Alberto Julián Pérez ©
Hubo en Argentina un poeta de
poderosa originalidad en la segunda mitad del siglo XIX, al que la crítica
literaria (a diferencia de lo que ocurrió con José Hernández) no favoreció
demasiado: Pedro B. Palacios, Almafuerte (1854-1917). A pesar de esto,
Almafuerte ha conquistado un lugar privilegiado en el corazón del público
lector argentino. Se hicieron diversas ediciones de su obra (incluidas muchas
ediciones “piratas” aparecidas mientras él vivía); la que yo manejo, Poesías completas de Editorial Losada, sigue
la edición de Romualdo Brughetti, de 1954; es la quinta edición (la editorial
adquirió los derechos de edición en 1990), apareció en junio de 1997, y a fines
del mes de julio de ese mismo año, en menos de dos meses, ya estaba agotada. Y
esto a varias décadas de haber sido escrita, tratándose de un género que
usualmente no atrae el interés de un público lector numeroso, en un código
literario poético diverso al contemporáneo, con un gusto distinto, y a pesar de
la marginación crítica que ha sufrido la poesía de Almafuerte. ¿Qué pasa con
Almafuerte? ¿Cómo explicarse su obra? [1]
En un discurso que pronunciara
dedicado a los estudiantes, en 1910, Almafuerte afirmó sucesivamente que había
nacido demasiado tarde y demasiado temprano. Se identificó con el papel del
Evangelista en relación a Cristo: él era el anunciador de la llegada del hijo
de Dios, pero no era Dios. Fundado en una concepción positivista,
cientificista, evolucionista del hombre, Almafuerte afirmó que estaba por venir
“...el gran poeta, el gran pensador, el gran cerebro americano...”, pero que
éste no podía ser él, porque “...cuando yo vine al mundo, la obra de mi raza,
la tarea encomendada a mi raza, por los designios inescrutables de Dios, ya
estaba concluida...De manera que yo llegué tarde, de manera que yo surgí a la vida como un gaucho
holgazán, que cae a la tierra bien empilchado y jacarandoso, cuando ha cesado
el trabajo y comienza la fiesta...” (Obras
Completas 405).
Almafuerte
se sentía un criollo nacido demasiado tarde, era de alguna manera un hijo de
Fierro, uno de esos muchachos que en el final del Martín Fierro se separa de sus hermanos y su padre, buscando su
propio destino. Ese destino era el reintegrarse al seno de la comunidad como
una persona trabajadora y útil, a quien los gobernantes debían aceptar y
reconocer, y tratar con la benevolencia que se espera del poder político para
con la sociedad civil (benevolencia de la que, sabemos, no habían disfrutado
los criollos - los gauchos - del pasado).
Al concluir la primera parte del Martín Fierro, 1872, muere,
simbólicamente hablando, el gaucho matrero y libre, y en la segunda, 1879, nace
otro tipo: el gaucho de una cultura rural en transformación, que solicitaba
respeto y un lugar dentro de esa sociedad progresista, bajo el amparo de las
leyes. Almafuerte simboliza ese tipo de criollo: el nacido en una sociedad en
desarrollo, regida por las ideas del positivismo evolucionista. Continúa
Almafuerte: “...una raza como la mía es una sub-raza más que una raza; y como
tal sub-raza...no está destinada a realizar nada más...que una serie reducida
de acontecimientos... Realizada su misión, producido el hecho histórico a que
mi pobre raza estuvo destinada, ella tiene que sucumbir por aniquilamiento, por
inadaptación...”(O.C. 405).
Almafuerte se reconoce como parte de una “sub-raza” en transición y da una
explicación sobre el por qué de la extinción del criollo libre, del gaucho
mítico argentino. Fue aniquilado por el progreso evolutivo: se produjo el hecho
histórico a que estaba destinado - luchar por la libertad de la patria y la defensa
del territorio nacional - e, incapaz de adaptarse al nuevo regimen de vida
(rápido crecimiento económico, urbanización creciente e inmigración explosiva),
debía sucumbir como resultado de la evolución de la raza, para dar paso a un
nuevo tipo de hombre.
Puesto que la multitud de jóvenes
reunidos aclamaba a Almafuerte, insistió en que ese poeta de la nueva raza
americana no era él: él sólo era el profeta que lo anunciaba. “La futura grande
alma...que será el cerebro definitivo del hombre, aparecerá sobre la cúspide de
los tiempos, cuando el cerebro de la nueva raza en gestación se haya
formado...”(O.C.406). El poeta por
venir sería el cantor del hombre nuevo. Ese hombre nuevo no podía llegar
todavía.[2]
En 1910, el espíritu poético no era lo suficientemente abierto, americano; era aún
un espíritu limitado, encerrado en sí mismo.
Almafuerte se reconocía en el
discurso evolucionista, biologicista, de los pensadores positivistas de fin de
siglo. Estaba en una situación singular e inédita. Si bien se sabía un criollo
de raza, no podía ser un gran poeta gauchesco (aunque en su juventud escribió
poemas gauchescos - y uno de ellos, “Décimas”, es de 1877, dos años antes que
José Hernández publicara la segunda parte del Martín Fierro - y posteriormente escribirá varias milongas) porque
la sociedad había “evolucionado” y el gaucho libre se había extinguido. A
partir del ochenta, que es cuando Almafuerte escribió la mayor parte de su obra
(sus mejores poesías son posteriores al noventa) surgieron nuevos protagonistas
sociales: el inmigrante europeo, principalmente italiano y español, y el
criollo argentino emigrado a las áreas en proceso de rápida urbanización. Se
estaba gestando una sociedad urbana, prohijada por el rápido progreso material.
Almafuerte aceptaba su tiempo a
regañadientes y con nostalgia, como todo hombre que cree que nació demasiado tarde
y se siente privado de vivir los hechos heroicos que se cuentan del pasado.[3]
El tiempo del heroísmo criollo había terminado, dando lugar a la formación de
una sociedad de cambio, en que se estaba creando un tipo diverso de hombre. Almafuerte
era consciente de ello y, a pesar de saberse criollo, y muy cerca, por su
sensibilidad, de los héroes de la gauchesca, abrazó, llevado por sus
sentimientos compasivos y cristianos, la causa de ese ser anónimo en gestación,
a quien reconocía como un nuevo sujeto social: el “hijo” de las multitudes
argentinas, la masa, la chusma formada de inmigrantes y criollos desplazados a
las ciudades. A diferencia de Manuel Gálvez y Ricardo Rojas, que desconfiaban
de los cambios sociales que podían traer los inmigrantes (los veían como
amenazadores para la sociedad nacional y sentían que eran una fuerza disolvente
para la unidad del idioma), Almafuerte los respetaba y admiraba, los veía como
parte de su “chusma” querida: no diferenciaba, no quería diferenciar, a los
criollos pobres de los extranjeros pobres.[4]
Tenía un sentido abierto inclusivo
(ni selectivo, ni elitista) del futuro nacional. La sociedad “decadente” del
presente daría lugar a la sociedad “elevada” del futuro. Las generaciones por
venir representarían lo más noble del ser nacional. El había nacido en una
época de transición social. Vivía en un mundo desvalorizado. Su punto de vista
coincidía con el del sociólogo positivista José María Ramos Mejía: no había que
desconfiar de las multitudes, las masas populares argentinas. Eran ellas las
que estaban forjando el país moderno (Ramos Mejía 12-13). Las masas no eran
fuerzas oscuras destructivas. Llevaban dentro de sí el amor a la libertad y
poseían una enorme voluntad de acción. Para Almafuerte, la fuerza de las masas
populares y nacionales era incontenible. Por eso, él - Pedro B. Palacios - era
un alma fuerte, para alentar
poéticamente a las multitudes que necesitaban un líder, un “pastor”, un
“profeta”. Buscaba transformarse en ese profeta, que las guiara a su liberación,
y cantaba para alentarlas, para devolverles la esperanza.
Almafuerte no se preocupará en su
poesía por la forma en sí: no era un poeta exquisito, ni un poeta meramente
“romántico”. No era un poeta culto “literario” en un sentido tradicional.
Aquellos que lo conocieron testimoniaron que Almafuerte leía poco, y que su
principal libro de cabecera era la Biblia, el libro de libros. Como Whitman,
Almafuerte se inspiró en el aliento épico-religioso del versículo bíblico y, a
semejanza del gran Baudelaire, se sentía atraído por las complejidades del mal
y del pecado. Tenía la mirada fija en la salvación, en la redención del género
humano. He mencionado a Baudelaire: esto no significa que Almafuerte lo tomara
como modelo intencional. Sólo demuestra que Almafuerte fue un poeta
indiscutiblemente moderno. No moderno como lo fueron los Modernistas.
Almafuerte representa la otra modernidad: la modernidad positivista,
desarrollista. Discutirá en su obra grandes problemas que preocuparon a los
hombres del fin de siglo, como la falta de fe en el dios cristiano tradicional
y la soledad del individuo frente a la creación.
Mientras los Modernistas se oponían
al espíritu materialista del positivismo y buscaban un nuevo tipo de
espiritualismo esteticista, en que el arte mismo reemplazara a la religión,
Almafuerte quería religar al hombre nuevo en gestación, a la “chusma”, consigo
misma: por eso se autodefine como “madre”, madre de la chusma (dice en
“Confiteor Deo”: “Por más que me comparo con todo el mundo,/ yo no doy con el
tipo que bien me cuadre:/ soy el llanto que rueda sobre lo inmundo.../ ¡Yo he
nacido, sin duda, para ser madre!” O.C. 285).
Podemos imaginar a Almafuerte como una especie de espíritu antiarielista. El no
clama por una sociedad de escogidos, de discípulos del espíritu elevado. Su
sociedad no tiene por fin la belleza, sino el bien y la justicia. Pero mientras
Rodó consideraba a las masas una fuerza ciega, que amenazaba al hombre
“superior” modernista, de sensibilidad ilimitada, para Almafuerte las masas
eran las protagonistas de una sociedad de trabajo. Rodó sentía repulsión hacia
las masas, las observaba con disgusto y soñaba con elevarlas, cambiándoles su
identidad. Reconocía a su cultura como una cultura occidental, cristiana y
latina. Reafirmaba los vínculos eurocéntricos con el viejo continente madre.
Almafuerte, en cambio, creía en una cultura americana, la cultura que surgiría
de esa chusma. La madre de esa chusma era él mismo. Por eso su profesía y su
mesianismo. Estaba anunciando el advenimiento de esa chusma nueva argentina y
americana de la cual él era madre. Esa chusma era nada más y nada menos que el
pueblo argentino. Era un pueblo nuevo. Un pueblo radicalmente diferente al
pueblo gaucho de José Hernández. Era el pueblo de criollos e inmigrantes
urbanos.
Consecuentemente, Almafuerte
emprende un “viaje cultural” en sentido contrario al de los modernistas. Si
Darío, Jaimes Freyre y Lugones pensaban que París era el centro cultural del
Modernismo y anhelaban viajar a la ciudad luz, Almafuerte cree en la
diseminación de la cultura y hace su viaje americano hacia la periferia. Se
desplazaba constantemente, de la ciudad de Buenos Aires a pueblos como
Chacabuco y Mercedes, y a una ciudad, fundada recientemente por voluntad
política, adonde acudían los inmigrantes: La Plata, nueva capital de la
provincia de Buenos Aires. Almafuerte, como Borges luego, se desplazó hacia el
suburbio. Hacia lo heterogéneo. Mientras los modernistas buscaban un eje y un
centro, Almafuerte deseaba la dispersión. No necesitaba una cultura paterna ni
se reconocía hijo de Europa o París, por la sencilla razón que no tenía miedo
de ser madre. Es la madre de América o de una nueva Argentina: la patria
criollo-inmigrante. El pueblo en gestación al que llama su chusma.
Si el viaje de Almafuerte hacia la
cultura difiere, tanto en lo ideológico (Rodó), como en lo estético-poético
(Darío), de los modernistas, también se aleja de los románticos (Olegario V.
Andrade, Carlos Guido y Spano), precisamente en virtud de su espíritu popular. Almafuerte
ha descubierto un sujeto poético y un público que los poetas románticos
argentinos ignoraban: las masas, la chusma nacional argentina. Los románticos
de la llamada “segunda generación romántica” eran poetas patricios, que se
dirigían a su público lector liberal, elevado e instruido, con vuelo épico.
Eran poetas ideólogos. Almafuerte le habla a un público totalmente nuevo y para
esto se tiene que forjar un vocabulario poético original. No “importa” el
lenguaje de los románticos europeos. Por supuesto que conoce y ama a Víctor
Hugo. Como poeta “americano” y poeta “madre”, Almafuerte crea su propio género,
amasa su propio barro. Es un poeta hornero, que hace su nido.
¿Cómo
hablarle a la chusma y llamarle, como lo hace, “chusma amiga”? Dice en “Confiteor
Deo”: “Para mí las palabras siempre son bellas/ y siempre de cualquiera se saca
fruto:/ la más vil, la más vana de todas ellas/ contiene la presencia de lo
Absoluto./ Como las vibraciones de un necio ruido,/ ni Wagner ni Rossini me
dicen nada;/ pero, si por acaso, gime un
gemido.../ ¡me traspasa las carnes como una espada!” (O.C. 282) Se vale de un lenguaje radicalmente distinto al de los
poetas cultos anteriores y contemporáneos, románticos o modernistas. Su
concepción del uso de la lengua está más cerca de la de aquellos poetas
criollos que lo precedieron: los gauchescos. Escoge el lenguaje más acorde con
sus fines. Las palabras en sí son bellas porque dan frutos, pueden enseñar y
comunicar.
El tipo de belleza que concibe
Almafuerte no es la belleza contemplativa de los poetas cultos modernistas, no
es una belleza preciosista. Es una belleza práctica. ¿Qué es lo que la define?
La acción. Una acción cristiana y
humanista. Si a un poeta modernista lo que más lo conmueve es contemplar una obra de arte, un cuadro
bello o escuchar una composición musical del gran Wagner, a Almafuerte lo
conmueve el gemido de dolor de otro ser humano. Crea aquí una conexión
espiritual con el dolor y aún con el mal que no había logrado hasta ese momento
la poesía argentina e hispanoamericana en lengua culta (la poesía popular
gauchesca, especialmente el Martín Fierro,
ya había llegado a estas profundidades). Habla desde el mal y en nombre de los doloridos y los castigados. Se
vincula aquí, espiritualmente, con la gran labor poética de Baudelaire. Los
poetas románticos argentinos hablaban desde el bien condenando al mal. Darío
podía a veces confesar los aspectos perversos de su sujeto poético. Pero
Almafuerte va más lejos: celebra el mal, canta al dolor con inmenso vitalismo. Es un héroe y un santo del
dolor, se transforma en una lección de esperanza y un modelo para los vencidos,
para la chusma moralmente acosada. Dice: “A mí no me consternan mis amarguras,/
a mí no me interesa mi propia vida:/ lloro mis admirables prédicas puras/ que
pierden su prestigio con mi caída./ Yo soy el Indomado, soy un completo/ que se
adora a sí mismo y en sí se absorbe:/ me basta mi profundo propio respeto/ bajo
los salivazos de todo el Orbe” (O.C.
285). Podemos aún escuchar aquí las bravatas del criollo, del viejo espíritu
gaucho incontenible. Es un ejemplo de valor moral.
Su poesía no consiente el
sentimentalismo porque lo considera destructivo. Almafuerte tiene que dar la
lección. Brughetti comenta que fue maestro de una generación de poetas populares,
como Evaristo Carriego, quien, demostrándole su admiración, le pidió que
prologase Misas herejes. Almafuerte
rehusó hacerlo y Brughetti conjetura que fue por el excesivo sentimentalismo y
el tono quejumbroso del libro (78-9).[5]
Almafuerte creó para su poesía una
imaginería poética original y personal, que se adecuaba a la sicología del
argentino, era una respuesta a la necesidad de las masas y la “chusma” local.
Esta imaginería no es una elaboración libresca, sino el resultado de la
observación de las pasiones argentinas que realiza un buen orador y poeta,
naturalmente inclinado a interpretar los deseos de su público. Las imágenes
grandilocuentes que encontramos en su poesía son más propias del discurso
religioso y judicial que del poético. Proponen una original combinación de
imágenes religioso-judiciales, donde el poeta se dirige a su público
alternativamente como profeta, y como abogado defensor o como fiscal. A pesar
de esta tendencia oratoria, la poesía de Almafuerte crea su propia norma
poética. El poeta tiene por objetivo la persuasión del auditorio o del lector,
para incitarlo al bien, e impulsarlo a superar su desvalimiento (puesto que el
público principal al que se dirige es la masa pobre, la “chusma”). Los
escritores románticos en Francia (particularmente Víctor Hugo) y en Argentina
(Echeverría y Mármol, seguidores del maestro francés), y los románticos de la
segunda generación, también habían tenido muy en cuenta el poder social de la
oratoria para dirigirse a su público.[6]
Almafuerte era un poeta orientado a la palabra
oral. En su juventud había sido profesor de declamación y de pintura, y como
tal daba a sus imágenes un alto vuelo dramático, más que lírico. Creaba imágenes
escultóricas y de gran fuerza plástica: esculpía, pintaba y hablaba a voz en
cuello en su poesía. Su sujeto poético es la voz de la raza que defiende a los
oprimidos, a los parias, a los más bajos, porque cree en su poder de redención.
Dice en el mencionado “Confiteor Deo”: “Yo miro el Universo pasar delante/ como
a pelusa tonta, sin que me asombre:/ soy profeta, soy alma, soy como el
Dante.../ ¡Yo no siento más vida que la del Hombre!/ Por eso voy perdiendo todo
mi jugo/ y al estómago ajeno voy por momentos,/ como el agua de todos, cual un
mendrugo/ que cayese en el patio de los hambrientos./ Por eso los doctores, los
eruditos,/ en su grave dialecto difamatorio,/ le cuelgan a mi fama motes
malditos,/ la saturan de miasmas de sanatorio” (O.C. 282-3).
Muchos de los críticos y poetas
contemporáneos a Almafuerte (adoptando un criterio estrecho de belleza),
pensaron que su poesía contenía imágenes poco poéticas, o que sus versos eran
defectuosos. Para Ricardo Rojas, por ejemplo, el idioma que usaba el poeta
adolecía de “caídas”, su versificación era pobre, su técnica y su gramática
incorrectas, a pesar de lo cual le reconoció su inspiración y su pasión
(Minellono 61). Darío aprobó la fuerza de sus versos y lo comparó al poeta
social mexicano Díaz Mirón, pero por sentir que la oratoria era la costumbre
que arrastraba el verso español, incapaz de matices y efectos sutiles,
consideró que a Almafuerte era mejor no considerarlo poeta, y que quizá fuera
algo más, un “vate” o un “hierofante” (Darío, “Carta al señor Bartolomé Mitre y
Vedia” 13). Todos coincidían, sin embargo, en reconocer la fuerza de sus
imágenes. Al mismo tiempo, se afirmó que sus imágenes, muchas groseras o
desagradables y recargadas, tenían que resultar difíciles para un público no
cultivado. Borges, tiempo después, respondió con acierto a dicha suposición,
diciendo que al pueblo le gustaba el palabreo y los términos abstractos, la
sensiblería del lenguaje, y que ese pueblo intimó tanto con la poesía gauchesca
como con la poesía de Almafuerte (Borges, Obras
completas 123). Se sabe, además, que Almafuerte prescindió del color local,
y gustaba tratar en su poesía temas abstractos elevados y filosóficos (que no
consideraba reñidos o ajenos a los intereses de la gente del suburbio), actitud
que Borges, enemigo del color local, siempre aplaudió en la poesía gauchesca.
En las imágenes del poema “Confiteor
Deo”, Almafuerte escogió como términos de comparación procesos biológicos, como
la digestión, que difícilmente pudiera considerar otra poesía contemporánea a
la suya. El sujeto poético se compara a un mendrugo de pan que cae en “el patio
de los hambrientos” y habla de ir perdiendo su “jugo” y tener que ir “al
estómago ajeno”, como “el agua de todos”. En la estrofa siguiente dice que los
eruditos le cuelgan a su fama “miasmas de sanatorio” (P.C. 93-4). Notamos el feísmo y el tremendismo de las imágenes: su
noción de lo poético difiere de la de los poetas contemporáneos modernistas (el
poema es de 1904), por cuanto no toma en cuenta el ideal de belleza armónica
que éstos defendían. Almafuerte consideró a los modernistas poetas
superficiales. De ellos dijo, en una de sus Evangélicas,
que el Modernismo no era nada más que “...la saciedad, el hastío, la
insensibilidad de las maneras conquistadas...; el instinto de que lo nuevo es
más eficaz que lo ya conocido...; el resultado de haberse conseguido una
facilidad tal para hacer belleza, que no se sienten, ni esa belleza ni el
deleite de producirla” (O.C. 97).
Para el poeta, los modernistas eran oportunistas que explotaban una fórmula
exitosa, no les importaba la sensibilidad poética. Desde su punto de vista y su
práctica poética esa opinión resulta justa.
Las imágenes que crea Almafuerte, de
un realismo biologicista desconcertante, responden a la visión de mundo del
positivismo finisecular. Positivistas como José María Ramos Mejía y José
Ingenieros, influidos por las concepciones de Lombroso, observaban con atención
el desarrollo del ser humano, en su naturaleza y en su historia (Soler 170-1).
Este concepto biologicista y determinista de la trasformación de las razas, y
el concepto de “degeneración”, tanto de los organismos como de la vida
espiritual, eran parte de un saber común en el horizonte cultural finisecular,
como lo percibimos no sólo en las obras de Almafuerte, sino también en la
novelística naturalista de Antonio Argerich y de Eugenio Cambaceres (Gnutzmann
88-100). Almafuerte emplea imágenes naturalistas que exhiben procesos de
descomposición orgánica, como la digestión, o describen las enfermedades de aquellos
que están hospitalizados y desprenden un hedor fétido. Estas imágenes formaban
parte de un código de representación habitual en el imaginario popular de fines
de siglo, tanto para sus clases estudiosas, como para el pueblo inculto.
La
comunicación del poeta con su público lector fue excelente. Disfrutó de gran
popularidad, si bien sólo publicó un libro en vida. Se lo conocía
principalmente por sus publicaciones en periódicos y sus recitales poéticos. En
esta época, en que aún no habían irrumpido en el mercado los medios mecánicos
de reproducción de la voz y el canto - los gramófonos, la radio -, como lo
harían pocos años después, las clases populares estaban más atentas a
presentaciones en vivo de canto popular, declamación de poemas y espectáculos
teatrales. Así lo testimonian la popularidad de los payadores, como Gabino
Ezeiza, el éxito del mimodrama “Juan Moreira” de los Podestá y los sainetes
criollos (Minellono 17). La rápida urbanización del país, particularmente en el
área del litoral y Buenos Aires, crearon un público nuevo, de gusto
idiosincrático, capaz de identificarse con la visión de mundo del naturalismo
finisecular, y de disfrutar de ciertos aspectos del Modernismo, especialmente el
empleo de imágenes recargadas o barrocas, de coloridos brillantes y formas
plásticas excesivas, que agradaban a la gente.
Las composiciones más populares de
Almafuerte, y que éste parecía apreciar más, y a las que corrigió con cuidado a
lo largo de los años, como “Cantar de los cantares”, “El Misionero”, “Jesús”,
“La Inmortal”, “Siete sonetos medicinales”, “Confiteor Deo”, “La sombra de la
patria”, y sus “Milongas clásicas”, son poemas largos, narrativos algunos, que
centran su efectividad en un núcleo de ideas que se repiten amplificadamente.
Si bien el poeta prefería utilizar muchas veces palabras difíciles o cultas
(dice por ejemplo: “Yo sé que mil carcomas roen de a poco/ las más equilibradas
testas geniales...” P.C. 94, y “Yo sé
que los heroicos, los inefables,/ ceden, como los reyes, a las lisonjas..” P.C. 95), reiteraba las ideas una y otra
vez (en el poema citado repite “yo sé” en siete estrofas consecutivas), por lo
que el lector, adaptado al imaginario naturalista, podía seguir el contenido
sin dificultad.
Cierto vocabulario culto tenía que
resultar un desafío para el lector común y aparecer como una prueba del valor
intrínseco del texto mismo, que demostraba así su “riqueza”, su valer. El
lector o el auditor de Almafuerte sabía (recordemos que su palabra poética
tenía una fuerte inflexión oral, y estaba orientada a un público que escuchara
su recitado, o lo leyera como si alguien lo estuviera declamando en voz alta)
que al final el poeta no lo iba a defraudar, y terminaría captando su idea,
puesto que su poesía es poesía de ideas, es decir, poesía filosófica. Posee un
filosofar cotidiano, fruto de las preocupaciones de un hombre común que se
interesa por los demás, especialmente por los pobres y por los marginados, por
los parias, por la chusma, a quien dirige su poesía y cuyas limitaciones trata
de expresar en su filosofar.
¿Cuál es la filosofía que puede
preocupar a un hombre común, a los marginados, al pueblo bajo, a la chusma?[7]
La índole intelectual del pueblo argentino es bien conocida. Esto no sólo lo
notamos en la temática de un poeta popular como Almafuerte, sino también en las
letras de la música popular, especialmente el tango, de autores como Celedonio
Flores y José Santos Discépolo (tan cercanos, por su imaginario y por el
tremendismo y naturalismo de sus versos, así como por sus ideas sobre el mundo,
a las preocupaciones de Almafuerte). Hablan del destino del hombre en una
sociedad competitiva y cruel, y de su relación con un dios necesario, que
parece abandonarlo en los momentos de mayor necesidad existencial. [8]
La inflexión oral, el tono que da
Almafuerte a su voz poética en muchos de sus versos, nos trae a la memoria la
manera en que José Hernández se valiera del canto payadoresco, en su Martín Fierro, para reforzar el sentido
de legitimidad, de autenticidad, del personaje. El personaje de Hernández es el
payador perseguido por la justicia; Almafuerte concibe como personajes a
individuos como el “apóstol”, de “El Misionero”, o “el indomado”, de “Confiteor
Deo”, que claman, que apostrofan y gritan. Los sujetos poéticos de Almafuerte
confiesan su dolor ante un Dios injusto, y su rabia al ver a su pueblo avasallado.
Se tienen que hacer oír, porque son los defensores de los silenciados, de las
nuevas multitudes argentinas urbanas, que aún no tienen voz. La fuerza
expresiva de un declamador que se exalte y gesticule, como un pequeño dios
iracundo, podría comunicar la pasión de ese sujeto que quería crear Almafuerte
en su poesía. Sujeto grave y lleno de enojo, que se parecía al mismo poeta,
que, como tantos otros, recreaba en su persona su personaje poético imaginario.
Era el personaje que él quería ser y de alguna manera era, como efecto de esa
curiosa simbiosis que se da en el mundo del arte, entre el creador y su
criatura. Hay curiosos testimonios sobre cómo trataba Almafuerte de dar a su vida
una fidelidad ética que fuese reflejo de sus convicciones personales. Vivió
marginado, asumiendo la vida del paria. Fue difícil para aquellos que querían
ayudarlo a salir de la pobreza extrema el brindarle ayuda, prefieriendo él
convivir con el pueblo bajo que idealizaba, su querida “chusma”. [9]
En una de sus poesías más logradas,
“Milongas clásicas”, Almafuerte recrea, como Hernández lo había hecho antes, la
voz del cantor, marcando la distancia que lo separaba del público de la
gauchesca, e indicando su filiación con un nuevo público: el pueblo que se
agolpaba en las urbes de la patria, en rápida explosión demográfica, formando
la sociedad moderna de criollos desplazados e inmigrantes europeos. Dice así
Almafuerte al comenzar la milonga: “Aquí me pongo a cantar/ con cualquiera que
se ponga,/ la mejor, la gran milonga/ que se habrá de perpetuar./ Y voy a
cantarte a ti,/ ¡Oh mi chusmaje querido!/ porque lo vil y caído/ me llena de
amor a mí!” (P.C. 135). Esta es
también una memoria “higiénica” (como titulara a otra composición publicada en
la edición de sus Obras inéditas), y
se propone “curar” al “pueblo enfermo” (le dice a su “chusma” que le va a
“curar” su corazón), noción de enfermedad social consecuente con su visión
organicista del mundo. Almafuerte no era un luchador de la política; su misión
era higiénica y religiosa: curar a su pueblo y salvarlo, como podían hacerlo un
médico y un apóstol, o, mejor aún, un enfermero y un predicador.
Nuestro poeta creía en la
beneficencia, en la ayuda a los pobres y a los oprimidos, principio criollo de
hospitalidad y asistencia social que puso en práctica en su propia vida.
Procuró asistir a todos aquellos que fueron a pedir su ayuda en su humilde
vivienda, y llevó tan lejos su sentido “maternal” como para adoptar a cinco
hermanos huérfanos, los hermanos Gismano, a los que crió y educó como a sus
propios hijos (Brughetti 204). A pesar de su sentido del deber moral para con
las masas, el poeta rechazó una participación activa en movimientos políticos
organizados, con los que cooperó en momentos especiales. Distintos partidos
políticos, como el Radical, el Socialista y el Anarquista, en diversas
circunstancias, trataron de ganarse la adhesión del poeta (O.C. 412-23).
La filosofía de Almafuerte es de
carácter ético. Su cristianismo y su compasión por los que sufren están
revestidos de un sentido práctico, quiere incitar al pueblo a la acción. No
discute la idea de Dios con criterio especulativo abstracto: discute la figura
de Dios como fuerza moral del universo y como padre de la humanidad. Así, en
“Jesús”, el sacrificio del hijo de Dios está permanentemente dando un ejemplo
moral a los desvalidos. Almafuerte cree que, para salvar al hombre, hace falta,
primero, despertar en él su voluntad, el sentido de lucha. Considera que el
hombre del pueblo, la chusma, está postrada, y para salvarla hay que ponerla en
pie. Así lo manifiesta en sus magníficos sonetos “medicinales”. En el que
titula “¡Avanti!”, dice: “Si te postran diez veces, te levantas/ otras diez,
otras cien, otras quinientas...” (P.C.
251).
Por su culto a la voluntad, la
posición de Almafuerte tiene puntos en común con las ideas de Nietszche. Borges
comentó al respecto que bien podrían ambos haber pensado lo mismo, sin que
necesariamente el argentino copiara al germano, pero que Almafuerte lo nombra
específicamente en su poema “Confiteor Deo”, cuando dice: “Yo sé que mil
carcomas roen de a poco/ las más equilibridas testas geniales:/ lleno está el
manicomio de Nietzsches locos/ y de Cristos bohemios los arrabales” (P.C. 94). Borges argumenta que lo que
identifica a ambos es que trataban de interpretar el mundo y al hombre desde
una posición evolucionista (El idioma de
los argentinos 34). Las nociones de voluntarismo social de Almafuerte, sin
embargo, no necesitaban de una lectura filosófica rigurosa. La filosofía
voluntarista de Almafuerte compartía tanto el credo progresista de los
liberales argentinos de la Generación del 37 (particularmente Sarmiento y
Mitre, a quienes él admiraba), como el biologicismo determinista de los
positivistas (Obras completas 365-72).
Almafuerte no fue un pensador filosóficamente original, pero fue capaz de
proyectar sus ideas y sentimientos humanitarios, con talento y creatividad
excepcionales, en su expresión poética.
Uno de los aspectos innovativos de
ese sujeto poético, que más profundamente impacta en la memoria de los lectores
argentinos, es su sentido agónico. El sujeto poético almafuertiano no sufre por
la carencia de Dios, ni por creerse abandonado en el mundo; sufre, como Cristo
(y quizá también como Nietzsche, el “crucificado”) por amor al hombre, por amor
al hombre derrotado, a su chusma. En sus “Milongas clásicas” se pregunta qué es
lo que lo atrae a la chusma, a los parias, a los marginados, y conjetura: “O tu
hedionda carnadura,/ me deleita y alucina,/ y me arroja en tu sentina/ mi
pasión de la basura;/...O cansado de la cruz/ del dolor y la conciencia,/ me
refugio en tu inocencia,/ fugitivo de la luz;/ ...O en el duro pedernal/ de mi
pecho masculino,/ vibra un átomo divino/ de ternura maternal...” (P.C. 142). Su sujeto poético, exagerado
y vociferante, es un padre tierno y una madre terrible que defiende a sus hijos
débiles. Almafuerte es capaz de ambos registros emotivos: la fuerza y la
ternura. Comunica con felicidad su cuidado a su público, especialmente a los
lectores de escasa cultura, y aún a aquellos que no leen y escuchan su palabra
en boca de un recitador, que son los receptores ideales a quienes dedica sus
versos.
Es lógico entonces que los lectores
educados y cultos sientan su poesía como algo extraño, que no se dirige a
ellos. En realidad no se dirige a ellos. Almafuerte tiene en mente a otro tipo
de auditor, a ese nuevo público inmigrante y criollo que aún no puede leer y al
que su viva voz quiere alcanzar. Llega entonces con el tremendismo y el exceso
barroco al que es afín la sensibilidad popular, para la que la literatura es un
lujo y una fiesta. El pueblo nuevo ni se canta a sí mismo ni se defiende a sí
mismo. Es un pueblo explotado y desvalido, y Almafuerte se imagina su paladín
defensor y su cantor. Ese espíritu humanista de los antiguos criollos, a quien
el poeta en su generosidad representa, le abre la mano amiga y fraternal a los
inmigrantes. Almafuerte llegaría a crear una presencia indeleble en la literatura
de fin de siglo. Juzgado con un criterio puramente estético, fue una voz
poética menor, que supo dirigirse a las masas populares que pronto invadirían
la escena política, económica y cultural en la nación. Continuaron su labor
poetas como Evaristo Carriego, que se sintió también cantor de los humildes y
de los barrios pobres. Pero los que realmente llevaron a una altura lírica la
propuesta poética de Almafuerte fueron los letristas de tango.
La poesía popular “semiculta” que
escribió Almafuerte - poesía dirigida expresamente al pueblo menos letrado y
culto, a su querida “chusma”, en proceso de conformar las masas populares
nacionales de Argentina, a las que el poeta “anuncia” en un franco gesto
anti-nietzschiano (las masas heterogéneas en lugar del superhombre): el pueblo
argentino por venir - quedó separada de la poesía culta como consecuencia del
complejo gusto poético que fue capaz de establecer el Modernismo. Luego de la
poesía de Lugones y Darío - poesía exquisita y letrada, hiperculta, sofisticada,
que a su vez creó “otro” tipo de público lector que tampoco había existido en
Argentina hasta el fin de siglo (diverso al público lector de la poesía popular
y al de la poesía heroica romántica): el lector sensible a las mínimas
tonalidades expresivas y a las sutilezas del “estilo” individual del escritor -
el gusto del público lector quedó definitivamente escindido. Nos encontramos,
por un lado, con un público pequeño-burgués, elitista, el hombre socialmente
establecido, educado y refinado de las clases medias urbanas que es capaz de
consumir literatura “elevada”: el poema difícil, el cuento, la novela, el
ensayo literario. Por otro nos encontramos con un público proletario, obrero o
lumpen, pobre, inculto, marginado, que lucha por subsistir en la sociedad y lee
diarios populares, aprende la “filosofía” de la existencia en los cafés y
escucha tangos. Almafuerte, generoso y visionario, se dirigió a ese pueblo
nuevo. Para él intentó escribir la letra de un tango en 1901, “No puedo más”,
mucho antes de que se popularizara el tango con letra, y que dice, en un tono
patético que caracterizaría luego a los tangos cantados por Gardel: “Yo tengo
el corazón/ lleno hasta rebozar,/ de la pasión febril,/ de la pasión tenaz,/
que yo no sé por qué/ me has logrado inspirar,/ que yo no sé por qué,/ no me
puedo arrancar!” (O.C. 336). Este
tipo de literatura popular semiculta que escribió Almafuerte, y que continuó
Evaristo Carriego, perdió parcialmente su vigencia al empezar a escribir sus
letras de tango Pascual Contursi y Angel Villoldo, Celedonio Flores y Enrique
Santos Discépolo.
Gracias a los adelantos de la
técnica (las grabaciones, la radio), el pueblo inculto pudo disfrutar de las
creaciones de sus poetas populares, sin necesidad de una lectura directa o un
declamador en vivo. Hoy los libros de poesía culta dificilmente se venden (los
compran básicamente los escritores en cierne, que quieren aprender de los
poetas el alto oficio literario), pero los discos que difunden las
composiciones de los letristas y músicos populares se venden por miles, si no
por cientos de miles y aún millones. La industria del sonido ha ayudado a
devolver al pueblo lo que es del pueblo, la lírica ha recuperado la
espontaneidad del canto. Nos hemos vuelto consumidores ávidos de poesía popular,
que ya no responde necesariamente a parámetros estéticos (aunque no los
desdeña), sino a las evoluciones del sentimiento de las muchedumbres.
Con Almafuerte la literatura
vernácula llegó a su madurez poética y se transformó en “otra cosa”. Almafuerte
le pasó la voz a las masas populares, compuestas por inmigrantes, en un nuevo
espacio: el urbano. El criollo se fundió con el inmigrante pobre. Aquí
encontramos no sólo una transformación de la voz poética criolla sino una
redefinición de lo nacional. Lo nacional tiene un nuevo espacio y un nuevo
sujeto, así como una nueva política: la política popular y populista que
encarnará Irigoyen (Romero, Las ideas
políticas en Argentina 205). Nace lo nacional-popular moderno, que volvería
a formar parte del debate cultural durante el peronismo.
Lo
nacional posee dos registros o voces (pero sólo una es considerada
“literatura”): la voz de la lírica culta y la de la poesía popular. La lírica
culta se mantiene como la literatura por antonomasia de la pequeña burguesía nacional
del siglo XX. La poesía popular sale del sistema literario, al que había
ingresado precariamente, condicionalmente, con los autores gauchescos, cuando
aún estaba en vías de constituirse la nación. Se autonomiza, recupera su voz
como canto real y no mera entonación fingida y anunciada en el papel, para
encontrar un espacio expresivo en los nuevos medios técnicos de conservación y
reproducción de la voz: el disco y la radio. Producido este fenómeno, cantar en
voz alta sobre la hoja de papel es innecesario. La poesía culta deja entonces
de cantar: será poesía lírica intimista, como la poesía “oscura” de las
vanguardias, o poesía política y épica, discursiva, que se apropia de las
inflexiones de la prosa, en los versos realistas de los poetas socialistas.
La poesía popular criolla nació en
Hispanoamérica con las luchas por la Independencia, a la luz del concepto de
pueblo que amasaron las concepciones románticas; transcurrido el siglo, las
transformaciones sociales y los ideales materialistas del evolucionismo
positivista, cerraron el ciclo y las posibilidades de existencia del idealismo
romántico. El sentido de lo popular cambió. Ya no sería más lo popular criollo,
lo criollo se transformó en un substrato histórico nacional, entelequia que
sostiene el mito del origen común del pueblo argentino. A partir de ese momento
el flujo heterogéneo del aluvión humano de la nación moderna configura lo
popular (que será constantemente redefinido por la dinámica social del espacio
urbano), fuerza humana en movimiento que escapa a una definición precisa, pero
cuya vigencia se comprueba por las pulsiones desatadas (racional y lógicamente
inexplicables) que marcan constantemente la vida política y cultural de la
nación.
Notas
[1]
Culminado en 1880 el proceso
de consolidación política de la nación, el gobierno encabezado por el General
Julio A. Roca logró imponer su proyecto de desarrollo capitalista acelerado y
de integración del país a la comunidad internacional (Botana 25-39). El
proceso, que no escapó a las crisis capitalistas, pero se benefició de las
expansiones económicas exitosas, creó un deslinde entre un antes y un después
en la historia nacional. El proyecto liberal anterior, que habían defendido
Echeverría, Alberdi, Mitre, Sarmiento y Avellaneda, se había consolidado. Las
nuevas promociones de pensadores, los denominados positivistas, de filiación
comtiana, los reivindicaron como intelectuales eminentes y padres de la segunda
revolución política que hizo posible el país moderno, con un espíritu
desarrollista y positivista avant la
lettre. Los pensadores positivistas trajeron a la vida moderna su interés
científico, y apoyaron una mayor diferenciación y especialización del trabajo
intelectual (Soler 15-37). Este fenómeno se repitió en otros países
latinoamericanos, como Uruguay y México.
Ese
positivismo continuó tendencias presentes ya en el pensamiento de Sarmiento.
Pensadores y hombres de ciencia (entre los que se destacaron Florentino
Ameghino, autor de Filogenia, 1884;
José Ingenieros, con sus Principios de
psicología biológica, 1910 y su notable
La evolución de las ideas argentinas, 1918-20; sociólogos como José María
Ramos Mejía, admirador de las concepciones de Lombroso y autor de Las neurosis de los hombres célebres en la
historia argentina, 1878-82, Las
multitudes argentinas, 1899 y Rosas y
su tiempo, 1900), influidos por Comte, Darwin y Spencer, pensaron la
historia y la cultura, la ciencia y la sociología, desde una perspectiva
biologicista y evolucionista, materialista, que tendía tanto a la
sistematización teórica de los fenómenos observados como a la descripción de
los mismos. El movimiento, que se extendió al derecho y la economía,
caracterizó el vital desarrollo intelectual de fines del siglo XIX y principios
del siglo XX en Argentina.
Las
ideas biologicistas, el análisis del comportamiento de la sociedad y la
cultura, el estudio de la voluntad, que partía de las condiciones naturales y
raciales y confiaba en la evolución y el mejoramiento de las sociedades y las
razas, crearon un marco epistemológico nuevo para interpretar el sentido de la
nacionalidad. La sociedad política y el Estado percibían estas ideas con
simpatía, porque legitimaban su visión del futuro y las políticas de desarrollo
que implementaban (Botana, El orden
conservador 35).
En
ese fin de siglo se consolidó el papel de la Universidad en la vida moderna, y
se desarrollaron el periodismo, la educación y la crítica literaria (Barcia 145-167).
Estamos ante una sociedad cuya cultura se diversificaba y se sofisticaba
rápidamente, permitiendo un espectro mayor, más variado y representativo, de
intereses culturales. Los poetas de orientación romántica, como Oligario V.
Andrade, Carlos Guido y Spano, Ricardo Gutiérrez, convivieron con novelistas
influidos por el Naturalismo, como Julián Martel y Eugenio Cambaceres, con
folletinistas como Eduardo Gutiérrez, con ensayistas y memorialistas como Lucio
V. Mansilla. Pocos años después, sería el auge de narradores criollistas como
Fray Mocho y Roberto J. Payró, poetas modernistas como Leopoldo Lugones y el
nicaragüense Rubén Darío, y de los creadores del nuevo teatro nacional,
Gregorio de Laferrère y el uruguayo Florencio Sánchez. Fue el momento en que la
crítica literaria trató de fijar el cánon de la literatura nacional, y se
discutió el valor del Martín Fierro,
cuyo sentido épico trató de probar Lugones en El payador, 1916. Ricardo Rojas lo analizó en 1917, en su Historia de la literatura argentina,
donde rastreó el origen épico y folklórico de la poesía gauchesca.
Dentro
de esta compleja situación cultural finisecular podemos notar la sobrevivencia
y continuidad de los dos polos de desarrollo literario que se habían mantenido
durante el siglo XIX: el autóctono, el americano, que proponía géneros y
estilos nuevos y profundizaba intuituivamente en lo popular, y el
internacionalista, que creaba una literatura nacional adoptando los cambios y
las transformaciones literarias producidas en la cultura europea,
particularmente en Francia.
El mundo literario que
sobrevino a partir del Ochenta testimoniaba una realidad social rica y diversa.
La narrativa naturalista, desde una perspectiva biologicista, evolucionista y
materialista, describía las enfermedades psíquicas y físicas, y analizaba las
razas y el ambiente. El Modernismo mantuvo una visión de mundo antimaterialista
y antinaturalista, idealista, renegando de la vida cotidiana y condenado a la
sociedad de las mediocracias. Los modernistas tenían una concepción elevadísima
de la la poesía, a la que, creían, sólo las elites hipercultas y de refinada
sensibilidad, iniciadas en el aprendizaje de la literatura francesa post-romántica,
podían apreciar en toda su complejidad.
La cultura finisecular fue
una cultura variada, desintegrada, heterogénea, formada por la mezcla de
aportes contradictorios, como la sociedad que le daba soporte. La masa de
población local recibió el aluvión de las poblaciones migratorias europeas. A
la fuerte tendencia cosmopolita de los autores modernistas, se opuso la
tendencia nacionalista de escritores como Joaquín V. González, y del mismo
Leopoldo Lugones, superada su primera etapa cosmopolita.
[2] Podemos imaginar, varias
décadas después, que Almafuerte hubiera podido aceptar (si su espíritu se
hubiera quedado junto a nosotros hasta ese momento) como un poeta representativo
de América al Pablo Neruda de Canto
General, 1950, como él altruísta y comprometido con su tiempo.
[3] Si bien la visión de mundo de
Almafuerte reflejaba las contradicciones del país surgido con el roquismo, el
poeta valoraba a los héroes liberales de las generaciones anteriores que
forjaron la patria anti-rosista: Mitre y Sarmiento. Su admiración era
paradójica, porque implicaba aceptar la visión sarmientina “antigaucha” y su
crítica al criollo argentino, al que consideraba indolente e incapacitado para
la civilización.
[4] Almafuerte expresó su cariño a los
italianos en sus discursos: “Confraternidad ítalo-argentina” (O.C. 344-47), “En el homenaje de la
colectividad italiana” (O.C. 373-79)
y “El terremoto siculo-calabrés” (O.C. 380-86). En estos discursos dice que estos
inmigrantes son gente de trabajo y herederos espirituales de las grandes obras
de la cultura italiana.
[5] Borges habría de ser fiel a
este modo de sentir: subestimó el tango-canción sentimental y lo consideró
inferior a la milonga, por ser la milonga escuela de coraje inocente. Dijo
Borges que su madre le había sugerido que escribiera un libro sobre alguno de
los “grandes” poetas contemporáneos: Lugones, Ascasubi o Almafuerte. Él prefirió escribir un ensayo sobre
Carriego, un poeta “menor” y casi secreto, siguiendo la línea de la poesía
popular y evitando la corriente culta que representaba Lugones (Rodríguez
Monegal 226).
[6] En el siglo XX, los poetas
que creían en la poesía “comprometida” socialista y querían despertar en el
hombre un afán de justicia e incitarlo a la acción, como Raúl González Tuñón,
Pablo Neruda y Ernesto Cardenal, reconocieron el valor persuasivo y docente de
la tradición retórica e incorporaron muchas de sus lecciones a su poesía.
[7] Indicó Borges en su estudio
de la gauchesca, que el pueblo apreciaba las tiradas filosóficas metafísicas de
Martín Fierro en su payada con el Moreno (Borges, O.C. en colaboración 552-5).
[8] Dice Enrique S. Discépolo en el
tango “Cambalache”: “Siglo veinte, cambalache/ problemático y febril.../¡El que
no llora no mama/ y el que no afana es un gil!.../ ¡Dale nomás!¡Dale que va!/
¡Que allá en el horno nos vamo’a encontrar!/ No pienses más,/ sentate a un
lao,/ que a nadie importa si nacieste honrao./ Es lo mismo el que labura/ noche
y día como un buey/ que el vive de los otros,/ que el que mata, que el que
cura/ o está fuera de la ley” (Gobello 210-11).
[9] Brughetti cuenta en su biografía de
Almafuerte cómo sus amigos le crearon un puesto especial al poeta en la
legislatura provincial, en La Plata, para que éste pudiera subsistir
honorablemente, pero poco tiempo después de comenzar el trabajo el poeta lo
encontró insoportable, y prefirió volver a la pobreza anárquica en la que
siempre había vivido (119-20).
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Publicado en Alberto Julián Pérez,
Los dilemas políticos de la cultura letrada
(Buenos Aires: Corregidor, 2002): 263-289
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