POEMAS ARGENTINOS
Alberto Julián Pérez 
Ediciones Riseñor
2017
Poemas de la vida
     
El bar de las viejas vedettes  
A este bar del centro donde vengo 
a ocultarme, llegan, por la noche, 
unas viejas vedettes. Trabajan aquí cerca,
en un teatro de mala muerte.
en un teatro de mala muerte.
Una vez, curioso, fui a verlas actuar.
Estaban radiantes sobre el escenario 
vestidas de lentejuelas y de plumas.
Sus carnes desbordaban sus trajes. 
El público, jocoso, se burlaba 
de sus cuerpos deformes.
Ellas, diosas histéricas, sufrían 
las humillaciones y miraban 
con desprecio a la platea
de adolescentes imberbes 
y hombres solos. No renunciaban 
a nada. Se aferraban a sus cuerpos, 
antes gloriosos, y seguían
representando 
su papel inverosímil. Bailaron,
cantaron, 
mostraron el culo, exhibieron 
sus tetas fofas. Luego del show 
vinieron al bar, 
esta extraña escuela de condenados. 
Aquí, las vedettes, que una vez 
lo tuvieron todo: amor, belleza,
dinero, 
quedaron, indefensas, bebiendo su
copa,
fuera del escenario y de las luces.
Esas pobres mujeres me hicieron
pensar
en la poesía desvalida de nuestro
tiempo.
En los poetas grotescos, que cantan 
y celebran la fealdad del mundo,
con expresión grosera, 
y son el hazmerreír de muchos. 
No tienen vergüenza de exhibirse. 
Otrora soñaron en un mundo perfecto, 
lírico, elevado, sin limitaciones. 
Pero pasó el tiempo 
y nunca llegó la palabra iluminada
ni la inspiración salvadora. Ahora 
rinden culto a la vida y se
arrepienten 
de sus sueños reaccionarios. También
pensé 
en los otros, sus enemigos, que, 
a diferencia de las viejas cocottes,
no saben vivir en la cruel realidad
y se refugian en un paraíso imaginado.
Los poetas burgueses, que cantan 
al amor salvador y los sentimientos
nobles 
en versos elevados. Esos que ignoran
el infierno, que no conocen la caída
ni sienten compasión por la
fragilidad 
humana. El espíritu, finalmente, me
dije, 
será el que nos guíe por este
desierto, 
solos ante la duda. El espíritu
poético, 
ese aura inmaterial que viaja por el tiempo,
y llega en el lenguaje y nos eleva, y
es 
el espíritu santo. Miré a mi
alrededor, 
alcé mi copa y brindé por las
vedettes.
Ellas me devolvieron la cortesía.
Luego nos quedamos bebiendo en
silencio.
La disciplina del alcohol me ayudó 
a ensimismarme. Recordé un sueño 
recurrente que tengo, en el que me
hundo 
en lo más hondo y emerjo en un espejo.
Allí desesperado me contemplo
y me arranco a pedazos la piel del rostro.
Era sólo una máscara, descubro, y
detrás
encuentro otra y otra…Vivimos 
escapando de nosotros mismos
y 
poco a poco, sin saberlo,
nos acercamos a eso que somos. 
Bebimos la última ronda de alcohol
suicida.
Cerró el bar y salimos a la calle, ya
bautizados. 
La oscuridad nos acogió, en su
anonimato 
generoso. Nos alejamos sin
despedirnos. 
Solos en nuestra ley los
incorregibles. 
Héroes también de la soledad y del
fracaso.
Ya el mundo me dolía menos
y estaban prontas a abrirse 
las puertas del sueño y del olvido.
La Sibila   
En la esquina de casa vive una
indigente. 
La pobre está desequilibrada.
Vuelta hacia adentro, habla sola. 
Parece tener algo más de treinta
años.
Los vecinos pasamos a su lado sin
decir nada. 
Llegó al barrio hace un año. 
Tendió sus mantas en la vereda, 
cerca de una alcantarilla.
Ese lugar es su morada.
Allí come, duerme y pasa sus días.
Es una mujer moderna: 
tiene una radio y una calculadora
rotas. 
Mueve o aprieta sus botones 
y conversa con ellas.
Quizás la entienden y le responden
cosas.
La hemos aceptado
como parte de nuestra realidad. 
Los niños la miran con curiosidad.
Ella vive en su propio mundo.
Sucia, cubierta de viejos abrigos, en
invierno
y en verano, duerme junto a un perro
viejo
que se hizo su amigo
y es el único ser que le brinda
su calor, su cariño. 
Cada mediodía le da de comer a las
palomas 
las sobras de las sobras que recibe. 
No nos presta atención, 
ignora lo que pasa a su lado. 
“Ha perdido la razón”, nos decimos, 
pero no sabemos bien qué es la razón.
Parece que oye voces.
Quién sabe qué le dicen.
Para mí es como una sibila 
que recibe mensajes del más allá.
Los vecinos procuran no acercarse
mucho.
Huele mal y seguramente tiene piojos.
No quieren contagiarse. 
¿Qué nos pasaría si atravesáramos,
con ella, la pared invisible 
y cruzáramos a ese otro lado, 
que no conocemos?
Aprovechamos para hacer nuestra
catarsis. 
Esta mujer sucia nos sirve para
limpiarnos.
Purgamos nuestro miedo 
al abandono y al fracaso. 
¡Oh indigente, oh inocente sibila, 
perdona nuestras deudas!
¡Somos parte de tu miseria!
Tal vez sea esta una prueba 
que dios nos envía
y somos nosotros los observados.
En este laberinto sin salida
guardo cierta esperanza de
resurrección.
Ella parece habitar
dentro de un sueño recurrente.
Yo creo que las voces que oye
son las mismas que hablan a los
poetas.
Hay en ella cierta belleza trágica.
Su vida parece una metáfora
del purgatorio o del infierno. 
En su suerte veo reflejado 
el destino fatal de muchos artistas,
ante la realidad, impotentes,
prisioneros de sus sueños. 
Siento que expresa algo
que va más allá de lo que vemos.
Su silencio es un enigma 
preñado de interrogantes. 
¡Oh inocente sibila!
¡Concédeme un deseo!
Haz que desaparezca la distancia 
entre dios y nosotros.
Mírame por una vez a los ojos. 
Toma mis dos manos.
Confíame los secretos de tus
voces,  
y dime, si puedes, quiénes somos. 
                                    El ahogado
Estábamos pasando con mi novia 
el día en La Florida. No me refiero 
a alguna playa de arena blanca en
Miami
sino al balneario municipal 
de arena oscura, en Rosario.
Mirábamos desfilar, desde la orilla, 
los camalotes viajeros
que descendían desde Corrientes
con su carga de serpientes y de
monos.
Nuestro amor era un amor sencillo 
de pueblo o ciudad sudamericana,
donde los pobres 
se bañan en el río de barro, 
y los ricos 
maquillan la realidad 
con sueños prestados.
Finalmente nos ganó el hambre
y fuimos a un bar de la playa
a tomar cerveza y comer 
sánguches de milanesa.
El sol se iba poniendo en el
horizonte.
Atardeceres de reflejos bermejos 
del Paraná. Pareciera que el cielo o
dios 
estuvieran heridos, y sufrieran, 
por nosotros, que les hicimos daño.
Le dije a mi novia que quizá éramos
parte
de una fantasmagoría. Abrazados
a nuestro amor tierno 
imaginamos que nos íbamos río abajo 
a una selva de jaguares o tigres
americanos. 
Podíamos, si queríamos, viajar en el
tiempo,
pensar que el Paraná era el río de la
vida
de cuya arcilla 
había sido hecho el primer hombre.
Escuchamos gritos,
y vimos que los pocos bañistas 
que quedaban, corrían 
hacia un punto en la playa.
Nos acercamos al lugar. En el suelo, 
extendido, había un joven, 
con los brazos en cruz.
Un muchacho, a horcajadas 
sobre él, le presionaba el pecho 
con ambas manos.
El ahogado no reaccionaba.
Me aproximé a él: vi que tenía 
los ojos abiertos. Su mirada vidriada
parecía buscar algo en el cielo. 
Comprendí que estaba muerto
y que ya nada ni nadie 
lo volvería a la vida.
Me pregunté que imagen última 
se habría llevado de este mundo.
Y a quién habría llamado, 
en los instantes finales,
de brazadas desesperadas, agónicas. 
Nosotros preocupados por el amor 
y él ya entrado en la muerte. 
¿Cómo sería la muerte? El muerto 
nos traía esa pregunta a nosotros
pasajeros del amor. 
Mi novia, junto a mí, lloraba.
Estábamos en silencio, graves, 
ante la tragedia inesperada.
El ahogado quedó tendido en la arena.
Nada podía hacerse. La gente 
se fue alejando. Oscurecía. 
La muerte tan cerca de la vida. 
El final tan próximo al comienzo. 
Sentimos en nosotros 
la brevedad del mundo. 
Percibimos nuestra mortalidad
y temblamos por la vida futura.
Quiera dios darnos vida, pensé,
y lo dije en voz alta.
Mi amada se abrazó a mí y, tristes,
emprendimos el regreso a casa. 
Atravesamos lentamente la ciudad 
en el colectivo del amor.
Al llegar, su madre preparaba la
cena. 
No dijimos nada. Reunidos en familia
comimos empanadas y bebimos vino. 
En la TV un joven cantor 
entonó “Samba de mi esperanza”: 
“El tiempo que va pasando/ 
como la vida no vuelve más”. 
Mi novia y yo nos miramos 
y nos tomamos de la mano. 
Estábamos enamorados 
de esa cosa que es la vida.
Dentro mío rogué 
que perdurara en su ser. 
Crónicas de tiempos
difíciles
                  Una visita a la Villa 31  
La socióloga Catherine Simpson 
ha llegado de visita a Buenos Aires
desde Nueva York, esa ciudad de
torres 
y maravillas, isla o barco que flota 
entre el East River y el Hudson 
y enseña al mundo las banderas 
de su gran paraíso mercante. 
Es la ex-esposa de un amigo mío.
Sabía 
que yo trabajaba para el Ministerio 
de Desarrollo y Turismo y me
escribió. 
Vino a conocer cómo viven nuestros
pobres. 
Habla bien el castellano. Había leído
mi poesía y me aprecia.
Nuestros « cabecitas » son
materia de estudio 
en las universidades de los ricos. 
Norteamérica se ha cansado de
investigar 
las condiciones de vida en sus guetos
negros, 
sus barrios portorriqueños  
y sus distritos mexicanos, 
y ahora está en proceso de hacer un
catálogo 
de la miseria universal 
y de la barbarie que sumerge al
planeta.
Ni la represión policial, 
ni las guerras fratricidas, 
han resultado eficientes para detener
esa amenaza en expansión de la
pobreza, 
y ha decidido mandar a sus doctores 
en sociología y en genética 
a visitar los guetos de África y
Latinoamérica
para buscar soluciones permanentes 
a este flagelo de la humanidad. 
Yo la recibí en el renovado
aeropuerto 
de Ezeiza, que pretende (igual que
nuestra 
oligarquía), parecerse cada vez más al
de Miami, 
pero en chiquito. Partimos de allí a
su hotel 
5 estrellas en Puerto Madero, el
antiguo muelle 
de trasatlánticos de ultramar, hoy
barrio boutique 
de nuestros empresarios
internacionales, 
joya preciada de los inversionistas, 
cotizada patria de los capitales
golondrinas, 
donde lavan el dinero nuestros ricos.
Quedamos en recorrer al día siguiente
nuestra villa miseria más famosa, 
hermana dolorosa de las favelas de
Río, 
los pueblos jóvenes de Lima, 
y las colonias pobres de México. 
La pasé a buscar en una 4 x 4 
del Ministerio. Se sorprendió
Catherine 
de lo tan cerca que estaba la villa 
del barrio insigne de nuestra
oligarquía.
La Villa 31 se levanta majestuosa 
junto a la estación Retiro, entre las
vías 
de los trenes, la autopista y el
puerto, 
frente a los Tribunales de Justicia.
Entramos por sus calles de tierra, 
surcadas de cloacas a cielo abierto,
flanqueadas de deshechos 
y montones de basura maloliente.
Frente nuestro estaban las coloridas 
casillas, ordenadas en hileras
superpuestas, 
apiladas unas sobre otras, como las
latas 
de conserva en el supermercado. 
Unos niños sucios jugaban en un
potrero 
improvisado con una pelota de trapo. 
Al vernos pasar, uno de ellos,
enojado, 
recogió de una zanja una gallina
muerta, 
la revoleó con habilidad y la arrojó 
contra la camioneta. Cruzó 
a escasos centímetros del parabrisas.
Fuimos directamente a la capilla, 
donde el cura villero, que se había
escrito 
con nuestra embajadora gringa, 
le dio la bienvenida. Le dijo 
que había conocido, durante un viaje,
al Pastor de su Iglesia en el East
Side, 
(Catherine era profesora 
de la Universidad de Nueva York), 
un polaco rubio y alto 
que hablaba a los gritos, 
pesimista y desesperado 
como nuestros profetas de la pampa.
Poco después llegaron a la capilla 
las madres de los comedores, 
casi todas señoras maduras 
de aspecto poco cuidado, 
que sirven diariamente platos de
sopa, 
pan y mate a los niños de las
familias 
que no pueden alimentarlos. 
Se fueron con el cura, todos juntos, 
a recorrer a pie la villa. Los
siguieron 
algunos chicos y los perros
callejeros. 
Los hombres desocupados
que aguardaban un milagro a la puerta
de sus casillas, los observaban.
Yo me sentía mal y no fui con ellos. 
Me disculpé. Era como si toda esa
miseria 
me hubiera golpeado en el estómago. 
Regresé a mi casa en el barrio
trabajador 
y pobre de La Boca, patria del club
de fútbol 
más famoso, en cuyo estadio, los
domingos, 
las masas gritan su entusiasmo 
y escapan de sus tristezas.
Tuve bastante trabajo en esos días 
con las delegaciones: llegaron
agentes 
del Fondo Monetario y los llevé 
a la Embajada Norteamericana 
y a la Casa de Gobierno. También
arribaron 
profesores de la Escuela de Derecho
de Yale 
para hablar con los jueces
de la Suprema Corte de Justicia.
Parece que nos conocen bien 
y vamos recogiendo cierta fama, 
o que vivimos en un país 
de sirvientes y lacayos, 
y recibimos órdenes y consejos 
de nuestros amos.
Me pregunté quién podía creer 
que la sociedad progresaba 
y el mundo era cada vez más justo. 
Habría que cuestionarle a Hegel 
su optimismo histórico. 
Razón tenía Marx cuando afirmaba 
que cada día nos podrimos más, 
y que la burguesía no planea
salvarnos, 
sino vendernos por pedazos 
en el mercado de carnes.
¡Ay Cristo, haz algo por tus
criaturas,
porque así no vamos a ningún lado!
Catherine me llamó por teléfono, 
y me dijo que su visita al país 
le estaba resultando muy productiva. 
Tenía su agenda llena. Hablaría
inclusive 
con la Ministro del
Interior, ¡una mujer! 
No la volví a ver hasta varios días 
después, en una recepción. Me pidió 
que la recogiera el lunes para
llevarla 
al aeropuerto. Ahí podríamos conversar
y despedirnos. 
Pasé por su hotel temprano a la
mañana
y nos subimos a la autopista. Estaba
contenta. 
Todo había salido muy bien. Había
recogido
mucha información importante.
Era una mujer de buen corazón, 
debo reconocerlo, aunque no estaba yo
de acuerdo con su fe 
en la compasión del capitalismo 
que, ella creía, salvaría al mundo. 
Me dejó como recuerdo un dibujo
hecho por un pintor sin manos 
del Barrio Portorriqueño de Nueva
York. 
Yo, a mi vez, prometí enviarle una
copia de este poema. 
Me dijo que había corroborado en el
terreno
lo que tantas veces había leído en
sus libros: 
era indispensable frenar la barbarie 
de una vez por todas en
Latinoamérica.
Tenía todo tipo de sugerencias para
civilizarnos. 
Recomendaba revivir la Alianza para
el Progreso, 
e implementar programas médicos
estrictos
para evitar los embarazos indeseados 
entre los pobres. También
necesitábamos, 
insistió, mucha más policía, 
porque solo la policía 
podía combatir profesionalmente a los
ladrones 
que se ocultaban en sus madrigueras,
y a los narcotraficantes que
infestaban 
las villas y eran una amenaza 
para las áreas residenciales del
centro.
Hacían falta escuelas al estilo
norteamericano,
que les inculcaran ideas de libertad
a los niños, 
y planes del arrepentido 
para promover el espionaje en las
villas 
y ayudar a la policía en su misión. 
En Ezeiza la aguardaba un pequeño
comité 
de despedida de la Casa de Gobierno
que le entregó varios regalos: un
poncho, 
un rebenque, unas espuelas. Le
dijeron 
que ya los gauchos habían
desaparecido, 
pero eran el símbolo de nuestra
patria criolla. 
Se los había llevado el tiempo como
un día
el tiempo se llevaría la barbarie
villera. 
La representante de la civilización
yanqui 
se tomó el vuelo de American, 
y se fue a hacer su informe sobre la
Argentina. 
Esperemos que la solución propuesta 
no sea la misma que ya sufrieron en
el continente 
los indios, los gauchos y los
negros.  
Yo creo que los pobres,  a su modo, 
en nuestra tierra, van resolviendo 
el problema de su vivienda, dada 
la notoria impiedad de los ricos y
del gobierno.
Resisten en sus casillas improvisadas
el paso del tiempo y aguardan 
en los pasadizos de fango
que llegue la prometida piqueta 
y la orden de desalojo.
Tener una casa es ocupar un lugar 
en el mundo. No tener domicilio es
como ser 
un muerto vivo. La villa, cueva de
traficantes 
y refugio de abandonados, ese gran
escenario, 
que visitan ahora, con curiosidad,
las delegaciones extranjeras,
es el teatro popular de nuestra
pobreza,
el espacio alegórico de nuestros
vicios.
Los argentinos somos creativos y
mitómanos,
reverenciamos el melodrama 
e inventamos historias. 
En la patria de Gardel, el Che y
Evita, 
dios nos consuela. ¡Ver tanta miseria
junta, 
quién diría, si dan ganas de
fotografiarla!
El Gran Cacerolazo del Obelisco
El día 14 de julio del 2016, al
anochecer,
los vecinos de Buenos Aires nos
reunimos 
frente al Obelisco, testigo ocular de
nuestra historia,
grácil vigía y atalaya de este
Fuerte, la Patria,
para participar en el Gran Cacerolazo
Nacional.
No soy el único cronista que informo
de este evento,
pero uso el verso, y este cacerolazo,
por lo tanto, 
se integra a la historia de nuestra
poesía, 
para satisfacción de sus héroes 
y de sus heroínas, las esforzadas
mujeres argentinas. 
Utilizo el lenguaje expresivo que mi
pueblo 
ama y entiende: imágenes visuales
llamativas 
y decoradas metáforas cumbieras, para
sellar 
el nuevo pacto con las multitudes
argentinas
en la forma poética del siglo
veintiuno.
Podrá mi ojo público viajar
por el espacio de las realizaciones
de mi gente, 
testimoniar desde el cielo su gran
exquisitez, 
y embriagarme, drone menudo, 
con las cosas delicadas de su
espíritu. 
Hemos comenzado nuestra jornada nacional
de Resistencia (palabra sagrada en la
lengua 
de mi tierra, honrada por la
paciencia 
de luchadores innumerables 
en las horas aciagas del terror y la
dictadura)
contra un gobierno apátrida,
oligarquía estéril 
y cipaya, que hambrea a su pueblo trabajador
y nos trata como a salvajes o a
bárbaros. 
Impactante es la riqueza verbal de mi
gente,
los muchos hallazgos de su expresión
arisca y viva,
por eso mi indignación choca con la
policía 
del idioma. Ya tuvimos, felizmente,
nuestros 
libertadores de la lengua y de la
poesía, 
y hoy podemos elevar el lustre de
nuestra voz 
y dar lecciones de sensibilidad 
a los vendepatrias y a los
reaccionarios.
Atesoramos una literatura
experimentada, 
contamos con nuestros santos y
nuestros mártires, 
y guay de quien se digne ofender su
memoria, 
porque saldrán los poetas, 
con las filosas espadas de sus
plumas,
a despenar a los asesinos de sus
versos. 
Para los ricos de mi querida
Argentina, 
sépanlo, nunca hubo nada más
despreciable 
que su propio pueblo, 
y así lo demuestran, crueles Nerones,
con sus actos y medidas de gobierno. 
Por eso nuestra gente ha decidido, 
como la Difuntita Correa, digna y
dulce,
luchar, heroica, por sus derechos. 
Odiamos los privilegios 
de nuestros ilegítimos oligarcas, 
sirvientes arrogantes de amos
extranjeros, 
que luego de enlutar al país 
durante cinco décadas 
con sus desgobiernos militares 
y sus Juntas de asesinos en el pasado
siglo, 
vienen hoy con sus vástagos, 
educados en universidades gringas, 
a traer hambre y miseria a nuestros
hijos.
Jamás se cansan los ricos 
de atormentar a los pobres, así está
escrito, 
y si no, lean el Evangelio, y visiten
las villas miserias que languidecen 
junto a los barrios boutiques 
de los poderosos, y vean a los niños
descalzos 
mendigar por las calles y recoger
comida 
de la basura. Por eso, en este 14 de
julio 
fraterno, nos reunimos, libertarios, 
para un Gran Cacerolazo de
resistencia popular.
El Obelisco está engalanado de
carteles 
que vocean nuestra rebelión,
en este día en que florecen, junto a
las cacerolas, 
los paraguas, porque hoy, como en
aquel 
25 de mayo de 1810,  cuando el pueblo argentino 
inició su Revolución contra el
Imperio, 
llueve en Buenos Aires. El cielo nos
acompaña 
y está llorando por sus hijos 
en el espacio alegórico 
de nuestra movilización popular.
Todo tiene sentido, la ciudad habla, 
cada ser y cada objeto son testigos:
estamos en la 9 de Julio, la Avenida 
más ancha del mundo, hermanados, 
Catones heroicos, en la gran rotonda
florida 
que abraza al Obelisco, cantando
estribillos 
y gritando nuestras razones,
expresando 
nuestra indignación y nuestro enojo,
batiendo, con ritmo canyengue, 
nuestras cacerolas disonantes.
Las fuerzas policiales, armadas con
rifles 
de asalto, escudos y bastones,
uniformados 
apocalípticos, acordonaron el
perímetro 
de la manifestación, y amenazan
nuestra 
seguridad, mostrando el poco valor
que tiene 
en Buenos Aires la vida. 
A nuestra oligarquía, estancieros
obesos 
e industriales raquíticos, siempre le
ha gustado 
reprimir con su policía a la gente
pacífica,
y mandar, llegado el caso, al asalto,
al mismísimo Ejército Nacional,
mercenario 
del país de los potentados, para
contener 
el avance de los disconformes, incitándolo,
si hace falta, a disparar contra su
pueblo. 
Mientras tanto, yo, el poeta, y más
que el poeta, 
el maestro, el viejo maestro que soy
y he sido, 
y cronista y periodista ocasional 
en que me transformo, cuando la
urgente 
situación lo exige, testimonio, en
esta ocasión, 
para Radio FM La Boca, y sus radios
afiliadas 
y amigas: FM La Colifata, FM Caterva,
Radio La Milagrosa, Radio Bemba y FM
Riachuelo,
el enojo de las masas contra el
gobierno 
por el aumento indiscriminado de las
tarifas
de los servicios del gas y de la luz
en un 700 % 
(increíble no?). 
Así sacan las cuentas en mi patria
los ricos, 
que liquidan con rabia cruel y
arrogante
el sudor cautivo del trabajador mal
alimentado.
Hay en la protesta mayor cantidad de
mujeres 
que de hombres. Las cacerolas son el
símbolo 
de la labor continua y esforzada de
las madres 
en sus hogares, y las combativas y
valientes mujeres 
quieren hacerse escuchar. Raudas
recorren las filas, 
amazonas guerreras en la batalla
contra la Hidra
de crueles egos de la oligarquía
carnicera. 
Arrecian los cánticos contra los
responsables 
de la miseria; tantos crímenes han
cometido 
a lo largo de nuestra historia
que llenan con sus hechos 
páginas oscuras de sufrimiento y de
oprobio. 
Primeras en la fila, se destacan las
Madres 
de Plaza de Mayo, ancianas
esforzadas, 
armadas, bajo la lluvia, de coraje, 
con sus característicos pañuelos
blancos;
los miembros de la Tupac Amaru,
rostros 
de bronce, perfiles de hacha,
piden, en sus carteles, por la
libertad 
de la militante indígena Milagro
Sala, 
prisionera política del gobierno; 
varias organizaciones piqueteras
agitan
las acosadas banderas de sus
consignas; 
el Partido Obrero hace flamear su
estandarte 
rojo, insignia de la guerra de
clases;
Barrios de Pie forma ante el muro
policial, 
barrera sin misericordia, 
una procesión de conciencias.
Reconozco de pronto, en la
muchedumbre, 
algunas caras: son los jóvenes
estudiantes 
del colegio de mis desvelos 
que se han hecho presentes en esta
hora.
Rostros osados, ojos luminosos,
sonrisas fáciles,
me siento orgulloso de esos jóvenes
centinelas 
idealistas. Me gritan: « ¡Profesor ! ».
Los saludo 
agitando mis dos brazos. « Mire
si nos viera 
Martín Fierro », dice uno. Levanto el
pulgar,
aprobando su ingenio. Están en mi
nuevo curso
de Literatura Argentina en la
« Escuela 
de la Ribera », donde estudiamos
y discutimos 
muchos grandes libros nuestros.
Juntos leímos el Martín Fierro y Operación
masacre. 
Son muy inteligentes. Me alegra que
hayan venido 
a esta inolvidable protesta popular.
Me honra 
la profunda conciencia social de
estos muchachos,
hijos de los trabajadores de mi
barrio, La Boca,
antigua casa de inmigrantes y refugio
de humillados, cuna ilustre de
luchadores 
anarquistas y socialistas 
admiradores de Almafuerte y de
Carriego.
Sé que mis prédicas morales arrecian
en mis clases  
(« No te des por vencido, ni aún
vencido,
no te sientas esclavo, ni aún
esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y acomete feroz, ya mal
herido. »),
pero no fueron ellas las que los
persuadieron 
a venir, sino las ideas emancipadoras
de José Hernández y Rodolfo Walsh.
Todos al unísono batimos las
cacerolas,
los argentinos somos músicos de
corazón.
No hay mejor ritmo que el que nace 
de la indignación. En este país pasan
muchas cosas. Protestan las madres de
familia, 
las organizaciones barriales, el
Partido Obrero, 
los Peronistas, los estudiantes. Se
escuchan 
cánticos : « Macri,/
basura,/ vos sos la dictadura ». 
El Jefe de la Policía da la orden a
su escuadrón 
de avanzar. Infiltrados de
Inteligencia nos provocan. 
Escuchamos los insultos:
« negros grasas, cabecitas, 
muertos de hambre, viejas de mierda,»
gritan. 
Son las mismas expresiones resentidas
y racistas 
de desprecio que utilizan las señoras
en Barrio Norte y Recoleta, el
enclave 
de los ricos, para referirse a sus
sirvientes 
en sus conversaciones. Para estos
agentes 
y espías del gobierno, los
trabajadores 
no tienen valor humano alguno.
Mientras, en nuestro grupo, por
encima 
del estruendo de las cacerolas, se
escucha, 
al unísono, nuestro clamor:  « ¡queremos trabajo ! »,
« ¡tenemos hambre ! »,
« ¡no podemos pagar 
las facturas ! »,
« ¡no al tarifazo ! ».
Es la luz de la voz multitudinaria
iluminando 
la oscuridad de la barbarie macrista.
Los argentinos 
hacemos cosas esenciales con nuestro
lenguaje,
la palabra para nosotros es un arma
cargada de belleza,
bandera de identidad para develar la
verdad 
propia a los hermanos. Periodistas y
maestros 
nos reconocemos en su dignidad
redentora.
La clase popular se bate contra la
oligarquía 
entreguista. Estela de Carlotto, la
viejecita ilustre, 
Abuela de los desaparecidos, está
allí, y viene 
a saludarme; la abrazo, me dice
« poeta », y envía 
por mi intermedio su saludo a los
jóvenes rebeldes 
de FM Riachuelo. Yo le prometo 
escribir una crónica; aquí cumplo; 
poesía e historia siempre se dan la
mano.
Es importante dejar testimonio del
presente. 
Estamos en tiempos difíciles. La
Historia, 
la Literatura y la Política son los
faros 
que han iluminado las luchas de los
pueblos 
en Hispanoamérica. Mañana,
seguramente, 
la prensa oficial infame, la de los
plumíferos 
serviles, cómplices del poder
vandálico
y del capital corrosivo, sembrará sus
mentiras. 
Explicará que éramos minúsculos y nos
había 
mandado el Peronismo, y aún el
Comunismo, 
promoviendo el odio en las falanges
macristas.
No es cierto y les explicaré todo, en
esta, mi crónica 
urgente: la gente salió a la calle
porque la calle 
es nuestra, y esta élite de
vendepatrias, de cipayos 
al servicio del capital sangriento
que dice 
que nos gobierna, no va a meternos
miedo. 
Los conocemos desde hace tiempo.
Estos Gerentes 
son los hijos y los sobrinos de los
Generales, 
que asesinaron a los familiares de
numerosos 
jóvenes que nos acompañan en esta
protesta. 
Entre ellos hay muchos hijos de
desaparecidos. 
Recuerdo bien esa época infame,
porque yo 
estuve en la patriada de los que
luchaban 
por la libertad, y supe del poder de
fuego 
de sus armas de exterminio,
gemas sangrientas, obsequio del
Pentágono.
La resistencia de los pueblos 
contra los amos imperialistas que nos
explotan 
es tan antigua como el continente
Americano. 
Producto somos de ese abuso incesante
y brutal del capital sobre el
trabajo, 
esclavo o libre, más esclavo que
libre finalmente. 
El capital paga el sudor del obrero
con balas 
y con hambre. En nuestra lucha,
nosotros 
nos civilizamos y aprendemos a ser
libres,
mientras los patrones, esclavos de su
inhumanidad,
buscan hundir al mundo en el terror y
la barbarie.
Este poema aspira a ser esa escuela
donde los hijos aprendan un día de
las luchas 
de sus padres. Mis crónicas son
barrocas 
y melodramáticas, excesivas  y desbordantes 
como nuestra gente. Sus comparaciones
y metáforas dan ejemplos 
de nuestro valor, de nuestra fe y
coraje. 
Llega la hora de terminar la
patriada. 
Vamos plegando con amor nuestras
banderas. 
Nos despedimos de esa viril torre
marmórea
y catedral porteña, el Obelisco, blanquísimo
contra el fondo oscuro del cielo
nocturno.
Testigo es del espíritu de lucha de
sus hijos. 
Empezamos poco a poco a
desconcentrarnos 
sobre la gran explanada de la 9 de
Julio, 
y la Avenida Corrientes, nerviosa de
marquesinas 
luminosas y teatros acogedores. Al
fondo 
de la Gran Avenida de nuestra
independencia,
en el edificio del Ministerio de
Obras Públicas, 
se ve el mural azul y blanco,
titilante de luces,
con el retrato gigante de la inmortal
Evita, 
custodio de los humildes. 
Hormigas sigilosas, gritando a voz de
cuello 
nuestras consignas, prometemos
volver, 
horadar con nuestro trabajo 
las leyes injustas con que nos
aplastan
y nos anulan los crueles dueños del
capital, 
y ocupar las calles que son nuestras,
trazar nuevos caminos a la esperanza.
Exigimos justicia. Somos la caridad y
la fe. 
Nos vamos en silencio a nuestros
hogares 
empobrecidos, a comer 
el pan amargo de la desdicha.
Pueda, amigos de la radio, La Boca 
del Riachuelo, nuestra antigua
República 
de chapas, colorida y costumbrista, 
a la que fiel regreso, pronto
levantarse
de su postración de barrio marginado 
(marginado, que no desheredado, 
porque es heredero de los murales
alegóricos 
de Quinquela Martín, los tangos
sentimentales 
de Juan de Dios Filiberto, los textos
morrudos 
de Washington Cucurto y los poemas
argentinos 
de Alberto Julián Pérez), 
víctima y testigo del abuso y el
desprecio 
que sufren en Argentina las
sacrificadas masas 
populares  y, con todos los otros barrios, 
sumarse al Gran Cacerolazo de la
insurrección, 
para fundar una República en
libertad.
En Argentina necesitamos una nueva
revolución: 
la de los pobres contra los ricos, 
la de los hijos contra los padres,
la de las mujeres contra los maridos
tiránicos,
la de los débiles contra los fuertes
opresores,
la de los poetas contra los malos
políticos.
Qué nos queda a nosotros, los
desvalidos, 
los ignorados, jóvenes Adanes, sino
alimentar 
esa esperanza, y desear que, esta
vez, las balas 
de la oligarquía dirigidas al pueblo,
erren 
el blanco. Que reconozcan nuestra
humanidad 
queremos. Por nuestra parte
prometemos, 
que haremos que comprendan 
y sientan lo que es la Patria.
La llevamos aquí en nuestros
corazones, 
tesoro espiritual, precioso tatuaje
sin precio. 
Parece una vieja verdad o una
superstición, 
pero, aquellos que la han sentido,
saben
lo cerca de dios y de la vida que
está la antigua 
casa del Padre, nuestra Patria. 
¿Cuándo empezó todo esto ?
¿Cuándo los héroes se volvieron
villanos ?
¿Cuándo los libertadores se
hicieron opresores?
¡Oligarcas, vendepatrias,
asesinos ! 
¡Arrepiéntanse de sus crímenes!
Están a tiempo. Generales de
Latinoamérica, 
que han olvidado quién es el enemigo,
y han apuntado las armas contra sus
ciudadanos;
oficiales criminales de la Armada 
que lanzaron a las madres y a sus
hijos al vacío 
desde los aviones militares; 
crueles torturadores de jóvenes
estudiantes;
abogados vueltos policías, que
persiguen al débil, 
en lugar de protegerlo; 
jueces de las cortes mediáticas de
Justicia, 
que montan el show a pedido de sus
amos,
y crean cortinas de humo cómplice 
para ocultar sus latrocinios;
explotadores 
racistas que pagan con nuestra sangre
intereses a sus patrones extranjeros;
nuevos gerentes de los capitales 
de sus padres genocidas; terratenientes,
nietos de ladrones de tierras y
asesinos 
de indios; sepan que esta es también
su Patria.
Somos el Pueblo, y aceptamos
compartir 
con Uds. nuestro país, aunque no lo
merecen. 
Bárbaros, cipayos, apátridas… 
« Arrepiéntanse, únanse a la
civilización 
de los justos », clama la voz en
el desierto. 
Los pobres todo lo
perdonamos, porque 
somos nosotros, por voluntad de Dios,
la Verdad y la Vida, y les haremos un
lugarcito, 
aquí, en este fogón abierto,
junto al rescoldo tibio de nuestros
corazones.
                        Muchacha cama adentro
El domingo, pasado el mediodía, 
después de almorzar un buen bife
argentino, 
asado a punto, y regado 
con un vaso de vino ordinario, 
en un bodegón de La Boca, 
mi barrio, no recomendable 
para los espíritus finos, 
me tomé el 130 rumbo a un sitio 
poco frecuentado por mis vecinos: 
el elegante distrito de Recoleta, 
cuna de nuestra arrogante clase
adinerada, 
para visitar el Museo de Bellas
Artes. 
Hacia allí me llevó la curiosidad,
bichito 
que me picó por culpa de la crítica
de arte 
Laura Malosetti, a quien no conozco
en persona, 
pero a la que ya debo este poema, 
y no sería injusto dedicárselo. 
En un artículo en que habla sobre el cuadro
« Le lever de la bonne »,
« El despertar 
de la criada », de Eduardo
Sívori, pintor argentino 
nacido en 1847 y muerto en 1918,
dice, 
para intrigar al lector, que fue
pintado 
para su exhibición en el Salón de
París de 1887, 
y que la fotografía que se tomó del
mismo 
en aquel entonces, demuestra que la
obra 
que hoy conocemos, expuesta en el
Museo 
de Bellas Artes, como parte de su
colección 
permanente, « presenta algunas
diferencias »
y no es exactamente la misma 
que se exhibió en París en 1887.
Motivado por la nota, quería ver la
pintura 
con mis propios ojos y tratar de
entender 
qué se escondía detrás de todo esto. 
Yo ya admiraba un importantísimo
cuadro 
de Sívori, que había visto en el
Museo 
de Quinquela, en La Boca :  « La mort 
d´un paysan », o « La
muerte de un 
campesino », de 1888, que Don
Benito 
compró para su museo en 1938, y
rebautizó 
« La muerte del marino »,
integrándolo así
a la problemática del paisaje
boquense. 
Esa pintura trágica nos  presenta a un hombre 
pobrísimo en su lecho de muerte,
ante el dolor y el desconsuelo de su
mujer 
y sus hijas, que lloran, desesperadas
e impotentes. La dura escena golpea 
al espectador.  Al mirarla me sentí doblegado, 
con el corazón grave, cargado de
piedad. 
Tanto nos intimida hoy el final de la
vida
como en aquel pasado. Nuestra alma
busca,
sedienta, la inmortalidad. 
Llevé para releer en el 130 la novela
de Emile Zola, L´ Assommoir, La taberna,
de 1877. Esta obra célebre del gran
francés, 
creador del movimiento Naturalista, 
fue la primera en denunciar con
crudeza 
las terribles condiciones de vida 
de los trabajadores, bajo el gobierno
reaccionario 
de Napoleón Tercero. Zola afirmó 
que había querido escribir « une
oeuvre 
de vérité…qui ne mente pas et qui ait
l´ odeur du peuple». Lo dijo para
defenderse 
de la crítica de sus enemigos, que
ayer 
como hoy abundan dondequiera, para 
atacar a los grandes artistas de su
tiempo. 
Zola retrató la vida de los obreros 
y de las mujeres pobres como nadie. 
Sívori, que lo admiraba, vivía en
esos años 
en París, decidido a ser un pintor de
peso, 
y regresar victorioso a su país un
día, 
como efectivamente sucedió. 
Bajé del colectivo frente al edificio
de la Facultad de Derecho, nuestro
arrogante 
Partenón. Al otro lado de la Avenida 
estaba Plaza Francia, el corazón de
Recoleta, 
la privilegiada zona, hogar de
nuestra 
oligarquía, tantas veces enfrentada a
su pueblo. 
Allí vive la otra parte del país, en
esta, nuestra 
Argentina de hoy, dividida e
irredenta. 
No me gusta ir a territorio enemigo, 
pero es que esta gente, que se cree
dueña 
de todo, se ha apropiado de nuestro
arte, 
no ha entendido que los artistas
pertenecen 
a su pueblo, aunque ellos no lo
quieran. 
Yo estaba allí, entonces, para
reclamar, 
como poeta, en nombre de los creadores
fervorosos de la plebe, nuestro
derecho a ser, 
a expresarnos, nuestra libertad,
que tantas veces nos negaron 
estos esbirros del infierno.
Caminé hacia el edificio del Museo de
Bellas Artes 
y atravesé su pórtico de rojas
columnas. Ansioso 
como estaba por descubrir la verdad,
fui 
directamente a la sala de los
pintores argentinos 
del siglo XIX, y allí me detuve
frente al soberbio 
cuadro. Su título, « El
despertar de la criada », 
no develaba el enigma central la
obra. Una 
sensualidad natural, un estado de
erotismo 
que sacudía la fibras íntimas del espectador
emanaba del cuerpo de la mujer. Había
algo 
que el forzado título encubría.
¿Habría sido 
una solución de compromiso que tuvo 
que adoptar nuestro pintor, falseando
la autenticidad de su arte, para
defenderse 
de los prejuicios y amenazas de
ciertos grupos? 
Las críticas destructivas y sus
ataques tienen 
que haber resultado una presión
insostenible 
para Sívori. Mucho dependen, por
desgracia, 
los artistas plásticos de sus patrones…
Sívori, el artista, amaba, como Zola,
perderse 
en los bajos fondos para observar la
vida cautiva 
y miserable de los más pobres. Vio
desfilar ante él 
a las obreras, las sirvientas, las
prostitutas, 
las madres solteras…seres marginales,
sufrientes, 
castigados…Una de esas mujeres, creo,
aceptó 
posar como su modelo. Había
reconocido en ella 
el espíritu, que necesita el artista para
llegar 
al alma dolida y buena, tierna y
necesitada
de su personaje…La desnudó por fuera 
y por dentro, y esa mujer fue toda
las mujeres, 
y su imagen fue símbolo de los
crímenes 
de una sociedad contra sus hijas
indefensas…
Su cuadro recibió en Francia críticas
negativas… 
No podía ser de otra manera. La
oligarquía 
francesa no es mejor que la nuestra.
Hermanos 
en la explotación y el desprecio a su
gente. 
La pintura de Sívori muestra a una
joven mujer, 
sin ropas, en su cuarto. Está sentada
sobre 
su cama deshecha…Sus formas son
abundantes, 
sus pechos grandes y generosos. Sus
pies 
están deformados, son feos. Mira
hacia abajo, 
con tristeza. Tenemos la sensación de
que algo
la avergüenza. Va a vestirse. Junto a
la cama 
observamos una mesa de luz, con una
vela. 
Medio rostro queda oculto en la
penumbra. 
Malosetti argumenta, en su
documentado artículo, 
que en la foto de la obra, tomada en
París 
durante la exhibición de 1887, no
aparecía 
en la mesa de noche el candelabro que
vemos hoy. 
En su lugar había una jarra grande y
una palangana… 
En la parte derecha del cuadro, sobre
la pared, 
en un área ahora oscurecida e
invisible, había Sívori 
pintado un estante que contenía
« potes y artículos 
de tocador ». Es evidente que la
obra original 
no era el retrato de una sirvienta,
como declara, 
engañosamente, su título contemporáneo,
sino 
el de una prostituta, o, quizá, como
es común 
en Buenos Aires, el de una sirvienta prostituida,
para entretenimiento del gorilaje
cipayo. 
Los que visitaron la exposición,
escandalizados 
por el tema, que unía la sexualidad
con 
la explotación y la pobreza, lo
criticaron: 
la hipócrita burguesía francesa
se sintió descubierta en sus oscuras
prácticas 
« higiénicas ». Censurado
el tema, Sívori 
comprendió que recibiría la misma crítica
en Buenos Aires. Se vio ante un difícil
dilema. 
Enfrentarse a los arrogantes y
poderosos 
patrones del arte y defender su
libertad 
de autor, o ceder antes las
presiones…
Terminó sacrificando,
lamentablemente, 
su independencia de artista y lo
transformó 
en un cuadro pío: el de una triste sirvienta
que despierta en su lecho, temprano 
por la mañana... Han quedado,
felizmente 
para nosotros, evidencias de la
intención 
original del pintor registradas en la
escena. 
Habría de reivindicarse de esa
situación 
humillante, con el cuadro que presentó
en el Salón de París al año
siguiente, 
« La mort d´ un paysan »,
« La muerte 
del campesino », que hoy
albergamos felizmente 
en La Boca, la casa del pueblo
trabajador, 
gracias a la generosidad y altruismo
de ese 
gran pionero del arte social que fue
Don Benito 
Quinquela Martín, quien lo compró 
con su propio dinero para su museo. 
En esa obra pudo expresar Eduardo
Sívori 
su sincero amor por los pobres y
marginados, 
y denunciar ante la sociedad 
la desprotección de los humildes… 
La escena central de «El amanecer de
la sirvienta» 
tiene lugar en el triste momento de
la noche 
en que las muchachas pobres ejercen
el oficio, 
y venden a los hombres pudientes la
flor deseada 
de su sexo. Tal como sucede hoy en
los appart hotel 
de Recoleta, barrio selecto, donde
los traficantes 
de putas ofrecen su mercancía más
fina. La actitud 
depresiva del personaje denunciaba la
humillación 
y el mal trato del que son víctimas
las muchachas 
prostituidas. A la oligarquía le
gustaba ocultar
la « ropa sucia ». Expertos
son en el oficio indigno 
de maquillar, con mala fe, sus
atropellos 
y justificarlos como parte de sus
« sanas 
costumbres », encubriendo sus
delitos 
tras los relatos engañosos de sus
crónicas sociales. 
Conmovido quedé por el cuadro de
Sívori, 
nuestro primer gran pintor
naturalista, 
que no realista, como afirma mucha
crítica 
tibia y reaccionaria. Siguiendo a su
maestro 
Zola, buscaba decirnos algo 
sobre la desprotección de las
mujeres. Aún 
en su versión de hoy, modificada y
corregida, 
víctima de la censura de los sabuesos
del sistema, 
sentimos la fuerza de su mirada
cristiana 
y compasiva. Sívori fue un artista
comprometido 
con su tiempo, al que la oligarquía
del Ochenta 
le torció la mano para justificar su
liberalismo 
adocenado. Admiraban a las élites
francesas 
y su visión
racista de la « civilización », 
tan en boga entre nosotros.
tan en boga entre nosotros.
En el salón de París de 1887 
los burgueses reaccionarios eran
mayoría. 
Sívori regresó de Francia y su cuadro
causó 
asombro y generó polémica en Buenos
Aires. 
Allí está hoy su testimonio en el
corazón 
de Recoleta. El pintor, resignado, 
había modificado la temática de su
obra. 
A pesar de las alteraciones, el
retrato 
de la joven mujer había mantenido 
la fuerza expresiva de su estilo
renovador. 
Cuando el arte es auténtico, su
espíritu vive; 
un aura inmaterial lo envuelve; nace
de él 
una conciencia nueva (¡cómo duele 
la realidad « natural »,
triste y desoladora, 
de la selva darwiniana!). 
La 
sociedad carnívora sigue acosando 
a los mismos sujetos: los más
frágiles, los más 
tiernos, los más débiles y sensibles.
Los artistas, 
intimidados, disfrazan sus
sentimientos 
para no ser perseguidos por los
perros 
del estado policial. Ellos no dejan
hablar. 
Silencian. Espían, censuran y
reprimen. 
El pensamiento no se expresa
libremente 
en un país donde castigan 
y mienten al pueblo. Pobreza cero. 
Saqué una foto del cuadro con mi
teléfono 
y me fui del museo. Llevaba conmigo 
el testimonio de una sociedad
tramposa
e infame. Había que reescribir la
historia. 
Los políticos de la Generación del
Ochenta 
se jactaban de ser miembros de una
élite 
progresista y liberal: mentira, fue
una 
generación cipaya, oportunista,
vendida, 
corrupta, ladrona. Sívori era mejor 
que muchos de sus contemporáneos:
que muchos de sus contemporáneos:
no se dejó comprar por el canto del
cisne 
simbolista. Prefirió aprender de
Zola, 
descubrir el París marginal de los
humildes, 
codearse con sus hermanos
anarquistas. 
Por eso lo censuraron. 
La tarde estaba hermosa. Crucé a
Plaza Francia. 
Ascendí la barranca hasta llegar a la
entrada 
del Cementerio, donde descansan
grandes héroes 
nacionales, como el Almirante Brown, nuestro
irlandés de hierro,  y Facundo Quiroga (enterrado 
de pie, listo a desenvainar la espada
para defender 
a su país), junto a muchos
reaccionarios 
vendepatrias (Sarmiento incluido) y a
figuras 
políticas luminosas, como la inmortal
Evita. 
También está allí su detractor, el
General Aramburu, 
que secuestró y mancilló su figura
querida y pagó 
con su vida la afrenta hecha al
pueblo peronista
(¿podemos, mágicamente, robar un
cuerpo 
para hacer desaparecer su espíritu?
¡Ah, la ingenua maldad de los
gorilas!).
Seguí mi camino. Atravesé la plaza y
arribé 
a La Biela, uno de los cafés
históricos más lindos 
de Buenos Aires. Me tenté y entré a
tomar algo. 
En el amplio salón vi, sentadas,
junto a una mesa, 
las esculturas de Bioy Casares y
Borges, antiguos 
clientes. ¿Qué hacían allí? Es cierto
que Bioy 
era hijo de una familia de oligarcas,
y vivió 
en el barrio, siempre de rentas, sin
trabajar. 
Así disfrutan de sus privilegios los
descendientes 
de nuestra oligarquía vacuna, que
desheredó 
a los herederos nativos de su tierra,
¡pero Borges, el escritor más
destacado 
de nuestra literatura nacional, allí,
en Recoleta, 
en medio del chetaje conservador de
viejos 
Generales retirados y gerentes de
empresas 
quebradas por sus dueños! Me pareció
injusto…
Me dije que el gran viejo ciego no
les pertenecía…
No quiso ser enterrado en su
cementerio, 
se fue a morir a Suiza, el país que
lo acogió 
con amor en su adolescencia. Sin
embargo…
es cierto que aceptó dádivas de
Aramburu, 
el tirano golpista que enlutó nuestra
Patria, 
proscribió de las urnas a los
trabajadores y pisoteó 
la Constitución a gusto. Hizo nombrar
a Borges 
Director de la Biblioteca Nacional y
profesor 
de Literatura Inglesa en la UBA,
títulos 
que merecía, pero… ¿aceptarlos
de manos 
de un represor y genocida, asesino 
de los obreros de José León Suárez, 
sin decir una palabra? Viejo
reaccionario… 
quizá esté bien en La Biela… El
pueblo, 
sin embargo, es el verdadero dueño 
y heredero de sus lúcidas historias 
y de sus versos. Ya ni al mismo
Borges 
le pertenecen. Los artistas se deben
a su gente. 
La literatura y el mito viven en el
pueblo. 
El arte, como el agua, se decanta
hacia abajo. 
Frente a mí, sentado en una mesa,
reconocí 
a Juan José Sebrelli, ya muy viejito.
Iba siempre a ese café, me habían dicho.
El talentoso autor de Buenos Aires, vida 
cotidiana y alienación, antiguo sartreano, 
es hoy escritor pesimista y
claudicante, 
al servicio de aquellos que saben 
cómo premiar a sus sirvientes
letrados 
(no debe el escritor dejar que le
pongan 
precio a su pluma; que nos guíe el
amor 
a nuestro destino, y no la vanidad
del aplauso). 
Y ahí estaba yo, testigo de las dos
Argentinas 
enfrentadas, que luchan 
por apropiarse de la común memoria. 
Está bien, me dije, que Recoleta
albergue 
en su seno, barrio de falsarios, avergonzados
de nuestra identidad, la pintura
adulterada 
de la pobre prostituta explotada,
transformada 
en sirvienta de ellos, siempre de
ellos. Así 
muestran el desprecio por el trabajo
humano, 
la arrogancia de su cuna reaccionaria.
Y que La Boca, el antiguo amparo de
inmigrantes, 
el señero abrigo de conventillos de
chapa, guarde 
y honre, en la casa de su hijo más
dilecto, 
la pintura del trabajador, campesino
o marino, 
abandonado en su lecho de muerte…
La herencia espiritual de la cultura
estaba en juego, 
y yo había ido a proteger lo que era
mío. Que no enloden 
la memoria de dolor y verdad de la
gente 
que valoraba y defendía eso que
somos. 
Que no alteren y deformen 
nuestra historia con sus mentiras. 
El arte, como la religión, llega, con
su canto 
de cisne, por igual, a explotadores y
explotados. 
Cajita de resonancia de todas las
promesas, 
es elevado altar de sueños patrios.
En un mundo 
sin profetas ni redentores, debe cada
uno 
velar por los que ama: que se levante
el pueblo 
y dé su vivo testimonio contra la
apostasía 
y el cinismo de los poderosos. 
Salí de La Biela y fui a la Avenida a
tomar otra vez el 130. 
Quería defenderme de tanta
decadencia. La seda 
olía mal en Recoleta. Volví a La
Boca, mi barrio pobre, 
donde los compañeros respiran a sus
anchas. 
No sólo de pan vive el hombre. La
nación es fuerte 
en su Bombonera. Aquí me regalo con
la generosidad 
de los míos, y puedo escuchar los
tangos de Filiberto, 
reconocerme en los murales de
Quinquela, y unir 
mi voz a las de los poetas amigos en
FM Riachuelo. 
Me despido entonces de Laura
Malosetti, 
que nos ayudó con sus sospechas a
despejar 
este misterio. Eduardo Sívori retrató
la miseria,
que había descripto Emile Zola. No le
fue suficiente 
la realidad del Realismo: avanzó más
allá, buscó 
en la experiencia humana una verdad
profunda. 
Nos mostró el alma del pobre con su
dolor, 
por dentro. Se vio reflejado en la
desventura 
del otro, como en un espejo. El fue,
en su corazón 
de pintor y poeta, la prostituta
despreciada; 
él, la sirvienta. Eduardo Sívori, el
Naturalista, 
es artista nuestro. 
Pobre muchacha cama adentro,
trabajadora 
humillada… Esclavizada a tu lecho,
carne fuiste 
de suburbio, mancillada. Zola, en sus
novelas, 
se acercó a vos con compasión de
hermano. 
Sívori, enamorado de tu cuerpo, te
acarició 
con su pincel. En mi poema, te
imagino, diosa 
de hospital, hermana de Baudelaire. Ahora,
en Buenos Aires, eres nuestra, 
guardamos tu exquisita carne en el
artístico 
retrato y con vos comulgamos en la
misa 
de los desamparados. Le lever de la
prostituée. 
Le lever de la bonne. Paris y
nosotros. 
Anarquismo y socialismo. Revolución y
libertad. 
Quedaste como prenda de nuestros
comunes 
destinos. Mi mirada descubre y decora
con pasión tu humildad. Que este
poema 
te devuelva a tu verdadera historia 
y te haga justicia. 
                                     MURALES
Sábado a la noche, cumbia
El sábado a la noche, ya muy tarde,
a la hora en que salen en Buenos
Aires 
los espíritus inquietos, 
fuimos con mi amigo Pancho 
al bailable de Constitución 
Radio Studio, el Gran Gigante, 
uno de los clubes de música tropical 
más afamados de la ciudad. 
Allí se pueden escuchar 
a las grandes estrellas de la cumbia,
a los reyes de la música grupera,
y hasta deleitarse con las
selecciones afrodisíacas
del DJ y gran gurú Machu-K,
considerado el mejor
por la muchedumbre que llena la enorme
bailanta
los fines de semana. Pancho me había
avisado
que esa noche cantaba la Princesita
Karina,
una de mis artistas favoritas, por la
dulzura de su voz 
y su carisma, y no podía perdérmela.
Subimos a un colectivo en Caminito. 
Atrás quedaron las flores del
Riachuelo. 
Atravesamos la Avenida Brown en La
Boca; 
nos internamos en San Telmo y, al
llegar a Brasil 
y Bernardo de Irigoyen, descendimos. 
Era la entrada simbólica a
Constitución, el barrio 
así llamado en homenaje a nuestra
Carta Magna. 
Invocamos a la musa de Rodrigo, 
solicitando su autorización nochera, 
y nos pusimos a tararear “Amor de alquiler”, 
una de sus canciones más bellas: 
“Amor de alquiler/ que no me reprochas 
que tarde he llegado,/ amor de alquiler,/ 
tu nombre en mi piel lo llevo tatuado;/ 
amor de alquiler,/ no importa saber 
con quien has estado,/ 
amor de alquiler,/ quisiera poder 
morirme a tu lado!”
Pasamos por abajo de la opresiva
autopista 
elevada, sucia y gris arcada que afea
y denigra la antigua y libre traza urbana,
cicatriz de cemento que nos hizo
sentir
la decadencia del Sur abandonado.
Fue obra de destrucción de la piqueta
del Intendente militar de facto
Osvaldo Cacciatore,
de siniestro legado, durante los años
setenta.
(El Almirante tiene una importancia
simbólica
en nuestra crónica: delirante Militar
del Proceso,
enlutó a los argentinos con sus
crímenes.
Su acción militar más recordada
fue la masacre de Plaza de Mayo, en
1955,
cuando bombardeó  primero y luego ametralló
con su avión la Plaza y la Casa de Gobierno,
asesinando a 400 civiles indefensos.
En premio, la Junta Militar del
Proceso
lo designó, 21 años después,
Intendente en ejercicio
de Buenos Aires. La Autopista de
Cacciatore
hoy conecta a Constitución 
con el Campo de exterminio del
Olimpo, 
donde sus Comandantes amigos 
continuaron su obra. Al final del
Proceso
habían asesinado a 30.000 argentinos.
Después de pasar por el Olimpo 
la autopista se pierde en el vacío, 
en un gesto nihilista y suicida de
odio 
y de impotencia. Profundizó la grieta
y herida abierta, dolorosa, 
que separa a las dos Argentinas: 
la Argentina de la oligarquía y sus
aliados cómplices, 
nacionales e internacionales,
de la Argentina del pueblo de Perón y
Evita,
trabajador y obrero.)
Se extendía frente a nosotros 
la enorme Plaza de Constitución, 
la antigua Playa de las Carretas,
a cuyo mercado antaño llegaban los
frutos 
de la agreste y romántica pampa, 
junto a los acentos y cantos
de sus gauchos y troperos. 
Atravesamos la Estación de Trenes, 
ampliada casa de la vieja Estación
del Sud,
exquisita joya de la arquitectura
pública 
de estilo francés, diseñada,
paradójicamente, 
por un arquitecto inglés 
y otro norteamericano (entre ellos se
entienden), 
a fines del siglo XIX.
Nos internamos, dichosos, sintiendo
ya 
la pasión del malevaje, por las
calles vecinas, 
con sus coloridos negocios de ropa
barata, 
sus piringundines al 2 x 1
y sus torvas pizerías, frecuentadas 
por la gente menuda, que busca algo
lindo 
y barato que ponerse, y por las putas
y travestis que, mientras se prueban 
la ropa de moda,
o comen una porción con doble
musarela,
ofrecen sus servicios.
Dejamos atrás esas calles. Nos
dispusimos 
a entrar de una vez por todas
en un terreno más espiritual y firme:
el de la caliente ternura y el
perfume animal 
de la noche del sábado.
Nos dirigimos al baile. Pronto
sentiríamos 
la esencia de las lindas chirusas 
bañadas en colonia 
y el aura de los varones que
exhalaban 
su fragancia de hormonas.
Llegamos a la magia de Radio Studio, 
el gran salón de música tropical, 
en la esquina de Salta y O´Brien,
que nos recibió con su fachada 
de luces fluorescentes, que
reproducen, 
en múltiples y llamativos colores,
las líneas estilizadas del Partenón
griego. 
Entramos al local, repleto, a esa
hora, 
de bellas chicas engalanadas,
que exhibían sus pechos jóvenes y
generosos
por los amplios escotes de sus
vestidos 
de tela satinada y brillante. Subidas
a sus altísimos tacones, como para
espiar 
por la ventana del mundo, felices,
rientes, 
pícaras, miraban, curiosas, de reojo,
a los muchachos vecinos, y, cuando se
descuidaban,
bajaban la vista, inadvertidas, para
auscultar
el bulto de sus entrepiernas. Estos, 
listos para lo que sea,
estaban dispuestos siempre a abrirles
bien 
el bolsillo, y comprarles muchas
cervezas rubias
a cambio de un simple beso.
Era la primera vez que yo venía 
a esta popular bailanta,
con la intención confesa 
de escribir un poema o pintar un
fresco. 
No podía ser que me perdiera la noche
de esta encendida barriada 
por estar entrometiéndome, indebidamente,
en mis traviesas incursiones
nocturnas,
en las discotecas de los acomplejados
snobs 
del mediopelo porteño, que celebran 
a sus artistas de rock neobarroso,
imitadores envidiosos y serviles 
del talento extranjero,
y tienen a menos el arte de su pueblo.
Los pobres de las bailantas de
Constitución 
son buenos de corazón, hijos 
de esa tutora severa, la miseria, 
compañera egoísta, tantas veces 
madrastra de los poetas.
Para mi amigo Pancho, paraguayo, de
Caacupé, 
la patria de la virgen, yo era un blanquito
curioso, 
aficionado, que metía la nariz en
todos lados, 
pero me perdonaba, porque le gustaba
mi poesía 
melodramática y sabía que de esta
visita 
saldría un poema popular y cumbiero,
del que estaría orgullosa toda La
Boca, 
nuestro barrio. Llevaría las luces de
Constitución 
a la Ribera, y le devolvería al
pueblo 
lo que es del pueblo, dándoles por el
culo a los ricos 
y a la ridícula oligarquía de opereta
que nos gobierna. Me hizo prometer 
por el Gauchito Gil, nuestro santo, 
que lo incluiría en el poema. Por
supuesto
que lo haré, y aquí cumplo. Pancho 
es un buen amigo y me está enseñando 
a hablar en Guaraní, un antiguo deseo
mío, 
que nací en Rosario, en el pecho del
gran Río,
por el que desciende, con el rumor de
sus aguas,
la melopea autóctona de esa lengua
sincopada.
Ya había aprendido que Dios se dice
« Tupá »,
sol « Kuaray », amor
« ayhn », y yo soy « Ché ha´e ».
Estaba memorizando además la preciosa
canción
« Paloma blanca » (ya sabía
la primera estrofa)
del gran compositor paraguayo Neneco
Norton, 
que dice : « Amanóta de
quebranto/ guayrami 
jaula pe guáicha/ porque ndarakói
consuelo/
 mi linda paloma blanca”.
Vimos un lugarcito libre a un lado de
la barra,
lugar preferido de los tímidos, 
cerca de donde hacían cola las chicas
buscando su cerveza o su fernet con
coca,
y hacia allí fuimos. Pasamos la
región 
de los acaramelados galanes, que
ofrecían 
en esos momentos a sus enamoradas
el corazón en llamas. La cumbia
sonaba, 
heterodoxa pero sincera. El DJ 
combinaba ritmos villeros con música
cuartetera, en un contrapunto movido,
y en la pista bailaban las parejas, 
sacudiendo el cansancio acumulado en
la semana.
Me sentía más contento que gaucho 
en el gallinero del Colón, viendo el Fausto 
de Gounod, o que pituco porteño
yendo a curiosear donde no le
corresponde
(¡ah, la curiosidad, madre de todos
los vicios !).
Así, aprendiendo, aprendiendo, 
los argentinos llegamos lejos 
y somos un pueblo, aunque pobre,
feliz.
El lugar se había llenado 
y estaban las humanidades aliento con
aliento, 
casi nos besábamos de tan cerca.
Al DJ Machu-K le siguió el Grupo
Furia, 
de Berazategui, y un conjunto de
chicha andina, 
Markahuasi, llegado directamente del
Perú, 
para los jóvenes de todas las
naciones
hermanas que danzaban codo con codo. 
Se había armado bien el baile, como
se dice. 
La Princesita Karina, sol nocturno,
diosa de caderas sensuales, iba a
entrar más tarde,
como a las dos de la mañana, 
porque ninguna fiesta bailantera
amaina antes de las cuatro, 
y la música sigue en la pista
hasta las cinco. Después de esa hora 
empieza a llegar la gente que
amanece, 
los ebrios de crack y marihuana,
que se tienden en sus sillones 
para dormir su cumbia.
Radio Studio está siempre abierto, 
las 24 horas, para los nostálgicos, 
los desesperados y los que se
refugian
en la noche de Constitución 
con el diablo en el cuerpo.
Antes del show de la Princesita, 
y para que entráramos en calor, 
presentaron un show de danza. 
Apareció en el escenario una chica
preciosa, 
en bikini. Tenía unas tetas
increíbles. 
Sonó la música envolvente 
y un spot de luz cálida la
enfocó.  
Se trepó a un caño, colocado
en el centro de la escena, 
como una serpiente lúbrica.
Se pasaba la lengua por los labios, 
provocando a los mirones excitados. 
Muchas parejitas que estaban en la
pista 
se acercaron a mirar. 
Las muchachitas se apretaban a los
chicos, 
a ver qué les tocaba a ellas. Los
donjuanes
acariciaban a sus hembritas,  
mientras se relamían de goce
con la diosa del caño, 
que había estudiado 
en una academia del rubro 
y tenía un cuerpo de gimnasta
profesional.
Sus formas contorneadas 
eran una versión perfecta de Venus,
acompañada de leopardos agazapados y
todo, 
y seguida a su partida por una fuga
de palomas. 
Luego vino el número de la jaula: 
se introdujo en ella una muchacha 
y la elevaron sobre la escena. 
Al ritmo de una cumbia lenta,
moviéndose
sensualmente,  se fue quitando las ropas 
hasta dejar su jugoso cuerpo al
desnudo. 
La siguió un strip-tease
masculino :
un pato vica se fue desnudando 
ante el griterío poco recatado
de la asistencia femenina. Ya estaban
todos mojaditos con semejante
espectáculo, 
calientes a más no poder,
y allí arrancó el perreo. El DJ 
puso cumbia dura y regatón villero. 
Los muchachos, en la pista de baile, 
se les acomodaban a las chicas entre
las piernas 
y les daban hacia atrás y adelante,
con una furia sexual encadenada 
a la situación febril. Las chicas se
venían 
con los ojitos cerrados como si nada,
todos de acuerdo en pasarla lo mejor
posible, 
en gozar, el sábado a la noche.
Necesitaban descargar la angustia 
acumulada en la semana.
Era un baile liberador, salvador. 
Entre tragos y mamadas,
chupaditas y deditos en la raja, 
sentían que les regresaba
el alma al cuerpo. Esa era vida, 
tiene derecho a divertirse el pueblo,
a cada uno lo suyo. Después, ya  preparada
y más calma la platea, llegó Karina, 
la Princesita, la rubia diosa
bailantera. 
Para entonces, ya todos se habían
venido,
y abrazadito cada uno a lo que le
corresponde, 
se dispusieron a escuchar sus
canciones románticas 
y corear felices los estribillos.
Trajo en su cuerpo y en su baile 
toda la felicidad que esperábamos.
Vestida de falda negra ajustada y
camisa roja, 
contorneaba sus caderas dulcemente 
mientras desgranaba sus canciones,
acompañada por la sabia música de su
banda.
Atacó, entre otros bellos temas,
« Miénteme », 
« Te llevo conmigo »,
« Procuro olvidarte ». 
La multitud de fans explotó 
cuando empezó a cantar « Corazón
mentiroso » : 
« Mentiroso, corazón mentiroso,/
no tienes perdón, estás muy loco,/ 
mentiroso, corazón mentiroso,/
te vas a arrepentir cuando esté con
otro. » 
Todos tarareábamos y cantábamos 
y levantábamos los brazos, 
¡manos arriba, manos arriba!, 
para seguir el compás de la música, 
como en un gran himno telúrico
de sábado a la noche, 
en este club de Constitución, Radio
Studio,
bien llamado el Gigante, muy cerca 
de la Estación de los Trenes del Sur,
de donde parten las almas perdidas 
que van del calor al frío.
Mi canción favorita, ya para el
recuerdo, 
fue “Procuro olvidarte”,
del gran compositor Manuel Alejandro,
en la versión dulce y acompasada, 
de arrastre cumbiero, de Karina. Lo
orgulloso
que estaría el Kun Agüero, su novio, 
el gran jugador de fútbol del
Manchester City, 
si pudiera verla esta noche, tan
dueña de sí,
en el escenario, regalando gracia y
talento. 
Pero no pudo venir, tenía partido 
en la anciana Inglaterra, nuestra
antigua abuela
imperial, tan lejos del mundo de la
pobreza porteña. 
“Procuro olvidarte,/ siguiendo la
ruta 
de un pájaro herido”, cantaba Karina,
“procuro alejarme,/ de aquellos
lugares 
donde nos quisimos/ me enredo en
amores/ 
sin ganas ni fuerzas por ver si te
olvido/
y llega la noche 
y de nuevo comprendo que te
necesito.”
El desconsuelo del magno Alejandro
nos envolvió
y nos dejamos acariciar 
por la suavidad de su lirismo,
transformado en lento fuego 
en este barrio popular de Buenos
Aires. 
Aquí, toda la Latinoamérica que sufre
y trabaja, 
canta. Mastica el rencor y el
resentimiento 
acumulado durante la semana
al ritmo liberador de la música
nuestra: 
cumbia negra, cumbia colombiana y
argentina, 
cumbia proletaria, cumbia del pueblo,
y se limpia de la música falsa y
efervescente 
de la otra Argentina: el rock servil
de importación 
de las clases medias racistas y
alcahuetas.
¡Qué rápido pasaba el tiempo! 
¡Ojalá corriera así durante la
semana, 
cuando los pobres trabajamos por
monedas,
para abonar las cuentas de los ricos 
con nuestra subestimada sangre
proletaria! 
Durante la semana el tiempo no pasa
nunca.
El fin de semana parece que no viene,
pero finalmente un día, gracias a
dios, 
llega el sábado a la noche, y se
puede ir al baile
y ser libre por un rato. Guardamos
luego 
la llamita de ese instante de goce 
como un tesoro preciado, viviente, en
el corazón.
Así nos divertimos los hijos de esta
otra Argentina, 
despreciada por los ricos: los
excluidos, 
los negros de mierda, los grasas, los
cabecitas. 
Somos los bárbaros de Perón, los
bárbaros de Rosas.
Así nos llaman esos civilizados 
que trabajan al servicio del
Pentágono 
y las multinacionales, esos que
venden al país
por cuatro pesos, y se llenan la boca
hablando en inglés
para sus amos. Libres somos nosotros 
de defender la patria,
ante esos cipayos que nos ponen
precio, 
como a viles esclavos.
El show de Karina en el Gran Gigante 
de Constitución ya terminaba. 
Se habían hecho las cuatro de la
mañana,
y empezamos a despedirnos, abrazarnos
y llevar nuestras preciosas
conquistas, 
botín de seductor, con visto bueno
y consentimiento de la hembra, hacia
la salida.
Yo también bailé esa noche 
con una morochita de Villa Soldati 
que daba gusto, tanta bondad y formas
generosas,
y hasta me tomé mis cervezas. 
Así que lo que escribo
está salpicado del gusto de los besos
y de la alegría
de la cumbia villera. ¿Me escuchás
lector amigo?
Te hablo desde yo no sé donde. El
mensaje es la vida.
Confluyen en él las voces de
conversaciones cercanas
y metáforas fraternas de versos
consentidos.
Lo que entiendo y lo que no entiendo
del mundo
que nos rodea. Un día hablaremos con
dios 
y no sabemos qué va a decirnos. 
Constitución Nacional es nuestra
carta de identidad, 
el barrio en que se unen los pobres
argentinos 
a los pobres de todas las naciones.
Hasta aquí
han venido muchos de la mano de
Nanderuguasú,
el gran padre, y hasta aquí abrazados
llegaron 
los hermanos andinos del Khunuqullu y
el Anti. 
Bienvenidos sean.
A la salida del baile nos esperaban, 
con sus manjares listos, 
los vendedores de chipá y sopa
paraguaya, 
anticucho paceño y caldo fuerte de
ají 
para quitarse la borrachera,
y allí estaba también el vendedor
criollo 
de nuestros choripanes, asaditos al
carbón. 
Salían los jóvenes del baile
hartos de cerveza a comerse un chori,
o pedían un anticucho de corazón, 
o un chipá guazú para llenarse la
panza,
y se iban después mansitos a mear en
la calle
junto a los contenedores de basura.
Empezaron a llegar los muchachos 
que venían de las bailantas cercanas,
« Mbareté Bronco » y
« Mburukujá »,
allí estábamos los argentinos pobres 
junto a los pobres peruanos y
paraguayos, 
y a los bolivianos pobres de Buenos
Aires.
Nos acompañaba la preciada y sentida
concurrencia
de chicas bailanteras, con sus coloridas
faldas cortas
y remeras escotadas, dispuestas a ir
a casa, 
solas o acompañadas.
Los trabajadores somos solidarios, 
siempre nos hacemos un lugarcito 
para pasar la noche 
y amanecer en brazos del amor. 
Es que vivir así vale la pena.
Ya cumplida mi misión de curioso, 
me despedí de la fiesta. Mi morochita
se fue con su hermana a su casa
en Villa Soldati. A Pancho ya no lo
vi, 
estaría ocupado el muy seductor. 
Enfilé hacia la Ribera. De pronto
vinieron
a mi mente los versos de la cumbia 
del Potro Rodrigo,
« Cabecita », 
mechados de magnífica compasión, 
y me puse a cantar bajito, mientras
atravesaba
la avenida bajo la autopista nefasta 
del Almirante Cacciatore, a esa hora
tapizada 
de borrachos y vagabundos: 
« Ella se fue de su pueblo/ a
buscar trabajo, 
allá en la ciudad/
ahora está lejos de casa,/dejó las
muñecas,/
llora su mamá./ 
Y en esta jungla de cemento/
que a ella la trajo a buscar trabajo/
esa muchacha por horas/
hoy es la gran cita/ de otro
cabecita.”
Se me hicieron presentes 
muchos momentos espectaculares del
baile 
- las luces, el erotismo, el goce de
la gente – 
y en mi mente, mientras caminaba 
por Brasil hacia La Boca,
fui imaginando como sería este
poema-ómnibus, 
qué diría en él, a quién le rendiría
homenaje. 
Somos una comunidad viva, un sujeto
plural. 
Este es el poema donde la Argentina
de barro 
enseña su vulnerada humanidad 
y la fuerza de su amor.
Del otro lado, tras un invisible y
reconocido 
muro simbólico, está la otra
Argentina, 
la de los ricos grotescos, gorilas
imitadores
de los rapaces explotadores asesinos 
que han saqueado al mundo.
Llegué a Parque Lezama, frontera sur
de San Telmo, 
antigua atalaya contra invasores y
filibusteros, 
que preside, desde su alta barranca, 
las tierras bajas de la República de
La Boca,
donde habita mi gente, 
y observé con deleite el viboreo
descendente 
de la avenida Brown, que bordea la
Casa histórica 
del heroico irlandés, y las luces
azules y amarillas
de la Cancha de Boca, 
que brillaban a lo lejos,
siemprevivas.
Allí me quedé un rato, 
hasta que empezó a amanecer
y me sentí feliz. Agradecí a Dios 
el haber nacido poeta artífice, 
heredero privilegiado del alma 
de la lengua, y le pedí 
que me diera inspiración
para retratar con justicia 
el alma generosa de mi pueblo.
Quiero unir en mi crónica la poesía, 
con la historia de mi gente
y sus luchas políticas, 
el canto cumbiero de los pobres de
hoy
con el alma rimada que heredamos 
de los gauchos de la tierra.
Podemos así fundar la nueva
Argentina, 
contra el racismo de las clases
medias, 
contra el elitismo de los
privilegiados,
contra la explotación despiadada de
los ricos, 
contra el materialismo sin espíritu
de nuestro tiempo. 
La Argentina fraterna de los gauchos
de corazón 
y de las masas libres, manumisas, del
mañana.
Túva-ysyry, Taita-ysyry, 
padre río, padre de las aguas,
escucha nuestros sentidos ruegos 
desde el alma del Riachuelo que
canta, 
desde nuestro barrio obrero
que con su poesía resiste 
en el Estuario del Plata;
Jesús nuestro, hijo de Dios, 
con el corazón te llamamos,
pecadores; 
somos tus ichtus, tus peces, danos la
paz,
y perdona nuestras deudas como
nosotros
perdonamos a nuestros deudores.
            El partido del domingo
En mi país, los fines de semana,
hombres y mujeres, jóvenes y viejos,
amantes del azar, puesta la fe en el
juego, 
unidos nos congregamos ante el
televisor,
privilegiado escenario de ilusiones y
miedos,
a mirar nuestro programa favorito: 
“Fútbol para todos”. 
Sin ser el más fanático de los
hinchas, 
o el más fervoroso de los creyentes, 
reconozco que este deporte inspirado,
lucha ferviente de pasiones para
muchos, 
fiesta de colores y banderas para
otros,
ha sabido conquistar el corazón del
pueblo.
La semana pasada nos juntamos en la
Ribera, 
cerca de Caminito, en casa de un
amigo,
para mirar el partido de
Independiente 
y Boca, ilustres clubes, rivales
clásicos 
del sur bonaerense. Éramos un grupo
fraterno 
de diestros escribas, esforzados
poetas, 
amantes de la expresión cuidada, la
imagen 
artesanal y los tonos prosaicos de la
lengua. 
Mientras esperábamos que comenzara 
el partido, hablábamos del fútbol de
hoy 
y de su estrella, astro brillante, 
y de nuestro mundo, intenso y soñado,
la poesía. 
Este domingo nos había traído Baco un
rico tesoro
y amenizábamos nuestra charla con
copas 
de vino tinto. Pusimos a calentar en
el horno 
las empanadas salteñas, dulces y
jugosas. 
Era un ágape perfecto. Nos sentíamos
felices
como poetas griegos en vísperas de
una gran 
carrera. Tal vez más tarde, imitando
a Píndaro, 
uno de nosotros compondría una
ingeniosa oda 
a nuestro equipo favorito. 
Los arduos rivales salieron a la
cancha.
Sonó el silbato y comenzó el partido.
Los jugadores de Boca se pasaban,
precisos, 
la pelota y corrían, azules y
veloces, por el 
campo verde. Los de Independiente,
encendidos, 
los contenían, y valientes,
contraatacaban. 
Parecían figuritas de colores sobre
un tablero 
encantado, animando una contienda 
de blasones enemigos. Ágiles, 
se desplegaban por el terreno de
juego 
como en la coreografía de una danza. 
Los equipos mostraban su fuerza y su
garra. 
Aquí, en Argentina, jugamos al
pelotazo. 
El fútbol nuestro es un arte barroca.
Somos el potrero del mundo.
El estilo criollo se expresa en el
amague 
y la gambeta, el tiro en profundidad 
y el pase sesgado, la corrida
espectacular 
y la rodada dramática.
Dije a mis amigos que los poetas 
en ciertas cosas nos semejábamos a
esos 
eximios atletas, combatientes también
nosotros 
en la pugna entre el ego y el mundo, 
la realidad y los deseos. Sabíamos, 
como esos héroes, vivir con
intensidad 
nuestro arte, 
ser apasionados, darnos sin retaceos,
expresar con valentía los anhelos,
levantar 
un estandarte y defender nuestros
colores. 
Casi siempre nos identificábamos con
un “club” 
o con un grupo; creíamos, para bien o
para mal, 
en nuestras ideas, y exhibíamos el
dolor 
y la felicidad en nuestros versos. 
Yo quería escribir, les dije, una
poesía arriesgada, 
sincera; me horrorizaba la poesía
domesticada, 
segura, impersonal, que cultivaban
muchos poetas 
para deleitar a los puristas. Buscaba
crear
una metáfora inteligente,
comprometida,
llena de fuerza plástica, como la
gambeta,
que me condujera en su desplazamiento
irresistible al gol. 
Les conté el sueño que había tenido 
la noche anterior. Carlitos Tévez, 
el gran delantero de Boca, jugaba,
adolescente, 
vestido de blanco, un partido de
fútbol 
en el potrero de Fuerte Apache. 
Pasaba el tiempo y su equipo no
lograba 
ganar. Bajó del cielo una paloma
nívea 
envuelta en luz dorada y se detuvo, 
aleteando, sobre el campo de juego. 
Traía un laurel verde en su pico. 
Los muchachos, fascinados,
interrumpieron 
el partido. El Apache sintió que el
ave lo llamaba. 
Una fuerza desconocida lo elevó. La
paloma 
comenzó a volar por encima de las
torres 
hacinadas de nuestra villa miseria de
altura. 
Carlitos la siguió por el cielo como
si nada. 
El público del barrio, sorprendido,
le pedía 
que bajara, pero él no escuchaba
bien. 
Les hacía señas de que gritaran más
fuerte. 
La paloma fue hacia él y lo envolvió 
en su luz. Tévez, iluminado,
descendió 
al terreno de juego. Llevaba una
ramita 
de laurel en su mano. El Apache
corrió 
con la pelota, pateó con fuerza e
hizo 
el gol de oro. El balón entró,
fosforescente, 
en el arco contrario. Me pareció que
ese sueño 
era un signo divino premonitorio. El
dios 
del fútbol trataba de decirnos algo 
a nosotros, sus creyentes.
En la poesía, como en el juego,
aseguró 
convencido alguien, los milagros
cuentan. 
El nuestro, queridos poetas, es el
partido 
del espíritu, argumentó otro. Es por
eso 
que hace falta el ritual, intervine
yo: 
los oráculos, los rezos, el asado, 
y cada tanto un picadito entre
amigos.
Terminó el primer tiempo. El partido 
iba O a O. Había llegado la hora de
comer 
las jugosas empanadas. Las sacamos
del horno, 
calentitas. Fraternos, nos las
repartimos. 
Las empanadas de carne son el
alimento 
consagrado de nuestra patria criolla.
Servimos vino tinto y levantamos las
copas. 
Brindamos – democráticamente – por 
el mejor equipo. Yo aproveché el
momento 
y pregunté a mis amigos: ¿Para Uds., 
quién es mejor poeta en el juego de
la poesía?
¿Darío o Martí?¿Neruda o Vallejo?
¿Cardenal 
o Paz? ¿A quién le asignan más puntos
en este campeonato?
(En Argentina la poesía es tan
esencial 
como el fútbol, y si no…
¡pregúntenles a los hinchas de Boca!)
Cada uno dio su respuesta. A mi turno
yo contesté: prefería Martí a Darío,
les dije, 
aunque era consciente que el vate
nicaragüense 
era nuestro poeta más completo; el
Apóstol 
de Cuba, sin embargo, era el soldado
de la poesía
y nos había enseñado a dar la vida
por nuestras ideas.
Prefería Vallejo a Neruda, porque el
cholo inmortal 
había escrito con su alma andina y
había puesto 
el corazón en el lenguaje balbuciente
de la tierra; 
Cardenal a Paz, por su compasión
cristiana, 
y su amor y lealtad a los oprimidos y
a los olvidados. 
Existe, a mi criterio, una poesía
histórica y una poesía 
nueva. Debe cada uno pensar para qué
equipo juega.  
¿Sos neobarroso o coloquial?
¿Exquisito o realista?
¿Burgués o maldito? ¿Colonizado o
Revolucionario?
Quisiéramos poder renovar con fervor
la poesía
y que el pueblo se reconozca,
generoso, 
en nuestros versos. 
La poesía es el ritual máximo de las
letras,
la escalera de oro que nos lleva al
cielo.
El premio: la vida eterna del poeta 
en el paraíso de los justos de
nuestra lengua.
Empezó el segundo tiempo. Volvimos al
partido. 
Había que desnudar la verdad y
demostrar 
al enemigo quién merecía estar más
cerca 
de dios y de sus ángeles en el
estadio estelar. 
La sed de gol los dominaba. Los
jugadores 
se esforzaban por controlar el área 
del equipo rival y gritar un tanto.
Perseguían, 
tenaces, al que tenía la pelota. Lo
trababan 
y rodaban con él por la verde grama. 
Veloces, se levantaban y seguían
corriendo. 
Lanzaban un córner. El balón trazaba 
en el aire una curva perfecta y
descendía 
frente al arco, tentador e inocente. 
Los jugadores, bailarines de pies
ligeros, 
con vehemencia se contorsionaban 
para dar el gran salto, cabecear y
vencer 
al portero. Lo intentaban una y otra
vez, 
sin resultado. El tiempo, moroso, 
transcurría, verdugo de las
esperanzas 
de la popular y la platea, y de las
ilusiones 
del público televidente.
Ya empezaban a sentir cansancio
nuestros 
gladiadores. Mostraban, ante el
rival, 
su impaciencia y nerviosismo. ¿Quién
ganaría 
la emblemática contienda de los
barrios porteños? 
¿Los rojos de Avellaneda o el equipo
de la Ribera? 
Finalmente, en el último minuto,
llegó el esperado 
gol de Tévez, Gloria de Fuerte
Apache, Heraldo 
de la Bombonera, y la mitad más uno
del país 
se puso de pie (¡pobre
Independiente!). 
El partido terminó como deseábamos, 
con el triunfo de Boca. 
¡Qué larga y tortuosa había sido la
espera! 
Emocionados, nos abrazamos los
poetas. 
Sentíamos la pasión y el amor de las
banderas. 
Éramos, también nosotros, parte de
esa hinchada 
que ovacionaba a Boca (en el barrio
los pasantes 
hacían sonar las bocinas de sus
autos, 
se escuchaban los vivas de los
vecinos 
que estaban en las calles).
El mundo del fútbol, fervor de
multitudes, 
dije a mis amigos, no estaba hecho de
palabras 
como la poesía, pero, igual que en
nuestros versos, 
abundaban en él los símbolos. Tenía
su gramática 
y sus reglas, sus expresivas gambetas
y sus circunloquios de potrero, sus
corridas 
líricas y rítmicas intensidades, 
sus estilizadas elipsis frente al
arco, 
sus jugadas preferidas y temas
favoritos, 
sus creencias, su historia, sus
héroes 
y sus mitos. Era un deporte que
admitía, 
como el arte verbal, 
lecturas e interpretaciones diversas.
Contentos y exaltados por el triunfo,
los poetas levantamos las copas y
brindamos 
por Boca Juniors y por César Vallejo.
Había concluido el ágape del domingo.
Dichosos, nos dispusimos a dejar 
el hogar amigo donde habíamos
compartido 
el calor del alimento, el fuego
patrio del vino 
y el alegórico culto del fútbol, y
nos despedimos, 
con abrazos y largos apretones de
mano. 
Se sucedieron las bromas y las
expresiones 
de deseo, y las burlas a nuestros
versos, pobres 
frente al universo repleto de
sentido. 
Fortalecido por la camaradería y la
poesía
(y por el triunfo, amigo de los rapsodas),
me alejé del barrio multicolor de
chapas 
del maestro Quinquela, el viejo
puerto, 
y por la Avenida Brown regresé 
a mi pobre pensión de San Telmo, 
en la antigua casa que fuera de Fray
Mocho, 
por encima del bar “La poesía”,
donde, día a día, monje azul y
artífice, 
esculpo y cincelo mis versos 
y elevo a la memoria de la lengua
una pirámide de palabras y de sueños.
                                                            Cantos crueles
 Los suicidas 
I 
Estábamos en el país de la vida.
La poesía era nuestro refugio.
Perseguíamos el mutuo goce con
desesperación.
Éramos crueles y después nos
avergonzábamos
de nuestros juegos de amantes
terribles.
No se trataba tan solo de ser felices
sino de arriesgar y perdernos 
y gozar intensamente en la caída. 
Buscábamos sensaciones extremas
y descendíamos, afiebrados, 
a la intensidad del orgasmo.
Tejíamos nuestra guirnalda de
secretos. 
Llevados por el alcohol y el éxtasis 
viajábamos a paraísos imaginarios. 
Deseábamos estar ya en ese otro mundo
parecido a aquel poema nuestro
en que creábamos imágenes exaltadas y
atroces,
metáforas dolorosas del amor.
Lamentábamos nuestro exilio
y sentíamos miedo y aún terror.
Nos mirábamos en el cristal de
nuestros sueños
a ver si descubríamos el secreto de
la locura.
Salíamos a caminar por la ciudad
llevados por la ansiedad y la
angustia.
Jugábamos con la idea del fin.
Imaginábamos bellas formas del
suicidio.
¿Qué tipo de muerte era más patética?
¿Quizás el veneno, como Romeo y
Julieta?
¿O un balazo en un cuarto de hotel
como Enrique y Delmira Agustini?
Sabíamos del vértigo, la velocidad, 
que mueve a nuestro tiempo. 
Soñábamos con una avalancha de amor 
y la liberación de los sentidos.
Creíamos en la muerte violenta 
que sella con sangre 
el pacto final de los amantes. 
Un día nos detuvimos en la barrera
del tren
con la idea de arrojarnos.
Juramos así coronar nuestro amor
ofreciendo los maderos de la cruz 
al hierro de los clavos.
Aún recuerdo el vértigo
cuando pasó el tren 
a centímetros de nuestros cuerpos 
y nos abrazamos palpitantes
creyendo que quizá el otro se animara
a dar el salto final, unidos.
Queríamos escapar del vacío de la
existencia 
para salvar el amor y la juventud.
Defendíamos nuestros símbolos:
el placer, el deseo del otro y la
poesía. 
Buscábamos la eternidad y el
martirio.
No aceptábamos vivir sin heroísmo. 
Recuerdo aquel día en que estábamos 
desnudos en tu cuarto cerca del goce,
casi sofocados por el esfuerzo, 
cuando de pronto, terrenal y
ridícula, 
se abrió la puerta y entró tu madre.
Recuerdo nuestra sorpresa y tu
declaración 
solemne: “No vamos a casarnos”.
Cómo nos reímos de eso luego,
y claro que no podíamos casarnos.
Queríamos descender por la noche
a los túneles subterráneos de Buenos
Aires
y descubrir lo más monstruoso, lo más
abyecto.
Queríamos matar la mediocridad
que destruye lo sagrado, que odia a
dios.
Queríamos pasearnos por las cloacas 
de la eternidad y ver caídos a
nuestros 
hermanos, los ángeles. Sabíamos 
que lo más elevado y lo más bajo 
se unen en el corazón de los amantes.
No hay amor ni poesía sin ritual.
Había que encender los altares del
sacrificio.
¿Cómo separar al amor, del mal y de
la muerte?
¿Cómo renunciar al egoísmo, que todo
lo salva,
y sin el cual la vida no es posible?
Perdidos en nuestro laberinto,
tratábamos 
de lacerar el espacio que nos
circundaba
y abrirlo con nuestro sexo.
Buscábamos someter la ciudad,
poseerla,
degradarla, corromperla y amarla.
Queríamos un amor bello y terrible
que se pareciera a nosotros.
No aceptábamos falsificaciones ni
substitutos.
¿Cómo podíamos casarnos
y abandonar nuestra rebeldía,
nuestro amor a la revolución
universal?
Buscábamos consagrar el mundo,
no reproducirlo. Buscábamos ser los
únicos 
y los últimos, y no dejar en el
tiempo 
a nadie que se nos pareciera.
Queríamos ser inmortales
y cortar el ciclo de la vida y de la
muerte.
Queríamos que nuestro poema
fuera el último 
antes que la vida estallara en la
eternidad
y nos integráramos al sol
o a las estrellas de la noche.
Queríamos imponer nuestra ley
y desafiar a todos. Nos burlábamos 
de la sociedad adquisitiva y vulgar
que nos rodeaba. La juzgábamos 
con desprecio porque nos creíamos 
más allá de todo eso. Queríamos
elevarnos 
al momento más sublime de la poesía
y confundirnos con los símbolos 
de la totalidad deseada.
Éramos los rebeldes, los amantes,
a nada le temíamos.
Ese fue el momento más cercano 
a la inmortalidad que conocimos.
Recuerdo una noche en que nos
inyectamos 
ácido y rezamos nuestra locura de
amor 
a las estrellas. Recuerdo aquel sueño
tuyo, 
en que cabalgabas en un río que
descendía 
al abismo, te llevaba a lo más
sagrado 
del orgasmo y te lanzaba en una
lluvia 
de estrellas a la mañana. 
Soñábamos con estar muertos
y contemplar el universo
desde el paraíso inmortal de los
amantes. 
Queríamos asimilar la vida a nuestro
goce 
y ser crueles como ella es cruel.
Sentíamos la burla y la condena de
los otros
y eso nos gustaba. Nos lastimaban
con su mezquindad. ¿Quién podía
comprendernos?
¿Quién podía saltar al abismo de la
poesía?
Secretamente sabíamos, sin embargo, 
que errábamos, indefensos, por un
laberinto 
del que no podíamos escapar. Sólo la
ilusión 
de las metáforas y los símbolos que
trascienden 
los límites del cuerpo
podían darnos una sensación de
eternidad.
II
El tiempo, mortal, ha pasado
y de todos aquellos momentos 
sublimes del amor
solo han quedado los recuerdos.
Lo que se ha ido es la verdad vivida,
la ligereza del cuerpo, 
la solidez del lenguaje.
Así guardo esta carencia,
esta gran ausencia que crece día a
día
y es ausencia de amor
y ausencia de poesía.
Siento que las imágenes ya no
transportan
y no podemos, como antes, 
buscar sensaciones nuevas
en aquella caída maravillosa
en que nos hundía nuestro amor.
Si un día, por azar, nos
encontráramos 
qué difícil sería poner en palabras
la prosa de nuestras vidas,
qué poesía distinta escribiríamos
ante la crudeza de las cosas.
Cómo nos golpearía la realidad el
rostro.
Qué podríamos decir de aquellos gestos,
de aquél perfume, 
cómo podríamos cortejar el fin. 
Dónde han quedado el más allá y la
eternidad.
Qué distinta se nos presenta ahora 
la idea de dios y la imagen del amor.
Ya no hay quien nos salve. Hemos
caído 
indefinidamente y hemos perdido 
lo que más amábamos en la vida.
Aquél gran poema fue poema de amor
y quedó escrito en el paraíso de los
amantes. 
Nada pudimos guardar
más allá del recuerdo y las palabras.
Quizá porque no supimos morir a
tiempo
estamos condenados a morir solos.
No entendimos la inmortalidad.
Qué poco faltaba para ser dioses.
Qué cerca estaba nuestro poema
de ser la suma y el fin de la poesía.
No sé si lo que buscábamos con
nuestro sacrificio
era salvar el amor o salvar la
poesía.
En mi recuerdo son inseparables. 
III 
¡Ay dios mío, deja que, al menos como
un juego,
se repita nuestra historia!
¡Permite que la literatura 
vista de sangre
el espacio azul de nuestras
esperanzas!
Haz el milagro. ¡Danos otra vez la
oportunidad 
de morir de amor y vivir para
siempre!
Déjanos visitar el paraíso donde los
amantes
sueñan unidos la poesía y el amor. 
La nuestra era poesía de vida.
¡Mira, amiga, si dios lo consintiera,
y en nuestra desolada madurez 
nos encontráramos un día,
y volviéramos a ser jóvenes y a
amarnos!
¡Experimentaríamos otra vez el
éxtasis
que sentimos cuando estábamos juntos!
¿Te acuerdas? El amor puede, como la
metáfora,
asociar a los seres en una unidad
nueva.
Sabemos que la vida está dispuesta a
quitarnos todo
y el amor a darnos la vida para
siempre.
En nuestra existencia condenada
damos vuelta la página del libro.
Como en los relatos maravillosos 
se ha detenido el tiempo.
Nuestra aventura se repite.
La renuevan las luces del arte.
Volvemos a esperar, como aquella vez,
junto a la barrera, el tren de la
muerte.
Soñamos que llega con la fuerza 
de un torrente. Sentimos  que va a unir 
nuestra materia a lo divino. Su furia
sublime nos arranca del suelo 
e impulsa hacia el vacío. Abrazados, 
nos elevamos al espacio sideral.
El tren de oro sube, como un símbolo,
con nosotros, hacia el sol. Vuela
vertiginosa 
la máquina refulgente. Nos observamos
en el espejo de las cosas mágicas
que están a nuestro alrededor
y nos transmiten su hermosura.
Nos sabemos por siempre jóvenes. 
El tren llega al paraíso de los
amantes 
suicidas. Nos aguardan aquellos 
que buscaron, antes que nosotros,
en la muerte, la eternidad del amor.
Sus cuerpos bellos, expectantes, 
entre las nubes flotan,
esculturas delicadas de formas
llenas.
Como en los cuadros sagrados, vemos, 
en la parte superior de la escena, 
a Dios rodeado de ángeles. 
Nos reclinamos en el prado de nubes 
junto a los otros amantes
y extendemos nuestras manos hacia
Dios
hasta tocar, sensuales, 
con las yemas de nuestros dedos 
los dedos de las manos de sus ángeles.
Un rayo de luz divina nos atraviesa.
Hemos ganado nuestro lugar en el
paraíso.
Permanecemos abrazados
bajo la mirada redentora del Dios
padre. 
Vuelan sobre nosotros nubecitas 
de formas caprichosas, celestes y
rosas. 
Desde ellas, los Amores nos lanzan 
sus dardos mágicos. Flota delante
nuestro, 
como una pequeña nave, 
la urna de marfil de nuestra alianza.
Nada podrá separarnos.
En nuestro sueño redentor
Dios nos ha perdonado. Ha salvado 
nuestro amor y ya nunca tendremos 
que enfrentar la vejez, el dolor y la
muerte.
Bañados de eternidad, en el espacio
andamos,
jóvenes de amor, por siempre ángeles.
Imaginemos que, como en los cuentos 
maravillosos, esto verdaderamente ha
pasado 
y somos sus personajes.
Ten compasión, Señor, de estos amantes
arrepentidos de haber vivido 
una larga vida separados.
La nostalgia del pecado martirizaba
mi alma.
Mejor hubiera sido morir juntos.
La eternidad estaba a nuestro
alcance.
El paraíso es tierra fértil para
aquellos
que mueren por amor y llevan a Dios 
su pequeño poema. Laurel que la
paloma 
no pudo cargar en su pico y ellos 
transportan en su espíritu
transparente.
Santo, santo, es el señor, rey del
cielo 
y de la tierra,
que su nombre sea loado para siempre.
Epílogo
Lector amigo, ha concluido nuestro
viaje.
Peregrinos somos de un mundo
transitorio.
Di, por favor, ¿nos guardarás en tu
memoria?
Abraza y protege nuestras sombras.
Contigo estamos, en el amor unidos,
y en el horror de la literatura. 
Los malditos 
                        I
Inmerso vivo en la rica y seductora 
barroca decadencia que me abraza; 
prisionero del tiempo, como todos,
gozo lo que puedo aquello que me
toca. 
Beneficiarios somos y deudores
de esta lluvia generosa de estrellas.
De mi rotunda tierra soy fruto.
Cómo no agradecer a esta, mi agónica
y bella patria amada, si mi musa
dorada
es hija de su don exquisito. 
Porque mi tierra es poeta.
Uds. y yo compartimos la misma 
cultura enferma. Nos tienta, 
con sus promesas, la infernal
esperanza. 
Saquen, si pueden, amigos, 
sus conclusiones. Las cosas 
van tan bien que no dormimos.
Escuchen mi canto carnal e
interesado, 
anticanto también, mestizado de voces
diversas, 
chico de la calle que se refugia
donde puede: 
del pueblo soy, y de pan vive el
hombre. 
De este lado luchamos los caídos. 
Aunque mucho no pido, el placer hace
falta. 
Me aguarda esta noche una pícara
aventura
(así reverenciamos el amor los
plebeyos).
Voy a deslizarme en lecho de espuma
con la mujer que más deseo,
bien armado y positivo mi cuerpo. 
Le pediré ayuda a mi alma pervertida:
mi arte poética necesita el
desenfreno.
Nadaré lentamente por sus doradas
curvas 
bebiendo sus dulces perfumes penetrantes;
cabalgaré ágil entre sus divinas
piernas
buscando en su goce el centro de mí
mismo;
recorreré, torre encendida, con
pasión su cuerpo, 
templo profano de amores prohibidos; 
descenderé hasta su resguardado nido 
que, acalorado y sediento, busca mis
besos; 
posesivo, acariciaré sus muslos
impetuosos
con obsceno, voluptuoso, deleite; 
reverenciaré sus esculpidas nalgas de
vampiresa 
y elevaré una oda sublime a su culo, 
sol de nuestra bandera. Argentina
vivirá 
en su torneado y bello cuerpo. El
sexo 
caliente de mi diosa, será ejemplo
señero 
de la perfección sensual de nuestra
criolla gente. 
Más tarde, yo, poeta, descansaré mi
celeste cabeza
alucinada sobre sus suaves y blancos pechos
de Hetaíra. Abrazado, satisfecho, a
su ser fatigado, 
le pagaré ricamente por tanto placer
recibido. 
Y le brindaré, agradecido, para que
se contemple 
y me recuerde, un delicioso bouquet 
de rimas decadentes. 
No soy ni seré nunca el presumido centro.
Satélite del orbe femenino me
consagro, 
prendado de su luz y negro agujero. 
Descubro, extasiado, tantos versos
hermosos, 
en los pliegues irreverentes 
de sus tatuados cuerpos. Consentido
por ellas,
no dejo de beber sus flujos estelares.
                                    II
Luchar debemos por nuestro arte
amado.
No habitamos, lo sabemos, en una edad
sincera. 
Heredamos sueños desterrados 
de antiguos otoños delirantes. 
Vivimos y caemos, heroicos, por
nuestras pasiones.
Mi verso lírico-antilírico, vulgar y
refinado,
procura ser un diálogo ágil y ferviente
que avanza sin cesar; se abre, generoso,
y abraza y bendice a la materia
impura. 
Busca vencer a la sombra amenazante 
de la ahuecada voz idealizada, que,
maliciosa, 
espera, y en espejo se mira, de sí
misma 
enamorada, y confunde su eco con el
mundo. 
No quiero ser engolado cantor 
de lírica opereta, genio fingido 
de arias melodiosas, vanidoso altavoz
de pretendida grandeza.  
Prefiero verme en el otro, deformado,
(ese otro será un querido compañero),
y sentir que un poeta soy, grotesco, 
atado a los imprevistos de la suerte,
laborioso artesano. 
Cercados estamos de falsas
apariencias. 
Todo lo que tengo en la vida lo he
ganado. 
Con paciencia modelo mis ilustrados
deseos
que, fuertes, se levantan, esculturas
de tiempo, 
y son la sonada fuente de mi barroco
canto.
Orgulloso estoy de mis cultos
trabajos.
Vean esta mi incisiva pluma, de falso
oro, 
cómo brilla. La he comprado en el
mercado. 
Democrática aguja de nuestra nueva
época. 
Dichoso siglo XXI, con cuánta ilusión
los malditos te esperábamos. Juntos 
coseremos todos los costados. 
En el reino de la literatura vivo, 
pero no todas son flores. Bien lo
sabemos. 
Yo he aprendido a luchar contra el
lirismo 
porque el canto necesita su anticanto
para que la poesía viva en armonía 
(esto lo he tomado de Darío,
que todo lo que adoró, destruyó
luego, 
fundando nuestra verdadera poesía).
Prefiero amor villano a opulento
himeneo, 
en el pueblo está el ser verdadero. 
Pleitesía no rindo excepto al puro
sexo, 
que se expresa en la fecundidad
carnal 
de las ideas. Por lo que hacemos,
Dios, 
nos reconoce. Mis obras con él
comulgan,
y se abrazan, necesitadas 
de su generosidad y la de Uds.
                                                III
El propósito de nuestro mundo no está
claro. 
Ante todo dudamos, y con razón. 
Libres nos sentimos frente a Erató y
su lira. 
Agónicos hermanos desesperados 
somos, listos a navegar todos los
caos. 
Charles Baudelaire es el gurú
moderno, 
con él aprendimos a entrar en el
Infierno. 
Nuestra maldición pide su propia
verdad. 
El camino del yo está sembrado de
espinas.
Angustiosa es la tardanza de las
horas 
que nos llegan, silenciosas, del
mañana. 
Sin arar en el mar no tendremos
destino. 
Siendo ya las estrellas, buscamos el
universo. 
Qué se abran las metáforas al
infinito.
Necesitamos sentir que estamos vivos.
Poemas argentinos
Índice
Tres poemas de la vida
El bar de las viejas
vedettes                  7
La sibila                                                       
11
El ahogado                                                  
15
Crónicas de tiempos difíciles
            Una
visita a la Villa 31                            
23
            El
Gran Cacerolazo del Obelisco          34
            Muchacha
cama adentro                        50
Murales
            Sábado
a la noche, cumbia                    68
            El
partido del domingo                          
89
Cantos crueles
            Los
suicidas                                                101
            Los
malditos                                              115
 
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