Cuentos argentinos
(La sensibilidad y la pobreza)
de Alberto Julián Pérez
Riseñor
Ediciones
Lubbock,
TX 2015
Alberto
Julián Pérez ©
albertojulianperez@gmail.com
La
nueva Argentina
El empresario rico y la hermosa modelo
Patricio
Torres Agüero vivía con su mujer Verónica Vacareza en un amplio departamento
del exclusivo Puerto Madero, en Juana Manso y Azucena Villaflor. Era dueño de
una empresa financiera y, además, herencia de familia, una estancia en Carmen
de Areco, no muy lejos de la Capital. Era un hombre de mundo, un miembro de la
alta burguesía porteña. Estaba próximo a cumplir cuarenta años. Había viajado
por Europa y Estados Unidos. Había salido con muchas mujeres hermosas de Buenos
Aires. Le gustaban los coches deportivos y los caballos de salto. Los sábados
era infaltable en el Club Hípico. Su mujer, quién lo ignoraba, era una belleza.
Era modelo exclusiva de Christian Dior. Tenía veintiséis años. Alta, espigada,
de pelo castaño, era admirada en todo Buenos Aires. Tenían una relación
excelente. Ella era maravillosa en la cama. Sabemos lo que eso significa para
un hombre como Patricio: vanidoso, inteligente, mimado por la fortuna. El se
jactaba de provenir de una antigua familia criolla y no de inmigrantes aventureros,
judíos o italianos, como muchos de los que estaban en el mundo de las finanzas.
Había alquilado su estancia a una firma ganadera internacional. De la antigua
élite conservaba, por nostalgia, su afición a los caballos. Era seductor y
mujeriego, y prefería las argentinas de origen italiano a las chicas de buen
apellido de la oligarquía de Barrio Norte. Eran simplemente más hermosas, y
sabían convencer de mil maneras, con su charla, su sonrisa y sus habilidades
eróticas. Sobre todo cuando se encontraban con un hombre como él, que lo tenía
todo, y al que todas las mujeres jóvenes y atractivas querían hacer pasar por
su cama.
A
Verónica no le preocupaba su fama de seductor. Se había conquistado al hombre
más deseado de Buenos Aires. Las otras modelos la envidiaban, y las que no eran
modelos veían a Patricio como el hombre inalcanzable. Ella era más vanidosa que
él, se pasaba el día en el gimnasio, el salón de belleza y las pasarelas. Se
hacía traer toda su ropa de París. Era el estilo de vida que se podía permitir
una mujer casada con un financista de éxito, que gozaba de la confianza de la
clase política y tenía un excelente crédito internacional.
Estaba dedicada a su profesión
y aparecía con frecuencia en las revistas de modas. Cuidaba obsesivamente su
figura y no quería, por un buen tiempo, tener hijos. Le arruinarían las curvas
exquisitas de su cuerpo. No se imaginaba la flaccidez en el vientre, las
ojeras, la lactancia. Puerto Madero era el lugar ideal para ellos, y eran bien
queridos y reconocidos por los residentes. Allí vivían políticos,
inversionistas, estrellas del fútbol, modelos, vedettes. Era un estilo de vida
diferente, nuevo, internacional. Verónica, debemos admitir, era una mujer algo
infantil, aniñada. Su marido la consentía y ella esperaba estar rodeada siempre
de admiradores y sirvientes. Deseaba, como muchas modelos, mejorar el mundo: le
gustaban las flores, los niños, los animales. Quería involucrarse en proyectos
de beneficencia y trabajos de caridad.
Tenían una sirvienta o, como
es correcto decir, una empleada doméstica, que los atendía con solicitud. Irupé
trabajaba seis horas al día en lugar de ocho, gracias a Patricio, que sabía que
Irupé era una joven madre, con niños que atender, y le redujo, sin bajarle el
sueldo, sus horas de trabajo. Tenía veintiocho años y, dada su condición,
poseía una buena figura. No era bonita o, en todo caso, no se arreglaba como
las jóvenes que querían ser bonitas, pero era atractiva y dulce. Tenía dos
hijos: una adolescente de doce años y un varón de nueve. Se había casado muy
joven y vivía con su marido, que era guardia de seguridad de un supermercado,
en la Villa 31 de Retiro.
Un día, Verónica, que tenía
bastante tiempo libre, le preguntó sobre la situación de los niños en la Villa,
si tenían escuelas y había comedores para los más pobres. Irupé le dijo que sí,
estaban bien organizados, había varias escuelas y comedores, pero la ayuda
nunca alcanzaba porque la necesidad era grande. La invitó, si quería, a ir un
día con ella. Verónica no había estado jamás dentro de una villa miseria, como
la mayoría de los argentinos de clase media o alta, y sentía curiosidad.
Aceptó. Fueron en su coche, un BMW con vidrios polarizados. Las condujo
Braulio, el chofer de Patricio, que era además el guardaespaldas de la familia.
Braulio era un conocido karateca de Buenos Aires. Estacionó el auto a la
entrada de la villa y ella quedó en llamarlo si algo ocurría. Por supuesto que
no hubo ningún problema. Irupé llevó a Verónica a recorrer el barrio. Visitaron
la capilla, el comedor infantil, la escuelita, el dispensario médico. Verónica,
muy amablemente, saludaba a todos los que Irupé le presentaba. La trataron con
mucho respeto.
Verónica les cayó bien a
todos. Era una chica bella y carismática, y su interés en la gente era genuino.
Se sintió un poco incómoda por la suciedad de algunos callejones y el mal olor
que salía de las aguas servidas, pero lo soportó sin decir nada. Saludó al cura
y a las madres del comedor. Se había aclarado el color del pelo no hacía mucho,
y su cabello rubio atraía a los chicos, que la querían tocar. Además, tenía
cara de muñeca. Se había puesto un abrigo, para que su figura no llamara la
atención. Un chico le gritó “Evita” y los demás se rieron. Verónica los saludó,
divertida por la situación.
Cuando esa tarde regresó a su
casa, Verónica se puso a pensar en las cosas que había visto. La visita la
había afectado profundamente. Una cosa era escuchar hablar de la pobreza, y
otra muy distinta era verle la cara. Los rostros de los niños pobres la habían
golpeado y, en medio de sus privilegios, se sentía mal. Por la noche habló con
su marido que, preocupado, le dijo que por qué había ido allá, que iba a hablar
con Irupé, debería haberlo consultado a él antes. Verónica se lo prohibió, le
dijo que Irupé era una persona buena y compasiva y que ella no se había dado
cuenta hasta ese momento de lo mucho que valía. Patricio le preguntó si había
conocido su casa. Dijo que no y que más adelante lo haría.
Días después Irupé la invitó a
tomar mate cocido con facturas con sus hijos en su casa. Fueron a buscar a los
chicos a la escuela de la villa, un edificio de dos plantas que aún no había
sido terminado de revocar y pintar. Sus hijos eran lindos, de piel bastante
oscura. Le dijo que su marido era un hombre morocho, del Chaco. Su casa era en
realidad una casilla. Ocupaba la planta baja de un edificio de cinco casillas,
construidas de manera irregular una sobre otra. Se subía a los pisos de arriba
por una escalera de caracol de hierro externa, poco sólida. La casilla de Irupé
constaba de un cuarto bastante grande y baño. El baño no tenía puerta. Le había
colocado una cortina de tela. Al fondo había una pileta de lavar, una heladera
vieja y una mesada, sobre la cual había unas hornallas para cocinar, conectadas
a un tubo de plástico que salía al exterior, donde tenía una garrafa de gas. En
la pared, encima de la cocina, había un ventiluz que daba a la calle. La puerta
de la casilla era de metal. En esa época del año, comienzos del otoño, aún no
hacía frío, pero seguramente necesitaría una buena calefacción en el invierno.
Verónica comprendió que la familia entera vivía en ese cuarto, que le servía de
cocina, comedor y dormitorio. Habían colocado una cortina de tela que dividía
el espacio en dos, y detrás de la cortina estaban los lechos donde dormían
todos.
Se sentaron a la mesa. Irupé
preparó mate cocido y Verónica abrió un paquete gigante de exquisitas facturas,
que había comprado en una confitería de Puerto Madero y los niños devoraron con
fruición. Irupé le dijo que esa “casa” no era suya aún pero la estaban
comprando. Pagaban una cantidad de dinero todos los meses a un puntero
político, que era el dueño de la casilla. Dijo que estaban muy cómodos, todo
les quedaba céntrico, la gente del barrio los trataba bien. Hacía cinco años
que vivían allí. Antes habían vivido en una pensión en Constitución. Ahora
estaban mucho mejor.
Verónica le dijo que le
gustaría hacer trabajo voluntario en la comunidad. Se ofreció a trabajar en el
comedor para chicos los días miércoles. Ese día no tenía ensayo de pasarela, ni
sesiones de entrenamiento en Christian Dior. Le agradeció a Irupé la
invitación, se despidió de los chicos y regresó a su departamento.
Al día siguiente Irupé habló
con las madres que trabajaban en el comedor y aceptaron encantadas. Verónica le
avisó a su marido que iba a ir a la villa miseria a hacer trabajo voluntario
los días miércoles. Este se alarmó bastante, pero al ver que su voluntad era inquebrantable, le pidió que
fuera con el chofer, y que éste la esperara frente al comedor.
Braulio se metía en la villa
con el BMW y lo estacionaba frente al comedor. Los chicos salían a mirar el
auto. Un día le preguntaron a Braulio si estaba armado y éste les mostró la 9
mm que cargaba en la sobaquera. Los niños la observaron con interés. Estaban
acostumbrados a ver gente armada en la villa. Las señoras del comedor trataban
a Verónica con cariño y la miraban con admiración. Sabían quién era. Pusieron
en la pared del local una tapa de revista en que aparecía ella con un vestido
negro muy hermoso. Un día fue al comedor con una falda muy cortita y
acampanada, y un chico le dijo que era el Hada Buena. Ella servía la comida y
le encantaba ver las caras de alegría de los pibes al ir a sentarse a la mesa
con su plato de comida caliente. La comida era bastante buena. El plato más
típico era el guiso de carne y papa. El comedor recibía donaciones de los
supermercados de Retiro. El puntero peronista del barrio había conseguido una
asignación de dinero para el comedor, con la que compraban bebidas gaseosas,
que a los niños les encantaban, y otras cosas. Ese dinero ayudaba a mantener
todo funcionando normalmente.
Patricio sabía que su mujer
era algo exótica, pero sus visitas a la villa lo tenían preocupado. Un día le
dijo que celebraba el amor que sentía por los niños, y que esperaba alguna vez
tener hijos con ella y formar una familia. Les sería muy fácil criarlos, dada
la posición económica ventajosa que tenían. Ella lo miró algo incómoda y le
respondió que no era el momento. Amaba a los niños, pero estaba concentrada en
su carrera y el día que finalmente tuviera hijos quería estar en su casa para
criarlos ella, y no que los atendiera un ama. En unos años más posiblemente
estaría preparada, pero en esos momentos quería trabajar. Se proponía ser la
modelo más importante de la compañía. Quería conquistar las pasarelas de
Europa. Pancho Dotto, que la representaba, le había dicho que esa temporada
tendría una serie de desfiles muy importantes en París.
Verónica pasaba cada vez más
tiempo fuera y, muchas veces, cuando Patricio regresaba al departamento ella no
estaba allí.
Había ido a un vernissage, o a una recepción, o a una clase de modelaje o de
yoga, o estaba en las sesiones de masaje o en el salón de belleza. Ultimamente
Patricio veía más a Irupé que a su mujer. Patricio era dueño y jefe de su
compañía y su horario de trabajo era bastante irregular. Algunos días volvía al
departamento por la tarde temprano y otros tenía que estar en reuniones hasta
la noche. El mundo de las finanzas no tenía un horario fijo, mandaban los
clientes y las situaciones. Era un mundo lleno de conflictos y desafíos, que él
amaba.
Patricio siempre había
considerado a Irupé una persona interesante. Lo atendía, le preparaba café. Le
hablaba con amabilidad y dulzura. Ocasionalmente él le preguntaba cosas sobre
ella. Se empezó a interesar en sus hijos, en su familia. Irupé le contó
detalles de su infancia. Su madre era paraguaya y su padre correntino. Se había
criado en Isidro Casanova, en el Gran Buenos Aires. Su mamá le hablaba en
Guaraní cuando era niña. Ella podía hablarlo, pero no se lo había enseñado a
sus hijos. Patricio le pidió que le enseñara algunas palabras de Guaraní. Le
dijo que árbol se decía “ibirá”, arena “ivikuí”, madre “sy”. Le llamó la
atención que madre se dijera “sy”, era casi como “sí” en castellano. Patricio
le contó sobre su madre. Le dijo que era una persona con mucha autoridad, se
había criado en las Lomas de San Isidro. Hablaba poco con ella, y nunca estaba
con él cuando jugaba. Lo cuidaban dos amas, y tenía dos tutoras. De chiquito le
habían enseñado el inglés, la lengua de los negocios. Irupé lo escuchaba con
interés y a todo le decía que sí. Tenía unos ojos negros profundos y, cuando él
la miraba, bajaba la vista, avergonzada.
Le preparaba algunos platos
populares que a él le gustaban: pastel de choclo, tapa de asado con papas,
empanadas. Un día le hizo un plato del que no había oído hablar nunca. Dijo que
se llamaba “falso conejo”, y no tenía conejo. Era un guiso de carne y arroz con
bastante picante. Muy rico. Era un plato andino popular en la villa. Allá había
muchas señoras de Perú y Bolivia que cocinaban muy bien.
Patricio se empezó a sentir
solo. Tenía mucha presión en su trabajo. El mercado financiero era muy
inestable. En Argentina nunca se sabía bien lo que pasaba. El tenía inversiones
en paraísos fiscales por las dudas. La gente del gobierno quería controlar
todo. Había días que estaba muy nervioso e inseguro. Empezó a sentir que no le
interesaba a su mujer. Estaba obsesionada con la moda, con el cuerpo, con las
apariencias, consigo misma. Todo giraba alrededor de ella. El mundo terminaba
en ella. Y ahora había descubierto el dolor y la pobreza. Cada vez pasaba más
tiempo en la Villa. Le encantaban los chicos, pero no quería tener chicos, al menos
con él. Empezó a pensar que quizá no lo quería.
Un día, sin saber bien lo que
hacía, abrazó a Irupé. Al principio no la besó. Era su sirvienta. Simplemente
la abrazó. Irupé no se resistió. Le puso los brazos alrededor del cuerpo. Fue
una escena tierna. La miró y ella no le sacó la vista. Se sintió estúpido.
Luego, casi cerrando los ojos, la besó. Fue el beso más tierno que había dado
en su vida. Pasaron al dormitorio y la empezó a acariciar. La desvistió. Irupé
lo dejó hacer, sin moverse mucho. Sentía vergüenza. El la acarició lentamente.
Fue como un juego. No sabía bien por qué lo hacía. Le besó el vientre. Ella le
apoyó una mano en la cabeza y él sintió una paz enorme. Sintió su bondad. Era
algo que no había experimentado nunca: bondad. Vivía en un mundo de gente cruel
y ambiciosa, donde no existía la bondad. Ella se dejó penetrar, pero sin
mostrar pasión. Era casi como hacer el amor con una esposa de muchos años. Muy
diferente a lo que pasaba con Verónica en la cama, que se retorcía, gritaba y
se desesperaba, o lo fingía, como una puta. Aquí no había ninguna
“performance”, era una situación humana. Tan humana que se sintió desarmado. A
ella, cuando se vino, se le humedecieron los ojos. Le había pasado algo muy
lindo. El se sintió incómodo, ridículo. Pero ya estaba hecho. Se levantó, se
visitó y siguió hablando con Irupé como si esa hubiera sido una situación
normal, cotidiana.
Esa noche Verónica le dijo que
quería empezar una escuela de modelos en la Villa. Había chicas
interesantísimas, muy sexis. Le preguntó si quería invertir en el proyecto,
eran mujeres distintas. Así podrían ayudar a la gente. El le dijo que estaba
bien, que hiciera lo que quisiera.
La situación con Irupé se
repitió varias veces. Ella llegaba por la mañana y hacía las
cosas de la casa. El trataba de volver de la oficina a las dos de la tarde.
Verónica a esa hora nunca estaba. Irupé le daba de comer algo ligero, tomaban
juntos un vaso de vino y después hacían el amor. Era casi como en un
matrimonio. Todo muy tranquilo, sin sobresaltos. Ella le preguntaba por su día
de trabajo. El le contaba y eso lo hacía sentir bien, era mejor que ir al
psicólogo.
La relación sexual con Irupé
empezó a ir cada vez mejor. El se venía varias veces y ella también. Después
del acto se sentía incómodo. Se preguntó cómo iba a salir de esa situación. Un
día le preguntó que qué sentía por él, si lo quería. Irupé bajó la vista y
evitó contestar. Le dijo si lo dejaría a su marido por él. Ella le respondió
que no. Le preguntó por qué. Le dijo que era su marido, que no lo podía dejar.
A pesar que ella no aceptaba
que él le regalara dinero, le dobló el salario. Ella se lo agradeció. Patricio
se empezó a sentir celoso. Esa mujer tan simple sabía tan bien lo que quería.
Sabía lo que valían las cosas, entendía el lenguaje del amor y de los
sentimientos mejor que él. Se sintió pobre. Empezó a sentir curiosidad por
Irupé, quería saber más de su vida. Lo convenció a Braulio, su chofer, que lo
llevara a la Villa 31 para ver donde vivía. Se vistieron con ropa vieja para pasar
por villeros. Dejaron el auto en un estacionamiento en Retiro y se metieron a
pie. Braulio, precavido, cargó su 9 mm, por cualquier cosa. Lo guio hasta cerca
de la casilla de Irupé. Eran las siete y media de la tarde. Le dijo que el
marido volvía a esa hora del trabajo. Dentro de la casilla había luz. A media
cuadra había un quiosco en el que vendían comidas. Se sentaron y pidieron dos
cervezas. El quiosquero les ofreció salchipapas. Aceptaron, estaban sabrosas.
Finalmente pasó un hombre bastante corpulento cerca de ellos. Era moreno, de
pelo renegrido. Braulio le dijo que ése era el marido de Irupé. Entró en la
casilla. Pagaron y se acercaron. A través del ventiluz Patricio pudo ver
dentro. Se habían sentado a la mesa. Irupé estaba sirviendo fideos de una
fuente. Los chicos se reían. Los vio felices. Se fueron. Regresaron a Retiro y
se subieron al BMW.
Esa noche Patricio hizo el
amor con su mujer. Le insistió otra vez que debían tener un hijo juntos.
Verónica estaba fastidiada. Le dijo que era un egoísta, que no pensaba en su
carrera. Su durmieron. Patricio soñó con Irupé. La vio en un paisaje lacustre,
de esteros. Estaba desnuda y lo llamaba desde una especie de isla. Había flores
blancas que flotaban en el agua y muchos pájaros que volaban alrededor. Irupé
tomó una flor blanca y se la puso en la negra cabellera. Le sonreía y lo
llamaba. La veía hermosa. Patricio se despertó sobresaltado. Estaba angustiado.
Se dio cuenta que se había enamorado.
La relación con Verónica
empezó a ir cada vez peor. Evitaban verse y hablarse. Hacían el amor con muy
poca pasión. Patricio se llevaba cada vez mejor con Irupé. Volvía contento a su
casa a las dos de la tarde para verla. Apenas llegaba se besaban tiernamente,
como viejos amantes. Sentía que no podía mantener esa relación oculta mucho más
tiempo. Se sentía ridículo, sabía que todos se burlarían de él. Le pidió a
Irupé que se divorciara de su marido y se fuera a vivir con él, él le educaría
a sus hijos, la iba a cuidar. Irupé, sin dudarlo, le dijo que no podía. Ella estaba
casada, bien o mal esa era su vida. Le dijo que si la quería tanto se fuera a
vivir a la villa, para estar más cerca de ella. El le sonrió y le hizo un
chiste.
Verónica lo veía cada vez más
indiferente y agresivo, y le preguntó qué era lo que le pasaba. Le pidió que le
dijera si ya no la quería. Le respondió que no era eso, pero que a veces sentía
que ese matrimonio era incompleto, le faltaban cosas. “¿Qué?”, le preguntó
Verónica. “Hijos”, le respondió Patricio. “Yo no quiero ser madre por ahora”,
le dijo Verónica. Patricio la miró con rabia y la acusó de narcisista y ella,
por primera vez en su vida, lo abofeteó. Por varios días no se hablaron. Al
tiempo notó que ella regresaba más tarde por las noches. Verónica se estaba
desenganchando de la relación. Un día la descubrió muy acurrucadita en un café
con un economista que trabajaba en el Ministerio, y que era reconocido por su
trayectoria dentro de la política. Militaba en el PRO y tenía buenas
posibilidades de ser candidato a diputado por la capital en las próximas
elecciones. Vivía en Puerto Madero, no muy lejos de donde vivían ellos.
Finalmente Patricio le propuso que se separaran temporalmente, o de lo contrario
el matrimonio acabaría por arruinarse del todo. Les hacía falta pensar las
cosas. Alquiló un departamento en una torre de Puerto Madero y le preguntó si
quería irse ella a vivir allí por un tiempo o se iba él. Ella prefirió irse y
cambiar de sitio.
Patricio continuó con su
trabajo y sus actividades. Ahora vivía solo en su departamento de Puerto
Madero. Todos los días venía Irupé a atenderlo y hacían el amor. Se sentía
cómodo. Empezó a leer otra vez. Hacía tiempo que no leía novelas. Comenzó 2666 de Bolaño, se la habían
recomendado. El libro le fascinó. Poco después Verónica le pidió que le
aumentara la cantidad de dinero que le pasaba mensualmente, lo que le daba no
le alcanzaba. Tenía que mantener su estilo de vida y necesitaba más dinero. Se
dio cuenta que lo estaba chantajeando. Seguro que era el economista que la
asesoraba. No le importó. Estaba enamorado de Irupé y se sentía feliz.
Pasaron una temporada
excelente. Irupé y él almorzaban todos los días juntos y hacían el amor. Por
las noches ella regresaba a su casa en la villa, a atender a su familia.
Finalmente, comprendió que se tendría que divorciar de Verónica y que el
divorcio le iba a costar caro. Verónica era ambiciosa. Se lo planteó y ella le
dijo que por culpa de él su carrera de modelo no había progresado como ella
esperaba y que la tendría que compensar. El lo aceptó, no tenía otra salida, lo
que pasaba era su culpa. Por suerte tenía suficiente dinero. Se había casado
con la mujer equivocada, perdería parte de la fortuna de su familia. Iniciaron
los trámites de divorcio.
Ya no aguantaba vivir en
Puerto Madero. Su sensibilidad había cambiado. Sintió que era un barrio de
gente frívola, oportunista. Políticos corruptos, vedettes a la caza de
empresarios, banqueros enriquecidos con el erario público, jefes de empresas
multinacionales, botineras en busca de fortuna, estrellas del deporte que
ganaban millones. Le dijo a Verónica que se quedara con el departamento de
Puerto Madero como parte del juicio de divorcio. Compró un caserón antiguo en
Palermo Hollywood y lo hizo refaccionar. Creyó que en ese barrio bohemio iba a
sentirse bien y no se equivocó. La gente allí era más sensible al arte. Ahí
vivía la clase media, los descendientes de los españoles e italianos que
hicieron de Argentina un país progresista, los hijos de los judíos que ejercían
sus profesiones y su comercio. Le encantaba salir a caminar por el barrio y
comer afuera. Iba seguido a la Plaza Cortázar. Irupé seguía visitándolo. Lo
cuidaba, le cocinaba. El le dijo que era su amante oficial. Le dejó elegir los
muebles nuevos. Ella estaba contenta, la casa le encantaba. El le aumentó su
salario, ya ganaba casi casi como una gerente. Ella le dijo que era demasiado.
El le respondió que tenía que justificar las horas de ausencia de su casa.
El divorcio con Verónica
concluyó. Le tendría que pasar una suma mensual elevada como derecho de
alimentación, cederle el departamento y darle un porcentaje de las acciones de
su empresa. Irupé se volvió una amante mucho más apasionada. Sabía que él
estaba solo y eso la estimulaba. De su esposo hablaba poco. Le dijo que iba una
vecina a su casa por las tardes para ayudar a los chicos con las tareas de la
escuela. Ella le pagaba, sentía que tenía a sus hijos un poco abandonados. Un
día le dijo que estaba embarazada y el hijo era de él. Patricio se sintió
feliz. Le pidió que se separara y se viniera a vivir a su casa. Ella le explicó
que no le podía hacer eso a su marido. El ya sabía que estaba embarazada y
creía que era su hijo.
A medida que progresaba el
embarazo Irupé iba cada vez menos a trabajar. Finalmente le dijo que la
relación no podía seguir. No iba a venir más a verlo. Quería regresar con su
marido y sus hijos, sentía que era lo correcto para ella. Lo dejó.
Patricio se sintió mal, estaba
confundido. Un amigo le recomendó visitar a un psicólogo que vivía en Villa
Freud. Se refugió en el trabajo. Su psicólogo le dijo que había estado casado
con la mujer equivocada. Era un hombre muy dependiente, tenía carencias
afectivas que arrastraba desde la infancia, le había hecho mucho daño la
relación fría y distante que mantenía con su madre. Necesitaba una relación
íntima con una mujer que lo quisiera tiernamente, que fuera maternal, que
deseara tener una familia con él.
En la oficina empezó a fijarse
en una secretaria, algo gordita pero de un rostro muy bello. Hacía un tiempo
que trabajaba en la empresa. La invitó a salir. Cenaron. Descubrieron que
tenían mucho en común. Era estudiante de Letras y quería ser escritora. Le
encantaban los niños y soñaba con tener una familia y, sobre todo, ser feliz.
Se pusieron de novio y la relación fue muy bien. El ya no quería esperar,
estaba cansado de vivir solo. Le propuso casamiento. Hicieron una ceremonia
bastante íntima, con los familiares y amigos más cercanos. Al tiempo, Victoria,
su esposa, quedó embarazada. Nació una nena muy bella, le pusieron de nombre
Silvina.
Un día, cuando iba a su
trabajo a Puerto Madero, vio por la calle a Irupé. Iba con el bebé en brazos,
su nuevo bebé. La saludó. El niño tenía la cara de él. Le había puesto de
nombre Patricio. La invitó a tomar algo. Estaba embelesado con el niño. Le
pidió por favor que volviera a visitarlo a su casa, quería verla con frecuencia
y estar con su hijo. Ella aceptó trabajar como empleada doméstica en su casa
dos días por semana. Iba con el bebé. Cuando su mujer estaba trabajando en la
oficina, hacían el amor. Victoria dejaba a Silvina con su mamá.
Una tarde, después del
trabajo, estaban Patricio y su esposa en familia, disfrutando y jugando con la
beba, cuando oyeron el timbre. El fue a abrir la puerta y se encontró con
Verónica. Venía a visitarlos con su nuevo marido. Los hizo pasar. Ella se disculpó
por todos los malos momentos que habían pasado durante el divorcio. Se daba
cuenta que ellos no eran personas compatibles, pero reconocía que él era un
hombre bueno. Su marido, Ricardo Salvatierra, había dejado el Ministerio de
Economía y estaba enteramente dedicado a la política. Se había ido del PRO,
etapa suya que consideraba un error. Lo habían mal aconsejado algunos
familiares suyos reaccionarios. Se había pasado al Peronismo. Ella militaba con
él. Ricardo era candidato a diputado en las próximas elecciones. Verónica
continuaba trabajando en la Villa 31, con la academia de modelos. La Academia
había sido declarada por el gobierno de “interés cultural”. Ella había salido
elegida la “modelo del año” del Peronismo y la habían felicitado por su defensa
de los pobres. Habían adoptado una parejita de niños recién nacidos de la
villa. Eran dos chicos morenitos, de raza indígena. Ella les dijo que estaba
ayudando a su marido en la campaña y los invitó a que los apoyaran. Los
felicitó por la niña preciosa que tenían.
En ese momento llegó Irupé,
que había quedado en venir para servirles la cena. Los invitaron a comer. Irupé
los atendió. Mientras servía la cena, ella y Patricio se miraban con ternura.
Verónica le preguntó cuál era la lección más importante que había aprendido
durante el tiempo que habían vivido juntos, y Patricio le respondió que se
había dado cuenta que el dinero no era lo más importante en la vida.
El guionista
José
Luis Martínez había nacido en Lobos, en la campaña bonaerense (el pueblo donde
mataron a Juan Moreira y nació el General Perón, decía siempre) a fines de los
años ochenta. A los trece años, su padre, que era administrador de un campo, lo
envió a casa de su hermana en Avellaneda, para que hiciera el secundario en
Buenos Aires. Desde niño le había gustado leer libros de aventura (prefería los
de Salgari a los de Verne), y se aficionó en la adolescencia a las novelas
francesas, españolas e hispanoamericanas, que su tía sacaba de la biblioteca. A
los quince años comenzó a escribir poemas y narraciones breves. Le mostraba sus
textos a sus compañeros del Colegio Nacional. Ninguno parecía impresionado por
sus dotes de escritor. No le atraía demasiado el cine, hasta que un amigo del
colegio lo invitó un día a ver una película gratuita al auditorio de la UBA.
Era El proceso de Orson Welles, basado en la novela de Kafka. José Luis
quedó deslumbrado por la cinematografía y comprendió que existía un cine-arte
independiente que se regía por sus propios valores e ignoraba los dictados del
cine comercial de Hollywood.
Se afilió a varios
video clubs y el cine se transformó para él en una pasión. No podía dormirse si
no veía una o dos películas. Siempre tenía discusiones con su tía, que era
soltera y lo adoraba. Ella se levantaba a las seis de la mañana para ir a
trabajar y se acostaba temprano, el sonido de las películas en el televisor de
la sala no la dejaba dormir. Terminó comprando un segundo televisor con
videocasetera, para que él pudiera ver sus películas en su cuarto. José Luis
averiguó quiénes eran los directores más influyentes de la historia del cine y
comenzó a mirar sus obras en forma sistemática. Vio películas de grandes
directores europeos, como Herzog y Rohmer, de directores asiáticos destacados,
como el japonés Kurosawa y el indio Satyajit Ray, y de directores hispanoamericanos
y españoles. Apreciaba muchísimo la diversidad del cine hispano. Admiraba a
Buñuel, a Subiela, a Lombardi, a Torre Nilsson. Se fue formando poco a poco una
respetable cultura cinematográfica.
Cuando llegó
el momento de escoger una carrera para seguir (su padre le había inculcado la
importancia del estudio), pensó en Letras, en Comunicaciones y en Cine, pero le
pareció que sería muy difícil ganarse la vida en estas carreras, que requerían
conexiones y dinero. Su hermano menor se había quedado haciendo la secundaria
en Lobos y su hermano mayor ya estaba en segundo de Veterinaria en La Plata. Su
familia era pragmática y quería que sus hijos salieran adelante con una
profesión que les trajera cierta tranquilidad económica. Le comunicó a su padre
que estudiaría abogacía en la UBA, y éste lo felicitó por su elección. Se dijo
que si bien su pasión era el cine y la literatura, podía muy bien ganarse la
vida como abogado, que tenía más salida laboral, y dedicarse a leer y ver
películas en el tiempo libre. Así pensó, pero otra cosa fue la experiencia de
enfrentarse a los Códigos, que sus profesores exigían que él supiera casi de
memoria. Era como tratar de aprenderse la guía telefónica. Las leyes y los
códigos, para él, no tenían vida, eran una colección de conceptos abstractos
sobre situaciones hipotéticas. Pronto comprendió que el derecho no era lo suyo.
Allá se la hubieran los leguleyos con sus manías. No le quedó más remedio que
dejar abogacía al poco tiempo de haberla empezado.
Su padre se
disgustó con él, pero lo entendió. Le pidió que se buscara un trabajo.
Consiguió un empleo en una compañía de seguros y se mudó a la Capital.
Compartió un departamento con un ex-compañero de estudios de la universidad.
Después de un año se dijo que no se podía pasar la vida trabajando en un
escritorio, sobreviviendo a las intrigas de su jefe y de sus compañeros de
sección. Era inhumano. Decidió volver a estudiar. Pensó en letras y en cine.
Luego de visitar varias universidades, optó por la carrera de cine. Habló con su
padre y le dijo que quería estudiar en la Universidad del Cine, en San Telmo.
Era privada y algo cara, pero le parecía la mejor escuela de cine de Buenos
Aires. Su padre, que era contador y quería que su hijo tuviera una carrera, le
dijo que lo ayudaría.
José Luis
dejó el empleo en la compañía de seguros, y se buscó un trabajo de mozo en un
restaurante por las noches. Se fue a vivir a un monoambiente en Constitución.
Durante el día asistía a la universidad, que le encantó desde el comienzo. Sin
duda, era lo suyo. Le gustaban particularmente las clases de historia del cine,
de dirección cinematográfica y de guión. En la de guión podía unir su pasión
por la literatura con su pasión por el cine. Cada vez que tenía que escribir
algo se sentía como un gran poeta volcando en sus ejercicios lo mejor de su
genio. Sus profesores reconocieron su talento de inmediato y hablaban
favorablemente de él.
La nueva carrera le trajo cambios positivos en su vida
sentimental. Cuando cursaba abogacía se había puesto de novio con una compañera
de estudios, pero, al dejar la facultad, la relación no sobrevivió. El año de
trabajo en la compañía de seguros fue difícil para él y no tuvo una relación
estable. En la Universidad del Cine se encontró con compañeras
interesantísimas. Compartía con todo el grupo el amor por el cine y la
literatura, y los sueños del futuro. Querían ser grandes directores y grandes
actores. Ya casi al final del primer año de estudio se puso de novio con una
chica lindísima, aunque bastante egocéntrica, que quería ser actriz. Sus
compañeros no confiaban en el futuro de la pareja, pero la relación se
sostuvo.
Sus años de estudio fueron de intenso
aprendizaje. Pasaron rápido. Finalmente, llegó el momento de decidirse por una
especialización y escribir su tesina. Escogió guiones. Su director de tesis fue
el profesor Miguel Pérez, el director de La República perdida. Este le
propuso como tema escribir una miniserie sobre la vida de Facundo Quiroga. José
Luis aceptó el desafío. Decidió presentar una visión revisionista de la
historia argentina. No estaba de acuerdo con la versión de Sarmiento en el Facundo.
Mostró a Quiroga como un héroe carismático y popular, un verdadero patriota.
El personaje Quiroga de su serie decía que los Unitarios
eran unos traidores que querían entregar el país a los portugueses y a los
ingleses. Facundo pensaba que Rosas era el único que podía salvarlo, no él que
no sabía nada. Rosas era letrado y se expresaba bien, mientras él apenas si
podía leer y escribir. Rosas además entendía de negocios, era un gran
estanciero, y trabajaba por el enriquecimiento de su patria.
Todos intrigaban contra Quiroga. Conocían su genio militar
y le temían. Era hombre de acción. El General Paz fue el único que lo pudo
derrotar. La batalla de La Tablada fue un momento culminante en su vida
política. Ahí se dio cuenta de que a la larga los unitarios los iban a vencer,
y entregarían el país al imperialismo. Era cuestión de tiempo. Su única
esperanza era Rosas, sólo él podía detener a los ingleses y franceses. Si lo
traicionaban, el país estaba perdido.
Creía que Paz estaba vendido al oro inglés. Cuando lo
capturaron, Rosas le pidió a López que lo fusilara, pero López no quiso. Creyó
que vivo podía serles más útil. Quiroga pensó que López estaba cometiendo un
error, y que su actitud negociadora era el principio del fin. Al final
triunfarían los unitarios, y los dominaría el imperialismo.
Antes de salir de Buenos Aires, rumbo
al norte, Quiroga rehusó llevar consigo una columna armada. Lo acompañó una
pequeña escolta. Ante la preocupación de Rosas, que sabía que sus enemigos
acechaban, respondió: "No le temo a la muerte. Lo único que le pido a
Dios, si algo me pasara, es que se salve el país, que no vuelvan los asquerosos
gachupines. Patria o muerte." Así terminaba el drama. El guión entusiasmó
a su profesor, que le puso un diez y lo graduó con honores. Miguel Pérez le
dijo que sería muy difícil filmar un guión tan complejo, pero le parecía
brillante.
Cuando le dieron el diploma salió a
festejar con su novia. Comieron en "La Churrasquita", que era su
restaurante favorito. Después fueron a su departamento, hicieron el amor y
hablaron de sus planes futuros. A ella todavía le faltaba un año para terminar
la carrera. El debía empezar a buscar trabajo como guionista. Su profesor le
había dicho que lo tendría en mente, y que le avisaría si le aparecía un
proyecto en que pudiera incluirlo. En enero veranearon en Villa Carlos Paz.
Luego José Luis pasó una semana en Lobos con su padre y sus hermanos. Su madre
ya no vivía allí. Sus padres se habían divorciado. Ella se había vuelto a casar
y residía en Neuquén. Su papá estaba muy orgulloso de él, pero sabía que había
elegido una profesión muy difícil. Confiaba en su talento. Veía que su vocación
era firme.
En abril Miguel Pérez lo llamó para
invitarlo a trabajar en un documental. Era un encargo que le había hecho la
Escuela de Cine de Santa Fe. La Escuela cubriría los costos para armar el
proyecto y filmar, y Canal 7 subvencionaría los gastos de post-producción. El
Instituto Nacional de Cine se encargaría de su distribución. El tema era
"Inmigración, pobreza y marginalidad en Buenos Aires". El mismo
Miguel Pérez lo dirigiría. Quería que él trabajara en el guión. Se le pagaría
una cantidad de dinero aceptable por su tarea, sería un buen comienzo para él.
La experiencia profesional, sobre todo, era invaluable. Tenía que investigar
cómo vivían los inmigrantes chinos, bolivianos, paraguayos, y presentar una
imagen de los sectores argentinos más pobres y marginados. El documental se
proponía mostrar cómo las colectividades extranjeras que se establecieron en la
ciudad en las últimas dos décadas se habían adaptado a las condiciones de vida
de la nueva sociedad y su relación con los inmigrantes del interior que
llegaban a la capital. Debía observar a los inmigrantes más prósperos en su
ambiente laboral, en sus negocios, y a los más pobres en los barrios
carenciados. Había que describir cuáles eran las consecuencias sicológicas y
sufrimientos que traía la inmigración, los traumas que sufrían los extranjeros,
separados de su suelo y de su lengua materna, y las reacciones de los
argentinos frente a ellos. Mostrar cómo vivían los argentinos más pobres y
marginados en la sociedad contemporánea. Debía encontrar situaciones dramáticas
interesantes para el espectador, y presentar sus ideas con claridad, para que
éste pudiera entender el problema desde una perspectiva rica e integrada. Tenía
que escribir el guión en base a personajes concretos e identificar a los
individuos que pudieran participar y actuar en la película. Iban a representar
su propia vida y problemática. Miguel Pérez sería su consejero en el proceso.
Era una buena oportunidad para él. Le
permitiría demostrar lo que valía, establecerse en el medio, hacerse conocer.
El proyecto no era ni fácil ni sencillo, sobre todo considerando que se trataba
de su primer trabajo profesional. Tenía que buscar personajes de la vida real,
y escribir el guión en función de quiénes eran y los problemas que enfrentaban.
José Luis creía que el cine documental debía meterse en la realidad, pero no
podía fundirse totalmente con ésta, porque si lo hacía, la creación estética
desaparecía. El guionista, igual que el director, necesitaba encontrar la
distancia necesaria desde la cual contar su historia.
El primer paso era acercarse a los lugares donde vivían
los inmigrantes bolivianos, chinos, paraguayos. Luego buscar a los marginados
que habían perdido su casa y deambulaban por las calles, llevando consigo sus
historias. Averiguar su origen, entender su drama y su soledad.
Tenía que encontrar individuos que
quisieran hablar y colaborar con él y su proyecto. José Luis estaba
entusiasmado. Era una excelente oportunidad. Se había ganado el respeto de su
profesor por su seriedad y su talento. Miguel Pérez no le regalaba nada a
nadie. Era justo pero exigente. Le agradeció la confianza que depositaba en él
y le prometió que se pondría manos a la obra de inmediato. Pérez le dijo que él
era talentoso e iba a llegar lejos, y ojalá esa película le abriera puertas.
Esperaba poder ganar algún premio nacional y aún presentarla en festivales internacionales.
Había un gran interés en este tipo de documentales. Necesitaba armar un guion
sólido. Le entregaría una suma de dinero para compensar a los que participaran
en el proyecto y colaboraran con él. Era necesario motivarlos. Al día siguiente
le tendría listo el contrato y el dinero. Necesitaba entregarle un borrador del
guión en dos meses. Era todo el tiempo de que disponía.
Era un comienzo excelente. Le habló a
su novia y le contó todo. Le dijo que iba a tener que trabajar mucho y
esforzarse. Necesitaba escribir un buen guion. Ella lo entendió y le aseguró
que contaba con su apoyo.
José Luis meditó en los grandes maestros locales del
género, buscando inspiración. Pensó en Solanas y en su documental La
dignidad de los nadies, síntesis de cine de acción y de thriller político,
en que el gran director presentó varias historias representativas de la
marginación a que nuestra sociedad había condenado a muchos. Luego recordó la
película Bolivia, de Pablo Trapero.
Este había realizado una obra de ficción que testimoniaba la situación social
desesperante que vivían los inmigrantes de los países limítrofes en Argentina.
El cine documental tenía una gran tradición local. ¿Podría él estar a la altura
de esos ejemplos? Miguel Pérez, su profesor, era autor de un documental, La
república perdida, al que José
Luis consideraba uno de los mejores del cine de ensayo político
argentino.
Un compañero suyo de la universidad,
con quien habló de su proyecto, le sugirió entrevistar primero a una familia
boliviana. El vivía en La Boca, un barrio de inmigrantes. En una época
asentamiento de italianos, era en esos momentos un distrito proletario y de
clase media, donde vivían paraguayos, peruanos, bolivianos y chinos, y gente de
las provincias del interior. El conocía a una familia boliviana que tenía una
verdulería sobre Almirante Brown, donde él siempre compraba. Les avisaría que
un amigo quería hablar con ellos para hacerles algunas preguntas sobre su
familia. José Luis aceptó y se presentó en la verdulería. Siguiendo el consejo
de su profesor, les explicó que estaba seleccionado gente para hacer una
película. Necesitaba conversar con ellos y hacerles algunas preguntas sobre su
vida. Les pagaría por la entrevista. Seguramente interesados en el dinero,
aceptaron.
Lo recibieron en la verdulería por la noche, poco antes de
cerrar. La familia vivía en el fondo del local, detrás de una cortina de tela
gruesa. Se hacinaban en un espacio pequeño. A un costado estaba la cocina,
atrás varias camas, y en el centro la mesa. Habían comido un rato antes que él
llegara: en una fuente encima de la cocina quedaban los restos de un rico
puchero de carne y gallina. Se sentaron alrededor de la mesa. Eran cuatro: los
padres y dos hijas adolescentes. Contestaron a sus preguntas lo mejor posible.
Dijeron que el local era alquilado, pero que ellos eran dueños del puesto de
verdura. Pagaban una patente de comercio anual a la municipalidad. A José Luis
le llamó la atención que al hablar bajaran la vista, no lo miraban de frente.
El hombre era parco. Prefería que hablara su mujer. Eran indígenas y venían de
un pueblo cercano a La Paz. Habían vivido en El Alto. Les preguntó si sentían
que la gente de Buenos Aires los respetaba, y le respondieron que no. La mujer
le explicó que con su marido hablaban en Aymara, y que sus hijas lo entendían
pero no lo hablaban. La mujer atendía el negocio. Le dijo que casi no sabía
leer, pero que podía contar bien. Reconocía los nombres de las mercaderías si
los veía escritos. Las hijas, de 14 y 16 años, habían ido a la escuela hasta
hace poco, pero la habían dejado. Trabajaban con su madre en la verdulería todo
el día. El marido se ocupaba del abastecimiento y del reparto.
La familia parecía tener una vida muy rutinaria. Fuera de
trabajar, no hacían mucho más. Vivían encerrados. Gastaban muy poco dinero.
Mostraban desconfianza. Sintió que no simpatizaban ni con él ni con su
proyecto. Habían sufrido el desprecio racista de la gente. Quizá pensaran que
quería averiguar cosas personales para burlarse de ellos. Comprendió que de esa
situación no podría sacar una historia interesante. Si algo fuera de lo común
tenían para contar se lo guardarían. Les entregó el dinero que les había
prometido y les dijo que cualquier cosa los llamaría. Les agradeció y se
marchó. Pensó en lo difícil que era hacer un documental: observar al otro,
acercarse a alguien con sinceridad y ser percibido como tal. Qué distante
estaban los inmigrantes de su mundo nativo. Habían dejado su corazón allá lejos
y sufrían el presente. Esa familia, seguramente, tampoco sería bien recibida en
su tierra, Bolivia, donde para muchos el indio era un paria. No parecían sufrir
carencias materiales en esos momentos y se alegró por eso. Tenían buen
alimento, trabajo y un techo, lo cual en Latinoamérica no era poco decir.
Poco después consiguió que le
arreglaran una entrevista con un matrimonio de chinos. Tenían una lavandería en
la calle Martín Rodríguez, en La Boca. Se presentó al lugar para convenir el
día y la hora del encuentro. En la lavandería trabajaban el hombre y su mujer.
Había una chica del barrio que les ayudaba. Como en el caso anterior, les
ofreció una suma de dinero para que colaboraran con él. Hablaban poco
castellano. Hacía cuatro años que habían llegado al país. No tenían hijos
y rondaban los 30 años de edad. Trató de explicarles lo que quería y le dijeron
que sí. Se miraron entre ellos y pidieron que regresara a la noche, después que
cerraran. Le dijeron que el "servicio" de ellos era especial y muy
bueno, y le pidieron más dinero que el que les había ofrecido. José Luis
aumentó la cantidad. Aceptaron. Le pareció que la pareja prometía y
posiblemente podía encontrar una buena historia. El hombre era algo tosco, alto
y fuerte, y la mujer tenía una belleza singular, cara de muñeca y la piel muy
suave.
Volvió esa noche a las 9. Ella estaba
recién bañada, tenía el pelo aún mojado. Le mostraron el lugar. Vivían al
fondo, atrás del negocio, en un pequeño departamento de un dormitorio. La cama
estaba destendida y un poco revuelta. José Luis tuvo la impresión de que los
chinos acababan de coger. Ella era sensual y lo miraba con curiosidad. Lo
hicieron sentar a la mesa y le ofrecieron té verde. El chino hablaba en un
castellano confuso. Entendió que eran de Hunan. En un momento determinado la
mujer le tomó la mano y se la apretó. El chino se sonrió. Luego se levantó y
besó a su mujer en la boca. Llevó la mano de ella hacia su entrepierna. José
Luis no sabía qué hacer. Se habrían creído que él les pagaba para representar
una escena erótica. El hombre se abrió la bragueta y sacó su pene. Era un pene
enorme y ella se lo empezó a acariciar mientras lo besaba. Todo pasó muy rápido
y José Luis no sabía qué hacer. La mujer se empezó a desvestir y el hombre
también. Se quedaron los dos desnudos. Se sonreían. El hombre tenía un cuerpo
atlético y la mujer era hermosa, parecía una actriz porno. Fueron al dormitorio
y lo llamaron para que los siguiera. El se sentó en una silla cerca del lecho.
El hombre se puso encima de la mujer y la penetró con su enorme miembro. La mujer
gritaba de placer.
José Luis miraba todo como si estuviera en el cine. Le
parecía poco real. De pronto el hombre se levantó y le hizo señas de que se
sumara a la escena. La mujer se acercó a él y empezó a desvestirlo. Cuando
estuvo desnudo lo acarició y le chupó el miembro. Su marido se sonreía y se
acariciaba el pene. La mujer se llevó a José Luis a la cama. El marido le
indicó que la penetrara. José Luis era mucho más pequeño que el chino y su pene
parecía ridículo en comparación al del otro. Introdujo su miembro en la vagina
de la mujer. Fue un momento extraordinariamente placentero para él. Era una
diosa, tenía piel de porcelana. Le besó los pechos. Ella le acariciaba el
rostro. Lo miraba con ternura mientras gozaba. El chino se tendió en la cama junto
a José Luis. Trató de subirse encima suyo. José Luis sintió una presión sobre
sus nalgas. El chino estaba tratando de penetrarlo. Hacía fuerza, pero su pene
era demasiado grande. José Luis logró zafarse y se levantó. Los otros dos se
miraron con sorpresa. El hombre mostró rabia y le empezó a gritar en chino y en
castellano. "¡Loco, loco!", le decía. La mujer estaba seria. José
Luis trató de explicar que no había venido para eso, pero no le entendían. Se
empezó a vestir. El hombre furioso se le acercó y le empezó a hacer señas de
que le pagara. José Luis sacó la plata del bolsillo y se la entregó. El hombre
la contó y se la dio a su mujer. El chino enojado le indicó con ademanes que se
fuera. José Luis fue hacia la puerta del negocio, el hombre lo seguía. Le abrió
la puerta y lo echó de un empellón. Le gritó algo en chino y cerró.
Se fue caminando por Almirante Brown. Se preguntó si lo
hacían sólo por dinero o por otro motivo. Quizá era la forma que tenían, en
medio de su aislamiento, de mostrar y compartir su mundo íntimo. La situación
inesperada lo había asustado. ¿A quién podía gustarle que tratara de montárselo
un chino con semejante pija? La mujer era otra cosa, le había encantado
metérsela.
Las familias que había visitado no eran pobres. Eran pequeños
comerciantes que vivían aislados. En un tiempo progresarían económicamente. Se
veía que trataban de subsistir con lo mínimo y ahorrar. Eran trabajadores y
ambiciosos. Muchos inmigrantes españoles e italianos que llegaron al país al
principio del siglo pasado habían estado en una situación similar. En la
colectividad china y boliviana había gente enriquecida. Sin embargo, les
costaba más integrarse a la sociedad argentina que lo que les había costado a
los italianos y españoles el siglo anterior. La clase media actual mantenía una
actitud racista hacia los chinos y bolivianos. Vivían en un estado de
marginación social. Era una comunidad que presentaba también diferencias
internas. Algunos se habían hecho ricos y otros no tenían casi nada.
José Luis necesitaba ayuda. Su trabajo
no estaba progresando. Habló a un compañero suyo de la secundaria que era
periodista y trabajaba en la sección de policiales de Clarín. Se vieron
en un café. Le contó sobre su proyecto y le pidió su consejo. Su amigo le
sugirió pasar a situaciones sociales más complejas. Debía existir desde el
principio un drama social denso. Le habló de un caso policial reciente. Había
desaparecido una adolescente en Isidro Casanova, un barrio obrero de Buenos
Aires. El cuerpo de la chica apareció varios días después en un basural. La
habían violado y asesinado. Su amigo le sugirió que entrevistara a la familia,
que era paraguaya, y averiguara cómo era la vida en el barrio. Mostrar la
situación social en que creció. Seguir el caso. Determinar si ella estaba
envuelta con alguien, ayudar con su investigación a aclarar el asesinato. A
José Luis no le gustó la idea. Esa historia no se adaptaba al documental que
trataba de escribir. Desconfiaba de la policía y de las instituciones del
estado que se dedicaban a perseguir y castigar a los pobres. "Creo en la
libertad del individuo", le dijo a su amigo.
Le habló a su profesor, Miguel Pérez, y
le explicó lo que estaba ocurriendo. Sus primeras entrevistas no habían dado
los resultados que esperaba. Le pidió sugerencias. Miguel Pérez le dijo que
cambiara su perspectiva, que en lugar de visitar familias ya constituidas y que
tenían la vida muy planificada y rutinaria, buscara gente que estuviera en una
situación más inestable. Le sugirió que visitara un albergue transitorio, o
buscara a individuos sin casa, que vivieran en la calle, y escuchara sus
historias. Lo puso en contacto con un fotógrafo que conocía algunos lugares
donde se reunían linyeras y mendigos. El lo llamó y le dijo que le hablaba de
parte de Miguel Pérez. Le explicó que quería conocer a algunos individuos
pobres y sin casa, pasar cierto tiempo con ellos y escuchar sus historias.
Se puso ropa vieja y fue con el fotógrafo a Palermo. Allí,
en los bosques, bajo un puente del ferrocarril, encontraron a varios linyeras.
El fotógrafo los conocía. Les presentó a José Luis, y les dijo que tenía su
historia y que, a pesar de su apariencia inofensiva, había estado preso. Le
guiñó un ojo a José Luis y lo dejó con ellos. Le preguntaron de dónde venía y qué
había hecho. Les contó que había estado preso por robo, pero que, desde que
había salido de la cárcel, no había vuelto a robar. Hacía otros trabajos. Un
linyera, intrigado, le preguntó qué trabajos. José Luis no sabía qué responder
y le dijo que, menos robar, el que fuera. "¿Matás si te lo encargan y te
pagan bien?", le preguntó. José Luis, que no quería desdecirse, le dijo
que si se presentaba la ocasión podía hacerlo. Había que ver. El linyera, un
hombre tuerto como de cuarenta años, lo miró intimidado. Otro linyera del grupo
que lo escuchó se acercó y dijo que conocía a alguien que le podía dar un
encargo. José Luis le dijo que en ese momento no necesitaba dinero. Estaba
viviendo de un trabajo que había terminado no hacía mucho. Quería estar tranquilo
por un tiempo y que la policía no lo molestara. Les dijo que cuando todo se
tranquilizara pensaba irse al extranjero. Vivía en la calle temporalmente, les
explicó.
Los otros lo miraron con seriedad. Le
dijeron que esa noche tenían una reunión secreta y lo iban a llevar con ellos.
Al oscurecer salieron. Eran seis. El Tuerto los guiaba. Fueron hasta la calle
Salguero, esquina Libertador. El Tuerto corrió la tapa de una boca de tormenta.
Descendieron por la escalera de hierro. Se veía muy poco. Se habían metido en
la red subterránea de desagües de Buenos Aires. Caminaron por un caño colector,
que desembocó en otro mayor. Este tenía un foco de luz cada cien metros. Por el
centro del caño corría agua. Había muy mal olor. La red desaguaba las aguas
pluviales junto a las aguas cloacales. Tenían los pies mojados. Llegaron a un
punto donde el caño se bifurcaba. Tomaron hacia la derecha. Este caño tenía una
pasarela de hierro elevada sobre un costado. Se subieron a la pasarela. El agua
empezó a correr con más fuerza. Caminaron como quince minutos. Adosada a una
pared del caño apareció una escalerita de hierro. Encima de la escalera se veía
una puerta de metal. Uno subió y la abrió con una ganzúa. Entraron. Encendieron
una vela que había sobre una botella. Se escucharon gruñidos como de un animal
que se quejaba. José Luis no entendía bien qué pasaba. Vio que en el piso,
apilados, había todo tipo de objetos. Televisores, máquinas registradoras,
equipos electrónicos, neumáticos, seguramente producto de robos.
El Tuerto dijo que estaban allí para realizar una
ceremonia. Todos asintieron. José Luis sintió miedo, se daba cuenta que lo iban
a probar. El Tuerto tomó la vela y fue hacia la parte de atrás del depósito, de
donde provenían los gruñidos. Allí, en medio de varios artefactos, había una
colchoneta. Sobre la colchoneta, tendida, tenían a una chica como de quince
años. Estaba amordazada, atada con sogas, y de un pie salía una cadena que
estaba fijada al muro con una argolla. A un costado había un plato con agua. Le
dijeron que era como un animalito, estaba caliente, y se la iban a coger entre
todos. La chica, que estaba muy sucia, los miró con desesperación. La empezaron
a desnudar, le quitaron la bombacha, le desataron los pies y las manos. El
Tuerto se le echó encima, la empezó a acariciar y a besar. La chica le sacaba
la cara. Finalmente el Tuerto hizo fuerza y se la metió. La chica se
contorsionaba para zafarse, pero al final se entregó. El Tuerto empezó a bufar
y la chica respiraba con fuerza. Todos miraban, con alegría. Finalmente el
Tuerto se vino. Se levantó lentamente y se arregló los pantalones. El Tuerto le
dijo a José Luis que ahora le tocaba a él. José Luis sabía que no podía
hacerlo. No era un violador. Les dijo que él robar robaba, pero eso no lo
hacía. Se le fueron encima y le empezaron a pegar. Lo patearon, le preguntaron
si era un policía y le dijeron que lo iban a matar. José Luis les pidió que no
le pegaran más, les dijo que tenía dinero y se los iba a dar. Los otros lo
registraron y le sacaron el dinero. Lo ataron y le quitaron el celular. Lo
dejaron a un lado y regresaron a la adolescente. La violaron entre todos. La
chica estaba como una loba caliente, jadeaba y gruñía. El Tuerto fue hacia José
Luis, agarró un palo y lo desmayó de un golpe.
Cuando se despertó estaba tirado sobre
una pasarela de metal a un lado de un caño mayor. Le dolía todo el cuerpo y no
podía moverse. Estaba maniatado. Los de la banda se habían ido. No reconoció el
lugar, no habían pasado por allí. Por el centro del caño corría el agua y, a
los costados, se habían acumulado desperdicios. Podía ver bolsas de plástico,
bidones y otras cosas que parecían muñecas o restos de juguetes. Las ratas andaban
entre los desperdicios. Estaba desesperado, quiso gritar, pero sabía que no le
serviría de nada. Al rato el agua empezó a correr con más fuerza. El nivel fue
subiendo. Quizá estuviera lloviendo afuera. Tuvo miedo de morir ahogado en
medio de la basura. El sueño lo iba rindiendo y se le cerraban los ojos. No
sabía cuántas horas habían pasado desde que lo dejaron allí. Sintió frío. Se
durmió. Tuvo un sueño. El estaba acostado en su cuarto rodeado de una luz
fuerte. Una mujer desnuda entró. Era como una diosa. Ella estaba excitada,
empezaba a acariciarlo y le quitaba la ropa. El no podía moverse, pero gozaba.
Ella le acariciaba las mejillas, los labios, los cabellos. Luego le acarició el
pecho y bajó a su pene. Empezó a succionarlo. El gozaba cada vez más y gritaba
de placer. La mujer se le puso encima y empezó a hacerle el amor. El no podía
moverse, estaba como atado. Sintió que estaba por venirse. Se despertó
gritando. Las ratas le caminaban por el cuerpo. Se movió, tratando de librarse
de las ataduras, sin lograrlo.
Vio a lo lejos una luz que parecía acercarse, empezó a
gritar. Eran dos serenos de la guardia que patrullaban los túneles. Lo
desataron. Les contó lo que le había pasado. Les dijo que una banda de
depravados tenía secuestrada a una chica y entre todos la habían violado. Los
serenos le dijeron que en las cloacas pasaba de todo, era un mundo aparte.
Informarían a la policía, pero seguro que cuando fueran a investigar ya no
encontrarían nada. Lo hacían a propósito. Los delincuentes planificaban esas
cosas para provocar a la policía y distraerla. Los verdaderos robos y crímenes
ocurrían afuera, a la luz del día. Caminaron bastante, lo guiaron hacia una
escalera de hierro que salía por una boca al exterior. Los serenos subieron
primero, movieron la tapa y salieron todos a la calle. La boca de tormenta daba
a Arenales y Rodríguez Peña, en Barrio Norte. José Luis estaba temblando.
Sintió que tenía mal olor. Los serenos le dijeron que fuera a la policía. El se
negó. Tenía fiebre. Les pidió que llamaran a una ambulancia, se sentía mal. La
ambulancia llegó después de media hora y lo llevaron al Hospital Argerich.
Contó a la guardia lo que le había pasado. Tenía mordeduras de ratas y ronchas
en su cuerpo. Lo vacunaron contra el tétano y le pusieron una inyección de
antibiótico. Lo dejaron internado un día en observación y lo dieron de alta.
Al día siguiente fue a la policía a
hacer la denuncia de lo ocurrido. Le tomaron la declaración. No pareció
sorprenderles lo que contaba, ni le dieron mucha importancia. Le dijeron que
iban a investigar y cualquier cosa le avisaban. José Luis se fue a su
departamento. Le habló a su novia. Ella estaba desesperada, lo había estado
llamando por teléfono pero él no respondía. Le dijo que le robaron el celular.
Vino a verlo. Le contó lo que había pasado y le mostró los moretones y las
mordeduras de las ratas. Le dijo que ya había hecho la denuncia a la policía.
Ella le rogó que por favor abandonara el proyecto antes que lo mataran. José
Luis le explicó que era muy difícil prevenir el peligro, no podía saber que iba
a pasar algo así. Le pidió que lo ayudara, entre los dos sería más fácil
manejarse. Podían planear juntos una visita a una familia de inmigrantes. Estos
se comportarían distinto si veían que los venía a entrevistar una pareja. Ella
dijo que lo acompañaría si no eran personas muy marginales, las situaciones de
pobreza podían ser peligrosas. Eso de acercarse a mendigos o ir a la villa, la
verdad que no se animaba. El le explicó que había villas miserias bastante seguras
en Buenos Aires, como la Villa 31. Si iban a vivir allí por un par de semanas
tendrían la oportunidad de conocer gente interesante para el documental. Ella
le contestó que podía parecer fácil, pero que en la práctica las cosas que
parecían fáciles después no lo eran. La realidad tenía sus complicaciones y
ellos no estaban bien preparados para enfrentarla. El le respondió que era muy
pesimista. Si quería realizar el proyecto necesitaba estar en contacto con la
realidad y reflejar la experiencia de la gente. No podía improvisar o
inventar. Era un documental y no una
obra de ficción.
Varios días después un conocido de
Miguel Pérez lo llamó. Le dijo que en una comisaría de Flores tenían a un preso
interesante. Se trataba de un ladrón. El conocía a un Sargento que trabajaba
allí. Por unos pesos lo dejarían entrevistarlo. Tenía que decir que era
periodista y que le venía a hacer una nota. Al día siguiente fue a la comisaría
38 de Flores. El Sargento lo hizo pasar y lo llevó hasta una de las celdas. José
Luis le entregó mil pesos, según lo convenido. El Sargento abrió la puerta de
la celda y José Luis vio al reo acurrucado en el fondo. Entró en la celda y el
Sargento cerró. Le dijo que cualquier cosa lo llamara, que se quedaba ahí
afuera. El preso era un muchacho joven, como de 22 o 23 años. Lo miró con
miedo. Se notaba que lo habían torturado. Le preguntó a José Luis que por qué
estaba allí, y qué quería de él. José Luis le respondió que iba a hacer un
documental y estaba buscando a personas que estuvieran pasando por una
situación límite. Si él colaboraba podía ayudarlo a que se aclarara su
situación.
El muchacho le dijo que lo acusaban de robo, pero que no
había robado nada. Era novio de la hija de un político. El padre de la chica lo
odiaba y lo acusó de haber robado en su casa. Hacía tres días que estaba preso.
A la noche lo sacaban al patio, le tiraban agua fría y lo molían a golpes. Le
querían hacer firmar su confesión auto inculpándose, pero no la firmó. José
Luis le dijo que iba a ver qué podía hacer. El policía le avisó que ya se le
había pasado el tiempo, tenía que irse. José Luis salió y le dijo al Sargento
que esa historia no era la que él necesitaba. Buscaba otro tipo de preso, una
persona carenciada, alguien que hubiera pasado miseria y hambre, y robara por
necesidad. El policía le contestó que ese detenido había robado. José Luis le
dijo que era víctima de un político. Le pidió que le consiguiera otro preso o
que le devolviera la plata. El policía le dijo que él había cumplido y no le
devolvería nada. Le pidió que no dijera a nadie lo que le había contado el
preso, ni tratara de protegerlo, todos los presos mentían. Si hablaba, iban a
ir a buscarlo y lo iba a pasar mal. "¡Te metemos preso y te damos,
cuidadito, ni abrás la boca!", le dijo el Sargento. José Luis insistió en
que esa historia no valía mil pesos. El Sargento le dijo que sí, y lo despidió
de un empujón.
Se volvió a su casa, amargado. Pensó en
entrevistar a alguna familia de cartoneros, o irse a vivir a la Villa por unos
días. Necesitaba encontrar los personajes para el documental. Habló con su
novia. Ella le dijo que era una locura, y si seguía así el documental iba a
terminar en una tragedia. Le pidió que hablara con su profesor y le explicara
que las cosas no le estaban saliendo bien. No estaba preparado para escribir un
documental como el que le habían pedido. Que le preguntara si no tenía otro
proyecto en que pudiera participar en lugar de ése.
José Luis fue a ver a Miguel Pérez. Le
contó lo que había pasado. Quizá lo estuviera enfocando mal, pero había tenido
malas experiencias. El profesor le dijo que lo entendía, que no cualquiera
podía escribir una película testimonial. Lo iba a cambiar e iba a poner a otro
guionista. José Luis se disculpó, y le dijo que la realidad era más dura de lo
que él pensaba. El profesor le aconsejó probar en la televisión, siempre
necesitaban gente para trabajar en las novelas y ficciones. Lo envió a hablar
con su colega Rafael Filippelli. Filippelli lo atendió y lo escuchó. Le dijo
que su mujer tenía contactos en Canal 13 y que estaban buscando a un guionista.
José Luis llamó a la esposa de Filippelli, Beatriz Sarlo, que lo recibió en su
casa y lo trató muy bien. Sabía que había sido estudiante de su marido y de
Miguel Pérez. Le preguntó por su tesis sobre Facundo Quiroga. José Luis le dijo
que había escrito un guión sobre la vida de Quiroga y que había sostenido una
posición histórica revisionista. Sus compañeros de la Universidad no admiraban
mucho a Sarmiento. El cuestionaba cosas de su gobierno, pero reconocía el valor
de sus libros. "Todo el mundo ataca a Sarmiento", aceptó Sarlo,
"atacan sus ideas políticas. La mayoría no lo ha leído. Fue un prosista
extraordinario, para mí el mejor del siglo XIX." Se quedaron hablando un
rato. Le preguntó en qué tipo de guiones quería trabajar. ¿Era capaz de hacer
guiones de novelas? ¿Qué tal manejaba el diálogo sentimental? José Luis le dijo
que era flexible. Podía adaptarse a lo que necesitara el productor o el
director. Sarlo simpatizó con él y lo envió a Canal 13 a verlo a Adrián Suar.
Estaban buscando a un guionista para trabajar en un proyecto de telenovela.
José Luis habló al canal y pidió una entrevista con Suar.
Dijo que hablaba de parte de Beatriz Sarlo. Suar lo recibió al día siguiente y
le explicó el proyecto. Uno de sus guionistas principales se había ido a
trabajar a Estados Unidos. Era un proyecto importante. Tenían la historia
lista, y les hacía falta un guionista capaz que llevara la historia a la
pantalla.
-Una vez decidida la historia
- le dijo Suar - lo decisivo es tener un buen guionista que arme las escenas.
Necesitamos a alguien que maneje bien los diálogos dramáticos, que le dé
suspenso a la trama y desarrolle la sicología de los personajes. Queremos
clavar al espectador en su silla. Encontrar a un escritor que pueda hacer esto
bien es más difícil que hallar una aguja en un pajar.
Ya tenía a actores importantes comprometidos para la
serie: Julio Chávez y, posiblemente, Pablo Echarri. Los dos simpatizaron. Suar
era un hombre de sonrisa fácil. Se veía que era un buen tipo y José Luis se
sintió cómodo. Le habían dicho que era generoso. Se notaba que Sarlo le había
hablado bien de él. José Luis le preguntó si le podía contar la historia sobre
la que había que escribir el guión. En su trabajo anterior había tenido que
buscar personajes testimoniales, encontrar situaciones sociales conflictivas y
le resultó más difícil de lo que pensaba. Quería enfrentar la realidad, ir
hacia ella, como casi todos los escritores. Pero había un punto en que ésta se
le escapaba. Suar le respondió, con ironía, que los actores tenían una idea de
la realidad distinta a los escritores: creían que estaban viviendo en ella, y
vivían en un mundo imaginario. Le contó la historia: el protagonista era dueño
de una importante empresa inmobiliaria. Tenía problemas: la competencia le
estaba quitando el mercado. El hombre se metió en tratos con la mafia. Estaba
casado y tenía un hijo de 23 años y una hija de 21. El hombre tenía una amante
joven y hermosa. Ella quería que él dejara a su mujer. El le prometió que lo
haría, pero ella no le creyó. El hombre arregló con la mafia para enviar la
empresa a la quiebra. Iban a estafar a la compañía aseguradora de la empresa.
Podían meterlo preso por un tiempo corto, no más de dos años. Cuando saliera
tendría en su cuenta una gran cantidad de millones, y se podría ir a vivir al
extranjero con su amante. Su mujer desconfiaba de él y lo espiaba. Descubrió
sus tratos con la mafia y su plan de estafar a la compañía aseguradora. También
se enteró de la amante, que era empleada de la compañía. Ella lo denunció a la
policía y lo metieron preso. La mafia raptó a su hija en represalia. La mujer
tomó la dirección de la empresa y negoció con la mafia. La liberaron. Su hijo
se convirtió en la mano derecha dentro de la empresa. El hijo sedujo a la
ex-amante de su padre. La hizo jefa de una sección de la empresa. El hijo,
junto con su amante, controlaban el área de la compañía que vendía propiedades
a inversores de distintas partes del país. Se trataba de gente que quería lavar
dinero: traficantes de drogas, políticos. Su madre, directora general de la
empresa, lo llamó y le dijo que le habían hecho una propuesta concreta para
entrar en política. Sería candidata a diputada por la ciudad de Buenos Aires en
las próximas elecciones. Dejó al hijo al frente de la compañía y le pidió que
la apoyara en la campaña. Su objetivo final era meter a toda la familia en la
política.
A José Luis le encantó la historia. Le
dijo a Suar que estaba llena de momentos melodramáticos y truculentos y que él
sabría sacarles buen provecho. Se sentía capacitado para escribir el guión.
Firmó de inmediato un contrato y le prometió entregarle un borrador en dos
meses.
Regresó a su casa y le dio a su novia
las buenas nuevas. Luego le habló al profesor Filippelli para agradecerle a él
y a su esposa, y lo fue a ver a Miguel Pérez. Este lo consideraba su discípulo.
Pérez le dijo que un muchacho recomendado por Solanas se había hecho cargo del
guión del documental. El le contó de su contrato con Canal 13. Miguel Pérez lo
felicitó, le dijo que era un nuevo comienzo y que creía que él lo podía hacer
muy bien. Lo importante era tener un trabajo. Los dos se abrazaron y se
despidieron.
Un gaucho en Texas
Facundo Garay era profesor de
Castellano y Literatura del Nacional No. 1 de Rosario. Había estudiado en
Filosofía y Letras hacía ya muchos años. Su mejor amigo, Eduardo Zannini, que
había sido su compañero de estudio, era profesor de Literatura Hispanoamericana
en la Universidad Tecnológica de Texas. Se había ido de Rosario poco después de
terminar su licenciatura y había continuado sus estudios en la Universidad de
Nueva York, donde sacó un doctorado.
Facundo, además de enseñar treinta
horas en el Nacional, había sido, hasta hace poco, Ayudante de Trabajos
Prácticos de Literatura Argentina en la Universidad de Rosario, y era profesor
titular de esa misma materia en el Instituto Superior de Profesorado. Tenía una
carga pesada de trabajo y siempre se acordaba de su amigo en Texas. Eduardo
había hecho una excelente carrera profesional. Había publicado varios libros de
crítica y era experto en la obra de Borges, Sábato y Bolaño. Daba muy pocas
horas de cátedra por semana y tenía tiempo libre para investigar y escribir.
Era el privilegio de ser profesor en Estados Unidos. Venía a Buenos Aires todos
los años. A veces lo visitaba en Rosario, donde tenía familia.
De jóvenes eran inseparables. Los dos escribían poesía. Fundaron una
revista de literatura que sacó varios números. Cuando se hicieron mayores
fueron abandonando la poesía, pero siempre conservaron algo de poetas. Eran
soñadores y poco prácticos y se ganaban la vida con dificultad. A pesar de su
éxito aparente, Eduardo le decía que la vida académica en Estados Unidos era
difícil, triunfaban los que sabían acomodarse y no los mejores. Por suerte él
había conseguido permanencia en Texas y estaba tranquilo. Era soltero y tenía
su propia casa. Enseñaba literatura hispanoamericana y argentina (española no)
y tenía un grupo excelente de estudiantes de doctorado.
Facundo, por su parte, era divorciado y tenía una hija, a la que casi no
veía. Vivía solo, como Eduardo. También
estudiaba y escribía, pero tenía muy poco tiempo libre. Se quedaba los fines de
semana en casa para escribir. Hacía reseñas de libros y notas culturales para
la edición de los domingos del diario La
Capital. Esa no era su única actividad cultural extracurricular. Formaba
parte de la comisión organizadora del Festival Internacional de Poesía de
Rosario. Facundo era un hombre respetado en el medio. Trabajaba mucho y, al
igual que otros rosarinos, que tenían pasión por los viajes, ahorraba dinero para
poder viajar fuera de las fronteras en los veranos. Casi siempre iba a Europa,
sobre todo a Francia, que era su país favorito. Estudiaba francés por su
cuenta, y lo hablaba bastante bien.
Eduardo lo había invitado muchas veces a Texas, pero los Estados Unidos
nunca le habían interesado. Finalmente Eduardo, que deseaba que lo visitara en
su casa, le hizo una oferta que no podía rehusar. A los dos les gustaba la
literatura gauchesca y las historias sobre los bandidos rurales del siglo XIX.
Le ofreció ir a conocer Fort Sumner, Nuevo México, el pueblo donde había vivido
y luchado Billy the Kid, y donde lo habían matado. Allí estaba enterrado.
Podían recorrer juntos Nuevo México, tierra de “cowboys”, y visitar su tumba.
La propuesta le gustó. Eduardo le dijo que algunos estudiantes tenían ranchos,
que eran las estancias de allá, cerca de Lubbock, donde estaba la Universidad.
Podían pasar un fin de semana en uno, andar a caballo y conocer la pampa
texana, a la que llamaban el “Llano
estacado”. Finalmente, terminó el año escolar y Facundo se preparó para ir.
Viajaría a principios de enero, cuando su amigo estaba en el receso invernal.
Allá las estaciones eran exactamente opuestas a las de Argentina. Se pensaba
quedar todo enero y febrero acompañando a Eduardo. El otro empezaba sus clases
a mitad de enero, pero enseñaba sólo seis horas por semana y tendría tiempo de
atenderlo y salir con él. Podrían hablar y discutir de literatura, que era la
gran pasión de los dos. A fines de febrero, antes que se regresara a Rosario
para empezar su trabajo, harían, durante un fin de semana largo, un viaje de
cuatro días por Nuevo México, y visitarían Fort Sumner, Santa Fe y Taos, donde
vivían los indios Pueblo.
Al llegar a Lubbock, Eduardo lo esperaba en el aeropuerto. El sitio era
muy distinto a lo que se imaginaba. El clima era seco, la ciudad tenía casas
grandes, bajas y espaciadas. El campus universitario era precioso, una
mini-ciudad de lujo. Nunca había visto nada así.
Su amigo vivía en una casa nueva, con varios cuartos. Lo que más le
impresionó fueron los baños. Tenía tres. ¿Qué profesor podía vivir así en
Rosario? Hizo una reunión en su casa para homenajearlo. Invitó a sus
estudiantes graduados. Bebieron vino de la zona, que le pareció bastante bueno,
no sabía que Texas producía vino. Los estudiantes del departamento de
literatura hispana eran muy interesantes. Venían de distintos países: México,
España, Colombia, Costa Rica. Los norteamericanos eran los menos. Entre éstos
había una chica, Helen, que le llamó la atención. No era de una belleza
especial, pero le resultó atractiva. Era de Texas, y hablaba muy bien el
español, casi sin acento. Estaba escribiendo una tesis sobre literatura
argentina bajo la dirección de Eduardo. Había visitado Buenos Aires y Mendoza,
pero no había estado en Rosario. Su tema de tesis era la obra de Eduardo
Gutiérrez. Defendía la idea de que Gutiérrez era el autor más original de la
novelística gauchesca, el que inició el ciclo y mostró al gaucho como un
rebelde, que no claudicaba ante la sociedad decente (como lo había hecho Martín
Fierro en la segunda parte de la obra), ni aceptaba trabajar como peón (como lo
harían los gauchos de Güiraldes en Don
Segundo Sombra). El gaucho de Gutiérrez, como podíamos comprobarlo en Juan Moreira, era un ser que amaba la
libertad y luchaba a muerte por defenderla. Para ella Moreira representaba el
verdadero espíritu de la argentinidad y por eso había pasado al teatro. El
argentino se identificaba con Moreira, y no con Don Segundo Sombra. El director
de cine Leonardo Fabio había imaginado a Moreira como un rebelde anarquista,
víctima de las manipulaciones políticas de los patrones. Ella había conocido a
Fabio en Buenos Aires y hablado con él.
A Facundo le parecieron brillantes las ideas de Helen, que se expresaba con
soltura. Le encantaba la mujer. Claro que ella era joven, y él tenía cincuenta
años. Vio un anillo de casada en su mano izquierda, y no dijo nada. Hacía mucho
que Facundo no tenía un amor importante en su vida. Se había divorciado de su
mujer hacía siete años. A su hija casi no la veía. Tenía veinte años y
estudiaba medicina. Las peleas con su ex eran constantes. Era una relación que,
aun estando separado, lo torturaba.
Eduardo le dijo que Helen estaba casada con un ranchero, o sea un
estanciero norteamericano. Había grandes establecimientos agrícolas, de algodón
y de maní, en la zona. También se veían muchos pozos petrolíferos. Pero los
texanos viejos se preciaban de ser vaqueros, ganaderos; eran gauchos,
“cowboys”, de corazón. Eso le llamó la atención a Facundo, y le gustó. En
Argentina casi no había gauchos, y nadie usaba sus ropas, excepto en los
programas de televisión. Visitando el campus universitario vio jóvenes
estudiantes que usaban botas texanas, sombreros de ala ancha y pantalones
vaquero ajustados, como en las películas del oeste. Sólo les faltaba el
revólver. Su amigo le dijo que lo tenían, pero que no lo podían portar en el
campus universitario. Texas defendía la tenencia de armas, lo consideraban un
derecho civil inalienable.
Comenzó el semestre en la Universidad y Eduardo invitó a Facundo a
visitar una de sus clases. Estaba dando un curso graduado sobre el Martín Fierro y la novela gauchesca. Le
gustó escucharlo leer los versos de Hernández en Texas. Era como si el gaucho
se hubiera encontrado con el espíritu del cowboy. Pensó que los dos se
parecían. Pero quizá estuviera equivocado. Su amigo hizo hincapié en el papel
de la policía y el ejército en el Martín
Fierro. Dijo que para el argentino la policía era una secta de trúhanes,
corruptos y ladrones. Usaban la institución para robar y abusar del campesino.
En el oeste americano tenían una idea distinta de la ley: creían que podía
redimir a la sociedad. La policía perseguía a los cowboys bandidos, que eran
crueles, como Billy the Kid. El ejército argentino era aún más perverso que la
policía. Apresaba a los gauchos, los mandaba
como reclusos a la frontera, les robaba sus posesiones y destruía sus familias.
La conducta de Martín Fierro estaba
justificada, era una víctima del estado. Se rebelaba contra las injusticias. El
Martín Fierro era una obra de
denuncia. La leyenda de Billy the Kid era otra cosa. Se trataba de un asesino
sin justificación, un enemigo del orden y la tranquilidad pública.
Un
estudiante le preguntó por qué cambiaba tanto el Martín Fierro en la segunda parte, y Facundo le dijo que la vida de
Hernández había cambiado. Había conseguido estabilidad económica y
reconocimiento político. Le preguntaron también por qué odiaba tanto a los
indios. En Texas había un movimiento popular que defendía a los indios. Facundo
respondió que Hernández los despreciaba y los consideraba salvajes, sin embargo
envió a sus personajes, Fierro y Cruz, a vivir con ellos para escapar de la
barbarie blanca. Los indios estaban marginados y tenían que vivir del robo y el
cuatrerismo para subsistir. Reconoció que los criollos victimizaban a los
indios. Al año siguiente de aparecer la segunda parte de la obra, Roca organizó
la expedición al desierto, que echó a los indios de sus tierras. El gobierno
argentino se quedó con ellas y una buena parte pasó a manos de los militares.
Hernández apoyó al partido de Roca, que salió elegido presidente. A él lo
nombraron senador.
Helen los invitó a pasar el fin de semana en la estancia con ella y su
marido. El casco era grande y moderno. Tenían un rodeo no muy numeroso de
ganado, como 500 animales. El marido les dijo que los conservaba por nostalgia,
que realmente ellos vivían de lo que le producían unos pozos petroleros que
habían encontrado en unos campos de su familia. El rancho lo mantenía por
seguir la tradición familiar. Su familia lo había comprado en 1850, y él había
vendido una parte hacía unos cuantos años. Tenía más de 3000 hectáreas.
Anduvieron a caballo y comieron un “barbecue”, el asado norteamericano. A
Facundo no le gustó mucho, le habían puesto a la carne una salsa dulzona, y el
corte era distinto al argentino. Cortaban las costillas a lo largo, en lugar de
a lo ancho. Sí le gustó andar a caballo, aunque no era buen jinete. Había
montado pocas veces en su vida. El caballo le parecía un animal fabuloso, lo
admiraba. Se identificó con los texanos, y con los cowboys, que eran hombres de
a caballo. Vio, sin embargo, que eran distintos a los gauchos argentinos.
Hablaron de los bandidos que asolaban los caminos en el siglo diecinueve,
y de Billy the Kid. Facundo tenía problemas para comunicarse en inglés. Lo
había estudiado por años en Aricana, en Rosario, pero no lo podía hablar casi.
Se dio cuenta que se lo habían enseñado muy mal. Podía recitar los tiempos
verbales de memoria, pero no expresar sus ideas ni entender lo que le decían.
Eduardo les dijo a Helen y su esposo que iban a viajar a Nuevo México con su
amigo en febrero para visitar la tumba de Billy the Kid. Frank no hablaba
castellano, así que Helen hacía de traductora e intérprete. Frank dijo que su
bisabuelo había conocido a Billy the Kid. Había pasado por su rancho y le había
pedido trabajo. Su bisabuelo se lo dio y se quedó como tres semanas. Tuvo un
altercado con otro vaquero, que lo insultó. Billy no se defendió, pero tenía
fama de ser resentido y traidor. Su bisabuelo después de eso le pidió que se
fuera, no quería peleas entre sus hombres. Aún no se lo conocía como bandido.
Eso fue después, durante la Guerra de Lincoln, cuando formó parte de una
pandilla de “vigilantes” y se transformó en su líder. En Fort Sumner
protagonizó una batalla a balazos durante cuatro días entre su banda y la de un
terrateniente de la región, que terminó con una cantidad crecida de muertos.
Después de eso le pusieron precio a su cabeza, y ya era cuestión de tiempo. Los
cowboys hacían lo que fuera por dinero. Además, allí todos respetaban la ley, y
Billy era un asesino.
El rancho tenía muchos cuartos, y esa noche hizo frío. Era fines de
enero, tiempo de verano en Argentina e invierno en Texas. Pusieron la
calefacción, que funcionaba a gas. Estaban cansados y se fueron a dormir
temprano. Cada uno de los invitados tenía su propia habitación. Al día
siguiente desayunaron en la cocina. Comieron huevos con tocino, frijoles y
tortillas mejicanas. Frank dijo que los mexicanos habían vivido allí antes que
los norteamericanos (es el territorio que les robamos a los mexicanos, bromeó)
y que los texanos siempre habían preferido las tortillas de harina al pan.
Después de desayunar los invitó a ir al polígono de tiro. Lo había construido
al lado de un corral. Les mostró su colección de armas. Tenía revólveres del
siglo XIX, varios Colts y rifles históricos, entre ellos el famoso Winchester.
Ni Facundo ni Eduardo tenían experiencia con armas, pero por curiosidad
aceptaron probar puntería. Facundo acertó al blanco con un revólver, aunque
bastante lejos del centro del cartón. Frank aplaudió y dijo que era un
“natural” para usar las armas. Facundo lo negó, dijo que el revólver era un
arma que no se había naturalizado en su país, era extranjera. El arma nativa,
el arma gaucha, era el cuchillo, el “facón”, dijo, y explicó que era un arma de
hoja larga, que muchas veces fabricaban con hojas de espada o sable. “Como un
cuchillo de cocina”, se rio Frank. “Más o menos”, correspondió Facundo.
Cada vez que la mirada de Helen se
cruzaba con la de Facundo, éste se sentía conmovido. No era particularmente
hermosa, pero le atraía. Su cuerpo tenía curvas suaves. Su marido era mucho
mayor que ella. Era un ranchero tosco, pero rico. Eduardo le dijo que tenía
conexiones con políticos influyentes.
Después del mediodía salieron a
caballo. Facundo montó con más confianza que el día anterior, dominaba mejor su
cabalgadura. Fueron a los campos adonde estaba el ganado y empezaron a dar
vueltas alrededor de los animales. Ahí Facundo se empezó a sentir bien.
Eduardo, por jugar, tomó un lazo que tenía al costado de su montura y se lo
lanzó a un novillo, aunque sin ninguna posibilidad de agarrarlo. Se rieron los
dos. Helen los acompañaba en una yegua pintada. El marido se había quedado en
la casa. Unos peones sentados sobre las bardas del corral los observaban
divirtiéndose, riéndose de sus pobres habilidades como jinetes. Helen miraba
con interés a Facundo. Este pensó que si las cosas seguían así, se iba a meter
en problemas.
Al regresar de la cabalgata, ese segundo día, Facundo se sentó a
descansar en la sala de la casa. Más tarde propuso salir a caminar por el
campo. Eduardo y Helen lo acompañaron. El sol estaba aún fuerte, su pusieron sombreros.
El campo estaba seco. Casi no había pasto. El terreno era bastante quebrado. La
vegetación natural más visible era un arbusto leñoso de tronco retorcido, le
llamaban “mezquite”. Facundo le dijo a Helen que ese paisaje se parecía al del
monte salteño. “Y al de la Patagonia, en la zona de Santa Cruz”, agregó
Eduardo. Allí soplaba el viento como en la Patagonia. Era clima semiárido. “El
Llano estacado es una gran meseta”, dijo Eduardo. “Yo imaginaba que esta zona
era como la pampa nuestra”, comentó Facundo. “Nada que ver”, respondió Eduardo,
“la pampa es húmeda”. Helen dijo que ese año, en junio, iba a visitar la
Argentina. Quería conocer bien la pampa, internarse en el campo. No se podía
estudiar la gauchesca sin tener una idea de cómo vivía el gaucho, y como era la
pampa. Facundo asintió, dijo que él estaría contento de recibirla en Rosario.
De pronto Eduardo se metió en un cañadón abierto en una falla del
terreno y se perdió de vista. Helen se aproximó a Facundo y se le tiró encima.
Apretó su pelvis contra la suya y lo abrazó. Facundo se quedó frío. No sabía
qué hacer. Helen era una mujer casada, estaban en el rancho de su marido. Ella
se le colgó al cuello y lo besó. Mientras lo besaba bajó la mano y la apoyó en
su pene. Vio que estaba erecto y se lo acarició. Facundo estaba rojo de la
sorpresa. Escucharon la voz de su amigo y se separaron. Eduardo llegó hasta
ellos. Dijo que esa era una falla del terreno producida por un deslizamiento de
tierra. En esa zona había temblores y movimientos sísmicos. Eran típicos
también los fuertes vientos. En 1970 un
tornado había destruido la ciudad de Lubbock.
En el regreso al casco de la
estancia hablaron de Borges. Había visitado la ciudad y había dado una
conferencia en la Universidad en 1968. También había escrito un poema dedicado
a la provincia, “Texas”. Eduardo dijo que el Profesor Oberhelman, ya jubilado,
le había contado que a Borges le habían impresionado los “prairie dogs”, los
perros de la pradera. No eran verdaderos perros, aclaró, parecían conejos. Helen
dijo que Eduardo era el mejor representante de la literatura gauchesca en
Texas. “Es un gran profesor”, agregó. Eduardo se lo agradeció con falsa
modestia. “Hay un norteamericano que enseña la gauchesca en la Universidad de
Texas en Austin”, dijo Eduardo, “pero no sabe mucho”. “¡No sabe nada!”, lo
secundó Helen. Helen recitó el poema “Texas”, de Borges, que sabía de memoria.
Fue emocionante escuchar sus versos en la pampa tejana. “Aquí también. Aquí
como en el otro/ confín del continente, el infinito/ campo en que muere
solitario el grito…”. Regresaron los tres a la casa. Frank los esperaba en la
sala. Dijo que la cocinera les estaba preparando un “chile con carne”, un plato
de origen mejicano, típico entre los cowboys de Texas. La cocinera era de familia
indígena. Parecía una señora mejicana, pero no hablaba español. Era de Nuevo
México, y pertenecía a la tribu de los indios “Pueblo”, que vivían cerca de
Santa Fe.
Facundo estaba preocupado y no sabía
qué hacer. Pensó en hablarlo con
Eduardo. La situación le parecía más que comprometida. Helen era una mujer
interesante, pero su casa no era el mejor lugar para empezar un “affaire”.
Durante la cena lo sentó a su lado. Le puso una servilleta en la falda y,
cuando el marido no miraba, metía la mano bajo la servilleta y le acariciaba el
pene. Facundo, que era vergonzoso, se ponía colorado. Cuando se retiraron a
dormir sintió un golpe en la puerta de su cuarto. Era Helen. Se metió y cerró
la puerta con llave. Lo besó. Bajó hasta la cintura, le abrió la bragueta, le
sacó el pene y se lo chupó. Se abrazaron con frenesí. Facundo nunca se había
sentido así. En realidad, hacía bastante que no tenía sexo. Se desnudaron y
fueron a la cama. El se vino en seguida. Ella lo empezó a acariciar para que
siguiera. El le dijo que ya se había venido. Ella le respondió que ningún
hombre se venía una sola vez con ella. “¿Dos?”, preguntó Facundo. “Cinco”,
respondió ella. El se rio, creía que bromeaba. Le preguntó por el marido. Le
respondió que tenían una relación abierta y ella dormía en su propio cuarto.
Hicieron el amor frenéticamente. Helen se le montaba cada vez que quería
descansar. Lo hacía seguir y seguir hasta que se venía. Nunca había gozado
tanto. No sabía que tenía tanta energía, y que su miembro se le podía volver a parar
tantas veces. Pensó que había vuelto a la juventud. Como a las cinco de la
mañana ella regresó a su cuarto.
Al otro día se levantaron todos tarde. Era domingo. Helen les pidió que
se quedaran un día más, su marido asintió. Eduardo estuvo de acuerdo, no tenía
clase en la Universidad hasta el día martes. El marido los hizo pasar a su
despacho, y les habló de sus negocios y de la historia del establecimiento.
Helen le traducía. Ese rancho había sido mucho más grande en el pasado de lo
que era entonces, y llegaron a tener 100.000 cabezas de ganado. Cada año
arreaban una gran cantidad de animales hasta Amarillo, en la frontera con
Oklahoma, y allí los embarcaban en los trenes jaula para Kansas y los mataderos
de Chicago. Eran otros tiempos, en esos momentos el ganado no daba tanta
ganancia. Lo mejor era sembrar algodón o, si uno tenía suerte, encontrar
petróleo.
Esa noche se repitió la escena con
Helen. Se metió en su cuarto e hicieron el amor sin parar. Le dijo que no
quería a su marido y que se había enamorado de él. Le preguntó si la quería.
Facundo, sorprendido, respondió que sí. Le dijo que deseaba escapar de allí, e
irse a vivir a Rosario con él. En Argentina empezarían una vida nueva. También
le dijo que se cuidara de su esposo, que era violento, y tenía revólveres
guardados en varias partes de la casa. Disparaba muy bien, como lo había visto
en el polígono de tiro.
A la mañana siguiente se despertó tarde y
escuchó gritos. Se levantó y fue a la cocina. Frank estaba enfurecido y
golpeaba a Helen. “Whore!”, le gritaba. Helen lloraba y se protegía con sus
brazos. Le pedía que parara, la estaba matando. En la casa estaban ellos solos.
El hombre la dejó y se le abalanzó encima a Facundo. Eran más o menos de la
misma edad, pero el americano era más alto y fuerte. Trató de ahorcar a
Facundo, apretándole el cuello con las dos manos. Helen agarró una silla de la
cocina y la descargó contra la espalda de su marido. En ese momento llegó la
cocinera a la casa y entró en la cocina. Se agarró la cabeza, asustada, al ver
la escena. Frank se levantó dolorido y caminó hasta un cajón de la mesada. Lo abrió y sacó un revólver. “Dog!”, gritó, “I am going to
kill you. Nobody fucks my
wife but me!” Le apuntó a Facundo y disparó. La bala se incrustó en la pared,
al lado de su cabeza. La cocinera salió corriendo a llamar por teléfono a la
policía. Helen vio que había un cuchillo de cocina en la mesada. Lo corrió con
su mano hacia el borde y lo dejó caer al suelo. Su marido no se percató. Lo
empujó con el pie hasta donde estaba Facundo. Este se agachó y se tiró al piso,
cubriéndose con la mesa. Frank, del otro lado, intentaba apuntarle. Disparó
contra la mesa, a ver si le acertaba, pero erró. Facundo agarró el cuchillo.
Empujó la mesa rectangular, apretando a Frank, contra un sofá. Frank trató de
sacarse la mesa de encima. Facundo se abalanzó contra él con el cuchillo en
punta. Sorprendido, Frank no pudo esquivar el golpe. Le clavó el cuchillo en el
pecho. Facundo se detuvo, horrorizado. Frank lo miraba con los ojos vidriados. Le
salía sangre por la comisura de los labios. El revólver pendía de su mano
derecha. Se le cerraron los ojos y se desplomó, en un charco de sangre. En ese
momento entró Eduardo y se acercó a él. “Está muerto”, dictaminó. El cuchillo
le había atravesado el pecho, seguramente seccionándole la aorta. Helen se puso
a gritar, en un ataque de nervios. La cocinera la abrazó, para calmarla. Oyeron
la sirena del coche policial que llegaba. Los agentes abrieron la puerta y
vieron el cuadro trágico. Se llevaron detenidos a todos. Helen dijo a la
policía que Facundo lo había matado.
Después de los interrogatorios,
Helen, la cocinera y Eduardo quedaron libres. Les prohibieron que hablaran o se
comunicaran entre sí, para proteger el secreto de sumario. Facundo fue formalmente
acusado del asesinato de Frank Keller y detenido en la cárcel de Lubbock.
Eduardo, lo primero que hizo, fue hablar con un abogado para tratar de ayudar a
su amigo. Se sentía culpable. El lo había invitado a Lubbock. No entendía bien
lo que había pasado entre él y Helen. Su amigo no le había dicho nada, y la
policía le hizo preguntas, pero no le dio información ninguna. Era secreto de
sumario. El abogado le dijo que los costos legales de un abogado privado eran
altos. Facundo no tenía recursos. En la Escuela de Derecho de la Universidad
fue a hablar con un profesor conocido, que le recomendó ir a ver al defensor
público. Se trataba de un caso penal, los defensores del Estado en general eran
buenos y decentes. El no podía hacerse cargo, dependía de un salario docente,
los abogados penalistas cobraban muy caro sus servicios. El juicio se celebró
dos meses después. Facundo repitió en el juicio todo lo que le había dicho a la
policía. Contó lo que había pasado, indicó que él no había buscado tener una
relación sexual con Helen, ella lo había seducido. No sabía lo que había pasado
entre ella y el marido, que lo puso tan furioso. Dijo que había intentado
matarlo, y se había defendido para salvar su vida. Helen había tirado el
cuchillo al suelo y lo empujó con el pie para que lo tomara.
En el juicio, tanto Helen, como
Eduardo y la cocinera, Lupita Horse, declararon como testigos. La cocinera fue
la primera en declarar, dijo que no había notado nada raro hasta el día del
crimen, y que cuando entró en la cocina el señor de la casa y el acusado
estaban luchando. El señor se defendió con un revólver. Creía que no había
tratado de matarlo. Tuvo la oportunidad de hacerlo y no lo hizo. Le disparó,
pero a un costado de la cabeza. Quería asustarlo. Era muy buen tirador. El
acusado lo atacó con un cuchillo. Se lo clavó con fuerza en el pecho.
Eduardo dijo que no había visto todo
lo que había pasado. Cuando entró en la cocina Frank estaba en el suelo,
moribundo. El fiscal le preguntó si su amigo sabía cómo pelear con cuchillo.
Eduardo respondió que era argentino y en su país estaba instalada la idea de
que el cuchillo era un arma de combate. No creía que Facundo hubiera utilizado
antes un cuchillo en una pelea. Indicó que su amigo no le había dicho nada con
respecto a una posible relación sexual con Helen.
Helen declaró que Facundo había
intentado seducirla desde un primer momento. Mediante un engaño la metió en su
dormitorio y la forzó. Le tapó la boca para que no gritara. Luego le dijo que
si no tenía sexo con él, su amigo nunca le iba a aprobar su tesis sobre la
gauchesca. La violó repetidamente. La obligó a regresar a la noche siguiente.
Al otro día no aguantó más y le contó todo a su marido. El reaccionó con
violencia y le pegó una bofetada. Luego lo atacó al invitado. Ella no le tiró
el cuchillo. Se cayó al suelo por accidente. Estaba encima de la mesada. Ella,
al tratar de recogerlo, sin querer lo empujó con el pie. Facundo lo tomó. Se
horrorizó cuando vio la fuerza con que reaccionaba Facundo. Su marido no era un
hombre violento, y era muy buen tirador. Tenían buena relación, se querían. Se
enfureció al saber que había tenido sexo con otro hombre. Después quiso
castigar al culpable y lo asesinaron.
Facundo se defendió. Dijo que Helen
mentía, y que él, en el testimonio que hizo a la policía inmediatamente después
de su detención, había indicado cómo ella lo sedujo y se introdujo con engaños
en su cuarto. Ya durante la cena le había metido la mano bajo la servilleta y
le acarició el pene. El no sabía qué se proponía. Lo que ella había contado era
mentira. El era inocente, había actuado en defensa propia, estaban tratando de
matarlo. Sólo había querido salvar su vida.
El fiscal pidió que se lo condenara
a la pena de muerte por asesinato, agravado por violación. El abogado defensor
pidió clemencia. Dijo que el sexo que tuvo con la dueña de la casa, según la
declaración a la policía, había sido consensual. El occiso había disparado
primero. Facundo no había tenido intención de matarlo con el cuchillo.
El juez no concedió a la acusación
la pena de muerte. Dijo que efectivamente el occiso había disparado primero.
Posiblemente el acusado había forzado o violado a la mujer, pero ella había
regresado la noche siguiente y no dijo nada en un primer momento a su marido.
El acusado pudo haber escapado de la cocina y, en lugar de eso, optó por
hacerle frente al occiso y atacarlo. Conocía el poder mortífero del arma que
empuñaba y dirigió el golpe al corazón. Era asesinato en primer grado. Había
tenido lugar en medio de una pelea. No había existido intención previa de matar
a la víctima. Lo declaró culpable y lo condenó a veinticinco años de cárcel.
Los primeros doce tenía que cumplirlos efectivamente y, si su conducta era
buena, se le podría conceder después un régimen de libertad condicional.
Facundo se echó a llorar
desesperado. Lo llevaron a un establecimiento penal cercano a Lubbock a cumplir
la condena. Era una cárcel moderna. Eduardo lo fue a visitar. Le dijo que era
terrible su situación, pero que podían haberle dado la pena de muerte. El
hombre era rico, y las leyes eran muy estrictas en Texas. Facundo insistió que
era inocente, que todo había sido un terrible accidente. Desgraciadamente,
Eduardo no había visto todo lo que había ocurrido, porque llegó a último
momento y no pudo testimoniar a su favor. Le preguntó que por qué no le había
contado lo que estaba pasando con Helen. Facundo le dijo que lo había pensado,
pero que no se decidió. Helen había mentido, era ella la que había iniciado la
relación sexual. Estaba loca, no sabía cómo podía habérselo dicho al esposo ni
por qué. Eduardo le dijo que las mujeres eran imprevisibles, pero que él había
jugado con fuego al tener relaciones en la misma casa de ella. Sabía que el
marido tenía armas. Si le hubiera contado a él lo que pasaba hubiera hablado
con Helen, ella le tenía confianza. Facundo le pidió a su amigo que le llevara
libros para leer. Se deprimía y estaba muy angustiado.
Eduardo volvió a ver a Helen. Fue a
visitarlo a su oficina en la universidad. Dijo que no iba a continuar con su
tesis, lo ocurrido la había destrozado. Le aseguró que había sido sincera. Que
Facundo la había engañado, era un hombre seductor y mentiroso. Que ella,
dominada por la culpa, se lo dijo a su marido. No sabía que iba a reaccionar de
esa manera. Le dijo que había hecho el amor con él contra su voluntad. Mientras
tenían sexo se jactaba de ser gaucho y de tenerla grande, y le decía que ella
era su china. Le había prometido que la iba a llevar con él a Argentina. Dios
lo había castigado. Ahora era un gaucho en la cárcel de Lubbock. Había
entendido mal a los cowboys. Llegó allí interesado en conocer la tumba de un
bandido, de un criminal, como había sido Billy the Kid. Era peligroso hacer
apología del delito. Algo siempre se le puede contagiar a uno. Helen se
despidió y salió de su oficina. Eduardo no la vio más. Supo que vivía en su
rancho con un amante mexicano más joven que ella. Tenía varios autos y le
gustaba exhibirse con su pareja en la ciudad. Se compró una avioneta y salían a
filmar desde el aire. Filmaban estampidas de ganado y los atardeceres
característicos de esa zona de Texas.
Eduardo iba regularmente a visitar a
su amigo en la cárcel. Le llevaba libros. No le permitían usar computadora. La
entrada y salida de información estaba vigilada. Con los libros no había
problema. Facundo era un gran lector. Dijo que estaba empezando realmente a
estudiar después de muchos años. En Rosario, con la cantidad de clases que
daba, tenía poco tiempo para leer las cosas que a él le gustaban. Eduardo le
propuso que se pusiera a investigar para escribir un libro de crítica. Así
podía matar el tiempo. A Facundo le gustó la idea. Le dijo que quería
investigar sobre la novelística de Eduardo Gutiérrez y escribir sobre él. Había
sido un autor muy mal tratado, e ignorado por la crítica. No creía que Helen
pudiera hacer una buena tesis sobre Gutiérrez. Eduardo le dijo que ella había
dejado la carrera. Facundo empezó a investigar sobre Juan Moreira y Hormiga Negra.
Se fue adaptando a su nueva vida, estudiando y escribiendo. Así el tiempo se
pasaba más rápido. Pronto vería correr los meses, luego los años, y un día,
quizá, pudiera salir libre.
La filosofía en el tocador
Ana
María Robles estaba casada con Juan Carlos Salvatierra. Tenía veintiocho años.
Vivían en Barrio Norte, en Arenales y Talcahuano. Juan Carlos era mayor que
ella. Decía que tenía cincuenta y cinco años, pero Ana María sospechaba que
había alterado el documento. Se acercaba más bien a los sesenta. Era un hombre
rico y le gustaban las mujeres jóvenes. Se vestía muy bien e iba día por medio
al gimnasio. Tenía un estado físico aceptable y era simpático. Había hecho su
fortuna en la industria inmobiliaria. Las malas lenguas decían que, durante la
dictadura, había ayudado a los militares a introducir en el mercado las
propiedades que les robaban a sus víctimas, falsificando la documentación.
En Barrio Norte hablaban de
Juan Carlos. Allí había grandes fortunas. Estancieros e industriales. Juan
Carlos no podía dar cuenta del origen de su riqueza. Sabían que de joven había
sido pobre. Venía de Rosario, y su padre había sido obrero del frigorífico
Swift. Había cursado unos años de abogacía, pero nunca terminó la carrera. Lo
que había aprendido, sin embargo, lo había utilizado muy bien. Era un hombre
inteligente, y un buen lector. Tenía en su departamento una sala dedicada a
biblioteca, con varios cientos de libros. No los coleccionaba, decía, los
compraba de a uno y los leía. Lo consideraban un hombre decadente. Le
adjudicaban relaciones perversas de todo tipo. Nadie lo conocía bien.
Juan
Carlos era un hombre complejo. Se había casado dos veces y no había tenido
hijos. Su nuevo matrimonio era una liberación para él, estaba profundamente
enamorado. Ana María no era una joven inocente. Como Juan Carlos, era de origen
pobre. Se había criado en el oeste del Gran Buenos Aires, en Morón. Su padre
tenía una carpintería. Ella no había querido estudiar. Era una mujer hermosa y
sensual. Para el sexo era una diosa. Su inteligencia se despertaba en la cama.
Era incansable e insaciable. Ella y Juan Carlos se pasaban la noche despiertos,
haciendo el amor y charlando. Tenía un gran sentido del humor. Les gustaba
mirar juntos películas extranjeras. Juan Carlos sabía mucho de cine, y se había
propuesto educar a su mujer. Cuando terminaba la película Ana María se le
montaba encima y lo llevaba al éxtasis. El estaba en la gloria, y sentía terror
de que esa felicidad pudiera terminar alguna vez.
Ella
despertaba el deseo de los hombres y había tenido muchos amantes. Las miradas
la seguían a todos lados. A Juan Carlos lo envidiaban profundamente. Como todos
imaginaban, ella se había casado con él por dinero y a su modo era feliz. Se
sentía bien con Juan Carlos. Siempre miraba lo que pasaba alrededor suyo. Le
encantaban las aventuras sexuales. Tenía una amiga íntima y confidente, Marita
Roselló, y salía con ella a tomar tragos a las barras de Barrio Norte. Marita
era amante de un joven físico culturista, vecino suyo, que vivía con una mujer
empresaria, mayor que él. En Barrio Norte había muchas relaciones como esa. Por
dinero. El joven estaba bien dotado. Marita le describía los detalles de sus
relaciones sexuales.
Ana María le hablaba de ella y de su esposo. Su vida
sexual con él no era mala. Juan Carlos era un hombre apasionado.
Por sobre todo admiraba su cultura. Le gustaba escucharlo hablar de libros y de
viajes. Sabía de todo. No le contaba mucho sobre sus negocios. Creía que estaba
un poco aburrido de ese mundo. Derivaba todo lo que podía en sus subordinados.
Concretaba sus operaciones por teléfono, o en cenas y charlas de café. Seguía
sus negocios en su computadora. Los contactos eran todo, y Juan Carlos era un
sicólogo natural y un hombre vivísimo. Cuando los otros iban, él ya estaba de
vuelta.
Ana María le
confiaba a su amiga sus aventuras extramatrimoniales. En el barrio había dos
muchachos con los que se veía regularmente. Eran chicos ricos. Uno tenía
caballos y jugaba al polo. Le gustaban los dos y una vez los juntó. Se pasaron
la tarde haciendo el amor. Marita le preguntó si su esposo no sabía nada. Ella
le dijo que creía que sospechaba, pero que se hacía el que no sabía. Era un
hombre de mundo. Era viejo y sabía que no la podía tener para él solo. No era
atractivo. Era apenas más alto que ella, y no estaba bien dotado. A ella le
gustaban los hombres jóvenes, fuertes y de miembro generoso.
Era cierto.
Juan Carlos no sólo sospechaba que su mujer tenía relaciones con otros hombres,
sino que lo sabía. Comprendía que era demasiado joven para él. Podría ser su
hija. Sus conocidos le decían que la veían acompañada en los pubs de la zona.
Le daban a entender que estaba levantando tipos. El tenía un horario muy
irregular. Muchas veces se quedaba en la oficina leyendo. Le gustaba leer de
todo. Leía a los filósofos franceses, a los novelistas norteamericanos, a los
poetas hispanoamericanos. Sabía mucho de literatura argentina. Conocía bien la
obra de Borges, de Sábato, de Cortázar, de Saer. Le gustaban Aira y Pauls.
Admiraba la obra periodística de Walsh. También leía historia, y creía que José
Luis Romero era el historiador argentino que mejor escribía. La literatura
francesa era su preferida y sus dos autores favoritos eran Voltaire y el
Marqués de Sade. Le gustaban los cuentos de Voltaire y sus ensayos filosóficos.
Admiraba a todos los pensadores de la Ilustración. Decía que eran los padres de
la modernidad: Voltaire, Diderot, Montesquieu, de Tocqueville. Rousseau le
interesaba menos. No le gustaba la gente que tenía una imagen exagerada de sí
(hacía excepción con Sarmiento, porque su prosa le parecía excelente y su
inteligencia excedía las expectativas de cualquier lector). En cuanto al
Marqués de Sade, lo consideraba un santo de la libertad. Había leído su
biografía. El Marqués había sufrido horrores. Había pasado 30 años preso. La
mayor parte de sus libros los había escrito en la cárcel. Su obra era la
apoteosis de la perversidad sexual. Había sido escrita por un moralista que
repudiaba los prejuicios de su tiempo. La sociedad había alejado al hombre de
sí mismo. El Marqués era un gran egoísta, pero con razón. Enseñaba a descender
a la abyección, como camino a la liberación. La moral hipócrita era una camisa
de fuerza. La sociedad creaba siempre nuevas restricciones, buscaba hacer la
vida completamente predecible. Por eso se morían todos de hastío y
aburrimiento. Necesitaban el sexo y la venganza. El libertinaje. Ser libres
contra los otros.
Le daba
placer leer al Marqués. Sus historias eran de una pornografía perfecta. Su obra
favorita era La filosofía en el tocador,
que combinaba la filosofía con las relaciones perversas. Se pasaba horas en su
oficina, leyendo, y meditando en su obra. Pensaba en su situación con su mujer
y se decía que tenía que dejar que fuera libre. Era celoso, pero sabía que si
la vigilaba la perdería. Estaba profundamente enamorado de ella. Estaba
obsesionado con su mujer. Y Ana María para él era sobre todo su sexo. No era
una persona que tuviera otros dones. Pero para él esa sexualidad era perfecta,
el centro del mundo.
Había días
que ella no regresaba al departamento. Le hablaba y le decía que se iba a la
casa de la madre en Morón. Regresaba al otro día muy contenta. Una vez faltó
dos días. El le habló, pero su celular estaba apagado. No se animó a
preguntarle a la madre. Sabía lo que significaba. Si le hacía un escándalo
podía abandonarlo. Era lo que pagaba por tener el mejor sexo de Buenos Aires.
¿Cuántos hombres de su edad podían decir lo mismo? Cuando ella regresaba venía
excitada. Se acostaban y ella era imparable. Lo dejaba exhausto.
Después de
un tiempo pensó que era mejor hablar libremente de la situación. Pero tenía
miedo de hacerlo. Podía tomarlo como que no le importaba. Buscó una solución
alternativa. Sabía que a ella le gustaban los tipos altos y buenos mozos. Una
solución era contratar a un chofer lindo y atlético. Seguro que ella iba a
entenderse con él. A Ana María le gustaba meterle los cuernos. Se sentía
superior. De esa manera evitaría que ella saliera afuera de levante, a los
bares, corriendo riesgos. La calle estaba llena de gente violenta. A él le daba
miedo que un día le hablara la policía y le dijera que le había pasado algo
malo. Si se arreglaba con el chofer estaría segura. El chofer era su empleado.
Tendría que cuidarse de él. Quedaría todo en casa.
Juan Carlos
empezó a fijarse en los tipos del gimnasio, a ver si alguno podía servirle.
Iban muchos patovicas. A él le parecía que tenían una musculatura excesiva. No
sabía si a su mujer podía gustarle alguien así. Era muy artificial. En el
vestuario los hombres se cambiaban después de su sesión de gimnasia. Se fijó en
un muchacho alto, moreno, de mirada plácida. Vio que tenía un miembro grande.
Lo observó bien y le pareció que era el tipo de hombre que podía gustarle a Ana
María. Se acercó a él y le sacó conversación. Le preguntó qué hacía. Le
respondió que vendía zapatos. Estaba semiempleado. Había trabajado en una
compañía de seguros, pero tuvo problemas, y lo echaron. Le preguntó si sabía
manejar. El otro le respondió que sí. Le dijo que tenía un trabajo que
ofrecerle. Necesitaba un chofer, y el trabajo requería una persona que tuviera
ciertas condiciones físicas. El chofer tenía que encargarse también de la
protección personal y la seguridad. El otro le dijo que él podía hacerlo, sabía
karate. Juan Carlos le ofreció de sueldo una cantidad generosa, como para que
el otro aceptara. Le dijo que más que su seguridad le preocupaba la de su
esposa. No tenían hijos, pero ella era joven y hermosa, y había gente que lo
odiaba y le gustaría hacerle daño a su mujer. Así quedaron. Al otro día Juan
Carlos lo recibió en su departamento y le mostró la cochera. Tenía varios
autos. Adrián, el chofer y guardaespaldas, manejaría el BMW, el auto preferido
de su esposa. Luego llamó a su contador y le dijo que pusiera a su nuevo chofer
en la lista de sueldos, y que si necesitaba un adelanto de dinero se lo
facilitara, era hombre de su confianza.
Adrián
cumplió bien con su trabajo. Era un joven tranquilo. Su personalidad se parecía
bastante a la de Ana María. La conducía adonde ella le pedía. Iban al country
del Jockey Club, a trotar a Palermo, a los shoppings y a visitar a su amiga
Marita, que se había mudado a un barrio cerrado en San Isidro, donde vivía con
un banquero. También la llevaba a Morón a visitar a su mamá, que nunca había
querido dejar el barrio.
La relación entre Adrián y Ana María progresó
rápidamente. Pasaron de la simpatía a los roces y fueron a un hotel. Adrián era
apasionado como ella. Mantenían relaciones sexuales juguetonas y barrocas. El
hacía todo lo que a ella le gustaba. Besaba muy bien. Le encantaba acariciarla.
Adoptaba en la cama distintas posiciones. Le gustaba el sexo vaginal y anal. Le
lamía con fruición la vagina y ella le devolvía el goce succionando su miembro.
Ella tenía múltiples orgasmos con él. Se pasaban horas en la cama. Les
encantaba verse reflejados en los espejos de las paredes del cuarto mientras
hacían el amor. Cuando se sentían algo cansados se ponían a ver una película
porno que muy pronto volvía a excitarlos. Después de esas tardes ella sentía
que estaba en la gloria, renovada. Elegían distintos hoteles alojamiento según
el tipo de decoración de los cuartos. Iban casi diariamente.
Ella estaba
feliz. Le brillaban los ojos y su piel se veía tersa. Juan Carlos lo notó al
volver de la oficina. Su mujer estaba en pleno affaire con Adrián. Cuando
regresaba al departamento después de estar con él, lo abrazaba y le acariciaba
el cabello. Tenía los senos duros. No le daba tiempo de terminar de cenar. Lo
besaba, ponía su mano sobre el pantalón e iban juntos al dormitorio. Ella se
entregaba a los orgasmos. La tarde pasada con Adrián le aumentaba el deseo.
Juan Carlos estaba contento. Ella era así y por eso la amaba.
Cuando
Adrián venía al departamento para dejar o buscar a Ana María, Juan Carlos se
sentía incómodo. Ese hombre había estado haciendo el amor con su mujer o
planeaba pasar el día con ella en un hotel. Era difícil no sentir celos. El era
un hombre rico, admirado, pero no podía ser joven y atractivo como Adrián.
Había fomentado la relación y ahora pagaba el precio. Lo hacía por su mujer. La
situación era cruel para él. Sufría.
Con el paso
de los días, sus sentimientos fueron cambiando.
La envidia se transformó en curiosidad. Pensaba cómo sería Adrián con su
mujer en la cama. Miraba el cuerpo del joven y reconocía que era hermoso.
Sintió deseos de verlo hacer el amor con su mujer.
Le habló a
Ana María y le dijo que lo sabía todo. En un principio ella lo negó, pero
después lo aceptó. El le dijo que la comprendía. El era un hombre mayor, y ella
era una mujer muy intensa. Quizá fuera lo mejor. Al otro día, cuando llegó el
chofer, Juan Carlos lo hizo entrar a la sala. Le dijo que ya sabía lo que
pasaba entre él y su mujer. Adrián no se animaba a mirarlo a la cara. Juan
Carlos le puso la mano en el hombro, mostrando comprensión. “Lo que uno hace
por deseo y por amor, está bien” – dijo – “La naturaleza nos hace sentir
atracción hacia los otros, es humano”. Era una frase rimbombante e intelectual,
pero el muchacho lo miró agradecido. Juan Carlos dijo que ellos tres eran
amigos, tenían buenos sentimientos, y que si su mujer estaba bien y él también,
él no tenía nada que objetar. En ese momento Adrián lo miró, incómodo. El joven
se sentía culpable. Juan Carlos se fue a leer a su escritorio y Ana María y
Adrián salieron.
Al día
siguiente Juan Carlos le dijo a su mujer que el momento más difícil ya había
pasado. Los tres eran amigos, y ellos no tenían necesidad de ocultarse. Lo
mejor sería que un día estuvieran los tres juntos. Le confesó que le gustaría
estar presente cuando ellos dos hicieran el amor. Se pusieron de acuerdo y una
tarde se reunieron los tres en el departamento y fueron al dormitorio. Ana
María y Adrián se desnudaron y comenzaron a besarse y acariciarse. Juan Carlos
se quedó de pie a un costado y observaba con interés, excitado. Al principio
ella fue poco expresiva, pero luego mostró su erotismo. Adrián se comportó con
naturalidad, como un hombre experimentado. Juan Carlos se empezó a quitar la
ropa. Se acercó a la cama y los acarició a los dos. Besó a su mujer y luego le
acarició la mejilla a Adrián. Ana María y Adrián se abrazaron e hicieron el
amor. Llegaron al orgasmo y se tendieron en la cama a descansar.
Al otro día
se repitió la escena. Adrián llegó por la tarde al departamento. Juan Carlos
estaba en su escritorio. Lo recibió Ana María. Conversaron, tomaron una copa.
Luego fueron al dormitorio. Juan Carlos entró al rato. Esta vez se animó a
participar. Le besó el sexo a su mujer con pasión. Luego le acarició el miembro
a él y lo guió hacia la vagina. Después que la penetró lo separó. Ellos le
dejaron hacer. Introdujo otra vez la lengua en la vagina de su mujer. Le frotó
el miembro a Adrián y se lo apoyó contra sus propias nalgas. Sintió que Adrián
estaba muy excitado y jugaba con su ano. Su mujer no dijo nada. Adrián estaba
tratando de penetrarlo. Le dolía. El otro se puso vaselina y logró introducirle
el miembro. Le dolía mucho. No había tenido gran experiencia con hombres.
Sintió placer. Pensó en el Marqués de Sade. Su mujer empezó a excitarse más y
más ante la situación. El continuó introduciendo su lengua en la vagina.
Finalmente se vinieron los tres al mismo tiempo. En reconocimiento se tocaron
las manos. Se separaron y empezaron a sonreír. Luego rieron abiertamente. Habían
logrado algo que no esperaban. Se sintieron liberados. Juan Carlos les dijo que
quería que fueran amigos. La relación que tenían era demasiado práctica. El
buscaba otra cosa. No sabía qué. Les ofrecía su amistad.
Empezaron a
salir de paseo los tres juntos. Iban a los restaurantes, al teatro, a los
conciertos. Juan Carlos dejó de ir al trabajo por varios días. Una tarde se
apareció en la oficina con Ana María y Adrián. Sus empleados notaron que estaba
pasando algo raro y se intercambiaron miradas burlonas. Juan Carlos se dio
cuenta y no le importó. Lo tenía sin cuidado lo que pensaran de él. Se sentía
libre. Estaba empezando a entender a Sade, cuando hablaba de libertinaje.
Juan Carlos
conversó con su mujer y Adrián. Les confesó que los quería mucho, eran
especiales. Sabía que era un hombre mayor, tenía cincuenta y cinco años y ellos
aún no habían llegado a los treinta. Estaba pensando en el futuro de ellos.
Quería que vivieran bien, aún cuando él ya no estuviera. Le pidieron que no
hablara así, él tenía muchos años por delante. Juan Carlos les dijo que
convenía prever. El dinero no era todo, pero sin él uno estaba a merced de los
demás.
Ana María se
sintió muy incómoda con el diálogo. Ella era la esposa, no sabía por qué lo
incluía también a Adrián en ese tipo de conversaciones. Pensó que la relación
entre Adrián y Juan Carlos estaba creciendo. No fuera que Adrián tratara de
convencerlo de que le dejara parte de su fortuna. No le gustaba que se
acostaran y Adrián sodomizara a Juan Carlos. Ella era posesiva y era normal que
sintiera celos, Juan Carlos era su marido. Había hecho mucho por ella, y le
estaba agradecida. No quería que nadie lo usara o se aprovechara de él. Hubiera
preferido que todo lo que pasó hubiera ocurrido en secreto. Le gustaba engañar
a los hombres, acostarse con varios, sin que los otros lo supieran. En la
situación presente sentía que había perdido control de la situación y que era
su marido el que manejaba todo.
Juan Carlos
los invitó a tomarse una semana de vacaciones juntos e ir todos al casino de
Mar del Plata. A ella no le gustaba el juego, pero dijo que los acompañaría. Se
quedaron en el hotel del casino. No era temporada alta. La mayoría de los que
se hospedaban en el hotel eran los jugadores regulares, clientes del casino,
que amaban con pasión el juego y gastaban su dinero sin culpa. En su mayoría
eran hombres. Se pasaban el día en el casino. A Juan Carlos y Adrián les
gustaba el punto y banca, el póker y la ruleta. Ana María se ponía vestidos
largos muy hermosos y joyas caras y se quedaba sentada en la sala del casino
mientras jugaban. Estaba soberbia. Todos la admiraban. Les dijo a Juan Carlos y
a Adrián que se aburría. Iba a ir a
tomar algo al bar del hotel y a caminar
un rato por la ciudad. Les pidió que no se preocuparan y que siguieran jugando.
Juan Carlos se disculpó: estaban tan concentrados en el juego que no podían
parar. Iban perdiendo, por supuesto, pero no les importaba.
Ella fue al bar del hotel y pidió un trago. La gente
del bar le resultaba interesante. Los observó con atención. Había pocos
jóvenes. El promedio andaba por los cuarenta años. Varios eran más viejos.
Estaban bien vestidos y se notaba que tenían dinero. Se veían pocas parejas.
Dos mujeres jóvenes, muy llamativas, se sentaron en la barra del bar. A las
once de la noche un hombre como de cuarenta años se acercó a hablar con ella.
La invitó a un trago, conversaron y rieron. Ella lo encontró atractivo. Sus
pocas arrugas le parecían eróticas. El hombre le dijo que era deportista y le
gustaba navegar. La miró con sensualidad y puso la mano sobre su falda. La
invitó a su habitación y ella aceptó. Hicieron el amor con pasión, el hombre le
encantaba. Pasó el tiempo sin que se diera cuenta. Ella se entregó a sus
orgasmos. De pronto miró la hora: eran las tres de la mañana. Pensó que su
marido habría regresado a la habitación y se asustaría si no la veía. Le dijo
al hombre que se tenía que ir. Se empezó a vestir. El otro se levantó y ella
vio que ponía algo en su cartera. Le dio un beso de despedida y salió. Fue a su
cuarto. Entró y estaba vacío. Su marido y Adrián aún estaban jugando. Revisó su
cartera y encontró una suma generosa de dinero que había dejado el hombre con
quien se acostó. Comprendió que había pensado que era una prostituta o una
“acompañante” VIP. La situación le divirtió. Guardó el dinero. Se lo había
ganado con su trabajo, se dijo. Se rio.
Al otro día
salieron los tres a caminar por la playa. Decidieron almorzar en el puerto.
Comieron mariscos y bebieron un vino excelente. Después de comer regresaron al
hotel. Juan Carlos y Adrián se fueron al casino. Ella se quedó en la
habitación. Sabía lo que quería hacer. Se puso un vestido rojo ajustado. Estaba
hermosa. Bajó al bar. Pronto se le acercó un hombre. Le dijo que le gustaría
subir con ella a su cuarto. Le respondió que cobraba. El otro aceptó. Hicieron
el amor por dos horas. El hombre le pagó lo que habían convenido y regresó a su
habitación. Guardó el dinero, se bañó y se cambió la ropa. Se puso un vestido
negro muy escotado. Regresó al bar. Al rato subió con otro hombre. Este quedó
muy conforme con su “servicio” y le pagó más de lo que le había pedido. Era una
mujer bellísima, le dijo. Ana María se sintió halagada y feliz. Volvió a su
cuarto a guardar el dinero y bañarse. Al rato bajó otra vez al bar. Consiguió
un tercer cliente. Este era más joven y fuerte, tenía un gran miembro y deseaba
sodomizarla. Ella no quiso, pero él dobló la cantidad de dinero y ella aceptó.
Después de esto decidió irse a dormir, estaba agotada. La experiencia le había
gustado, se sintió feliz. Juan Carlos y Adrián aún no regresaban. Guardó bien
todo el dinero y se acostó.
Al día
siguiente se despertaron todos pasado el mediodía. Adrián se acercó a su cama y
empezó a besarla. Se le subió encima y le hizo el amor. Su marido, en la cama
de al lado, miraba. Cuando terminó Adrián, vino su marido. Ella se sentía un
poco cansada por la rutina del día anterior, pero no dijo nada, se dejó hacer y
fingió que gozaba. No quería que ellos se dieran cuenta.
Fueron a
pasear por la ciudad, comieron y volvieron al hotel. Adrián y Juan Carlos
estaban obsesionados con el juego. Fueron al casino. Ella bajó al bar. Vio a un
grupo de tres hombres de negocios cuarentones que la miraban. Estaba bellísima.
Se acercaron y se sentaron a conversar con ella. Le propusieron subir todos
juntos a un cuarto. Lo hicieron. Una vez allí le dijeron que querían estar los
tres con ella. Se pusieron de acuerdo en el precio. Se quitaron la ropa.
Bebieron champagne y bailaron. Los tres le hicieron el amor, primero cada uno
respetando su turno y luego todos juntos. Ella se sentía la mujer más querida
del mundo. Por la noche, cansada, regresó a su cuarto para dormir. Abrió la
puerta y escuchó ruidos. Encendió la luz y vio a Juan Carlos y Adrián en la
cama. Estaban desnudos haciendo el amor. Adrián estaba encima de su marido.
Ella reaccionó con disgusto. No le habían dicho que ellos hacían el amor a
solas. Se sintió desplazada. Tenía miedo de no gustarle más a su marido. ¿Y si
se hacía homosexual…? Ellos le dijeron que estaban bromeando y era la primera
vez que pasaba. Ella no les creyó. Resentida, esa noche le contó a Juan Carlos
sus aventuras de los días anteriores con los hombres que se levantaba en el
bar. Le dijo que esa tarde había estado en una orgía con tres juntos. Pensó que
Juan Carlos iba a retroceder molesto o pedirle que no lo hiciera más. Pero Juan
Carlos no sólo no se disgustó, sino que le dijo que le parecía un juego
interesante. ¿Por qué no iban a pagarle? El sexo podía ser un trabajo. Adrián
asintió.
Se pusieron de acuerdo para el día siguiente. Ella
debía volver al bar y buscar a los tres hombres, e invitarlos a subir con ella.
Juan Carlos y Adrián estarían en el dormitorio cuando entraran. Ella así lo
hizo. Les dijo a los tres hombres que no les cobraría nada, que quería repetir
lo que habían hecho la tarde anterior por puro placer. Subieron a su cuarto y
al abrir la puerta vieron a Juan Carlos y a Adrián. Ella les dijo que eran unos
amigos y no participarían en su relación sexual. Estaban allí para
mirar. Los hombres se sintieron incómodos y se negaron a hacer nada. Juan
Carlos se presentó y les dijo que él les pagaría para poder ver la fiesta. Los
otros no dijeron nada, y Juan Carlos aumentó la cantidad hasta que aceptaron.
Luego se podían jugar ese dinero en el casino, bromeó. Se rieron. Los tres se
desnudaron y comenzaron una orgía con Ana María. Ella estaba luminosa. Primero
la besaron y luego la poseyeron de distintas maneras. Uno se vino entre sus
pechos y otro en su boca.
Juan Carlos y Adrián miraban. Juan Carlos estaba
fascinado. Se sentía muy excitado. Le dijo a Adrián que quería penetrarlo.
Adrián no quiso. En la relación siempre había sido el activo. Juan Carlos le
dijo que no le ofrecía dinero en ese momento para no ofenderlo, pero que tenía
un terrenito que había pensado iba a ser suyo. Adrián aceptó. Se quitaron la
ropa, fueron a una de las camas y Juan Carlos lo penetró, mientras los hombres
le hacían el amor a Ana María. Adrián gritaba de placer y Ana María también. Se
cruzaron las miradas. La escena era bella, el goce intenso. Finalmente llegaron
al orgasmo y quedaron felices, tendidos en las dos camas. Uno de los hombres
dijo que tenía algo especial, y sacó un sobrecito con cocaína. La preparó sobre
un libro, separó porciones con una tarjeta de crédito, usó un billete arrollado
como canuto para aspirar y la pasó a los demás. Ana María aspiró dos rayas,
estaba muy cansada. Había trabajado ardientemente todos esos días para hacer
gozar a los demás y ella también había gozado. Le pasaron la coca a Adrián y a
Juan Carlos. Adrián aspiró una línea y Juan Carlos dudó. Les dijo que hacía
mucho que no se drogaba. Había tenido épocas difíciles en el pasado. Un hombre
le dijo que tuviera confianza, era sólo para consagrar ese momento tan especial.
Juan Carlos aspiró la coca y se quedaron todos relajados, en silencio. Después
brindaron con champán, se besaron y se despidieron.
Al día
siguiente regresaron a Buenos Aires. La relación con Adrián había crecido. Juan
Carlos, en broma, los llamaba sus “hijos”. Eran dos jóvenes especiales. El era
un hombre que había vivido todo. Estaba cerca ya de la vejez, aunque no lo
aparentaba y hacía lo posible por ocultarlo. Volvieron a sus ocupaciones.
Adrián iba de paseo con Ana María, hacían el amor. La relación entre ellos, sin
embargo, no era tan buena como antes. Ana María no podía gozar con él como lo
había hecho en el pasado. Después de haberlo visto hacer el amor con Juan
Carlos ya no le parecía un hombre completo. Ella estaba un poco cansada de la
situación. Empezó a mirar a otros hombres. También sentía miedo de que su
marido la abandonara. Ella no tenía tanto mundo como él. Su marido mantenía la
mayor parte de sus cuentas en nombre propio.
Dos semanas
después Juan Carlos les dijo que quería pasar unos días con ellos fuera de
Buenos Aires. Les propuso alquilar una casa en una isla del Tigre. Estarían
alejados de la gente, en medio de la naturaleza. El amaba el río. Podrían
profundizar esa amistad que sentían. Tendrían tiempo para dialogar. Llevaría
algunos libros, en particular uno, que quería compartir con ellos, y un poco de
cocaína y marihuana, para crear un estado mental adecuado.
La semana siguiente se subieron al BMW y partieron
hacia el Tigre. Llegaron a la isla en una lancha, que dejaron amarrada en el
muellecito. La casa era hermosa y no había ninguna otra construcción a la
vista. Estaban aislados. Bajaron de la lancha las provisiones. Llevaban para
preparar distintos tipos de comida y varias botellas de vino fino. Juan Carlos
había traído sus libros. Para él, esos días en Tigre eran un retiro espiritual.
Lo necesitaban. Hicieron el amor pero, sobre todo, leyeron. Por la noche
cenaban, bebían vino y conversaban. Después de comer escuchaban música y
fumaban marihuana. Y por último, leían.
Las lecturas
se centraron en La filosofía en el
tocador, el famoso libro del Marqués de Sade, el libertino francés. Juan
Carlos lo había leído por primera vez cuando era joven y, después de su
casamiento con Ana María, se había convertido en su libro de cabecera. Adrián
no lo conocía. Ana María había escuchado a su marido hablar del Marqués, pero
no lo había leído. Durante esos días en Tigre Juan Carlos leyó con ellos y
discutió la obra del Marqués. No era difícil de leer. La filosofía en el tocador era un diálogo entre dos maestros
libertinos, Dolmancé y Madame de Saint-Ange, y su joven discípula, Eugenia. Los
acompañaba Le Chevalier, hermano de la Madame, y Agustín, un criado de la casa.
Al final de la obra llegaba Madame de Mistival, madre de Eugenia.
En la obra, los maestros instruían a la joven Eugenia,
una adolescente virgen de 15 años, sobre los placeres de la vida sexual. Los
libertinos organizaban orgías y actuaban para educar a la discípula. El Marqués
hacía hablar a sus personajes mientras participaban en las escenas de amor.
Explicaban lo que estaban haciendo y cómo se sentían. Además, y esto era lo más
interesante, el Marqués los hacía reflexionar sobre el amor, la sociedad y el
libertinaje. Se justificaban y criticaban a su sociedad. Defendían la libertad
y denunciaban los atropellos que se cometían contra la naturaleza. Su sociedad
acorralaba al ser humano, vulneraba sus instintos, los demonizaba. El ser
humano libre era considerado un criminal peligroso, como bien lo sabía el
Marqués, que había pagado su osadía libertina con treinta años de cárcel. Lo
habían condenado basándose en difamaciones, sin probar adecuadamente los
delitos de que lo acusaban. Lo internaron en la vejez en un asilo, como si
fuera un demente. Lo castigaban por la insensatez de sus obras, y por la
crueldad y pornografía que desplegaba en ellas. ¿Había acaso otro escritor que
hubiera sufrido de esa manera por tratar de ser libre, y vivir naturalmente su
sexualidad, y expresar sus instintos en toda su crudeza? Juan Carlos lo
admiraba porque había sido un libertino valiente que no había aceptado
callarse, había luchado contra todos y lo había pagado, paradójicamente, con la
pérdida de su libertad. Un libertino, un hombre que amaba la libertad,
encerrado en prisión por crímenes que seguramente no cometió.
El crimen había sido su literatura, condenada por la
moral social hipócrita y represiva, y por la Iglesia. En el fondo, insistía
Juan Carlos, era un mártir y un santo, y el 1º de diciembre de cada año debería
celebrarse como el día de la libertad de expresión del escritor. Ese día del
2014 se cumplía el segundo centenario del fallecimiento de Sade en el Asilo de
Charenton, donde murió sin recuperar la libertad, a los 74 años. Lo que más
apreciaba del libro Juan Carlos, además de sus escenas eróticas, eran los
diálogos filosóficos, las sencillas y contundentes explicaciones que daba Sade
para defender la libertad del hombre y celebrar su naturaleza, que lo había
dotado de instintos y de la capacidad artística para crear con ellos situaciones
de placer. Gracias a esa capacidad estética el hombre era un iluminado. La
sociedad lo limitaba, lo castraba, y su sexualidad lo liberaba. Era necesario
rebelarse. La libertad sexual sería el
símbolo de esa rebelión.
Ana María y Adrián escuchaban a Juan Carlos
maravillados, como si él fuera el verdadero Sade. Eran dos jóvenes
relativamente poco educados, que habían sobrevivido gracias a su belleza
física, a su picardía y a su astucia. En ese momento comprendieron el valor de
su experiencia y le quedaron agradecidos. Juan Carlos leía con morosidad y
deleite los diálogos. Luego le pidió a Adrián que lo reemplazara en la lectura,
quería él también tener el privilegio de escuchar al Marqués. Adrián leía bien
y tenía buena voz. Más tarde Adrián invitó a Ana María a leer los personajes
femeninos. Adrián leía los personajes masculinos y ella los femeninos. El
diálogo del Marqués fue cobrando vida. Cuando llegaron a los largos parlamentos
filosóficos de Dolmancé le pidieron a Juan Carlos que leyera. Juan Carlos leía
y cada tanto se detenía para analizar las ideas, y parafrasear los argumentos
del Marqués sobre la sociedad, la naturaleza y los instintos del ser humano.
Les gustaba cómo Juan Carlos les explicaba la noción sádica de libertad, que
para ellos, limitados en su vida, era algo nuevo, muy distinto a lo que antes
habían entendido. El Marqués creía en la libertad absoluta. Había que reconocer
los propios instintos, y dar un salto peligroso en la propia naturaleza humana
para experimentar el éxtasis, mezclado al terror y a la crueldad, contra sí y
contra los otros. “Sadismo” y “masoquismo” se unían en las escenas del Marqués.
La palabra filosófica recobraba su brillo y su fuerza, para iluminar al hombre
en un momento de oscuridad.
Se sintieron
bien. Aprendieron muchísimo y Juan Carlos se sintió justificado. Creía que
realmente les estaba dando algo. Posiblemente, una lección de vida. A él
también le pasaba una cosa especial. Tenía una fuerza espiritual nueva. A su
edad los ardores carnales ya no le eran tan importantes como la palabra
sagrada, que rescataba al hombre de su miseria humana. Por momentos sintió
miedo a la muerte, y se alegró de estar con esos dos jóvenes. A su modo, sabía
que lo amaban.
Adrián
comentó que muchas veces se había sentido mal con la vida que llevaba, y que,
gracias al Marqués, había entendido que lo que hacía no era malo. El amaba el
placer. Ellos sufrían la crueldad de los que los juzgaban y los despreciaban
porque no se sometían a sus leyes mezquinas. No les reconocían la libertad individual.
La sociedad era miserable, tirana y sólo quería esclavizar al ser humano.
Ana María dijo que ellos no eran personas comunes,
eran libertinos. Había una fuerza que los llevaba a actuar como lo hacían. La
búsqueda del placer sin miedos, sin compromisos.
Volvieron los tres renovados a Buenos Aires. El
“retiro espiritual”, como lo llamaba Juan Carlos, había tenido un profundo
efecto en ellos y los había transformado.
Juan Carlos regresó a su empresa. Empezó a entender
que habían pasado muchos años y se estaba cansando de su trabajo. Odiaba la
rutina, y aunque sus empleados hacían la mayor parte de las tareas, le quedaba
a él juzgar y tomar las decisiones importantes, lidiar con los bancos, invertir
el capital sabiamente. Se daba cuenta que su fortuna había aumentado
regularmente con el paso de los años, y tal vez fuera el momento de vender su
inmobiliaria, invertir el dinero en el extranjero, aumentar su capital
financiero y vivir de sus rentas.
Pocas semanas después Adrián tuvo un problema serio.
Lo llevaron preso. En un bar nocturno de ambiente homosexual, le había ofrecido
a un policía encubierto tener sexo a cambio de dinero. Aparentemente, en su
tiempo libre actuaba de taxi-boy. Juan Carlos fue a la policía, donde el
Comisario le dijo que le habían iniciado un sumario, y la situación era
complicada. Juan Carlos, que conocía al Comisario, le dijo que era un muchacho
algo alocado pero bueno, era su chofer y que él se encargaría de que no
volviera a suceder. Finalmente el Comisario entendió, aceptó la cantidad del
soborno que le propuso Juan Carlos y retiraron los cargos. Volvió con Adrián a
su departamento, le dijo que se quedara tranquilo, que no se metiera en
problemas y que si le hacía falta dinero se lo pidiera a él. Le propuso que
dejara la pensión donde vivía y se alquilara su propio departamento, él lo
ayudaría. Necesitaba ser independiente y pensar en su futuro. Era un muchacho
inteligente y él quería ayudarlo. Adrián le agradeció y le hizo caso. Juan
Carlos era como un padre para él. Adrián no había conocido a su padre, se había
criado con su madre y el gimnasio había sido su casa y substituido a su
familia. Pero con los músculos no se podía dominar el mundo. Le hacía falta
pensar en un futuro económico estable.
Ana María también cambió. Estaba fastidiada de la
situación con su esposo. Ya no lo aguantaba. Le cansaba. Ya no quería acostarse
con él. Era un viejo. Tampoco le gustaba más acostarse con Adrián. A pesar de
sus músculos, lo veía femenino. Ana María empezó a salir sola a los bares otra
vez, como antes de conocer a Adrián. Llamó a Marita, que seguía viviendo con el
banquero en San Isidro, pero no perdía su costumbre de ir a los bares y hacer
sus levantes. Se encontraban en las barras de Las Cañitas, donde iba gente
rica. Un día Marita vio a un amigo y se lo presentó. Era un hombre cuarentón,
muy rico según Marita. La atracción entre Ana María y él fue inmediata.
Empezaron a verse todos los días. El tenía un departamento en Recoleta. Martín,
así se llamaba, admiraba a Ana María. Era la mujer más hermosa que había visto.
Su cuerpo, sus curvas, su piel, su pubis, sus pechos, eran perfectos. Además
era sensual, tenía una mirada cautivante. Estaba hecha para el amor. Ya no
quedaban mujeres así en Buenos Aires. Era apasionada, su sexualidad era desbordante.
Se encontraban todas las tardes y se quedaban juntos hasta medianoche. Bebían
champagne, a veces aspiraban una raya de cocaína y hacían el amor sin
descansar, como atletas del sexo. Juan Carlos notó de inmediato sus tardanzas.
También veía que ya no quería acostarse con él, lo evitaba. El fin de semana
dijo que se iba a Morón, a casa de su madre. Juan Carlos entendió que salía con
alguien. Estaba en lo cierto. Se pasó el fin de semana en Montevideo con
Martín.
Martín se enamoró perdidamente de ella y empezó a
pedirle que dejara a su marido. Ana María no sabía qué hacer. Martín era rico,
tenía una compañía financiera. Era el negocio ideal, sus inversiones se
multiplicaban constantemente. Tenía relaciones con políticos que confiaban en
él. También conocía a gente en el mundo de la droga que necesitaba blanquear
sus capitales. Un negocio excelente. Era viudo, su mujer había muerto en un
accidente automovilístico. No tenía hijos.
De pronto Ana María sintió deseos de formar su propia
familia. Martín era un hombre cariñoso. Le confió que le gustaban los chicos.
Le dijo que quería casarse. Ya no podía esperar. Hasta decidieron fijar el día
de la boda. Sería en un country de Pilar y se irían de luna de miel a Hawái.
Fueron juntos a comprar los anillos. Ella eligió un anillo de platino con un
diamante enorme, y una diadema de zafiros azules con un diamante en el centro.
Parecía la bandera argentina. Pero, antes de continuar con los preparativos,
tenía que hablar con Juan Carlos. No sabía cómo decírselo. El probablemente lo
sospechaba. Juan Carlos estaba muy enamorado de ella y quedaría destrozado.
Finalmente, juntó valor y habló con él. A Juan Carlos se le llenaron los ojos
de lágrimas, se abrazó a sus piernas y le pidió que no lo dejara. Le dijo que
si lo dejaba se iba a matar. Ana María sufría también. A su modo lo quería, no
deseaba hacerle daño. Nunca estuvo verdaderamente enamorada de él, como tampoco
estaba totalmente enamorada de Martín. No creía que fuera bueno para las
mujeres enamorarse perdidamente. Era necesario pensar en su conveniencia. Había
nacido pobre. Martín le ofrecía todo lo que ella quería y necesitaba. Lo
importante era que el hombre estuviera enamorado y le pusiera todo a sus pies.
Como decía Marita, con su sabia picardía: “Es a ellos a los que se les tiene
que parar, una puede hacer la plancha.”
Juan Carlos comprendió que tendría que resignarse. Ya
se recuperaría, ya encontraría otra mujer. Arreglaron el divorcio. Ella le dijo
que le diera sólo lo que le correspondía, habían estado casados seis años.
Martín era un hombre rico. Juan Carlos le pidió que se llevara el BMW. No
quería que lo tuviera nadie más, era su auto. Arreglaron un porcentaje sobre el
total del capital acrecentado en los últimos años. El le haría una
transferencia a su cuenta. Juan Carlos lloró por última vez delante de ella y
se divorciaron.
Adrián fue el único que entendió la situación en que
estaba y trató de ayudarlo. Ahí Juan Carlos se dio cuenta que Adrián lo quería.
Era un hombre tierno. Lo buscaba para hacer el amor, pero Juan Carlos lo
rechazaba. No sentía nada por Adrián, sólo amistad. La relación había sido
parte de un juego entre los tres. Juan Carlos lo había empleado para entretener
a su esposa, y para alejarla del peligro de los bares y los levantes casuales.
Adrián había cambiado. Le dijo a Juan Carlos que le
interesaban más los hombres que las mujeres. Se sentía mejor con los hombres.
Estaba buscando una pareja permanente, un hombre un poco mayor que él, que lo
comprendiera y lo quisiera. El entendía
que Juan Carlos estaba en otra cosa, que veía los juegos con él como una
aventura, y no podía comprometerse seriamente.
Juan Carlos entró en un ciclo depresivo que no sabía
cómo controlar. Después de la confesión de Ana María y el arreglo del divorcio,
se ausentó de su oficina por muchos días. Empezó a llamar a chicas de una
agencia de modelos que servía a empresarios VIP para que vinieran a su
departamento. Llegaban chicas hermosas, la mar de simpáticas. Bien
seleccionadas. Hacía el amor con ellas. A una, que era estudiante de abogacía y
se ganaba la vida con ese trabajo, le pidió que regresara. Pero sentía un gran
vacío. Mientras hacía el amor con las modelos se le aparecía la imagen de Ana
María, su cuerpo escultural y perfecto. No podía terminar si no pensaba en
ella. Reemplazaba la imagen de la chica con la que se acostaba por la imagen de
Ana María. Cuando habría los ojos veía que estaba abrazado a una diosa, que
para él era como una muñeca. No sabía cómo superarlo.
Decidió vender su empresa. Llamó a su contador y le
informó de su decisión. La inmobiliaria tenía un muy buen valor de llave por la
buena actuación en el mercado a lo largo de más de dos décadas. Contaba con
activos importantes. Le aconsejó incluir en la operación de venta una parte de
las propiedades y retener un veinte por ciento como bienes de renta. Calcularon
el capital acumulado de la empresa. Una parte estaba en bancos en Bahamas, bien
protegido, y no pagaba impuestos. El resto en propiedades distribuidas en
Capital Federal y Provincia. Su contador le sugirió que una vez que se
concretara la venta transfiriera el dinero a un banco de Estados Unidos. En
Argentina el respaldo del dólar siempre era importante. Si las cosas iban mal,
podía irse a vivir a Miami. Era el refugio de los ricos de Latinoamérica. Le
aconsejó que se comprara un departamento allá para fijar residencia y operar
regularmente, y justificar sus depósitos de capital. No iba a tener ningún
problema. La suerte siempre lo había acompañado. Tomaría cierto tiempo
encontrar un comprador. Puso a su gerente a cargo de todo y le pidió que no lo
llamara si no era indispensable. Decidió no ir más a la oficina.
Seguía extrañando a Ana María. Cuando se fue, había
dejado olvidada ropa en su placar. El cada tanto sacaba las prendas, se acariciaba
el rostro con ellas y las besaba. Su imagen se le había instalado en la mente.
Era una obsesión. A Adrián ya no lo aguantaba. Juan Carlos no quería
abandonarlo a su suerte, se sentía responsable por él. Venía todas las tardes a
su departamento para acompañarlo. Le dijo que le gustaría ayudarlo, y le
preguntó qué negocio quisiera iniciar por su cuenta. Adrián le dijo que su
sueño había sido siempre tener un bar. Ahora que conocía la movida homosexual
de Buenos Aires, podía poner un bar para el ambiente. Juan Carlos le dijo que
quería verlo feliz: le facilitaría el dinero. Le pidió que buscara un local.
Luego agregó que no necesitaba más de sus servicios. Le dijo que no viniera más
por las tardes. Si necesitaba algo de él lo llamaba.
Se quedó completamente solo. Su depresión fue en
aumento. Le señora que venía a limpiar tres veces por semana lo encontraba
desaseado, sin afeitarse y muchas veces maloliente. Había restos de comida en
todas partes. Se hacía enviar diariamente la comida de un restaurante cercano.
La mujer le dijo que si quería podía venir todos los días a atenderlo, pero él
le contestó que no hacía falta. Empezó a beber. Primero vino francés, y luego
whisky. Se sentía mal. Lo llamaba a Adrián para que le consiguiera droga. Este
le trajo coca y marihuana varias veces. Luego le avisó que no le iba a traer
más coca, era por su bien, no quería que se enfermara. Juan Carlos estuvo de
acuerdo, no quería caer en la drogadicción. Quedaron en que continuaría durante
un par de semanas más, para no cortar de golpe. Se sentía muy mal. No podía
olvidarse de Ana María. Su recuerdo lo torturaba.
Se refugió en la lectura. Creyó que podía ayudarlo.
Releyó Cicatrices de Saer y El túnel de Sábato. Saer sabía
interpretar las situaciones más extremas y Sábato había entendido la angustia
del hombre. Leyó otra vez a Camus. Releyó a Voltaire, amaba su humor. Llegó un
momento en que ya no aguantaba su propia depresión. Quería salir de ese estado.
Cuando era joven escribía poesía. Pensó que quizá, si
volviera a escribir, eso lo ayudaría. La escritura era una forma de catarsis.
Escribió poemas y se sintió mucho mejor. Empezó a beber menos. Evitaba
drogarse. Se dijo que la escritura era la mejor droga. Veía cine en su
computadora. Decidió mirar todas las películas de Rohmer. Se aficionó sobre
todo a “El rayo verde”. Rohmer era un moralista y un filósofo. La combinación
lo seducía. Rohmer entendía las limitaciones espirituales y la fragilidad
mental del ser humano.
A veces sentía que le estallaban los nervios. Sabía
que necesitaba ayuda sicológica, pero se resistía. Se había sicoanalizado de
joven durante diez años y no quería volver a sufrir. Sólo deseaba estar bien,
recuperar la alegría y la felicidad que sentía cuando estaba con Ana María.
Ella era su vida. ¿Por qué la había dejado ir? Quizá hubiera podido retenerla.
Se dijo que hizo lo que pudo. Le trajo a Adrián para que no se alejara de él y
lo abandonara. Pero al final lo dejó igual. Estaba solo, viejo, vencido, sin
nadie que lo ayudara. Ni Adrián ni la sirvienta podían hacer nada por él. Y
probablemente tampoco un sicólogo.
Empezó a sentir miedo de perder la razón. Decidió
escribir una obra de teatro para exorcizar toda esa maldición. La tituló “La
filosofía en el tocador”, como el diálogo erótico-filosófico de Sade. En la
obra contaba la historia suya con su mujer y con Adrián. Al principio eran
felices. Adrián parecía ser la solución perfecta para el aburrimiento de su
mujer. Iban al casino, ella hacía orgías, se prostituía para divertirse.
Finalmente se encerraron en una casa para leer La filosofía en el tocador. Esto los iluminó, los elevó.
Entendieron la importancia de la libertad humana absoluta. Rechazaron la culpa.
Acusaron a la sociedad de castrar al individuo. En la obra Adrián convencía a
Ana María que estaba viviendo con un viejo que no tenía futuro. Decidieron
robarle y escapar juntos. Cuando el viejo, o sea él, se sintió abandonado, cayó
en un estado depresivo. No aguantó más. Tomó una sobredosis de barbitúricos
para suicidarse.
Se dio cuenta que ese final bien podía ser el suyo si
no se recuperaba. No quería suicidarse, pero tenía miedo de caer en la
tentación. Ya no aguantaba el sufrimiento. Estaba mal. Se decidió y fue a
hablar con un siquiatra. Le explicó todo lo que había pasado. El siquiatra, una
eminencia, decidió internarlo en una clínica. Le dijo que era temporal. Lo
medicó, le dio antidepresivos. Todas las tardes recibía la visita de un
sicólogo que le hablaba y le hacía preguntas sobre su vida. Una vez a la semana
venía el siquiatra. Lo examinaba y le hacía completar tests. Le dijo que no
presentaba signos de demencia. Se estaba recuperando.
En la clínica tenía su propio cuarto. Estaba cómodo.
Nadie lo molestaba. La clínica estaba en una antigua mansión. La casa tenía un
bello jardín arbolado donde los pacientes podían caminar. Se había llevado
varios de sus libros y leía todo el día. También tenía una computadora. Entraba
en Internet, leía los diarios. A veces llamaba por teléfono a Ana María, pero
no le contestaba. Siguió pensando en ella, ya sin esperanza de volver a verla.
Escribía
poesía. En sus poemas aparecía repetidamente la imagen de dios. Estaba pasando
por una fase mística. Había algo que le faltaba en su vida. No sólo Ana María.
La literatura que leía era obra de escritores profesionales. No parecían tener
verdaderas convicciones. El necesitaba otra cosa, encontrar un sentido
trascendente. Llegó a esta conclusión un día que tuvo un sueño. Este sueño se
volvió recurrente y se transformó en una pesadilla. En el sueño, un hombre
vestido de blanco caminaba por un desierto. Miraba alrededor suyo y no sabía
dónde estaba. Se había perdido. Se echaba en la arena y se abandonaba. No tenía
voluntad. La muerte se aproximaba. El llamaba a dios, pero no venía. En ese
momento se despertaba, aterrorizado.
Comprendió que necesitaba acercarse a dios para no
estar solo, como el personaje del sueño, en el momento de su muerte, y darle
sentido a su vida. Era un hombre viejo, había conocido el amor, el erotismo, la
decadencia. Había conocido el poder que daba el dinero. Había comprado todo lo
que había querido: cosas, personas. Pero ahora, que se iba acercando la etapa
final de su existencia, estaba solo. Se dijo que era un cobarde, que después de
haber gozado de la vida sentía miedo. Necesitaba a dios. Se preguntó qué era
dios, y respondió que una espiritualidad más grande. La poesía no le alcanzaba.
Necesitaba orar, meditar, necesitaba una guía espiritual.
Habló con su médico. Le dijo que estaba mejor, se
sentía bien viviendo en la clínica. Ya no necesitaba salir a la calle. Ese
cuarto lo protegía. Pero deseaba cambiar
a un sitio en que tuviera guía espiritual.
Empezó a investigar las posibilidades de ir a vivir a
un convento. Averiguó sobre las diferentes órdenes de Buenos Aires. Había un
convento de dominicos en Capital que parecía ideal para él. Fue a hablar con el
director del convento. Era un sitio muy agradable. Vio las celdas. No permitían
teléfonos ni computadoras, pero era posible llevar libros y escribir. Para
convencerlo de su sinceridad le enseñó al director su poesía. Era una poesía
mística, que clamaba por la presencia de dios. El padre quedó conmovido al
leerla. Le dijo que iba a pedir permiso al jefe de la orden para que pudiera
vivir un tiempo con ellos, aún siendo laico. Lo presentó a la comunidad de
hermanos. El le dijo al director que era un hombre rico, y no quería ser una
carga para el convento. Iba a contribuir generosamente con la institución.
Estaba pensando donar una parte de su fortuna a la orden. Los ojos se le
iluminaron al hermano, pero le dijo que el dinero no era todo en la vida. Que
la verdad estaba en dios. Juan Carlos le dijo que estaba de acuerdo. El también
había llegado a esa conclusión y por eso estaba ahí.
Juan Carlos se fue a vivir al convento. Se acomodó en
una celda. Llevó con él una buena cantidad de libros y sus cuadernos. Estaba
dispuesto a buscar algo que le faltaba. El secreto estaba en el corazón del
hombre, se repitió. El corazón del hombre era tierra de nadie, no tenía dueño.
El quería conquistarse. Descubrir a la divinidad en él y en el mundo. Se dio
cuenta que había encontrado un lugar para él y allí podría ser feliz.
Los chicos
pobres
El pintor del Dock Sud
Carlitos Ballestrini vivía en un conventillo de Espejo
y Las Heras, en el Dock Sud. Iba a la escuela primaria “Jacobo Thomson”, en
Valle y Montaña. Por las tardes, después de las clases, salía a pasear por la
isla Maciel. Bordeaba el Riachuelo por Carlos Pellegrini. Le llamaban la
atención los galpones y las fábricas. Se detenía a admirar el viejo puente
transbordador, con sus líneas finas y estilizadas, que se levantaba junto al
puente Avellaneda, más moderno y pesado.
Cuando tenía unas monedas cruzaba a La Boca en el bote que salía de
abajo del puente abandonado. A los doce años, por curiosidad, entró en el museo
de Quinquela Martín. Vio los grandes cuadros del maestro: los barcos anclados
en el antiguo puerto, el buque incendiado, los estibadores cruzando por los
angostos puentes con las bolsas al hombro, el flujo espejeante de las aguas
contra el fondo humeante de las fábricas de la Isla Maciel. Esa experiencia
cambió su idea sobre la realidad. Había pensado que vivía en un mundo fijo,
limitado, una especie de cárcel sin salida, y al ver los cuadros de Quinquela
entendió que el mundo era móvil, huidizo, cambiante. Tuvo de improviso la
intuición del tiempo, que hace, deshace y transforma los objetos, forma y
quiebra los colores, difumina a los sujetos en el paisaje, libera al yo y lo
deslíe en la obra de arte. Sintió que era posible vivir dentro de un espacio
imaginario que se renueva constantemente. Comprendió que iba a ser artista. La
realidad se sostenía en el espacio por sus cuatro costados como se sostiene en
el cielo un buque que vuela, y él podría cambiarla a gusto, con la habilidad de
un prestidigitador.
Regresó al conventillo. Su mamá
guardaba una resma de papel en un cajón. Sacó varias hojas y se sentó a la mesa.
Tomó un lápiz y dejó que su mano se deslizara por el papel, en un brote súbito
de inspiración. Dibujó formas, líneas, sintió el placer de ver aparecer ante
sus ojos lo que había vislumbrado antes en su imaginación. Había encontrado
algo nuevo que explorar. Le gustaba aprender. Al rato se levantó y guardó todo.
Su madre, Mariela, llegaría pronto.
Mariela era joven, tenía sólo
treinta años. El padre de Carlitos los había abandonado hacía dos años.
Trabajaba como obrera en una fábrica de plástico. Su novio era Cabo en la
Prefectura. Su hijo lo llamaba el “marinero”. A veces el novio se quedaba a
dormir con ellos en el conventillo. La pieza era grande y tenía los muebles
indispensables: una cama matrimonial para la madre y una cama de una plaza para
Carlitos, una mesa grande rectangular en la que comían y en la que el hijo
hacía las tareas de la escuela, un armario donde la madre ponía las bolsas y
latas de comida y su hijo sus libros y cuadernos, un ropero donde guardaban la
ropa que tenían y los diarios viejos que Carlitos coleccionaba.
Juan Carlos, el marinero, era
simpático y le compraba caramelos y chocolatines para ganárselo. Al chico no le
gustaba que se quedara de noche, porque hacían el amor. Le molestaban los
ruidos del elástico, y los resuellos que no podían contener y no lo dejaban
dormir. También la situación lo excitaba, y muchas veces se masturbaba mientras
ellos tenían sexo. Al otro día sentía vergüenza y no se animaba a mirar a su
madre a los ojos. Sus dibujos
se fueron acumulando en una carpeta de la escuela. Dibujaba escenas del
conventillo, retratos de sus vecinos, escenas de la costa del Riachuelo, el
perfil de La Boca visto desde el Doque, el puente transbordador. Su mamá le
preguntó que por qué dibujaba tanto, y él le dijo que se proponía vender sus
dibujos en la Vuelta de Rocha, en el mercado de artesanías, muy pronto. A la
mamá no le pareció mala idea, aunque dudó que alguien fuera a comprárselos. Ese
fin de semana Carlitos seleccionó treinta dibujos, los puso en su carpeta,
cruzó el Riachuelo en el bote y se fue a Caminito. No bien llegó y trató de
exhibir sus dibujos, se le acercó un señor como de treinta años y le dijo que
los puestos estaban todos ocupados, que no se hiciera el vivo. Allí no podía
vender. Si no se las tomaba, la iba a ligar. Carlitos no le tenía miedo a las
palizas. En el Doque, los chicos le habían pegado muchas veces porque a él no
le gustaba jugar al fútbol, y los vecinos del conventillo le pegaban cuando lo
veían distraído, o lo encontraban haciendo sus tareas de la escuela. Les daba
rabia que estudiara, decían que se creía mejor que los demás. Pero en esos
momentos necesitaba encontrar un lugar para vender sus dibujos, y si allí no se
podía, no se podía.
Recorrió la Vuelta de Rocha. Había puestos de música, de ropa, de
comida, de artesanías de La Boca, de cuadros. Los vendedores armaban sus
tablones y ponían sus carteles para atraer a los visitantes y turistas que
pululaban en la zona. No se animó. Se dio cuenta que en cuanto exhibiera sus
dibujos lo vendrían a sacar. Finalmente se metió en un mercado de alimentos que
funcionaba dentro de un galpón, en Pedro de Mendoza. Había verdulería,
carnicería, almacén. Se sentó en un costado del almacén, y cuando llegaba un
cliente, el abría su carpeta y le mostraba un dibujo. Al final de la tarde
había vendido tres transbordadores y dos perfiles de La Boca vista desde el
Doque, y había ganado quince pesos. El almacenero, además, le tuvo lástima, le
preguntó si tenía hambre, y le preparó un sánguche de queso y dulce, y le dio
una lata de Coca Cola. El dibujo que más llamó la atención fue el perfil de La
Boca desde el Dock Sud. Los boquenses raramente cruzaban al Dock, y no se veían
a sí mismos. Su dibujo proveía una perspectiva sorprendente. También gustó
mucho su dibujo del edificio donde había vivido y trabajado el pintor Quinquela
Martín. Era museo y escuela. Parecía un barco. Los clientes del mercado no
habían observado con detenimiento su forma, que su dibujo revelaba.
Durante la semana fue con su carpeta
de dibujo a la costa del Riachuelo, en el Dock, y se puso a dibujar La Boca.
Observó con cuidado los desniveles y colores. Imitando a Quinquela, empezó a
dividir volúmenes y a inclinarlos en el plano. Ese fin de semana cruzó con el
bote y regresó al mercado. Vendió diez perfiles de La Boca y ganó cuarenta
pesos. Y más importante, un señor se puso a mirar sus dibujos y a hablar con
él. Le dijo que era pintor y daba clases. Le aseguró que tenía talento, pero le
faltaba aprender mucho. Lo invitó a que fuera a su taller, a conocer. El le
explicó que no tenía dinero para tomar clases. El hombre, Verónico del Bosque,
le dijo que le pagaría cuando lo tuviera.
De ahí en más, todos los martes y jueves por
la tarde, después de la escuela, cruzaba a La Boca e iba a estudiar con el
maestro, que vivía en una casa vieja en Suárez y Martín Rodríguez, donde
alquilaba dos cuartos, uno de vivienda y el otro para su taller y escuela.
Pronto Carlitos se transformó en su
estudiante preferido. El maestro le propuso que se cambiara el nombre, o que se
buscara un nombre artístico de pintor, porque el nombre de Carlitos en Buenos
Aires ya tenía dueño. Si uno decía Carlitos pensaba en Gardel. Era como la
camiseta del 10. Al final eligió llamarse Martín, en homenaje a Quinquela.
También modificó su apellido: en lugar de Ballestrini, Balestra, más criollo.
La Boca había tenido demasiados pintores italianos, hacían falta pintores
criollos. Los mayoría de los italianos, por otro lado, se habían ido de La Boca
y del Dock, vivían todos en Palermo. La Boca y el Dock eran tierra de cabecitas
negras del interior, bolivianos, paraguayos y chinos. Había una nueva Boca y un
nuevo Dock.
Pasaron dos años y Martín evolucionó
muchísimo en su arte. Verónico le daba, además de dibujo, clases de pintura. Le
compró una caja de acuarelas. Martín manejaba el color con gran talento.
Decidieron un día a la semana ir a pintar a la cancha de Boca. Retrataban el
exterior de la Bombonera, desde diversos ángulos. Los fines de semana Martín
volvía al mercado a vender sus dibujos. Cuando había partido de fútbol, vendía
sus acuarelas de la Bombonera. Un día un turista norteamericano le dio diez
dólares por una acuarela. Se sintió rico y afortunado.
Mariela, su madre, estaba orgullosa
de su hijo Carlitos (no aceptó llamarle Martín). El marinero, que era casado,
había dejado a su mujer y se había ido a vivir con ella. Carlitos los domingos
le daba a su madre casi todo el dinero que ganaba. Sólo guardaba para él una
parte, para cruzar a La Boca, comprar los útiles de dibujo y su merienda.
Cuando cumplió quince años la madre le dijo que iba a tener un hermanito.
Martín ya había pensado en dejar la escuela. Estaba en noveno grado del EGB, y
le parecía que aprendía poco. Su verdadera escuela eran las clases de Verónico,
el pintor. Habló con su maestro, quien le propuso irse a vivir a su
inquilinato. En ese momento tenían un cuarto desocupado. Le dijo que le
prestaría el dinero para el alquiler, y que le pagaría con los dibujos que
vendía en el mercado (su puesto allí ya era oficial, le decían “el pintor del mercado”). Además,
podía ayudarlo a dar clases de dibujo a los chicos que empezaban. Martín era un
muy buen dibujante. Su uso del color aún no era perfecto, pero había progresado
muchísimo. Aceptó. Su madre aprobó su decisión, ella también quería hacer
cambios en su vida. Su hijo estaría bien en Capital, y para visitarlo no tenía
más que cruzar el Riachuelo.
Martín agregó a su repertorio
escenas del mercado donde vendía sus trabajos. Dibujaba y pintaba acuarelas de
La Boca, la Bombonera y el mercado. Luego tuvo una idea interesante. Empezó a
pintar temas del Dock Sud: las calles del interior, los conventillos de chapa,
la salida al Puente Avellaneda, las torres del Polo Petroquímico. Incluyó
escenas cotidianas de Villa Inflamable, la villa miseria que estaba al lado de
los depósitos de combustible. Martín había caminado por las calles del Dock
mucho tiempo, pero en ese entonces ya vivía en La Boca, y no fue a pintar a la
calle, como hacía antes. Pintaba en su cuarto, de memoria. Las imágenes se
fueron deformando y estilizando. Sus interpretaciones tenían aspectos oníricos.
No dominaba aún bien el olio y el acrílico. Prefería la acuarela. Trabajaba con
pinceles muy finos y colores que él mismo preparaba. Muchas veces terminaba los
cuadros superponiendo figuras humanas, verdaderas miniaturas, dibujadas con un
plumín y tinta china, sobre los volúmenes de color. Estaba buscando su propio
lenguaje, su estilo.
Su maestro tenía en su estudio una
enciclopedia ilustrada de la pintura universal, que había salido en fascículos
que vendían en los quioscos, y él había hecho encuadernar. Abarcaba diez tomos.
Martín pasaba mucho tiempo mirando las reproducciones de obras famosas y
leyendo las explicaciones. También su maestro le hablaba mucho sobre la pintura
y el arte en general. Se había formado en Rosario con Antonio Berni. Una vez lo
llevó al Malba a ver una retrospectiva de Berni que lo fascinó. Martín, a pesar
de su juventud (no era más que un adolescente), tenía gran sensibilidad social.
Le dolía sobre todo la pobreza, en la que había nacido, y veía siempre
alrededor suyo.
Cuando él tenía dieciséis años, su maestro alquiló un cuarto en un
conventillo reciclado cerca de Caminito para hacer una exposición con sus
mejores estudiantes y discípulos. Participaron tres jóvenes. Martín colgó diez
de sus acuarelas. Dio la casualidad que al segundo día de la muestra fue a
Caminito el crítico de arte de Clarín,
Eduardo Carlucci. La Fundación Proa había inaugurado una exposición y la fue a
cubrir. Cuando terminó, salió a dar una vuelta por el barrio, siempre lleno de
visitantes y turistas, y entró de casualidad en el conventillo reciclado, muy
llamativo y colorido, donde Verónico tenía su exhibición.
Al ver los cuadros de Martín, no pudo evitar una exclamación de
admiración. Se detuvo sobre todo en “Villa inflamable”. En el centro del
cuadro, en primer plano, se veía el rostro de un niño de diez años con grandes
ojos negros (era el rostro de Martín, que había pintado su autorretrato). Tras
el niño, en el fondo, se veían varias casillas de la villa. En el centro de los
ojos, en tinta china, Martín había dibujado una miniatura. Era una pareja de
turistas norteamericanos que miraban el cuadro. El espectador insolente se
reflejaba en los ojos desesperados del niño. Al otro día sacó una nota especial
en Clarín sobre el cuadro, al que
había fotografiado. La tituló: “Un artista del hambre”.
Martín tenía sólo dieciséis años. Su carrera como pintor prometía. Era
un buen comienzo. Durante el resto del año, por consejo de Verónico, se dedicó
a pintar para organizar su primera muestra personal. El periodista de arte de Clarín, Eduardo Carlucci, volvió a
visitarlo. Habló un rato con él, le preguntó sobre su vida, su formación. No
parecía respetar a su maestro Verónico. Le aconsejó que tratara de ingresar en
una escuela de arte de la ciudad, la más apropiada para su nivel sería la
Escuela Superior de Bellas Artes, necesitaba formarse. Si presentaba un buen
portafolio podía entrar. El estaba dispuesto a escribirle una carta de
recomendación.
Se lo contó a su maestro, que le dijo que ese crítico era un envidioso y
un mal tipo, lo único que le interesaba era el dinero. Estaría buscando
encontrar un pintor nuevo para representarlo y ganar plata. Así era el mundo de
la crítica y los marchand, una porquería.
Martín fue a visitar a su madre. Había tenido una nena. Le llevó un
cuadro suyo enmarcado. Le dijo que lo guardara, que un día iba a tener mucho
valor y le daría buen dinero. Tenía grandes planes. Pensó que no era mala la
idea de entrar a estudiar en la Escuela de Arte, le gustaba aprender y lo
necesitaba.
Pero el destino tenía sus propios planes. A fin de año Verónico del
Bosque se sintió mal y en enero estaba internado en el Argerich. Le encontraron
un tumor en el cerebro. Tenía cincuenta y seis años y era como un padre para
Martín. Tres meses después había fallecido. Martín pensó que ese desenlace
trágico no iba a impactar en su arte, pero se equivocó.
Martín tenía un gran talento natural, pero era un chico emocionalmente
carenciado. Se había criado en el Dock, había tenido una relación muy
superficial con su padre, que casi nunca estaba en su casa (después que se fue
supieron que tenía otra mujer). El abandono fue duro para su madre. Martín
creció en las calles del Dock y de La Boca. El dibujo y la pintura lo habían
salvado. Verónico había sido su padre espiritual y quien lo cuidó y lo guio en
el mundo del arte. Sintió un gran vacío y entró en un ciclo depresivo. No pudo
salir. La depresión se agravó. La dueña del inquilinato donde vivía fue a
verlo: no había pagado la renta. Martín se disculpó y le ofreció un cuadro
suyo. La dueña lo rechazó: le dijo que no tenía valor, y que pagara o se fuera.
Durante ese mes logró que su madre le prestara dinero para pagar el alquiler.
Cuando a principios del mes siguiente fueron a cobrarle otra vez lo encontraron
tirado en el piso. Tenía muy mal olor, hacía muchos días que no se bañaba. A su
alrededor se amontonaban los desperdicios.
Contra la pared, arrinconados, había una gran cantidad de dibujos y de
acuarelas. Había pintado también varios cuadros con acrílico, en colores muy
fuertes. Se había pasado todo el mes trabajando sin parar. Los cuadros
mostraban paisajes expresionistas de La Boca y el Dock. Su paleta de colores
parecía salida de los cuadros de Quinquela Martín. En el más grande de ellos
había pintado una versión del cuadro “Sin pan y sin trabajo” de Ernesto de la
Cárcova, superpuesta a una imagen de las calles del Dock Sud vistas desde
arriba. Era un cuadro originalísimo, posmoderno, una síntesis nueva. Lo tituló
“Nuestra miseria”.
Otros cuadros mostraban imágenes desgarradas de figuras que se sostenían
en el aire, o fugaban en el espacio, e imágenes grotescas de seres sufrientes:
el Riachuelo y el Puente Transbordador volando sobre el Obelisco, con un hombre
(que era él) colgando, encadenado al puente; Cristo volando en su cruz cabeza
abajo sobre el estadio de Boca, mientras en el campo de juego, le arrancaban el
corazón con un cuchillo a un jugador; una niña de cinco años, en una
carnicería, esperando turno para ser sacrificada, ante la mirada anhelante de
una señora rica, que aguardaba su parte. El horror y la soledad se fundían con
la marginación y el hambre. El último cuadro que llamaba la atención era sobre
Villa Inflamable. Había superpuesto la escena de unas casillas de la villa a
una visión aérea de la Villa 31 de Retiro, que hacía de fondo de la
composición. En el centro del cuadro,
sobre la Villa Inflamable, un ojo, rasgado por una navaja.
La dueña de la pensión no sabía qué hacer. Martín tenía la mirada
perdida y no respondía cuando le hablaban. Encontraron en una libreta un número
de teléfono, pensaron que era de un familiar, llamaron. Era el crítico de arte
de Clarín. Fue de inmediato. Dijo que
no se hicieran problemas, que él se haría cargo de todo. Le pagó el mes de
alquiler a la señora y se puso a limpiar el cuarto. Lo acostó en la cama. Salió
y al rato regresó con varios papeles. Tenía un contrato en que decía que Carlos
Ballestrini, alias Martín Balestra, lo nombraba su único representante, y le
cedía la totalidad de los derechos de sus obras. El pintor percibiría a cambio
el diez por ciento del total de las ventas. Le hizo escribir su nombre y firmar
como pudo. Después llamó a la unidad psiquiátrica del Argerich y explicó la
situación. Al rato llegó una ambulancia y se lo llevaron para internarlo. El
crítico se quedó en la pieza organizando toda la obra. En el cuarto de al lado,
que había sido el taller de Verónico, encontró varios cientos de dibujos y
pinturas de Martín. Al otro día hizo venir una combi y se llevó todos los
dibujos y pinturas que encontró. Lo único que quedó en el cuarto era la ropa
vieja de Martín.
La unidad psiquiátrica del Argerich evaluó cuidadosamente el caso.
Martín acababa de cumplir diecisiete años. Había tenido un ataque de
esquizofrenia que evolucionó en un brote psicótico. Lo derivaron al Borda para
que continuaran los estudios. Al tiempo emitieron su evaluación. Martín era
irrecuperable. Mantenía su mirada perdida y se pasaba todo el día sentado, sin
moverse. Había enloquecido. Lo dejaron internado en el Borda, con la intención
de pasarlo después a un asilo para enfermos mentales, donde podría residir de
forma permanente.
El crítico, Eduardo Carlucci, organizó una muestra de la pintura de
Martín en el Centro Cultural Recoleta, con el título “Un artista del hambre”.
La exposición fue un éxito y lo trágico de la historia del pintor adolescente
fue un aliciente para la crítica. Hablaron de la influencia de Antonio Berni,
Quinquela Martín y del expresionista irlandés Francis Bacon. Carlucci hizo que
un tasador profesional evaluara los cuadros. Consideró que el precio inicial
promedio para una subasta pública debía ser de diez mil dólares por cuadro.
Entusiasmado, Carlucci convenció a las autoridades del MALBA a que hicieran una
retrospectiva, con la promesa de regalarle un cuadro al Museo. El Gobierno de
la Ciudad apoyó la muestra. Todos los diarios se deshicieron en críticas
elogiosas. Más de cien mil persona visitaron la exposición durante los quince
días que duró.
Carlucci preparó una subasta de tres de sus cuadros en un remate de la
Galería Arroyo. Incluyó entre los tres a “Nuestra miseria”. Los concurrentes se
mostraron entusiasmados. El precio de base de cada cuadro fue de diez mil
dólares. El primero de los cuadros fue vendido en setenta mil dólares. El
segundo en cincuenta mil. Dejaron “Nuestra miseria” para el final. A los cinco
minutos de comenzar el remate el precio había subido a cien mil. Carlucci no
podía de contento. Al concluir el remate el cuadro había alcanzado los
trescientos cincuenta mil dólares. Lo adquirió un marchand local, comisionado
por el Museo de Arte Moderno de New York, donde pasaría a integrar su colección
permanente.
Carlucci dejó su trabajo en el diario y se estableció como marchand y
representante exclusivo de la obra de Martín. Lo trágico de su destino y la
imposibilidad de que siguiera pintando creo toda una mística sobre el pintor
del Dock Sud. El gobierno peronista lo nombró el “Artista social” del año y la
Casa Rosada adquirió uno de los cuadros de Villa Inflamable para su colección
de pintura. Ese año aparecieron numerosos artículos sobre su obra en revistas
especializadas.
Carlucci se presentó en el Dock a la casa de la madre de Martín y le
dijo que su hijo había dejado una
pequeña fortuna. Dado su estado mental la madre era la curadora. Le
correspondía la administración del diez por ciento que se recaudaba por la venta
de sus cuadros. Un año después Mariela pudo mudarse a un departamento grande
que compró en Avellaneda.
Un día fueron juntos con Carlucci a visitar a Martín (o Carlitos) al
asilo donde residía. Lo encontraron sentado en un banco, en el parque, mirando
el cielo. No los reconoció. La madre se puso a llorar, pero al mismo tiempo le
agradeció a Dios por la buena fortuna que tenía en la venta de los cuadros.
Carlucci los fotografió y el fin de semana salió un artículo suyo con la
fotografía en la Revista Cultural de Clarín.
Martín Balestra había entrado por la puerta grande de la historia de la pintura
en Argentina. El pintor del Dock Sud había sido capaz de comunicar de una
manera original y única en su arte el horror de la miseria, del abandono y de
la soledad de los pobres en la ciudad moderna.
Los
chicos de La Boca
Carlos Delfiore era empleado de una distribuidora de
galletitas que estaba en calle Necochea, en La Boca. Había vivido en el barrio
toda su vida. Se había casado con Olga Juárez en la iglesia de San Juan
Evangelista, en calle Olavarría, en 1963. Tenían dos hijos, un varón y una
mujer. El año en que ocurrió esta historia, 1998, Don Carlos, como todos lo
llamaban, ya era un hombre mayor. Había cumplido sesenta años y esperaba
jubilarse al cumplir los sesenta y cinco. Vivía con su mujer en un conventillo
en Pinzón y Necochea, cerca de su trabajo.
Don Carlos operaba el montacargas.
Iba y venía cargando las paletas de madera llenas de cajas de galletitas con la
horquilla metálica. Recorría todo el galpón acarreando cajas varias horas al
día. Las bajaba de los camiones y las apilaba en el depósito. Las cajas eran
después cargadas en furgonetas o pick ups que las distribuían en almacenes y
supermercados de la ciudad. Sus principales proveedores eran Canale y
Terrabusi.
Ese domingo de fines de febrero
comieron muy ligero a mediodía. La noche anterior habían ido a la casa de su
hija y la cena había sido abundante. Su esposa le había prometido preparar un
estofado con tuco para la cena, así que reservaba su apetito para la noche. En
el conventillo tenía fama de buena cocinera y los pibes de las familias vecinas
siempre querían meter el pan en su olla para probar las salsas. Ella se
quejaba, porque tenían las manos sucias.
El barrio estaba tranquilo, no había
partido de fútbol. Cuando había partido, La Boca se llenaba de gente. En las
esquinas aparecían las parrillas improvisadas vendiendo choripanes y los
trapitos hacían subir los autos a los terrenos baldíos y a las plazoletas.
Su patrona lo mandó al súper de la
calle Olavarría, que estaba abierto los domingos, a comprar una lata de tomates
perita pelados, cebolla y queso rallado. Aunque no le gustaba demasiado hacer
mandados los domingos, su día de descanso, no dijo nada. Imaginaba lo rico que
iba a estar el estofado con tallarines esa noche. Se llevó la mochila y salió
caminando por Necochea. Llegó a Brandsen y dobló hacia Almirante Brown.
Don Carlos le tenía cariño a su barrio, aunque reconocía sus problemas.
Las calles estaban sucias, la gente tiraba basura en las veredas, había muchos
perros sueltos que hacían de las suyas y los vecinos ya no eran los de antes.
Aumentaron los robos, la inseguridad. Había desocupación y desempleo, y en
Pedro de Mendoza se había instalado una villa miseria. Pero para él era su
barrio, sería por su sangre italiana. Sus padres habían llegado allí a fines de
la década del veinte. Como dice el tango, él había crecido en un conventillo de
la calle Olavarría.
Muchos de sus amigos de la infancia
y conocidos del barrio se habían ido de La Boca, pero él quería seguir viviendo
allí. El conventillo era para él su casa. Se conocían todos, vivían siete
familias. Ya no quedaban demasiados conventillos en el barrio. Los pobres
preferían irse a vivir a las villas, donde no pagaban luz. Las villas les resultaban
más seguras que los barrios pobres, la
policía no se metía en las villas. En La Boca la policía era brava y los
vecinos le temían.
Quedaban pocos italianos o hijos de italianos viviendo en La Boca. Los
había reemplazado la gente del interior: tucumanos, santiagueños, jujeños, y
los nuevos inmigrantes: paraguayos, peruanos, bolivianos y chinos. Los chinos
eran los dueños de todos los mercaditos nuevos. Les ponían grandes puertas de
rejas para evitar los robos, pero los ladrones, así y todo, se las ingeniaban.
Don Carlos se fue caminando por
Brandsen y cruzó la Avenida Almirante Brown. Como era goloso se tentó, y enfiló
a la panadería de Brandsen y Martín Rodríguez para comprarse unas facturas.
Eran su debilidad. Escogió tres medialunas de grasa y tres facturas de crema
pastelera. Sacó una medialuna y una de crema del paquete y guardó el resto en
su mochila para el mate de la merienda. Estaba de buen humor. Siguió caminando
por Brandsen con una factura en cada mano. Le daba un mordisco a cada una
alternativamente y disfrutaba de la generosidad de Dios, que había inventado
las facturas.
Pensó que no necesitaba ir
directamente al mercadito, era temprano, su mujer no empezaría a cocinar hasta
más tarde. Tenía tiempo, podía caminar por el barrio, el día estaba lindo.
Decidió pasar por la Bombonera, su club. Boca Juniors era la institución más
importante de La Boca. Su cancha, más que una cancha, era, para los futboleros
como él, una catedral. Llegó a la cancha, pasó frente a la puerta de entrada de
la sede y dobló hacia la derecha. Corrían cerca las vías semiabandonadas del
ferrocarril de carga y se abrían los campitos y potreros donde los muchachos
del barrio jugaban al fútbol.
Allí hacían sus picaditos los pibes y los no tan pibes. Corrían,
pateaban, discutían: las interminables disputas del fútbol jamás llegaban a un
acuerdo. Esa tarde, como a doscientos metros, Don Carlos vio que estaban
jugando un picado. Mucho más cerca, como a cincuenta metros, vio a dos pibes de
unos doce años que parecían buscar algo en el pasto. Pensó que se les habría
caído alguna moneda. Hablaban y gesticulaban. Don Carlos, curioso, se acercó y
les preguntó qué ocurría. Los chicos le pidieron ayuda. Dijeron que se les
había caído una pelota en un pozo. Don Carlos se preguntó de qué pozo hablarían.
Miró hacia donde estaban parados y entonces lo vio. Era un orificio como de
cincuenta centímetros de diámetro abierto en la tierra. Un hundimiento, el
terreno había cedido.
Uno de los chicos quería meterse para agarrar la pelota. Don Carlos le
dijo que no lo hiciera, podía haber agua, y después… ¿cómo iba a salir? El
chico le explicó que no podía perder la pelota, era una de cuero que le había
regalado su padrino para el día de Reyes. Además, si la perdía su mamá lo
mataba. Y los pibes de su cuadra iban a pensar que se la habían robado, y que
era un maricón. El viejo se acercó al borde del pozo y miró hacia adentro. No
se veía el fondo, pero se notaba que era profundo. Los dos chicos lo agarraron
de los brazos como para sostenerlo.
- ¿Ud. ve
algo, diga? - le preguntó uno de ellos.
No había
terminado de preguntar cuando el borde del pozo cedió y los tres cayeron
revueltos en la tierra y el polvo por varios metros.
Cuando por fin tocaron fondo Don Carlos empezó a palparse el cuerpo.
Tenía miedo de haberse lastimado. Pero no sentía ningún dolor fuerte. Había
caído de espalda y la mochila le amortiguó el golpe. Les preguntó a los pibes
si estaban bien. Le respondieron que creían que sí. Don Carlos miró hacia
arriba, era difícil saber cuántos metros habían caído. Le costaba moverse, a su
alrededor la tierra estaba floja y se hundía. Llegaba poca luz de afuera. No
podía ver bien. Bajo su espalda tocó algo duro, parecían ladrillos sueltos.
Empezó a desembarazarse de la tierra que lo cubría. Los chicos hicieron lo
mismo. Al fin se pusieron de pie.
Estaban dentro de lo que parecía ser un túnel. Seguramente el techo
estaba agrietado y se había abierto. Se produjo un derrumbe y ellos cayeron.
Don Carlos inspeccionó el recinto, alejándose de la zona del derrumbe. Los
chicos lo siguieron. Las paredes del túnel eran de ladrillo. Vieron que era
bastante largo y al fondo había una luz. Era un foco eléctrico. Ese túnel
estaba activo. Había humedad, corrían hilos de agua por el suelo y se sentía
mal olor. A un costado vieron un gato muerto. Caminaron en dirección a la luz.
El túnel terminaba en una pared. Miraron en dirección opuesta: la zona
del derrumbe parecía ser el otro límite del túnel. A Don Carlos le pareció todo
muy misterioso: era un túnel bien construido y tenía luz. En el muro del fondo
vieron una escalera de hierro adosada a la pared. Los chicos no decían mucho,
se veía que tenían miedo. Esperaban que Don Carlos propusiera algo. Les señaló
en el techo, por encima de la escalera, una puerta trampa.
-Podemos
subir y abrirla - dijo uno de ellos.
Parecía
una salida. No sabían con que podían encontrarse. Antes de intentar abrir la
trampa Don Carlos dijo que valía la pena tratar de avisar a los de afuera que
se habían caído al pozo. Probar a ver si alguien los escuchaba. Al menos que
supieran que había gente ahí abajo. Volvieron al área del derrumbe. Se pusieron
todos a gritar y a pedir ayuda. Nadie respondió. Se filtraba muy poca luz desde
el exterior.
Regresaron hacia donde estaba la escalera de hierro. Don Carlos dudó si
subir él o mandar a alguno de los pibes. ¿Qué habría arriba? ¿Adónde daría el
túnel? Era una construcción antigua, de muchos años atrás. Finalmente le pidió
a uno de los chicos, Rodrigo, que parecía ser el más ágil (el otro era bastante
gordito) que subiera y tratara de abrir la trampa. El pibe le hizo caso. Trepó
por la escalera de hierro y corrió el pasador de la puerta, que se abrió sin
dificultad. Don Carlos y el gordito Víctor le preguntaron qué se veía. Dijo que
parecían las gradas del estadio de Boca, vistas desde abajo.
Don Carlos y Víctor subieron y los tres se metieron en el recinto. Había
bastante luz natural. Se filtraba por unas aberturas muy angostas, alargadas,
que había en la parte superior de los muros. Era un sitio grande. El techo de
gradas invertidas descendía lentamente hasta tocar el suelo. Tenía el ancho de
la tribuna. Caminaron a lo largo de las tres paredes rectas a ver si descubrían
una puerta para salir al exterior. Nada. La luz que se filtraba por las
aberturas del muro, que daba seguro a la calle, fue disminuyendo de intensidad.
Estaba atardeciendo. No sabían cuánto tiempo había pasado desde el derrumbe,
ninguno de los tres tenía reloj. En esa época no anochecía hasta después de las
ocho de la noche. El piso tenía que estar al nivel de la calle. Se pusieron a
gritar y a pedir ayuda. Nadie pareció escucharlos. Ellos tampoco podían oír
ruidos de afuera. El grosor de los muros y el ancho mínimo de las aberturas
verticales los aislaba del exterior.
Don Carlos volvió al observar el sitio en donde estaban. Debía tener
unos 15 metros de ancho por 20 de largo. Le extrañó que no lo usaran como
depósito o para alguna actividad deportiva. No tenía ninguna puerta visible al
exterior. Pensó que allí se podía hacer una buena cancha para practicar
básquetbol. Quizá el club no estuviera al tanto de la existencia de ese espacio
o prefiriera no utilizarlo por alguna razón. Iban a tener que pasar la noche
allí. Don Carlos pensó en su mujer, que lo estaría buscando. Los chicos dijeron
que sus mamás estarían preocupadas. Estaba cada vez más oscuro.
El gordito Víctor dijo que tenía hambre. Don Carlos se acordó de las
facturas. Las sacó de la mochila. Estaban aplastadas. Le dio una medialuna de
grasa a Rodrigo, una de crema pastelera a Víctor y se comió la otra. Luego
repartió la medialuna que quedaba entre los tres. Comieron con ganas. No tenían
nada para beber. Don Carlos pensó, al ver la mochila vacía, que no había hecho la compra. Imaginó lo asustada
que estaría Olga, él nunca pasaba tanto tiempo fuera sin avisarle dónde se
encontraba. Lo estaría esperando en la puerta del conventillo. ¿Habría
preparado la salsa para el tuco? Quizá alguna vecina le hubiera prestado una
lata de tomate. Se tanteó el bolsillo derecho del pantalón. Allí tenía el
dinero que le había dado su mujer para ir al mercado. En esos momentos, pensó,
el dinero le servía de muy poco.
Víctor dijo que su mamá debía estar esperándolo para comer. El siempre
regresaba a la hora de la cena. Hacía un poco de frío. Rodrigo se quejó. El
piso era de cemento y estaba húmedo. Parecía que estaban metidos dentro de una
tumba. Don Carlos se dijo que a lo mejor todo eso estaba ocurriendo dentro de
una pesadilla y en la realidad estaban muertos. La única salida de ese sitio
parecía ser la puerta-trampa que daba al túnel. Lo mejor sería volver allí a
ver si encontraban alguna manera de escapar. Don Carlos tanteó en la oscuridad
hasta que tocó la puerta-trampa en el piso. La abrió. Vio que abajo estaba
totalmente oscuro. El foco de luz no estaba encendido. Se había quemado o lo
habían apagado. Cerró la puerta-trampa. No tenían más remedio que pasar allí la
noche. Se tendieron en el suelo frío y se acurrucaron. Se apretaron unos contra
otros para darse calor. Había bajado la temperatura. Temblaban un poco. Don
Carlos les preguntó donde vivían. Le dijeron que en la villa nueva de Pedro de
Mendoza, cerca de la plaza Solís. Era una villa miseria en formación. Habían
ocupado casas abandonadas y algunos terrenos baldíos. Don Carlos les contó que
él vivía en un conventillo de Pinzón y Necochea. Se quejó. Su mujer no tenía
trabajo. Sus hijos eran grandes y estaban casados. No les hacían caso. Les
costaba sobrevivir. Al fin consiguieron dormitar y después de un rato se
durmieron.
Varias horas más tarde un fuerte ruido metálico los despertó. En el
techo apareció un haz de luz. Tenía que ser una linterna. Seguramente había,
oculta en las gradas del estadio, una puerta trampa que daba al recinto donde
estaban ellos, y no la habían visto. Escucharon voces. El haz de luz iluminaba
el centro del lugar, como buscando algo. Se quedaron quietos, no sabían quiénes
podían ser. Víctor iba a hablar y Don Carlos le tapó la boca. El techo era muy
alto, nadie podía bajar de allí, a menos que introdujera una escalera, o se
descolgara en una cuerda. De pronto la linterna iluminó una soga que bajaba
desde la altura, con un bulto. Era como un gran bolso. Cuando tocó el piso
largaron la soga adentro del recinto. Don Carlos pensó que eran ladrones y
estaban ocultando algo. No sabía qué podía ser. Se dio cuenta del peligro.
Creían que no había nadie, y si los veían, les podía costar caro.
La puerta-trampa del techo se cerró. Todo quedó en silencio. Los chicos
estaban temblando. Pasaron varios minutos. Los ojos se fueron acostumbrando a
la oscuridad y podían distinguir los contornos de las cosas. Los tres se
levantaron y caminaron hacia la bolsa. Era pesada y parecía llena de objetos.
Don Carlos la abrió. Tocó algo frío adentro, lo tomó y lo sacó. Era una
pistola. Los chicos la palparon. Después Don Carlos sacó un objeto más grande y
pesado. Era una ametralladora. Palpó más pistolas. Buscó a ver si había dinero.
No, sólo armas. Les dijo a los chicos que se durmieran. Cuando amaneciera
verían qué hacer. Se tendieron en el suelo y se acurrucaron todos juntos otra
vez. Tenían frío. Don Carlos no podía dormir. Pensaba en su esposa. ¿Le habría
avisado a la policía? Si no lo había hecho ella, seguro que las madres de los
chicos habían ido a la comisaría. Los estarían buscando. Pero… ¿cómo podían
saber que se encontraban bajo el mismísimo estadio de Boca?
Amaneció. Don Carlos ya no podía dormir más. Se quedó pensando en todo
lo que había vivido. Después despertó a los chicos y les dijo que tenían que
salir de allí pronto, antes que los que escondieron las armas regresaran. No
tenían idea de quiénes eran ni qué podían hacerles si los veían. Víctor supuso
que podían ser los de la barra brava de Boca, que eran todos chorros. Rodrigo
dijo que los de la barra eran unos turros, unos pobres tipos, y los que bajaron
las armas tenían que ser delincuentes de más categoría, narcotraficantes, o
ladrones de autos. En la villa él tenía un vecino narco. Llevaba droga en
avioneta a Paraguay. Don Carlos dijo que los paraguayos contrabandeaban drogas
a Europa, era un secreto a voces. Rodrigo le aconsejó a Don Carlos que se
llevara algún fierro, esas armas valían mucha plata. El gordo Víctor estuvo de
acuerdo. Don Carlos le contestó que él prefería no tener armas, no quería ir
preso. Rodrigo aseguró que en la villa él podía esconder fácilmente un
revólver, y si hacía falta lo podía vender. Fue a la bolsa y agarró un 38. Dijo
que con uno era suficiente. Don Carlos le pidió que tuviera cuidado. El arma
estaba cargada.
-Si
tenemos algún problema, yo los defiendo - se jactó.
Abrieron la trampa del piso y
bajaron al túnel. Ahora la luz estaba encendida. No había nadie. Buscaron a ver
si encontraban un pasadizo o puerta disimulada en alguna de las paredes. Nada.
Se acercaron al sitio del derrumbe. Había caído tierra mezclada con hojas y
ramas sobre el agujero del techo del túnel. Casi no llegaba luz desde el
exterior.
Empezaron a gritar y dar voces a ver si alguien los escuchaba allá
afuera. Nadie respondió. El tiempo fue pasando. Tenían miedo de que llegaran
los de la banda a buscar las armas. El viejo pensaba en su mujer. Se sentía
culpable. No quería quedarse otra noche allí. Se empezaron a desesperar. Tenían
hambre y sed. Don Carlos volvió a recorrer el túnel observando y tanteando con
cuidado las paredes de ladrillo a ver si había una puerta oculta o disimulada
en el muro. Encontró tirado en un costado un palo largo. Tuvo una idea.
Introdujo el palo en el agujero del techo e hizo caer parte de la tierra y las
ramas que impedían que entrara la luz de afuera. Empezaron a percibir ruidos,
gritos, bocinas de autos. Eso los llenó de esperanzas. Se pusieron a gritar y a
pedir auxilio. Pasó un rato largo. De pronto oyeron una voz que les hablaba
desde arriba. Había alguien. Le explicaron que habían caído al pozo y no podían
salir. El hombre les gritó que aguantaran, les iba a tirar una soga. Cayó una
soga con una piedra atada a la punta. Les avisó que los iba sacar de a uno.
Tenían que poner los pies sobre la piedra y agarrarse a la soga. Primero salió
Rodrigo, después Víctor y por último el viejo, que se esperó hasta el final,
como un capitán de barco.
Los había salvado un ciruja, que pasaba con su carro por allí. Llevaba
chapas y cartones que había encontrado y recogido en las calles de La Boca. Se
detuvo un momento en el campito para que descansara su caballo y los escuchó.
Unos chicos del barrio, que estaban jugando al fútbol en el campito vecino,
vinieron a ver qué pasaba. Los vieron todos sucios y les preguntaron qué les había
ocurrido. Los tres se miraron y se dieron cuenta que no les convenía decir la
verdad. Les explicaron que se habían acercado al pozo y la tierra cedió. No
podían salir y ese señor los ayudó. Les preguntaron cuánto hacía que se habían
caído. Les respondieron que no estaban seguros cuánto tiempo había pasado,
probablemente una hora. Le dieron las gracias al ciruja y se fueron caminando
los tres juntos.
Ya pronto iba a oscurecer. Don Carlos se dio cuenta que se había dejado
la mochila abajo. Les dijo a los chicos que se iba a su casa a ver a su mujer.
Rodrigo le avisó que no se podía ir todavía y le contó la verdad. Ellos no
habían ido a los potreros realmente para jugar a la pelota. Le habían mentido.
Esa tarde habían salido a robar. Tenían que regresar a la casilla donde vivían
con plata. Eran medio hermanos y su madre les pegaba si volvían sin dinero. Se
drogaba y se ponía furiosa si no conseguía nada para tomar o inyectarse.
Andaban por los potreros y vieron el pozo. Les llamó la atención y se acercaron.
Sentían curiosidad. Cuando lo vieron a él pensaron en robarle e inventaron lo
de la pelota. Le pidieron ayuda. Lo habían tomado ya de los dos brazos para
inmovilizarlo y meterle la mano en los bolsillos y pasó lo que pasó, un
accidente. Don Carlos les dijo que tenía plata y se las daba. Lo que quería era
irse y ver a su esposa. Sacó el dinero de su bolsillo y se lo entregó a
Rodrigo.
Le dijeron que no era suficiente, necesitaban más. Antes de separarse
tenían que hacer un robo juntos. Iban a estar los tres implicados y el que
hablara estaba frito. Le mostró el revólver. Don Carlos les dijo que eran muy
chicos y no sabían lo que hacían. Rodrigo, enojado, le pegó con el costado del
arma en la cabeza. Don Carlos cayó al suelo. Lo levantaron entre los dos. Llegaron
a Martín Rodríguez y doblaron. En la esquina de Suárez vieron un supermercado
chino. Víctor lo observó bien, dijo que era fácil de robar. Cerraba a las diez
de la noche. La mejor hora para robar eran las nueve, cuando la caja tenía más
plata. Preguntaron la hora a un señor, eran las siete y media. Decidieron ir a
comer algo mientras hacían tiempo. Tenían hambre y sed. Se fueron a comer piza
a Banchero. Pagarían con la plata que Don Carlos les había dado. El viejo
sufría, era el dinero para las compras que le había dado su mujer.
Rodrigo se metió el revólver en la cintura, por delante, y lo cubrió con
la camisa. En la pizería llamaron la atención, porque tenían la ropa sucia. Los
hicieron sentar. Era lunes y no había demasiados clientes. Los turistas, que
siempre merodeaban por La Boca, ya se habían ido. En la calle no se veían
policías. A esa hora la mayoría de los negocios ya habían cerrado, excepto los
mercados, los cafés y los restaurantes. Don Carlos trató de hablar con los
pibes y convencerlos de que no hicieran un disparate. Le dijeron que era un
cagón, y que si no se callaba la iba a ligar. Les preguntó a qué escuela iban y
los pibes se le rieron. Don Carlos pensó en su esposa. Estaba muy ansioso. Les
dijo que iba al teléfono público para llamarla y avisarle que estaba bien. Le
ordenaron que se quedara sentado y no se hiciera el vivo. Don Carlos trató de
calmarse y se dijo que esa noche iba a volver al conventillo e iba a poder
estar tranquilo en su pieza, con su mujer. Le dijo a Víctor que él seguramente
era más grande de lo que parecía. Le respondió que había cumplido trece años en
diciembre. Le preguntaron su edad. Había cumplido sesenta en septiembre del año
pasado.
Hacía calor. Al mes siguiente terminaría el verano y
empezaría el otoño. Los chicos devoraron la piza de muzarela. Tomaron
Coca-cola. Don Carlos tenía sed y necesitaba un vaso de vino. Le trajeron una
jarrita de tinto y dos empanadas de carne. Estaban riquísimas. Víctor le
preguntó si conocía la villa que estaba en Pedro de Mendoza, debajo de la
autopista a La Plata. Don Carlos les respondió que había pasado por allí cerca
pero no había entrado. Los pibes se rieron.
- ¡Más te vale - le dijo Rodrigo - porque ahí te
culean!
Los pibes le contaron que tenían amigos en el Dock
Sud, frente a La Boca.
- El Doque está lleno de aguantaderos - dijo Víctor.
Don Carlos les preguntó qué les gustaría ser cuando
fueran grandes. Se le burlaron.
- ¿Y a vos qué te gustaría ser? - le dijo Rodrigo.
Lo ofendía que esos mocosos se le rieran en la cara.
Pero, a pesar que eran pequeños, les tenía miedo. Ya lo habían golpeado. Eran
decididos.
A las nueve pagaron y se fueron. Caminaron hacia el
súper chino. Miraron desde afuera. Ya todos los empleados aparentemente se
habían ido. Había solo un chino como de cincuenta años en la caja, seguramente
el dueño. En las góndolas vieron a dos mujeres mayores comprando. Rodrigo, sin
dudar, entró, sacó el revólver y le apuntó en la cabeza al chino.
- ¡La plata! - le gritó.
El chino levantó las manos. Víctor se adelantó y abrió
la caja. Agarró una bolsa de plástico y empezó a meter la plata, que era
bastante, en la bolsa. El chino temblaba. Las dos mujeres miraban, sin decir
nada. Dos Carlos estaba junto a los chicos, aterrado. Nunca había hecho nada
así. Rodrigo vio que el chino estaba apretando bajo la caja un botón rojo con
la rodilla. Estaba avisando a la policía. Reaccionó con rabia y le dio un golpe
en la cabeza con el revólver, y otro. El chino se fue inclinando y cayó al
suelo.
- ¡Chino hijo de puta! - gritó Víctor.
Rodrigo le siguió pegando. El chino estaba tirado en
el suelo, le sangraba la cabeza. La culata del revólver estaba llena de sangre.
- Vamos, vamos - dijo Don Carlos.
Salieron despacio los tres. Don Carlos creyó que lo
habían matado. Se pararon en la puerta y miraron hacia los lados. Se fueron
caminando por Suárez hacia Palos. A los pocos metros vieron a una señora que
venía al supermercado. La mujer miró al viejo.
- Hola, Don Carlos, ¿cómo está? - lo saludó.
Don Carlos se quedó frío y no contestó. Siguió andando. La mujer llegó al
supermercado y entró. Pocos segundos después se escucharon gritos. Los tres
empezaron a correr. Los chicos doblaron en dirección al Riachuelo. Don Carlos
no podía más. Dobló por Palos y se metió en un zaguán. Pocos minutos después
pasó un patrullero a toda velocidad, con la sirena encendida. Don Carlos se fue
caminando hasta Pinzón y dobló hacia Necochea.
A medida que se iba acercando al conventillo se empezó
a tranquilizar. Pensó en lo que le iba a decir a su mujer. Llegó y entró. Había
varios vecinos en el patio y lo miraron. Se metió en su pieza. Su mujer estaba
sentada frente al televisor. No sabía qué decirle.
- ¿Qué pasó? - le preguntó - ¿Y la mochila?
- La perdí - le respondió - Me robaron, me caí en un
pozo - agregó.
- ¿Y en la cara qué te pasó?
- Me pegaron, tengo un poco hinchado - dijo.
Se tocó la cara.
- ¿No avisaste a la policía? - le preguntó a su mujer.
- No - respondió ella - pensé que me habías dejado,
que te habías ido para siempre.
- ¿Por qué iba a hacerlo? - dijo Don Carlos.
- No sé – respondió ella.
El le agarró las manos y luego la abrazó. Ella se puso
a llorar. Se quedaron así en silencio, sin decir nada. Al viejo se le vencía el
cuerpo por el cansancio.
Media hora después llegó la policía. Venían con la
vecina que lo había visto frente al supermercado. Se los señaló.
- Acompáñenos - le dijo el Oficial.
Lo esposaron. Todos los vecinos se acercaron a ver qué
pasaba.
- ¿Qué hiciste? - le dijo la mujer.
- Nada - respondió Don Carlos - Avisá en el depósito
que no puedo ir a trabajar.
Lo metieron en el patrullero. Su esposa se quedó
mirando cómo partía. La gente del conventillo estaba toda en el patio.
- Doña Olga - le dijo una señora - Ya va a volver,
tómese un vasito de vino.
Doña Olga se sentó y se quedó mirando el piso, sin
saber qué hacer. Y se bebió de a sorbitos el vaso de vino.
Los cirujas
Armando se puso otro pullover, saludó a su madre y salió
de la casilla. Su hermano menor ya estaba junto al carrito, ajustando el espejo
de bicicleta que había colocado en la tabla del costado. Armando le revolvió el
pelo cariñosamente. Después agarró las varas y empujó. Las calles de la villa
estaban envueltas en una luz opaca. El carrito se tambaleaba en los desniveles
del camino. Juancho corrió hacia la parte de adelante y se echó en él. Por el
espejito espiaba a Armando. Le hizo una morisqueta y se rió. Pasaron por el
campito. Unos chicos estaban jugando un picado. Armando vio como la pelota se
perdía entre los pies de los jugadores en una nube de polvo. Uno de ellos
levantó la mano saludándolos. Armando y Juancho hicieron lo mismo.
- Es el Cholo - dijo
Juancho.
Sin responderle su
hermano siguió la marcha. Cuando llegaron al asfalto ya era de noche. Armando
detuvo el carro un momento. Juan bajó y se sentó en el cordón de la vereda.
- Vamos pibe, que hay
que trabajar - dijo Armando.
Juancho fingió enojo,
levantó los puños cerrados a la altura de la cara y desafió a su hermano. Lo
esperó agazapado. Armando le siguió el juego. Juancho le tiró un golpe y otro.
Su hermano le respondía con las manos abiertas. Después de unos pocos minutos
se detuvieron. Armando agarró las varas del carro y volvió a empujar. Las
ruedas repiquetearon con monotonía en las irregularidades del asfalto. Una luz
amarillenta iluminaba la calle. Al costado, las ramas desnudas de los árboles
proyectaban un tejido de sombras sobre las casas.
Armando
le dio las varas del carro a Juancho y se lanzó en una carrera entrecortada
contra los bultos blanquecinos arrinconados junto a las puertas de las
viviendas. Los levantaba sin dejar de correr. Cargaba cuatro o cinco paquetes y
volvía al carro. Juancho los iba acomodando. Al rato, Armando, fatigado, se
detuvo. Su hermanito lo reemplazó. Recogía los paquetes de basura mientras
Armando empujaba el carro. Armando inspiró profundamente varias veces. Su
respiración se sosegó. Poco después le hizo señas a Juancho para que volviera y
siguió con el trabajo de la recolección.
Regresaron a la casilla pasadas las diez de la noche. El
cielo se había despejado y brillaban algunas estrellas. Dejaron el carrito,
cargado de envoltorios de basura, a un costado y entraron. La madre y el
padrastro ya se habían acostado y dormían abrazados en el catre. Ella escuchó
el ruido y se levantó.
- ¿Les fue bien? -
preguntó.
Ellos asintieron con la
cabeza. La madre encendió el calentador e hizo mate cocido. Sacó pan de una
bolsa. Los chicos comieron en silencio. Enseguida se fueron a acostar.
No había amanecido aún cuando el padrastro fue a
despertar a Armando. Se levantó sin hacer ruido. Juancho dormía. La madre ya se
había ido. Campos le tendió un tazón de mate cocido. Armando tiritó y se limpió
la nariz.
- ¿No va a la escuela el
Juancho? - preguntó Campos.
- No quiere ir más -
respondió él.
Armando lo miró con su
cara morena de adolescente hecho a la vida dura. Campos no dijo nada. Los había
ayudado desde que al padre de ellos lo mató la policía. Los quería mucho.
Salieron. Hacía frío. Armando empezó a dar saltitos para
calentarse. Estaba oscuro todavía. Campos enderezó las varas del carrito y
empujó. Pasaron por entre las casilla y las zanjas de aguas servidas. El camino
estaba poceado y la marcha era dificultosa. Anduvieron un rato. A lo lejos se
divisaba la masa heterogénea de chimeneas de la ciudad. El campo abierto traía
un olor de pasto húmedo. El sol ya salía, como trepándose al horizonte. A los
costados fueron apareciendo montones de viruta oxidada sobre la tierra matizada
de pasto. Después montañas de basura que despedían un olor fuerte. Sobre ellas
algunos hombres se inclinaban, revolviendo con laboriosidad. Parecían hormigas.
- ¿Cómo va, Campos? - saludó
uno.
- ¿Cómo va a ir? - respondió
Campos con voz ronca.
Dejaron
el camino y se metieron por un sendero estrecho bordeado de pilas de basura.
Junto a una de ellas, Campos volcó el contenido del carrito. Después, entre los
dos, fueron abriendo cuidadosamente los paquetes.
- Es bastante Buena - dijo
Campos.
Armando se sonrió.
- Yo saco el vidrio y
las latas, vos el plástico y el cartón - agregó Campos.
Platos rotos y latas
vacías aparecían en los envoltorios de papel de diario. Botellas plásticas de
detergente, frascos de remedios, envases de desodorante, a los que tenían que
rescatar de entre los restos de comida: fideos gomosos, huesos mal descarnados,
cáscaras de fruta. Tiraban lo que no servía en la montaña de basura y formaban
pilas con todo lo útil.
Cuando
terminaron el sol ya estaba alto. Serían como las diez de la mañana. El olor
que despedía la basura era más fuerte ahora. Varios de los otros también habían
terminado. Estaban haciendo fuego al costado del camino, en una hondonada,
protegidos del viento. Campos y Armando se acercaron al grupo. Uno les pasó una
botella de vino y tomaron un trago. Armando se calentó las manos sucias en el
fuego.
- Hoy nos tienen que
pagar - dijo el Gallina.
- Vos Chancha, que sos
el jefe… - dijo Campos - Hoy nos tienen que pagar.
La Chancha asintió con
su cabeza enorme. Sus pequeños ojos miraron atentamente desde el fondo de su
cara inflada.
- Les diré cuando
lleguen, a ver qué pasa.
- Siempre se quejan de
que lo que sacamos de la basura no es bueno. Hacemos lo que podemos. Los de la
ciudad tiran porquerías, no es culpa nuestra - dijo otro.
- Hay que ponerse firmes
hasta que aflojen y paguen lo que nos deben - agregó el Gallina.
Armando
y Campos permanecieron junto al fuego en silencio. Armando se recostó a un
costado, sobre la tierra. Contrajo su cuerpo, como para retener el suave calor
de los rayos del sol de invierno. Pensó en su madre, que a esa hora estaría
limpiando los baños de las oficinas del centro. Ella era muy buena, les pedía
que estudiaran. “Vayan a la escuela - les decía - Déjenme el trabajo a mí.”
El
a los once años había abandonado la escuela. No le gustaba. La maestra los
trataba mal.
- Todos Uds. son iguales
- les decía - No hacen nada.
Y ahora Juancho no
quería ir más. No sabía por qué. Su hermana mayor, la Julia, tampoco había
terminado la escuela primaria. Se había ido de la casa y decían que hacía su
vida por ahí. Tenía dieciocho años y era linda. Andaba bien vestida, pero no
los ayudaba. La veían poco.
El
hacía cuatro años que tiraba del carrito, todas las noches y las mañanas, sino
no se podía, la plata no alcanzaba. Suerte que Campos estaba con ellos. Hacía
ya tres años que vivía con su madre. Un año después de que a su papá lo mató la
policía. Campos había sido amigo del padre. Siempre les hablaba bien de él.
Armando sentía admiración por Campos. A veces por la tarde salía a ayudarle:
algunos días tenían que hacer un pozo ciego para una cloaca, otros levantar una
pared o descargar ladrillos.
Como
a las diez y media se divisó al final del camino una nube de tierra. Eran dos
camiones que se aproximaban. Todos se pusieron de pie. Enseguida llegaron,
precedidos por un auto blanco. De él descendió el Rubio, en medio del polvo que
había levantado el coche al frenar. Armando lo conocía, lo había visto una vez
con su hermana. Estaba vestido con un traje color natural que lo hacía más
alto. El viento agitaba sus cabellos. Saludó con la mano y levantó sus anteojos
ahumados sobre su cabeza para ver mejor. Los hombres lo rodearon. La Chancha,
que había aceptado su responsabilidad, fue el primero en hablar.
- Hoy nos tienen que pagar
- le dijo.
- No se apuren,
muchachos - respondió el Rubio
- Hace quince días que
nos tendrían que haber pagado.
- Esa plata ya la
tenemos ganada de hace rato - dijo Campos.
- Uds. saben que somos
generosos, lo que les pagamos nosotros no se los paga nadie. Tendrían que estar
agradecidos - continuó el Rubio - ¿Qué hacen Uds.? Juntar basura. Es un trabajo
fácil. Lo puede hacer cualquiera.
- Ud. sabe que somos de
pocas palabras. No nos envuelva con tanto discurso. No podemos esperar más. O
nos paga o no se lleva lo que recogimos - dijo la Chancha.
Todos se miraron. Eso no
lo habían acordado, pero nadie dijo nada.
- Nos tiene que pagar
ahora - continuó.
- ¿Yo les dije que no
les iba a pagar? - dijo el Rubio. Permaneció unos segundos callado, como pensando
- Uds. no entienden - agregó - ¿Se creen que nos vamos a quedar con la plata de
Uds.? Hubieran tenido un poco de paciencia.
Se
volvió y entró en el auto buscando algo. Los camioneros, atrás, observaban sin
bajar de los vehículos. El Rubio salió con una cajita de metal azul. La abrió y
un fajo de billetes apareció a la vista de todos. Los tomó y se los dio a la
Chancha.
- Para que vean que
cumplimos - dijo.
La Chancha los contó
rápidamente.
- Esto es menos de la
mitá-dijo con desagrado.
- Eso es todo-contestó
el Rubio. Se arregló el nudo de la corbata, y después se puso a jugar con la
solapa del saco, sin bajar la mano.
- Las entregas
anduvieron flojas últimamente, Uds. lo saben. No podemos pagar más si lo que
recogen no es bueno - agregó.
Los
hombres se miraron, confundidos. La Chancha no sacaba la vista de los billetes
que tenía en la mano. Su gran abdomen se movía al ritmo de su respiración
agitada. Tenía la cara congestionada. Miró al Rubio.
- Nos tiene que dar todo
ahora - dijo con voz pastosa - Queremos lo que nos debe.
El Rubio se estremeció.
La Chancha dio un paso adelante. El Rubio, con movimiento nervioso, metió la
mano en el saco y extrajo una pistola. La Chancha, enceguecido, se le echó
encima. El Rubio no disparó. La Chancha lo tomó por la muñeca.
- ¡Soltá, hijo de puta! -
gritó el Rubio.
La Chancha apretó más.
Empezaron a forcejear. Los demás los rodearon. En el centro, el Rubio trataba
de zafar su mano armada de la de la Chancha, firme como tenaza. En un esfuerzo
desesperado por soltarse concentró todo el peso de su cuerpo sobre la mano
derecha. Aún sostenía la pistola. Giró bruscamente el brazo. Sonó un tiro.
Campos dio un paso adelante y se arrodilló lentamente. Se llevó la mano derecha
al pecho como para contener el chorro de sangre que brotó de él. Fue cayendo
hasta tocar el suelo, estiró su cuerpo sobre la tierra y quedó de espaldas. La
Chancha se acercó a él, se agachó y lo dio vuelta. Sus ojos estaban muy
abiertos. No podían hacer nada. La respiración se hizo ronca y entrecortada. Pronto
cesó. Estaba muerto.
- ¡Esto lo hicieron
Uds.! - gritó el Rubio.
Nadie
atinó a moverse. El grito histérico del Rubio no los conmovió. Parecían
absortos en la contemplación de la muerte. A Armando lo recorrió un temblor. No
podían quitar la vista del cadáver. Era un imán que atraía más y más. El
silencio, como un luto, se había apoderado de todas las gargantas. Ninguno,
excepto Armando, atinó a levantar su corazón por encima de la desgracia. Otra
ráfaga nerviosa hizo que su cuerpo vibrase. Bajó la vista, y vio en el suelo,
junto a sus pies, un vidrio largo y puntiagudo, como un cuchillo, que brillaba
bajo el sol frío del invierno. Armando se agachó y lo tomó. Llevó
inmediatamente su mano hacia la espalda, para que los otros no se dieran
cuenta. Lo apretó fuerte hasta que un hilo de sangre tibia le bajó por la mano
y continuó hacia el suelo, en forma de gotitas espaciadas.
Sus
ojos se clavaron con odio en la cabeza del Rubio, que le daba la espalda. La
pistola colgaba de su mano derecha. Armando dio un paso hacia él, levantó su
brazo terriblemente armado y descargó un golpe fulminante. La punta sucia del
vidrio filoso se hundió en la cabellera espesa del Rubio, a la altura de la
nuca. La sangre tiñó súbitamente sus cabellos de oro. Después cayó pesadamente
a tierra. Era un hombre muerto. Su cara quedó sumergida con odio en el polvo,
como para comérselo. Mientras tanto, el cadáver sereno de Campos, a su lado,
tenía los ojos abiertos, y parecía contemplar el cielo. La flor abierta de su
corazón no había dejado de disparar efusiones de sangre.
Armando,
elevado por su decisión y su valor, parecía crecer junto a los cadáveres, en su
figura de vengador. Arrojó al suelo el arma precaria y dolorosa que había
utilizado. Cayó blandamente sobre el polvo, que la cubrió de un fino manto. El
ruido de los camiones, al ser puestos en marcha, hizo reaccionar al grupo.
- ¿Y esos? - preguntó
uno señalando los camiones.
- Lo vieron todo - dijo
la Chancha - Ya no podemos hacer nada. Mejor que se vayan.
El
conductor del primer camión tenía la cara pegada al parabrisas. Era un hombre
joven, con el pelo muy corto y bigote grueso. La Chancha le hizo señas de que
se fuera. El primer camión giró con dificultad. El otro lo siguió.
- ¿Y ahora…? - preguntó
el Gallina.
- Ahora va a caer la
cana - respondió uno.
La
Chancha levantó los brazos y se puso en el centro del grupo. Lo rodearon con
impaciencia.
- Muchachos - dijo - que
ninguno hable. Aquí nadie sabe nada. Váyase cada uno a su casa.
No
era momento de discutir. La situación no lo permitía. Los cirujas fueron hacia
donde estaban sus carritos, los sacaron por entre la basura y formaron una
lenta columna entre el rechinar de ruedas y el polvo. Pasaron, en silencio, por
delante de la Chancha y Armando y salieron al camino.
El
adolescente, con una expresión de tristeza profunda, miró a sus compañeros. Sus
labios gruesos parecían tallados en piedra. Sus pómulos querían salirse de su
cara. El sol daba de lleno en su piel morena. La Chancha le entregó una parte
del fajo de billetes que le había dado el Rubio. Armando le agradeció con la
cabeza y se lo metió en el bolsillo.
- Les dije que se
callaran, vos viste - le explicó - pero la policía nos va a buscar. Lo vieron
los camioneros. Alguno va a hablar.
Armando lo miró
agradecido. Sus ojos reflejaban sorpresa e incredulidad ante lo había ocurrido.
- ¿Cuántos años tenés? -
le preguntó la Chancha.
- Quince - respondió.
- El mató a Campos. Vos
de rabia lo mataste a él. Sos chico. No tenés edad para andar escapando. No te
pueden dar mucho. Te van a mandar a una cárcel para jóvenes, seguramente.
Entregale la plata a tu vieja - dijo la Chancha, como para convencerlo y
convencerse de que eso era lo que más convenía.
Armando señaló el cuerpo
de su padrastro e interrogó al líder con la mirada.
- Mejor dejalo donde
está - dijo la Chancha - Andate a tu casa y estate tranquilo. Cuando la policía
nos pregunte yo les diré que nos salvaste. Él estaba armado. Mató a Campos. Era
peligroso. Dejá tu carrito aquí, yo te lo llevo más tarde.
Armando
dio medio vuelta y empezó a caminar. Lloraba. Volvió su cabeza para mirar los
cadáveres. Le dieron ganas de regresar y abrazar a Campos. Se contuvo. Apretó
los dientes como para aguantar la pena de su inmenso dolor. A la distancia la
ciudad lanzaba frenética un humo negro. Parecía una gran fábrica que
devoraba todo. Un mar de chimeneas.
Pronto alcanzó las primeras casillas. Paredes de madera vieja cubiertas en
parte con latas de Motor Oil y Nestlé. Siempre medio chuecas, como si se
quejaran de su miseria. Vio una canilla y se acercó a ella. Tomó un sorbo de
agua y luego lavó su mano herida. Ya había dejado de sangrar. Llegó a su casa.
Entró. Su madre estaba con Juancho.
- ¿Campos cuándo viene?
- le preguntó ella, al verlo solo.
- Pronto - dijo Armando.
Se puso a mirar a su
madre y a Juancho.
- ¿Querés mate? -
preguntó ella, extendiéndole un tazón.
Sumergió
en el tazón un pedazo de pan. Le gustaba mojarlo. Sentir el gusto fuerte del
mate y el calor que le chorreaba por los labios. La puerta de la casilla dejaba
filtrar un aire frío por las rendijas.
- Hay que arreglar la
puerta – dijo, ensimismado.
- Arreglala vos - dijo
Juancho.
- Ya la va a arreglar
Campos - dijo la madre.
Se
recostó en la cama. Sacó del bolsillo el fajo de billetes sin que lo vieran,
levantó la punta del colchón que estaba más cercana a su cabeza y lo metió
debajo. Hundió blandamente la cabeza en la almohada y estiró el cuerpo. Suspiró
y se dejó vencer por el sueño. Al rato despertó. Se sintió tranquilo, el miedo
había pasado. Ahora su mente estaba clara y pensaba con rapidez. Le parecía
mentira lo que había sucedido. Había matado al Rubio. ¿Qué hacer? ¿Decirle todo
a su madre? No podía, no le saldrían las palabras. ¿Qué sería de ella ahora?
Sola sin él y sin Campos. Juancho era muy chico para trabajar él solo con el
carrito.
La
policía vendría pronto a buscarlo. Tal vez fuese mejor escapar. Pero no. Lo
buscarían y después la policía lo mataría como a su padre. La Chancha le había
prometido que lo iba a ayudar. Quizá mandara a algún chico para que empujara el
carrito con Juancho. Había dejado suficiente dinero bajo el colchón como para
que su madre tuviera sus necesidades cubiertas por un tiempo. La guacha de su
hermana a lo mejor iría a llorar al Rubio. Estaba contento de haberlo matado.
Había vengado a Campos. Se sentía un hombre. El Rubio ya no iba a hacer más
daño a nadie.
Escuchó
el ruido del motor de un coche que se acercaba. Una vecina gritó. Venían a
buscarlo seguramente. Lo llevarían preso. La puerta de la casilla se abrió bruscamente
y entró un policía armado con una pistola. La madre se llevó la mano a la boca
para contener un grito. El se incorporó lentamente en la cama sin dejar de
mirar al policía.
- ¿Vos sos Armando
Larrosa? - preguntó el oficial.
- Soy yo - dijo Armando.
Se hizo un silencio
extraño. El policía se llevó la mano izquierda a la cara para alisarse el
grueso bigote negro. Después levantó el brazo armado, le apuntó a la cabeza e
hizo fuego.
La
carnicería
A
Carlitos Vacareza le fascinaban las carnicerías. Se había criado en un
conventillo de Pinzón y Necochea, en La Boca. Su vecino era carnicero, y cuando
tenía diez años lo llevaba con él a su local, en Palos y Olavarría. Su madre le
dio permiso, pero le encomendó a Don Emilio que lo cuidara, que no lo dejara
agarrar los cuchillos, se podía cortar. A Carlitos le gustaba el olor de la
carne, tocar su frescura. Le gustaban las tiras de asado, el lomo, el peceto.
El gozaba estando en la carnicería. Le tenía miedo, eso sí, a la sierra
eléctrica. Disfrutaba viendo como Don Emilio conversaba con las clientas, los
chistes que les hacía, los comentarios groseros, las risas. En una palabra:
soñaba con ser carnicero. Su madre trabajaba de sirvienta, y el novio de su madre
(Carlitos no tenía padre conocido), que algo le ayudaba con el alquiler del
cuarto, era empleado del supermercado Día, en la esquina de Almirante Brown y
Pérez Galdós.
A
Carlitos la escuela no le interesaba mucho. Iba a la primaria de Aráoz de
Lamadrid, de jornada completa. Allí le daban el almuerzo, y eso tenía a la
madre contenta. A los doce años le dijo que quería trabajar en la carnicería de
Don Emilio. El carnicero dijo que no, no podía, era muy peligroso. Tenía que
tener quince años por lo menos para empezar de ayudante. A los trece años
terminó la primaria y ya no quiso estudiar más. La madre lo mandó a trabajar a
la panadería “Las familias”, en Aristóbulo del Valle y Necochea, a la vuelta
del conventillo. Era clienta de la panadería y conocía a la dueña desde hacía
mucho. Carlitos ayudaba, limpiaba el piso de la cuadra, hacía mandados, llevaba
las bandejas de medialunas recién horneadas al frente del negocio, donde
atendían al público. Siempre le regalaban las facturas y el pan del día anterior
para que llevara a la casa. En el conventillo era bienvenido, porque traía más
de lo que él, su madre y Toño, el novio, podían comer, y se terminaba haciendo
una mateada general con las facturas que le daban. También le traía pan a Don
Emilio, que para él era como un padre.
Finalmente
Carlitos cumplió quince años y Don Emilio cumplió su promesa: lo llevó a
trabajar con él a su carnicería. Tuvo que aprender todas las tareas básicas del
carnicero. Le enseñó a destazar la media res, separando la carne de los huesos;
a preparar los cortes: el lomo, el asado, el bife ancho y el angosto, la
palometa, la falda, el osobuco, el matambre; a picar la carne y rellenar
chorizos y morcillas. Todo le gustaba en la carnicería: la luz, el olor de la
carne, el olor de la sangre, la textura de las entrañas. Era lo suyo.
En
un principio Don Emilio fue muy bueno con él, como un padre, pero poco a poco
se empezó a poner más exigente. Carlitos tenía que atender el pedido de las
clientas, cobrarles, darles el vuelto sin equivocarse y anotar en un cuaderno
todo el dinero que entraba en la caja. Un día faltaron cien pesos y el patrón,
sin vacilar, le echó la culpa a él. Carlitos pensó que quizá se hubiera
equivocado en un vuelto. Don Emilio le dio una furiosa bofetada con el dorso de
la mano, que le sacó sangre de la nariz, y le dijo que la próxima vez se lo
descontaba de su salario y le iba a ir muy mal.
Don
Emilio desconfiaba de todos, era un hombre duro. Era oriundo de Corrientes y se
había criado en Paraguay. En el conventillo decían que había sido cuatrero,
pero seguro que era una broma. Abajo del mostrador guardaba un revólver calibre
38. En el último año no le habían robado. La Boca era un antiguo barrio
popular, los residentes se conocían, pero esto no impedía que hubiese robos
frecuentes.
Varios
meses después entraron ladrones armados a la carnicería. Fue a la noche, antes
de cerrar. Don Emilio levantó las manos y, cuando estaban vaciando la caja, se
tiró al suelo y agarró el revólver que guardaba bajo el mostrador. Se sucedió
un tiroteo y el carnicero hirió a uno de los ladrones, que lograron escapar. A
él no le pasó nada y tampoco a Carlitos, que se quedó junto a la pared,
asustado, sin moverse. Dos balas picaron junto a su cabeza. Don Emilio le dijo
que había sido su bautismo de fuego, que ya sabía lo que era que alguien le
disparara. Después se rio. “A mí no me roba nadie”, dijo.
Pasó
el primer año. La economía del país empezó a andar mal. Subió el dólar y la
crisis se sintió primero en los barrios pobres. La gente iba menos a la
carnicería y compraba los cortes más baratos. Pedía sobre todo carne picada. La
picada la hacían con los requechos de carne que quedaban, y le agregaban
bastante grasa. La ganancia de la carnicería mermó y, al tiempo, Don Emilio le
avisó a Carlitos, que ya tenía dieciséis años, que si la situación no mejoraba
lo iba a tener que despedir. A Carlitos casi se le cayeron las lágrimas, amaba
su trabajo.
Le
gustaba mucho hablar con las clientas, hacerles chistes igual que su patrón,
decirles alguno que otro piropo, que le festejaban, y escuchar sus historias
familiares. La carnicería, por momentos, parecía un salón de peluquería, donde
las mujeres se cuentan la vida, o el consultorio del psicólogo, donde todos se
lamentan de sus desgracias.
Don
Emilio le dijo que tenía una idea, pero que era medio arriesgada, y le preguntó
si lo quería ayudar. No le podía decir de qué se trataba, tenía que contestarle
sí o no, y confiar en él. Carlitos, con cierto miedo, le respondió que sí. Don
Emilio le dijo que iban a buscar un animal y lo iban a traer a la carnicería
para faenarlo. Dos noches después salieron en su vieja pick up. Este llevaba
sus cuchillos. Contra lo que se imaginaba Carlitos, Don Emilio fue en dirección
a la cancha de Boca y las instalaciones del club. Pasaron la cancha. Detrás
estaban los potreros, donde los muchachos jugaban al fútbol. Un poco más allá,
se veía la construcción de las viviendas de Casa Amarilla, que recién
comenzaba. En los potreros se divisaban, pastando, varios caballos. Eran los
caballos de los cirujas, que recogían cartón, plástico y madera con sus carros.
Terminaban su ronda a las diez de la noche y dejaban allí sus caballos, para
que pastaran y durmieran.
Don
Emilio subió su pick up a la tierra y se acercó a un caballo blanco, que estaba
atado a una cadena. Carlitos lo reconoció. Era el caballo de Cosme, el ciruja,
que pasaba todas las tardes por los mercados y los depósitos del barrio,
recogiendo cartón y madera. Su caballo lo obedecía como un chico. El se apeaba
del carro cuando veía madera o algún objeto en la vereda que le interesaba. Le
silbaba y el caballo se acercaba para que lo cargara. Carlitos no lo podía
creer. “¿Qué vamos a hacer?”, le preguntó a Don Emilio. “Vamos a carnear el
caballo”, le respondió.
El
caballo blanco los miraba, curioso. Aproximaron la caja de la pick up al animal
y Don Emilio le bajó la tapa. Después, observando en distintas direcciones,
tratando de asegurarse que no hubiera nadie cerca que los pudiera ver, sacó los
cuchillos de la pick up, se acercó al caballo y le dio una cuchillada en la
yugular. Un gran chorro de sangre le salió del cuello. Le empezaron a temblar
las patas. Antes de que cayera, lo empujaron hacia la caja de la pick up. Don
Emilio, que era corpulento y tenía mucha fuerza, le pasó una soga por el
pescuezo y empezó a tirar. Le pidió a Carlitos que ayudara. Entre los dos
metieron al animal, de costado, sobre la caja. El bicho pataleaba y seguía
perdiendo sangre. Don Emilio cerró la tapa de la caja de la pick up y salieron
hacia la carnicería. De la parte de atrás del vehículo iba chorreando la
sangre.
Carlitos
miró al animal por la ventanilla trasera de la pick up. Ya no se movía.
Llegaron a la carnicería y Don Emilio abrió el portón del galpón de al lado,
donde siempre la estacionaba. Metieron la pick up y cerraron el portón. Don
Emilio salió y con un trapo de piso limpió la sangre que había goteado en la
vereda. Carlitos vio que el caballo estaba muerto. Carlitos nunca había
observado el galpón por dentro. En la parte de atrás tenía una estructura de
hierro, de la que pendía una polea con cadenas. Don Emilio colocó la caja de la
pick up bajo el arco de hierro. “Preparate”, le dijo, “vamos a faenar al
bicho”.
Trajo
de la carnicería, que se conectaba por una puerta lateral, varias bandejas
grandes. Luego le pasó dos cadenas a las patas traseras del caballo y lo izó
tirando de la polea, hasta que la cabeza del animal quedó en el aire, por
encima del piso de la caja de la pick up. Retiró la camioneta y la dejó en un
costado del galpón. Luego hizo descender la cabeza del animal hasta unos
cincuenta centímetros del suelo y ahí comenzó el trabajo. Con un cuchillo, de
un tajo, le abrió la panza. Le sacaron los intestinos y las vísceras y las
metieron en las bandejas. “Esto lo tiramos”, dijo Don Emilio, “no sirve para
vender”. Después le sacaron todo el cuero. “El cuero lo vendo en la
curtiembre”, dijo Don Emilio.
Trajo
una sierra eléctrica portátil. Con la sierra el carnicero dividió al caballo en
dos y le cortó la cabeza. Después de eso Carlitos lo ayudó a cargarse al hombro
el medio animal y lo entraron en la carnicería. Lo colgaron en un gancho en la
heladera. Hicieron lo mismo con la otra mitad. Después Don Emilio metió la
cabeza, la cola, los cascos, las vísceras del caballo en unas bolsas grandes de
residuos y las pusieron en la caja de la pick up. Con una manguera limpió la
sangre de la camioneta. Hizo lo mismo con el piso del galpón. Luego le pidió
que lo acompañara. Se subieron a la pick up y partieron. Cruzaron el Puente
Avellaneda y se internaron en el Dock Sud. Se metieron en la autopista Buenos
Aires-La Plata y anduvieron como veinte minutos. Salieron y bordearon la
autopista por la colectora. A la derecha se veían las casillas de una villa
miseria de varias cuadras de largo. En una esquina apareció un descampado que
tenía montañas de bolsas de basura. Detuvieron la pick y bajaron las bolsas.
Después volvieron a la Capital. “Mañana destazamos esas medias reses “, le dijo
Don Emilio. “Preparate, vas a tener mucho trabajo”, y se rio.
Carlitos
regresó a su casa pasada la medianoche. Se había lavado las manos y los brazos
antes de salir de la carnicería, pero le quedaron manchas de sangre en su ropa.
Su madre se despertó cuando llegó y le preguntó por qué venía tan tarde. Le
dijo que había trabajado horas extras. “¿Por la noche?”, preguntó su madre.
Al
día siguiente destazaron las dos mitades del animal. Separaron todos los
cortes. Carlitos pensó que los iba a vender así, pero Don Emilio le dijo que no
se podía, había que picar toda la carne del caballo. Carlitos hizo la mayor
parte del trabajo. Tomaba los trozos de carne de caballo, que era una carne muy
roja y magra, y los metía en la picadora. Luego, a pedido del carnicero,
agregaba como un veinte por ciento de grasa de vaca. “Es para mejorarle el
gusto”, dijo Don Emilio, “así nadie se va a dar cuenta”. Ponía la carne picada
en bandejas y las llevaba a la heladera de la carnicería. Sacaron una gran
cantidad de kilos.
Empezaron
a vender la carne picada de caballo y nadie se quejó. Por la noche Carlitos le
llevó dos kilos a su madre, regalo de Don Emilio. Con la carne preparó
albóndigas y hamburguesas. Carlitos no las quiso probar, le dijo que no tenía
hambre. Al ver la carne, se le aparecía la imagen del caballo blanco, que lo miraba.
Veía el momento en que Don Emilio le clavaba el cuchillo en la yugular. El
animal no se quejaba. Por la noche la imagen le volvió en una pesadilla. Se
despertó sollozando, todo transpirado. Su madre se levantó para abrazarlo y le
trajo agua.
Tenían
demasiada carne. Al otro día pusieron muchos kilos de carne picada en una gran
bandeja de acero inoxidable. Don Emilio le echó especias y empezaron a preparar
chorizos. Carlitos era el encargado de meter la carne en unos tubos
transparentes. Tenían una máquina especial que empujaba la carne en los tubos.
Hicieron como 300 chorizos. Don Emilio congeló una parte de la carne de caballo
para que no se echara a perder. Vender toda la carne picada le tomó como dos
semanas. Don Emilio le dio a Carlitos 2000 pesos. Dijo que los guardara, eran
para él. Le pidió que no se los entregara a su madre, porque pensaría que había
hecho algo raro. Le guiñó un ojo.
Carlitos,
ya con el dinero en sus manos, se empezó a sentir bien. Se compró unas
zapatillas Nike que hacía mucho tiempo miraba en un negocio. Ya no le parecía
un crimen la muerte del caballo. Al tiempo vio pasar a Cosme, el ciruja, con
otro caballo. Era un caballo negro y fuerte, de gran alzada. Una señora del
conventillo se enteró de lo que había ocurrido. “Le robaron el caballo”, le
dijo a Carlitos. “¿Y ese caballo negro?”, le preguntó. “Se lo regaló la
policía”, dijo. “Era un caballo viejo de la policía montada. Lo iban a mandar a
un frigorífico para hacer mortadela. El denunció el robo en la comisaría de
Pinzón. El Comisario le tuvo lástima y le consiguió el caballo.”
Otra
vez que Cosme pasó con su carro, Carlitos hizo un gesto con la mano para
saludarlo. El ciruja le correspondió el saludo y se detuvo a recoger cartón en
el almacén frente al conventillo. De pronto le silbó al animal para que se
moviera, pero el caballo no obedeció. Cosme optó por agarrar la rienda y
llevarlo él.
Carlitos
pensó esa noche que la vida era dura y que quizá se había equivocado de
trabajo. Escuchó las exclamaciones de placer de su madre y Toño que se estaban
acariciando a su lado. Se levantó de la cama y salió al patio. No le gustaba
estar ahí cuando su madre hacía el amor, pero vivían todos en un mismo cuarto y
no tenían un espacio propio. Observó el patio del conventillo. Era un edificio
muy viejo. Fue al baño, que estaba sucio. Sólo había dos baños para todos. Se
puso a caminar por el patio. La luz de la luna iluminaba los macetones de
flores. Eran malvones rojos.
Pensó qué le gustaría hacer en
su vida. Quizá fuera el momento de irse. Se dijo que un buen oficio para él
sería el de camionero. Pero era menor, tenía que esperar hasta los dieciocho
años. Podría recorrer el país. Podría tener novias en muchos sitios. Se fue a
dormir. Al otro día tenía que levantarse temprano para ir a trabajar.
Una visita al zoológico
Robertito
Vicuña, o Tito, como le llamaban, vivía en la Villa 31. Tenía quince años. Sus
dos mejores amigos, la Garza y el Rulo, eran algo menores que él. Andaban
siempre juntos. Eran despiertos y los otros chicos de la Villa los respetaban.
Un puntero de la Villa, de
apellido Merlo, fue un día a ver a Tito. Quería
hablarle sobre algo importante. Tenía un trabajo para él y sus amigos.
Se trataba de robar un animal del zoológico de Buenos Aires. Ya estaba todo
arreglado con el director del zoológico, a quien conocía. Era una operación que
traería buena ganancia. El director iba a dejar por la noche la puerta
principal sin llave para que pudiera entrar el camión jaula. Tito tenía que
meterse en el zoo con los otros pibes y maniatar a los dos serenos. Le iba a
dar a él una pistola por cualquier cosa. Después de maniatarlos, tenían que
vigilar por si venía la policía. Se iban a comunicar con el conductor del
camión por celular. Le prometió a Robertito 5.000 pesos. Era mucha plata. Con
eso se podría comprar unas zapatillas Adidas nuevas y ropa sport de marca. Era
un trabajo fácil, le dijo el puntero. A los otros dos pibes les daría 1.000
pesos a cada uno. El iba a ser el jefe. Era también el responsable. No se tenía
que equivocar. Tito le preguntó al puntero qué animal iban a robar. Merlo lo
miró a los ojos con rabia. Lo agarró de la camisa, lo atrajo hacia sí y casi lo
levantó del suelo. Era un hombre alto y gordo. Le dijo que de eso se iba a
enterar a su debido tiempo. Ellos debían mantener la boca bien cerrada. Tenían
que andar derecho, porque a él nadie lo agarraba de gil. Tito lo conocía bien y
no dijo nada. Todo el mundo le tenía miedo a Merlo. Decían que debía una muerte
y había sido en mala ley.
Habló con sus amigos y
estuvieron de acuerdo en hacerlo. La operación sería el martes por la noche. El
día señalado salieron para el zoológico. Esperaron cerca de la entrada. Era
septiembre y hacía bastante calor. Se sentía muy mal olor. A las diez de la
noche se acercaron a la puerta y probaron de abrirla. Tal como les había dicho
Merlo, estaba sin llave. La empujaron y cedió. Entraron. Tito iba adelante y el
Rulo y la Garza lo seguían. Eran algo más bajos que él. El Rulo era un pibe de
piel oscura y cabello ensortijado. La Garza era muy delgado y parecía que no pisaba
el suelo cuando caminaba. El zoológico tenía poca iluminación. Las luces
molestaban a los animales.
Avanzaron con cuidado,
escudándose detrás de los troncos de los árboles. Pronto llegaron al sector de
las jaulas. Hacia un costado, junto a la jaula del león, vieron a uno de los
guardianes. Estaba revisando la cerradura de la jaula. Tito se acercó despacio
por atrás y le pegó un golpe en la cabeza con la culata de la pistola. El
guardián dobló sus rodillas. El Rulo le puso cinta adhesiva en la boca y la
Garza le cubrió la cabeza con una bolsa de trapo. Después entre los tres le
ataron los pies y las manos, lo arrastraron y lo escondieron tras un árbol.
Rastrearon al otro guardián.
Estaba cerca de las jaulas de las víboras. Tito dijo en broma que podían
meterlo dentro de la jaula y los pibes celebraron la idea. Sería una broma
formidable. Tito se acercó por atrás y le pegó un culatazo. Después repitieron
la operación que habían hecho con el primero: lo amordazaron, le cubrieron la
cabeza, lo maniataron y lo escondieron. Tito sacó el celular y llamó al número
que le habían dicho. El camión llegaba en unos pocos momentos, le avisaron.
Fueron a la puerta de entrada y abrieron los portones. Enseguida apareció el
camión. Entró. Los chicos cerraron los portones. El camión avanzó. Ellos lo
siguieron a pie. Después de 200 metros se detuvo y bajaron el chofer y su
acompañante. Sin decirles nada se acercaron a una jaula. Era la jaula del tigre
blanco, el animal más valioso del zoológico.
Tito enseguida entendió: iban
a robar el tigre blanco. “La que se va a armar cuando se sepa”, pensó. El
chofer observaba la jaula con cuidado. La caja del camión estaba cubierta con
lona. El chofer y el acompañante la destaparon. Apareció una jaula con barrotes
de hierro. El chofer aproximó la parte de atrás del camión a la puerta de la
jaula del tigre. La idea era abrir la jaula y hacer pasar al tigre a la jaula
del camión. El chofer y su acompañante trajeron un soplete y empezaron a cortar
la cerradura de la puerta de la jaula. La fiera adentro se había acurrucado en
un rincón, estaba preparada para defenderse. Finalmente abrieron la puerta y el
chofer acopló la caja del camión a la puerta de la jaula. El tigre tenía que
pasar de una jaula a la otra. El chofer con una pistolita eléctrica le largó
una descarga. El animal chilló de dolor, se levantó y en dos zarpazos escapó a
la otra jaula. Había sido fácil. El chofer separó el camión de la jaula del
zoológico y su ayudante cerró la puerta con un gran candado. Cubrieron la jaula
con la lona. Toda la operación había durado media hora.
Los pibes fueron hacia el
portón del zoológico, lo abrieron y el camión salió. Después se fueron ellos
caminando, como si no hubiera pasado nada. En calle Santa Fe se tomaron el 152
y volvieron a la Villa. El puntero Merlo los estaba esperando. Ya sabía que
todo había salido bien. Les dio el dinero y les dijo que tuvieran cuidado, y se
hicieran ver lo menos posible por varios días. Robertito se fue a dormir. A la
mañana siguiente tenía escuela. Estaba en segundo año del secundario. Iba
al Nacional No. 3 de San Telmo. Era buen
estudiante. Quería ser ingeniero y construir puentes. Así decía.
Al otro día el noticiero
anunció que habían robado el tigre blanco del zoológico. Acusaban a una banda
de ladrones del Uruguay. No se sabía dónde podía estar el tigre. Especulaban
que el secuestro podría haber sido ordenado por un conocido narcotraficante,
que coleccionaba animales salvajes y tenía su propio zoológico al aire libre en
una estancia de su propiedad en La Pampa. También había rumores de que podía
haber funcionarios implicados en el robo.
Por la tarde Tito volvió del
colegio y se encontró con los otros dos pibes, que estudiaban en una escuela de
educación especial en la Villa. Fueron al centro a ver ropa deportiva. Tito se
compró las zapatillas que tanto quería y un juego de remera y pantalones
Adidas. Después fueron a los coreanos de 11 para que la Garza y el Rulo se
compraran ropa de imitación, no les alcanzaba para los originales.
La policía informó todos los
días del progreso de la investigación. Era un escándalo. No podía ser que
desapareciera un animal tan importante. Entrevistaron al director del zoológico
por televisión. Dijo que la investigación avanzaba rápidamente y la policía
confiaba en identificar pronto a los ladrones. A la semana encontraron al tigre
en un circo de Salta. Le habían pintado las franjas blancas del cuerpo de color
amarillo, para disimular. Un trabajador del circo denunció el fraude. La
policía agarró después al camionero que lo había transportado y lo empezó a
apretar. Lo tuvieron dos días a pura paliza en la Jefatura, por traficar con
animales salvajes. Al final cantó. Dio el
nombre de su acompañante, un familiar suyo, a quien detuvieron, e
implicó en el robo al puntero de la Villa 31 y a unos “pibes” que lo habían
ayudado.
Cuando fueron a la Villa a
buscar a Merlo ya se había escapado. Después fue un patrullero a la escuela de
la Villa y hablaron con la maestra. Le preguntaron si había observado algo raro
en el comportamiento de los pibes y si sospechaba de alguien. La maestra dijo
que no, eran sólo chicos. Cuando el patrullero salió de la escuela unos
estudiantes les tiraron piedras y le astillaron el parabrisas. Un agente se
bajó para correrlos, pero se escaparon rápidamente por los pasadizos de la
Villa. Los reputeó y los otros estudiantes de la escuela empezaron a silbar a
la policía y a decirles que se fueran.
Dos semanas después el tigre
volvió al zoológico y Tito y sus dos amigos fueron a verlo. Robertito posó
frente a la jaula, y el Rulo le sacó una foto con un celular que Tito había
robado hacía varios días a una turista norteamericana que se descuidó en La
Boca. Después dieron una vuelta por el zoológico, se detuvieron frente a la
fosa de los elefantes y salieron. No habían hecho más de cien metros por Av.
Santa Fe, cuando vieron venir a un pibe como de catorce años con unas
zapatillas Adidas nuevas rayadas a colores. Fue mirarse los tres y actuar.
Robertito hizo como que le preguntaba algo. El chico se detuvo. La Garza se le
puso atrás en cuclillas y Tito lo empujó. El chico se cayó de espaldas. Se le
abalanzaron. Tito lo apretó contra el suelo para que no se moviera y el Rulo le
sacó las zapatillas. El Rulo y la Garza salieron corriendo. Robertito se
levantó y le empezó a dar patadas en la cabeza. El pibe gritaba. “No grités, la
concha e´tu madre”, le dijo, y se fue corriendo por donde se habían ido los
otros pibes.
Diez minutos después se
encontraron frente al monumento a Sarmiento. Los tres se pusieron a mirar al
gran viejo. Les impresionó la estatua del maestro Rodin. Se probaron las
zapatillas. Eran del número de la Garza. A Tito le quedaban chicas, y al Rulo
grandes. La Garza les dio veinte pesos a cada uno como compensación. Se fueron
caminando hacia Libertador. La Garza y el Rulo iban adelante agarrados de los hombros,
como hermanos. Doblaron por Libertador hacia el centro. Tito miraba con interés
la fachada de los edificios que daban a la Avenida. El Rulo encontró un trapo
viejo sucio tirado en la banquina. La Garza vio una lata de durazno vacía
dentro de un contenedor de basura y la agarró. En un bebedero de la Plaza
Alemania la llenó de agua y mojaron el trapo. Se pararon en el semáforo de
Scalabrini Ortiz y Libertador. Allí, cuando cambió la luz y se detuvieron los
autos, Robertito se adelantó a un Mercedes Benz y le empezó a limpiar el
parabrisas con el trapo sucio. El conductor empezó a gritar, diciéndole que se
fuera. La Garza se acercó a la ventanilla y le pidió por favor que les diera
algo. El hombre les tiró un billete de diez pesos, furioso, y Tito dejó de
limpiar. Cambió el semáforo. Los tres se fueron a la vereda y se empezaron a
reír. Hubo otro cambio de luces y repitieron la operación. Cuando juntaron lo
suficiente se metieron en un taxi y le dijeron al conductor que los llevara a
Retiro. El hombre les pidió que se bajaran y Robertito insistió que los tenía
que llevar. Le mostraron el dinero. El taxista finalmente arrancó. Se sintieron
como tres reyes andando por Avenida Libertador.
Cuando llegaron a Retiro se
bajaron. El Rulo y la Garza dijeron que iban a entrar en la estación de trenes
para pedir monedas. Ya eran las siete y pronto iba a oscurecer. Tito les dijo
que él se iba a su casa. Al otro día tenía una prueba de matemáticas y quería
estudiar. “Un día voy a ser ingeniero”, les dijo. “¿Te vas a dedicar a
construir villas miserias?”, se burló el Rulo. Robertito siguió su camino y
entró en la Villa 31. Miró en el celular su foto junto al tigre blanco. Anduvo
por las calles de tierra hasta llegar a su casilla. Su madre estaba mirando
televisión. Era un nuevo teleteatro que había empezado hacía poco, “El
puntero”. Una parte transcurría en una villa miseria. A Doña Esperanza le
encantaba sentir que ellos también podían ser personajes en los teleteatros. La
gente rica, que siempre los había despreciado, empezaría a verlos tal cual
eran. Le preguntó a su hijo qué quería comer. Robertito le dijo que milanesa
con puré. La madre empezó a preparar la comida. Tito agarró sus libros, se
sentó a la mesa de la cocina y se puso a hacer la tarea y a estudiar para el
examen del día siguiente. Doña Esperanza no podía ocultar su satisfacción.
Estaba orgullosa de su hijo.
Historias militantes
Las huelgas salvajes de Villa Constitución
En mayo de
1964 comenzaron las huelgas en Villa Constitución. Primero pararon los obreros
de Acindar, y pronto los siguieron los de Marathon, Metcon y Villber. Ernesto
Galván, uno de los héroes de nuestra historia, trabajaba en Acindar desde hacía
tres años. Entró poco después de terminar el servicio militar en Rosario. Tenía
veinticinco años y era peronista. Su padre, Juan, también era obrero de
Acindar. La fábrica tenía más de mil obreros. El padre y el hijo no se
encontraban necesariamente en el trabajo, estaban en secciones diferentes. En
realidad, había más cosas que los separaban. Su padre era Radical, siempre
había defendido al irigoyenismo y a Balbín. Su partido había ganado las
elecciones presidenciales en 1963. El viejo Illia estaba en el poder y, aunque
Juan prefería al chino Balbín, defendía su gobierno. Los radicales decían que
iban a salvar al país. No había demasiados obreros radicales en la fábrica,
eran casi todos peronistas, y a los radicales los trataban de “contreras” y
“acomodados”.
Juan Galván
había nacido en Rosario. Tenía 55 años. Se fue a vivir a Villa Constitución
cuando se casó con Elisa. El padre de Juan también había sido Radical, de los
de Irigoyen. Cuando llegó el peronismo, en los cuarenta, Juan ya era un hombre
de más de treinta años. Perón se llevaba bien con el ala radical de FORJA, que
lo apoyó, pero formó su propio partido. Juan siguió siendo Radical, como su
padre. Si bien le interesaba la política, no era un militante activo. Estaba
apegado a la rutina de la vida diaria. Cuando abrió Acindar en Villa
Constitución estuvo entre los primeros seleccionados para trabajar en la nueva
fábrica. En Argentina no había otra igual. Era la fábrica de acero más moderna
del país.
Su esposa,
Elisa, era una mujer paciente y bondadosa. De jóvenes se llevaban bien. Pero
Juan fue cambiando y, en los últimos años, la relación se había vuelto
distante. Era un hombre más bien osco, no le gustaba hablar mucho. Cuando
volvía de la fábrica escuchaba la radio y se ponía a leer el diario. Compraba “La
Capital” de Rosario. Para él era algo así como la Biblia. Lo leía cada día, al
menos media hora. Era lo único que leía.
En la pequeña ciudad había un comité del
Partido Radical. Lo manejaba el almacenero Rodena. Cada tanto Juan iba al
almacén a visitarlo y jugaban al truco. Una vez al año, por lo menos, hacían un
asado e invitaban a las esposas. Era como un club de barrio. Los militares, que
perseguían a los peronistas, habían sido tolerantes con los radicales. Y en
esos momentos, con Illia en el poder, Juan sentía que al final les había tocado
volver al gobierno.
Villa
Constitución había crecido y en esa época pasaba los 20.000 habitantes. Además
estaba muy cerca de Rosario. Los villenses tenían su mundo. Elisa, la mujer de
Juan, había nacido y vivido siempre en Villa Constitución. Había conocido a
quien sería su marido en los bailes de carnaval del Club Provincial de Rosario
en 1933. Tenía 23 años. Se pusieron de novio y se casaron en 1937. Ella quiso
quedarse a vivir en Villa. Allí estaban sus padres, y Rosario le parecía
demasiado grande. Juan no había sido su primer novio, pero sí el que más había
querido. En 1939 nació Ernesto, y en 1941 Rosa, su hija.
Por las mañanas trabajaba en una panadería
para ayudar a su marido. Su madre le cuidaba los chicos. Tiempo después Juan le
dijo que ya no hacía falta que siguiera trabajando. En Villa Constitución se
vivía con muy poco. Con lo que él ganaba era suficiente para mantener la casa.
El padre de Elisa siempre les traía verduras de su huerta. Juan conseguía huevos
baratos y embutidos caseros en las chacras. Alquilaban una antigua casa chorizo
de tres piezas. Los chicos ocupaban una pieza grande, ella y su esposo otra y
la tercera les servía de sala para las visitas. Comían por lo general en la
cocina y los fines de semana Elisa ponía la mesa en la sala. Al atardecer,
después del trabajo, se sentaban en el patio a charlar y tomar mate. Los
chicos, a veces, llevaban la mesa de la cocina al patio para hacer allí los
deberes.
Su hija fue
la primera que se casó, a los 20 años. Su hijo tenía novia, pero por el momento
no planeaba casarse. Era una relación reciente. Cuando su hija le anunció su
casamiento, se dio cuenta lo mucho que había engordado con el paso de los años.
No le entraba ningún vestido. Su marido le dijo que no le importaba que
estuviera gorda, la quería igual. Hacía mucho tiempo que Elisa y su esposo no
tenían una buena vida sexual. Se habían ido olvidando del amor. Más le gustaba
el compartir. Siempre escuchaban radio juntos. Ella amaba los radioteatros. El
le prometió que pronto le iba a comprar un televisor. Elisa casi no se enteró
de todos los cambios que habían ocurrido en el país: la caída de Perón, el
gobierno de Aramburu, el de Frondizi, el de Illia. La política mucho no le
interesaba. Ella estaba dedicada a su familia. En Villa Constitución había
bastante trabajo, allí tenían como ganarse el pan. Ernesto, su hijo, era un
muchacho inquieto. Había terminado la secundaria, pero no quiso estudiar en la
universidad. Prefirió trabajar en Acindar con su padre. Su familia era una
familia obrera. Su hija se había casado con un obrero de Marathón, y ella
también trabajaba allí, en las oficinas de la fábrica. Villa era una ciudad
enteramente proletaria: el puerto, el ferrocarril, las fábricas.
Ernesto había
empezado a militar en el peronismo a los dieciocho años. Fue durante 1957, en
plena Resistencia. El General había ordenado que empezaran los ataques contra
el régimen militar. Villa era uno de los cuarteles obreros de la resistencia
popular. Los militantes empezaron a poner “caños” en Rosario, en Villa
Constitución y en San Nicolás. Era el corredor industrial más importante del
país. La represión no se hizo esperar. Operaban en la clandestinidad y todas
las reuniones eran secretas. Tenían que cuidarse mucho. Había infiltrados de la
patronal y policías que espiaban. Ese ambiente peligroso y clandestino le
atrajo a Ernesto. Tenía espíritu de aventura. Le gustaba ser obrero. Idealizaba
a los compañeros más militantes. Eso lo fue distanciando de su padre, a quien
consideraba un conformista.
Se reunía con
los muchachos para leer las cartas que enviaba Perón. Tenían un ejemplar de La fuerza es el derecho de las bestias.
Después les mandaron Los vendepatria
de Venezuela. Se encontraban por las noches para leerlo. El jefe del peronismo
en Villa Constitución era Antonio López. El había dirigido la Unidad Básica
desde antes del golpe de 1955 y estuvo preso a la caída de Perón. Luego lo
reincorporaron a la fábrica y organizó a los peronistas en la clandestinidad.
Era un hombre viejo, que había nacido
con el siglo, y en 1964 se acercaba a la jubilación. Pero conservaba todo el
fuego y la mística de viejo luchador. Era un gran orador y había leído mucho.
Era un hombre feo, muy flaco, narigón, no muy alto, pero tenía carisma. Cuando
hablaba, algo en él se transformaba. Cuando él leía las cartas y las órdenes
secretas de Perón se hacía un silencio religioso. Había nacido para líder.
Ernesto lo admiraba.
Pasaron cosas
en el Peronismo: después de la traición de Frondizi, los militantes empezaron a
pedir que el General regresara al país clandestinamente. Era absurdo que su
líder estuviera en España. El pueblo lo reclamaba. Villa Constitución, decía
Antonio, tenía puesta la camiseta peronista. Los militantes de los otros partidos
eran minoría. Había pequeños comités de radicales y comunistas. Los domingos,
los peronistas se reunían para escuchar los partidos de fútbol (eran casi todos
“canallas” centralistas, y unos pocos de Newels) y hablaban de política. Se
rumoreaba que la CGT planeaba una huelga general. Después se dijo que la cosa
era más seria. El General había ordenado la toma de fábricas en todo el país.
Parecía una locura, pero los peronistas podían hacerlo. El gobierno de Illia
era débil. Los militares y la iglesia lo digitaban a gusto. Todas las fuerzas
gorilas se habían unido para atacar al pueblo. Los peronistas leían las
columnas de Jauretche, que delataba a los cipayos y a los vendepatria.
Finalmente en
mayo de 1964 comenzaron las movilizaciones que culminarían en las tomas de las
fábricas. Los militantes de Acindar empezaron a agitar a sus compañeros. A las
nueve de la mañana leyeron un comunicado del General Perón, que afirmaba que
los vendepatria se habían apoderado del país, y que el gobierno no representaba
al pueblo. El pueblo, dijeron, era peronista, y estaba proscripto por los
gorilas, igual que su jefe. Reclamaban el regreso de Perón al país, y la
renuncia del gobierno ilegítimo. La Confederación General del Trabajo de Villa
Constitución exigía libertad política plena para el peronismo, y el fin de la
proscripción.
Un obrero
pidió la toma del establecimiento y todos aprobaron. Un grupo se dirigió a las
oficinas del personal jerárquico y les anunció que la fábrica estaba tomada. La
CGT respaldaba el paro nacional. Todas las fábricas y establecimientos
comerciales del país se estaban plegando a la medida. Ordenaron apagar los
hornos, a pesar de las quejas de los ejecutivos, que amenazaban con llamar al
Ejército. Establecieron piquetes de guardia en las puertas de acceso para
evitar que entrara la policía.
Ernesto
formaba parte de la comisión interna de la fábrica. Juan, su padre, se
encontraba manejando una grúa en el muelle de Acindar sobre el Paraná, cargando
láminas de acero en un barco, en el momento en que apagaron los hornos. Al
enterarse, decidió no sumarse a la protesta. El era radical y ese paro trataba
de desacreditar a su partido, que estaba en el poder. Era un sabotaje de Perón
contra Illia. Salió de la fábrica y se dirigió a su casa. Llegó furioso. Su
mujer, al verlo así, trató de calmarlo. Decía que estaban locos y que los iban
a fajar. Si no liberaban pronto la fábrica, iban a empezar los tiros. Su mujer
preguntó por su hijo. Juan le preguntó a su vez si no sabía “lo que era
Ernesto”. Su mujer le dijo que qué quería decir. “¡Peronista, tu hijo es
peronista! ¡Yo soy radical”, gritó Juan, “y tu hijo es un contreras!” Elisa le
dijo que iba a la fábrica a ver lo que pasaba. Su esposo le pidió que no fuera,
era peligroso, iba a llegar la policía y el Ejército, pero no le hizo caso. Se
abrigó bien y salió.
En el camino
encontró a otras mujeres que caminaban hacia la fábrica. Pronto se formó una
columna. Al llegar vieron que la policía se había estacionado frente a la
puerta principal, que estaba cerrada por dentro. Las mujeres hablaban entre sí.
Decían que la ocupación iba a durar sólo unas horas. Un delegado salió y le
dijo a la policía que la toma terminaba a media noche, y el turno de la noche
podría entrar a trabajar. Dijeron que los empleados jerárquicos estaban
seguros. Los estaban custodiando. Pronto les iban a dar un comunicado. Después
de un par de horas Elisa decidió volver a su casa y regresar más tarde. Tenía
frío y eso iba a durar todo el día.
Llegó a su
casa y preparó algo de comer. Decidió llevarle comida en una ollita a su hijo
más tarde. Su esposo le dijo que no la iba a necesitar, seguro que los que
decidieron la ocupación habían calculado todo. Volvieron a discutir. Después de
comer se acostó un rato. Quería estar preparada para lo que pudiera ocurrir. Si
tenía que quedarse toda la noche frente a la fábrica se iba a quedar. Regresó
al anochecer. Al llegar, vio los fuegos que habían encendido los familiares que
aguardaban afuera de la fábrica en unos tambores vacíos para calentarse. Decían
que adentro estaban negociando. Uno tenía una radio portátil. Las radios de
Rosario informaban que había más de 500 establecimientos industriales tomados
en el país. Todo era parte del plan de lucha peronista. El Ministro del
Interior hizo un llamado a la concordia. Dijo que las ocupaciones eran ilegales
y que si los trabajadores no desocupaban rápidamente los lugares de trabajo se
los iba a echar sin indemnización y se iban a hacer juicios penales contra los
cabecillas. Advirtió que si dañaban las máquinas en los establecimientos
fabriles cometerían un delito contra la propiedad y los responsables serían
apresados y juzgados.
A las doce de
la noche se corrieron rumores de que se iban a abrir las puertas para que
salieran los obreros. Habían llegado refuerzos policiales de San Nicolás y de
Rosario, y un batallón de infantería rodeaba la fábrica. Los delegados dijeron
a la policía que la salida iba a ser pacífica y que hicieran espacio y no
provocaran a los obreros. Todas las mujeres y familiares aguardaban con
ansiedad. Había tanquetas y carros hidrantes y los policías estaban muy
nerviosos. Abrieron las puertas y empezaron a salir las columnas de obreros.
Todo iba bien hasta que cantaron “La Marcha Peronista”. Apenas escucharon “Los
muchachos peronistas/ todos unidos venceremos”, los policías presionaron el
cerco contra ellos. Se produjo un forcejeo y empezaron los insultos. Los
policías daban bastonazos. Algunos obreros estaban armados con palos y empezó
la pelea. El Ejército no se metió. Los obreros se defendían a palazos y
trompadas. Elisa y todos los que miraban retrocedieron. De pronto, de lejos,
Elisa vio a su hijo. Gritó llamándolo, pero era imposible que la escuchara.
Junto a otros compañeros se enfrentaba a la policía. Una tanqueta lanzaba
chorros de agua contra ellos. Los policías trataban de separar a los
trabajadores de su grupo, los esposaban y los metían por la fuerza en un
blindado. De pronto un policía se acercó a Ernesto y le pegó un palazo fuerte.
Ernesto cayó al suelo. Elisa lo vio todo. Estaba sin aliento. Entre dos
policías lo llevaron arrastrando a un celular. El camión hidrante avanzó hacia
la gente que miraba para que retrocediera. No querían testigos. Los vecinos se
fueron mezclando con los obreros que lograban escapar. Se fueron retirando. El
Ejército avanzó en orden lentamente contra la multitud para despejar el lugar.
No debía quedar nadie en las inmediaciones de la fábrica. Trabajadores y
familiares caminaron hacia el centro de la ciudad. La policía cerró las puertas
de ingreso de Acindar. Adentro sólo quedó el personal jerárquico. Pronto
partieron los celulares con los presos hacia la comisaría.
Elisa no
sabía qué hacer. Habló con las otras mujeres. Tenían que encontrar ayuda. Había
que liberar a los presos. Una señora le dijo que a esa hora no podían hacer
nada, convenía aguardar hasta el día siguiente. La señora le pidió su
dirección, su hijo también estaba preso. Apenas supiera algo pasaba a avisarle.
Elisa llegó a su casa de madrugada. Su esposo la esperaba en la puerta. Estaba
muy nervioso. Le dijo que Ernesto se lo tenía bien merecido, y que no se
preocupara, que no le iba a pasar nada. Elisa se puso a llorar. Nunca hubiera
pensado que su esposo pudiera ser tan bajo. Se fue a acostar al dormitorio de
su hijo, no quería estar cerca de su marido.
A la mañana
temprano la señora con la que había hablado la vino a buscar. Dijo que había
una reunión a la que podían asistir. Fueron al centro de la ciudad y entraron
en una mueblería. En el fondo había un grupo considerable de personas reunido.
Estaba hablando un hombre muy flaco, de nariz prominente. Era Antonio. Elisa,
al verlo, se sintió impactada. Antonio levantó su mano derecha con el puño
cerrado y su voz, de un calibre perfecto, sonó como un metal bien templado.
“Somos peronistas”, dijo, “la toma de la fábrica ha sido un éxito”. La patronal
y el gobierno, explicó, eran impotentes ante la protesta de los obreros.
“Nosotros somos el trabajo”, decía, “y sin nosotros la sociedad se hunde”. La
CGT estaba liderando la lucha. Perón había dado todo su apoyo a la actual
comisión directiva. Muy pronto iban a liberar a los que estaban presos, y el
comité de la fábrica no iba a permitir que se echara a nadie. Elisa se acercó a
él y se presentó, dijo que era la madre de Ernesto. Antonio había oído hablar
de ella a su hijo. Le apretó la mano con cariño y comprensión , y la miró a los
ojos. En ese momento Elisa se sintió bien.
A la noche
liberaron a los presos. Eran cerca de sesenta. Contaron que les habían pegado
“para que hablaran”. Querían saber los nombres de los cabecillas. Todos
contestaban que el líder era Perón, y que todos los problemas se iban a acabar
cuando levantaran la proscripción contra el peronismo y el General volviera al
país. Elisa abrazó a su hijo. Estaba
orgullosa de él. Los compañeros rodearon a Antonio. Cuando vio a Ernesto,
Antonio lo abrazó. “Tu madre es una valiente”, le dijo. Elisa y su hijo fueron
a su casa. Al entrar el padre empezó a criticar a Ernesto, le dijo que eran unos
locos. Ernesto no le contestó. Pronto se fueron a dormir todos. Al otro día
regresaron al trabajo. La fábrica otra vez estaba operando a pleno.
Ese fin de
semana la hija y su marido vinieron a visitar a sus padres. Los dos habían
estado en la ocupación de su fábrica, Marathon. La novia de Ernesto vino
también a la casa. Era una muchacha tímida y acababa de terminar la escuela
secundaria. Se pusieron a hablar de lo que había pasado durante el paro y la
ocupación. Juan estaba malhumorado y participó poco en la conversación. Todos
sabían lo que pensaba. Para él estaban saboteando al gobierno. Elisa le dijo a
su hijo, en voz baja, que la próxima vez que se reuniera con sus compañeros le
avisara, ella también quería ayudar. Ernesto se puso contento. El lunes le
avisó que se reuniría con los militantes de la Unidad Básica clandestina esa
noche en la mueblería. Quería ir con ella.
Madre e hijo
fueron a la reunión. La presidía Antonio. Ernesto le dijo que su madre
simpatizaba con las luchas obreras y quería colaborar con el movimiento.
Antonio le agradeció su presencia y le advirtió que había cierto peligro. “No
tengo miedo”, respondió Elisa. “Quiero ayudar a mi hijo”. Antonio le pidió un
número telefónico de contacto y Elisa le dio el de su casa. En la reunión
hablaron de la Resistencia. Antonio informó sobre la toma de fábricas en
Rosario. Después leyeron un mensaje de Perón y discutieron las estrategias a
seguir. Finalmente se despidieron y madre e hijo regresaron a su casa.
Dos días
después Antonio la llamó por teléfono. Le dijo que necesitaba una persona que
fuera a buscar unos volantes a Rosario. Le preguntó si se animaba y podía
contar con ella. Elisa le respondió que sí. El sábado le anunció a su esposo
que iba a visitar a su hermana a Rosario, y que volvía por la noche. Tomó el
colectivo y se bajó en el barrio de Tiro Suizo, al sur de la ciudad. Fue a la
dirección que le indicó Antonio y le dieron una caja con volantes. Elisa agarró
la caja y se fue a tomar el colectivo de regreso. Abrió la caja y leyó lo que
decía el volante. Hablaba de la Resistencia, del Plan de Lucha y citaba
palabras de aliento de Perón. Terminaba con el saludo peronista: Perón Vuelve.
Había que continuar la lucha.
Al llegar a
Villa Constitución, Antonio la estaba esperando en la parada del colectivo que
venía de Rosario. Le entregó la caja. Antonio le agradeció y la invitó a tomar
algo. Entraron en un café. Antonio le contó cosas de su vida. Le dijo que era
viudo, y que había empezado a militar en el 45. En el 55 lo habían encarcelado
durante varios meses. De joven había querido ser cura, pero su destino era ser
obrero. Se sentía bien ayudando a los otros. Elisa le dijo que a ella también
le gustaba ayudar. “Somos almas gemelas”, le respondió Antonio. Se despidieron,
y Antonio le dijo que le iba a hablar pronto.
Esa noche
Elisa se sintió extraña, y no sabía por qué. Se durmió, y tuvo un sueño que, al
otro día, al recordarlo, la hizo avergonzar. En el sueño era joven, y su marido
le estaba haciendo el amor. Era la noche de bodas. Pero la cara de su marido no
era la de Juan, sino la de Antonio. Lo reconoció por la nariz, y por la dulzura
de la voz. Miró lo que tenía entre las piernas, y vio que su miembro era muy
grande, a diferencia del de su marido.
A la mañana
siguiente se levantó con buen ánimo. Le habló con tacto a su esposo, que estaba
de mal humor. Juan había discutido con su hijo y se había quedado con bronca.
Le dijo a Elisa que, si Ernesto no iba a respetarlo, que se fuera de la casa.
Elisa se puso a llorar. Esa noche, durante la cena, padre e hijo volvieron a
discutir. Elisa le rogó a Ernesto que no le faltara el respeto a su padre.
El plan de
lucha continuaba en el país. Los peronistas estaban tomando fábricas en varias
provincias. Illia, en un discurso radial, llamó a la concordia y a la unión
entre los argentinos. Ernesto dijo a su madre que, mientras no regresara Perón,
no iba a haber paz en Argentina. A la semana siguiente hubo varias explosiones
en Rosario. La policía dijo que eran atentados con bombas caseras hechas con
caños, y responsabilizó a los peronistas. No hubo que lamentar víctimas.
Antonio
volvió a comunicarse con Elisa un día jueves. Su hijo y su marido estaban en el
trabajo. Antonio le preguntó si lo podía acompañar a Rosario a buscar
“material”. De paso, podían charlar. El había pedido el día en la fábrica por
“razones de familia”, volverían antes de la noche. Se encontraron en la
estación de colectivos. Apenas se vieron, empezaron a hablar como viejos
amigos. Elisa se fue vestida con cierta elegancia. Llevaba un tapado negro que
disimulaba su gordura y se maquilló los ojos. En el viaje conversaron poco de
política. Antonio le decía cosas graciosas, estaba contento. Empezaron a reírse
como dos jóvenes. Llegaron a Rosario y tomaron un taxi al barrio Echesortu.
Tocaron timbre en una casa de dos pisos. Los recibieron. Antonio presentó a
Elisa como “una compañera”. Les entregaron dos cajas con documentos. Salieron.
Antonio invitó a Elisa a tomar algo en el centro.
Fueron al bar
Manhattan. Ella pidió un remo y un Carlitos, tenía hambre. Conversaron. El le
preguntó cosas de su vida. La miraba a los ojos y la trataba con ternura. Elisa
se dio cuenta que se estaban enamorando y se sintió ridícula. Era una mujer
vieja y estaba casada. Pensó que había vivido por más de veinte años con su
marido y posiblemente no lo había querido. O el amor se fue terminando, y lo
que pasó durante la toma de la fábrica fue el golpe de gracia. Ya no sentía
respeto por Juan.
Fueron a
caminar al monumento a la bandera y a la estación fluvial. Se apoyaron en una
baranda para mirar el río. Allí Antonio la tomó de la mano, y ella no se la
retiró. Después la besó. Elisa sintió que le estaba pasando algo maravilloso.
Al regreso pasaron por la Catedral. Antonio quiso entrar. Le dijo que era muy católico,
y que Perón también lo era. Le tomó la mano y rezó por ellos en voz alta. Le
pidió a Dios que los comprendiera y los perdonara.
Varios días
después volvieron a verse. Antonio le pidió que fueran a su casa. Sabía lo que
significaba. Quería tener sexo. Se sentía ridícula. ¿Cómo iba a mostrar su
cuerpo gordo y deformado? Pero fue. Antonio le sirvió ginebra. Pasaron al
dormitorio. Hacía décadas que no estaba con otro hombre que no fuera su marido.
Ella le pidió que apagara la luz. Se desnudó y se metió en la cama. De pronto
sintió el cuerpo de Antonio encima del suyo. Tenía un gran miembro. Gozaba como
un hombre joven. Era delgado y se mantenía ágil. Elisa sintió su nariz
prominente acariciándole el rostro y después descendiendo a sus pechos. Le dio vergüenza
y quiso retirarlo. Después él bajó a sus entrepiernas y ella cerró las piernas.
Nunca se lo habían hecho antes. Se sintió una tonta y tuvo ganas de llorar. Con
mucho esfuerzo se vinieron los dos. Después, cubiertos con las frazadas,
encendieron la luz y se pusieron a hablar. Vio que Antonio tenía los ojos
iluminados: era el amor. Le pareció buen mozo, y su nariz no tan grande. Se
pusieron a hacer chistes. El le dijo que era linda, y ella le insistió que era
gorda. “Yo soy demasiado flaco”, dijo él, “no tengo más que piel y huesos”. “A
mí me gusta como sos”, le respondió ella. Empezaron a acariciarse y a besarse.
Ella se preguntó qué pensaría su hijo si se enteraba, creería que su madre era
una cualquiera.
Esa noche
regresó a su casa contenta. Pensó que esa situación era anormal, y no podía
continuar por mucho tiempo. Su marido quiso hacer el amor y ella sintió
repugnancia, pero le dejó que lo hiciera, no quería que se diera cuenta que
estaba viviendo otra cosa. Elisa no tenía confidentes, ni verdaderas amigas, en
Villa Constitución. Era un pueblo grande. La gente era mal intencionada y
chismosa, sobre todo las mujeres. Algo dentro suyo le quemaba, necesitaba
hablarlo con alguien, se sentía mal. No se animaba a decírselo al cura o a
confesarse. La había conocido por años y conocía a su marido. No tenía cara
para decírselo. Finalmente optó por tomarse un colectivo a irse a San Nicolás.
Allí nadie sabía quién era. Entró en una iglesia y se confesó. Le dijo al cura
que sentía mucha vergüenza, que no entendía lo que había pasado y que se sentía
mal. El cura le aconsejó que dejara a Antonio. El matrimonio era de por vida.
Debía resignarse. Ella le aseguró que ya no amaba a su marido. “El amor no es
todo en el matrimonio”, dijo el confesor. “Te ha dado hijos. Piensa en el amor
de dios, que a la larga es el que cuenta.”
Elisa regresó
a Villa Constitución más angustiada de lo que había salido. Durante todo junio
se vieron semanalmente con Antonio. El estaba enamorado, le ofreció irse a
vivir juntos a Rosario. Se iba a jubilar en unos pocos meses. Elisa no aguantó
más y decidió hablar con su hijo. Necesitaba que él lo supiera. Era el único
que podía comprenderla. Ernesto la abrazó y le dijo que estaba contento por
ella. Su padre no la merecía, y Antonio era un gran líder. Se hablaba de que lo
iban a llevar a Buenos Aires para ocupar un puesto importante en el comité
central del movimiento. El General se estaba preparando para regresar al país.
En unos meses más caerían los radicales, habría una revolución.
La relación
con su marido se fue deteriorando. Una vez lo llamó cobarde, y Juan la
abofeteó. Ella se puso a llorar, y su hijo se abalanzó contra su padre y gritó
que si volvía a tocarla lo iba a golpear. Su padre dijo que él había sido un
buen padre y un buen marido, que había hecho todo por su hogar, y ahora lo
trataban como a un perro. El tenía ideales, creía en el gobierno radical.
Elisa pensó
que en Villa había gente que se estaba dando cuenta o sospechaba de su situación.
Antonio alquiló un cuarto en una pensión de Rosario, cerca de la Estación de
Omnibus. Empezaron a viajar y verse allá. El viaje demoraba una hora. Salía por
la mañana y regresaba antes que terminara el turno de la fábrica de su esposo.
Antonio pedía el día, sin goce de sueldo. Decía que tenía algunos problemas
médicos. Y era verdad, tenía angina de pecho, su corazón estaba algo delicado.
Elisa se
sentía bien. Comprendió que no había sido feliz en su vida antes. Juan y ella
no tenían mucho en común. Lo único que le agradecía eran sus hijos, chicos
maravillosos. Ernesto era la persona más noble del mundo. Pensó en separarse de
su esposo. En escapar con Antonio, como si fueran adolescentes. Pero sabía que
no se iba a atrever, su esposo la buscaría y le pediría que volviera, y ella
sentiría lástima y regresaría con él. Ya era tarde para ellos.
A las dos
semanas Antonio tuvo una descompensación cardíaca y lo internaron. La
ambulancia fue a buscarlo a la fábrica y lo llevó al hospital. Ernesto lo fue a
visitar allí. Estaba rodeado de dirigentes del partido. Ernesto le hizo un
gesto, en señal de complicidad, dándole a entender que su madre le mandaba
saludos, y a Antonio se le humedecieron los ojos. A los dos días había
fallecido. Lo velaron en la funeraria de la ciudad. Hubo un desfile de
militantes y dirigentes frente a su féretro. Elisa le pidió a su hijo que la
acompañara, quería verlo por última vez. Fueron juntos. Los que rodeaban el
féretro se hicieron a un lado cuando la vieron. Elisa le aferró el brazo a su
hijo y se apoyó en él. Sintió que desfallecía. Luego volvieron a su casa y se
puso a llorar amargamente. Su hijo no sabía cómo consolarla.
Durante los
días siguientes casi no se levantó de la cama. Estaba deprimida y lloraba. Su
esposo, que no se dio cuenta de nada, quiso llamar al médico, pero ella se
negó. Finalmente logró levantarse.
A principios
de agosto ya se sentía mejor. Un domingo su hijo invitó a su novia a almorzar
con ellos. Querían darles una buena noticia: Graciela estaba embarazada y se
iban a casar. Su madre lo abrazó emocionada. Le dio gracias a Dios. Juan abrazó
a su hijo y después a su mujer. Se tomaron de la mano. “¿Viste Elisa que Dios
es bueno?”, le dijo. Elisa asintió.
Se quedarían
solos en la casa. Quizá le conviniera buscarse un trabajo. Le gustaba la
repostería. Le dijo a Juan que iba a preparar tortas para venderles a las
esposas de los compañeros de la fábrica. Así se ganaría unos pesos. Juan le
dijo que no era necesario. Ella le respondió que quería ser independiente y tener
su propio dinero para hacerle regalos a su nieto. Al primero, y a los vinieran
después. Ya era hora de que también su hija le diera nietos. Juan le dijo que a
él le iba a gustar ser abuelo.
Esa noche
durmieron abrazados. El quiso hacer el amor, pero ella no quiso. Le preguntó a
su marido si él creía que en la vida había que resignarse. Juan le dijo que en
cierto modo sí, cuando uno era viejo ya había vivido lo suyo. Ya no se podía
empezar de nuevo. Pero a ellos, gracias a dios, no les faltaba nada.
El padre
Marcelo Casares era profesor de
Historia en el Colegio Nacional No. 2 de Avellaneda y tenía horas en dos
colegios más de Capital. Había enseñado Historia Argentina en el Profesorado de
La Plata, pero, después de varios años, lo dejó. Era demasiado viaje. Tenía que
ir tres veces por semana hasta La Plata y el salario no lo justificaba. Entre
Avellaneda y Capital tenía más de cuarenta horas de cátedra y ganaba un sueldo
respetable. Estaba separado de su mujer y tenía una sola hija. Evangelina había
nacido en 1955, después de la caída de Perón.
El Peronismo había marcado a toda su
generación. Cuando cayó Perón él ya era profesor y los militares lo
suspendieron en varias de sus cátedras. No le explicaron por qué. Un colega le
sugirió que estaban averiguando antecedentes. Querían saber si había apoyado al
régimen. En el Nacional de Capital, fue el portero quien le avisó que ya no
podía dar clases. Por suerte, un mes después el interventor le devolvió sus
horas de trabajo. Marcelo no militaba en ningún partido, aunque le interesaba
la política. Todos sus amigos y compañeros de trabajo eran antiperonistas. El
no. Se había dado cuenta que el Peronismo era un fenómeno complejo, y sus
colegas no lo entendían. Sostenían que Perón era fascista y él creía que no lo
era. Era populista, y no todo populismo era de derecha, como el fascismo. Podía
haber un populismo de izquierda, como era, por ejemplo, el populismo del
General de Gaulle en Francia. Sus colegas no se horrorizaron cuando la aviación
bombardeó la Plaza de Mayo en junio del 55. El dijo que había sido una masacre.
Una masacre de civiles, del pueblo, a plena luz del día. Marcelo no desfiló por
el centro de Buenos Aires, dando vivas, como muchos de sus amigos cuando tomó
el poder la Libertadora. Tampoco justificó que condenaran y prohibieran al
Peronismo. El Ejército estaba dispuesto a todo. Habían pasado tantas cosas en
Argentina.
Marcelo Casares era un individuo
talentoso y de carácter contradictorio. Tenía grandes ideas, pero no era un
hombre de acción. Era tímido y depresivo. Se había casado en 1953, al año
siguiente de la muerte de Evita. Su mujer era una chica vecina de su barrio.
Marcelo se había criado en Barracas, en un ambiente obrero y militante.
Alquilaron una casa en Avenida Montes de Oca y Brandsen. Estaban cerca de la
estación Constitución y, tomando un colectivo, se llegaba al centro en minutos.
También podía ir con rapidez a su trabajo en Avellaneda.
A su mujer se la había elegido un
poco su mamá. Sus amigos decían que él tenía poca personalidad, se dejaba
dominar. Lo que pasaba era que su madre era especial. Había sido maestra y era
una gran lectora. Ella hubiera querido que él estudiara letras y fuera
escritor. Pero a él le gustaba la historia y la política. El confiaba en su
madre. Amalia, su novia y después su esposa, conoció a su mamá antes que a él.
Al tiempo su madre le empezó a decir que Amalia era una chica inteligente, que
era poeta, que por qué no la invitaba a salir para hablar de literatura. Para
no contrariarla aceptó su sugerencia y al tiempo se hicieron novios. Ella
estudiaba letras, pero luego dejó y empezó a trabajar de Secretaria Ejecutiva
en el Banco Provincia. Era un buen trabajo, con horario corrido y excelentes
beneficios. Cuando quedó embarazada, a principios de 1955, ya la relación no
andaba bien. El sentía que ella quería controlar todo y a él no le gustaba que
lo dominaran. Amalia era manipuladora y usaba a su mamá para lograr lo que
quería. Su papá se lo había advertido. Le había dicho que era acomplejada y
difícil. Pero él fue débil. Debería haberse impuesto. Lo mató su pasividad, a
todo le decía que sí.
Su timidez le traía problemas. En su
trabajo sus colegas se aprovechaban de él. Se la pasaban intrigando para
hacerlo quedar mal con el director del Colegio. El se sentía criticado y
rechazado y se aislaba más. La situación fue empeorando con los años.
El 20 de noviembre de 1955 nació su
hija. Estaba feliz. Se parecía a él. La relación con su mujer, después del
nacimiento de la nena, no mejoró. Les resultaba muy difícil gozar juntos en la
cama. El procuraba estar fuera de la casa todo lo posible. Los fines de semana
se iba a estudiar a la Biblioteca Nacional en la calle México. Cuando regresaba
a casa se ponía a jugar con su hija. La levantaba en brazos, la acunaba y le
hablaba como si él también fuera un bebé. Evangelina se reía y celebraba todas
sus monadas. La casa donde vivían era grande y estaban cómodos. Tenía dos
dormitorios y una sala grande. Su mujer pasaba mucho tiempo en la cocina, y él
se ponía a leer o a corregir tareas en la sala. Cada tanto iba al dormitorio de
su hija para tenerla en brazos y ver si estaba bien.
Con su esposa conversaban muy poco.
Marcelo no tenía personas de confianza en su trabajo. Sus colegas eran muy
chismosos. Sus padres vivían cerca de ellos y venían seguido a visitar a su
nieta. Su madre era una mujer inteligente. No le interesaba la política, sólo
hablaba de novelas y de poesía. Su padre era empleado de comercio y discutía
con él sobre cuestiones sindicales. Era tímido también y las conversaciones
terminaban pronto. El silencio y el aburrimiento los iba ganando. La ciudad, la
vida en Buenos Aires, tenía en esos momentos un tono menor, apagado y monótono.
Los obreros de las fábricas de
Barracas y Avellaneda resistían. Los pobres eran peronistas. Conspiraban y se
reunían en secreto, ponían “caños”. En el Colegio la mayoría de los profesores
simpatizaba con la política del gobierno militar. Casi todos eran “gorilas”. Marcelo hablaba poco con ellos.
Vivía en su propio mundo, en sus fantasías. Era excelente lector. Le gustaba la
historia argentina del siglo XIX. Sus autores favoritos eran Sarmiento y
Mansilla. Investigaba sobre las guerras civiles. Admiraba el Martín Fierro y celebraba el coraje de
Hernández, que había denunciado al Ejército por los atropellos que cometía
contra los gauchos. El problema no había desaparecido. El autoritarismo se veía
dondequiera. Los militares trataban a la población civil como a delincuentes.
Los mismos profesores se contagiaban y muchos humillaban a los estudiantes.
Cuando su hija cumplió tres años, él
y su mujer se separaron. En Argentina no había divorcio, así que tenían que
quedarse en esa condición indefinidamente. Le pidió ayuda a su mamá para que
arreglara con Amalia el tema de las visitas a la nena. El le pasaba a Amalia
una cantidad generosa de dinero todos los meses. Trabajaba mucho y no tenía
demasiado en qué gastar. Prefería que su hija estuviera bien. Se fue a vivir a
una pensión en Constitución, en calle Brasil. Le quedaba cerca de la casa de su
ex-mujer, estaba bien conectado con el sur y el centro de la ciudad. Además, le
gustaba el color local del barrio. Había mucha gente del interior que vivía en
el “hotel”, como le llamaba la dueña. Obreros peronistas. Le gustaba el mundo
popular, lo idealizaba. Había leído mucho de marxismo y pensaba que en unos
pocos años la Argentina estaría lista para una revolución. Ya los peronistas
habían logrado muchas cosas. Cuando triunfó la revolución cubana, en 1959, y el
Che empezó a aparecer en las tapas de los diarios, pensó que se venían grandes
épocas de cambio en Hispanoamérica. No sabía si la Argentina iba a estar
preparada para esos cambios.
Llevaba a pasear a su hija todos los
sábados y domingos. Su interés en la nena fue en aumento. Todo el amor que no
sentía por la madre, a quien no aguantaba, lo sentía por la hija. Sus
“diálogos” infantiles con Evangelina eran tiernos y poéticos. Podía estar horas
jugando con ella. La llevaba con frecuencia a la casa de la abuela. Evangelina
se entendía muy bien con ella. Había sido maestra muchos años y sabía cómo
tratar a las niñas. Le leía poemas, que Evangelina parecía disfrutar
inmensamente.
Pasó el tiempo y Evangelina aprendió
a leer. Le encantaba la escuela. Era una niña despierta y coqueta. El padre
sentía que su hija lo quería mucho. Esperaba que llegara el fin de semana para
salir a pasear con ella. La llevaba al cine con frecuencia. Se tenía que quedar
a ver la misma película dos o tres veces, porque Evangelina no se conformaba
con verla una sola vez. “¡Otra, otra!”, le decía, y él se resignaba a repetir
las películas de Walt Disney hasta el cansancio. Al tiempo la madre se puso de
novio, y aceptó que la nena se quedara a dormir con él los sábados en la
pensión. La dueña agregó un catre en su habitación, para que cada uno tuviera
su cama. Pasar la noche en compañía de Evangelina era de lo más divertido. Ella
no paraba de hablar y de reírse. Se la pasaba saltando en la cama y haciendo
monadas.
Marcelo se había hecho amigo de una vecina, Graciela, una señora
relativamente joven, que lo pretendía. En la pensión Marcelo era “el profesor”
y lo respetaban. Para los pensionistas, entre los que había estudiantes
universitarios venidos del interior y trabajadores pobres con familia, el de
profesor era un título importante. Admiraban a las personas que sabían, y
algunos lo consultaban y le pedían consejos.
Graciela trabajaba en una fábrica de plásticos en Parque Patricios y se
había encariñado con él. Lo invitaba con platos de comida y a veces le lavaba
la ropa. Cuando traía a Evangelina los fines de semana, lo ayudaba. Ella no
tenía hijos. Le compraba muñecas y juguetes. Lo que Graciela se proponía era acostarse
con Marcelo, pero el profesor no era fácil. Prefería las mujeres cultas de
clase media. Como era depresivo, Marcelo hacía muy poco por salir de su
soltería. No trataba de buscar amigas ni de conocer mujeres de su edad. Terminó
aceptando la relación con Graciela. Esta le preparaba empanadas, pastel de papa
y otras comidas criollas, a las que les llamaba sus “comidas peronistas”
(Graciela era peronista y se la pasaba hablando de Perón, decía que iba a
volver pronto), y después se le metía en la cama. Una vez allí era bastante
buena. Era una mujer tierna y tenía sentido de lo erótico. El no estaba
enamorado, pero le gustaba dormir en compañía.
La relación de su ex-mujer con su novio se hizo más formal. Quería
casarse con él, pero en Argentina, en esa época, no había divorcio. Una
posibilidad era divorciarse y volver a casarse en Paraguay, aunque en Argentina
no tuviera valor. Se quedaba en casa de su pareja los fines de semana y se
acostumbró a que Marcelo se llevara la nena. Evangelina se hizo amiga de Graciela,
que le enseñaba a cocinar. Ya sabía hacerle el repulgue a las empanadas. Entre
los poemas que le leía la abuela y las empanadas que hacía con Graciela,
Evangelina se estaba transformando en una argentinita modelo. Cuando cumplió
nueve años el padre se la llevó a veranear a Río Ceballos. Fueron los dos
solos. Se bañaban en un arroyito de agua fría y la llevaba a caminar y a andar
a caballo. Al principio le tenía miedo al animal, pero cuando vio que era manso
se encariñó con él y le hablaba. El caballo parecía escucharla.
Fueron pasando los años y llegó la adolescencia. Evangelina se preparaba
para entrar a la Escuela Normal. Era el año mágico de 1968. Marcelo ya no vivía
en la pensión ni seguía su relación con Graciela. Se había ido a vivir a un departamento
alquilado de dos ambientes en el centro, en Charcas y Cangallo. Le encantaba
caminar por las calles del centro: Florida, Corrientes. Se había hecho
aficionado al teatro. Estaba bien establecido en su trabajo y vivía
cómodamente. La relación con su hija se había ido afianzando con los años.
Evangelina y su papá hablaban mucho. Eran dos charlatanes interminables.
Llevaba a su hija con frecuencia al teatro, especialmente al San Martín y al
Cervantes. Veían todo tipo de obras. Ibsen, Shakespeare, Brecht y las
creaciones de los jóvenes directores argentinos: Talesnik, Gorostiza, Dragún y
Cossa. En 1969 Marcelo vio una película que lo impactó profundamente: La hora de los hornos. La proyectaron en
una fábrica de Barracas y duraba nueve horas. Era una película documental
clandestina. La había recomendado un compañero de trabajo. En la puerta había
unos obreros de custodia, por si venía la policía. La película demostraba la
importancia que habían tenido los años de la Resistencia peronista en la
política nacional. El mundo estaba en esos momentos en convulsión. Rosario y
Córdoba se rebelaron. La insurrección estaba en el aire.
En el colegio los estudiantes le empezaron a pedir nuevos contenidos.
Hicieron huelga y no querían entrar a clase. Un día, en su curso de Historia
les habló de un libro de Perón, La hora
de los pueblos, y los muchachos dijeron que querían leerlo. El libro estaba
prohibido, les explicó, no podía llevárselo a la clase. Desde ese momento le
hicieron fama de “profesor peronista”. Por la noche, a veces, iba a tomar café
al bar “La Paz”, que era un refugio de artistas e intelectuales. Muchos eran
guevaristas, se dejaban crecer la barba y soñaban con ir a pelear en la
guerrilla. Otros eran hippies. La vida en Buenos Aires estaba transformada. Llevó
varias veces a su hija al bar “La Paz”.
Evangelina se acercaba a los 15 años, tenía muchas amigas en su escuela
y ya miraba a los muchachos. Los adolescentes hacían reuniones y fiestas, y con
frecuencia le decía a su padre que no podía verlo porque tenía que salir con
sus amigas. Marcelo lo aceptaba, pero presentaba sus quejas. Le decía que nada
debía romper el vínculo entre ellos, era probable que en el futuro se vieran
menos, pero el diálogo no debía interrumpirse. Evangelina era una chica inquieta,
estaba bastante bien informada, pero a su edad lo más importante eran las
reuniones con sus amigas. Se había hecho compinche de su mamá, que seguía con
la rutina de su trabajo en el Banco. Su novio, que era abogado, pasaba mucho
tiempo en su casa. Evangelina simpatizaba con él, aunque le parecía demasiado
serio.
Marcelo se iba quedando más solo, y sabía que tenía que aceptarlo. Había
pasado los cuarenta años y le era difícil acercarse a la gente. Ya encontraría
en qué ocuparse. Pensó en militar en política. La actividad política era
clandestina y, por lo tanto, heroica. Su personalidad, sin embargo, no servía
para eso. Era una lástima, porque ésa era una época apasionada y se hablaba de
grandes cambios en el mundo. Había vivido gran parte de su vida bajo gobiernos
militares, dictaduras. Era importante resistir y luchar. Decía que él era un
rebelde de café y de escritorio. La rebelión pasaba por su fantasía. Su
realidad era de rutina y trabajo. Salía poco por las noches. Si no veía a su
hija, o no hacía algo con ella, se quedaba a estudiar. Se puso a escribir un
ensayo sobre Los condenados de la tierra,
de Frantz Fanon. No era habitual para él escribir. Prefería leer y estudiar.
Quien realmente se aficionó a la escritura fue su hija. A los quince
años le dijo que estaba escribiendo poemas y le mostró algunos. Le parecieron
buenos, tenía talento para la literatura. Era 1970, el año en que aparecieron
los Montoneros y asesinaron a Aramburu. En el café La Paz tuvo largas
discusiones con amigos, sobre si un ejército del pueblo tenía derecho a hacer
un juicio y condenar a alguien a muerte. El estuvo de acuerdo en que Aramburu
era el militar más odiado. Había fusilado a trabajadores en La Plata. Era
responsable por el desastre político de los últimos quince años. Estaba bien
que el pueblo lo juzgara. Pocos meses después, la mayor parte de los
responsables del secuestro habían muerto. Se desató la lucha armada. La Federal
se metía a cada rato en el La Paz a amenazar e insultar a la gente. A veces se
llevaban detenido a alguno. La ciudad se fue poniendo peligrosa.
Mientras tanto Evangelina se estaba volviendo una adolescente hermosa.
Era muy sociable y tenía muchos amigos. Marcelo notó un cambio en los
estudiantes del colegio. Hablaban en voz alta de política. La dictadura ya no
los amedrentaba. Evangelina evitaba salir con él, decía que ninguna de sus
amigas hacía planes con el papá. Marcelo trataba de explicarle que su situación
era distinta, ellos siempre habían sido amigos, y un padre y una hija tenían
que hablar. La verdad era que Marcelo estaba muy apegado a su hija. Se apoyaba
en ella, su vida personal no era buena. Fracasaba en sus relaciones afectivas.
Vivía solo. Su hija era para él un gran consuelo. Era un cable a tierra. No
sabía qué sería de su vida sin ella.
Evangelina había sacado muchas cosas de él. Le interesaba la política.
Su carácter era más dado que el de su padre. Era popular en la escuela con sus
amigas, tenía liderazgo. Esos fueron años muy importantes para ella. Cuando
tenía dieciséis años empezó a militar en un movimiento estudiantil clandestino.
En esa época las reuniones políticas estaban prohibidas. No se lo contó a su
padre, pero él sospechaba. Evangelina había madurado, hablaba del país, le
preguntaba sobre los años del peronismo y le pidió que le explicara qué era el
marxismo y el guevarismo. El le dijo que tuviera cuidado, que no se metiera en
problemas. Pero las adolescentes no escuchan. El a veces iba a verla a la
salida de la escuela. Si ella estaba con sus amigas no se acercaba. No quería
inmiscuirse en su vida o que pensara que la vigilaba. Sólo quería verla.
Siempre había chicos que iban a buscar a las chicas a la Escuela Normal. Pronto
descubrió que ella también tenía un amigo que la esperaba. Era bastante alto,
hacían buena pareja. Al principio sintió un poco de rechazo, pero después pensó
que era propio de la edad.
En 1972 los militares convocaron a elecciones. 1973 fue un año muy
agitado. Perón regresó al país y el Presidente Cámpora ordenó que se abrieran
las cárceles. Los prisioneros políticos recuperaron su libertad. Luego renunció
para que hubiera elecciones con Perón: no se podía excluir del proceso político
al líder más popular de la Argentina. En los colegios los jóvenes se rebelaron
contra el gobierno y hubo una toma general. En el suyo él apoyó a los
estudiantes. Le preguntaron si quería asumir algún cargo directivo. Los jóvenes
lo querían. Dijo que no, pero recomendó a un colega, que era progresista y
tenía talento administrativo.
Su hija, pudo comprobarlo, estaba militando. Finalmente era legal
pertenecer a un partido político. El le habló directamente del asunto. “Soy
peronista”, le dijo Evangelina, “de la J. P.” Cuando regresó Perón al país su
hija fue a Ezeiza a recibirlo con un grupo de jóvenes del partido. Marcelo escuchó
que había habido un tiroteo en las inmediaciones del aeropuerto y temblaba de
miedo. Temía que le pasara algo a su hija. En el año 74 Evangelina tenía 18
años y empezó la universidad. Decidió estudiar Abogacía. También le interesaba
Letras, pero prefirió seguir Derecho. Le dijo que quería tener una carrera que
la pusiera en contacto con la realidad del país y le permitiera hacer cosas,
cambiar el mundo. Deseaba involucrarse en la vida política.
Marcelo pensó que su hija era todo lo que él había querido ser y no
había podido. Su timidez, su falta de decisión, habían sido sus enemigos. Le
había costado tanto vivir. Pasaba tan pocos momentos buenos. Tenía sus libros,
eso sí, la historia, pero la soledad le provocaba sufrimientos. La vida no
había sido demasiado generosa con él. Estaba feliz de tener una hija como
Evangelina. Ella continuaría su sueño: era inteligente, decidida, arriesgada.
Tenía ideales. Se sentía justificado como padre.
En el 74 murió Perón, y la situación política se precipitó. Marcelo, preocupado,
habló con su hija. Le preguntó si era Montonera. Su hija se lo admitió. Dijo
que el peronismo era el futuro del país. No creía en el ERP. Los marxistas se
equivocaban. Había que luchar por los pobres, pero todos unidos como país, en
una comunidad nacional organizada. Perón había dejado un gran legado. Estaba en
el Centro de Estudiantes de su Universidad. Tenía un gran liderazgo. Marcelo le
preguntó si seguía escribiendo poesía. Reconoció que no mucho. Más importante
que escribir, era hacer la revolución. Era lo que el pueblo esperaba de ellos.
Durante el 75 Marcelo la veía poco. Se había hecho novia de un muchacho
de su misma tendencia política. La Triple AAA mataba cada vez más militantes.
Marcelo sufría por su hija. Se preguntó que iba a hacer él si la llevaban
presa. ¿Qué tenía en su vida además de su hija? Muy poco, se dijo. Ella le daba
sentido. Sus cosas habían fracasado. Quizá fuese un buen momento para escribir
un ensayo. Estaba siendo testigo de un momento histórico importante. Había nacido
en 1928, como el Che, y llevaba una chispa rebelde oculta dentro suyo. Sus
clases de historia argentina eran muy populares. Sus estudiantes celebraban sus
ideas.
Evangelina dejó su casa. Ya no vivía con la madre. Se fue a vivir con
varios amigos. Compartían una casa grande en Palermo. Finalmente llegó el golpe
del 76. Los militantes entendieron que se venía la pesada. Los militares
empezaron a secuestrar gente. Un día Marcelo fue a buscar a su hija a su casa
en Palermo y ya no estaba. Un amigo de su novio le dijo que se habían ido, por
cuestiones de seguridad. El Ejército los estaba persiguiendo. Le pidió por
favor que le dijera a Evangelina que necesitaba verla. Que se pusiera en
contacto con él. Un día salía de dar clase en el Colegio cuando vio al novio de
su hija en la esquina. Le hizo señas. Marcelo se acercó. Le dijo que lo iba a
llevar adonde estaba Evangelina para que la viera. Los esperaba un auto. Se
subieron y anduvieron un buen rato. Llegaron a una casa en el sur de la ciudad.
Era una calle arbolada. Su hija salió a recibirlo, se abrazaron largamente. Le
dijo que no sabía cuántas veces iba a poder verlo en el futuro cercano. Era muy
peligroso ver familiares. Quería decirle que lo quería mucho y había sido muy
importante para ella. Le confesó que tenía confianza en la lucha, y que había
heredado de él el temple y el amor a la verdad. Marcelo sintió que quería
llorar, pero optó por apretarle la mano.
Después lo regresaron hasta la parada del ómnibus y se volvió solo.
Pasaron meses sin que la volviera a ver. Un profesor amigo le dijo que la
situación se estaba poniendo imposible para los militantes. El Ejército
secuestraba, torturaba, asesinaba. No se sabía cuántos habían caído. Las
organizaciones políticas luchaban a muerte.
Se planteó qué haría si le pasaba algo a su hija, si la encarcelaban, si
la torturaban. ¿Y si la mataban? No estaba preparado para algo así. Se dijo que
la vida de su hija valía mucho más que la suya. Tenía que defenderla. ¿Pero
cómo? ¿Cómo? Como fuera, pensó. Quizá lo mejor sería dejarse llevar por la
desesperación. Comprarse un arma. Prepararse para defender la vida. Pero no se
sintió capaz. Era más fácil dejarse matar que herir a alguien. Era incapaz de
ninguna violencia. Y el mundo en que vivía llamaba a la acción. El no estaba
preparado. Si apresaban a su hija iría a rescatarla, a defenderla. Nadie podría
hacerle mal.
El día tan temido llegó. Recibió una llamada telefónica de su ex-mujer.
Le dijo que habían secuestrado a su hija. Trató de averiguar más. Su ex-mujer
no sabía nada. Quiso volver a la casa donde se había encontrado con su hija,
pero no pudo reconocerla. Finalmente recibió una llamada del novio de ella. Le
dijo que la habían herido y se la habían llevado a la Escuela de Mecánica de la
Armada. Temían por su vida. Pensó en el sufrimiento de Evangelina, ¿la
torturarían aun estando herida?
Estuvo toda la noche pensando qué hacer. Llamó a uno de sus compañeros
de trabajo. Le confirmó que en la Escuela de Mecánica de la Armada tenían a
militantes presos. Había gran cantidad de desaparecidos. Era febrero de 1977.
Le dijo que iba a ir allí a preguntar por su hija. El otro le advirtió que era
demasiado arriesgado. Podía no salir. Torturaban y había familiares de los
militantes que también habían desaparecido. Marcelo lo pensó. ¿Podía él aceptar
que su hija no regresara, no verla más? ¿Qué era su vida sin ella? Tantos años
de verla crecer. No sabía qué podía pasarle, pero decidió ir. Nunca había hecho
nada que valiera la pena. Quizá esa fuera su única cuota de valor, pero lo justificaba.
Se sintió fuerte. Sintió indignación. Sintió coraje. Sintió ganas de ir y
enfrentar al Ejército, insultarlos, agarrar a algún oficial a trompadas.
Finalmente se tomó el 29 y fue hasta la Escuela de Mecánica de la
Armada. Se presentó a la guardia.
- Soy el
padre de Evangelina Casares - les anunció - Me dijeron que mi hija puede estar
aquí.
Los dos
soldados de guardia se miraron. Uno agarró el teléfono.
- Aquí
hablan de la guardia. Un señor busca a una tal Evangelina Casares. Dice que es
el padre.
Al rato
aparecieron dos hombres de uniforme. Uno se presentó.
- Soy el
Capitán Acosta. ¿Ud. busca a Evangelina Casares?
- Sí señor
- le respondió con firmeza.
- Pase,
pase, yo lo voy a mostrar dónde está la señorita Evangelina Casares.
Caminaron hacia el edificio encolumnado de la Escuela. Contempló los pinos que flanqueaban el frente. Estaba oscureciendo.
Respiró hondo, para darse valor. Sintió
que en pocos momentos más se iba a encontrar con su hija. Sospechaba lo que
podía pasarle. Se dijo que no tenía miedo.
El vuelo
Lo
habían capturado esa tarde. Enseguida lo llevaron al interrogatorio. Lo
torturaron durante media hora. Era todo lo que había necesitado. No había sido
más bravo ni más duro que los otros. Al principio no quería hablar, gritaba
mucho, lloraba, llamaba a su madre. Pero cuando el Angel le acercó la picana a
los huevos allí todo cambió. Se retorció como un alambre y gritó y lloró al
mismo tiempo. Dijo que pararan, que iba a hablar. Dio dos o tres nombres. Juró
que era todo lo que sabía. Seguramente era cierto, pero por las dudas siguieron
torturándolo durante la media hora reglamentaria.
Pusieron cuidado. No querían que tuviera un paro
cardíaco y se muriera, ni que se cagara encima. El Angel era un experto, sabía
cómo hacer las cosas. En las tetillas, en la boca, en los huevos. También le
pegaron con un palo…en el pecho, en las piernas, en la espalda… Tenía la
capucha puesta. Podía oír las voces y las risas, y escuchaba las amenazas.
Repitió los mismos nombres una y otra vez y agregó otro más. Los anotaron e
Inteligencia procedió a enviar a los Grupos de Tarea a buscar a los nuevos
sospechosos. En un día o dos pasarían por allí, seguramente, y los
interrogarían. Se proponían terminar con todos. ¿Con todos? Con todos…
Lo sacaron del cuarto de torturas y lo llevaron a una
celda. Lo arrojaron al suelo sobre una colchoneta. Le tiraron una manta para
que se cubriera. Hacía frío. Era el mes de mayo. Le dolían los músculos de todo
el cuerpo. No se había desmayado durante la tortura. Pensó que ya había pasado
lo peor. Había hablado. Sintió culpa. Pero se dijo que estaba todo calculado.
Así había quedado con sus compañeros. Aguantar todo lo posible la tortura y
después cantar. Los otros, al ver que él no se comunicaba, se esconderían,
escaparían y la célula se salvaría. Si podían…
Trató
de dormir…Pensó en todo lo que había vivido. En el grupo de hombres armados
vestidos de civil que irrumpió en casa de su madre, a poco de haber llegado él,
en medio de gritos. El llanto aterrorizado de ésta y él tratando de calmarla,
diciéndole que todo iba a estar bien. Pidió a los que le apuntaban que no le
apuntaran a ella, que era un mar de lágrimas. Se entregó. Lo arrastraron al
Falcon, en medio de culatazos. Lo encapucharon. Lo tiraron al piso y después de
media hora entraron en un edificio. Lo metieron en un cuarto y lo dejaron
esperando. De allí lo sacaron para interrogarlo, para torturarlo. “Decí todo,
la puta que te parió”, le gritaban. Y le daban picana.
Allí oyó por primera vez el nombre “Angel”. Le llamó
la atención y le pareció una burla. El también tenía su apodo de guerra, era
“Ernesto”, como el Che. Se preguntó si habrían capturado a los otros. Rogó que
no. Los peronistas sabían defenderse y luchar, eran resistentes. Perón les había
enseñado que la guerra era política. No se ganaba sólo con las armas, había que
tener la razón y los derechos. Y los militares tenían armas, pero no la razón.
Eran ilegítimos, cipayos al servicio del imperialismo, como tantas veces los
había denunciado Perón. Buscaba la victoria, no le gustaba perder. Pensó en su
madre, que estaría llorando, asustada. Un día el mundo sería diferente,
triunfaría el pueblo, habría justicia social. Finalmente se cubrió con la manta
y se durmió.
Tuvo
un sueño extraño. Soñó que iba en un avión. Todo era muy azul. Aparecieron
algunas nubes. Se sintió en el aire. No entendía bien qué pasaba. Estaba
rodeado de pájaros. Veía el sol a lo lejos, como una esfera brillante. Estaba
volando. El viento le acariciaba la cara. Al fondo veía una superficie verde
esmeralda. Era el mar. Estaba planeando encima de él. Se iba acercando a la
superficie. De pronto se zambulló, como una grulla o un pez. Sintió el placer
del contacto del agua. Nadó hacia la profundidad del océano. Vio pasar peces de
colores que lo miraban con asombro. A medida que avanzaba todo era más oscuro,
la noche del mar. Se desesperó. En la profundidad, vio una luz. Nadó hacia
ella. Era la entrada de una gruta marina. Se introdujo. En el centro de la
gruta había un gran resplandor. Miró fijamente y vio a Dios, vestido de blanco.
Tenía el pelo largo y barba, como el Cristo de las estampitas. Dios le dijo que
había llegado el momento. El juicio final se acercaba. Y la resurrección de la
carne. Vio que a su alrededor había otros, esperando ese momento. Sintió que
alguien le tocaba el hombro. Se dio vuelta. Se encontró con la mirada de Perón.
De la mano llevaba a Evita. Ella era pequeña, casi una niña. El le dijo a
Perón: “Hasta la victoria”. Empezó a recitar un poema sobre Dios y la vida
eterna. En el estribillo repetía la palabra “Argentina”.
El
sueño concluyó de repente. Se despertó. Se movió, incómodo, sobre la
colchoneta. Se acurrucó. Tenía frío. Le dolían los músculos. Trató de relajarse
y volverse a dormir. En el entresueño su mente se pobló de imágenes. Recordó
los días de su adolescencia cuando iba al Colegio. Salía muy temprano por la
mañana, aún estaba oscuro. Recordó los focos de luces amarillas de la calle,
moviéndose con el viento. Recordó las visitas que hacía a su abuela española.
Le ofrecía manjares cocinados por su mano. Le preparaba las comidas que le
gustaban: papas fritas, bife a caballo, arroz con leche. Recordó cuando fue a
jugar el picado de fútbol con los compañeros de sexto grado. Los chicos pobres
de la villa que estaba frente al parque donde jugaban los desafiaron a un
partido. Ellos, los chicos de clase media, les ganaron. En venganza, los chicos
de la villa los atacaron. Iban y venían piñas y patadas. Los villeros eran más
duros. Finalmente él y sus compañeros huyeron. El campo fue de los otros.
Se
despertó momentáneamente. Sintió que le dolía el cuerpo, pero aún más le dolía
el espíritu. Sentía vergüenza y culpa. Había hablado. Pensó en su novia,
Elvira. Ella también era militante y estaba en una célula distinta a la suya.
El partido lo había hecho a propósito. Si algo iba mal, no querían que los
agarraran juntos. Rogó que estuviera libre. No aguantaría la tortura. Era
demasiado tierna y dulce. Recordó cuando hacían el amor. Ultimamente ya no se
cuidaban. Así era la guerra. Apostaban a la vida y sabían que la muerte los
cercaba. Querían vivir. Pensó que quizá ella estuviera embarazada. Si así fuera
nadie la tocaría en caso que la agarraran. Los militares no se animarían a
torturar a una embarazada. Nacería su hijo. Si algo le pasaba a él, su hijo un
día lo vengaría. Rogó a Dios por Elvira. Que no le pasara nada. La amaba. Hacía
dos años que se habían conocido. Habían convivido los últimos seis meses. El
había cumplido ya los veinte años, y ella tenía diecinueve. Empezaron a militar
en la escuela secundaria. Se conocieron en el Centro de Estudiantes. Dos de sus
amigos del Colegio habían desaparecido. Pensaban que los habían asesinado.
Cuando
terminó la secundaria empezó a militar en el Partido. Había entrado a estudiar
Derecho. Allí empezó a leer a Perón. Otros leían a Marx, él prefería leer al
viejo. Perón tenía su doctrina, a pesar de lo que decían los marxistas. Si
hubieran leído La hora de los pueblos y
Modelo argentino se hubieran
convencido de que él tenía razón. Modelo
argentino era el testamento político del gran viejo. Lo había anunciado en
su último discurso del 1º de mayo, antes de morir. Pensó en los Montoneros y en
el General Aramburu. Fueron los únicos que se animaron a juzgarlo. Había sido
un enemigo del pueblo. Ellos habían tenido la autoridad para hacerlo. Aramburu
era un símbolo de la arrogancia del Ejército, que había traicionado a la
nación. Los militares habían creado un estado policial al servicio del
imperialismo. ¡Cipayos! Así los llamaba Perón. Aramburu había fusilado a
trabajadores inocentes en La Plata. Era un genocida. Los Montoneros lo habían
juzgado por sus crímenes en nombre del pueblo argentino y ese acto era parte de
su gloria. El General Aramburu había recibido su castigo.
No
sabía lo que iba a pasarle. Lo habían “chupado”. Esperaba que después de un
tiempo lo trasladaran a otra prisión, lo transfirieran. Creía que su calabozo
estaba en un sótano. ¿Dónde? No sabía. Cuando iba tirado en el piso del auto
donde lo llevaban pudo ver por el costado de la capucha que entraban en un
recinto arbolado. Quizá estuviera en Palermo o en Belgrano. ¿Sería la Escuela
de Mecánica de la Armada? Al que lo torturó le decían Angel. No le pudo ver la
cara. Daba lo mismo. Eran todos iguales. Enemigos del pueblo. Elvira, ¿estaría
embarazada? En esos momentos deseó intensamente tener un hijo, era su manera de
aferrarse a la vida.
Pensó en el General Quiroga. Siempre pensaba en
Facundo cuando algo le iba mal. Su amigo, Dalmacio, y él lo admiraban. Se
sentían montoneros. Juntos habían leído el Facundo,
sólo para refutar a Sarmiento, para demostrar que el sanjuanino estaba al
servicio del imperialismo inglés, que quería derrocar a Rosas y tener el país a
sus pies. Facundo había luchado toda su vida contra los enemigos del pueblo, y
lo habían asesinado infamemente. Rosas lo hizo enterrar de pie, listo a salir
de su tumba el gran Tigre, a luchar contra los enemigos de la patria. Habían
visitado con su amigo su tumba en la Recoleta. Morir luchando. Era una idea
hermosa. Facundo había pensado que nadie iba a animarse a matarlo, nadie
tendría el coraje. Su nombre metía miedo. El hombre que pudiera matarlo no
había nacido todavía. Pero lo mataron. Se equivocó Facundo. No importaba. Su
sombra terrible vivía, su alma estaba en el pueblo. Planeaba sobre los barrios
pobres y las villas miserias, para proteger a los descamisados. Su sombra los
impulsaba a luchar. La sombra de Facundo. La sombra de todos los montoneros que
defendieron la patria contra el imperialismo cipayo: Facundo, Felipe Varela, el
Chacho Peñaloza. La reacción se había encarnizado contra ellos, pero jamás
habían bajado las armas. La lucha era a muerte. ¡Patria o muerte!, se dijo. La
patria no tenía precio, no se vendía. Estaban en el país, sin embargo, aquellos
que la negociaban, los infames militares de la anti-patria. Los cipayos que
avergonzarían a San Martín. Debería regresar de la historia el Gran Capitán,
para echarlos de la Casa Rosada con un látigo, como echó Cristo del templo a
los mercaderes. Habían transformado a la patria en un infame mercado. Ahora
había que liberarla. Esa era una guerra de liberación y ellos eran los soldados
de Perón. La lucha continuaría, hasta la victoria. Después de los militares,
venían ellos. Los milicos caerían. Servían intereses espurios. Eran los lacayos
del imperialismo y la falsa religión. Una parte de la iglesia se había vuelto
contra el pueblo. Se encontraban por un lado los curas y monjas valientes que
amaban a la gente y se jugaban con ellos, los curas villeros, los curas
militantes, los sacrificados, los santos, y, por el otro, los curas de la
anti-patria, los que se aliaban a la curia internacional, los que adoraban el
oro de Washington y complotaban con los yanquis contra los pueblos.
Tenía
frío. La cobija sucia que le habían dado para taparse no era suficiente. La
colchoneta sobre la que estaba tirado era muy delgada y sentía el frío del
suelo de la celda. Le dolían los músculos en los sitios donde le habían
aplicado la picana. Tenía los testículos inflamados y necesitaba orinar. Se
dijo que ya había pasado lo peor. Era necesario aguantar. Había que pensar en
el futuro. En la lucha y en la victoria. Al final llegaría la victoria. Como
había dicho Bolívar, cuando el pueblo ha decidido ser libre nadie puede
pararlo, aunque se pierdan muchas vidas. Y allí estaba el ejemplo de Vietnam.
El genocidio yanqui no había logrado detener al pueblo vietnamita. Habían
bombardeado a los campesinos misérrimos con napalm, los habían envenenado con
agente naranja. El combustible líquido de las bombas quemaba sus chozas y se
metía en las cuevas donde se ocultaban. Morían como ratas en su madriguera. Los
yanquis no mostraban piedad ni compasión. Habían tenido la desfachatez de
masacrar cientos de miles, millones de campesinos pobres por el delito de
querer ser libres, y se llenaban la boca hablando de libertad. Esos grandes
asesinos de la historia. Pero los pueblos habían aprendido a luchar. Si no
fuera por esos milicos cipayos…vendidos al oro del imperialismo…Eran la vergüenza
de su patria…después de los grandes ejércitos populares del pasado, tener ahora
a esos cobardes hambreando a la gente y cobrando los dineros de Judas de sus
amos. Sólo el ejército nacional en épocas de Sarmiento y Avellaneda había sido
tan infame. El General Roca había dirigido la campaña del desierto. De un
“desierto” muy poblado. Habían sido los responsables de las masacres de indios.
Se habían robado las 45.000 leguas y después se llenaban la boca llamándose
civilizados. Asesinos de pueblos. Pero después vinieron Irigoyen y Perón y
cambiaron la historia. El pueblo siempre generaría sus líderes.
Pensó en el Che. El les había enseñado que
había que luchar por la Patria Grande, el gran sueño de Bolívar. Las luchas
nacionales continuarían más allá de las fronteras, hasta reunir la patria
latinoamericana. Como había dicho Perón, el siglo XXI los vería unidos o
esclavizados. ¿Cómo sería el siglo XXI? Quién podía saberlo. ¿Llegaría él al
siglo XXI? Quizá su hijo, si lo tenía (deseaba intensamente que su compañera
estuviera embarazada), fuera a ver el nuevo milenio. Quizá pudiera vivir en una
Argentina libre, en un mundo sin imperios, en un mundo de pueblos felices.
Lo habían picaneado y golpeado y le dolía el cuerpo,
pero aún más le dolía el espíritu de la vergüenza. Sentía culpa. Pensó que
pronto vendrían a levantarlo. Podría ir al baño, le darían algo caliente que
tomar, quizá mate y pan. Sería una bendición.
Al
rato sintió que se abría la puerta de su celda. “Preparate”, oyó una voz que le
decía. “¿Para qué?”, preguntó. “Va a haber un traslado.” “¿Adónde?” “A otro
sitio, creo que al sur”. Lo hicieron poner de pie, le sacaron por primera vez
la capucha. Pudo ver a su carcelero. Era un soldado moreno, seguro que un cabo,
o un suboficial de menor jerarquía. Apareció un hombre joven, vestido de civil.
Tenía un rostro agradable, de primer actor. Debía ser Angel. Angel sería, pero
el ángel de la muerte. Le había aplicado la picana en el interrogatorio. “Tenés
suerte”, le dijo Angel. “Te van a trasladar.” Vino un enfermero. “Te voy a dar
una vacuna, es contra el tétano, para que te conservés sano”, le dijo. Lo
inyectó en el brazo. De inmediato se empezó a sentir más ligero. Luego, un
cansancio extraño se fue apoderando de él. Pensó en el sueño que había tenido
durante la noche, cuando se sumergía en el mar, y llegaba a una gruta iluminada
y lo veía a Cristo. Allí estaba también el General junto a Evita. Dios los
había recibido. Pensó en un mundo eterno. Mientras se dormía se repetía las
palabras: “Hasta la victoria, hasta la victoria siempre”.
Viva la patria
El Comandante del III Cuerpo de Ejército, General de
División Luciano Benjamín Menéndez, arribará hoy a la provincia para presenciar
ejercicios militares, informando al respecto que “no son movimientos bélicos
sino ejercicios de instrucción…”
Consultado sobre las posibilidades de arribar a una
solución en el diferendo limítrofe con Chile, se declaró optimista... Retomando
el tema de los ejercicios…afirmó que “la obligación del Ejército es prepararse
para la guerra”…
La Nación,
17 de octubre de 1978.
El jueves 21 de diciembre de 1978 reclamará
seguramente una página de los estudiosos de la política exterior de la
Argentina y de Chile…un hecho nuevo suspendió el jueves los aprestos militares
para una crisis que tendía a “precipitarse en forma inminente”…El hecho nuevo
fue la comunicación oficial de Juan Pablo II a los gobiernos de Argentina y de
Chile de su disposición a enviar un representante personal…y examinar “la
posibilidad de un honorable arreglo pacífico” del litigio…la Casa Rosada se
apresuró a hacer saber a la opinión pública que el ofrecimiento papal había
sido aceptado…También lo aceptó Chile.
La Nación, 24 de diciembre de 1978.
Hacía un rato que había salido
la luna y las masas oscuras de montañas mostraban su accidentado perfil contra
el cielo estrellado. En el valle se divisaban las manchas blanquecinas de las
tiendas de campaña. Dentro de una de ellas, dos soldados conversaban en voz
baja.
- ¿Estuviste con la patrulla del Sargento Soto? -
dijo uno.
- No, por suerte - respondió el compañero.
- De la que te salvaste. Está hecho un hijo de
puta.
- Les están dando con todo también a ellos.
Se quedaron en silencio por un
momento. Hasta ellos llegaban los rumores y ruidos nocturnos. La luna
proyectaba sobre las paredes de la tienda una luz blanquecina. Cada tanto
cruzaba la sombra de algún centinela.
- Lo fusilaron al Rana, ¿te enteraste?
- Sí - dijo el compañero - lo mataron ayer a la
noche. Yo oí la descarga, pobre pibe…
- El flaco Gutiérrez se la pasó llorando…
Los dos rostros se volvieron casi al mismo
tiempo, hasta enfrentarse.
- Y al final, ¿qué va a pasar? - preguntó uno.
- ¿Quién lo sabe? - dijo el otro.
- ¿Vamos a entrar en batalla o no?
- Ya entramos en batalla…¿no te das cuenta? La
batalla entre los Oficiales y los soldados.
- Quiero decir… con los chilenos.
- No lo sé.
- No aguanto más todo esto - confesó su amigo, con
la respiración entrecortada - Me vuelven loco, creo que me voy a volver loco.
- Los Oficiales tienen la culpa. Ellos son los
que crean esta tensión.
- Cada noche durmiendo vestidos, con las
ametralladoras al alcance de la mano. No aguanto más… - dijo con un hilo de
voz, cubriéndose la cara con las manos.
- Es como oler la muerte - comentó su compañero -
Me contaron que uno en el Segundo Batallón se piantó totalmente. Agarró la
ametralladora, empezó a gritar y tiró ráfagas para cualquier lado. Mató a dos e
hirió a uno antes de que lo mataran a él. Al soldado que hirió le tuvieron que
cortar las piernas.
- Y nadie sabe concretamente qué es lo que está
pasando, ¿te das cuenta? Siempre rumores, rumores que circulan y pueden ser
ciertos o no.
- Pasan de boca en boca y se deforman - murmuró -
El miedo…es el miedo…
Miró hacia los costados. Se percibían en la
penumbra los cuerpos extendidos de los otros soldados. Luego se volvió hacia su
camarada.
- ¿Cómo podemos vivir así? - le preguntó.
- Y…- justificó el otro, abatido - uno se va
acostumbrando…
- Acostumbrando, sí, acostumbrando a morirse. Un
día nos dirán: “Bueno, llegó el momento, ése es el enemigo, está avanzando
hacia ustedes, ¡disparen!”
- Y nosotros haremos lo que ellos mandan.
- Y los otros, los enemigos, harán exactamente lo
mismo.
Escucharon
los pasos del centinela junto a la tienda. Se quedaron en silencio por unos
instantes. Oyeron voces de otros compañeros que, como ellos, murmuraban. Uno de
los amigos llamó al otro, tocándole el brazo.
- ¿Quién gana en este infierno? - le preguntó.
- Los que no están aquí. Nosotros todos perdemos,
ya no somos nosotros.
- Si solamente pudiéramos sacarnos la
incertidumbre de encima, saber cuándo y cómo… - murmuró, oprimiéndose las
sientes - …si desaparecieran estos fantasmas…
Se pasó la mano por la garganta y volvió la
cabeza hacia el costado.
- Es hora de dormir - dijo su amigo, tapándose
más con la manta.
- Imposible, no podré pegar los ojos, como
anoche.
El centinela se detuvo un momento en la puerta de
la tienda; luego, continuó la ronda.
-¿En qué pensás? - preguntó el soldado a su
compañero.
- Pienso, ¡si pudiéramos hacer algo!
- Sacátelo de la cabeza, es una locura.
- ¿Por qué? - insistió.
- Nos agarrarían y nos matarían, nos fusilarían
como al Rana.
- Al Rana lo fusilaron porque robó.
- Es lo mismo - dijo, molesto.
- Lo que se está planeando es diferente. Estamos
aquí, en este desierto montañoso, aguardando que nos ordenen avanzar y entrar
en batalla, sin saber si los Generales ya decidieron el momento para empezar la
guerra, o si por el contrario van a desistir y retirar las tropas. Y allá, en
las ciudades, hay hombres como nosotros, que esperan el desenlace de todo esto
para saber si tendrán que trabajar con los mismos patrones o con otros nuevos.
El compañero no respondió al
argumento. Permanecieron callados por algunos instantes.
- ¿Qué hacías antes de venir al frente? -
preguntó después.
- Era obrero en una planta química.
- No sé - dijo, volviendo al argumento inconcluso
- todo me parece improvisado. Tengo miedo.
- Yo también tengo miedo - confesó sinceramente
el que era obrero.
- ¿Y entonces…por qué te metés en eso?
- Tengo que hacerlo para defenderme - dijo -
Mientras éstos tengan la manija siempre habrá otra guerra.
El compañero se quedó pensativo por un momento.
- ¿Cómo van a vincularse con los de la ciudad? -
preguntó luego.
- Ellos están imprimiendo panfletos y mañana a la
noche enviarán a alguien para traerlos hasta las inmediaciones del campamento
nuestro. Yo saldré a su encuentro para buscarlos.
- ¿Y si nos agarran…?
- No nos tienen que agarrar, Teodoro - sentenció.
Teodoro lo miró, angustiado.
- ¿Y hay que pasar una parte de los panfletos al
lado chileno después? - preguntó.
- Sí - contestó el otro - los llevaré yo mismo.
Me escurriré por la loma, en dirección al campamento de ellos. Alguien me
esperará a medio camino.
Teodoro extendió su mano por encima de la manta y
estrechó la de su compañero.
- Está bien, Ramírez… - le dijo.
- ¡Bravo! - exclamó Ramírez.
- Si pasamos ésta… - dijo Teodoro.
Ramírez no respondió. Se quedaron en silencio.
Desde el interior de la tienda se percibía el rumor de la noche.
La
luz tenue de la luna iluminaba las laderas pedregosas de las montañas vecinas
al campamento. Por una de ellas se deslizaba trabajosamente el cuerpo de un
hombre. Se detuvo y observó con atención el terreno grisáceo y opaco a su
alrededor.
- ¡Eh! - llamó.
Otra voz le respondió desde un punto que no pudo
precisar bien.
- ¿Quién vive?
- Veintiuno - dijo el recién llegado.
Detrás de un montículo de piedras cercano se
asomó la cabeza de un hombre. Le hizo una seña y el recién llegado se incorporó
lentamente con los brazos en alto.
- Está bien - dijo el que aguardaba. - ¿Los
trajiste?
- Sí - respondió el otro, bajando lentamente los
brazos - los tengo conmigo.
Llevaba una mochila a la espalda. Se la quitó, la
abrió y sacó de ella un envoltorio. Ramírez, frente a él, permaneció inmóvil.
- ¿Es la primera vez que te veo, no?
- Sí - respondió el recién llegado.
- ¿De dónde sos?
- Soy de Neuquén.
- Yo soy de Rosario - dijo Ramírez, ahora con una
sonrisa.
El neuquino abrió el
envoltorio. Contenía una cantidad de hojas impresas, atadas cuidadosamente con
hilo. Encendió una linterna que casi no iluminaba y trató de leer. Tuvo que
acercarse las hojas al rostro.
- ¿Qué te parece el encabezamiento? - preguntó a
Ramírez, indicándole un título impreso en letras grandes, y leyendo con énfasis
- “Soldados argentinos y chilenos, unámonos contra el enemigo común: los
Oficiales y Generales de ambos Ejércitos.”
- Perfecto - exclamó Ramírez, muy entusiasmado -
¿qué más dice?
- No puedo ver bien, mi linterna casi
no tiene pilas - dijo el neuquino, aproximando aún más las hojas impresas - es
algo como….“Los Generales, lacayos de la burguesía, son los carniceros de los
soldados de Argentina y Chile. Organicemos la resistencia. Unámonos todos los
soldados con los obreros de las ciudades para derrocar a los Generales y a las
burguesías de nuestros dos países. Comité de soldados argentinos y chilenos.
¡Abajo la guerra nacionalista! ¡Viva la revolución!”
- Fenómeno - exclamó el rosarino,
satisfecho, palmeándole el hombro a su camarada - Yo me encargo de los
panfletos. Espero que regreses sin contratiempos. Gracias por traer esto.
Tomó los panfletos y los puso en una
mochila.
- Buena suerte - dijo el neuquino.
Sin
aguardar respuesta, el neuquino dio media vuelta y, agazapado, desapareció,
entre los arbustos y las piedras. Ramírez se arrastró en dirección opuesta a la
de su compañero, ladera abajo. Pronto se detuvo y permaneció sin moverse, como
aguardando algo. Oyó un ruido de ramas quebradas y alguien habló.
- ¿Sos vos, Ramírez? - dijo la voz.
- Sí, soy yo.
A unos metros de distancia vio a un
soldado que se incorporaba lentamente y se acercaba a él.
- ¿Y? - le preguntó.
Ramírez le alcanzó la mochila que
cargaba.
- Aquí están - dijo.
Teodoro la abrió y extrajo el paquete de panfletos.
Trató de sacar uno tirando despacio por las puntas, sin quitar el hilo, pero no
pudo. Finalmente, tomó una linterna e iluminó el panfleto que estaba en la
parte superior del paquete.
- A ver qué dice…- leyó por un momento en voz
baja - ¡Huum…! ¿No se les va la mano? - comentó después - ¿Unir a chilenos y
argentinos, con la bronca que nos tienen los chilenos?
- ¡No seas boludo! - reaccionó Ramírez - ¿Qué
puede tener en contra tuya el pobre laburante al que mandan a la guerra?
- Ellos quieren lo mismo que nosotros: las tres
islas - justificó Teodoro.
- Nadie quiere las islas. ¡Qué se metan las islas
en el culo!
- ¿Quiénes, los chilenos? - preguntó Teodoro.
- ¡Nooo, los Generales! - dijo Ramírez - Ahora
nos mandan a la guerra, y si nos salvamos de morir aquí tenemos que volver a la
villa miseria y a la fábrica, para que nos hambréen…¿no te das cuenta que lo
que quieren es matarnos?
Teodoro asintió. Se quedo callado y bajó la
cabeza, como reflexionando.
- Voy a pasar los panfletos al lado chileno -
anunció Ramírez.
- ¿Querés darme una parte y la llevo al
campamento nuestro? - le preguntó Teodoro.
- No, está bien - le agradeció Ramírez - Va a ser
mejor que los lleve yo a mi regreso.
Ramírez metió los panfletos en la mochila.
- Tené cuidado… - le pidió Teodoro.
- Nos vemos mañana para el desayuno, o si no en
la formación.
Ramírez
se agazapó, miró a su alrededor y se alejó por la ladera de la montaña. Su
cuerpo pronto se perdió en la oscuridad. Teodoro lo vio desaparecer y miró
hacia el cielo: las nubes ocultaban la luna. Luego descendió hacia el valle,
donde estaba el campamento.
La
mañana siguiente amaneció con neblina. Las montañas que rodeaban el campamento
casi desaparecían bajo el manto de niebla. Los soldados iban y venían con
impaciencia entre las tiendas de campaña. A un costado, el cocinero atizaba los
leños del fuego, que chisporroteaban bajo los calderos humeantes. Unos soldados
formaban fila, esperando su turno para recibir el mate cocido. Cerca, otros
bebían de los jarros y sumergían en el líquido trozos de pan. Teodoro vio a
Ramírez a pocos pasos y se aproximó a él.
- ¿Todo bien anoche? - le preguntó.
- Sin problemas - respondió Ramírez. Luego bajó
la voz y agregó - Todo funcionó como estaba planeado. Alguien me estaba
esperando a mitad de camino.
Teodoro bebió un sorbo de su jarro.
- No te sentí cuando volviste - le dijo.
- Estabas durmiendo como un tronco - dijo
Ramírez.
- Al principio no me podía dormir - le confió su
amigo - Pensaba en lo que podía pasar. Tenía miedo. Pero después caí rendido y
dormí bien.
- Mejor para vos.
Teodoro observó el rostro demacrado de Ramírez.
- Tenés cara de sueño - le dijo.
- Te imaginás… - respondió el otro, haciendo un
gesto de disgusto - casi no pegué los ojos…Pero hay que aguantársela.
Más soldados se habían
incorporado a la fila del mate. La niebla se iba levantando poco a poco y
aumentaba la intensidad de la luz. Soplaba un viento frío. Por encima de las
montañas que encerraban el valle aún no había aparecido el sol.
- ¿Hay misa también hoy? - preguntó Teodoro a
Ramírez.
- Seguro - dijo Ramírez - el cura ya estará
ensayando el sermón.
- La puta que los parió, todos los días lo mismo.
Se volvieron. En una elevación del terreno, como
a ciento cincuenta metros, la figura de un hombre se confundía con el vuelo de
una manta blanca. Finalmente logró dejar la manta inmóvil sobre una superficie
horizontal.
-Está preparando el altar - comentó Ramírez.
Teodoro movió la cabeza, negando, hacia ambos
lados e hizo una mueca de disgusto. Sorbió el contenido del jarro y luego lo
escupió, con asco, en el suelo.
- Este mate cocido no se puede tomar - dijo.
- Tiene un gusto inmundo - asintió Ramírez - seguro que se les humedeció o se
les mojó la yerba y se les está pudriendo en las bolsas.
- Ayer anduve todo el día con diarrea - se quejó
Teodoro - Si por lo menos comiéramos como la gente.
- Comer como la gente… - dijo Ramírez, con
resignada ironía - eso sería pedir demasiado…
- Hostias, eso es lo único que nos permiten
comer…
Teodoro volvió su cabeza y miró otra vez hacia la
elevación.
- Hablando de Roma, mirá - dijo a su amigo - el
cura ya se está poniendo la ropa de misa.
El cura, frente al improvisado altar, extendía los
brazos, colocándose la casulla.
- Ese cura…tiene una pinta…- dijo Ramírez - ni
que lo hubieran sacado del loquero.
- Fijate durante la misa cómo abre los ojos,
parecen dos huevos fritos.
- Lo hace para impresionar - explicó Ramírez -
Pero no me hablés de huevos fritos que me agarra el hambre.
Vieron
a un Suboficial que se acercaba corriendo hacia el área de la cocina donde
ellos estaban.
- Zás - dijo Teodoro - ahí viene el Sargento a
sacarnos a todos rajando.
- ¡El desayuno terminó, soldados - gritó el
Sargento - todo el mundo a misa! ¡Vamos, vamos!
Los
soldados dejaron sus jarros y se dirigieron hacia la elevación donde estaba el
altar. Una vez que estuvieron todos quietos y en silencio, con las cabezas
descubiertas, el oficiante, frente a la tropa, abrió sus brazos y empezó la
misa. Tras él, un gran crucifijo desnudo dividía al sol naciente en cuatro.
- Dios padre misericordioso - exclamó el
sacerdote - te damos gracias otra vez porque podremos llenarnos de tu espíritu.
En el nombre del Padre…
- …y del Hijo…y de la puta que lo parió…amén…-
dijo Ramírez.
- Guarda que el Sargento te puede oír - le
advirtió Teodoro.
- Que se vaya a la concha de su madre.
Ramírez miró hacia donde estaba el Sargento.
Este, junto a los Oficiales, seguía la evolución de la ceremonia, a unos seis o
siete metros de ellos. Teodoro se cubrió los ojos con la mano.
- El sol está tan fuerte que me hace arder los
ojos.
- Es que justo lo tenemos de frente.
El sacerdote miró a los soldados y levantó los
brazos. Teodoro tocó a Ramírez con el codo.
- Che, Ramírez - le dijo, mientras todos se
arrodillaban.
- ¿Qué?
- ¿Te puedo hacer una pregunta? - susurró.
- ¿Qué querés?
- ¿Tenés novia en Rosario? - dijo, bajando aún
más la voz.
- Sí. No me hagás pensar en ella que me agarra la
nostalgia - respondió Ramírez, algo disgustado.
Teodoro le habló casi al oído.
- ¿Ella es comunista también? - preguntó.
- No, no sabe nada - respondió Ramírez, nervioso.
El cura les dio la orden de
levantarse; luego juntó sus manos y rezó en voz baja. Teodoro miró hacia ambos
costados para cerciorarse de que no estaban llamando la atención. Los rostros
iguales de los soldados cercanos a ellos seguían la ceremonia con gesto
inmutable.
- ¿Por qué andás en todo esto? - continuó
Teodoro.
- Ya te lo dije, para defenderme. No quiero que
me agarren con los brazos cruzados, listo para el matadero.
- ¿Pero no es una contradicción? - lo cuestionó
su camarada - Sabemos que nos pueden matar en la guerra, y a eso ahora
agregamos la posibilidad de que los Oficiales descubran nuestra conspiración,
nos agarren y nos fusilen, dos posibilidades en contra en vez de una.
Arrodillate.
- ¡Joderse! - exclamó Ramírez, clavando sus
rodillas en tierra, con disgusto.
- Yo todavía no estoy convencido - dijo Teodoro.
- Hacé lo que creas conveniente. Pensá que si los
soldados de los dos ejércitos, el argentino y el chileno, nos unimos contra los
Oficiales y confraternizamos, van a tener que retirar las tropas, la guerra se
les va a ir a la mierda.
- Y si la guerra se les va a la mierda - concluyó
Teodoro - también la manija política.
Ramírez lo palmeó suavemente en la espalda,
aprobando la lógica correcta de su deducción.
- En las ciudades están llamando a una huelga -
susurró en el oído de Teodoro.
Teodoro lo miró con una expresión de estupor.
- ¿No me digas? - exclamó.
- Sí te digo. Calculá que en el frente se les
pongan mal las cosas y después desde las ciudades les calienten el culo…
- No se van a sentir demasiado confortables, ¿no
te parece? - dijo irónicamente Teodoro.
A una señal del sacerdote se pusieron de pie.
- Cagamos…- dijo Teodoro - el sermón.
El
sacerdote miró a la tropa por un momento. Era un hombrón de ojos claros; tenía
un corte de cabello a lo militar y sus ademanes eran bruscos y autoritarios. Su
voz estentórea y metálica llenó el espacio.
- Soldados de la Patria, hijos dilectos del
Señor: Hoy tenemos que aceptar el camino doloroso de la guerra con obediencia y
sacrificio, como buenos cristianos. La cruz cede su lugar a la espada. Pero la
espada es la aliada de la grandeza. Cuando el Angel se presenta al Señor lo
hace armado de espada. En tiempos como éstos la cruz y la espada son una misma
cosa. Lo supieron los intrépidos conquistadores españoles que difundieron el
mensaje de Dios a los salvajes de América; gracias a ellos hoy vivimos en una
nación civilizada. La víbora del mal será cortada en dos contra la piedra y
sonará entre nosotros, elevándose desde los valles, la trompeta del Angel. ¡No
permita Dios ver nuestro suelo patrio hollado por el enemigo! ¡La muerte antes
que la derrota! El pueblo todo será testigo del sacrificio de Uds., jóvenes
héroes. Si en el campo de batalla el dedo de Dios los señala, acepten su
destino con resignación cristiana: por el bienestar de nuestra Patria.
¡Adelante, por la victoria!
- ¡ ¡ Patria o muerte!! ¡ ¡Venceremos!! -
gritaron todos a voz de cuello.
El sacerdote regresó al
improvisado altar para continuar con la ceremonia.
- Che, Teodoro - dijo Ramírez.
- ¿Qué?
- Este cura es cruel.
- ¿Cruel? - susurró Teodoro - Es un fascista
sádico.
- Como le gustaría ser Inquisidor - dijo Ramírez.
- Es un hijo de puta.
- Le encantaría prendernos fuego a todos y
mandarnos al Infierno - concluyó Ramírez.
El Oficial que ayudaba en la
misa, de rodillas junto al altar, agitó una campanilla tres veces. El sacerdote
levantó una hostia grande; luego inclinó su cabeza y se la llevó a la boca.
Tomó la copa del cáliz y bebió. Se volvió hacia el Oficial ayudante e introdujo
una hostia en su boca.
- Hay que ir a comulgar - dijo Teodoro.
- ¡Aahj…hipócrita! - exclamó Ramírez, con
desprecio - las hostias serán muy blancas pero éste tiene las manos llenas de
sangre.
Se
incorporaron. El grupo de soldados se fue cerrando hasta que de él se
desprendió una fila que avanzó hacia el altar. Los soldados se arrodillaban
frente al sacerdote, recibían la hostia, se persignaban y volvían hacia donde
estaban los otros. La fila adquirió un movimiento circular.
- Después de la misa seguro que nos hacen hacer
ejercicios de combate - dijo Teodoro a su compañero.
- Sí, ejercicios de combate…dijo irónicamente
Ramírez - salto rana, carreras, cuerpo a tierra, arrastrarse y cavar zanjas en
la tierra requemada con el sol rajándonos la cabeza.
- ¿Hay alguna novedad? ¿Te dijeron algo más?
- No se sabe nada - respondió Ramírez, mientras
iba avanzando, acercándose al altar - Y la espera nos va minando poco a poco.
Es como si nos limaran los nervios. La ansiedad ya no se aguanta.
- Pero aún no ha habido combates - se consoló
Teodoro - Así que la guerra formalmente no comenzó. Al menos en nuestro frente.
Llegó
el turno al soldado que estaba delante de Ramírez. El joven se adelantó y fue
hacia el altar donde lo esperaba el sacerdote.
- Al atardecer hay una reunión con los compañeros
del Comité de Soldados - dijo Ramírez a Teodoro – Junto al árbol que está
detrás de la loma.
- Está bien - asintió Teodoro.
El soldado se levantó y con
las manos unidas en oración fue hacia donde estaban los que ya habían
comulgado. Entonces Ramírez se arrodilló frente al altar y el sacerdote
introdujo la hostia en su boca.
Después
de la misa los soldados se prepararon para hacer los ejercicios de combate. El
sol brillaba con intensidad y hacía calor. Los Oficiales se pusieron al frente
del Batallón, y asignaron a los Suboficiales la dirección de los grupos de
tareas y comandos en el campo de operaciones. A Teodoro lo mandaron a hacer
práctica de tiro y lanzamiento de granadas; Ramírez salió en un comando que
debía abrir zanjas para trincheras.
El
grupo de Ramírez, dirigido por un Sargento, avanzó por un terreno seco y
rocoso. Después de andar un rato el Suboficial les mandó detenerse y empezaron
a trabajar.
- Ramírez - lo llamó uno.
Ramírez volvió la cabeza. Se inclinó sobre la
pala y se secó la transpiración del rostro.
- ¿Qué querés, hermano? - dijo.
El otro soldado lo observaba.
- Me da rabia no saber cómo salió Boca - le
explicó.
El soldado, buscando compartir su nostalgia, se
dirigió también a otro compañero.
- ¿A vos no te pasa lo mismo, Peralta? - le
preguntó.
- Sí - contestó Peralta - ¿Habrá jugado?
- Seguro, muchachos - dijo Ramírez - aunque
estemos al borde de la guerra, la vida en Buenos Aires no se detiene. Habrá
partidos.
- Habrá cabarets, mujeres… - agregó Peralta.
El
Sargento se acercó al grupo que trabajaba en la zanja vecina a la de ellos.
Volvieron a su tarea. Ramírez echó el peso de su cuerpo sobre el mango de la pala,
pero la hoja rebotó contra la tierra dura. Habían estado cavando por un buen
rato y la zanja que habían logrado abrir no tenía más de 15 centímetros de
profundidad. En el cielo limpio la intensidad de la luz del sol crecía y
crecía.
- ¿Tenés novia, Ramírez? - le preguntó Peralta,
sin dejar de trabajar.
- Sí, desde hace tres años.
- Estás enganchado.
- Sin remedio - aceptó Ramírez - ya no me suelta
más.
- ¿Y pensás mucho en ella?
- Más o menos - dijo Ramírez - Ahora lo
importante es sobrevivir.
Peralta se detuvo y se pasó el antebrazo por la
frente.
- ¡Qué calor que hace! - exclamó - Dame un poco
de agua…
- Esto es el infierno, viejo - dijo el otro,
alcanzándole una cantimplora casi vacía.
- Y para colmo de males ni siquiera sabemos lo
que pasa. No llega un diario ni de lástima - dijo Peralta.
Le señaló a Ramírez una pala de hoja más angosta
que estaba cerca de él, sobre la tierra.
- Alcanzame esa pala - le pidió.
Ramírez levantó la pala del suelo.
- Tomá - dijo, entregándosela - Lo hacen a
propósito, para desconectarnos de la vida política de las ciudades.
- ¿Y por qué quieren desconectarnos de la
política? - preguntó Peralta.
- Porque nos tienen miedo - respondió Ramírez - y
si no sabemos lo que pasa creen que nos van a controlar mejor. Por eso somos
todos de diferentes lugares: ustedes son de Buenos Aires, yo de Rosario, los
otros del Norte, nadie conoce a nadie.
- Pero a todos nos gusta el fútbol - bromeó el
otro - ¿sos Centralista?
- ¡A muerte!
- ¡Ah, Ramírez viejo nomás! ¿Dónde trabajabas?
- Conseguí un trabajo en Duperial poco antes de
que me llamaran al servicio - dijo Ramírez – Mi viejo trabajó allí muchos años.
¿Y vos? - le preguntó al otro soldado.
- Yo estuve casi un año sin empleo por culpa del
servicio militar. Nadie me quería tomar.
- ¿Y vos Peralta?
- Yo trabajaba como electricista en la
construcción.
Siguieron
cavando. El Sargento pasó junto a ellos, vigilando el trabajo. Empezó a soplar
un viento cálido y seco.
- ¡Qué viento que hay, joder! - se quejó Peralta.
- Viento, sí - dijo el compañero - pero parece
que saliera de un horno.
- ¡No veo la hora que esto termine! - exclamó
Peralta.
- Terminará - dijo el otro - cuando nos maten a
todos.
- No - lo interrumpió Ramírez - va a terminar
antes.
- ¿Cómo…? - preguntó, sorprendido.
Ramírez miró hacia los lados hasta que dio con el
Sargento; estaba como a diez metros de ellos. Se acercó a sus compañeros.
- Les tengo que decir algo - explicó
confidencialmente Ramírez - Pero cuidado con comentarlo a nadie, es muy
peligroso. Sé que en ustedes puedo confiar y en esto nunca me equivoco.
- Estate seguro, Ramírez - dijo uno, intrigado -
de nosotros no saldrá ni una palabra.
Ramírez
apoyó la pala sobre la tierra y puso su mano en el hombro de Peralta.
- Nos estamos organizando para patear en contra -
dijo con énfasis.
- ¿En contra de los chilenos…? - preguntó
Peralta, confundido.
- No, no seas bruto. En contra de los Generales y
los Oficiales. Formamos un Comité de Soldados.
- ¿Un Comité de Soldados? - dijo el otro,
incrédulo - ¿Y qué van a hacer?
- Bueno, como se dan cuenta, estamos todos
armados - explicó Ramírez - Si los Oficiales saben que nos organizamos en
contra de ellos no se van a arriesgar a dejarnos salir al campo de batalla.
- Y el Comité, ¿sobre qué base se formó? -
preguntó Peralta.
- Primero - dijo Ramírez - boicotear la guerra
contra Chile. Nosotros no tenemos nada que ganar en una guerra. Segundo,
unirnos con los soldados chilenos contra los Generales chilenos y argentinos.
Esos son los dos puntos sobre los que nos pusimos de acuerdo. Estamos
recibiendo apoyo de los trabajadores de las ciudades; nosotros también les
prometimos respaldarlos. Los trabajadores están organizando una huelga.
Los
dos compañeros de Ramírez reflexionaron por unos instantes.
- Parece todo bien pensado - aceptó uno de los
soldados - y en el momento actual hay que tomar partido. No se puede ser tibio.
- Y vos Peralta, ¿qué decís? - preguntó Ramírez.
- Yo estoy de acuerdo con los dos puntos que
sostiene el Comité. Pero me parece demasiado arriesgado, no podemos ganar.
- No seas derrotista - dijo el otro soldado - ¿No
te das cuenta, con lo que nos explica Ramírez, que hay un criterio político de
lucha de clases detrás de todo esto?
- Sí, viejo - agregó Ramírez - pero además es
para defender el pellejo, antes que nos asesinen mientras nos quedamos cruzados
de brazos.
El
Sargento se acercó otra vez y los soldados echaron todo el peso del cuerpo
sobre las palas, tratando de herir la tierra dura y rocosa.
Al
anochecer, después de la cena, en el período de descanso, un grupo de soldados
se reunió detrás de la loma, bajo un árbol de ramas retorcidas y achaparradas.
Sentados sobre la tierra, miraron como el sol se ocultaba tras las montañas y
el valle quedaba en penumbras. Permanecieron en silencio hasta que uno de ellos
dio la señal de empezar. Primero se enumeraron:
- Diecinueve - dijo uno.
- Doce.
- Nueve.
- Trece.
- Creo que estamos todos - dijo Ramírez.
- Catorce - indicó un soldado - vos pasaste
anoche al lado chileno. ¿Cómo van las cosas por allá?
- Muy bien - respondió Ramírez - Hay un grupo de
muchachos que trabajaban en las minas y ahora están dirigiendo al grupo de
soldados chilenos que participan en el Comité de Soldados argentino-chilenos.
- ¡Perfecto! - dijo el otro, satisfecho - Yo por
mi parte tengo una gran noticia. Esta noche nos envían los periódicos impresos
en la ciudad. En la primera página, como encabezamiento, con letras grandes:
“Soldados chilenos y argentinos, unidos contra los Generales y Oficiales. No
habrá guerra.”
- ¡Qué bueno! - exclamó alguien.
- Serán muy importantes para hacer trabajo de
agitación - continuó quien parecía ser el líder – Después explican que los
trabajadores de las ciudades nos respaldan, que si nos dan órdenes de entrar en
batalla tiremos en lo posible al aire, tratando de no avanzar.
- De acuerdo - dijo Ramírez - ¿Quién pasa al lado
chileno esta noche?
- Paso yo - propuso un soldado.
- Está bien - dijo el líder, aprobando al
voluntario - Decinos tu nombre de guerra, en caso de que haya algún problema.
- Cabrera.
- Está bien, Cabrera - asintió el líder - El Doce
vendrá esta noche conmigo a la montaña a buscar los periódicos; le pasaremos la
mitad a Cabrera para que los lleve al lado chileno, y entre todos nosotros
distribuiremos la otra mitad en nuestro campamento.
El
líder preguntó si alguien quería agregar algo más, y después dio por terminada
la reunión. Los soldados se pusieron de pie y fueron dejando el sitio de a uno.
Antes de irse, Teodoro palmeó a Cabrera en la espalda y le deseó suerte.
Amanecía. Las moles oscuras de
las montañas adquirían poco a poco un matiz pardo y grisáceo. El viento frío
afirmaba en el terreno la escarcha depositada durante la noche. Pronto empezó
el movimiento en el campamento. Los Oficiales y Suboficiales gritaban sus
órdenes a voz de cuello. Los soldados iban y venían alrededor de las tiendas de
campaña. Un grupo se había arrimado al fogón de la cocina. El cocinero llamó
para el desayuno, y los soldados fueron pasando en fila frente a las ollas
humeantes. Teodoro se acercó a Ramírez.
- ¡Qué frío que hace! - exclamó, bebiendo un
sorbo del líquido caliente de su jarro.
- Sí, como siempre a esta hora - aceptó Ramírez -
Pero más tarde saldrá el sol y se pondrá hecho un horno.
- Estoy tiritando - dijo Teodoro, encogiéndose de
hombros y contrayendo los músculos de su cuerpo.
Ramírez se llevó el jarro a la boca.
- Este mate está horrible - afirmó, haciendo una
mueca de disgusto. Tocó a su amigo en el brazo y pidió que le alcanzara un pan.
Un soldado se aproximó a ellos. Los dos lo
miraron interrogativamente.
- Muchachos - dijo, angustiado, apoyando la mano
sobre el hombro de Ramírez - Tengo malas noticias.
- ¿Qué…? - preguntó con ansiedad Ramírez.
El otro hizo un esfuerzo, le costaba hablar.
- Agarraron a Cabrera - dijo - Lo agarraron
cuando regresaba del lado chileno. Ya había entregado los periódicos.
Se quedaron mirándolo, con gesto incrédulo.
-¿Cómo lo saben? - preguntó Teodoro.
- No respondió al contacto. Parece que lo
estuvieron torturando toda la noche para que cantara.
- ¡La puta que los parió! - exclamó Ramírez,
agarrándose la cabeza.
- ¿No lo habrán fusilado? - preguntó Teodoro.
- Todavía no.
- Capaz que se salva - balbuceó Teodoro.
- No creo - dijo Ramírez.
Se
quedaron los tres quietos, en silencio, con la cabeza baja y el cuerpo
levemente echado hacia delante, como atraídos por la tierra. Teodoro tomó su
jarro de mate y se lo ofreció a Ramírez.
- Tomá más mate.
- ¡Qué mierda voy a tomar más mate - exclamó
Ramírez, rechazando el jarro - es un veneno!
El
soldado palmeó la espalda de Ramírez y se apartó con sigilo. Teodoro y su amigo
continuaron mirándose en silencio, rodeados por los rostros iguales de los
otros soldados. Se oyeron gritos y órdenes y el Sargento se acercó corriendo.
- ¡A formar, soldados! - gritó.
Sorprendidos por la orden,
interrumpieron el desayuno. Dejaron sus jarros y fueron hacia el área asignada
para la formación. Cada uno ocupó su puesto en la fila.
- Parece que viene el Comandante - murmuró
alguien.
- Seguro que van a tratar de intimidarnos - le
dijo Ramírez a Teodoro.
Miraron
hacia el camino, que venía, serpenteante de las montañas y desembocaba en el
campamento. A lo lejos, divisaron la polvareda.
- Miren, allá viene un jeep - señaló un soldado.
De la nube de polvo había salido un jeep. Pronto
el jeep volvió a desaparecer dentro de la nube y otra vez apareció. Estaba como
a quinientos metros.
- Lo traen a Cabrera - dijo Ramírez,
comprendiendo todo.
Detrás del jeep se movía la
figura de un soldado. De pronto cayó sobre el camino. El jeep se detuvo.
Alguien bajó e incorporó al caído. El jeep volvió a moverse, la figura
tambaleante detrás.
Los
soldados estaban formados en una sola línea recta. El jeep se acercó más:
estaba a unos doscientos metros. El cuerpo volvió a caer. Esta vez el vehículo
no se detuvo.
- Mirá como lo arrastran, hijos de puta - dijo
entre dientes Ramírez, sin poder contener la rabia.
- No hables en voz tan alta - le pidió Teodoro.
El
jeep frenó frente a la tropa. Del paragolpe trasero salía una cuerda y al final
de la cuerda estaba el cuerpo. El Comandante, que venía en el asiento delantero
del vehículo, se puso de pie; era alto, de abdomen abultado y vestía uniforme
de combate. Una papada gruesa acollaraba su rostro, de nariz chata. Bajó del
jeep, fue hasta el cuerpo de Cabrera e inclinándose sobre él lo sacudió del
hombro.
- ¡Levantate, perro! - gritó el Comandante.
Mientras
esperaba una respuesta, miró, amenazante, a la tropa. Cabrera no se movió. El
Comandante le dio un puntapié. Tampoco se movió. Entonces lo agarró por los
cabellos y fue tirando. Pronto los soldados pudieron ver el rostro de Cabrera,
que era una máscara de lodo y sangre.
- ¡Cómo le pegaron, qué animales! - susurró
Ramírez, mordiéndose los labios de impotencia.
El
Comandante siguió tirando del cuerpo hasta que Cabrera quedó semiincorporado,
de frente a la tropa. Estaba inconsciente, y su cuerpo se aflojaba y amenazaba
con desplomarse, pero el Comandante, que ahora lo sostenía por el cuello de la
camisa, apretó el puño y lo mantuvo en alto. Su cabeza, como la de un muñeco,
estaba caída hacia un lado. El Comandante lo sacudió y Cabrera, lentamente,
entreabrió los ojos.
- ¡Soldados! - gritó el Comandante con ira - Esta
basura, este canalla, anoche, así como lo ven, se fue de paseo…¿Saben adónde? -
interrogó - Al lado chileno. ¿Y para qué? Para entregar unos pasquines, unas
páginas de propaganda mugrienta, con el siguiente encabezamiento: “Abajo la
guerra nacional, soldados argentinos y chilenos unidos contra los Generales y
Oficiales de ambos Ejércitos. Viva la Revolución.” ¿Qué les parece? Esta rata
miserable entregó esa basura a nuestros enemigos. Y más ratas como ésta, por
supuesto, repartieron pasquines similares entre nuestros soldados. A ésos no
los agarramos todavía, pero ya les va a llegar el turno. ¡Hijos de puta!
¿Quiénes son los maricones que se atreven a hablar contra nuestra Patria a
favor del invasor chileno? ¡Traidores, perros traidores! ¡Juro por Dios y por
mi madre que al que agarre lo voy a cortar en pedazos! ¡Mantenete firme, hijo
de puta! – dijo, alzando más el cuerpo de Cabrera - ¿Cómo te animás a llamarte
argentino? ¿Quién te crió a vos? ¡No habrá sido una mujer digna, sino una
reverenda puta! Un hombre como éste, que no respeta nuestras tradiciones,
nuestro pasado histórico de valor, no merece vivir. Es un traidor, y tendrá la
suerte que merecen los miserables traidores a la patria. ¡Perro comunista!
El
Comandante soltó el cuerpo inmóvil de Cabrera, que cayó al suelo. Un
Subteniente se acercó al Comandante.
- ¿Le vendamos los ojos al traidor, mi
Comandante? - preguntó.
- ¡Nada de vendarle los ojos - gritó el
Comandante - nada de pelotón, a esta rata la mato yo! ¡Alcánceme mi pistola, me
gusta matar ratas!
El Subteniente fue al jeep y
trajo una pistola en una funda de cuero. El Comandante la sacó de la funda. La
pistola, negra, pequeña, apareció desnuda en su mano.
- ¡Levantate, hijo de puta! - ordenó.
Cabrera permaneció inmóvil, su cara sobre la
tierra. El Comandante lo tomó por el cuello de la camisa y tiró con fuerza,
hasta que el cuerpo se fue incorporando.
- ¡Despertate, perro comunista, te quiero
despierto! - gritó.
Cabrera, como si hubiera entendido la orden,
entreabrió los ojos. El Comandante aprovechó y empujó el cañón de la pistola
contra su boca.
- ¡Abrí la boca, hijo de puta! - gritó.
La boca no se abrió. El brazo del Comandante
forcejeó hasta que finalmente el cañón entró en la boca. El Comandante levantó
su cabeza y sostuvo su mirada fija en la tropa por un momento. Su rostro tenía
una expresión de ira y de triunfo. Luego se volvió hacia Cabrera.
- ¡Así te quería tener, traidor - exclamó -
…tomá…hijo de puta!
Sonó el disparo. El cuerpo de Cabrera se sacudió.
Un borbotón de sangre salió de su boca. El Comandante abrió la mano que lo
sostenía y el cuerpo cayó a tierra. Largó otro borbotón de sangre y otro. La
sangre se mezcló con el polvo.
- ¿Les gustó? - gritó el Comandante, buscando las
miradas aterradas de los soldados - ¡Esto es sólo el principio, van a haber
muchos más!
Las miradas convergían sobre
el cuerpo inmóvil de Cabrera. Dos oficiales se inclinaron ante el cuerpo, lo
tomaron por los hombros y piernas y trataron de alzarlo. No pudieron. El cuerpo
ya estaba rígido. Con esfuerzo, lo levantaron unos centímetros del suelo.
Finalmente lo dejaron caer. Cabrera seguía en la misma posición. Más borbotones
de sangre salieron de su boca.
- Griten - dijo el Comandante - ¡Viva la Patria!
- ¡Viva la Patria! - respondió al unísono la
tropa.
- ¡Más fuerte! ¡Viva la Patria!
- ¡¡Viva la Patria!! - gritaron a voz de cuello.
- ¡Viva Argentina! - exclamó el Comandante.
- ¡Viva Argentina!
- ¡Muera Chile!
- ¡Muera Chile! - gritaron los soldados.
- ¡Mueran los traidores!
- ¡Mueran los traidores!
- ¡Mueran los perros comunistas!
- ¡Mueran los perros comunistas!
Apoyados
sobre las palmas de las manos y las puntas de los borceguíes, los cuerpos
tensos, transpirados, se sostenían a pocos centímetros del suelo; las cabezas,
levantadas, apuntaban hacia donde estaba el Sargento, en cuclillas, observando.
- ¡No toque el suelo, soldado…no toque el suelo!
- gritó.
El cuerpo de un soldado casi se apoyaba sobre la
tierra. El Sargento caminó hacia él.
-¡Levántese, soldado! - le ordenó.
El soldado tensó con dificultad los músculos de
su cuerpo convulsionado, hasta que logró sostenerse sobre sus brazos, la
espalda arqueada bajo el peso del fusil ametralladora.
El Sargento, fríamente, miró a la tropa.
- Abajo - dijo.
Los cuerpos se dejaron caer sobre la tierra.
- Arriba - ordenó.
Lentamente volvieron a levantarse.
- Abajo…arriba… - dijo el Sargento, repitiendo la
orden varias veces, mientras los soldados renovaban su esfuerzo tratando de
obedecer.
Caminó entre los soldados, controlando la
posición de sus cuerpos, hasta que quedó satisfecho.
- Está bien - dijo, mirando su reloj - diez
minutos de descanso.
Se
levantaron, sacudiéndose el polvo. Se sentaron en grupos y pasaron las
cantimploras.
- Estos ejercicios me están matando - dijo uno.
Ramírez se incorporó, fue
hasta un grupo vecino al suyo y tomó a un soldado por el brazo. El soldado se
levantó y caminaron juntos unos pocos pasos.
- Esta noche tenemos que llevar periódicos al
lado chileno - le dijo Ramírez.
- No podemos - dijo el otro - van a estar
vigilando. Sería un suicidio.
- No, hay muchos pasos - insistió Ramírez - Usaremos
uno poco conocido o cortaremos por la montaña. Nos guiará un arriero.
- ¿Y si nos vende? - dijo el soldado.
- No - dijo Ramírez - vendrá con uno de los
muchachos de la ciudad. Es de confiar.
El otro se quedó callado, reflexionando. Bajó la
cabeza dubitativamente. Después miró a Ramírez.
- Ojalá que nos vaya bien - le dijo.
- Nos están probando - argumentó Ramírez - Si hoy
no los pasamos, pensarán que somos pocos y estamos aislados. Pero si lo
hacemos…
El otro asintió con la cabeza. Convinieron la
hora del encuentro y volvieron a sus grupos.
Ese día los ejercicios se
habían extendido más de lo acostumbrado, y ya el sol se ponía tras las
montañas.
- ¡Vamos, vamos! - gritó el Sargento - El
descanso terminó, a mover las piernas.
Los soldados se incorporaron y empezaron a
trotar, ladera arriba, hacia donde moría el sol.
La neblina del amanecer se
disipaba rápidamente. Hacía un viento frío. Los soldados terminaron de tomar el
desayuno y el Oficial de servicio llamó a formación. Teodoro vio a Ramírez y se
acercó a él. Ramírez lo retuvo un momento.
- Tengo malas noticias, Teodoro - le dijo.
- ¿Qué? - preguntó su amigo, alarmado.
- En el lado chileno descubrieron que anoche
pasamos periódicos.
Teodoro quedó clavado en su sitio.
- ¿Y cómo? - balbuceó - ¿Agarraron a alguno?
- No - dijo Ramírez, con sorna - los Oficiales
argentinos encontraron varios periódicos en nuestro campamento, telefonearon a
los Oficiales chilenos y les alcahuetearon.
- ¿Ah sí? - exclamó Teodoro, irónico - ¡Qué bien!
Ahora los Oficiales de los Ejércitos enemigos se unen contra sus soldados. Les
estamos moviendo el piso.
- Dicen que se odian, pero son todos lo mismo -
dijo Ramírez.
- Manga de carniceros ignorantes.
- Todos tienen las manos manchadas de sangre -
sentenció Ramírez.
A
pocos metros de ellos los soldados se formaban en una larga fila. Ramírez y
Teodoro fueron caminando despacio para ocupar su lugar.
- Parece que hay un enviado del nuevo Papa tratando
de mediar en la contienda - le dijo Teodoro – Va a ayudar a resolver la
cuestión de límites.
- ¿El Papa? Ese polaco es un anticomunista número
uno - le advirtió Ramírez.
- Dicen que quiere impedir la guerra entre dos
países cristianos - comentó irónicamente Teodoro.
- ¡Qué buenos sentimientos! Si un día los
norteamericanos barren a los rusos el Papa hace una orgía para festejarlo.
- Va a suprimir la misa y la reemplazará por las
bacanales - dijo, divertido, Teodoro.
- La próxima misa la celebra en Wall Street -
siguió Ramírez - en la comunión tragarán dólares en vez de hostias.
- Y va a usar la bandeja de plata de Juan el
Bautista para que le traigan las cabezas de los burócratas del Kremlin - dijo
Teodoro.
Ramírez rio de buena gana. Se colocaron en la
formación.
El Oficial, a cien metros de
ellos, conversaba con el Sargento. Los soldados esperaban en posición de
descanso, aprovechando para cambiar unas pocas palabras con algún compañero.
Un soldado se acercó a Ramírez
y a Teodoro.
- ¡Muchachos! - los llamó.
- ¿Qué pasa? - dijo Ramírez.
El soldado tenía en su rostro una expresión de
gran angustia.
- En el lado chileno están torturando - susurró -
La Policía Militar chilena se llevó a tres de la formación y los van a fusilar.
- ¿Tienen algo que ver? - preguntó Ramírez.
- No, los agarraron al azar, para intimidar.
Dicen que si no aparecen los culpables, matarán a los inocentes.
- No hay que aflojar - dijo, con firmeza,
Ramírez.
- Quieren que nos pongamos los unos contra los
otros, sembrar el terror… - dijo el soldado.
Ese
mediodía los rayos del sol cayeron, verticales, sobre el valle. Unos
helicópteros volaban sobre el campamento. Camiones con soldados armados cruzaban
el campo. Un grupo cargaba ametralladoras antiaéreas en un vehículo. Las voces
se confundían con el ruido de los motores. Movimiento.
Unos
soldados aguardaban, de pie, junto a unas cajas apiladas. Un camión se detuvo
frente a ellos; se abrió la puerta de la cabina y bajó un Sargento.
- ¡Carguen las cajas de municiones en el camión!
- ordenó.
Dos soldados levantaron una de las pesadas cajas
y la llevaron lentamente, con cuidado, hasta la plataforma trasera. Otros
soldados los siguieron. El Sargento volvió a trepar a la cabina del camión.
Teodoro vio a Ramírez cargando una de las cajas con otro soldado, aguardó a que
la depositaran sobre la plataforma y se acercó a él.
- ¿Entramos en batalla? - preguntó Teodoro, sin
entender a qué se debía todo ese movimiento de material bélico.
- No - contestó Ramírez, con fingida indiferencia
- volvemos a los cuarteles…
- ¿Qué? - exclamó Teodoro, incapaz de contener su
sorpresa.
- ¡Volvemos a los cuarteles! - dijo Ramírez, con
una sonrisa de triunfo.
Teodoro, loco de alegría, aferró a su amigo por
ambos brazos.
- ¿Ganamos? - preguntó.
- Sí, no habrá guerra - dijo Ramírez, abrazándolo
- se asustaron. Abandonaron las amenazas y las torturas y están retirando las
tropas. Ya no les importan más las islas - continuó - se les dio vuelta la
tortilla. En las ciudades los trabajadores declararon la huelga. Los mineros de
Chile también están parando. Y esto es solo el principio.
Alguien
lo llamó desde el camión; Ramírez volvió su cabeza y vio a un soldado que,
inclinado sobre la plataforma, acomodaba una caja de municiones. El soldado
levantó el brazo derecho con el puño cerrado, saludándolo. Ramírez, a su vez,
alzó el brazo y mantuvo el puño en alto, apretado, por unos segundos. Tenía en
su rostro una sonrisa amplia. Luego se volvió hacia Teodoro.
- Seguro que van a decir que no van a la guerra
para obedecer al Papa - le comentó Teodoro, con sorna.
- Claro - dijo irónicamente Ramírez - todo fue
obra del Espíritu Santo.
Santos
populares
El Gauchito Gil
Antonio Mamerto Gil Núñez nació en la estancia “La Trinidad”,
cerca del pueblo de Mercedes, o Pay Ubre, como él lo llamaba, el 15 de
septiembre de 1844. Su padre, un gaucho oriundo del departamento de Goya, era
peón de la estancia. Su madre, una china hija de madre paraguaya y padre
correntino, había nacido en un pueblo cerca de la frontera con Paraguay. Era
una mujer muy linda, de ojos negros y pelo lacio y renegrido, que se recogía en
dos trenzas. Su padre se la llevó de su tierra a Pay Ubre, donde tenía trabajo.
Era un hombre muy respetado en la zona. Se lucía en los rodeos, era buen jinete
y arreaba con el silbido y el lazo en los terrenos más difíciles.
Antonio,
que tenía la cara linda de su madre y ojos muy negros, se quedaba con ella en
el rancho cuando su padre salía a trabajar. Su hermano mayor, que le llevaba
seis años, lo acompañaba a los rodeos y las yerras. Su madre le hablaba a
Antonio en castellano y en guaraní. El podía comprender la lengua indígena, pero no
la aprendió a hablar bien.
1850
fue un año difícil en Corrientes. La guerra civil no terminaba nunca, se
sucedían los combates, y los gauchos seguían a sus caudillos. No ir era de
cobardes y de flojos. Los paisanos se preciaban de su coraje y no aguantaban
una mancha en su reputación.
Su
padre se fue a la guerra y no regresó. Les dijeron que lo habían muerto en un
entrevero con los soldados de un comandante entrerriano. La madre quedó sola
con sus hijos en el rancho de adobe. El patrón de la estancia, Don Indalecio
Santamaría, cuando supo que el gaucho Gil no había vuelto de la patriada contra
los entrerrianos, le pidió a su mujer que los ayudara, como correspondía. Don
Indalecio se preciaba de proteger a su gente en momentos difíciles. Al hijo
mayor, que era fuerte y hábil como lo había sido su padre, aunque joven
todavía, le dio trabajo en su estancia como peón. Su señora, Doña Catalina,
llevó a la china a trabajar a la casa. Ayudaba en la cocina y hacía la
limpieza. Le dieron un cuarto en una vivienda vecina al caserón de la estancia
para que se alojara junto a su hijito, con el personal de servicio. Su hijo
mayor dormía en el galpón de los peones. Antoñito, que era un niño muy menudito
y tranquilo, hacía mandados y ayudaba en lo que podía. Cuando no tenía tarea,
jugaba solo en el corredor de la casa.
El
casco de la estancia de “La Trinidad” era grande, trabajaban allí más de
treinta personas, entre peones y sirvientes. Había también tres esclavos
negros, un hombre y dos mujeres, que servían en la casa. La señora del patrón,
que tenía tres hijos, hizo venir a una maestra de Corrientes para que les
enseñara a leer y escribir. Por la mañana, después del desayuno, la maestra se
sentaba con los niños bajo la enramada, y allí les hacía aprender el alfabeto,
y les enseñaba a deletrear y a escribir. Antoñito miraba con curiosidad e
interés. Doña Catalina, viendo esto, le pidió a la maestra que le enseñara
también a él. Antoñito, que era despierto e inteligente, aprendió a leer y
escribir con gran facilidad, antes que los otros niños. Estos le agarraron
envidia y lo acusaban de todo tipo de cosas para que su madre lo castigara. Le
decían que les robaba los dulces y les pegaba. La señora de la estancia no les
creía y miraba al niño con simpatía.
En
el 51 llegaron noticias del pronunciamiento de Urquiza. El dueño de la estancia
era federal y la situación le preocupó sobremanera. Los unitarios conspiraban
contra el país. Rosas había mantenido a los franceses y a los ingleses alejados
de la frontera, acorralados en la ciudad vieja de Montevideo, durante muchos
años. Don Indalecio era un estanciero próspero y se había enriquecido con la
política de Rosas. Todos los años arreaba sus animales hacia el sur y los
vendía en Buenos Aires a los saladeros, que preparaban charqui para los
mercados de esclavos del Brasil. También tenía comercio de cueros, que
embarcaba en el puerto de Corrientes. Hacia allá salían sus carretas cada
tantos meses. El hombre se fue con sus peones gauchos a Buenos Aires, a
defender a Rosas, siguiendo a un comandante amigo y no regresó en muchos meses.
Cuando
volvió se supo que había caído mucha gente en la lucha. Rosas había sido
derrotado en Caseros y se había ido del país. El General Urquiza, de Entre
Ríos, había quedado al frente de la Confederación. Habían llegado al país
muchos brasileños y otros extranjeros. Al poco tiempo, la maestra que les
enseñaba a los chicos regresó a Corrientes. No vinieron más maestros a la
estancia. A veces, la esposa del patrón, por la tarde, se sentaba en la
enramada con los niños y les hacía leer la Biblia
en voz alta. Si Antoñito estaba allí le pedía que leyera. El niño prefería el Génesis y el Evangelio de San Juan. Leía de corrido, con voz clara. A diferencia
de los otros niños, casi nunca se equivocaba. Pronunciaba con cuidado, dándole
a cada frase un énfasis especial.
La
madre de Antoñito continuó trabajando en la cocina. Era una mujer atractiva y
los gauchos la cortejaban. Le decían piropos y cumplidos, que ella no
respondía. Finalmente aceptó a un enamorado, Juan Prieto, un gaucho rumboso que
usaba aperos llamativos y se emborrachaba cada vez que había baile. Al hombre
le molestaba que el niño estuviera siempre entre él y la mujer. Le dijo a la
madre que Antoñito estaba muy apegado a sus polleras y que tenía que hacerse
hombre. Ya había cumplido once años. El tenía un peón amigo que podía llevarlo
al campo, para que aprendiera a trabajar con los animales y se hiciera gaucho.
Lo
mandaron con Pancracio, un gaucho de pelo largo y vincha, que era famoso por su
habilidad con el cuchillo. Pancracio se encariñó con Antoñito, le enseñó a
amansar caballos, a arrear el ganado, a marcar, a carnear y a cuerear. También
le enseñó a vistear. En esos pagos había que saber defenderse. Lo llamaba
Gauchito en lugar de Antoñito. “¿Gauchito cuánto?”, le preguntó alguien.
“Gauchito Gil”, respondió el muchacho y ya le quedó ese nombre.
Cada
tanto el Gauchito regresaba a los pagos a visitar a su madre, que se fue a
vivir a un rancho con el gaucho Juan Prieto. Una vez que llegó se dio cuenta
que estaba embarazada, iba a tener un hermanito. El niño nació prematuro y
murió enseguida. Su madre perdió mucha sangre en el parto y al poco tiempo
moría ella también. El Gauchito amaba profundamente a su madre y la pérdida le
causó un gran dolor. La enterraron en un camposanto en Paz Ubre. A los
dieciséis años se había quedado huérfano.
Al
tiempo el patrón envió a Pancracio con un encargo a Corrientes y el Gauchito se
fue a trabajar como ayudante de un cazador que vivía en los esteros. Se llamaba
Venancio. Cazaba aves y vendía sus plumas más finas, que eran muy apreciadas.
Casi nadie, entre los gauchos, tenía fusil, que era un arma de los ricos.
Cazaban con trampas y con bolas. El Gauchito se hizo un cazador diestro. Podía
bolear a los patos en el aire. En los esteros andaban en canoa. Atravesaban
grandes peces con lanza y los comían asados. Dormían en una choza de junco que
se habían armado. El Gauchito se enamoró del paisaje, de sus sonidos y de las
noches estrelladas. Venancio se había criado en la frontera con Paraguay y
sabía poco castellano. Le hablaba casi siempre en guaraní. El Gauchito le
entendía y le respondía en castellano.
A
los dieciocho años el Gauchito decidió volver a la estancia. Le dijo a Venancio
que quería andar por su cuenta y se despidió de él. Regresó a “La Trinidad”,
donde había crecido, y le dijo al patrón que estaba buscando trabajo. Poco
después Don Indalecio lo llamó. Un amigo suyo había muerto en una batalla
grande en el arroyo Pavón, en Santa Fe, y su esposa, que había quedado sola,
necesitaba ayuda en su campo. Don Indalecio sabía que el Gauchito era un
muchacho listo e inteligente. Le dio una carta y lo envió a “La Estrella”,
cerca de Mercedes.
La
viuda lo recibió. Era una mujer de unos treinta años, hermosa, y de cuerpo algo
grueso. Se llamaba Estrella, como la estancia. Su marido le había puesto ese
nombre en honor suyo. Desde un primer momento el Gauchito le llamó la atención.
Era un muchacho bajito, con cara de niño. Aparentaba menos edad que la que
tenía. Después de hacerle algunas preguntas, le ofreció el trabajo. El capataz
lo puso a cargo de una cantidad de animales. Era buen jinete y sabía
seleccionar y apartar el ganado. Los arreaba a las aguadas y a los pastizales.
Un
día, en un fogón, un gaucho grandote se burló de él. Los otros se rieron y el
Gauchito se ofendió. Lo desafió a pelear y desenvainó su cuchillo. El grandote
sacó el suyo y se trenzaron. El capataz se interpuso y los desarmó. Les dijo
que en la estancia, por orden de la patrona, estaban prohibidas las peleas y
los hizo azotar.
Los gauchos
arreaban con el rebenque y el lazo. El Gauchito prefería las boleadoras. Como
era bajo, se las ataba alrededor del pecho, en lugar de la cintura. Decía que
le resultaba más cómodo. El capataz lo mandaba en persecución de las reses que
escapaban y las inmovilizaba con un tiro de bolas. Una vez que estaban en el
monte boleó a un jabalí. Los otros gauchos festejaron su hazaña. Comieron el
jabalí asado a las llamas. Lo abrieron en dos, lo clavaron en una cruz de
hierro, hincaron la cruz en la tierra, lo cubrieron con una montaña de ramas de
espinillo que juntaron e hicieron una enorme fogata. Pocos minutos después
extinguieron el fuego. La carne estaba a punto.
A
los veinte años se dejó crecer el bigote para parecer más grande. Tenía un
rostro bondadoso y ojos penetrantes. Muchos lo consideraban afeminado y lo
miraban con sorna. Como buen correntino, respetaba las creencias de su tierra.
Se hizo grabar en el esternón un tatuaje de San La Muerte a punta de cuchillo.
San La Muerte lo protegía de las alimañas peligrosas cuando estaba en el monte
y en los esteros. Había ocelotes, víboras y yacarés. Sus fieles creían que los
protegía también de los peligros de la guerra. Las luchas civiles asolaban la
región. Cada dos por tres venían a buscar gente para alguna refriega. El
Gauchito no había ido a la guerra todavía, pero sabía que en algún momento le
iba a tocar.
Por
la noche, si no andaba lejos, en un arreo, regresaba a la estancia. Dormía en
un galpón de techo alto, junto a los otros peones. Las noches de luna salía a
contemplar el campo. A la patrona, Doña Estrella, le gustaba sentarse en el
corredor de la casa. La mujer lo observaba y se empezó a interesar en él.
Algunas
veces, cuando lo veía por las noches, la viuda lo llamaba para hablar. Le
preguntaba por sus cosas. Cuando supo que sabía leer, le pidió que le leyera la
Biblia. Lo hizo pasar a la casa y
leyó a la luz de la lámpara. La escena se repitió con cierta frecuencia. Lo
convidaba con cognac o ginebra. El Gauchito, que era muy tímido, hacía todo lo que
ella le decía. Un día pasó lo inevitable. La señora, que lo deseaba, lo empezó
a acariciar y lo besó. Después se lo llevó al dormitorio e hicieron el amor. El
Gauchito era un muchacho tierno y apasionado. La mujer se enamoró de él. El
Gauchito se dejaba hacer. Al tiempo ya casi no iba a dormir al galpón. Los
demás peones lo empezaron a celar. Se dieron cuenta de que tenía tratos íntimos
con la patrona.
Poco
después llegaron a la estancia dos hermanos de Doña Estrella. Durante varios
días el Gauchito no se acercó a la casa. Uno de los hermanos vestía uniforme
militar. El otro usaba ropa de ciudad. Vivían en Corrientes. Días más tarde
vino de visita el Capitán Alvarado. Era pretendiente de Doña Estrella y un
hombre influyente, oficial del Ejército y Jefe de la Policía de Mercedes. Tenía
como cuarenta años, era alto y de porte marcial. Era amigo del Gobernador y en
la región le temían.
El
Capitán empezó a venir seguido por las tardes. La señora le pidió una vez al
Gauchito que les cebara mate, y allí pudo ver a todos de cerca. No sabía por
qué los hermanos de Estrella habían ido a la estancia. Estaba preocupado,
pensaba que quizá quisieran aprovecharse de ella, que era tan rica.
Cuando se fueron los hermanos la
situación se normalizó. El Capitán la visitaba de vez en cuando durante el día
y salían a pasear a caballo, o ella lo invitaba a almorzar. También les gustaba
tomar mate juntos en el corredor de la casa. Pasaban tiempo solos en el
interior de la vivienda, pero el Capitán no se quedaba por las noches en la
estancia.
Doña
Estrella estaba infatuada con el muchacho. Lo invitaba por la noche a la casa.
Le gustaba bañarlo en una tina, perfumarlo y luego llevarlo a la cama y
jinetear encima de él. El Gauchito era de piel blanca, sin vellos, y su cuerpo
era más pequeño que el de ella. Doña Estrella lo acariciaba, jugaba con su
bigote y le decía que lo quería. El Gauchito se fue enamorando de ella. Nunca
había estado con una mujer antes.
Los
otros peones miraban con envidia la relación del Gauchito con la patrona.
Alguien hizo llegar al Capitán los rumores sobre las visitas nocturnas del
muchacho a la viuda. Al tiempo regresó a la estancia el hermano militar de Doña
Estrella. Se quedó allí varios días. Venía de la guerra. Los dos,
aparentemente, hablaron de negocios. Después vino el Capitán. El Capitán lo
mandó llamar al Gauchito. Le dijo que se venían malos tiempos, y que él iba a
tener que internarse en el monte con un rebaño de ganado. Doña Estrella
asintió. Había guerra y no querían que les confiscaran todos los animales.
El
Gauchito, junto con otros peones, se llevaron los animales al monte. Allí
vivieron por varios meses. Cuando volvieron a la estancia los recibió el
Capitán Alvarado. No pudo ver a Doña Estrella. El Capitán le dijo al Gauchito
que iba a vivir en un puesto algo alejado de la casa, y que no abandonara el
sitio si él no lo autorizaba. El muchacho, que extrañaba a su amante, merodeaba
por las noches los alrededores del casco. Intentó acercarse y dos policías que
estaban vigilando se le echaron encima. Se cubrió la cara con el pañuelo, sacó
el facón y les hizo frente. Hirió a uno y logró escapar. Al día siguiente el
Capitán lo vino a buscar con dos policías y se lo llevaron detenido. Lo acusó
de tratar de robar en la casa y de herir a un policía. El Gauchito negó que
hubiera sido él. Lo hizo azotar y estaquear. Lo dejó un día tendido al sol.
Doña Estrella, que se enteró, vino a pedir por él. Dijo que era un buen peón y
que debía perdonarlo. El Capitán no quería entrar a competir con el muchacho.
Le ordenó que se fuera lejos, que no volviera a la estancia. Era sospechoso de
haber herido a un policía y si regresaba podía irle muy mal.
Estaban
reclutando gente para la guerra contra el Paraguay. El Gauchito lo vio como una
oportunidad para probarse. Era 1866, ya había cumplido veintidós años. Fue a
Corrientes y lo destinaron a un cuerpo de infantería. La guerra se peleaba en
los esteros y el Gauchito conocía ese tipo de terreno. La vida militar no era
lo que pensaba. Había que pasarse mucho tiempo en el campamento, esperando
órdenes. Se aburría. Se hizo de varios amigos. Eran casi todos gauchos como él.
Los oficiales hablaban poco con ellos, venían de las ciudades del litoral.
Había
un soldado que era diferente a los demás. Andaba siempre con una carpeta. La
apoyaba donde podía y se ponía a dibujar. Hacía croquis y dibujos del
campamento y los alrededores. También dibujaba a otros soldados, en diferentes
posiciones. Ponía el lápiz delante de la vista para tomarle el tamaño a las
cosas y calcular las distancias. Le decían Cándido. Peleó junto a él en la
batalla de Sauce. En la batalla de Curupaytí lo hirieron mal y perdió el brazo
derecho. El Gauchito lo vio cuando lo llevaban al hospital de campaña. El otro
lo reconoció también. Le dijo que no iba a poder dibujar más ni pintar. El
Gauchito le respondió que si realmente era pintor, iba a aprender a pintar con
la otra mano. El muchacho lo miró agradecido.
Los
porteños se quejaban por los rigores del clima. Hacía calor y humedad, y había
muchos insectos. Los soldados se enfermaban. Tenían que luchar en las peores
condiciones. Curupaytí fue una verdadera carnicería. Les dieron orden de avanzar
por los esteros contra las posiciones del enemigo, pero no llegaban nunca. Los
que morían quedaban semihundidos en el agua. Durante la batalla el Gauchito se
extravió. Cuando llegó la noche se ocultó en un terreno más elevado y seco.
Agotado se durmió. Lo despertaron ruidos de hombres que se acercaban. Hablaban
en guaraní. Se dio cuenta que eran soldados paraguayos. Agarró su fusil y
preparó la bayoneta para defenderse. Se quedó quieto. Los otros pasaron a
varios metros de él y no lo vieron. Decían que eran hombres del Capitán Ayala y
que los argentinos estaban casi derrotados. A la mañana pudo regresar a sus
posiciones. La batalla se prolongó varios días más y, tal como decían los
paraguayos, los argentinos perdieron.
Pero
eran muchos. Pasaron los meses y la guerra se empezó a inclinar del lado
argentino y sus aliados brasileños y uruguayos. Llegó a su Regimiento un
oficial periodista. Era Capitán. Había combatido en Sauce y en Curupaytí, donde
lo habían herido. Al Gauchito le llamaba la atención verlo leer y escribir. Un
día se acercó a él para observar lo que escribía. El otro le preguntó si podía
entender lo que decía allí. El Gauchito le dijo que sí, que sabía leer. El
Capitán se sorprendió. Los gauchos eran casi todos analfabetos. El Gauchito le dijo
que había aprendido a leer en la estancia de sus patrones, donde su madre era
la cocinera. El otro se presentó, era el Capitán Mansilla y trabajaba para un
diario de Buenos Aires, La Tribuna.
Cumplía además funciones militares. Le preguntó si le quería ayudar. El
Gauchito le dijo que sí. Le pidió que pasara en limpio los artículos que
escribía. El Gauchito tenía una letra muy clara y perfilada. Escribía en una
mesa de campaña, junto a la tienda del Capitán. Se pasaba horas trabajando y
casi dibujaba cada letra. Mansilla le preguntó si había leído libros. El
Gauchito le respondió que la Biblia.
Mansilla le preguntó si algún otro. El Gauchito le dijo que no.
Se
hizo inseparable del Capitán y lo seguía a todos lados. Mansilla le pedía que
le leyera en voz alta los diarios que le llegaban de Buenos Aires. Estaba en
contra del gobierno, no quería al Presidente y criticaba la dirección de la
guerra. Las crónicas que escribía analizaban la situación con un tono negativo
y pesimista.
Su
Regimiento estuvo estacionado varias semanas sin moverse. Mansilla se aburría
de la vida en el campamento. Por fin recibieron órdenes de adelantar sus
posiciones. Todo el Regimiento marchó y se ubicaron más cerca del enemigo.
Hicieron terraplenes para protegerse de las balas y cavaron trincheras.
Mansilla tenía un gran sentido del humor y le gustaba hacer bromas y contar
chistes a sus soldados. Las horas eran largas y no había mucha acción. Los
paraguayos tenían pocas municiones y casi no disparaban. Era una guerra de
nervios. Estaban siempre observando al enemigo y esperando.
Mansilla
les propuso cargar a la bayoneta, pero el Mando superior se opuso. El Capitán
regresó a su puesto furioso y se subió encima de los terraplenes. Empezó a
agitar los brazos. Los paraguayos le gritaban cosas. Los argentinos
respondieron. Algunas balas paraguayas picaron sobre las fortificaciones. Le
pidieron a Mansilla que bajara, antes que lo hirieran. El empezó a reírse a
carcajadas. Se bajó los pantalones y les mostró el culo a los paraguayos. Los soldados
empezaron todos a reírse. Esa tarde terminó sin mayores incidentes. Mansilla
había sido el héroe del campamento.
Días
después avanzaron y desalojaron a los paraguayos de su posición. Tuvieron que
cargar de frente contra el enemigo. Hubo muchos muertos. El Gauchito vio como
un soldado paraguayo se le venía encima. Logró hacerse a un lado y lo atravesó
con la bayoneta. Mientras estaba expirando el paraguayo lo miró a los ojos. Era
un muchachito de no más de quince años. El Gauchito le sostuvo la cabeza y el
otro murió en sus brazos. Siguió peleando, pero esa noche no pudo olvidarse de
la mirada del joven soldado moribundo.
La
guerra siguió su curso. A su Regimiento de a poco lo fueron diezmando. Ya no
quedaban ni la mitad de los hombres. Lo hirieron en un hombro y lo mandaron a
la retaguardia. Lo atendieron y lo vendaron unas mujeres que hacían de
enfermeras, hasta que recuperó las fuerzas. Cuando volvió al frente ya Mansilla
no estaba, lo habían hecho regresar a Buenos Aires.
Al
mes siguiente enviaron a su Regimiento a Corrientes y lo acuartelaron. Su
unidad permaneció allí durante varios meses, hasta que terminó la guerra.
Licenciaron a todos y les dieron unos pocos pesos para que volvieran a sus
pagos. Cuando el Gauchito llegó a Pay Ubre se enteró que Doña Estrella, la
patrona, se había casado con el Capitán Alvarado. Este se había retirado de la
policía y ahora administraba la estancia. El Capitán recibió con desagrado la
noticia del regreso del Gauchito. Sospechaba lo que había pasado entre él y su mujer.
El
Gauchito consiguió trabajo en un campo. Atendía a los animales. Los llevaba a
las pasturas y las aguadas. Tenía un buen caballo y salía a galopar por las
tardes después del trabajo. Sintió tentación de acercarse a la estancia de Doña
Estrella, pero no lo hizo. Le costó mucho adaptarse otra vez a la vida de peón.
La guerra lo había cambiado. Tenía pesadillas por las noches. Veía los ojos del
muchachito que había atravesado con la bayoneta y había muerto en sus brazos.
Se despertaba angustiado.
Un
día lo vino a buscar la policía al campo donde trabajaba. Era el año 1871. Le
dijeron que no lo querían en el pago. Las cosas estaban difíciles, había muchos
cuatreros y le convenía irse de allí. El Gauchito entendió, pero no hizo caso.
Al tiempo se enteró de que en Corrientes se habían levantado contra el
gobierno. El Jefe de la policía se presentó en la estancia y dijo que pronto
llegaría un Comandante a buscar soldados para la guerra civil, y que se
prepararan para luchar. El Gauchito sintió que no tenía nada que ganar y que
realmente no quería pelear en otra guerra. Para él los hombres eran todos
hermanos, aunque vivieran en distintas provincias o países. Esa noche tuvo un
sueño. Se le apareció Cristo, rodeado de una luz blanca. Tenía un rostro de aspecto
adolescente. El reconoció los ojos del soldado paraguayo muerto. Dios le habló
en guaraní y le dijo que el hombre no debe derramar la sangre del hombre. Le
pidió que rezara a San La Muerte para que lo protegiera.
Al
otro día llegó una partida de soldados. El Comandante explicó que ellos eran
azules liberales y estaban en contra de los autonomistas. Les ordenó que se
alistaran, se los llevaban a todos a pelear. Tuvieron que seguirlos. Hicieron
una gran redada en varias estancias sin preguntar a los peones de qué parte
estaban. Los obligaron a ir con ellos. Los gauchos eran todos federales y
colorados. Siempre habían visto a los liberales como enemigos. Dos compañeros
le vinieron a hablar. Quedaron en huir esa noche y escapar hacia los esteros.
No los encontrarían. El Gauchito conocía muy bien el terreno y sabía como vivir
allí.
Se
fugó con los otros dos. Eran desertores y tendrían que andar como gauchos
fugitivos. Se perdieron en los Esteros del Iberá. En una isleta hicieron una
choza y se quedaron a vivir allí. Uno de los gauchos, Francisco Gonçalves, era mestizo, hijo de padre brasileño y madre correntina, y el
otro, Ramiro Pardo, criollo. Se pasaron muchos meses pescando y cazando en los
esteros, esperando que terminara la guerra civil y hubiera paz.
Francisco llevaba en su montura una Biblia. No sabía leer. Cuando se enteró
que el Gauchito sí sabía, le pidió que le leyera los Evangelios. Todos los días
por la tarde leía un rato en voz alta y los otros escuchaban. Les interesaba
sobre todo el relato de la pasión, cuando entregan a Cristo y lo crucifican.
Decían que el mundo estaba lleno de traidores.
Había
transcurrido un año por los menos, y el Gauchito se atrevió a dejar su
escondite para buscar noticias. Enfiló hacia una zona poblada y se detuvo en una
pulpería. El dueño le dijo que la guerra había terminado. Compró yerba y
ginebra. Vio encima de unas barricas unos cuadernos impresos. Tomó uno y lo
hojeó. El cuaderno decía El gaucho Martín Fierro. Estaba en verso. El
pulpero le explicó que lo había escrito un periodista de Buenos Aires y lo
vendía por unos pocos centavos. Se llevó uno. Le dijo al pulpero que era
cazador y quería vender pieles y plumas. Le preguntó si se las compraba. Este
mostró interés. El Gauchito prometió volver con una carga.
Regresó
a los esteros. Sus compañeros de aventura quedaron encantados con la noticia
del fin de la guerra. Podían dedicarse tranquilamente a cazar nutrias y garzas.
Les gustó mucho el libro que trajo el Gauchito. De ahí en más lo preferían a la
Biblia. Todas las tardes les leía
unas estrofas del Martín Fierro. Ellos habían escuchado a los cantores
payar en los fogones y en las pulperías. En las estancias siempre había una
guitarra para el que quisiera improvisar. Pero nunca habían oído versos tan
lindos. Le pedían que les leyera las estrofas una y otra vez. También discutían
lo que el libro decía y se hacían preguntas.
Estaban
de acuerdo que en el pasado los gauchos habían sido más felices que en esos
momentos. Muchos paisanos tenían su campito, sus vacas y su tropilla.
Trabajaban en las estancias y nadie los molestaba ni los perseguía. “Eran otras
épocas - dijo Francisco - Eran tiempos de Rosas”. El Gauchito recordó que el
Capitán Mansilla siempre le decía que ya no quedaban criollos, y que por culpa
del gobierno iban a desaparecer los gauchos. Después de la caída de Rosas
habían venido malos tiempos. Francisco dijo que a su padre un Comandante le
quitó la tierra. Al de Ramiro lo habían perseguido para sacarle la mujer. Lo
mandaron a la frontera de Córdoba, a luchar en los fortines. Su madre se había
ido a vivir con un Sargento y a él lo enviaron lejos a trabajar de boyero. Ya
no volvió a ver a su madre.
A
todos les gustó que Martín Fierro se defendiera. Era muy hombre. El ejército
era una desgracia. Los oficiales eran unos ladrones que dejaban al gaucho en la
miseria. Cuando el Gauchito les leyó los versos en que Martín Fierro desertaba
todos se identificaron con él. Celebraron también la parte en que luchaba con
la partida y el Sargento Cruz se ponía de su lado. Para ellos la amistad era
algo sagrado, un gaucho no debía abandonar a otro gaucho, mucho menos si estaba
en peligro.
Se
quedaron juntos varios meses más. Cazaban aves acuáticas y guardaban las
plumas; también atrapaban nutrias y otros animales salvajes y conservaban los
cueros. Cada tanto el Gauchito iba a la pulpería con los tres caballos
cargados. Volvía con dinero y con noticias. Se repartían el dinero y lo
guardaban en el cinturón. En 1874 hubo una nueva guerra civil. Las aguas
estaban revueltas. Sus dos compañeros pensaron que era un buen momento para
tratar de regresar, mezclarse con la población y abrirse camino. La policía
estaba entretenida y ocupada con la leva. El Gauchito prefirió quedarse un poco
más y le pidió a Francisco que le dejara la Biblia.
El otro accedió. De todos modos, no sabía leer. Se despidieron. Los dos
enfilaron hacia el sur de la provincia.
Antes
que los gauchos Gonçalves y Pardo llegaran a Goya una partida los
detuvo. Los acusaron de ser ladrones y cuatreros. No los juzgaron. Cuando
supieron que eran desertores decidieron ajusticiarlos. Uno dijo que los
llevaran a Goya y los mataran allá. Pero no quisieron tomarse el trabajo de
llevarlos prisioneros. Los fusilaron al costado del camino. El Gauchito nunca
supo que sus amigos habían muerto. Se quedó viviendo en su isleta, en los
esteros. Se sentía bien solo. Desarrolló una intensa vida espiritual. Leía El
gaucho Martín Fierro y la
Biblia. Pasaba mucho tiempo meditando.
Por
las tardes, cuando caía el sol y el cielo se teñía de rojo, se tendía en el
suelo y se concentraba en un punto en el centro de su frente. Empezó a tener
visiones. Conversaba con San La Muerte. Se le aparecía su esqueleto y le decía
que lo protegía y velaba por él. El Gauchito contestaba que no tenía miedo de
morir. El quería ver a Dios un día. Sintió que todo eso que pasaba era una
preparación para otra cosa. En algún momento tenía que volver al pago que había
dejado, y para ese entonces él sería otra persona. También se le apareció el
adolescente paraguayo que había matado en la guerra. El Gauchito le prometió
que ya no iba a derramar más la sangre del hombre. Finalmente, en 1875 se
decidió a dejar su refugio.
Llevaba
una cierta cantidad de dinero que había ahorrado con la venta de plumas y
cueros. Iba muy prolijo. Se afeitó la barba con su facón y se dejó el bigote.
Tenía un facón con mango de asta de ciervo, muy valorado. Iba con sus
boleadoras atadas al pecho. Era un cazador consumado y no moriría de hambre
mientras tuviera sus bolas. Se mantuvo alejado de los lugares en que había
vivido o que antes frecuentaba. Cuando se sentía convencido de que no había
pasado por esos pagos, se animaba a acercarse a los caseríos. Se detenía en el
rancho de algún paisano y le pedía hospitalidad. Encontró que el campo estaba
menos poblado que antes, había muchas taperas. No eran buenos tiempos para los
gauchos. Llevaba con él su poncho rojo y cuando le preguntaban si era federal
no lo desmentía. Decía que era, como todos los pobres, defensor de los gauchos.
Una
vez se paró en un rancho y encontró una situación desoladora. Vivían en él un
gaucho, su china y sus dos hijos. Un hijo estaba muy enfermo. Tenía una fiebre
que lo consumía. Su cuerpo estaba lleno de llagas y bubones. Hacía días que
estaba inconsciente, y esperaban que muriera esa noche. Movido por la
compasión, el Gauchito se arrodilló frente a su catre y le tocó la frente.
Luego dirigió su mano hacia las llagas y los bubones. Sacó la Biblia y
se puso a leer el capítulo 9 del Evangelio
de San Mateo. Cuando llegó a la parte en que Jesús sana a los enfermos, el
niño moribundo abrió los ojos y se incorporó en el lecho. Los padres
retrocedieron con miedo. El niño se puso de pie y pidió agua. Le trajeron agua,
la bebió y dijo que tenía hambre. El padre carneó un cordero e hicieron un
asado. Le pidieron al Gauchito que se quedara a pasar la noche en el rancho. A
la mañana el niño tenía la piel bien, no quedaban rastros de las llagas y
estaba sonriendo. El Gauchito anunció que seguía viaje. No lo querían dejar ir.
No sabían qué darle. El hombre le dijo que se llevara un caballo ladero. El
Gauchito andaba en un tordillo. Dijo que no le hacía falta, que se sentía
contento de que el chico estuviera bien.
Se
fue. No entendía bien lo que había pasado. Dios había intervenido. Había curado
por su intermedio. Lo había aceptado como vehículo suyo. Le había dado un
poder. Quedó obnubilado. Llegó hasta un bosquecito. Decidió quedarse allí por
varios días. No cazó ni comió. Sólo bebió agua de un arroyo. Hizo ayuno por una
semana. Se pasaba el día tumbado bajo los árboles, meditando. Leía la Biblia. Al atardecer salía a caminar.
Espiritualmente fortalecido decidió seguir viaje. Pidió trabajo en una
estancia. Le dieron una tropilla de potros jóvenes, algunos redomones y algunos
sin domar, para que los amansara. Era buen domador. Escuchó una voz que le dijo
que no los golpeara. Eran criaturas de dios, le entenderían si les hablaba.
Decidió obedecer a la voz. No castigó a los animales. Les hablaba. Los caballos
parecían entenderle. Les fue quitando las cosquillas y los miedos. Los
abrazaba. Los animales se restregaban contra su pecho. Luego los montaba y los
potrillos se comportaban como caballos mansos que hubieran sufrido la montura
por mucho tiempo. Los hacía andar sin ponerles el freno. Les aplicaba una
presión con las piernas en el costado y los animales obedecían. Un gaucho le
preguntó dónde había aprendido eso, que si había vivido con los indios.
Respondió que no, que él solo había aprendido. Después les puso el freno y dejó
que los montaran otros. Los animales respondieron bien.
Siguió viaje y fue a otra estancia. Le ofrecieron trabajo de peón.
Aceptó. Volvió a tener visiones. Una vez, junto a una aguada, se le apareció
Cristo. Le dijo al Gauchito que era, como él, un cordero. Le pidió que no
tuviera miedo, que él lo iba a recibir en su reino. El cordero estaba en el
mundo para lavar los pecados y redimir al hombre.
Un día, cuando llegó a la casa del patrón, vio un carruaje que
había venido de la ciudad. Preguntó a los otros peones qué pasaba. Había
llegado el médico. La mujer del patrón estaba muy enferma, le dolía el costado.
Tenía un ataque de apendicitis. A la mañana la sacaron al corredor de la casa.
Todos se acercaron a verla. Tenía la tez amarilla. El médico dijo que no se
podía hacer nada. Al llegar la tarde la mujer no hablaba, no podía tragar. El
médico dijo que buscaran a un cura porque iba a morirse, que le dieran la
extremaunción. Mandaron a buscar al pueblo a un vecino que se hacía pasar por
cura y a veces celebraba misa. Mientras sucedía esto, el Gauchito quiso probar
si Dios le concedía un favor. Se acercó a la mujer y empezó a rezar en
silencio. Los demás no se dieron cuenta. Le pidió a Cristo que la salvara, y a
San La Muerte que no se la llevara. Después de diez minutos la mujer abrió los
ojos. Les dijo que había tenido una visión. Había venido del cielo una paloma
blanca y había depositado gotas de rocío en su boca. Pensaron que deliraba. La
mujer se incorporó en el lecho. Le preguntaron si le dolía algo. Dijo que no,
que estaba bien, que no le dolía nada. Preguntó que por qué estaban todos
reunidos allí y se levantó. El Gauchito se retiró al galpón donde dormía y le
agradeció a Dios. Nadie entendió lo que había pasado, pero el Gauchito supo que
había sido Cristo, que había intercedido y le había concedido su súplica.
Días después dejó su trabajo y se internó en el monte. Se detuvo
bajo un árbol e hizo ayuno por una semana. Se preguntó qué significaba todo
eso, que qué iba a hacer con su vida. Que por qué lo había elegido Dios y qué
quería de él. Le dijo a Cristo que si él servía para lavar la sangre del pecado
que se lo llevara, que él estaba en sus manos. Era 1877 y el gauchito estaba
por cumplir treinta y tres años. Había vivido mucho tiempo escapando. El único
amor que había conocido era el de la viuda. Había ido a algunas fiestas y
bailes, pero raramente se acercaba a una mujer. En cada una veía algo de la que
había sido su amada y retrocedía.
Finalmente
decidió que era tiempo de volver a sus pagos. Quería visitar la tumba de su
madre. Sabía que era peligroso, pero rezó, y pensó que Dios iba a decidir
cuando fuera su hora. El 6 de enero de 1878 fue a Mercedes a las celebraciones
de Reyes. Se dijo que quería ver a la gente, pero realmente lo que quería era
saber algo de Estrella. Pensó que ella estaría ya grande, pero él la seguía
queriendo. Fue a la misa, y después a la fiesta. Había empanadas y vino. Al
rato empezó la guitarreada. El pueblo estaba animado.
Al
atardecer fue al cementerio a visitar la tumba de su madre. Por la noche durmió
en el camposanto, tapado con su poncho. A la mañana siguiente regresó al pueblo
y se acercó a un almacén a tomar una caña. Quería enterarse de las novedades.
De pronto sintió una mano que le sostenía el brazo. Se volvió y se encontró con
la mirada del antiguo Jefe de policía y esposo de Estrella. “Sabía que iba a
volver”, le dijo. Le apuntó con una pistola y le ordenó que marchara con él.
Fueron a la comisaría. “Enciérrelo”, le dijo al Comisario. “Es un ladrón y un
desertor”. Pasó la noche en el calabozo. Pensó
que esa quizá era la última noche de su vida.
La
mañana del 8 de enero el Comisario lo sacó del calabozo y lo entregó a una
partida que lo esperaba. “Llévenselo - le dijo al Sargento - Es un ladrón, un
cuatrero y un desertor. Ya saben lo que tienen que hacer”. El Juez de Paz
estaba en la Comisaría en esos momentos y quiso interceder. “Si cometió un
delito, hay que juzgarlo – dijo - Debemos someternos a la ley”. El Comisario lo
miró con sorna. “Si se creerá que es Avellaneda - se burló - Hay demasiado
gaucho bandido en esta tierra”. “Iré al Gobernador - respondió el otro - Basta
ya de derramar sangre inocente. Los delitos hay que probarlos”.
Los
policías le ataron las manos y se lo llevaron. Cuando habían andado dos leguas
el Sargento detuvo la partida. Desensillaron junto a un algarrobo. El Sargento
lo hizo bajar y lo paró junto al árbol. Les dijo a sus hombres que prepararan
los fusiles. “¿Por qué me vas a matar, Sargento? - preguntó el Gauchito – No he
cometido delitos. Me persiguen injustamente. Vas a derramar sangre inocente”.
El Sargento le quitó la camisa y dejó su pecho desnudo. Apareció en su lado
izquierdo tatuada la imagen de San La Muerte. Le apuntaron. El Gauchito los
miró. Los policías bajaron las armas. Dijeron que no podían disparar contra San
La Muerte, porque se condenarían. El Sargento, con rabia, tiró un lazo por
encima de una de las ramas del algarrobo, le ató los pies y lo colgó, cabeza
abajo. “No me mates Sargento, soy inocente – repitió - No le creas al
Comisario. Hazle caso al Juez”.
En
ese momento el Gauchito tuvo una visión. Se le apareció un niño cubierto de
vendas, que venía del cielo. Tenía los mismos ojos que el Sargento. Comprendió
que era su hijo. El Sargento sacó el cuchillo de asta de ciervo que le había
quitado al Gauchito Gil y se preparó. El Gauchito se dio cuenta que había
llegado su hora. Pensó en su visión. Dios quería decirle algo, le había mandado
un mensaje. Al fin entendió. “Sargento – dijo - tu hijo se ha enfermado y se
está por morir. Después que me hayas matado reza por mi alma. La sangre de un
inocente sirve para lavar los pecados. Reza por mí y tu hijo se salvará. Invoca
mi nombre y yo lo curaré. También te perdonaré a vos por derramar mi sangre,
porque así lo quiere Dios. Invoca mi nombre y se hará el milagro”.
El
Sargento lo miró con burla y le dijo que no se preocupara, que su hijo estaba
bien. Después de un tajo le abrió la yugular. El Gauchito se desangró
rápidamente y expiró. Lo bajaron del árbol y lo dejaron a un costado. El
Sargento no quiso perder tiempo en enterrarlo. Estaba preocupado por lo que
éste había dicho sobre su hijo. Lo cubrieron con hojas y ramas. El Sargento
ordenó a sus hombres que regresaran a la comisaría, que él tenía algo
importante que hacer. Salió al galope hacia su rancho. Al llegar ya se olía la
tragedia. Su mujer lo recibió llorando. Su hijo menor, de diez años, estaba muy
grave. No podía respirar. Le dijo que se estaba muriendo. El Sargento
comprendió todo. Se hincó de rodillas ante el lecho donde yacía el niño y se
puso a rezar. Invocó al Gauchito Gil, y le pidió al difunto que le perdonara su
crimen, y que su sangre inocente lavara sus pecados. Cuando se levantó, su hijo
abrió los ojos y empezó a respirar normalmente. Llamó a la madre y le pidió que
le trajera algo de comer. El Sargento agarró su caballo y volvió al galope
hasta el algarrobo donde había quedado el cuerpo del Gauchito. Quitó las ramas
que cubrían su cadáver y se abrazó a su cuerpo. Tomó el poncho rojo que le
había sacado y cubrió el cadáver. Se arrodilló ante él y le pidió perdón. Con
su facón empezó a cavar una sepultura al pie del algarrobo. Cortó una rama de
espinillo e hizo una cruz. Besó la frente del Gauchito y depositó su cuerpo en
la tumba. Colocó sobre su pecho los dos libros que había encontrado en su
apero: la Biblia y el Martín Fierro, y cruzó sus manos sobre
ellos. Ayudarían a su alma en el viaje. Lo cubrió de tierra, colocó la cruz y
ató el poncho rojo en sus brazos. Hizo un fuego y con carbón escribió:
“Gauchito Gil”. Se persignó, montó en su caballo y regresó a su rancho.
Al
llegar le confesó a su mujer lo que había ocurrido. Le dijo que había derramado
la sangre de un inocente. Que Dios lo había castigado y enfermado mortalmente a
su hijo. Que invocó la sangre del Gauchito y Dios lo perdonó y lo salvó. El
Gauchito había hecho el milagro. La mujer le creyó. Era muy religiosa.
Decidieron hacer una peregrinación a pie a la tumba del Gauchito. Trescientos
metros antes de llegar al algarrobo, el Sargento empezó a andar sobre sus
rodillas y a rezar. Su mujer caminaba a su lado, agradeciéndole al alma del
difunto. Encendieron una fogata y se quedaron toda la noche junto a la tumba.
El
Sargento regresó al día siguiente a su trabajo y les contó a sus hombres lo
sucedido. Era gente de una fe profunda. Pensaron que si el Gauchito había hecho
un milagro, podía hacer otros. Uno de ellos tenía a su madre enferma con
manchas en la piel. Creía que era lepra.
El agente fue con su madre a la tumba del Gauchito y se puso a rezar. Le pidió
que la sanara. Dos meses después habían desaparecido las manchas. El Gauchito
había hecho otro milagro. En Mercedes se corrió la voz de lo que había pasado.
El 8
de enero del año siguiente, al cumplirse un año de su muerte, el agente y su
esposa decidieron visitar su tumba. No eran los únicos. Allí estaba también la
familia del Sargento. Al rato empezaron a llegar otros. Se juntaron como unas
treinta personas. Llevaban flores rojas y las depositaron sobre la tumba. El
poncho rojo del Gauchito estaba todo desteñido y deteriorado por el agua y el
sol. El Sargento clavó otro poncho rojo sobre el tronco del algarrobo, frente a
la tumba. Después dirigió las plegarias. Le pidió perdón por haber derramado su
sangre, y le rogó para que los protegiera. Pidió que su sangre inocente lavara
sus pecados. Después de eso comieron y bebieron, y esa noche regresaron a
Mercedes, fortalecidos.
La Difunta Correa
Deolinda Correa nació el 6 de enero
de 1819 en el poblado de La Majadita, cerca de Valle Fértil, en la provincia de
San Juan. Tenía dos hermanos y tres hermanas. Deolinda se destacaba por su
belleza. Sus ojos eran azules como el cielo y su cabello renegrido. Sus padres
la cuidaban mucho. No era fácil proteger a una jovencita del deseo de los
hombres en aquellos tiempos violentos.
Ya adolescente, se acercaban al rancho los muchachos de los alrededores
con cualquier pretexto para verla. Un día un señor algo mayor se prendó de
ella. Vino a ver a sus padres y se presentó. Se llamaba Rudecindo Alvarado. Les
dijo que tenía tierras en la zona y amigos en el gobierno, y pronto sería jefe
de la policía de Caucete. Los padres le agradecieron la visita. Las hijas le cebaron
mate y lo invitaron con tortas fritas. El no dejaba de mirar a Deolinda, a la
que llamaba “Señorita Linda”. Sus ojos
azules lo habían cautivado. La muchacha exhalaba ternura.
Al tiempo Don Rudecindo volvió a hablar con los padres. Les dijo que estaba
pensando casarse pronto y podría considerar a alguna de sus hijas. Ellos, que
lo veían muy mayor, argumentaron que eran demasiado jóvenes para casarse. Allí
ayudaban en la casa y se quedarían hasta que se hicieran más grandes. Don
Rudecindo se creía un hombre agraciado e insistió. Dijo que estaba emparentado
con los Albarracín y un día mandaría en esa región. Los padres, algo
intimidados, le respondieron que el rancho era humilde y podía visitarlos
cuando quisiera. El hombre, sin embargo, no era de los que les gustaba rogar.
Se fue ofendido y no volvió por allí.
Deolinda era una muchacha dócil pero
de carácter firme. Era alegre y buena compañera de sus hermanas. Mantenía a sus
pretendientes a distancia y no se dejaba avasallar. Esperaba al hombre que un
día pudiera hacerla feliz. Se preguntaba cómo sería. Seguramente se iba a dar
cuenta cuando lo viera. Y así sucedió. Un día conoció a quien iba a ser su
esposo, Clemente Bustos. Fue un amor mutuo, un encuentro de almas.
Quién era
Clemente Bustos
Clemente Bustos era un gaucho orgulloso y valiente. Había nacido con la
patria, en 1810, en Portezuelo, La Rioja. Cuando conoció a Deolinda, en la
primavera de 1835, tenía veinticinco años. Deolinda tenía dieciséis y su
cuerpo estaba en flor. Nunca, hasta ese momento, había aceptado a un
pretendiente, y su madre se preocupaba por su futuro. Cuando vio a Clemente se
llenó toda de dulzura. Era alto, fuerte, un verdadero gaucho federal. Desde
adolescente había trabajado como arriero, junto a su padre y sus hermanos. Se
había criado en Portezuelo, en La Rioja. Había sido soldado de Quiroga y
luchado con él contra los unitarios.
Clemente era, como todos los
muchachos gauchos, gran jinete. Excelente domador, amansaba sus caballos con
devoción. Había seguido a las montoneras de Facundo a los diecisiete años. Era
un mocetón aguerrido y parecía mayor. Luchó con Quiroga en Rincón. Antes de la
batalla, Facundo cruzó lanzas con él para entusiasmar a la tropa. Los dos
lanzaron sus cabalgaduras hasta casi pecharse, tiraron de las riendas, clavaron
las espuelas y los caballos se levantaron sobre sus patas traseras, mientras
los jinetes chocaban sus largas lanzas. Los soldados prorrumpieron en alaridos
y en vivas y eso fue como el comienzo de la fiesta. El Tigre ordenó cargar contra
el ejército de La Madrid. Los unitarios, a pesar de doblarlos en número, poco
pudieron hacer. Quiroga arrolló a La Madrid y quedó dueño del campo de
batalla.
Después de Rincón, Quiroga mandó un destacamento, al mando del Chacho
Peñaloza, a los llanos de La Rioja, para proteger su retaguardia. Clemente fue
con el grupo. Peñaloza los dejó en el cuartel de la capital y regresó a unirse
con las tropas de Quiroga, que se disponían a atacar a los unitarios en
Córdoba. Allí el Manco Paz derrotó a Facundo en La Tablada. Facundo volvió a La
Rioja para formar otro ejército. Clemente marchó con él al encuentro de las
tropas de Paz. Lo enfrentaron en Oncativo. Facundo no pudo contra Paz, que
volvió a derrotarlo. El ejército se desbandó y emprendieron la huida. Clemente
regresó a La Rioja, y no vio a Quiroga hasta el año siguiente.
Quiroga, incansable, restableció su autoridad. Al poco tiempo le llegó
la noticia que Paz había caído prisionero de López en Santa Fe. La Madrid quedó
a cargo de las tropas unitarias y Facundo se preparó para atacarlo. Clemente
fue con él. Cabalgó con la vanguardia hasta Tucumán, donde se enfrentaron con
La Madrid en La Ciudadela. La batalla fue difícil, y luego de dos horas de
lucha, parecía que iba a decidirse a favor de los unitarios. Quiroga regresaba
a sus hombres personalmente al frente de batalla después de cada carga.
Clemente cargó con la vanguardia una y otra vez. Su lanza hizo estragos.
Finalmente las tropas de La Madrid cedieron y empezó la desbandada. Quiroga y
sus gauchos quedaron dueños del campo. Era la tercera vez que el Tigre de los
Llanos derrotaba al General La Madrid. Quiroga regresó con su ejército a La
Rioja y poco después la guerra civil llegó a su fin.
Los federales quedaron dueños de la política. Facundo licenció a sus
tropas y la vida volvió a la normalidad en los Llanos. Clemente decidió que era
momento de cumplir con su sueño. Formó una pequeña compañía de arrias con unos
amigos de su pueblo. Se repartieron entre ellos las responsabilidades del
negocio. Tomás Romero y Rosauro Avila se encargarían de domesticar las mulas.
Jesús Orihuela prepararía tropillas de caballos. Clemente estaría a cargo de la
seguridad. Era el que tenía más experiencia militar, y los caminos en esa época
era solitarios y peligrosos. De todos los socios el único que sabía leer era
Jesús Orihuela.
La pequeña compañía de transporte empezó bien. Fueron apareciendo los
clientes. Llevaban cargas de paños tejidos, telares, herramientas para el
cultivo, minerales, sal, granos para la siembra y, en algunas ocasiones,
documentos y otros encargos del gobierno. Facundo, que tenía confianza en su
lancero, intervino, garantizando su honestidad. La provincia era un apretado
tejido social solidario de familias que se conocían de antaño. Clemente ansiaba
progresar. El negocio de arrias prometía. El transporte de cargas era
indispensable para la región.
En 1835 les llegó una noticia terrible: habían asesinado a Facundo. La
noticia afectó mucho a Clemente. Admiraba a Facundo, se sentía su soldado.
Comprendió que se avecinaban malos tiempos. Los paisanos confiaban en que López
y Rosas sostuvieran la situación nacional. Hablaban mucho de política, como
buenos argentinos y se preguntaban qué pasaría en el futuro cercano. La
Confederación tenía muchos enemigos, dentro y fuera del país.
Enamorados
La situación económica en La Rioja se mantuvo relativamente estable. El
negocio de arrias andaba bien. Fue en esa época, a fines de 1835, que Clemente
vio por primera vez a Deolinda. El y Jesús pasaban con sus mulas por Valle
Fértil rumbo a la capital, San Juan. Llevaban herramientas y semillas para los
agricultores de la zona. Se detuvieron allí para dejar descansar los animales.
Ese día Deolinda y su hermana Josefina habían ido a Valle Fértil a entregar
potes de mermelada y un poncho tejido por su madre a una familia del lugar. La
madre de Deolinda era una excelente tejedora. Deolinda era buena repostera y
tenía su propia receta para la mermelada. Clemente y Jesús dejaron sus animales
en el corral del pueblo y les bajaron la carga. Se fueron al almacén para tomar
una caña y comer empanadas. Vieron a las muchachas pasar por la calle. Clemente
no pudo contenerse y salió para hablarles. Jesús, que era casado, se quedó en
el almacén. Los ojos azules de Deolinda se clavaron en Clemente y sintió lo que
siente un hombre cuando nace una pasión irremediable. Ansiedad, miedo, deseo.
Clemente les rogó que le dejaran acompañarlas. Finalmente, las chicas
aceptaron. Llegaron a la casa donde iban, entregaron el pedido de dulce y el
poncho. La dueña de casa extendió sobre una mesa el poncho rojo, con listones
negros, que era bellísimo. Clemente pudo admirar el arte de quien sería su
suegra. Después invitó a las chicas a ir a la capilla. El era creyente.
Aceptaron. La capillita no tenía cura, pero una señora beata abría sus puertas
todas las tardes para que fueran los vecinos a rezar. Cada tanto venía un cura
de un pueblo cercano para celebrar misa. Se arrodillaron todos frente al altar.
A Deolinda le sorprendió que fuera tan religioso. Clemente le dijo que los
riojanos tenían mucha fe. Rezó en voz alta y pidió por el alma de Quiroga.
Ellas no sabían que había sido asesinado. Le preguntaron qué iba a pasar ahora.
Clemente les dijo que habían encontrado a los culpables y los estaban juzgando.
Había sido un complot del gobierno de Córdoba.
Cuando regresaron de San Juan, Clemente y Jesús volvieron a detenerse en
el lugar. Esta vez llegaron directamente a La Majadita y Clemente preguntó por
la familia de Deolinda. Llevaban fardos de lana de San Juan a La Rioja. Las
mulas iban muy cargadas. Deolinda se alegró al verlo. Siguiendo las costumbres
hospitalarias de la zona los hizo pasar a la casa. Su padre acababa de regresar
del campo, y su madre estaba en el telar tejiendo. Iban a comer pronto. Todos
sus hermanos y hermanas se habían sentado a la mesa y conversaban. Era la hora
de la oración. Los invitaron a cenar con ellos. Ese día habían cocinado las
hijas. Deolinda había preparado locro y su hermana Josefina había hecho el
postre. El padre les sirvió vino casero. Simpatizaron rápidamente. Después de
la comida Clemente pidió una guitarra. La madre le trajo una vieja vihuela que
había sido de su abuelo. Clemente comenzó a cantar. Tenía una voz agradable,
aunque no era perfectamente entonado. Era un joven bien parecido y se conducía
con galantería. Cantó cuecas y zambas. Esas canciones iban y venían en Cuyo por
el camino de los arrieros.
A las pocas semanas regresaron. Esta vez Deolinda lo estaba esperando.
Clemente trajo regalos para la familia: le dio a Deolinda un collar de conchas
de nácar que había comprado en La Rioja, a su madre le regaló un mantel de
algodón bordado y a su padre una botella de cognac. Antes de seguir viaje con
su carga hacia San Juan, Clemente le dijo que quería ser su novio.
Ese cortejo formal y respetuoso no era raro en la zona. Cuyo era tierra
de labriegos. Los Correa eran muy religiosos. El padre le leía la Biblia a su
familia todos los días. Le dijo a Clemente que había sido seminarista y que
había dejado el seminario de los Dominicos para entrar en el Ejército de los
Andes. Había hecho la campaña con San Martín. En el seminario había conocido al
fraile Aldao, y se hicieron amigos. Se detenía en su casa cuando iba a La
Rioja. Ellos eran federales. Lamentó que hubieran asesinado a Facundo.
Clemente no podía leer ni escribir. Jesús, en cambio, leía y escribía y
era el que se encargaba de llevar las cuentas del negocio de arrias. Deolinda
tampoco sabía leer ni escribir. Su madre se había opuesto a que aprendiera. Su
padre le había enseñado a leer a su hijo varón. La madre decía que para cuidar
la familia y honrar a Dios no hacía falta saber leer y escribir.
En 1837 se casaron en la capilla de Valle Fértil. Hicieron la boda en La
Majadita. Allí llegaron los familiares y amigos de Clemente. El padre de
Deolinda los bendijo y pronunció las oraciones antes de la cena. Comieron
chivito y bebieron vino de la tierra. Su madre sirvió los postres y la torta de
bodas, que ella misma había preparado. Deolinda dijo que seguiría llamándose
Correa, en honor a su familia, aun estando casada. En esa época se aceptaba que
la mujer retuviera su apellido paterno, si así lo deseaba. Clemente estuvo de
acuerdo. Lo que importaba era el amor.
Recién
casados
Los recién casados se fueron a vivir a Tama, cerca de Malanzán, en La
Rioja. Clemente operaba desde allí su pequeña empresa. Prometió que llevaría a
Deolinda seguido a visitar a su familia. Sus padres podían venir a Tama cuando
quisieran. Clemente hizo ampliar la casa que tenía. Contrató a unos paisanos
albañiles, que agregaron a la casa dos cuartos más.
Ese año pasó rápido. En La Rioja gobernaba el General Brizuela, federal
y, en San Juan, Nazario Benavidez, federal también. La situación económica era
buena. Cuyo era una región próspera. La empresa de arrias de Clemente y sus
amigos progresaba rápidamente. Sus mulas y caballos iban y venían por los
caminos de La Rioja y San Juan.
Clemente y Deolinda estaban felices. Ella quería tener muchos hijos. Le
dijo a Clemente que una mujer se sentía vacía sin niños. Ese primer año Dios no
los bendijo. Deolinda rezó mucho para que se hiciera pronto el milagro.
Cuando los socios salían de viaje con las mulas cargadas, Clemente
dejaba a Deolinda en Malanzán, con la familia de Tomás y de Jesús, que vivían
allí. Un día Deolinda le dijo a Clemente que quería ir con él en su próximo
viaje. Clemente aceptó contento. No le gustaba dejarla sola. Sería diferente
cuando tuvieran hijos. Le preparó un caballo manso. Salieron para San Juan con
un arria de veinte mulas. La travesía era lenta, el clima seco. En esa época
del año hacía calor por el día y la temperatura bajaba a la noche.
Se detuvieron en La Majadita para visitar a sus padres y hermanos. Al
día siguiente continuaron viaje. Llevaban una carga para el gobierno de la
provincia. Al llegar a Caucete, antes de entrar en San Juan, hicieron un alto
para que se repusieran las mulas. Clemente llevó a Deolinda al mercado. Luego
entraron en la pulpería. Siempre había noticias nuevas. Clemente pidió una caña
y Deolinda una horchata. De pronto llegó una partida policial. El jefe de la
partida, un comisario, miró a los forasteros y saludó. El jefe observaba con
insistencia a Deolinda. A ella le pareció cara conocida. Pronto cayó en la
cuenta: era el hombre mayor que tiempo atrás se había prendado de ella y la había
cortejado. Siguieron viaje. Al rato vieron la polvareda de dos caballos que se
acercaban al galope. Era el jefe de policía y un cabo. Los saludaron y les
dijeron que iban a San Juan. Si les parecía bien, podían acompañarlos y les darían protección.
Clemente les agradeció y les dijo que no era necesario. Los otros se
despidieron y partieron al trote. Deolinda se sintió incómoda. Aunque era mujer
casada y Clemente un mocetón fuerte y valiente, siempre la seguían las miradas.
Sus ojos azules se habían vuelto más cautivantes y profundos con los años. No
sabía si decirle a su marido lo que había pasado con ese hombre tiempo atrás.
Prefirió guardárselo por el momento. Clemente era celoso. Y Don Rudecindo (se
acordó de su nombre) podía ser peligroso para ellos. Por suerte la provincia
estaba en paz, y ellos eran buenos federales.
En San Juan todo transcurrió normalmente. Se quedaron a hacer noche en
una posada. Al día siguiente pasearon por la ciudad, comieron en el mercado y
se prepararon para regresar. Llevaban a La Rioja varias mercancías y dos
arcones del gobierno con documentos. Era un envío del gobernador Benavidez al
gobernador Brizuela. Les ofrecieron acompañarlos con una escolta armada.
Clemente les dijo que había sido soldado de Facundo, y que podían defenderse
solos. Durante la travesía siempre llevaban armas, para una eventualidad.
Poco después de pasar por Caucete los alcanzó el jefe de Policía. Les
dijo que cometían una imprudencia y que necesitaban su protección. Los iba a
acompañar. Clemente protestó, pero el otro se impuso. Se sumó al arria, junto a
un cabo. Don Rudecindo le hacía preguntas indiscretas a Clemente. Quería saber
si era dueño de las mulas, si la señora era su esposa y donde vivían. Cada
tanto se volvía hacia Deolinda y le clavaba su mirada llena de deseo. Deolinda
bajaba la vista y sentía que la estaba desnudando.
El viaje fue lento y tedioso. Al llegar a Valle Fértil saludaron a su
familia y continuaron la marcha. No podían detenerse mucho. Finalmente pasaron
por Malanzán y llegaron a Tama. Allí se dispusieron a hacer noche en su casa
antes de seguir a la ciudad de La Rioja. Don Rudecindo preguntó si podía
hospedarse en la vivienda de ellos. Deolinda se negó. Los dos policías se
acomodaron bajo un quincho, fuera de la casa. Deolinda le contó a Clemente todo
lo que había pasado. Su marido se puso furioso por la osadía del viejo. Se dio
cuenta que era una situación peligrosa para ellos. Le pidió que no se quedara
sola en la casa, que continuaran viaje juntos a la capital. Al día siguiente
siguieron todos hacia La Rioja. Jesús se adelantó a caballo para avisar al
gobierno local de su llegada. Don Rudecindo
le sacaba conversación a Clemente, fingiendo amistad. Clemente, que era
astuto, actuaba con prudencia. El policía se traía algo entre manos. Llegaron a
La Rioja. Don Rudecindo se despidió y regresó a Caucete. Ellos estaban seguros
que lo verían otra vez. Clemente le dijo a su mujer que la próxima vez que
viniera lo iba a enfrentar y preguntarle qué problema tenía con él. Deolinda le
pidió que no lo hiciera, no quería que los pusiera contra el gobierno. Clemente
le respondió que encontraría quien los apoyara. Felizmente, sus temores no se
cumplieron. Don Rudecindo no volvió a Tama ni Clemente se lo encontró en sus
viajes a San Juan.
Madre
al fin
A fines de 1838 Deolinda quedó embarazada. Estaban locos de contentos.
Deolinda prometió construir un altar en Tama a la Virgen de los Desamparados.
Su padre la había puesto bajo su protección al nacer.
Su hijo nació el 15 de agosto de 1839, día de la Asunción de María, en
La Majadita. Su madre y unas vecinas la ayudaron en el parto. El niño tenía el
rostro del padre y los ojos azules de la madre. Clemente decidió llamarlo
Facundo, como su héroe. Facundo Bustos fue bautizado el 1º de septiembre en
Valle Fértil. Los esposos se sentían felices. Ya había nacido su primer hijo.
Vendrían muchos más. Facundo era un niño precioso. Su madre se veía reflejada
en el niño. Sentía que la miraba con sus ojos, que era ella misma la que estaba
dentro de ese cuerpecito. Clemente creía que tenía su fuerza y su sangre. La
unión era casi perfecta. Eran tres y eran uno. Se sentían afortunados. Rezaban
a diario y Deolinda sintió que su fe había crecido. Sabía que tenía una enorme
deuda con dios, le había dado lo que ella tanto quería: un hijo.
Ella se entregó por entero a su dulce labor de madre. Sentía que su
cuerpo y su sangre eran parte de una realidad trascendente. Los caminos del
mundo confluían hacia el secreto de su maternidad. Ser madre era más que tener
un hijo, que era carne de su carne: era ser parte de Dios. Hablaba a diario con
la virgen, como a una amiga. Se dijo que las madres siempre estaban dispuestas
a dar todo por sus hijos. Era parte de la maternidad. Cuando Facundo estaba
prendido a su pecho la embargaba una emoción inenarrable. Comía y la miraba
asombrado con sus enormes ojos. Eran del color del cielo de San Juan. Puro,
limpio, de un celeste aterciopelado.
Clemente se quedó en La Majadita, acompañando a su mujer. Sus socios se
ocupaban de la empresa en La Rioja. Llegó diciembre, y la felicidad parecía no
tener límites para la familia. Su situación económica mejoraba constantemente.
Su compañía era conocida y respetada en las dos provincias en que operaba, San
Juan y La Rioja. Planeaban expandirse, tomar empleados, arrieros que llevaran
sus animales cargados por los caminos y aumentaran sus ganancias. A fin de año
llegó una comitiva inesperada. El General y Fraile Aldao pasó a visitar al
padre de Deolinda. Vino acompañado de una escolta de diez soldados, que se
apostaron bajo un árbol, cerca de la casa. El fraile abrazó a Deolinda, la
felicitó por Facundito y lo saludó a su esposo. Clemente le dijo que había sido
soldado de Quiroga y había luchado con él en La Ciudadela. Al escuchar hablar
del Tigre, Aldao manifestó una profunda tristeza. Se quejó del horrible crimen
y de la saña de los unitarios, que no permitían que terminasen las guerras
civiles. En Mendoza las cosas estaban bien, pero los unitarios amenazaban
invadir Buenos Aires. Los ingleses y franceses buscaban meterse en nuestro
territorio y dominar la patria. Habían convencido a Lavalle en la Banda
Oriental de que era el mejor momento para invadir la Confederación. Le estaban
proporcionando armas y pertrechos, y hasta se habían ofrecido a transportar su
ejército por barco. Lavalle se había prestado al juego. No se conformó con
haber desatado la guerra en el 28, después de haber asesinado cobardemente a
Dorrego. Todavía se sentía con autoridad para invadir, al servicio de los
imperios. Pudiera ser que un día derrotaran definitivamente a Rosas y el país
quedara a merced del Emperador del Brasil y de los franceses. Ese día los
unitarios estarían satisfechos. Pero antes de eso tendrían que pasar por encima
de su cadáver.
El padre de Deolinda pidió a Fray Aldao que dirigiera las plegarias
antes del almuerzo. José Féliz, como pidió que lo llamaran (les dijo que para
ellos no era General sino un amigo), leyó una sección del Evangelio según San
Mateo y luego comieron en paz. Recordaron la época que habían compartido en el
seminario. Aldao habló de cómo habían cambiado las cosas. La revolución los
arrastró a todos. Tuvieron que sacrificarse por el país. Luego del almuerzo el
fraile bendijo a Facundo y alabó a su madre. Dijo que las mujeres argentinas
eran las más abnegadas que conocía, y las más valientes. Luego, en conversación
privada con su amigo Correa y con Clemente, les avisó que se esperaban momentos
difíciles, se anunciaba una invasión inminente de Lavalle y sus fuerzas podían
llegar a Cuyo. Había que estar preparado. Por suerte, los gobernadores de San
Juan y La Rioja eran buenos federales. Clemente le dijo que había que tener
“miedo del oro”, que corrompe a los hombres.
-Si los
franceses están detrás de la invasión, es peligroso, porque saben comprar a la
gente - le dijo Don Correa.
-Así es
amigo - le respondió Aldao - Los extranjeros ya compraron a Rivadavia y por su
culpa perdimos la Banda Oriental. Allí nos metieron una cuña desde la cual
pueden intrigar y amenazarnos a gusto. Gracias a Dios, tenemos a Rosas. Su
astucia siempre pudo más que la hipocresía de los gachupines. Sin él, hoy
seríamos colonia francesa o inglesa, como lo reconoció mi General San Martín.
Qué Dios le dé salud a nuestro gaucho rubio y que viva muchos años. Los
extranjeros acechan.
Bebieron una última copa y se despidieron.
La guerra
otra vez
Pasaron los meses y las predicciones del Fraile Aldao se mostraron
correctas. En el otoño del 40 llegaron noticias de que los unitarios habían comenzado
la invasión. Se había formado en el
interior la Coalición del Norte, que los apoyaba. Pronto supieron que Brizuela,
el Gobernador de La Rioja, se había dado vuelta. Se había pasado al bando
unitario y ahora formaba parte de la Coalición del Norte. Podían atacar San
Juan en cualquier momento. Poco después llegaron de Tama los socios de
Clemente, Tomás, Rosauro y Jesús, con un arria de mulas cargadas de mercadería
para Caucete. Le pidieron a Clemente que se quedara con su familia en La
Majadita, en San Juan, que no fuera para La Rioja. La provincia ya no era
segura para él. Ellos continuarían con el trabajo allá. Clemente les agradeció
y acompañó la caravana de mulas hasta Caucete. Allí ocurrió algo que no
esperaba, porque los males nunca vienen solos. Después de entregar la carga
fueron al almacén a comer algo. Se sentaron a una mesa, los sirvieron y estaban
conversando cuando entró el Comisario Alvarado. De inmediato vio al grupo y se
acercó a ellos. Llamó a Clemente por su nombre. Lo saludó y le preguntó por su
familia. Los invitó a tomarse una caña a su salud, pero ellos no aceptaron. Se
justificaron diciendo que tenían que regresar pronto con una carga a La Rioja y
el calor no se aguantaba si uno había bebido.
El Comisario le dijo que se cuidaran, que se venían malos tiempos, y que
la gente “se estaba cambiando de bando”.
- ¿Ud. es
unitario o federal? - le preguntó a Clemente con sorna.
- Federal,
por supuesto. Fui y seguiré siendo soldado de Facundo Quiroga - respondió.
- ¡Qué
lástima! - se burló el Comisario - Facundo está muerto.
Los saludó
con el ala del sombrero y se retiró. Sus amigos le preguntaron alarmados qué
había pasado con ese hombre. Clemente les explicó la situación. Jesús le dijo
que debía tener mucho cuidado, y que si algo ocurría ellos estarían allí para
ayudarlo.
Clemente regresó a La Majadita y le contó a Deolinda del encuentro. Ella
le confesó que le tenía miedo al Comisario. Estaba resentido con ella porque lo
había rechazado.
- Si te
llevan a la guerra, ¿quién me va a cuidar? - le dijo.
- Si eso
pasa, evitá verlo a él hasta que yo regrese - le pidió Clemente.
- Antes
muerta que con ese hombre - respondió Deolinda - Yo soy tuya y de nadie más.
Se besaron
tiernamente. Después ella le dio de comer a su niño. Sus pechos estaban
cargados de leche.
A fines de octubre llegó una partida del Ejército a San Agustín del
Valle Fértil. Clemente se encontraba en el pueblo. Estaba en la pulpería cuando
entraron los soldados. Dijeron que estaban reclutando gente para la guerra.
Clemente se dio cuenta enseguida que eran unitarios. El oficial estaba vestido
de azul y se veía que era un cajetilla. Tenía la barba en forma de U. Los
unitarios eran inconfundibles. Había tres hombres en la pulpería, además de
Clemente. Uno era viejo y lo dejaron salir. Otro dijo que no podía ir, su mujer
esperaba familia. Un cabo lo cruzó de un rebencazo y se lo llevaron engrillado.
El tercero aceptó incorporarse. Clemente no se resistió. Dijo que iría, pero
quería pasar a despedirse de su esposa. Le preguntaron dónde estaba su rancho.
Le respondió que en La Majadita. El oficial sacó una hoja de papel y la
desplegó.
- ¿Cuál es
su nombre? - le preguntó.
- Clemente
Bustos - respondió.
El oficial
miró detenidamente en la hoja de papel.
- Ajá -
dijo - aquí aparece su nombre. Dice que es hombre de cuidado. Lo vamos a
vigilar bien. No puede ir a su rancho. Ya sabe que la deserción se paga con la
muerte. Estamos en tiempos de guerra. Ahora forma parte Ud. del Ejército del
General Brizuela. Prepárese a luchar contra la tiranía de los federales.
- Hasta
hace poco Brizuela era federal - respondió Clemente - y partidario del General
Rosas.
- Los
tiempos cambian - dijo el oficial - Nadie lo quiere a Rosas. Ni los franceses,
ni los ingleses, ni nadie. No durará en el poder ni un año más. En 1841 la
Argentina será libre.
La partida de soldados salió en dirección a Caucete. Deolinda, apenas se
enteró de lo ocurrido, fue a hablar con su padre. Don Correa trató de calmarla.
Le pidió que tuviera paciencia. Le llamó mucho la atención lo que había pasado.
Clemente estaba bien establecido con su negocio de arrias. Lo respetaban. En
esos momentos podía ser mucho más útil al gobierno como arriero y transportista
que como soldado. Deolinda le dijo que el oficial llevaba una lista con
nombres. Alguien buscaba perjudicarlo. Deolinda tenía miedo. Su esposo era
federal, no lucharía contra su propio bando.
La huida y
el sacrificio
Dos días después escucharon que el Comisario de Caucete estaba en Valle
Fértil. Deolinda sabía que venía a buscarla. Era capaz de todo. Decidió
escapar. Tomó a su hijo y lo arropó bien. Metió en un morral unas lonjas de
charqui y tres chifles de agua. Le avisó a su padre que se iba tras los pasos
de su esposo, antes de que fuera tarde. El padre le pidió que llevara su
caballo. Ella le dijo que era difícil cabalgar con un bebé en brazos, y no
quería dejarlo. Les sería además muy fácil seguir las huellas del caballo y
alcanzarla. Tenía que irse a pie. Se ocultaría. Conocía bien el camino y el
monte. Pronto pasarían por allí los socios de Clemente, Jesús, Rosauro y Tomás,
con un arria de mulas. Le pidió a su padre que les avisara que los unitarios se
habían llevado a Clemente y que ella había partido tras él. Su enemigo, el jefe
de la policía, la seguía. Les rogaba que vinieran pronto a socorrerla. Padre e
hija se abrazaron. Después se despidió, llorando, de su madre y sus hermanos.
Besaron a Facundito y la abrazaron. Terminaba el mes de octubre.
Deolinda partió con su hijo.
Caminó durante todo el día y toda la noche. Cada tanto se detenía para darle el
pecho. Vigilaba constantemente el camino. Se aseguraba de que no viniera nadie
tras ella. Al amanecer se recostó con Facundito bajo un algarrobo, a un costado
del camino. Se ocultó lo mejor que pudo. No quería que la vieran. Ya se le había terminado el agua de uno de
los chifles. Le quedaban dos más. Se dijo que había hecho bien en irse,
prefería morir a caer en manos del Comisario. Le pidió a Dios por su hijito.
“Señor”, rezó, “no me importa mi vida, me entrego en tus manos, pero deja que
mi hijito viva.” Recostó la cabecita de su hijo sobre sus pechos y se durmió.
Ya bien entrada la mañana siguió viaje. Quería ver a su esposo. Seguro
que la columna del Ejército se habría detenido en Caucete. Quizá se quedaran
allá acuartelados. Su hijo parecía no sentir los efectos del viaje. Dormía
plácidamente. Cuando tenía hambre y lloraba, Deolinda se detenía para
amamantarlo. Al fin del día ya se le había terminado el agua de otro chifle.
Comió el resto del charqui. Sus piernas eran fuertes, aguantaban bien. Esa
noche volvió a rezar. Le pidió a Dios que, si se tenía que llevar a alguno de
los dos, se la llevara a ella. Facundo era un alma inocente.
A la mañana siguiente continuó la marcha. Hacía mucho calor. Se preguntó
qué día sería. No faltaba mucho para el día de los Santos. Por la tarde se
detuvo y durmió un rato. Anduvo durante la noche. Se le estaba acabando el
agua. Hacía tres días que había salido. No podía estar muy lejos de Caucete,
pensaba ella. Cuando la luna estaba bien alta se acostó a la vera del camino,
con su hijo encima.
Al día siguiente marchó ya sin agua. Por momentos se mareaba y se sentía
desfallecer. Hacía mucho calor. Vio un árbol cerca y se sentó bajo su sombra.
Quería descansar y amamantar a Facundo. Quizá pasaran pronto Jesús y sus socios
con las mulas. Dios tenía que ayudarla. Su boca estaba reseca. Al caer la noche
se quedó dormida.
El próximo día amaneció sin fuerzas. Comprobó que su hijo estaba bien.
Seguía comiendo de sus pechos. Se dijo que no se arrepentía de haber salido de
su casa a pie. Prefería morir con el nombre de Clemente en los labios a caer en
brazos de otro hombre. Subió unos metros la ladera del monte a ver si se
divisaba Caucete. A juzgar por la belleza del paisaje, estaba cerca de Vallecito.
Pensó que ese sería el día de los Santos, dios tenía que ayudarla. Miró
alrededor. No se veía pueblo alguno. Sólo las montañas y los valles, que se
extendían delante suyo. No venía nadie. Bajó la ladera y se sentó junto al
camino. Le cubrió la cabecita a su bebé y lo recostó sobre sus pechos. Se le
fueron cerrando los ojos y al rato perdió la conciencia. Su hijo empezó a
moverse, inquieto, tenía hambre. El pezón de la madre le rozaba los labios.
Empezó a tirar de él y a chupar. Cuando se sintió lleno lo dejó y se quedó
dormido.
Esa noche Deolinda falleció. Entregó su alma a Dios durante la noche del
día de los Muertos. Al amanecer, Facundo volvió a buscar la leche en los pechos
de su madre muerta. Chupó hasta que la leche empezó a fluir. Bajo la luz
incierta del amanecer descendió un ángel del cielo. Tenía una piel muy tersa y
formas de mujer. Se sentó junto al cadáver de Deolinda. Facundo lo miró con
asombro. El ángel le devolvió la mirada. En sus ojos había cielo y eternidad.
Salió el sol y la temperatura empezó a subir. Ya hacía varias horas que
Deolinda había muerto. El niño seguía recostado sobre los pechos como en un
lecho de rosas. A mediodía tuvo hambre y volvió a buscar la leche de su madre.
Milagrosamente, esta fluyó. El ángel plegó sus alas y se sentó junto al niño.
Miraba amoroso cómo este comía. Era su ángel guardián. Elevó su mirada al Dios
Padre. Era el día de las ánimas. De pronto desplegó sus alas y se elevó. No muy
lejos venía una caravana. Era Jesús y sus amigos. Llegaron hasta la madre y el
niño. Facundo se puso a llorar apenas sintió el contacto de unos brazos que lo
alzaban. Tenía hambre. Jesús trató de despertar a la madre, creyendo que se
había dormido. Pronto comprobó que estaba muerta. De su pecho desnudo manaba un
hilito de leche. Dejó que el niño se acercara al pecho. Volvió a comer hasta
satisfacerse. El cuerpo de Deolinda ya olía mal. Envolvieron el cadáver en un
poncho rojo y lo cargaron sobre una de las mulas. No podían ir muy lejos con
ella. El sol apretaba. Decidieron enterrarla en Vallecito y seguir viaje con el
niño. Cubrieron el cadáver con piedras y pusieron sobre el montículo una cruz.
Jesús escribió con carbón: “La Difunta Correa”. Siguieron viaje a Caucete para
entregar la carga y averiguar si Clemente estaba allí. Al llegar se enteraron
que los soldados apenas si se habían detenido.
Decidieron regresar a La Majadita para entregar al niño a sus abuelos.
Se llevaron un chifle con leche de cabra para alimentarlo. Pero el niño no
quería comer. Vieron que tenía fiebre. Le dieron agua y le mojaron la frente, a
ver si le bajaba la temperatura. Cuando pasaron por el sitio donde estaba
Deolinda enterrada el niño ya había muerto. Pensaron que había querido reunirse
con su madre. Irse con ella al cielo. Era un inocente, un angelito. Lo
enterraron envuelto en su mantita. Hicieron un montículo junto a la tumba de su
madre. Siguieron camino hacia La Majadita.
Ese mismo día, el dos de noviembre, Clemente, que iba con la partida,
decidió escapar. Le habían dicho que iban a pelear contra los federales. Se
dijo que prefería arriesgar su vida y desertar. No derramaría la sangre de su
gente. Ofendería la memoria de su caudillo. El era hombre de honor y no le
tenía miedo a la muerte. Eso lo había aprendido cabalgando con Quiroga. Había
que vivir luchando y morir de pie. Por la noche, mientras los otros dormían,
escapó. El Teniente unitario que lo conducía mandó a tres de sus hombres a
perseguirlo. Dos días después lo alcanzaron. Se había tendido a dormir. Se lo
llevaron de vuelta al Teniente. Uno que conocía a Clemente dijo que era un buen
hombre, que le perdonara la vida. El unitario no tuvo piedad. Mandó formar un
pelotón y lo fusiló de inmediato. Tiempo después los unitarios fueron
derrotados por los federales. El Teniente que hizo matar a Clemente fue uno de
los oficiales prisioneros fusilados por el General Aldao, en represalia por la
muerte de su hermano, al que había enviado a parlamentar.
Jesús y sus compañeros llegaron a La Majadita y le contaron al padre de
Deolinda cuál había sido el destino de su hija y su nieto. La familia estaba
desolada. El Jefe de la policía de Caucete había pasado por ahí hacía varios
días. Había preguntado por Deolinda. Cuando supo que no estaba se retiró del
lugar sin dar explicación. El padre decidió visitar la tumba de su hija y su
nieto. Durante el camino oró con fervor. Le pidió a Dios por sus almas. Sintió
sed. Había llevado un chifle. Cuando fue a beber sintió que el agua tenía un
sabor extraño. Era dulce. De su chifle salía un líquido blancuzco con sabor a
leche de madre. Entendió que era un signo divino.
- Alguna
vez - dijo, hablando al alma de su hija - vendrán las madres y los viajeros en
peregrinación a visitarte en este sitio, y a pedirte favores y milagros. Fuiste
un modelo de fidelidad conyugal y devoción materna. Diste la vida por tu marido
y tu hijo. Te inspiraba la madre de dios, que es la madre de todos. Vos, que
eras fuerte, velarás por aquellos que necesitan tu protección. Intercederás
ante Dios. Serás la madre del amor y la justicia. Guiarás a los viajeros en su
travesía y protegerás sus hogares.
Al llegar a la tumba oró por las dos almas. En ese momento se le
apareció el ángel que antes lo había visitado a su nieto. Vio que tenía los
ojos azules como Deolinda. Levantó su vista al cielo y le agradeció a Dios.
- Estamos
solos en este mundo, Señor - dijo - Nos hace falta consuelo y amor.
El
Angelito milagroso
Doña Argentina Nery Olguín nació en
Villa Unión, en la provincia de La Rioja, el 25 de mayo de 1933. Era la décima
hija de su familia. Su papá trabajaba de peón en los olivares y viñedos de los
alrededores. Argentina aprendió a leer y escribir en la escuelita del pueblo. A
los quince años, en 1948, se casó con su novio Bernabé Gaitán. Ya estaba
embarazada y sabían que se pasarían toda la vida juntos y tendrían muchos
hijos.
Bernabé Gaitán era aprendiz de
carpintero. Su papá tenía un terreno en el barrio de la Virgen de la Peña, y
allí Bernabé construyó una casa de adobe para su familia, con la ayuda de su
suegro y sus hermanos. Era una época de optimismo para la gente de Villa Unión.
El General Perón era generoso con las provincias necesitadas del Noroeste, y
muchos habían recibido préstamos del gobierno para plantar vid y olivos. Se
estaba fomentando el turismo. La zona era de una belleza paradisíaca. El pueblo
estaba rodeado de montañas que descendían hacia el valle, atravesado por
quebradas de greda rojiza. Hacia la altura iban los senderos que unían la
tierra con el cielo azul. Su aire era puro, y los zorzales y viuditas cantaban
en los chañares y las jojobas.
En 1950 recibieron una noticia que
los llenó de alegría. La primera dama de la República, Evita Perón, recorrería
la provincia en una caravana, acompañada de una comitiva, y se detendría en el
pueblo. Evita deseaba contemplar el paisaje de la zona y conversar con los
lugareños. Para ese entonces Argentina tenía ya dos hijos, un varón y una nena,
y quería que Evita los viera. La caravana llegó y se instaló en la casa del
intendente. La primera dama dio órdenes a sus guardaespaldas de que dejasen que
la gente se acercara a hablar con ella. Argentina fue cargando un niño en cada
brazo. La gente pobre del pueblo la rodeaba. Eran casi todas mujeres. Evita las
abrazaba y tomaba a los niños en sus brazos. A Argentina le llamó la atención
su sonrisa encantadora y su mirada. Sus ojos observaban con ternura a los que
se aproximaban. Ella le dio a su hijo para que lo tuviera alzado. Evita se puso
a hablar con la joven madre. Le preguntó su nombre. Ella le respondió con
orgullo: “Argentina”. Quiso saber cuándo era su cumpleaños. Le dijo que el 25
de mayo. “Vos sos la patria, Chinita”, le dijo Evita. “Cuando te nazca un chico
un 9 de julio, llámalo Angel. Ese los va a proteger, y yo, desde donde esté,
los voy a estar cuidando.” Argentina se la quedó mirando con incredulidad, pero
tratándose de Evita, tan joven, tan hermosa, todo era posible. Argentina era
muy creyente, iba siempre a misa y desde aquel día rezaba para que se cumpliera
el deseo de Evita.
Pasaron dos años, murió Evita y,
pocos años después, cayó Perón. Los gobiernos militares dictatoriales
castigaron a las provincias pobres del Noroeste, que habían apoyado a Perón, y
las condenaron al abandono. Bernabé y Argentina tenían un hijo cada año. La
familia se extendía. Bernabé agregó más cuartos a su casa de adobe y un taller.
Allí puso su propia carpintería. Era joven y trabajaba muy bien la madera. El dinero
alcanzaba poco y cuando ya los más pequeños fueron creciendo, Argentina empezó
a buscar trabajo de limpieza en las casas de la gente más pudiente: el médico,
el amacenero, el ferretero.
No había en Villa Unión un buen
dispensario médico. Los peronistas habían prometido abrir una clínica, pero
cuando cayó Perón el proyecto quedó en la nada. El único médico del pueblo,
Rafael Villagra, se encargaba de algunos partos y de curar a los enfermos
ambulatorios. Las comadres del pueblo asistían en los nacimientos. Argentina
había tenido a sus hijos en su mismo rancho de adobe. A principios de 1965 ya
le había nacido el hijo onceavo, pero cinco se le habían muerto de pequeños.
Casi siempre de fiebre, de diarrea y de malnutrición. Ella decía que tenía seis
hijos vivos y cinco angelitos. Iba siempre a llevarles flores a sus tumbas en
el cementerio de Villa Unión.
1965 fue un año difícil. Había mucha
pobreza. Arturo Illia había llegado a la presidencia sin verdadero apoyo
popular. El pueblo no era Radical, era Peronista. Los militares ya estaban
preparando otro golpe. Querían destruir al peronismo definitivamente. Sería una
dictadura cruel, para intentar erradicar al Movimiento. Argentina volvió a
quedar embarazada. Esperaba el bebé a fines de junio o principios de julio de
1966. Rogó que naciera el 9 de julio, el día de la Independencia, para
dedicárselo a Evita. Se dijo que lo llamaría Angel y, si era nena, Angelita. La
crisis política se agravó y el 28 de junio de 1966 los militares derrocaron a
Illia. Al día siguiente, el 29 de junio, asumió el poder el General Onganía.
Dijo que ése era el gobierno de la “Revolución Argentina”. “Argentina no será”,
se dijo ella.
El día 1º de julio Argentina tuvo un sueño: vio a Evita en su cocina,
sentada en una de las sillas de algarrobo. Estaba vestida de blanco, tenía el
pelo rubio recogido. “¡Santa Evita!”, exclamó Argentina en su sueño. Evita la
miró con sus ojos oscuros llenos de tristeza, y no dijo nada. Se levantó, abrió
la puerta del rancho y se fue. Argentina entendió que le había dado la señal.
El 9 de julio, a las 10 de la mañana, en su casa de adobe nació Angelito. Su
padre le había hecho una cunita en su carpintería. Entró al dormitorio donde
yacía ella junto al bebé y se la entregó. “Es para el Angel”, le dijo.
Era un niño hermoso y lleno de vida.
Bernabé dejaba a cada rato la carpintería para ir a verlo. El cura Zanabria los
felicitó, era su hijo doceavo. Argentina le dijo que lo iba a llamar Angel. El
cura les sugirió que le pusieran de primer nombre Miguel, como el Arcángel.
Miguel Angel los protegería de los demonios. Les pareció muy buena idea. El
cura los quería mucho y siempre trataba de ayudarlos, y llevarles comida y
ropita para los niños. Una navidad les había traído un chivito para que
festejaran.
Al mes hicieron la fiesta del
bautismo. Cocinaron locro y empanadas y sirvieron vino patero para todos. Vino
un cantor de Chilecito, que era conocido del cura. Los deleitó con zambas y
cuecas. Disfrutaron mucho.
Las cosas, sin embargo, no iban muy bien para la familia. La pobreza los
perseguía. Don Bernabé tenía dos hijos que lo ayudaban en la carpintería, pero
no ganaban lo suficiente. Eran muchas bocas para alimentar. Argentina, que
trabajaba sin descanso en su casa, atendiendo a sus hijos, iba por las tardes a
ayudar en la casa del doctor Villagra, para ganarse unos pesos. Cuando salía,
Bernabé llevaba a Angelito a su taller y lo ponía en su cuna. Parecía que le
alegraba escuchar el canto de las garlopas. Le gustaba oler los perfumes de la
madera fresca.
El 24 de diciembre de ese año,
Argentina y Bernabé se prepararon para recibir la navidad. Apenas anocheció
acostaron a los niños en su cuarto, menos a Angelito, que dormía en su cuna
junto a ellos. Lo besaron y fueron a la cama. Al día siguiente todos se levantarían
temprano. Bernabé les había hecho juguetes a los niños en la carpintería y
esperaban la fiesta con alegría. La madre de Argentina había matado un pavo e
irían a comer a casa de ella. Se acostaron e hicieron el amor. Poco después
Argentina se durmió. A la madrugada tuvo una pesadilla y se despertó boqueando.
En su sueño se le había aparecido Evita. Su cuerpo pequeño y su cabello rubio
eran el de siempre, pero su rostro estaba descarnado y sus ojos vacíos. Temió
lo peor. Se levantó y fue a abrazar a su hijo pequeño. Pensó que era un mal
presagio. Su esposo trató de tranquilizarla. Le dijo que confiara en Dios, él
los cuidaría.
Nada malo le ocurrió a la familia. Tuvieron un
fin de año normal. La situación política de la provincia continuó siendo delicada.
Se corrían rumores. Gendarmería vigilaba la zona. Decían que podía haber
guerrilleros ocultos en las montañas, alguna columna desprendida de las tropas
del Che, que estaba en Bolivia. Creían que podía haber un levantamiento popular
en Tucumán y extenderse a todo el Noroeste.
Ese año el invierno prometía ser
crudo. La temperatura bajó en abril. En mayo hizo frío y viento. A fines de ese
mes Angelito se empezó a sentir mal. Argentina se alarmó. Ya había cumplido 33
años y no quería perder más hijos. Le costaba parirlos y criarlos. Cada uno era
carne de su carne. Lo llevó al Dr. Villagra, que lo revisó. No era nada grave.
Trabajaba en la casa del doctor, hacía la limpieza y el doctor le atendía a sus
hijos sin cobrarle.
En junio Angelito estaba inapetente.
Reía mucho, como siempre, con una sonrisa grande. Sus ojos eran oscuros,
negros, como los de su madre. Argentina le daba el pecho, tenía muy buena
leche, y no sabía bien qué le pasaba. El 23 de junio se despertó con fiebre. Su
madre le dio una aspirina y lo arropó bien. Por la noche empezó a llorar.
Cuando Argentina lo levantó de la cunita vio que tenía su cuello rígido, no
podía moverlo. Alarmada, se vistió y corrió a lo del Dr. Villagra. Su esposo la
siguió. El doctor se levantó para atender al niño. Lo revisó y le dijo a la
madre que su hijo estaba muy mal, tenía meningitis. Argentina le pidió que lo
salvara. Su hijo era un angelito inocente. El doctor le dijo que estaba en
manos de Dios. Su esposo le rogó que no lo dejara así, le pidió que lo llevara
a una clínica, él le pagaría. El Dr. Villagra llamó a una ambulancia y se
dispusieron a trasladarlo a Chilecito. A la una de la mañana del 24 llegó la
ambulancia con una enfermera. Argentina tomó a su hijo en brazos y se metió en
la ambulancia, junto con su esposo. Era una noche fría, de luna. El paisaje de
la montaña se tornó espectral. Llegaron a El Cachiyuyal y Angelito respiraba
con dificultad. Al subir la cuesta de Miranda, la madre se sintió mal.
Detuvieron la ambulancia a un costado del camino. Cuando la enfermera fue a ver
al niño comprobó que estaba muerto. Argentina rompió en un llanto desconsolado.
Su esposo la abrazó.
Lo velaron en su casa de adobe en el
barrio de la Virgen de la Peña. Los vecinos de la pequeña ciudad de Villa Unión
llegaron para ver al angelito. Su madre puso una silla sobre la mesa de la
cocina y allí colocó a su hijo vestidito. Apoyó sobre la silla una pequeña
escalera. Era la escalera que lo conduciría al cielo. Había muerto inocente.
Tenía garantizada la eternidad. Puso sobre la mesa crisantemos. Les pedía a sus
familiares y vecinos que se acercaran para ver al angelito. Todos le decían que
era muy hermoso, y que ya tenía otro ángel de la guarda que la protegiera. El
25 lo enterraron en un pequeño féretro que le hizo su padre, en el cementerio
de Villa Unión, cerca de sus otros hermanitos muertos. Colocaron una cruz con
la inscripción: “Miguel Angel Gaitán, q.e.p.d. 9.7.1966 – 24.6.1967”.
La vida siguió su curso. Poco tiempo
después asesinaron al Che en Bolivia. La Gendarmería se tranquilizó y dejaron
de patrullar la zona. En las ciudades la Resistencia popular se hacía sentir.
En 1969 los trabajadores de Rosario y Córdoba se rebelaron. Doña Argentina se
enteraba de lo que pasaba por la televisión, que veía a veces en la casa del
médico.
En 1970 Doña Argentina hizo celebrar
una misa en Villa Unión en recuerdo de sus hijos muertos. Ya le habían nacido
dos más. En 1971 se le murió una niña y volvió a quedar embarazada. En 1972
tuvo a su hijo número quince. Le pidió a Dios que no le llevara más hijos.
Tenía nueve niños vivos, y no quería que ninguno más se muriera. Le rezó a su
hijo Angel. Siempre había sido especial para ella. Fue con el único que se le
apareció Evita. No olvidaba sus palabras. Ahora su hijo estaba junto a la
santa. Argentina escuchó que le habían restituido el cadáver de Evita a Perón.
Había sufrido un largo exilio. Su cuerpo embalsamado estaba intacto. Doña
Argentina se dijo que sería lindo ver a su hijo Angel otra vez. Recordaba las
palabras de Evita: Angel la iba a proteger y ella misma la estaría cuidando
desde el cielo.
Se hablaba de que Perón volvería al
país. Argentina pensó que le gustaría ir a Buenos Aires a ver al General alguna
vez si regresaba. Le contaría lo que Evita le había dicho en Villa Unión, y le
diría que se le aparecía en sueños por las noches. Pero estaba tan lejos de
Buenos Aires…sería difícil ir y era probable que no pudiera recibirla…
Finalmente anunciaron que Perón regresaría el 20 de junio de 1973.
En el mes de febrero hubo varios días de tormenta en el pueblo. Era la
temporada del viento Zonda. Llovía mucho, el cielo se cubría de relámpagos.
Doña Argentina tuvo una premonición. Esa noche no pudo dormir. Sintió miedo.
Algo especial iba a ocurrir. Finalmente, a la mañana siguiente salió el sol.
Hacía calor. Cerca del mediodía se apareció en la casa Don Silverio. Era el
encargado del cementerio. Dijo que se había inundado una parte del cementerio y
el cajoncito de uno de sus hijos había aparecido a flor de tierra. Doña
Argentina pensó que tenía que ser el cajón de Angelito. Corrieron con su marido
a verlo. Bernabé levantó la tapa del cajón. Era Miguel Angel. El bebé estaba
intacto. Parecía que el tiempo no hubiera pasado. Doña Argentina lo levantó y
lo tomó en sus brazos. Era como un muñeco. Lo besó. Pensó que también Evita
sería una muñeca. Le pidió a Don Silverio Vega que por favor le construyera una
bóveda de ladrillo, para que su angelito descansara en paz. Don Silverio hizo
la bóveda y todo volvió a la normalidad.
En el pueblo estaban todos pendientes del regreso de Perón. Ya no estaba
prohibido ser peronista. Ya no golpeaban ni encarcelaban a nadie por gritar
“¡Perón, Perón!”, o cantar la Marcha Peronista. Hasta se podía tener un retrato
de Perón y Evita en la casa. Se acercaba el 20 de junio, el día del anunciado
retorno. Doña Argentina estaba contenta. La noche del 19 tuvo un sueño. Se
presentó una figura amiga, conocida. Vio a Evita sentada al borde de la tumba
de su hijo. Estaba sonriente y abría la bóveda. Saltaban los ladrillos y
aparecía el cajoncito de Angelito. Evita levantaba la tapa y tomaba al niño en
sus brazos.
A mediodía apareció en su casa Don Silverio. Había pasado algo raro.
Durante la noche se había caído la pared de la bóveda de Angel. El cajón estaba
abierto, tenía la tapa a un costado. El cuerpo del niño no había sufrido daño.
Le dijo que iba a avisar a la policía que en el pueblo había vándalos. Doña
Argentina le pidió que no dijera nada, que todo estaba bien. Corrió al
cementerio a ver a su hijo, lo tomó en sus brazos, lo acunó, le cantó una
canción que le había enseñado su madre. Desparramados en el suelo estaban los
ladrillos de la bóveda, como si alguien los hubiera arrancado con la mano.
Esa noche escucharon que habían ocurrido graves disturbios en el
aeropuerto de Ezeiza poco antes de la llegada de Perón. Fueron a la casa del
cura para que les dejara ver el noticiero. Se habían agarrado a tiros los
Montoneros con la Guardia de Hierro. Apareció Perón en la pantalla agitando los
brazos y todos se sonrieron tranquilos. El General había regresado al fin.
Don Silverio reconstruyó la bóveda dos veces más y se volvió a repetir
la escena. El cajoncito amanecía fuera de la bóveda, sin su tapa, el cuerpecito
expuesto a la luz y al aire. Doña Argentina pensó que era la voluntad de su
hijo, que quería ver la luz. Con su familia se pusieron de acuerdo en construir
un cuarto, que se pareciera a la sala de una casa, en el cementerio y poner el
cajón de Angel allí descubierto. El cuerpo estaba perfecto, como si hubiera
muerto ayer. “No está muerto”, dijo la madre, “él vive”.
Levantaron la casita para Angelito. Y así llegó 1974. Al fines de junio
se enfermó el hijo más pequeño. Tenía fiebre. Al día siguiente amaneció con el
cuerpecito rígido. Doña Argentina recordó con horror lo que le había pasado a
Angelito. Corrió a lo del Dr. Villagra. El doctor lo revisó y le dijo que poco
se podía hacer, que se preparara para lo peor. Tenía meningitis, como había
tenido Angelito. Doña Argentina tomó al niño y se fue al cementerio. Puso al
niño frente al cuerpo intacto del Angelito. Le dijo: “Hijo mío, te pido por la
vida de tu hermanito, sálvalo, no dejes que se muera. Te lo pido por mí y por
Santa Evita”. El rostro de Angel estaba iluminado, como si estuviera vivo. “Te
pido un milagro”, repitió su madre.
Con su hijo enfermo en brazos, se dirigió hacia la puerta de la rústica
cripta de adobe. Salió del cementerio y se fue a su casa. Acostó a su hijo, que
no se movía, en la cunita que había sido de Angel. Se durmió en su cama a su
lado.
Tiempo después se despertó. Se dirigió, con miedo, a la cuna de su hijo,
temiendo su muerte. Al levantar el cuerpecito un llanto la sorprendió. El niño
estaba llorando. Lo besó, lo abrazó. Tenía hambre. Comprendió que estaba
curado. Le dio el pecho. El Angelito había hecho el milagro. Le comunicó la
buena nueva a su esposo, que no salía de la admiración.
Esa noche, en su sueño, volvió a aparecer Evita. Esta vez estaba
sonriente. Parecía la Madona. Tenía en su regazo a un niño. Cuando lo miró vio
que era su hijo Angel. “Te dije, Argentina, que te iba a dar un Angel de la
Guarda que los cuidara: aquí está el Angel”, le dijo. “Anuncia la nueva al
pueblo. Quiero que hasta el fin de tus días cuides su tumba y te encargues de
atenderlo. Muchos vendrán a verlo y hará milagros”.
Al día siguiente salió con su hijo más pequeño en brazos. Se lo mostró a
los vecinos. Les dijo que el Angelito había hecho el milagro. Lo había salvado.
Era un angelito milagroso. Se corrió la voz en el pueblo. Esa tarde, cuando fue
a visitar a Angel, encontró que junto a su tumba había juguetes. Alguien de
Villa Unión había estado allí y se los había dejado. Al rato llegó una señora
con su hijo de tres años, Pedrito. “Vengo a pedirle por mi hijo al angelito”,
le dijo a Doña Argentina. “Pídale”, dijo ella, y se fue. La señora se quedó
arrodillada frente al angelito, con su hijo tomado de la mano.
Pocos días después una vecina vino a buscar a Doña Argentina. Su hija de
nueve años estaba enferma. Le había dado un ataque raro y no podía caminar.
Tenía fiebre. El médico le preguntó si la habían vacunado. No tenía
sensibilidad en las piernas. Podía ser poliomielitis. Fueron las dos a la casa
de la vecina y alzaron a la niña. La llevaron al cementerio a la cripta de
adobe del Angelito. Doña Argentina tomó a su hijo en sus brazos y se lo acercó
a la niña, que lo tocó con sus manitos.
“Angelito, Angelito milagroso”, dijo su madre, “te pido por mi hija
Evangelina. Déjala que camine, ayúdala, sálvala”. Doña Argentina le dijo:
“Pídaselo por Santa Evita”. “Angelito”, repitió la señora, “te lo pido por
Santa Evita”.
Le dijo a la niña que besara al angelito y se regresó a su casa con su
hija en brazos. A la mañana siguiente volvió a visitar a Doña Argentina. Traía
a su hija a su lado, caminando. La abrazó a Doña Argentina. “¡Señora, señora,
se hizo el milagro!”, le dijo. Se fueron las tres al cementerio. Angelito
estaba allí, con los ojos casi abiertos, parecía que las estaba mirando. Doña Argentina
le dijo a la niña que lo levantara y lo tuviera en sus brazos.
El próximo día, 1º de julio de 1974,
murió Perón. Doña Argentina fue con su esposo a la Iglesia de Villa Unión a
rezar. “Señor”, dijo, “ahora están juntos. Pido por sus almas, que no se
separen más. Tanto que los han torturado en vida al General y a Evita, dales
paz en la muerte.”
El día 2 volvió a visitar al
angelito. Llevaba ropa de bebé. Le había prometido a Evita que iba a cuidarlo.
Al llegar vio que varias personas de la pequeña ciudad la aguardaban frente a
la cripta. Traían a sus niños. Dijeron que venían a visitar al angelito y a
pedirle por sus hijos. Una niña depositó frente al féretro abierto una muñeca.
Un niño le puso un autito de juguete. Doña Argentina les pidió que la ayudaran
a cambiarlo. Una señora lo sostuvo mientras ella le quitaba la ropa. Tenía su
piel intacta, su cuerpecito fresco. “Es un milagro”, dijo la señora.
Doña Argentina le puso la ropita nueva, limpia. Su hijo quedó precioso.
Los visitantes se pusieron de rodillas ante el angelito milagroso. La madre
salió sin decir nada y los dejó rezando.
El
Mesías de la Villa 31
Marcos Feinstein fue
asesinado. Se encontró su cadáver en Barracas, en un descampado, cerca de la
Villa 21. Le pegaron un tiro en el corazón. Antes de matarlo lo torturaron:
presentaba marcas de quemaduras y golpes en el cuerpo. Había desaparecido de la
Villa 31 de Retiro hacía más de una semana. Su novia, María Mendiguren, fue la
que denunció su desaparición.
Marcos vivía en la Villa 31
desde hacía más de un año. Se había criado en Palermo, en una familia de clase
media. Era drogadicto. Se estaba sometiendo a un tratamiento para dejar la
adicción.
Los vecinos de la villa
miseria aseguran que curaba con palabras, era un sanador. Acusan a una banda de
la Villa 21 de Barracas del asesinato. Según ellos, lo secuestraron y se lo
llevaron allá para que hiciera milagros. No se ha encontrado ninguna prueba
fehaciente aún que permita determinar lo que pasó. No han aparecido testigos
directos del secuestro. De seguir así no se sabrá la verdad y quedará todo en
el misterio.
Lo llamaban el mesías, el
enviado, y, si bien era judío, lo consideran un santo. Quieren construirle una
capilla. Ya muerto, terminará transformándose, probablemente, en un mito o en
un santo popular.
Soy periodista y en mi trabajo
me pidieron que reuniera información sobre el caso. Lo que descubrí no cabía en
una simple crónica policial. Por eso decidí escribir un informe más detallado,
desde la múltiple perspectiva de sus actores. Entrevisté a las personas que lo
conocieron y lo trataron. Mi principal informante fue María, su novia, mujer de
gran sensibilidad y cultura, a pesar de su oficio, demonizado por la prensa
amarilla. María está preparando una biografía de Marcos, a quien no conocí en
vida. Ella me describió detalladamente su personalidad y me contó todo lo que
había pasado. Basado en su testimonio
escribí su historia. Con el padre Armando Santander, cura de la villa
miseria, muy querido por los vecinos, hablamos sobre el judaísmo de Marcos y
sus presuntos milagros. Todos ellos me
ayudaron a comprender mejor este caso complejo.
Marcos, el Mesías
…Y me vine a vivir a la villa
miseria. Al poco tiempo de llegar me enamoré de una chica, María. Era muy
linda, se vestía con ropas buenas y me di cuenta en seguida a qué se dedicaba.
No me ocultó la verdad. Yo, al principio, me consideraba un piola porque andaba
con ella, pero después reconocí que estaba enamorado. No me gustaba que
trabajara de prostituta, pero me la aguantaba.
No es muy difícil explicar por
qué me vine a vivir aquí. Me iba mal en la universidad y abandoné la carrera de
Letras. Mi viejo me pidió que me fuera de casa. Mi vieja se había muerto cuando
yo era chico, de un cáncer, y mi padre cargó con la responsabilidad de
criarnos. Me había encontrado drogado muchas veces y no sabía qué hacer. Creo
que quería proteger a mi hermano menor, que me admiraba. Yo andaba siempre
sucio y no trabajaba. Le robaba cheques, le falsificaba la firma y los cobraba.
También compraba cosas con sus tarjetas de crédito. Mi viejo me dijo que ya
estaba grande, que hiciera mi vida fuera de casa, que me buscara un trabajo. La
casa ya no era lugar para mí. Me pidió que lo entendiera y lo disculpara. Es un
pequeño empresario, muy moralista, y tenía vergüenza de su hijo. La
colectividad me despreciaba, los paisanos ni me hablaban. Todos ayudaban a sus
padres en sus negocios, lo único que les interesaba era el dinero. La verdad
que no me comprendían.
Me fui a vivir a una pensión y
traté de dejar la droga. Yo amo la literatura y me decía que el que ama la
literatura no necesita drogarse. La poesía es un estimulante poderoso. Me
sometí a un tratamiento para parar la adicción y, por un tiempo, dio resultado,
pero después volví a reincidir. Una vez que uno la probó es difícil dejarla.
Nos vence, es más fuerte que nosotros. Finalmente se me terminó el dinero y tuve
que salir de la pensión. Después de andar varios días en la calle, terminé en
la villa. Aquí es más fácil conseguir drogas y sobrevivir.
Mi casilla no estaba lejos de
la de María. En la villa miseria la respetaban. Se llevaba bien con el jefe de
una banda, el Cholo, y él la protegía. Me dijo que la había defendido de un
tipo que amenazaba con matarla. Cada tanto se dejaba coger por él. Ella, como
yo, había estudiado en Filosofía y Letras. Fue estudiante de Antropología.
Amaba la literatura y el cine.
Me explicó que su trabajo no
era difícil. Le desagradaba si el cliente era gordo, o estaba sucio. Muchas
veces le tocaban tipos que estaban buenos y se la pasaba bárbaro. Se sentía
bien viviendo en la villa miseria. Yo también. Me sentía protegido. La villa miseria,
al principio, es un lugar intimidante, pero, una vez que estás adentro,
aprendés a manejarte y te sentís seguro. Si uno se quiere ocultar, aquí nadie
te encuentra. Es un laberinto y conocemos todos los pasadizos. Es un mundo
aparte, una ciudad dentro de la ciudad.
Los de la banda del Cholo se
dedicaban a robar autos y los vendían a los desarmaderos clandestinos de Villa
Domínico. También robaban en casas: electrodomésticos, computadoras, y claro,
dinero, pero ocasionalmente. Se especializaban en autos. Los villeros no se
metían con ellos y, a su modo, los protegían. En la villa miseria no se admiten
soplones. Aquí todos odian a la yuta.
Cuando los de la banda
supieron que yo andaba con la flaca me empezaron a fichar. Ella no me daba
plata. Los de la banda sentían envidia de nosotros porque veníamos del mundo de
afuera y teníamos algo que ellos no habían podido tener: educación. Muchos
fingían despreciarla, pero les hubiera gustado haberse educado. Yo y la flaca
éramos una especie de recurso intelectual. El Cholo, el jefe de la banda, me
dijo que él había dejado la escuela a los doce años, y que no entendía cómo
nosotros podíamos haber estudiado pasados los veinte. No lo imaginaba. Para él
éramos como turistas en la villa miseria. Nosotros nos sentíamos como espíritus
viajeros o poetas malditos.
Yo me adapté a vivir en la
villa. La gente era solidaria. Los vecinos sentían curiosidad y me preguntaban
cosas. Se mostraban hospitalarios a su modo. Me preguntaban por mi familia.
Querían saber por qué estaba ahí. Me convidaban con cerveza y algunos me
invitaban con mariguana. Me confiaban sus problemas, y me contaban cosas que
les pasaban. Algunas mujeres me consultaban cuando tenían problemas con los
hijos en la escuela. Creían en los demás. Uno no tenía que demostrarles nada.
No te juzgaban. Los domingos mis vecinas me traían empanadas. Empanadas
norteñas, con papa, picante y mucho jugo. Una señora, cuando me veía muy mal,
venía y me lavaba la ropa.
Un muchacho guitarrero me
pidió algunas letras para sus canciones. Yo compuse una que se hizo popular en
la villa, “La masacre”, la habrán escuchado. Hablaba de la vida de los pibes
chorros. Un grupo de cumbia después la popularizó. Eso bastó para que me
admiraran. Decidí empezar un taller de poesía. Primero hablé con el cura. Le
pedí que me dejara usar su casa, que estaba junto a la capilla, pero se negó.
Después hablé con las madres del comedor infantil. Les gustó la idea y me
dijeron que sí. Daba mis clases en su galpón los miércoles por la tarde. Por
supuesto que no cobraba nada, mi interés era ayudar a la gente a entender y
gozar la poesía. Para mí es el máximo tesoro de nuestra cultura. Al principio
venían muy pocos. Los hombres tenían muchos prejuicios. Creían que la poesía
era cosa de mujeres, o de homosexuales. No querían participar. Decían que no la
entendían. Pero después la actitud cambió. Yo me senté con paciencia a trabajar
con ellos y, al tiempito, ya había grandes exégetas, que podían leer a Vallejo
y emocionarse. El libro favorito del taller era Los heraldos negros. Muchos de los alumnos, que oscilaban entre los
quince y los veinticinco años de edad, se aprendieron poemas de memoria. Los
favoritos eran “Los heraldos negros”, “Dios”, “Agape” y “Espergesia”.
Yo les enseñé a reconocer la
voz presente en el poema. Un día uno me preguntó cómo hacía el poeta para
recibir esa voz. Yo le dije que no se sabía, ese era el gran misterio de la
poesía. Otro me preguntó si él podía hacer algo para escuchar la voz. Pensaba
que era poeta, escribía, pero aún no había sentido una voz. Le dije que no se
podía hacer nada. El que no recibía la voz era un aprendiz de poeta, el
verdadero era el que la recibía. Esa voz venía de afuera, y era como la voz de
dios, una iluminación. Otro me preguntó si el poeta era como un profeta. Yo le
dije que casi. Después de un mes empezó a venir al taller el Cholo, el jefe de
la banda. Al principio pensé que venía a espiarme, pero luego comprobé que le
interesaba la poesía. Tenía sensibilidad y leía muy bien. Su voz era grave y
serena y transmitía gran emoción.
No muy lejos de mi casilla,
como a doscientos metros, vivía el Padre Armando. Al lado de su casa estaba la
capilla. Era relativamente grande, podían entrar sesenta personas sentadas. El
Padre Armando había llegado allí hacía varios años. Era un cura villero. Los
vecinos lo querían. Muchos de los que iban a misa y comulgaban eran
malvivientes. El Padre sabía a qué se dedicaban, pero no los juzgaba. Yo creo
que prefería rezar y pedirle a dios por ellos. En un principio desconfiaba de mí.
Sabía que me drogaba y me había criado en una familia pudiente. Después me fue
conociendo y cambió su actitud. Cuando empecé a curar gente, creyó que todo era
una farsa. Yo mismo no entendía lo que pasaba. Después se fue convenciendo de
la verdad y yo también.
La villa miseria era como un
pueblo grande. Sus habitantes conocían bien sus pasadizos. El mundo de afuera
les parecía inclemente y en la villa se sentían seguros. Yo venía de ese mundo de afuera, moderno y pujante. Yo, el
cura Armando, María Azucena, o María, como la llamaban todos, éramos
extranjeros en la villa. Eramos como turistas pasando una temporada, o eso
pensaban ellos. Los villeros auténticos eran los pobres pobres. Muchos llegaban
de los pueblos del interior, y de los países limítrofes. Parecía las Naciones
Unidas. Había chilenos, peruanos, bolivianos, paraguayos. Uruguayos pocos, se
creían mejores que los demás y preferían vivir en las pensiones de Constitución
o San Telmo.
Los otros foráneos que
entraban a la villa miseria eran los políticos. Se apoyaban en algún puntero
para ir ganando influencia. Llegaban de
distintos partidos, pero a los que les iba mejor era a los peronistas. Los
pobres quisieron mucho a Perón y lucharon por su vuelta. Los viejos se
acordaban de él, y los jóvenes habían oído las historias de sus padres. Los
peronistas les consiguieron a algunos la escritura del terreno que ocupaban.
También pusieron plata para la ampliación de la capilla y el equipamiento del
dispensario médico. Ese dispensario le salvó la vida a más de un muchacho. Aquí
hay peleas serias a cada rato. La gente es brava. La policía no entra. Nadie
denuncia a otro cuando le roban o le pegan. Se defiende como puede y se venga,
sólo o con amigos. Heridas de cuchillo o de bala es lo más común. En el dispensario
los atienden y no les hacen preguntas, siempre y cuando la riña haya ocurrido
dentro de la villa miseria. Cuando la persona fue herida afuera es otra cosa,
sobre todo si se trata de heridas de bala. Ahí los del dispensario tienen
obligación de dar parte a la policía. Casi nunca lo hacen, pero los que pasan
por esa situación raramente van allí.
Hay algunos punteros que
tienen bastante influencia, y distribuyen planes de comida. A los muchachos de
la pesada los respetan. Tratan de mantener buenas relaciones con todos y
tenerlos de su parte. Cada banda es como una pequeña empresa y le da de vivir a
más de uno. El Cholo, por ejemplo, siempre le tira unos pesos al padre para la
capilla. Cada vez que un robo va bien, le hace un buen regalo de dinero al curita.
Este lo usa en el comedor de la villa miseria, que manejan las madres. Hay
muchos pibes huérfanos. Así que entre todos nos arreglamos. De afuera recibimos
poco. Si no robaran les iría mucho peor a los otros. El robo viene a ser como
un impuesto. Como un impuesto de los ricos a los pobres.
Todos los días por la tarde
los chicos y los no tan chicos juegan al fútbol en el potrero de la villa.
Muchos sueñan con salir de aquí a algún club grande. A veces vienen
representantes de los clubes, a ver si ven a algún pibe interesante, con
promesa. Los punteros de la villa miseria crearon una timba alrededor de los
partidos de los sábados. Corre bastante plata y el equipo tiene un buen
director técnico. Se juega a las tres de la tarde. Siempre hay algún equipo de
otra villa miseria que nos desafía, y se apuesta. Sé que muchos se juegan
bastante dinero, y el que no paga, la liga. Hubo muchas peleas por culpas de
estas apuestas. También amenazan a los jugadores. Tienen que cumplir, y
defender el nombre de la villa. Si ganan les dan plata. Aquí hay que bancársela
y ninguno es inocente. Aprendemos a defendernos. Sobrevivimos como podemos.
En la villa miseria la mayoría
de la gente trabaja. Son peones, albañiles, sirvientas, vendedores callejeros,
ayudantes de cocina, hacen de todo, mucho trabajo manual, mal pago. Por eso hay
tanta pobreza. Aquí viven muchos miles de personas. Trabajan salteado, hacen
changas, se las rebuscan. Las que más trabajan son las mujeres. Hay señoras con
muchos hijos, y no les alcanza para mantenerlos. Siempre alguien las ayuda.
Tratamos de que nadie pase hambre.
A la gente le gusta escuchar
historias policiales. Por la noche, cuando se juntan en los bares de la villa
miseria a tomar cerveza, los más bravos cuentan sus hazañas. Yo he escuchado
muchas aventuras interesantes. Alguna vez las voy a escribir. Las mujeres
cuentan historias de amor muy lindas. En la villa hay una mayoría de gente
joven. Muchos niños.
Los callejones están muy
sucios, la gente tira basura, pero uno se adapta. Yo estoy bastante contento.
¿Qué voy a hacer, volver a Palermo, rogarle a mi viejo que me perdone y me
permita ser un buen burgués arrogante? Imaginate, soy judío, la colectividad se
reiría de mí y harían una campaña para internarme en una clínica de enfermos
mentales. Yo siempre quise ayudar a los demás, salvar a alguien. Tengo complejo
de mesías.
Mis padres eran personas
cultas. De chico yo me pasaba las tardes en la biblioteca y faltaba bastante a
la escuela. Me gustaba leer. Siempre he leído mucho. Aquí en la villa miseria
los libros se humedecen y se arruinan. Yo tengo un lector electrónico donde
guardo cientos de libros que pirateo de internet. Tengo de todo y en varias
lenguas, porque leo bien el inglés y el francés. El inglés me lo enseñó un
tutor que me puso mi viejo, un americano de Boston. El francés lo aprendí por
mi cuenta, leyendo y viendo películas francesas en video.
La Villa 31 ha progresado
bastante. Ahora tenemos estación de radio y un pequeño periódico. A mí los
chicos siempre me entrevistan, recito alguna poesía, a veces les leo cosas que
escribo. Me piden opiniones de política, pero de eso no hablo mucho. Lo mío es
la literatura. La literatura del dolor. Para mí es la más auténtica. La otra me
gusta menos. Me parece falsa. La verdadera literatura no puede alimentarse de
la felicidad. La felicidad es un sentimiento superficial. De aquí algún día
saldrá un Baudelaire o un Rimbaud, hay mucho talento en bruto por cultivar. Yo
con mi taller ayudo. Tenés que ver como analizan la poesía de Vallejo.
En
mis clases de poesía leíamos el poema “Dios”, que comienza: “Siento a dios que
camina tan en mí …”. Vallejo dice que va caminando por la playa y siente la
presencia de Jesús a su lado. Jesús está triste, sufre “un dulce desdén de
enamorado” y por eso, cree el poeta, “debe dolerle mucho el corazón”. Cuando
llegábamos a esa parte del poema alguno de mis estudiantes siempre se
emocionaba, y se le saltaban las lágrimas. Les llamaba la atención que el poeta
hablara con dios. Empezaron a ver la clase de poesía como una clase de
religión. Yo se lo conté a María, mi amiga, y ella se quedó intrigada.
Desde que vine a vivir a la
villa miseria traté de curarme y luchar contra la adicción. En el dispensario
de la villa me daban pastillas de metadona para que fuera dejando de a poco las
drogas. Quería ponerme bien y no terminar internado o muerto. Un grupo de
guachos que se drogaban con cualquier cosa me venía a buscar, pero yo evitaba
salir con ellos. Había días que empezaba a temblar porque no tenía nada para
inyectarme, pero me la aguantaba. Mi relación con María empezó a ir cada vez
mejor. Hacíamos el amor a la hora de la siesta. Ella se acostaba tarde por la
noche y nunca se levantaba antes del mediodía. Yo trataba de no mostrar celos.
No le preguntaba nada sobre su trabajo nocturno. Creo que me enamoré de ella
porque hacía bien el amor, e imaginaba que me quería. Probablemente le gustaba,
pero reconozco que María no es de las que se enamoran fácilmente de nadie. Es
una mujer poco sentimental, aunque protectora y buena amiga. Me cuidaba. Tenía
más dinero que yo, y me regaló una remera Lacoste celeste que me envidiaban y
otras cosas lindas.
Un día le pegaron un tiro en
el estómago a uno de la banda del Cholo. Era un muchacho flaco y alto, le
decían el Lombriz. Me vinieron a buscar para que los ayudara. Les dije que
había que llevarlo a un hospital para que lo operaran o se moriría. Era grave y
en el dispensario de la villa no tenían los medios para tratar un caso así. No
querían ir a un hospital, en el hospital llamarían a la policía y lo
entregarían. Les sugerí hablar con el cura a ver qué se le ocurría. No les
gustó la idea. En el tiroteo habían herido a un cana y los buscarían. La
situación era desesperada. Yo me acordé de mi primo Sergio, que vive en
Belgrano. Es médico, y el Cholo me dijo que lo llamara. Mi primo se sorprendió
al escuchar mi voz. Le dije que tenía que verlo por algo muy delicado. A
regañadientes aceptó. Fuimos con el herido a su consultorio. Mi primo es
ginecólogo y se asustó al ver a los de la banda. Tenían una apariencia bastante
siniestra. Le dije que no había tiempo que perder, estábamos jugados. Mi primo
hizo poner al herido en una camilla. Había que sacarle la bala. Necesitaba
operar. No podía hacerlo solo. Hacía falta un anestesista. Ellos se negaron a
llamar a nadie. El Cholo le dijo que lo operara ahí mismo, como pudiera.
Sergio, viendo que no había otra opción, se resignó y se preparó para sacarle
la bala. Le trajo al herido un vaso con coñac y le pidió que se lo bebiera para
relajarse. Después le metió un pañuelo en la boca y le dijo que lo mordiera.
Entre todos lo agarramos y lo sostuvimos para que no se moviera. Cuando Sergio
tocó la zona de la herida se retorció de dolor. Mi primo hizo una incisión
donde había entrado el proyectil, introdujo una pinza como si nada y empezó a
hurgar. El herido se desmayó. Al rato le había sacado la bala. Todo no duró más
de quince minutos. Estaba orgulloso de mi primo. El muchacho había perdido
bastante sangre. El corazón había aguantado bien, gracias a dios. Mi primo me
dijo que estaba muy débil y podía sobrevenirle una infección. Teníamos que
darle antibióticos y cambiarle el vendaje diariamente, a ver si se salvaba.
Lo llevamos de vuelta a la
villa miseria. Volaba de fiebre. El Cholo y sus hombres lo escondieron en una
casilla. Estuvo varios días delirando. Trataban de alimentarlo con caldo y
pollo, pero vomitaba. Yo ayudaba y pasaba todos los días a cambiarle las
vendas. Tenía miedo de lo que pudiera
pasarme si se moría. Finalmente mejoró y se salvó y me quedé tranquilo.
Seguí con mi taller de poesía
los días miércoles. Tenía varios estudiantes. Dos semanas después apareció en
el taller el herido. Se lo veía débil aún. Ese día hablamos del poema “Dios” de
Vallejo. Al final de la clase el Lombriz se acercó a mí, se arrodilló y me
pidió que le diera la bendición. Le dije que me alegraba verlo bien, pero yo
realmente no había hecho mucho por él, sólo había ayudado, era mi primo el que
lo había salvado. No entendió razones, estaba alterado, tenía fiebre y le hice
caso. Puse mi mano sobre su frente y lo bendije en nombre de dios. Sentía miedo
y lo que menos quería era discutir con él. El Cholo y sus hombres son
peligrosos.
Dos días después vi que en la
puerta de mi casilla habían depositado un ramo de flores blancas. Le pregunté a
María si sabía quién había sido, me dijo que no. En la próxima clase de poesía
vi que tenía una estudiante nueva. Era una señora morena, aindiada, de más de
cuarenta años. Al final de la clase se arrodilló ante mí y me dijo que era la
madre del Lombriz. Aseguró que yo había curado a su hijo, le había salvado la
vida. Le dije que había tratado de ayudar aunque no era médico. La mujer me
dijo que era un santo, y me pidió que la bendijera. Yo le dije que no podía, no
era católico. Igual que su hijo antes, la mujer no se movía, seguía
arrodillada. Finalmente accedí y la bendije en nombre del padre.
Me estaban haciendo fama de
sanador. El cura, que fue el primero que se dio cuenta de lo que pasaba,
reaccionó mal. Les pidió a sus fieles que no vinieran a mi taller de poesía ni
me visitaran, les dijo que yo no tenía nada que ver con Cristo. Desconfiaba de
mí porque sabía que era judío.
A una vecina se le enfermó un
bebé de un año. Vivía casilla por medio con la nuestra. Siempre hablaba con
María, a su modo eran amigas. La mujer llevó al bebé, que tenía mucha fiebre y
diarrea, al dispensario médico de la villa miseria, y después, por
recomendación de la enfermera, fue al Hospital Argerich de La Boca. El chico
presentaba una enfermedad extraña, los médicos no sabían bien qué era. La madre
pensó que su hijo se le moría. Desesperada se lo dijo a las vecinas, y le pidió
al padre de la criatura que por favor hiciera algo. El hombre, un albañil
paraguayo, no sabía a quién recurrir. Me vino a hablar a mí. Y yo ¿qué podía
hacer? De medicina no sé nada, lo mío es la literatura, la poesía. El albañil
estaba muy nervioso y me pidió que le rezara. Le dije que sí, que le iba a
rezar. Quería calmarlo. Al día siguiente volvió y me dijo que por qué no le
había ido a rezar. Yo no le entendí bien, le aseguré que había rezado y había
pedido por su hijo, pero el hombre deseaba que yo fuera a su casilla y rezara
allí. Yo le dije que pidiera ayuda a otro, yo no podía hacer más. El hombre fue
y se lo dijo a la mujer, y ésta a las vecinas, y al rato vinieron todas las
mujeres a gritar enfrente de mi casilla. Prácticamente me arrastraron. Me
llevaron ante la cuna del bebé, que no se movía y estaba muy pálido. Yo me
arrodillé e improvisé una plegaria, le toqué la frente y le pedí a dios que le
diera salud, lo curara y le dejara la vida. ¡Pido por su vida!, empecé a
gritar, y las mujeres se arrodillaron detrás de mí y empezaron a gritar a coro.
Fue algo bastante
impresionante. Sé que el cura se enteró después y no me extrañaría que me
denunciara como un farsante que trata de curar sin estar habilitado. Las
mujeres gritaban cada vez más. En medio de esa algarabía el nene abrió los ojos
y nos miró con sus ojitos afiebrados. No sé cómo, pero al otro día el bebé se
despertó bien, parecía que ya no tenía fiebre y empezó a comer. También se le
detuvo la diarrea. Por la tarde empezaron a llegar mujeres frente a mi puerta,
se arrodillaban y encendieron velas. Yo no quería salir, no sabía qué decirles,
y me daba miedo que se produjera un incendio y nos muriéramos todos quemados.
Las mujeres dejaban las velas sobre el barro del callejón. Se quedaron a rezar,
algunas apenas si movían los labios y otras decían en voz alta el padre
nuestro. Al otro día había pasado todo. Recogí las velas a medio consumir que habían
quedado tiradas enfrente de la casilla. Me habían dejado cosas de regalo: latas
de comida, botellas de cerveza y otros comestibles.
Esa noche me vino a hablar el
cura, me dijo que me estaba burlando de su religión, que yo era judío y me
hacía pasar por cristiano. Le expliqué que lo que ocurrió no era culpa mía, no
había sido mi voluntad, me habían obligado a ir a la casilla donde estaba el
chico enfermo. No había invocado al dios cristiano, sólo había pedido en voz
alta por la vida del bebé. Me dijo que me cuidara, y me preguntó qué hacía un
judío viviendo en la villa, seguro que yo tenía parientes en buena posición y
con dinero. Le respondí que había tenido un problemita y mi estadía allí era
temporal. Al final me entendió. Se dio cuenta que yo no tenía malas
intenciones. Cambió su actitud, y al tiempo casi nos hicimos amigos. Quería
realmente a los pobres, era un cura villero. Me dijo que en Argentina nadie
entendía al pueblo, excepto algunos peronistas, y que el pueblo estaba en la
villa miseria.
-El único que se compadeció de los pobres fue
Perón – me dijo –. Algo tenía de santo ese hombre.
Yo asentí, simpatizaba con el
viejo. Había leído La hora de los pueblos,
me parecía un muy buen ensayo. Le dije que Perón escribía bien. El cura me dio
la razón y dijo que casi nadie lo leía, que los supuestos intelectuales ni
siquiera sabían que las obras completas de Perón tenían 35 tomos.
-En este país lo que falta es justicia – dijo.
Durante varios días me dejaron
tranquilo, pero a la semana siguiente se enfermó otro chico y, como los
villeros no les tienen confianza a los del ambulatorio y en el hospital hacen
poco y nada por ellos, otra vez me vinieron a buscar. No era nada grave, sólo
tenía un poco de fiebre. Los vecinos creían que yo podía interceder ante dios y
ayudar a que los escuchara y les concediera favores. Una señora me dijo que yo
era como un santo. Le respondí que era judío y mi religión no aceptaba la
santidad. En todo caso podía ser un profeta.
- ¿Un profeta? -
preguntó la mujer.
- Sí, alguien que anuncia el futuro - respondí.
- Como un mesías - dijo ella.
- Más o menos - respondí yo.
El chico se puso bien en pocos
días. Otra vez aparecieron las velas frente a mi casilla y me empezaron a
llamar “el mesías”.
Después le tocó al hijo del Cholo:
se enfermó y casi se muere. La madre no me tenía confianza y no quería que
viera a su hijo, pero el Cholo me lo trajo igual. Recé por él y el pibe se
salvó. Después de eso empezó a llegar cada vez más gente. Un día me trajeron a
un señor que no caminaba y que, según decían, era paralítico. El señor se fue
caminando y se corrió la voz que yo lo había sanado. Muchos querían darme
dinero, pero yo no lo aceptaba. Venían también de otras villas miserias, mi
fama se iba extendiendo. La gente empezó a ponerse exigente. Creían que era
infalible. Empecé a sentir un poco de miedo, recibí varias amenazas. Me decían
que si el enfermo no se curaba yo la iba a pagar. Pensaban que yo tenía un
poder, y en algún momento lo iba a usar contra ellos.
Traté de convencer a María de
que nos fuéramos de la Villa. Yo quería que ella dejara su vida de prostituta,
temía que se contagiara de sida. Le dije que podíamos empezar juntos en otro
lado. Pero ella se resistía. Decía que yo en la villa miseria tenía una misión
que cumplir. Yo había recibido un don de dios. Era verdad que sanaba. Yo nunca
lo pedí, ni me sentía con méritos. Si dios me dio esa facultad, es porque él me
escogió. ¿Y qué dios, el judío o el cristiano? Para mí no hay diferencia, dios
es uno solo, pero la gente de la villa miseria es cristiana y tenía una fe
impresionante…
María, la novia
Marcos para mí era un genio.
Lo admiraba. Yo andaba mal, hundida, tenía que sobrevivir trabajando de
prostituta. Llegué a esa situación como
tantas otras minas en Buenos Aires. Por amor. Me enganché con un chabón que
estaba metido en la falopa. Uno la prueba y después cagó. No hay manera de
pagarla, hacía la calle y ni así. Marcos me ayudó, para mí fue providencial y
yo se lo agradezco a dios. Encontrarlo fue lo más grande de mi vida. No estoy
enamorada de él como una mujer se enamora de un hombre. Es algo distinto. Yo no
había sido una persona religiosa hasta que lo conocí a él. El sufrimiento me
hizo entender la fe. Los pibes de la universidad se burlan de la religión. Es
que somos hijos de la enciclopedia: Voltaire, Rousseau y Diderot están vivos en
los pasillos de Filosofía y Letras. Igual que Marx, que no entendía nada del
mundo del espíritu, de la locura de los poetas y de los amantes. Cuando una
sale a la calle le pasan cosas, y cuando hace la calle ni te cuento. Ahí la
razón no sirve para nada, ahí entendés que el ser humano está hecho de impulsos
y de instintos. La razón te enseña a separar a la gente en categorías, y eso no
sirve para vivir. Vivir es nadar en la tormenta, mantenerte a flote como sea.
Para vivir hace falta…vida, no razón. Como dirían en la villa, hacen falta
huevos. Coraje, ganas de vivir. En suma, amor. Se reirán porque yo pronuncio
esta palabra. Pero todas las putas que conozco buscan una sola cosa: amor.
Hacen la calle porque no tienen trabajo y la calle paga bastante bien. Tienen
hijos, madres ancianas y les falta un hombre trabajador. La mayoría de ellas
llegaron ahí por falta de amor, son mujeres que se sienten mal, una porquería y
creen que un día alguien va a venir a rescatarlas de la inmundicia… Casi nunca
lo encuentran… Yo, que soy más afortunada que muchas (tengo a Marcos), empecé a
buscar la salvación en dios…Algunos se reirán…pero me van a entender el día que
anden en la falopa…y se sientan cada vez más hundidos, dentro de un pozo sin
fondo, que te va chupando poco a poco. Sentís que vas a ahogarte en un agua
espesa … y vos querés… ¡vivir! Vivir, ésa es la piedra de toque, el resto son
pavadas, boludeces.
Yo estudié antropología porque
me gustaba la gente rara. Desde piba me interesó viajar. Leía libros de
geografía y de viajeros que habían visitado países de Asia y del Africa negra.
Una vez fui con mi viejo a Jujuy y eso me cambió la vida. Nos quedamos en Tilcara.
Mi viejo conocía a un filósofo que vivía allí. Era un tipo de lo más original,
hijo de alemanes. Había sido discípulo de Kusch. Le gustaba Heidegger y creía
en la poesía y el espíritu. Yo era una adolescente, y no entendía qué podía
hacer ese hombre en ese pueblo perdido en la Quebrada de Humahuaca. El paisaje
me fascinó y la gente me parecía salida del paisaje. Había una correspondencia
evidente entre la tierra y la gente. Nunca había sentido algo así antes. De ahí
en más empecé a interesarme en lo telúrico, en el espíritu de la tierra. Sentí
que en nosotros estaba presente la tierra, el paisaje. Los pobres dejaron de
darme miedo.
Mi viejo es profesor en la
universidad, enseña historia, y los historiadores siempre están tratando de
averiguar lo que pasó. A mí me interesaba más bien interpretar cómo era la
gente, sus sentimientos. Empecé, a los quince años, a leer libros de
antropología. Después entré en Filosofía y Letras. En la universidad conocí a
Héctor, que para mí era un dios. Era un tipo muy melancólico, y me fascinaba.
Se deprimía y empezaba a tomar pastillas. Cuando las pastillas ya no le hacían
nada se inyectaba, y yo, que lo amaba, hacía todo lo que hacía él. Así nos
hundimos los dos. Yo iba a los bares a levantar tipos para sacar algo de plata
y poder comprar drogas. Era un círculo sin salida. Un día los padres lo
encontraron muerto en su cuarto. Se inyectó de más y tuvo un paro cardíaco.
Yo me fui de mi casa y me perdí en el mundo de
las drogas. Entré a trabajar tres días por semana en un prostíbulo de la calle
Esmeralda. El resto de la semana estudiaba. Después empecé a trabajar cinco
días y dejé la universidad. En el prostíbulo tenía varias amigas, muy
interesantes. Muchachas del interior, del Uruguay, de Paraguay. Todas muy
lindas. Una de ellas vivía en la 31 y vine a vivir con ella aquí, era cómodo y
céntrico. En la villa era fácil conseguir drogas y me la daban de fiado cuando
no tenía para pagar. Ella después de varios meses se volvió a Paraguay. Yo la
extrañé, me estaba enseñando guaraní.
A los pocos meses llegó
Marcos. Era un tipo simpático. No me resultaba atractivo, pero yo a él sí. Le
gustaban las putas. Tenía problemas para coger. Era solitario y muy tímido.
Creo que le daba miedo la gente. Leía mucho, sobre todo poesía. Le gustaba
también el ensayo. Nunca lo vi leyendo novelas. Su espiritualidad era
increíble. Para él la poesía era como el pan de cada día. La respiraba. Me dijo
que era judío y su papá era muy estricto, y lo había echado de su casa cuando
descubrió su adicción a las drogas. Había estudiado Letras.
Eramos dos almas gemelas. Al
principio, creíamos que estábamos en la villa miseria por un tiempo, unas
vacaciones prolongadas, y que después volveríamos a nuestros barrios y a
nuestra buena vida…cuando estuviéramos bien…pero eso no pasó. Es difícil salir
de la villa. No se puede volver al pasado. Nos fuimos hundiendo y perdimos la
voluntad. En la villa miseria nos sentíamos seguros, nadie nos juzgaba y hasta
nos tenían admiración.
Cuando me vine a vivir aquí me
molestaba la suciedad de los callejones, el barro cuando llueve, pero me la
aguantaba. Después me fui interesando cada vez más en la gente y hasta pensé en
escribir un libro sobre la villa miseria y sus habitantes. Los porteños de
clase media no los conocen, los deprecian, los demonizan, los consideran
bárbaros. Ellos son peores que los villeros, con sus prejuicios y su egoísmo.
Sentí que se estaba repitiendo la vieja historia del siglo diecinueve, cuando
los jóvenes liberales acusaban a los gauchos, a quienes Rosas protegía, de ser
criminales y bárbaros. Después, durante los gobiernos liberales de Mitre y
Sarmiento, los políticos y la policía corrupta perseguían a los gauchos, que,
como Martín Fierro, se iban a refugiar con los indios. No les quedaba otra.
Eran carne barata. Ya habían dado al país todo lo que éste necesitaba: peones
rurales y brazos para la guerra. Para el trabajo ya no les hacían falta.
Trajeron extranjeros a cultivar la tierra. Los echaban de sus campos como si
fueran perros. Les robaban lo poco que tenían, les destruían las familias. Ni
hijos les dejaron.
Como las chinas gauchas, o
mejor, las cautivas, yo me estaba convirtiendo a la barbarie, me iba haciendo
gaucha, o mejor cautiva, y sentía cada vez más que esta gente era auténtica y
nuestra clase media era cipaya, extranjera. No entendían a los pobres, no los
querían entender, porque se creían superiores. Nosotros nos escondíamos en la
villa miseria porque la sociedad mercantil en la que nos habíamos criado nos
despreciaba, por diferentes, por inadaptados, y ya no teníamos lugar en ella.
Nos escapábamos de la vulgaridad de la clase media, descansábamos del peso de
haber sido criados para repetir la historia de nuestros padres, y de aquellos
que se habían vuelto nuestros enemigos.
Marcos
andaba casi siempre drogado y no se daba cuenta de lo que pasaba alrededor
suyo. Había leído mucho, la literatura era su mundo, no diferenciaba bien la
fantasía de la realidad. El me decía que todos los poetas estaban un poco
locos. Escuchaba voces que le hablaban. Yo le preguntaba de qué le hablaban, y
él me decía que le hablaban de dios.
- ¿Cómo a Vallejo, el poeta? - le pregunté.
- Como a Vallejo - me contestó.
Una
vez me contó un sueño que me impresionó mucho. Se le apareció un hombre joven y
risueño que lo miraba con simpatía. Mientras le hablaba sacó un cuchillo, y con
la punta del cuchillo se empezó a hacer cortes en su mano izquierda. Se hacía
cortes prolijos, de forma geométrica y un centímetro de profundidad. Ponía
mucha atención y cuidado. Parecía no sentir dolor, como si se tratara de la
mano de otro. Marcos lo observó y vio que tenía varias cicatrices en las manos,
las muñecas y la cara, de otros cortes que se había hecho antes. El hombre
estaba calmo y lo miraba sonriendo. Marcos, asustado, le preguntó por qué se
hacía eso. El otro respondió, sin darle mucha importancia, que era “déjà vu”.
Marcos no le entendía bien. Le preguntó de nuevo y el otro repitió la misma
frase, siempre sonriendo. Ese fue el final del sueño. Tratamos de
interpretarlo. Marcos hablaba bien el francés. “Déjà vu” significaba que estaba
viendo algo que ya había pasado antes, se trataba de la repetición de una
experiencia anterior. Le dije que me parecía un sueño de castración. El estuvo
de acuerdo. Era judío y en su religión el ingreso del niño en la familia
depende de la castración ritual. Marcos fue expulsado de su comunidad por el
padre. Sentía culpa y por eso su angustia de castración. Yo creo que él trató
de fundar otra comunidad, fuertemente espiritual, en la villa miseria, para
compensar esa pérdida. Esta nueva sociedad se reunía alrededor de la poesía. Su
libro sagrado era Los heraldos negros.
El sujeto central de ese libro es la relación del ser humano, condenado a
sufrir, con su dios.
No
sé donde Marcos esté ahora, en algún lugar en el cielo, lo más probable es que
vele por nosotros, porque nos amaba. Espero que construyamos pronto la capilla,
para que podamos rezarle y tenerlo siempre aquí presente. A través de Vallejo,
Marcos se acercó a Cristo. Yo conversé esto con el cura, y él también lo cree.
Me dijo que Marcos había entendido el mensaje de Cristo y sabía que era el
verdadero dios. Yo he estudiado mucho las culturas del noroeste, ellos
identifican a dios con la tierra. En la villa miseria igualmente triunfa la
tierra con su gente. Para muchos la villa es la barbarie, pero yo creo que es
una Argentina que contiene su propia verdad. La clase media no puede entenderla
porque es egoísta y no siente caridad. Por eso estigmatiza a los villeros. Nos
han condenado a vivir así. Y si dios mandó a Marcos para que enseñe y cure, es
porque nos amaba y buscaba liberarnos de nuestra esclavitud.
Yo me quedé a vivir aquí
porque me sentí bien entre los pobres. Soy una rebelde, siempre lo fui, y Marcos
también. Pero él sufría más que yo, entiendo por qué, sufría por los otros. Por
eso le gustaba Vallejo, que es el poeta del dolor. Cristo era un rebelde, que
criticó a los sacerdotes corruptos y a los mercaderes de las sinagogas. Yo soy
anticapitalista, y no creo en la familia, prefiero ganarme la vida como
prostituta, es lo más sincero y honesto que puedo hacer. La familia es una
institución morbosa, esclaviza a los hombres. Ellos vienen a mí para sentirse
reconocidos. Vienen humillados. Yo los escucho.
¿Fue
Marcos un santón? Sí, lo fue, porque lo elevó el pueblo. No bajó de los
altares, subió a ellos de la mano del pueblo de la villa miseria. Son los
villeros los que lo bautizaron con su agradecimiento. Son ellos los que lo
reconocieron. Dios lo eligió a él para hacer milagros. Yo, antes de conocerlo,
era una drogadicta autodestructiva que una vez se había paseado por los
pasillos de Filosofía y Letras. Después que él llegó a la villa empecé a pensar
en dios seriamente. Dios no ha muerto: se equivocó Nietszche, y también Marx.
Al pueblo lo drogan, lo envenenan, pero la religión no tiene la culpa. Lo
envenenan de odio los que los explotan, los que lo obligan a vivir de manera
subhumana. Por eso vino Perón, él único político argentino que supo pensar el
problema de la barbarie en el mundo actual. De no haber sido por Perón, en este
país hubiéramos tenido una guerra civil. Es el único que supo acercarse al
pueblo. Cuando él llegó había dos argentinas: las masas pobres y la oligarquía.
La clase media era una clienta de la oligarquía. El nos enseñó a pensar en el
pueblo. El populismo está salvando a Latinoamérica. Yo en el fondo vine a la
villa miseria para humanizarme, hastiada de la clase media y la familia
fascista. No quise reproducirla. Prefiero ser puta, rebelde e independiente.
¿Los villeros? Son mis iguales, vamos a salvarnos juntos.
Cholo, el ladrón
Cuando Marcos llegó a la Villa
31 todos se reían de él. Era un tipo flaco, pálido, de nariz ganchuda. Se lo
veía cobarde, apocado, sin ánimo para nada. Muchos lo miraban mal para
provocarlo, querían demostrarle que eran superiores a él y se hacía el
desentendido. No sabíamos por qué había venido a la villa miseria. Pensamos que
era un infiltrado de la policía, pero después vimos que se drogaba y comprendimos
que no era cana. Entraba y salía de la Villa y andaba siempre con un libro en
la mano. En un primer momento pensamos que era puto. Una vez un muchacho de mi
banda lo paró y le preguntó que qué libro llevaba. En la villa miseria el único
libro que tienen los adultos es la Biblia, o algún libro que les pasó el cura.
Dijo que era un libro de poesía y empezó a recitar un poema. Nos reímos de él,
pensamos que estaba loco. Después anunció que iba a dar un taller de poesía.
¿Quién iba a asistir a un taller de poesía en la villa miseria? En un principio
fueron una o dos mujeres. Les gustó y hablaron bien de él. Invitaron a sus
maridos para que las acompañaran. En seguida se popularizó. Tuvo tanto éxito
que se le llenó de gente y hasta yo fui un día, llevado por la curiosidad, y a
mí nadie me puede tratar de flojo o de cobarde: soy el jefe de una banda
reconocida y no le temo a la muerte, me la jugué muchas veces. Es que teníamos
muchos prejuicios contra la poesía, creíamos que era cosa de maricas y mujeres.
Yo nunca había leído poesía. A mí me gustaba la cumbia villera, que habla de
las luchas de nuestra gente. Aquí todos odiamos a la yuta, no hay quien no
tenga algún pariente muerto por la policía o preso, ellos son nuestros
enemigos.
La primera vez que fui al taller pensaba que
nos iba a dar una charla sobre algún poeta argentino y en lugar de eso se la
pasó todo el tiempo hablando sobre la voz, y dijo que el poeta escuchaba voces,
y que nosotros cuando leíamos poesía teníamos que sentir esa voz en el poema. A
mí me hizo levantar y pasar al centro de la clase, y me pidió que leyera un
poema de un libro que me entregó. Me dio una vergüenza bárbara, yo soy el jefe,
¿qué hacía ahí entre mujeres leyendo en voz alta? A Marcos le gustó mi voz, y
dijo que leyera pausadamente, era un poema de Vallejo que después me aprendí de
memoria, “Los heraldos negros”. Lo leí una vez y me preguntó si escuchaba la
voz, si entendía de qué hablaba el poeta cuando decía “hay golpes en la vida,
tan fuertes, yo no sé…”. Yo le dije que sí, que lo entendía, porque sabía lo
que era sufrir. La cuestión que me hizo repetir la lectura en voz alta dos
veces más, y al terminar la última lectura, en la parte que dice “golpes como
del odio de dios, como si antes ellos, la resaca de todo lo sufrido, se
empozara en el alma…yo no sé…” ya no me salía la voz de la angustia y me
empezaron a brotar lágrimas de los ojos y no pude seguir. Marcos se dio cuenta
de lo que me pasaba, vino y me abrazó fuerte. Todo el grupo del taller estaba
transfigurado y tenía un nudo en la garganta. Después de eso ya nunca más pensé
que los poetas eran maricas; están más allá de nosotros y nos traen
sentimientos del otro mundo; están, creo, cerca de dios, su espíritu nos llega
y no podemos evitarlo. Marcos me dijo que yo lloraba porque era una persona de
fe y había sufrido, que no tuviera vergüenza. No entendí bien lo que quería
decir con “persona de fe” en ese momento, pero después lo fui comprendiendo. Sé
que soy un delincuente, tengo las manos sucias de sangre. Sin embargo, soy
capaz de jugarme por los que quiero, y una vez le salvé la vida a María.
Yo pasaba frente a la casilla
de ella y oí gritos pidiendo ayuda. Abrí la puerta y vi lo que estaba pasando.
Un hombre corpulento, en calzoncillos, estaba castigando a María con un
cinturón que tenía una hebilla grande. María estaba acurrucada en su cama,
desnuda y tenía todo el cuerpo lastimado y marcado por la hebilla. Gritaba y se
cubría la cara. El hombre se volvió hacia mí y me hizo frente. No lo conocía,
no era de nuestra villa miseria, quizá fuera de la 21, con la que habíamos
tenido ya varios encontronazos. Los de la Villa 21 se creían más bravos que
nosotros, nos trataban de villeros Gucci, porque vivíamos en Retiro. El hombre
era mucho más grande que yo, que soy bajo y no muy fornido. Me dijo que me
fuera o que iba a cobrar. Yo no le tengo miedo a nadie, y los grandotes no me
asustan. Lo insulté y lo desafié. Saqué del bolsillo mi navaja y la abrí. El
grandote había dejado su campera sobre una silla, vi el bulto de un revolver y
pensé que lo iba a agarrar, pero no, era un guapo de ley y sacó una navaja. Me
quería enfrentar de igual a igual. A mí me hirvió la sangre, pero sé que nunca
se pelea, cuando la vida está en juego, con la cabeza caliente. Soy de los que
mantienen la sangre fría en los peores momentos, y eso me ha salvado la vida
muchas veces. El hombre vio que yo era más joven y más ágil que él y se me vino
encima para probarme. Me hice a un lado con facilidad y le tire un tajo que le
dejó una marca fina de sangre en su costado. El grandote se la tomó en serio,
vio que se la tenía que ver con alguien experimentado. Fue a la silla donde
estaba su campera, le quitó el revólver y se la envolvió en el brazo izquierdo.
Yo seguí las reglas también, no soy un taimado y me gustan los hombres de
coraje. Vi una toalla grande sobre la mesa y me la envolví en el brazo. Ahora
estábamos parejos.
María miraba la escena con
horror, no se animaba a moverse de la cama. Los dos nos balanceábamos en
nuestras piernas y nos movíamos con cuidado. El hombre tiró un puntazo hacia
María que se hizo un ovillo en la cama, y le dijo que en cuanto me arreglara a
mí ya iba a saber quién era. La trató de guacha y de puta y le gritó que le iba
a abrir la panza. Yo no dije nada, para qué. Allí se trataba de matar o morir.
El hombre no era de los que corrían, ni yo tampoco. Se me vino encima e hizo
brillar su navaja frente a mis ojos. Inteligente, la empuñaba como un cuchillo.
Los argentinos no peleamos a la española, para nosotros la navaja es como un facón
pequeño. Han pasado muchos años desde que los gauchos recorrían Buenos Aires,
pero lo llevamos adentro, en el instinto. El hombre me adelantaba el antebrazo
envuelto en la campera y se preparaba para entrarme con fuerza. Sus brazos eran
más largos que los míos, yo procuraba mantener la distancia. Como era pesado,
vi que si esa situación continuaba por un rato se cansaría y podía perder la
concentración.
Empecé a hablar para
distraerlo mientras me movía de un lado a otro. Pero el hombre sabía pelear y
no se descuidaba. Se me vino al humo y yo retrocedí sin mirar y trastrabillé.
Sin saber cómo, de pronto estábamos los dos en el suelo, el hombre encima de
mí. Yo le sujeté el brazo armado, pero era más fuerte que yo. El tenía mi brazo
derecho bien agarrado y los dos forcejeábamos. Creí que había llegado mi
momento final, pero algo pasó. María, que estaba aterrada en la cama mirando
todo, se levantó de golpe, agarró la silla, la levantó y la descargó con fuerza
en la espalda del grandote. Sus músculos se aflojaron, yo me deslicé a un
costado y me coloqué encima de él. De un tajo le hice soltar su arma. Después
le acerqué mi navaja a su cuello. El hombre hacía morisquetas y me mezquinaba
el cogote. Con sus manos quería sacarme el brazo. Yo le empecé el hundir la
navaja filosa en la piel. En seguida llegué a la yugular. Se le revolvían los
ojos. Se aflojó todo y la sangre empezó a salir a borbotones. Lo había
degollado, el hombre estaba muerto. El piso de la casilla era de ladrillo, y le
habían pasado una capa fina de cemento encima. Tenía varios agujeros y por allí
se escapaba la sangre.
Me levanté, todo
ensangrentado. María vino a mí, me abrazó y se puso a llorar. “Me salvaste la
vida - me dijo - ese tipo me iba a matar”. “Y vos la mía - le respondí - si no
me lo sacabas de encima soy cadáver ahora”. Llamé a los muchachos de mi banda y
quedamos en tirarlo esa noche en el Riachuelo, frente a la Villa 21. Así lo
hicimos, lo llevamos en un auto robado. El grandote no tenía documentos. Martín
le cortó el dedo y le quitó un anillo grande de oro que llevaba. Pedro, de un
tajo, le abrió la panza y le sacó los intestinos para que no flotara. Subimos
encima del puente ferroviario y lo dejamos caer. Vimos cómo se hundía en el
Riachuelo.
Después de eso María siempre
me venía a ver, o me pedía que fuera para su casilla. Ahí hacíamos el amor.
Estaba agradecida, y me dijo que si quería podía darme parte de lo que ganaba.
Yo le dije que no era gigoló, robaba autos, no necesitaba sacarle plata a una
mujer indefensa para vivir. Soy criollo le dije. La cuestión que nos veíamos
seguido, pero yo no estaba enamorado de María. Hacía el amor muy bien, tenía un
cuerpazo, pero eso era todo. Al tiempo me empezó a aburrir. Cuando supe que
Marcos estaba enamorado de ella me fui apartando. Marcos era mi ídolo. Primero, porque me invitó
al taller, y yo, que soy un bruto, empecé a sentir la presencia del espíritu en
la poesía. Y después, por lo que pasó con mi hijo, que casi se muere. El lo
salvó.
Le voy a contar cómo nos dimos
cuenta que Marcos podía curar. Un día en un robo llegó la cana y nos empezaron
a tirar. Contestamos el fuego y herimos a uno. Pudimos escapar porque teníamos
un auto rápido, pero el Lombriz se llevó un balazo en el estómago. Volvimos a
la Villa 31 con el herido y lo mandé llamar a Marcos. No lo queríamos llevar a
ningún hospital porque nos venderían. Le dije a ver qué se le ocurría para
salvarlo. Lo miró bien, estaba mal herido, y propuso llevarlo a lo de su primo,
que era médico. Este lo tuvo que operar en seco, sin anestesia, le hizo un
corte y le sacó la bala. Regresamos con el herido a la villa miseria y lo
escondimos en una casilla. Estuvo con fiebre y delirando varios días. Marcos lo
cuidaba, le daba antibióticos, lo llamaba a su primo por teléfono y seguía sus
indicaciones. El Lombriz sobrevivió. Marcos se la jugó.
El Lombriz pensó que no se
salvaba de ésa, y que le debía la vida a Marcos, más que a su primo. Decía que
Marcos tenía un halo especial y que lo había sanado con su presencia, con su
aura. Cuando le cambiaba las vendas sentía una mejoría inmediata. Yo, al
principio, pensé que divagaba el Lombriz, pero la herida le sanaba rápidamente.
Un día, antes de venir Marcos, yo vi que estaba roja e inflamada. Al rato llegó
él, limpió la herida con alcohol, y cuando se fue la herida estaba bien, la
cicatriz ya casi ni se notaba. Yo no sabía a qué atribuirlo. El Lombriz era un
tipo raro, se la pasaba rezando. En mi banda no hay gente común, yo los recluté
porque les vi condiciones. A lo mejor el
Lombriz tenía un santo que lo protegía, pero él decía que había sido Marcos. El
Lombriz es temerario, se pensaba que no le podían hacer nada, que era
invulnerable a las balas. Para tirar se paraba y exponía el cuerpo, por eso es
que lo hirieron. Es un tipo con fe.
Yo también tengo fe. Le podrá
parecer raro. Yo estuve encerrado dos años. En la cárcel es donde vi más gente
creyente. Allí todos rezan y hablan con dios. El encierro y la miseria enseñan
mucho. En la villa miseria la fe nos mantiene vivos. Aquí no tenemos futuro. Estamos
más cerca de dios que los otros, él es el único que puede protegernos y
perdonar todas las cosas malas que hacemos. Yo no quería ser ladrón, de chico
soñaba con ser cantante. Mi madre siempre me pedía que anduviera derecho, pero
me dejé arrastrar y después fue tarde. Cuando me pusieron un arma en la mano y
gatillé ya estaba de este lado. Me hice jefe porque tengo talento para eso. Sé
mandar, tengo la cabeza fría y los demás me respetan. Ayudo y me juego por los
míos. Jamás abandono a uno en las malas.
Marcos no se sentía bien. Le
habían dado un tratamiento para dejar la droga, pero la adicción era demasiado
fuerte. Tomaba un pastillerío de anfetaminas baratas y de vez en cuando
aspiraba coca. También se inyectaba ácido. Después de eso le empecé a conseguir
coca de calidad que no le cobraba y él me agradecía. Se quedaba encerrado en su
casilla por días, soñando.
Asistí varias veces a su
taller de poesía. Leíamos muchos poemas sobre el dolor, sobre dios, sobre el
amor, y las cosas que decía se me quedaban en la cabeza. Una vez soñé que se me
aparecía Cristo y me miraba con ojos doloridos. Tenía un rictus especial en su
boca, como de goce o éxtasis, y me extendía sus manos ensangrentadas. Yo sabía
que ésa era la sangre que yo había derramado y él me quería salvar. Yo no decía
nada, y comprendía que me había perdonado.
El Lombriz corrió la voz de
que Marcos era sanador. La gente empezó a llevarle sus enfermos. Marcos no
entendía bien cómo pasaba lo que pasaba. Era un hombre lleno de dudas. Yo
pienso que Dios estaba velando por nosotros, y lo eligió para ayudarnos. No sé
por qué lo eligió a él. Creo que no estaba preparado. Yo vi como sanaba. El
quedaba consternado después de cada sanación. Le llevaban chicos y ancianos
enfermos. Los tocaba en la frente, les hablaba, y al día siguiente estaban
bien. Un día llegó un señor rengo con muletas, Marcos pensó que se había caído,
y puso su mano sobre su frente. El hombre apoyó el pie bien y empezó a caminar.
Marcos le preguntó a su acompañante que qué le había pasado, y le dijo que
estaba paralítico desde los diez años. El hombre se fue caminando, llevando las
muletas en la mano. Yo sé que es cierto porque yo había visto muchas veces a
ese hombre en la villa y conocía a su familia. Siempre pedía limosna en la
estación de trenes.
Los blancos no nos entienden a
los villeros. Creen que somos gente sin corazón. Piensan que porque robamos y
andamos en cosas malas (aquí hay mucha droga, prostitución), somos bárbaros,
gente sin fe. Pero no, somos como ellos o mejores. Tenemos más fe nosotros que
ellos. Ellos no saben lo que es sufrir. Uno puede matar, yo lo he hecho, pero
no por eso soy peor que ellos. Matar no es difícil, y luego de matar uno
empieza a sentir una culpa que lo lastima, y le remuerde la conciencia. Lleva
uno siempre esta culpa, nadie puede estar orgulloso de haber matado.
Yo
había tenido un hijo hacía dos años con una piba de la villa miseria, una piba
joven, de 16 años. Parecía más grande, porque estaba fuerte. Todo el mundo me
la envidiaba, tenía unos pechos hermosos, y caminaba con gracia, moviendo las
caderas. No era tan linda de cara, pero yo la quería bastante. Ella vivía en
una casilla con su papá y su hijo. Yo les pasaba dinero. Cada vez que me iba
bien en un robo, les llevaba algo. Ella me venía a ver seguido a mi casilla con
el pibe, y se quedaba durante la noche. Le puso de nombre Juancito, y tiene mi
cara, no puedo negar que es hijo mío.
Un día Elena, la madre de mi
pibe, me dijo que Juancito había pasado toda la noche con fiebre, vomitando.
Tenía miedo que se muriera. Quería llevarlo al hospital. Le dije que no valía
la pena, que Marcos lo curaría. Ella no quería, le tenía desconfianza. Al final
lo llevó al hospital y le hicieron exámenes. No le encontraron nada, pero la
fiebre no cesaba, no podía comer, tenía diarrea. La verdad que se estaba
muriendo deshidratado. No sé si lo habría agarrado algún parásito. Aquí en la
villa miseria el agua es mala. Las mujeres hacen cola en las canillas públicas
y la llevan a las casillas en baldes. Cuando falta, la municipalidad la trae en
camiones cisternas. Muy pocos tienen agua corriente en la Villa 31.
Juancito lloraba, le dolía
mucho el estómago. Elena estaba desesperada, y yo también, porque amo a mi
pibe. Para mí es lo más grande que hay. Al otro día lo llevé a lo de Marcos. Me
arrodillé frente a la casilla y lo empecé a llamar en voz alta. No sé por qué
lo hice, algo me decía que estaba bien así. La gente que pasaba me miraba sin
acercarse. Me tenían miedo. La puerta se abrió y apareció Marcos. Enseguida
entendió. Le puso una mano en la frente a Juancito y se puso a rezar. Levantó
los ojos al cielo. Los vecinos se fueron acercando y nos rodearon. Marcos me
toco la cabeza y dijo, llevátelo, está curado. Todos se arrodillaron en
silencio. Yo lo llevé a mi casilla y me quedé todo el día con él. La madre vino
a la tarde y Juancito respiraba con naturalidad. Al día siguiente estaba bien,
se reía, se levantó y se puso a jugar. Fui a la casilla de Marcos, me hinqué
frente a su puerta y le di las gracias a dios. Marcos salió, le dije que mi
hijo estaba salvado y que pidiera lo que quisiera, que yo le debía la vida de
mi hijo. La gente miraba asombrada. Marcos me dijo que no le debía nada, que no
había sido él el que lo había salvado sino dios, y que me fuera tranquilo. Así
lo hice. En la noche los vecinos pusieron velas frente a la casilla de Marcos.
Varias señoras se arrodillaron frente a su puerta y rezaban en voz alta. Al
rato pasó el cura, miró la escena con disgusto, pero no dijo nada y se fue en
dirección a la capilla.
Durante los días siguientes le
llevaron enfermos de distintas edades. Su popularidad se fue extendiendo fuera
de la Villa 31. Muchos sabían que curaba. El milagro más grande que hizo
Marcos, como ya dije, fue sanar a un paralítico. También le trajeron a un bebé
muerto para que lo resucitara, pero no lo logró.
Con la llegada de los extraños
empezaron nuestros problemas. Muchos nos envidiaban y nos deseaban el mal. Los
de la 21, sobre todo. Pensaban que nos creíamos mejores, porque ellos vivían
junto al Riachuelo, en la basura, y nosotros en Retiro. La verdad es que éramos
todos iguales, todos pobres y miserables. El que no nació en la pobreza, como
Marcos, se vuelve pobre aquí. Somos como sub-hombres, mitad hombres, mitad
animales. Solamente dios puede elevarnos, y por eso creo que nos eligió y nos
mandó a Marcos, como prueba de que nos ama.
Yo algunas veces he pensado en
meterme a predicador o hacerme cura, aunque parezca mentira. Una vez hablé con
el padre de la villa miseria y se lo planteé. Le dije que había cometido muchos
delitos, y le pregunté si Cristo podía perdonarme. El me respondió que Cristo
perdonaba a los que tenían fe, pero que ser cura era muy complicado, había que
estudiar mucho, y yo había ido muy poco a la escuela. Me dijo que mejor ayudara
a la gente, que diera dinero al comedor para los chicos cuando pudiera, cosa
que siempre hago.
Nosotros sabíamos que los de la
villa miseria 21 estaban preparando algo contra nosotros. Escuchamos rumores de
que querían llevarse a Marcos, esconderlo, para que hiciera milagros para
ellos. Al final lo secuestraron y ahora está muerto. Fueron ellos los que lo
mataron, estoy seguro. Nos la van a pagar. Ya no tendremos otro Marcos. El
padre me dijo que no nos venguemos, que dios no quiere más muertes, que mejor le
construyamos una capilla con su nombre, en su memoria. Yo no me resigno. Lo
secuestraron los de la banda del Alto, me lo dijo el Lombriz, y por lo menos el
jefe la tiene que pagar. La capilla la vamos a construir, porque la gente de la
villa miseria no lo olvida y será bueno ir a rezarle ahí. Ahora muchas señoras
del vecindario venden estampitas de Marcos vestido de santo, con una túnica
blanca. Juntan dinero para el altar. Dios mandó a un muchacho judío entre
nosotros y nos dio muestra de su grandeza. A nosotros no nos importa que fuera
judío. Era Cristo el que lo guiaba. El padre me dijo que eso prueba que dios
nos ama. El sabe que Marcos curaba, le consta que hacía milagros. Cree que
Marcos fue el vehículo divino mediante el cual se manifestó la voluntad de
dios.
El cura de la villa
Marcos es un caso raro. Yo
hace años que me vine a vivir a la villa miseria. Tuve que convencer al Obispo,
un hombre muy político, para que aceptara mi pedido de traslado a la capilla de
la Villa 31. Me decía que yo era un cura joven, con talento, y que haría una
buena carrera en la curia, que había muchas posiciones importantes esperando
para un cura como yo. Pero yo lo que quería era estar junto a los pobres en la
villa miseria. Siempre creí que la pobreza redime, y vuelve mejor a la gente.
Era un poco idealista e inocente, debo reconocerlo. Al tiempo de estar aquí me
empecé a horrorizar de las cosas que veía. Al principio yo no quería tranzar
con nadie, pero el que no negocia y se cree mejor que los demás aquí no sobrevive,
ni siquiera siendo cura. Había algunos
hippies que se habían venido a vivir a la villa. Eran jóvenes de clase media.
Yo les llamaba los “exiliados”. Eran marginados, casi todos drogadictos, gente
con problemas mentales, como Marcos. Escapaban de algo, de la buena sociedad
creo. Preferían vivir en la mugre. En el fondo eran como yo.
Yo buscaba a dios cerca de los
pobres. Los exiliados buscaban otra cosa. ¿Qué? En el caso de Marcos creo que
buscaba su salvación en el arte, en la poesía. Para él la poesía representaba
algún tipo de verdad trascendente. No era un muchacho particularmente
religioso. La poesía era lo único que le interesaba. Creía que el mundo de la
literatura era autónomo y brillaba allá arriba, con una fuerza espiritual
propia. Le gustaba meditar y no hacer nada, era una especie de gurú perdido en
la basura de Sud América. Los que le pusieron “Mesías” de sobrenombre creo que
acertaron. Se engañan los que lo quieren considerar santo. Sí creo que dios lo
eligió para manifestarse entre los pobres. Aunque al principio me resistí con
rabia e incredulidad, que dios me perdone. Aún me resulta extraño aceptar este
caso. Porque dios lo eligió a él, un muchacho judío bastante común. De no haber
sido por su drogadicción no hubiera venido a la villa miseria. Su relación con
María era enfermiza: María es una prostituta. Yo luché para que dejara esa vida
y saliera de la Villa 31, pero aún no lo logré. Insisto en que este caso es un
gran misterio: Marcos era un muchacho de clase media, que le gustaba la literatura,
como a tantos otros. Ahora que lo asesinaron los demás le atribuyen virtudes
imaginarias. Era uno de esos jóvenes que se creen superiores porque han leído
unos pocos libros. Me consta sin embargo que sufría, y quizá eso pueda
redimirlo. Quisiera que nos fuéramos olvidando de todo esto y la vida volviera
a lo que era antes.
Marcos
se metía en problemas. Lo tuve que defender. Un día me mandó a llamar el
Obispo, y me preguntó cuál era mi relación con el judío impostor que curaba. Yo
le dije que ninguna, que era un pobre muchacho drogadicto. Me preguntó si le
ayudaría a denunciarlo por mala práctica de la medicina, para que lo llevaran
preso. Yo le dije que sería un gran error hacer eso, porque los villeros lo
querían y lo creían un santo. Le demostré que sólo era un pobre tipo
trastornado, y que no había motivos para preocuparse. No le hacía mal a nadie.
El Obispo me preguntó si realmente curaba, si yo pensaba que curaba. Me quedé
en silencio.
- ¿Ud. lo vio curar? - insistió el Obispo.
Bajé la vista y le respondí que sí.
- ¿Cómo cura? - me dijo.
Le expliqué que decía unas palabras y le ponía la
mano en la frente a los enfermos. Me preguntó si sabía dónde lo había aprendido
y si recibía dinero por lo que hacía. Le dije que no sabía dónde lo había aprendido,
pero que no cobraba, aunque muchos le llevaban cosas, comida y botellas de
cerveza. Le conté lo del paralítico, porque todos hablaban de eso. El Obispo me
dijo que no era posible. Yo le respondí que el Cholo, amigo de Marcos, lo había
visto.
- ¿Y quién es el Cholo? - me preguntó el Obispo.
Le dije que era un ladrón muy conocido en la
Villa.
- ¿Y Ud. le cree a los ladrones? - me censuró.
La cuestión que el Obispo se disgustó conmigo,
quería que lo vigilara y consiguiera más información. Pero yo no estaba en la
villa para ser vigilante. No es mi trabajo. Mi misión es ayudar a los pobres,
acercarlos a Cristo.
Para
el que nunca vivió en una villa miseria es difícil entender esta situación. La
villa miseria es como un pueblo, como una aldea dentro de la ciudad. Aquí los
pobres se sienten protegidos, la policía no entra fácilmente. Para los que
viven en la villa, la ciudad es un territorio peligroso. Es el lugar donde se
ganan la vida en condiciones penosas. No es que la villa miseria sea un lugar
fácil, pero la gente es bastante solidaria, gracias a eso sobreviven. Se ayudan
todo lo que pueden. Hay mafiosos que operan dentro de la villa, es cierto, pero
son una minoría. No se puede acusar a todos por los delitos de unos pocos.
Los
de la pandilla del Cholo cambiaron mucho después que conocieron a Marcos, y
terminaron reverenciándolo. No quiero decir que sean buenas personas o que sean
inocentes. Son unos delincuentes. Pero Marcos ayudó a que se acercaran a dios.
No puedo negarme a que construyan una capilla aquí y la nombren San Marcos.
María cree que Marcos verdaderamente amaba a Cristo. Su argumentación no me resulta
muy convincente. Dice que fue Vallejo el que le enseñó el verdadero sentido del
cristianismo. A mí nunca me lo manifestó de manera directa, aunque hablamos
muchas veces.
Yo
estoy disgustado con esta situación y si esto no cambia pediré al Obispo mi traslado.
Yo he practicado la caridad cristiana viviendo entre villeros. No he venido a
la villa a hacer política. Reconozco que Marcos era compasivo como un cristiano
y amaba a la gente, pero no me consta que quisiera convertirse al cristianismo.
A la gente de la villa poco le importa lo que él era o quería, lo vieron curar.
María dice que dios curaba a través de él. Fue un elegido de dios. La verdad
que esto nos crea un verdadero problema doctrinal. Todo hubiera sido más fácil
si hubiera sido católico. Encima lo asesinan, y todos lo consideran un mártir.
Quizá María, que lo conoció mejor, debería testificar ante el Obispo. Si cree
que se había convertido al cristianismo, debe demostrarlo.
Facundo, el puntero peronista
En un principio no me
interesaba la política. En la villa miseria me hacía respetar y me tenían
miedo. Me había hecho fama de guapo. Yo era el que organizaba los partidos de
fútbol. Aquí se juega al fútbol por plata. Organizamos partidos contra equipos
de otras villas miserias. Se apuesta fuerte. Tenemos muy buenos jugadores, y no
permitimos que los clubes grandes nos los roben. Si se los quieren llevar,
tienen que pagarnos. Tenemos nuestra propia barra brava. Yo soy el jefe. Lo
máximo para nuestros muchachos es entrar un día en Boca. Aquí somos todos
boquenses, igual que los de la Villa 21. Yo soy el que nombra al director
técnico todos los años. Al director técnico se le paga un buen sueldo y ocupa
gratuitamente una casilla de material en la villa.
Los de la Unidad Básica de
Retiro se fijaron en mí y me vinieron a hablar. Querían que hiciera de puntero
y llevara a votar a la gente en las elecciones. Me dijeron que tenía liderazgo
y debía aprovecharlo para ayudar al pueblo. Lo primero que hice fue recaudar
fondos. La política depende de la plata, y si uno no demuestra que tiene apoyo
local ni siquiera puede abrir la boca. Yo hablé con los jefes de las bandas de
narcotraficantes y de ladrones que tenían a la 31 como “base de operaciones”.
Algunos colaboraron por compromiso y otros, como el Cholo, que me aprecian y
son amigos míos, apoyaron la idea de que me metiera en política.
La banda del Cholo se dedica
al robo de vehículos. Los entregan en los desarmaderos fantasmas de Villa
Domínico y les sacan bastante plata. Hacen buen negocio. La policía ha agarrado
a varios de sus hombres, que están presos, pero ellos siguen, no tienen miedo.
Eso es típico de esta Villa: los de la 31 somos valientes. A mí me llaman
Facundo, pero mi verdadero nombre es Alberto. El cura me empezó a llamar
Facundo y el nombre me quedó. Dice que me parezco a Facundo Quiroga, que soy
bravo como él. Todo empezó un día que se organizó una pelea barrial a cinco
rounds contra un tipo de la Villa 21 que decía que era invicto y nunca le
habían ganado. Yo peleé por la 31 y lo molí al otro, le di tantas piñas que lo
dejé medio tonto. Me había entrenado mi vecino, que de joven fue boxeador
profesional. En esa pelea se apostó fuerte, y con lo que gané viví varios meses
sin hacer nada. Los de la Unidad Básica fueron a ver la pelea y fue allí que me
conocieron.
En la villa miseria operaban
otros partidos, sobre todos los comunistas y los de Macri, pero los peronistas
tenían mayoría. Los de la Unidad Básica me eligieron a mí porque necesitaban un
buen puntero, ya que el viejo Nuñez, que era el puntero anterior, había caído
preso por robar material para la construcción de un depósito del gobierno.
Garabito, uno de los líderes de la Básica de Retiro, me llamó a su despacho. Lo
había impresionado el respeto que me tenían en la villa miseria, y cómo me
relacionaba con las bandas. Me prometió bastante. Me dijo que me podían
conseguir escrituras de varios terrenos de la villa, y que yo iba a recibir una
parte en su venta. Ya eso era algo serio y tenía futuro. Me imaginaba
propietario de varios terrenos. Hice una reunión con la gente influyente de la
villa miseria. Llamé a los jefes de las bandas y a los comerciantes que tienen
puestos, mercaditos, almacenes, panaderías. Tuve un apoyo unánime, y enseguida
empezó a correr el dinero.
Formé nuestra propia Unidad
Básica en la 31. Me nombraron Presidente. Recaudábamos una cuota de los
miembros y repartíamos planes. Los vecinos que no tenían trabajo nos pedían
ayuda. A cambio yo los llevaba a todas las manifestaciones que hacía el Partido.
El jefe del distrito me llamaba y me decía: hoy cortamos la 9 de Julio, hoy
vamos a la Plaza de Mayo, hoy apoyamos a los camioneros que hacen un paro y
nosotros, siempre solidarios, allí íbamos. Cuando hacíamos actos en la villa
miseria el jefe del distrito de Retiro venía a apoyarnos. Nos había prometido
que iban a pavimentar las calles principales y nos iban a poner cloacas. Parece
que va a tomar un poco de tiempo, pero, a la larga, lo van a hacer. Los
peronistas lo podemos todo. Somos un partido invencible.
Yo me crié en el Chaco y sé lo
que es sufrir, lo que es pasar hambre. Vine a Buenos Aires de adolescente.
Primero viví en un conventillo con mis viejos en La Boca. Después me escapé de
mi casa y me vine para la villa miseria. Siempre hacía changas. Yo no robaba.
Un político me dio trabajo de guardaespaldas, porque yo no le tenía miedo a
nadie. De chiquito ya me gustaba pelear. Me agarraba a piñas con todos los
pibes en el pueblo. Me tenían miedo y ya ninguno quería pelearme. A veces les
decía que se animaran, que si me ganaban les pagaba. Pero no se tenían
confianza. Mis piñas eran como pedradas, les dejaba toda la cara arruinada.
Para pelear lo más importante no es la fuerza, es la determinación. El no
achicarse. Eso uno lo aprende de los criollos. El no bajar la cabeza. Aquí en
la Villa 31 hay mucha gente así. El Cholo es uno, ese pibe va a llegar lejos.
¿Ud. Sabe que canta cumbias? Marcos le enseñó a escribir canciones y poemas. Es
un tipo simpático y tiene alma de romántico. Algún día va a formar su propio
grupo musical y ganará dinero con la música.
Pensé en invitarlo a trabajar
conmigo en la Unidad Básica, proponerlo como consejal, pero no me conviene
meter ladrones. Me pudriría a la gente. Si alguna vez deja de robar, antes de
que lo encierren o lo maten, va a poder hacer carrera en la política. Tiene
voluntad, tiene instinto. Andar en la política no es fácil. Dicen que los
políticos aprendemos, pero no es cierto. Nacemos para esto. Yo me convencí al
poco tiempo de meterme en la política que esto era lo mío. No lo sabía, pero yo
nací político. Me gusta estar con la gente, dirigir. Antes quería dominar, hoy
prefiero ayudar. El cura me aprecia, y también las mujeres del comedor para
chicos. En la villa miseria somos mucho mejor de lo que se creen, somos
solidarios, si no, no podríamos sobrevivir.
Pero Ud. me preguntaba de
Marcos. Perdone que me haya ido por las ramas. Lo que pasa es que puedo agregar
poco. ¿Qué quiere que le diga? Ya todo el mundo sabe de Marcos. Yo no puedo
afirmar ni negar. Darle mi opinión sí puedo: todo lo que se dice de él es
cierto. Vino aquí por la droga, estaba perdido. Pero después que conoció a
María, cambió. Ella lo salvó. Ella hacía la calle para traerle plata y
comprarle anfetaminas. Ella ponía el cuerpo para que él estuviera ahí tirado.
Ella también se drogaba, pero menos. El tenía un vicio fuerte. Se pasaba los
días perdido, tirado en la puerta de su casilla, todo sucio, sin comer. Miraba
a la gente como si viera pasar fantasmas. María, con la ayuda del cura, lo
metió en un programa de metadona para sacarlo de la droga. Yo no sé si María lo
quería como mujer, ella es mucha mujer para él, yo creo que se había encariñado
porque lo veía débil, era como su hijo, lo protegía, le tenía lástima. También
lo admiraba porque era poeta.
Cuando empezó a dar clases de
poesía se hizo famoso. Le sacaba la gente al cura, ya nadie quería ir a la
capilla a estudiar la Biblia. Las mujeres preferían ir a la clase de poesía.
Decían que sus poesías siempre hablaban de dios. Yo fui a una, invitado por ser
el jefe de la Unidad Básica. Leyó la poesía de un tal Vallejo, y la verdad que
sí me impresionó. El poema hablaba de un muchacho que se enamoraba de una
chica, y decía que ella se había crucificado a él, se abrazaba a él como a una
cruz. Cuando él leía había gente que lloraba, eso es lo que más me impresionó.
Yo nunca vi llorar a nadie en la capilla, pero en esa clase de poesía lloraban.
Entonces empezó todo eso de
las curaciones. Un día hirieron gravemente a un hombre del Cholo. Cuando balean
a alguien de la villa miseria nos arreglamos como podemos. A veces las
enfermeras del dispensario médico ayudan. Si los llevamos a un hospital público
fuera de la villa miseria los denuncian y van presos. El Cholo fue a pedirle
ayuda a Marcos y éste llevó al herido a lo de un primo de él que era médico. Le
sacó la bala, pero así y todo se estaba muriendo. Parece que Marcos empezó a
rezar y el herido se salvó. Ud. sabe cómo es en la villa, las noticias corren.
Después, una señora llevó a su hijo, muy enfermo, para que lo curara, y el
chico se recuperó. De allí en más fue como un reguero de pólvora. También curó
al hijo del Cholo. Ya la gente hacía cola para traer sus enfermos, y hasta
lisiados. El no cobraba nada ni aceptaba dinero, pero le traían regalos. Si era
comida se la daba a las madres del comedor. Ahí se armó lío con el cura, que la
verdad le tenía envidia. Después se hizo amigo de él, y lo aceptó, porque él
también empezó a creer en Marcos. El único que no creía en Marcos era Marcos,
en el fondo nunca dejó de ser un drogadicto, aunque ya no se drogara tanto.
Tenía la cabeza medio volada. El poder a él le venía de afuera. Era como si una
mano mágica, un ángel, lo hubiera tocado. El no era más que el instrumento.
Como era judío al principio nadie se animaba a decir que era santo. Le decían
el mesías. Pero después que curó al paralítico, que se fue caminando, ya todos
decían que era santo.
Empezó a venir gente de afuera
para que los curara, y eso fue lo que nos perdió. De no haber sido por eso hoy
no estaría muerto. Los que no son de esta villa miseria nos quieren ver
sufriendo, cuando estamos en la mala disfrutan, y si algo bueno nos pasa buscan
la manera de jodernos. Eso es lo que ocurrió con los de la Villa 21 de
Barracas. La verdad es que somos rivales. Un partido de fútbol entre ellos y la
villa nuestra es como una final de Boca y River. Cuando supieron que teníamos
un santón que curaba empezaron a enviar gente a ver si era cierto, y después se
organizaron para robárnoslo. Ya sabe cómo fue, lo secuestraron. A los pocos
días lo encontraron muerto. El Cholo dice que sabe quién lo mató. Se habrá
negado a quedarse a vivir con ellos en la 21, o a lo mejor lo pusieron a curar
y allá no pudo. Quizá sólo podía curar aquí, era un don que dios le había dado
sólo para que sanara en la Villa 31.
El
cura me preguntó si yo iba a colaborar para construir una capilla en la villa,
que se va a llamar San Marcos, en honor a él. La gente quiere enterrarlo allí,
para que se lo pueda adorar como se debe. Yo estoy de acuerdo y le dije que sí.
Nos hace falta un santo nuestro. El cura me aseguró que Marcos había tenido una
transformación profunda, un día hablaron de Cristo y le dijo que creía en él.
No sé si será cierto, da lo mismo, ya nadie va a convencer a los de la Villa 31
que Marcos no es un representante de Cristo en la tierra.
Sergio, el padre de Marcos
Me mataron a mi hijo mayor.
Para mí es el final de todo, ya la vida no tiene sentido. Fracasé como padre,
no me lo voy a perdonar nunca. Me quedé viudo cuando mis hijos eran chicos, los
crie lo mejor que pude. Marcos era un pibe tranquilo, tímido. Le gustaba mucho
ir a la sinagoga conmigo. Yo nunca fui un individuo muy creyente, soy un judío
liberal, pero siempre respeté mi religión y asistía a los servicios con mi familia.
De joven era sionista. El rabino de mi sinagoga me aprecia. Tengo casi sesenta
años. Mi generación fue muy rebelde, queríamos hacer la revolución. A los
veinte años apoyé a los Montos, habían unido el nacionalismo al marxismo, pero
después que murió Perón sufrimos una derrota terrible, fue una carnicería. Los
dirigentes no habían entendido bien al pueblo argentino. Yo dejé la política,
me metí en el negocio de mi viejo, soy un buen judío, ayudo a la comunidad.
Mi colectividad ha padecido lo
indecible, entendemos el dolor humano. Yo no condeno a mi hijo. Me dicen que
renegó del judaísmo, pero sé que no es cierto. Que le gustara Cristo no me
extraña, ¿a quién no le gusta? Enseñaba el amor y la compasión, que es lo que
todos necesitamos. Los judíos vivimos esperando que nos liberen. Para mí Cristo
no era el verdadero mesías. Que ahora llamen mesías a mi hijo me resulta
ridículo. La gente de la villa miseria es muy fantasiosa. Y que lo consideren
un santo me parece una barbaridad. Aseguran que sanaba, no lo sé, ¿no estaremos
retrocediendo y volviendo otra vez a la barbarie?
Este país es algo curioso,
siempre nos debatimos entre la civilización y la barbarie. Yo elijo la
civilización, por eso de joven era revolucionario. Marx sabía que la sociedad
iba a seguir evolucionando. Un día todos seremos libres. En ese mundo, las
luces, la razón, la historia, van a ser más importantes que la religión. María,
la novia de Marcos, asegura que en la villa se hizo muy religioso. María es una
mujer de oficio dudoso, no la considero honesta. ¿Qué hace viviendo en la villa
miseria? Sus padres son ricos. Dicen que está escribiendo un libro sobre Marcos
y que defiende la idea de que era un santo. Lo único que falta es que mi hijo,
un judío que nunca renegó de su religión, resulte canonizado.
María se contagió de la
barbarie de la Villa 31. Ella influyó en Marcos. Lo fueron cambiando. Sarmiento
no decía civilización o barbarie, él decía civilización y barbarie, en este
país conviven las dos cosas. Yo nunca lo acepté, yo apuesto por la
civilización, como muchos argentinos. Mi hijo descreía de los valores de la
sociedad moderna y se fue a vivir a la villa miseria. ¿No habrá sido la
influencia del populismo peronista? Exaltan al pueblo de manera desmedida, y…
¿qué es el pueblo? ¿Yo no soy pueblo acaso?
En un principio yo le eché la
culpa a la droga por todo lo que le pasaba a Marcos. Le pedí que se fuera de
casa…no podía aceptar que mi hijo fuera un vago y un drogadicto. Siempre me
robaba plata, compraba cosas con mis tarjetas de crédito falsificando mi firma.
Se la pasaba encerrado en su cuarto. No quería trabajar. Le gustaba leer, eso
sí, es herencia de familia. Siempre hemos sido buenos lectores, intelectuales,
como gran parte de la comunidad judía. Para nosotros la educación es lo más
importante. Por eso no puedo aceptar la barbarie de la villa miseria, que los
peronistas fomentan.
Marcos se fue a vivir allí
porque en el fondo me odiaba… Quiso castigarme porque lo eché de casa. ¿Pero…
que iba a pasar con mi hijo menor si él no se iba? Hice lo que pude para que
dejara la droga. Había sido un buen estudiante de letras. De chico quería ser
escritor. Lo mandé a un sicólogo después que murió la mamá, pero me decía que
no lo entendía. Lo cambié a otro psicólogo de la colectividad. Tampoco quiso
seguir. Nunca encontró un analista que le viniera bien. El psicoanálisis lo
hubiera salvado. Lo interné en una clínica para que lo desintoxicaran, pero se
escapó y volvió a drogarse.
Cuando se fue de casa siempre
temí que un día pudieran encontrarlo muerto. El mundo de la droga es un
infierno. Y en la villa miseria se fue a juntar con María, también drogadicta,
un alma gemela a la suya. Estudiante de antropología. Su familia es de la
oligarquía de Barrio Norte. La han negado completamente. Para ellos María está
muerta. Lo de la droga podría pasar, pero saben que es puta, todo el mundo lo
dice. Y vivir en la villa miseria es lo último que podía hacer.
Me dijeron que María odiaba a
su madre. Ese es el origen del problema para mí. Yo creo que Marcos también me
odiaba. No sé por qué, siempre hice todo lo que pude por mi familia. Se
volvieron contra sus padres, como si fuéramos unos monstruos fascistas. Así
somos los argentinos, nos rebelamos contra la autoridad, no importa cómo sea.
Somos un país adolescente, pero… ¿por qué me tocó a mí pagar este precio? ¿Por
qué a mí? Perder un hijo, es lo peor que podía pasarme. Que dios me perdone,
pero no lo entiendo.
Indice
La nueva
Argentina:
El empresario rico y la hermosa modelo....4
El guionista…………………….……….16
Un gaucho en Texas……….……..34
La filosofía en el tocador…….…..47
Los chicos
pobres:
El pintor del Dock Sud…….………68
Los chicos de La Boca…….……….79
Los cirujas…………………….….……..91
La carnicería………………………….101
Una visita al zoológico…….…….108
Historias
militantes:
Las huelgas salvajes de Villa Constitución..115
El padre…………………………………128
El vuelo………………………………….140
Viva la patria………………………….147
Santos
populares:
El gauchito Gil………………………..180
La difunta Correa……………………198
El angelito milagroso………………215
El mesías de la Villa 31……………225
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