de la Omertà volvieron a cultivar el color local, realizaron
asesinatos espectaculares y reforzaron los anticuados prejuicios familiares,
que los habían hecho, desde siempre, los preferidos de satiristas y autores de
comedias. Los tiempos de esplendor de la Maffia pasaron a ser una historia del
pasado; a ellos, como a tantos otros, les tocó dejar atrás su mejor época.
Y
esta, querido lector, ha sido la historia de la Maffia en Nueva York. A lo largo
de estas páginas te he contado quiénes fueron Giuliano Pomponio y Aristóteles
Fascioso y las circunstancias de su admirable colaboración y amistad, el
injusto ataque del Duce Mussolini a la Omertà de Sicilia, la decisión heroica
de Giuliano de conquistar América, el enfrentamiento de Giuliano Pomponio y
Rómulo Galante y la batalla de Herald Square, la Reforma de la Maffia
americana, el venturoso imperio de la A.I.D.T.S., la muerte y beatificación de
Aristóteles, la caída e injusto asesinato de Giuliano Pomponio a manos de Nerón
Galante y la Restauración del Antiguo Régimen y Decadencia de la Maffia.
Hoy,
cuando algún maffioso, rumboso y colorido, elemental en su sentido del honor,
sin otra ambición que la de ser rufián de burdel, levantador de juego menor o
vendedor ambulante de drogas, cuando no matón de comité, cobra exagerada y
momentánea fama, por algún crimen exótico o una estafa equívoca e ingenua, yo
pienso con pena y melancolía en la suerte de la Maffia, una cultura otrora tan
elevada y venturosa, a la que sólo le ha quedado el color local y el
pintoresquismo como único consuelo, a cambio del destino de grandeza que le fue
negado. Los antiguos hechos heroicos de la Maffia se han convertido en
literatura, más mala que buena; los maffiosos actuales nos parecen personajes
inverosímiles y la prensa amarilla utiliza sus desventuras como temática de mal
disimuladas sátiras. La Maffia, que ha tenido tanto poder, hoy ha perdido
realidad. Yo me pregunto, ¿quién habrá usurpado su imperio, quién sus luchas y
su espíritu heroico, quién su cultura del crimen, la explotación y el estupro?
Nos
faltan en nuestro tiempo, para que volvamos a creer en la literatura, historias
verdaderas de héroes y conquistadores que representen el espíritu de acero del
hombre contemporáneo con la misma fidelidad, determinación y grandeza con que
una vez lo hicieran Giuliano y Aristóteles en su ascenso mancomunado hacia el
poder y en la creación y consolidación de su Imperio. Es cierto que, como
héroes, no fueron excesivamente morales, ni eran tampoco demasiado
inteligentes, nobles y honestos; es verdad que sus métodos de trabajo incluían
el despojo, la explotación y el crimen, pero, querido lector, ¡son héroes
modernos! Es el tipo de héroe que produjo la sociedad de su tiempo, víctima de
la competencia despiadada, las luchas de poder y el incesante afán de riqueza y
dominio. Reflejaron sus impulsos con cierta extravagancia, a veces cayeron en
el ridículo, pero supieron entretenernos con ese humor que ostentan con
ingenuidad los italianos, los descendientes de la antigua Roma.
En
su momento, Nueva York primero, y luego toda Norteamérica, se rindieron ante la
seducción de esos dos canallas y los recibieron como a hijos de su carne. En
estas páginas, he querido dejarte testimonio de sus hechos ejemplares; en ellos,
no sólo podemos encontrar la epopeya de nuestro tiempo, sino también nuestra
comedia y nuestro carnaval. ¡Dichosa la generación que aprende a reír!
No hay comentarios:
Publicar un comentario