POEMAS ARGENTINOS
Alberto Julián Pérez ©
Ediciones Riseñor
2017
Poemas de la vida
El bar de las viejas vedettes
A este bar del centro donde vengo
a ocultarme, llegan, por la noche,
unas viejas vedettes. Trabajan aquí cerca,
en un teatro de mala muerte.
en un teatro de mala muerte.
Una vez, curioso, fui a verlas actuar.
Estaban radiantes sobre el escenario
vestidas de lentejuelas y de plumas.
Sus carnes desbordaban sus trajes.
El público, jocoso, se burlaba
de sus cuerpos deformes.
Ellas, diosas histéricas, sufrían
las humillaciones y miraban
con desprecio a la platea
de adolescentes imberbes
y hombres solos. No renunciaban
a nada. Se aferraban a sus cuerpos,
antes gloriosos, y seguían
representando
su papel inverosímil. Bailaron,
cantaron,
mostraron el culo, exhibieron
sus tetas fofas. Luego del show
vinieron al bar,
esta extraña escuela de condenados.
Aquí, las vedettes, que una vez
lo tuvieron todo: amor, belleza,
dinero,
quedaron, indefensas, bebiendo su
copa,
fuera del escenario y de las luces.
Esas pobres mujeres me hicieron
pensar
en la poesía desvalida de nuestro
tiempo.
En los poetas grotescos, que cantan
y celebran la fealdad del mundo,
con expresión grosera,
y son el hazmerreír de muchos.
No tienen vergüenza de exhibirse.
Otrora soñaron en un mundo perfecto,
lírico, elevado, sin limitaciones.
Pero pasó el tiempo
y nunca llegó la palabra iluminada
ni la inspiración salvadora. Ahora
rinden culto a la vida y se
arrepienten
de sus sueños reaccionarios. También
pensé
en los otros, sus enemigos, que,
a diferencia de las viejas cocottes,
no saben vivir en la cruel realidad
y se refugian en un paraíso imaginado.
Los poetas burgueses, que cantan
al amor salvador y los sentimientos
nobles
en versos elevados. Esos que ignoran
el infierno, que no conocen la caída
ni sienten compasión por la
fragilidad
humana. El espíritu, finalmente, me
dije,
será el que nos guíe por este
desierto,
solos ante la duda. El espíritu
poético,
ese aura inmaterial que viaja por el tiempo,
y llega en el lenguaje y nos eleva, y
es
el espíritu santo. Miré a mi
alrededor,
alcé mi copa y brindé por las
vedettes.
Ellas me devolvieron la cortesía.
Luego nos quedamos bebiendo en
silencio.
La disciplina del alcohol me ayudó
a ensimismarme. Recordé un sueño
recurrente que tengo, en el que me
hundo
en lo más hondo y emerjo en un espejo.
Allí desesperado me contemplo
y me arranco a pedazos la piel del rostro.
Era sólo una máscara, descubro, y
detrás
encuentro otra y otra…Vivimos
escapando de nosotros mismos
y
poco a poco, sin saberlo,
nos acercamos a eso que somos.
Bebimos la última ronda de alcohol
suicida.
Cerró el bar y salimos a la calle, ya
bautizados.
La oscuridad nos acogió, en su
anonimato
generoso. Nos alejamos sin
despedirnos.
Solos en nuestra ley los
incorregibles.
Héroes también de la soledad y del
fracaso.
Ya el mundo me dolía menos
y estaban prontas a abrirse
las puertas del sueño y del olvido.
La Sibila
En la esquina de casa vive una
indigente.
La pobre está desequilibrada.
Vuelta hacia adentro, habla sola.
Parece tener algo más de treinta
años.
Los vecinos pasamos a su lado sin
decir nada.
Llegó al barrio hace un año.
Tendió sus mantas en la vereda,
cerca de una alcantarilla.
Ese lugar es su morada.
Allí come, duerme y pasa sus días.
Es una mujer moderna:
tiene una radio y una calculadora
rotas.
Mueve o aprieta sus botones
y conversa con ellas.
Quizás la entienden y le responden
cosas.
La hemos aceptado
como parte de nuestra realidad.
Los niños la miran con curiosidad.
Ella vive en su propio mundo.
Sucia, cubierta de viejos abrigos, en
invierno
y en verano, duerme junto a un perro
viejo
que se hizo su amigo
y es el único ser que le brinda
su calor, su cariño.
Cada mediodía le da de comer a las
palomas
las sobras de las sobras que recibe.
No nos presta atención,
ignora lo que pasa a su lado.
“Ha perdido la razón”, nos decimos,
pero no sabemos bien qué es la razón.
Parece que oye voces.
Quién sabe qué le dicen.
Para mí es como una sibila
que recibe mensajes del más allá.
Los vecinos procuran no acercarse
mucho.
Huele mal y seguramente tiene piojos.
No quieren contagiarse.
¿Qué nos pasaría si atravesáramos,
con ella, la pared invisible
y cruzáramos a ese otro lado,
que no conocemos?
Aprovechamos para hacer nuestra
catarsis.
Esta mujer sucia nos sirve para
limpiarnos.
Purgamos nuestro miedo
al abandono y al fracaso.
¡Oh indigente, oh inocente sibila,
perdona nuestras deudas!
¡Somos parte de tu miseria!
Tal vez sea esta una prueba
que dios nos envía
y somos nosotros los observados.
En este laberinto sin salida
guardo cierta esperanza de
resurrección.
Ella parece habitar
dentro de un sueño recurrente.
Yo creo que las voces que oye
son las mismas que hablan a los
poetas.
Hay en ella cierta belleza trágica.
Su vida parece una metáfora
del purgatorio o del infierno.
En su suerte veo reflejado
el destino fatal de muchos artistas,
ante la realidad, impotentes,
prisioneros de sus sueños.
Siento que expresa algo
que va más allá de lo que vemos.
Su silencio es un enigma
preñado de interrogantes.
¡Oh inocente sibila!
¡Concédeme un deseo!
Haz que desaparezca la distancia
entre dios y nosotros.
Mírame por una vez a los ojos.
Toma mis dos manos.
Confíame los secretos de tus
voces,
y dime, si puedes, quiénes somos.
El ahogado
Estábamos pasando con mi novia
el día en La Florida. No me refiero
a alguna playa de arena blanca en
Miami
sino al balneario municipal
de arena oscura, en Rosario.
Mirábamos desfilar, desde la orilla,
los camalotes viajeros
que descendían desde Corrientes
con su carga de serpientes y de
monos.
Nuestro amor era un amor sencillo
de pueblo o ciudad sudamericana,
donde los pobres
se bañan en el río de barro,
y los ricos
maquillan la realidad
con sueños prestados.
Finalmente nos ganó el hambre
y fuimos a un bar de la playa
a tomar cerveza y comer
sánguches de milanesa.
El sol se iba poniendo en el
horizonte.
Atardeceres de reflejos bermejos
del Paraná. Pareciera que el cielo o
dios
estuvieran heridos, y sufrieran,
por nosotros, que les hicimos daño.
Le dije a mi novia que quizá éramos
parte
de una fantasmagoría. Abrazados
a nuestro amor tierno
imaginamos que nos íbamos río abajo
a una selva de jaguares o tigres
americanos.
Podíamos, si queríamos, viajar en el
tiempo,
pensar que el Paraná era el río de la
vida
de cuya arcilla
había sido hecho el primer hombre.
Escuchamos gritos,
y vimos que los pocos bañistas
que quedaban, corrían
hacia un punto en la playa.
Nos acercamos al lugar. En el suelo,
extendido, había un joven,
con los brazos en cruz.
Un muchacho, a horcajadas
sobre él, le presionaba el pecho
con ambas manos.
El ahogado no reaccionaba.
Me aproximé a él: vi que tenía
los ojos abiertos. Su mirada vidriada
parecía buscar algo en el cielo.
Comprendí que estaba muerto
y que ya nada ni nadie
lo volvería a la vida.
Me pregunté que imagen última
se habría llevado de este mundo.
Y a quién habría llamado,
en los instantes finales,
de brazadas desesperadas, agónicas.
Nosotros preocupados por el amor
y él ya entrado en la muerte.
¿Cómo sería la muerte? El muerto
nos traía esa pregunta a nosotros
pasajeros del amor.
Mi novia, junto a mí, lloraba.
Estábamos en silencio, graves,
ante la tragedia inesperada.
El ahogado quedó tendido en la arena.
Nada podía hacerse. La gente
se fue alejando. Oscurecía.
La muerte tan cerca de la vida.
El final tan próximo al comienzo.
Sentimos en nosotros
la brevedad del mundo.
Percibimos nuestra mortalidad
y temblamos por la vida futura.
Quiera dios darnos vida, pensé,
y lo dije en voz alta.
Mi amada se abrazó a mí y, tristes,
emprendimos el regreso a casa.
Atravesamos lentamente la ciudad
en el colectivo del amor.
Al llegar, su madre preparaba la
cena.
No dijimos nada. Reunidos en familia
comimos empanadas y bebimos vino.
En la TV un joven cantor
entonó “Samba de mi esperanza”:
“El tiempo que va pasando/
como la vida no vuelve más”.
Mi novia y yo nos miramos
y nos tomamos de la mano.
Estábamos enamorados
de esa cosa que es la vida.
Dentro mío rogué
que perdurara en su ser.
Crónicas de tiempos
difíciles
Una visita a la Villa 31
La socióloga Catherine Simpson
ha llegado de visita a Buenos Aires
desde Nueva York, esa ciudad de
torres
y maravillas, isla o barco que flota
entre el East River y el Hudson
y enseña al mundo las banderas
de su gran paraíso mercante.
Es la ex-esposa de un amigo mío.
Sabía
que yo trabajaba para el Ministerio
de Desarrollo y Turismo y me
escribió.
Vino a conocer cómo viven nuestros
pobres.
Habla bien el castellano. Había leído
mi poesía y me aprecia.
Nuestros « cabecitas » son
materia de estudio
en las universidades de los ricos.
Norteamérica se ha cansado de
investigar
las condiciones de vida en sus guetos
negros,
sus barrios portorriqueños
y sus distritos mexicanos,
y ahora está en proceso de hacer un
catálogo
de la miseria universal
y de la barbarie que sumerge al
planeta.
Ni la represión policial,
ni las guerras fratricidas,
han resultado eficientes para detener
esa amenaza en expansión de la
pobreza,
y ha decidido mandar a sus doctores
en sociología y en genética
a visitar los guetos de África y
Latinoamérica
para buscar soluciones permanentes
a este flagelo de la humanidad.
Yo la recibí en el renovado
aeropuerto
de Ezeiza, que pretende (igual que
nuestra
oligarquía), parecerse cada vez más al
de Miami,
pero en chiquito. Partimos de allí a
su hotel
5 estrellas en Puerto Madero, el
antiguo muelle
de trasatlánticos de ultramar, hoy
barrio boutique
de nuestros empresarios
internacionales,
joya preciada de los inversionistas,
cotizada patria de los capitales
golondrinas,
donde lavan el dinero nuestros ricos.
Quedamos en recorrer al día siguiente
nuestra villa miseria más famosa,
hermana dolorosa de las favelas de
Río,
los pueblos jóvenes de Lima,
y las colonias pobres de México.
La pasé a buscar en una 4 x 4
del Ministerio. Se sorprendió
Catherine
de lo tan cerca que estaba la villa
del barrio insigne de nuestra
oligarquía.
La Villa 31 se levanta majestuosa
junto a la estación Retiro, entre las
vías
de los trenes, la autopista y el
puerto,
frente a los Tribunales de Justicia.
Entramos por sus calles de tierra,
surcadas de cloacas a cielo abierto,
flanqueadas de deshechos
y montones de basura maloliente.
Frente nuestro estaban las coloridas
casillas, ordenadas en hileras
superpuestas,
apiladas unas sobre otras, como las
latas
de conserva en el supermercado.
Unos niños sucios jugaban en un
potrero
improvisado con una pelota de trapo.
Al vernos pasar, uno de ellos,
enojado,
recogió de una zanja una gallina
muerta,
la revoleó con habilidad y la arrojó
contra la camioneta. Cruzó
a escasos centímetros del parabrisas.
Fuimos directamente a la capilla,
donde el cura villero, que se había
escrito
con nuestra embajadora gringa,
le dio la bienvenida. Le dijo
que había conocido, durante un viaje,
al Pastor de su Iglesia en el East
Side,
(Catherine era profesora
de la Universidad de Nueva York),
un polaco rubio y alto
que hablaba a los gritos,
pesimista y desesperado
como nuestros profetas de la pampa.
Poco después llegaron a la capilla
las madres de los comedores,
casi todas señoras maduras
de aspecto poco cuidado,
que sirven diariamente platos de
sopa,
pan y mate a los niños de las
familias
que no pueden alimentarlos.
Se fueron con el cura, todos juntos,
a recorrer a pie la villa. Los
siguieron
algunos chicos y los perros
callejeros.
Los hombres desocupados
que aguardaban un milagro a la puerta
de sus casillas, los observaban.
Yo me sentía mal y no fui con ellos.
Me disculpé. Era como si toda esa
miseria
me hubiera golpeado en el estómago.
Regresé a mi casa en el barrio
trabajador
y pobre de La Boca, patria del club
de fútbol
más famoso, en cuyo estadio, los
domingos,
las masas gritan su entusiasmo
y escapan de sus tristezas.
Tuve bastante trabajo en esos días
con las delegaciones: llegaron
agentes
del Fondo Monetario y los llevé
a la Embajada Norteamericana
y a la Casa de Gobierno. También
arribaron
profesores de la Escuela de Derecho
de Yale
para hablar con los jueces
de la Suprema Corte de Justicia.
Parece que nos conocen bien
y vamos recogiendo cierta fama,
o que vivimos en un país
de sirvientes y lacayos,
y recibimos órdenes y consejos
de nuestros amos.
Me pregunté quién podía creer
que la sociedad progresaba
y el mundo era cada vez más justo.
Habría que cuestionarle a Hegel
su optimismo histórico.
Razón tenía Marx cuando afirmaba
que cada día nos podrimos más,
y que la burguesía no planea
salvarnos,
sino vendernos por pedazos
en el mercado de carnes.
¡Ay Cristo, haz algo por tus
criaturas,
porque así no vamos a ningún lado!
Catherine me llamó por teléfono,
y me dijo que su visita al país
le estaba resultando muy productiva.
Tenía su agenda llena. Hablaría
inclusive
con la Ministro del
Interior, ¡una mujer!
No la volví a ver hasta varios días
después, en una recepción. Me pidió
que la recogiera el lunes para
llevarla
al aeropuerto. Ahí podríamos conversar
y despedirnos.
Pasé por su hotel temprano a la
mañana
y nos subimos a la autopista. Estaba
contenta.
Todo había salido muy bien. Había
recogido
mucha información importante.
Era una mujer de buen corazón,
debo reconocerlo, aunque no estaba yo
de acuerdo con su fe
en la compasión del capitalismo
que, ella creía, salvaría al mundo.
Me dejó como recuerdo un dibujo
hecho por un pintor sin manos
del Barrio Portorriqueño de Nueva
York.
Yo, a mi vez, prometí enviarle una
copia de este poema.
Me dijo que había corroborado en el
terreno
lo que tantas veces había leído en
sus libros:
era indispensable frenar la barbarie
de una vez por todas en
Latinoamérica.
Tenía todo tipo de sugerencias para
civilizarnos.
Recomendaba revivir la Alianza para
el Progreso,
e implementar programas médicos
estrictos
para evitar los embarazos indeseados
entre los pobres. También
necesitábamos,
insistió, mucha más policía,
porque solo la policía
podía combatir profesionalmente a los
ladrones
que se ocultaban en sus madrigueras,
y a los narcotraficantes que
infestaban
las villas y eran una amenaza
para las áreas residenciales del
centro.
Hacían falta escuelas al estilo
norteamericano,
que les inculcaran ideas de libertad
a los niños,
y planes del arrepentido
para promover el espionaje en las
villas
y ayudar a la policía en su misión.
En Ezeiza la aguardaba un pequeño
comité
de despedida de la Casa de Gobierno
que le entregó varios regalos: un
poncho,
un rebenque, unas espuelas. Le
dijeron
que ya los gauchos habían
desaparecido,
pero eran el símbolo de nuestra
patria criolla.
Se los había llevado el tiempo como
un día
el tiempo se llevaría la barbarie
villera.
La representante de la civilización
yanqui
se tomó el vuelo de American,
y se fue a hacer su informe sobre la
Argentina.
Esperemos que la solución propuesta
no sea la misma que ya sufrieron en
el continente
los indios, los gauchos y los
negros.
Yo creo que los pobres, a su modo,
en nuestra tierra, van resolviendo
el problema de su vivienda, dada
la notoria impiedad de los ricos y
del gobierno.
Resisten en sus casillas improvisadas
el paso del tiempo y aguardan
en los pasadizos de fango
que llegue la prometida piqueta
y la orden de desalojo.
Tener una casa es ocupar un lugar
en el mundo. No tener domicilio es
como ser
un muerto vivo. La villa, cueva de
traficantes
y refugio de abandonados, ese gran
escenario,
que visitan ahora, con curiosidad,
las delegaciones extranjeras,
es el teatro popular de nuestra
pobreza,
el espacio alegórico de nuestros
vicios.
Los argentinos somos creativos y
mitómanos,
reverenciamos el melodrama
e inventamos historias.
En la patria de Gardel, el Che y
Evita,
dios nos consuela. ¡Ver tanta miseria
junta,
quién diría, si dan ganas de
fotografiarla!
El Gran Cacelorazo del Obelisco
El día 14 de julio del 2016, al
anochecer,
los vecinos de Buenos Aires nos
reunimos
frente al Obelisco, testigo ocular de
nuestra historia,
grácil vigía y atalaya de este
Fuerte, la Patria,
para participar en el Gran Cacerolazo
Nacional.
No soy el único cronista que informo
de este evento,
pero uso el verso, y este cacerolazo,
por lo tanto,
se integra a la historia de nuestra
poesía,
para satisfacción de sus héroes
y de sus heroínas, las esforzadas
mujeres argentinas.
Utilizo el lenguaje expresivo que mi
pueblo
ama y entiende: imágenes visuales
llamativas
y decoradas metáforas cumbieras, para
sellar
el nuevo pacto con las multitudes
argentinas
en la forma poética del siglo
veintiuno.
Podrá mi ojo público viajar
por el espacio de las realizaciones
de mi gente,
testimoniar desde el cielo su gran
exquisitez,
y embriagarme, drone menudo,
con las cosas delicadas de su
espíritu.
Hemos comenzado nuestra jornada nacional
de Resistencia (palabra sagrada en la
lengua
de mi tierra, honrada por la
paciencia
de luchadores innumerables
en las horas aciagas del terror y la
dictadura)
contra un gobierno apátrida,
oligarquía estéril
y cipaya, que hambrea a su pueblo trabajador
y nos trata como a salvajes o a
bárbaros.
Impactante es la riqueza verbal de mi
gente,
los muchos hallazgos de su expresión
arisca y viva,
por eso mi indignación choca con la
policía
del idioma. Ya tuvimos, felizmente,
nuestros
libertadores de la lengua y de la
poesía,
y hoy podemos elevar el lustre de
nuestra voz
y dar lecciones de sensibilidad
a los vendepatrias y a los
reaccionarios.
Atesoramos una literatura
experimentada,
contamos con nuestros santos y
nuestros mártires,
y guay de quien se digne ofender su
memoria,
porque saldrán los poetas,
con las filosas espadas de sus
plumas,
a despenar a los asesinos de sus
versos.
Para los ricos de mi querida
Argentina,
sépanlo, nunca hubo nada más
despreciable
que su propio pueblo,
y así lo demuestran, crueles Nerones,
con sus actos y medidas de gobierno.
Por eso nuestra gente ha decidido,
como la Difuntita Correa, digna y
dulce,
luchar, heroica, por sus derechos.
Odiamos los privilegios
de nuestros ilegítimos oligarcas,
sirvientes arrogantes de amos
extranjeros,
que luego de enlutar al país
durante cinco décadas
con sus desgobiernos militares
y sus Juntas de asesinos en el pasado
siglo,
vienen hoy con sus vástagos,
educados en universidades gringas,
a traer hambre y miseria a nuestros
hijos.
Jamás se cansan los ricos
de atormentar a los pobres, así está
escrito,
y si no, lean el Evangelio, y visiten
las villas miserias que languidecen
junto a los barrios boutiques
de los poderosos, y vean a los niños
descalzos
mendigar por las calles y recoger
comida
de la basura. Por eso, en este 14 de
julio
fraterno, nos reunimos, libertarios,
para un Gran Cacelorazo de
resistencia popular.
El Obelisco está engalanado de
carteles
que vocean nuestra rebelión,
en este día en que florecen, junto a
las cacerolas,
los paraguas, porque hoy, como en
aquel
25 de mayo de 1810, cuando el pueblo argentino
inició su Revolución contra el
Imperio,
llueve en Buenos Aires. El cielo nos
acompaña
y está llorando por sus hijos
en el espacio alegórico
de nuestra movilización popular.
Todo tiene sentido, la ciudad habla,
cada ser y cada objeto son testigos:
estamos en la 9 de Julio, la Avenida
más ancha del mundo, hermanados,
Catones heroicos, en la gran rotonda
florida
que abraza al Obelisco, cantando
estribillos
y gritando nuestras razones,
expresando
nuestra indignación y nuestro enojo,
batiendo, con ritmo canyengue,
nuestras cacerolas disonantes.
Las fuerzas policiales, armadas con
rifles
de asalto, escudos y bastones,
uniformados
apocalípticos, acordonaron el
perímetro
de la manifestación, y amenazan
nuestra
seguridad, mostrando el poco valor
que tiene
en Buenos Aires la vida.
A nuestra oligarquía, estancieros
obesos
e industriales raquíticos, siempre le
ha gustado
reprimir con su policía a la gente
pacífica,
y mandar, llegado el caso, al asalto,
al mismísimo Ejército Nacional,
mercenario
del país de los potentados, para
contener
el avance de los disconformes, incitándolo,
si hace falta, a disparar contra su
pueblo.
Mientras tanto, yo, el poeta, y más
que el poeta,
el maestro, el viejo maestro que soy
y he sido,
y cronista y periodista ocasional
en que me transformo, cuando la
urgente
situación lo exige, testimonio, en
esta ocasión,
para Radio FM La Boca, y sus radios
afiliadas
y amigas: FM La Colifata, FM Caterva,
Radio La Milagrosa, Radio Bemba y FM
Riachuelo,
el enojo de las masas contra el
gobierno
por el aumento indiscriminado de las
tarifas
de los servicios del gas y de la luz
en un 700 %
(increíble no?).
Así sacan las cuentas en mi patria
los ricos,
que liquidan con rabia cruel y
arrogante
el sudor cautivo del trabajador mal
alimentado.
Hay en la protesta mayor cantidad de
mujeres
que de hombres. Las cacerolas son el
símbolo
de la labor continua y esforzada de
las madres
en sus hogares, y las combativas y
valientes mujeres
quieren hacerse escuchar. Raudas
recorren las filas,
amazonas guerreras en la batalla
contra la Hidra
de crueles egos de la oligarquía
carnicera.
Arrecian los cánticos contra los
responsables
de la miseria; tantos crímenes han
cometido
a lo largo de nuestra historia
que llenan con sus hechos
páginas oscuras de sufrimiento y de
oprobio.
Primeras en la fila, se destacan las
Madres
de Plaza de Mayo, ancianas
esforzadas,
armadas, bajo la lluvia, de coraje,
con sus característicos pañuelos
blancos;
los miembros de la Tupac Amaru,
rostros
de bronce, perfiles de hacha,
piden, en sus carteles, por la
libertad
de la militante indígena Milagro
Sala,
prisionera política del gobierno;
varias organizaciones piqueteras
agitan
las acosadas banderas de sus
consignas;
el Partido Obrero hace flamear su
estandarte
rojo, insignia de la guerra de
clases;
Barrios de Pie forma ante el muro
policial,
barrera sin misericordia,
una procesión de conciencias.
Reconozco de pronto, en la
muchedumbre,
algunas caras: son los jóvenes
estudiantes
del colegio de mis desvelos
que se han hecho presentes en esta
hora.
Rostros osados, ojos luminosos,
sonrisas fáciles,
me siento orgulloso de esos jóvenes
centinelas
idealistas. Me gritan: « ¡Profesor ! ».
Los saludo
agitando mis dos brazos. « Mire
si nos viera
Martín Fierro », dice uno. Levanto el
pulgar,
aprobando su ingenio. Están en mi
nuevo curso
de Literatura Argentina en la
« Escuela
de la Ribera », donde estudiamos
y discutimos
muchos grandes libros nuestros.
Juntos leímos el Martín Fierro y Operación
masacre.
Son muy inteligentes. Me alegra que
hayan venido
a esta inolvidable protesta popular.
Me honra
la profunda conciencia social de
estos muchachos,
hijos de los trabajadores de mi
barrio, La Boca,
antigua casa de inmigrantes y refugio
de humillados, cuna ilustre de
luchadores
anarquistas y socialistas
admiradores de Almafuerte y de
Carriego.
Sé que mis prédicas morales arrecian
en mis clases
(« No te des por vencido, ni aún
vencido,
no te sientas esclavo, ni aún
esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y acomete feroz, ya mal
herido. »),
pero no fueron ellas las que los
persuadieron
a venir, sino las ideas emancipadoras
de José Hernández y Rodolfo Walsh.
Todos al unísono batimos las
cacerolas,
los argentinos somos músicos de
corazón.
No hay mejor ritmo que el que nace
de la indignación. En este país pasan
muchas cosas. Protestan las madres de
familia,
las organizaciones barriales, el
Partido Obrero,
los Peronistas, los estudiantes. Se
escuchan
cánticos : « Macri,/
basura,/ vos sos la dictadura ».
El Jefe de la Policía da la orden a
su escuadrón
de avanzar. Infiltrados de
Inteligencia nos provocan.
Escuchamos los insultos:
« negros grasas, cabecitas,
muertos de hambre, viejas de mierda,»
gritan.
Son las mismas expresiones resentidas
y racistas
de desprecio que utilizan las señoras
en Barrio Norte y Recoleta, el
enclave
de los ricos, para referirse a sus
sirvientes
en sus conversaciones. Para estos
agentes
y espías del gobierno, los
trabajadores
no tienen valor humano alguno.
Mientras, en nuestro grupo, por
encima
del estruendo de las cacerolas, se
escucha,
al unísono, nuestro clamor: « ¡queremos trabajo ! »,
« ¡tenemos hambre ! »,
« ¡no podemos pagar
las facturas ! »,
« ¡no al tarifazo ! ».
Es la luz de la voz multitudinaria
iluminando
la oscuridad de la barbarie macrista.
Los argentinos
hacemos cosas esenciales con nuestro
lenguaje,
la palabra para nosotros es un arma
cargada de belleza,
bandera de identidad para develar la
verdad
propia a los hermanos. Periodistas y
maestros
nos reconocemos en su dignidad
redentora.
La clase popular se bate contra la
oligarquía
entreguista. Estela de Carlotto, la
viejecita ilustre,
Abuela de los desaparecidos, está
allí, y viene
a saludarme; la abrazo, me dice
« poeta », y envía
por mi intermedio su saludo a los
jóvenes rebeldes
de FM Riachuelo. Yo le prometo
escribir una crónica; aquí cumplo;
poesía e historia siempre se dan la
mano.
Es importante dejar testimonio del
presente.
Estamos en tiempos difíciles. La
Historia,
la Literatura y la Política son los
faros
que han iluminado las luchas de los
pueblos
en Hispanoamérica. Mañana,
seguramente,
la prensa oficial infame, la de los
plumíferos
serviles, cómplices del poder
vandálico
y del capital corrosivo, sembrará sus
mentiras.
Explicará que éramos minúsculos y nos
había
mandado el Peronismo, y aún el
Comunismo,
promoviendo el odio en las falanges
macristas.
No es cierto y les explicaré todo, en
esta, mi crónica
urgente: la gente salió a la calle
porque la calle
es nuestra, y esta élite de
vendepatrias, de cipayos
al servicio del capital sangriento
que dice
que nos gobierna, no va a meternos
miedo.
Los conocemos desde hace tiempo.
Estos Gerentes
son los hijos y los sobrinos de los
Generales,
que asesinaron a los familiares de
numerosos
jóvenes que nos acompañan en esta
protesta.
Entre ellos hay muchos hijos de
desaparecidos.
Recuerdo bien esa época infame,
porque yo
estuve en la patriada de los que
luchaban
por la libertad, y supe del poder de
fuego
de sus armas de exterminio,
gemas sangrientas, obsequio del
Pentágono.
La resistencia de los pueblos
contra los amos imperialistas que nos
explotan
es tan antigua como el continente
Americano.
Producto somos de ese abuso incesante
y brutal del capital sobre el
trabajo,
esclavo o libre, más esclavo que
libre finalmente.
El capital paga el sudor del obrero
con balas
y con hambre. En nuestra lucha,
nosotros
nos civilizamos y aprendemos a ser
libres,
mientras los patrones, esclavos de su
inhumanidad,
buscan hundir al mundo en el terror y
la barbarie.
Este poema aspira a ser esa escuela
donde los hijos aprendan un día de
las luchas
de sus padres. Mis crónicas son
barrocas
y melodramáticas, excesivas y desbordantes
como nuestra gente. Sus comparaciones
y metáforas dan ejemplos
de nuestro valor, de nuestra fe y
coraje.
Llega la hora de terminar la
patriada.
Vamos plegando con amor nuestras
banderas.
Nos despedimos de esa viril torre
marmórea
y catedral porteña, el Obelisco, blanquísimo
contra el fondo oscuro del cielo
nocturno.
Testigo es del espíritu de lucha de
sus hijos.
Empezamos poco a poco a
desconcentrarnos
sobre la gran explanada de la 9 de
Julio,
y la Avenida Corrientes, nerviosa de
marquesinas
luminosas y teatros acogedores. Al
fondo
de la Gran Avenida de nuestra
independencia,
en el edificio del Ministerio de
Obras Públicas,
se ve el mural azul y blanco,
titilante de luces,
con el retrato gigante de la inmortal
Evita,
custodio de los humildes.
Hormigas sigilosas, gritando a voz de
cuello
nuestras consignas, prometemos
volver,
horadar con nuestro trabajo
las leyes injustas con que nos
aplastan
y nos anulan los crueles dueños del
capital,
y ocupar las calles que son nuestras,
trazar nuevos caminos a la esperanza.
Exigimos justicia. Somos la caridad y
la fe.
Nos vamos en silencio a nuestros
hogares
empobrecidos, a comer
el pan amargo de la desdicha.
Pueda, amigos de la radio, La Boca
del Riachuelo, nuestra antigua
República
de chapas, colorida y costumbrista,
a la que fiel regreso, pronto
levantarse
de su postración de barrio marginado
(marginado, que no desheredado,
porque es heredero de los murales
alegóricos
de Quinquela Martín, los tangos
sentimentales
de Juan de Dios Filiberto, los textos
morrudos
de Washington Cucurto y los poemas
argentinos
de Alberto Julián Pérez),
víctima y testigo del abuso y el
desprecio
que sufren en Argentina las
sacrificadas masas
populares y, con todos los otros barrios,
sumarse al Gran Cacerolazo de la
insurrección,
para fundar una República en
libertad.
En Argentina necesitamos una nueva
revolución:
la de los pobres contra los ricos,
la de los hijos contra los padres,
la de las mujeres contra los maridos
tiránicos,
la de los débiles contra los fuertes
opresores,
la de los poetas contra los malos
políticos.
Qué nos queda a nosotros, los
desvalidos,
los ignorados, jóvenes Adanes, sino
alimentar
esa esperanza, y desear que, esta
vez, las balas
de la oligarquía dirigidas al pueblo,
erren
el blanco. Que reconozcan nuestra
humanidad
queremos. Por nuestra parte
prometemos,
que haremos que comprendan
y sientan lo que es la Patria.
La llevamos aquí en nuestros
corazones,
tesoro espiritual, precioso tatuaje
sin precio.
Parece una vieja verdad o una
superstición,
pero, aquellos que la han sentido,
saben
lo cerca de dios y de la vida que
está la antigua
casa del Padre, nuestra Patria.
¿Cuándo empezó todo esto ?
¿Cuándo los héroes se volvieron
villanos ?
¿Cuándo los libertadores se
hicieron opresores?
¡Oligarcas, vendepatrias,
asesinos !
¡Arrepiéntanse de sus crímenes!
Están a tiempo. Generales de
Latinoamérica,
que han olvidado quién es el enemigo,
y han apuntado las armas contra sus
ciudadanos;
oficiales criminales de la Armada
que lanzaron a las madres y a sus
hijos al vacío
desde los aviones militares;
crueles torturadores de jóvenes
estudiantes;
abogados vueltos policías, que
persiguen al débil,
en lugar de protegerlo;
jueces de las cortes mediáticas de
Justicia,
que montan el show a pedido de sus
amos,
y crean cortinas de humo cómplice
para ocultar sus latrocinios;
explotadores
racistas que pagan con nuestra sangre
intereses a sus patrones extranjeros;
nuevos gerentes de los capitales
de sus padres genocidas; terratenientes,
nietos de ladrones de tierras y
asesinos
de indios; sepan que esta es también
su Patria.
Somos el Pueblo, y aceptamos
compartir
con Uds. nuestro país, aunque no lo
merecen.
Bárbaros, cipayos, apátridas…
« Arrepiéntanse, únanse a la
civilización
de los justos », clama la voz en
el desierto.
Los pobres todo lo
perdonamos, porque
somos nosotros, por voluntad de Dios,
la Verdad y la Vida, y les haremos un
lugarcito,
aquí, en este fogón abierto,
junto al rescoldo tibio de nuestros
corazones.
Muchacha cama adentro
El domingo, pasado el mediodía,
después de almorzar un buen bife
argentino,
asado a punto, y regado
con un vaso de vino ordinario,
en un bodegón de La Boca,
mi barrio, no recomendable
para los espíritus finos,
me tomé el 130 rumbo a un sitio
poco frecuentado por mis vecinos:
el elegante distrito de Recoleta,
cuna de nuestra arrogante clase
adinerada,
para visitar el Museo de Bellas
Artes.
Hacia allí me llevó la curiosidad,
bichito
que me picó por culpa de la crítica
de arte
Laura Malosetti, a quien no conozco
en persona,
pero a la que ya debo este poema,
y no sería injusto dedicárselo.
En un artículo en que habla sobre el cuadro
« Le lever de la bonne »,
« El despertar
de la criada », de Eduardo
Sívori, pintor argentino
nacido en 1847 y muerto en 1918,
dice,
para intrigar al lector, que fue
pintado
para su exhibición en el Salón de
París de 1887,
y que la fotografía que se tomó del
mismo
en aquel entonces, demuestra que la
obra
que hoy conocemos, expuesta en el
Museo
de Bellas Artes, como parte de su
colección
permanente, « presenta algunas
diferencias »
y no es exactamente la misma
que se exhibió en París en 1887.
Motivado por la nota, quería ver la
pintura
con mis propios ojos y tratar de
entender
qué se escondía detrás de todo esto.
Yo ya admiraba un importantísimo
cuadro
de Sívori, que había visto en el
Museo
de Quinquela, en La Boca : « La mort
d´un paysan », o « La
muerte de un
campesino », de 1888, que Don
Benito
compró para su museo en 1938, y
rebautizó
« La muerte del marino »,
integrándolo así
a la problemática del paisaje
boquense.
Esa pintura trágica nos presenta a un hombre
pobrísimo en su lecho de muerte,
ante el dolor y el desconsuelo de su
mujer
y sus hijas, que lloran, desesperadas
e impotentes. La dura escena golpea
al espectador. Al mirarla me sentí doblegado,
con el corazón grave, cargado de
piedad.
Tanto nos intimida hoy el final de la
vida
como en aquel pasado. Nuestra alma
busca,
sedienta, la inmortalidad.
Llevé para releer en el 130 la novela
de Emile Zola, L´ Assommoir, La taberna,
de 1877. Esta obra célebre del gran
francés,
creador del movimiento Naturalista,
fue la primera en denunciar con
crudeza
las terribles condiciones de vida
de los trabajadores, bajo el gobierno
reaccionario
de Napoleón Tercero. Zola afirmó
que había querido escribir « une
oeuvre
de vérité…qui ne mente pas et qui ait
l´ odeur du peuple». Lo dijo para
defenderse
de la crítica de sus enemigos, que
ayer
como hoy abundan dondequiera, para
atacar a los grandes artistas de su
tiempo.
Zola retrató la vida de los obreros
y de las mujeres pobres como nadie.
Sívori, que lo admiraba, vivía en
esos años
en París, decidido a ser un pintor de
peso,
y regresar victorioso a su país un
día,
como efectivamente sucedió.
Bajé del colectivo frente al edificio
de la Facultad de Derecho, nuestro
arrogante
Partenón. Al otro lado de la Avenida
estaba Plaza Francia, el corazón de
Recoleta,
la privilegiada zona, hogar de
nuestra
oligarquía, tantas veces enfrentada a
su pueblo.
Allí vive la otra parte del país, en
esta, nuestra
Argentina de hoy, dividida e
irredenta.
No me gusta ir a territorio enemigo,
pero es que esta gente, que se cree
dueña
de todo, se ha apropiado de nuestro
arte,
no ha entendido que los artistas
pertenecen
a su pueblo, aunque ellos no lo
quieran.
Yo estaba allí, entonces, para
reclamar,
como poeta, en nombre de los creadores
fervorosos de la plebe, nuestro
derecho a ser,
a expresarnos, nuestra libertad,
que tantas veces nos negaron
estos esbirros del infierno.
Caminé hacia el edificio del Museo de
Bellas Artes
y atravesé su pórtico de rojas
columnas. Ansioso
como estaba por descubrir la verdad,
fui
directamente a la sala de los
pintores argentinos
del siglo XIX, y allí me detuve
frente al soberbio
cuadro. Su título, « El
despertar de la criada »,
no develaba el enigma central la
obra. Una
sensualidad natural, un estado de
erotismo
que sacudía la fibras íntimas del espectador
emanaba del cuerpo de la mujer. Había
algo
que el forzado título encubría.
¿Habría sido
una solución de compromiso que tuvo
que adoptar nuestro pintor, falseando
la autenticidad de su arte, para
defenderse
de los prejuicios y amenazas de
ciertos grupos?
Las críticas destructivas y sus
ataques tienen
que haber resultado una presión
insostenible
para Sívori. Mucho dependen, por
desgracia,
los artistas plásticos de sus patrones…
Sívori, el artista, amaba, como Zola,
perderse
en los bajos fondos para observar la
vida cautiva
y miserable de los más pobres. Vio
desfilar ante él
a las obreras, las sirvientas, las
prostitutas,
las madres solteras…seres marginales,
sufrientes,
castigados…Una de esas mujeres, creo,
aceptó
posar como su modelo. Había
reconocido en ella
el espíritu, que necesita el artista para
llegar
al alma dolida y buena, tierna y
necesitada
de su personaje…La desnudó por fuera
y por dentro, y esa mujer fue toda
las mujeres,
y su imagen fue símbolo de los
crímenes
de una sociedad contra sus hijas
indefensas…
Su cuadro recibió en Francia críticas
negativas…
No podía ser de otra manera. La
oligarquía
francesa no es mejor que la nuestra.
Hermanos
en la explotación y el desprecio a su
gente.
La pintura de Sívori muestra a una
joven mujer,
sin ropas, en su cuarto. Está sentada
sobre
su cama deshecha…Sus formas son
abundantes,
sus pechos grandes y generosos. Sus
pies
están deformados, son feos. Mira
hacia abajo,
con tristeza. Tenemos la sensación de
que algo
la avergüenza. Va a vestirse. Junto a
la cama
observamos una mesa de luz, con una
vela.
Medio rostro queda oculto en la
penumbra.
Malosetti argumenta, en su
documentado artículo,
que en la foto de la obra, tomada en
París
durante la exhibición de 1887, no
aparecía
en la mesa de noche el candelabro que
vemos hoy.
En su lugar había una jarra grande y
una palangana…
En la parte derecha del cuadro, sobre
la pared,
en un área ahora oscurecida e
invisible, había Sívori
pintado un estante que contenía
« potes y artículos
de tocador ». Es evidente que la
obra original
no era el retrato de una sirvienta,
como declara,
engañosamente, su título contemporáneo,
sino
el de una prostituta, o, quizá, como
es común
en Buenos Aires, el de una sirvienta prostituida,
para entretenimiento del gorilaje
cipayo.
Los que visitaron la exposición,
escandalizados
por el tema, que unía la sexualidad
con
la explotación y la pobreza, lo
criticaron:
la hipócrita burguesía francesa
se sintió descubierta en sus oscuras
prácticas
« higiénicas ». Censurado
el tema, Sívori
comprendió que recibiría la misma crítica
en Buenos Aires. Se vio ante un difícil
dilema.
Enfrentarse a los arrogantes y
poderosos
patrones del arte y defender su
libertad
de autor, o ceder antes las
presiones…
Terminó sacrificando,
lamentablemente,
su independencia de artista y lo
transformó
en un cuadro pío: el de una triste sirvienta
que despierta en su lecho, temprano
por la mañana... Han quedado,
felizmente
para nosotros, evidencias de la
intención
original del pintor registradas en la
escena.
Habría de reivindicarse de esa
situación
humillante, con el cuadro que presentó
en el Salón de París al año
siguiente,
« La mort d´ un paysan »,
« La muerte
del campesino », que hoy
albergamos felizmente
en La Boca, la casa del pueblo
trabajador,
gracias a la generosidad y altruismo
de ese
gran pionero del arte social que fue
Don Benito
Quinquela Martín, quien lo compró
con su propio dinero para su museo.
En esa obra pudo expresar Eduardo
Sívori
su sincero amor por los pobres y
marginados,
y denunciar ante la sociedad
la desprotección de los humildes…
La escena central de «El amanecer de
la sirvienta»
tiene lugar en el triste momento de
la noche
en que las muchachas pobres ejercen
el oficio,
y venden a los hombres pudientes la
flor deseada
de su sexo. Tal como sucede hoy en
los appart hotel
de Recoleta, barrio selecto, donde
los traficantes
de putas ofrecen su mercancía más
fina. La actitud
depresiva del personaje denunciaba la
humillación
y el mal trato del que son víctimas
las muchachas
prostituidas. A la oligarquía le
gustaba ocultar
la « ropa sucia ». Expertos
son en el oficio indigno
de maquillar, con mala fe, sus
atropellos
y justificarlos como parte de sus
« sanas
costumbres », encubriendo sus
delitos
tras los relatos engañosos de sus
crónicas sociales.
Conmovido quedé por el cuadro de
Sívori,
nuestro primer gran pintor
naturalista,
que no realista, como afirma mucha
crítica
tibia y reaccionaria. Siguiendo a su
maestro
Zola, buscaba decirnos algo
sobre la desprotección de las
mujeres. Aún
en su versión de hoy, modificada y
corregida,
víctima de la censura de los sabuesos
del sistema,
sentimos la fuerza de su mirada
cristiana
y compasiva. Sívori fue un artista
comprometido
con su tiempo, al que la oligarquía
del Ochenta
le torció la mano para justificar su
liberalismo
adocenado. Admiraban a las élites
francesas
y su visión
racista de la « civilización »,
tan en boga entre nosotros.
tan en boga entre nosotros.
En el salón de París de 1887
los burgueses reaccionarios eran
mayoría.
Sívori regresó de Francia y su cuadro
causó
asombro y generó polémica en Buenos
Aires.
Allí está hoy su testimonio en el
corazón
de Recoleta. El pintor, resignado,
había modificado la temática de su
obra.
A pesar de las alteraciones, el
retrato
de la joven mujer había mantenido
la fuerza expresiva de su estilo
renovador.
Cuando el arte es auténtico, su
espíritu vive;
un aura inmaterial lo envuelve; nace
de él
una conciencia nueva (¡cómo duele
la realidad « natural »,
triste y desoladora,
de la selva darwiniana!).
La
sociedad carnívora sigue acosando
a los mismos sujetos: los más
frágiles, los más
tiernos, los más débiles y sensibles.
Los artistas,
intimidados, disfrazan sus
sentimientos
para no ser perseguidos por los
perros
del estado policial. Ellos no dejan
hablar.
Silencian. Espían, censuran y
reprimen.
El pensamiento no se expresa
libremente
en un país donde castigan
y mienten al pueblo. Pobreza cero.
Saqué una foto del cuadro con mi
teléfono
y me fui del museo. Llevaba conmigo
el testimonio de una sociedad
tramposa
e infame. Había que reescribir la
historia.
Los políticos de la Generación del
Ochenta
se jactaban de ser miembros de una
élite
progresista y liberal: mentira, fue
una
generación cipaya, oportunista,
vendida,
corrupta, ladrona. Sívori era mejor
que muchos de sus contemporáneos:
que muchos de sus contemporáneos:
no se dejó comprar por el canto del
cisne
simbolista. Prefirió aprender de
Zola,
descubrir el París marginal de los
humildes,
codearse con sus hermanos
anarquistas.
Por eso lo censuraron.
La tarde estaba hermosa. Crucé a
Plaza Francia.
Ascendí la barranca hasta llegar a la
entrada
del Cementerio, donde descansan
grandes héroes
nacionales, como el Almirante Brown, nuestro
irlandés de hierro, y Facundo Quiroga (enterrado
de pie, listo a desenvainar la espada
para defender
a su país), junto a muchos
reaccionarios
vendepatrias (Sarmiento incluido) y a
figuras
políticas luminosas, como la inmortal
Evita.
También está allí su detractor, el
General Aramburu,
que secuestró y mancilló su figura
querida y pagó
con su vida la afrenta hecha al
pueblo peronista
(¿podemos, mágicamente, robar un
cuerpo
para hacer desaparecer su espíritu?
¡Ah, la ingenua maldad de los
gorilas!).
Seguí mi camino. Atravesé la plaza y
arribé
a La Biela, uno de los cafés
históricos más lindos
de Buenos Aires. Me tenté y entré a
tomar algo.
En el amplio salón vi, sentadas,
junto a una mesa,
las esculturas de Bioy Casares y
Borges, antiguos
clientes. ¿Qué hacían allí? Es cierto
que Bioy
era hijo de una familia de oligarcas,
y vivió
en el barrio, siempre de rentas, sin
trabajar.
Así disfrutan de sus privilegios los
descendientes
de nuestra oligarquía vacuna, que
desheredó
a los herederos nativos de su tierra,
¡pero Borges, el escritor más
destacado
de nuestra literatura nacional, allí,
en Recoleta,
en medio del chetaje conservador de
viejos
Generales retirados y gerentes de
empresas
quebradas por sus dueños! Me pareció
injusto…
Me dije que el gran viejo ciego no
les pertenecía…
No quiso ser enterrado en su
cementerio,
se fue a morir a Suiza, el país que
lo acogió
con amor en su adolescencia. Sin
embargo…
es cierto que aceptó dádivas de
Aramburu,
el tirano golpista que enlutó nuestra
Patria,
proscribió de las urnas a los
trabajadores y pisoteó
la Constitución a gusto. Hizo nombrar
a Borges
Director de la Biblioteca Nacional y
profesor
de Literatura Inglesa en la UBA,
títulos
que merecía, pero… ¿aceptarlos
de manos
de un represor y genocida, asesino
de los obreros de José León Suárez,
sin decir una palabra? Viejo
reaccionario…
quizá esté bien en La Biela… El
pueblo,
sin embargo, es el verdadero dueño
y heredero de sus lúcidas historias
y de sus versos. Ya ni al mismo
Borges
le pertenecen. Los artistas se deben
a su gente.
La literatura y el mito viven en el
pueblo.
El arte, como el agua, se decanta
hacia abajo.
Frente a mí, sentado en una mesa,
reconocí
a Juan José Sebrelli, ya muy viejito.
Iba siempre a ese café, me habían dicho.
El talentoso autor de Buenos Aires, vida
cotidiana y alienación, antiguo sartreano,
es hoy escritor pesimista y
claudicante,
al servicio de aquellos que saben
cómo premiar a sus sirvientes
letrados
(no debe el escritor dejar que le
pongan
precio a su pluma; que nos guíe el
amor
a nuestro destino, y no la vanidad
del aplauso).
Y ahí estaba yo, testigo de las dos
Argentinas
enfrentadas, que luchan
por apropiarse de la común memoria.
Está bien, me dije, que Recoleta
albergue
en su seno, barrio de falsarios, avergonzados
de nuestra identidad, la pintura
adulterada
de la pobre prostituta explotada,
transformada
en sirvienta de ellos, siempre de
ellos. Así
muestran el desprecio por el trabajo
humano,
la arrogancia de su cuna reaccionaria.
Y que La Boca, el antiguo amparo de
inmigrantes,
el señero abrigo de conventillos de
chapa, guarde
y honre, en la casa de su hijo más
dilecto,
la pintura del trabajador, campesino
o marino,
abandonado en su lecho de muerte…
La herencia espiritual de la cultura
estaba en juego,
y yo había ido a proteger lo que era
mío. Que no enloden
la memoria de dolor y verdad de la
gente
que valoraba y defendía eso que
somos.
Que no alteren y deformen
nuestra historia con sus mentiras.
El arte, como la religión, llega, con
su canto
de cisne, por igual, a explotadores y
explotados.
Cajita de resonancia de todas las
promesas,
es elevado altar de sueños patrios.
En un mundo
sin profetas ni redentores, debe cada
uno
velar por los que ama: que se levante
el pueblo
y dé su vivo testimonio contra la
apostasía
y el cinismo de los poderosos.
Salí de La Biela y fui a la Avenida a
tomar otra vez el 130.
Quería defenderme de tanta
decadencia. La seda
olía mal en Recoleta. Volví a La
Boca, mi barrio pobre,
donde los compañeros respiran a sus
anchas.
No sólo de pan vive el hombre. La
nación es fuerte
en su Bombonera. Aquí me regalo con
la generosidad
de los míos, y puedo escuchar los
tangos de Filiberto,
reconocerme en los murales de
Quinquela, y unir
mi voz a las de los poetas amigos en
FM Riachuelo.
Me despido entonces de Laura
Malosetti,
que nos ayudó con sus sospechas a
despejar
este misterio. Eduardo Sívori retrató
la miseria,
que había descripto Emile Zola. No le
fue suficiente
la realidad del Realismo: avanzó más
allá, buscó
en la experiencia humana una verdad
profunda.
Nos mostró el alma del pobre con su
dolor,
por dentro. Se vio reflejado en la
desventura
del otro, como en un espejo. El fue,
en su corazón
de pintor y poeta, la prostituta
despreciada;
él, la sirvienta. Eduardo Sívori, el
Naturalista,
es artista nuestro.
Pobre muchacha cama adentro,
trabajadora
humillada… Esclavizada a tu lecho,
carne fuiste
de suburbio, mancillada. Zola, en sus
novelas,
se acercó a vos con compasión de
hermano.
Sívori, enamorado de tu cuerpo, te
acarició
con su pincel. En mi poema, te
imagino, diosa
de hospital, hermana de Baudelaire. Ahora,
en Buenos Aires, eres nuestra,
guardamos tu exquisita carne en el
artístico
retrato y con vos comulgamos en la
misa
de los desamparados. Le lever de la
prostituée.
Le lever de la bonne. Paris y
nosotros.
Anarquismo y socialismo. Revolución y
libertad.
Quedaste como prenda de nuestros
comunes
destinos. Mi mirada descubre y decora
con pasión tu humildad. Que este
poema
te devuelva a tu verdadera historia
y te haga justicia.
MURALES
Sábado a la noche, cumbia
El sábado a la noche, ya muy tarde,
a la hora en que salen en Buenos
Aires
los espíritus inquietos,
fuimos con mi amigo Pancho
al bailable de Constitución
Radio Studio, el Gran Gigante,
uno de los clubes de música tropical
más afamados de la ciudad.
Allí se pueden escuchar
a las grandes estrellas de la cumbia,
a los reyes de la música grupera,
y hasta deleitarse con las
selecciones afrodisíacas
del DJ y gran gurú Machu-K,
considerado el mejor
por la muchedumbre que llena la enorme
bailanta
los fines de semana. Pancho me había
avisado
que esa noche cantaba la Princesita
Karina,
una de mis artistas favoritas, por la
dulzura de su voz
y su carisma, y no podía perdérmela.
Subimos a un colectivo en Caminito.
Atrás quedaron las flores del
Riachuelo.
Atravesamos la Avenida Brown en La
Boca;
nos internamos en San Telmo y, al
llegar a Brasil
y Bernardo de Irigoyen, descendimos.
Era la entrada simbólica a
Constitución, el barrio
así llamado en homenaje a nuestra
Carta Magna.
Invocamos a la musa de Rodrigo,
solicitando su autorización nochera,
y nos pusimos a tararear “Amor de alquiler”,
una de sus canciones más bellas:
“Amor de alquiler/ que no me reprochas
que tarde he llegado,/ amor de alquiler,/
tu nombre en mi piel lo llevo tatuado;/
amor de alquiler,/ no importa saber
con quien has estado,/
amor de alquiler,/ quisiera poder
morirme a tu lado!”
Pasamos por abajo de la opresiva
autopista
elevada, sucia y gris arcada que afea
y denigra la antigua y libre traza urbana,
cicatriz de cemento que nos hizo
sentir
la decadencia del Sur abandonado.
Fue obra de destrucción de la piqueta
del Intendente militar de facto
Osvaldo Cacciatore,
de siniestro legado, durante los años
setenta.
(El Almirante tiene una importancia
simbólica
en nuestra crónica: delirante Militar
del Proceso,
enlutó a los argentinos con sus
crímenes.
Su acción militar más recordada
fue la masacre de Plaza de Mayo, en
1955,
cuando bombardeó primero y luego ametralló
con su avión la Plaza y la Casa de Gobierno,
asesinando a 400 civiles indefensos.
En premio, la Junta Militar del
Proceso
lo designó, 21 años después,
Intendente en ejercicio
de Buenos Aires. La Autopista de
Cacciatore
hoy conecta a Constitución
con el Campo de exterminio del
Olimpo,
donde sus Comandantes amigos
continuaron su obra. Al final del
Proceso
habían asesinado a 30.000 argentinos.
Después de pasar por el Olimpo
la autopista se pierde en el vacío,
en un gesto nihilista y suicida de
odio
y de impotencia. Profundizó la grieta
y herida abierta, dolorosa,
que separa a las dos Argentinas:
la Argentina de la oligarquía y sus
aliados cómplices,
nacionales e internacionales,
de la Argentina del pueblo de Perón y
Evita,
trabajador y obrero.)
Se extendía frente a nosotros
la enorme Plaza de Constitución,
la antigua Playa de las Carretas,
a cuyo mercado antaño llegaban los
frutos
de la agreste y romántica pampa,
junto a los acentos y cantos
de sus gauchos y troperos.
Atravesamos la Estación de Trenes,
ampliada casa de la vieja Estación
del Sud,
exquisita joya de la arquitectura
pública
de estilo francés, diseñada,
paradójicamente,
por un arquitecto inglés
y otro norteamericano (entre ellos se
entienden),
a fines del siglo XIX.
Nos internamos, dichosos, sintiendo
ya
la pasión del malevaje, por las
calles vecinas,
con sus coloridos negocios de ropa
barata,
sus piringundines al 2 x 1
y sus torvas pizerías, frecuentadas
por la gente menuda, que busca algo
lindo
y barato que ponerse, y por las putas
y travestis que, mientras se prueban
la ropa de moda,
o comen una porción con doble
musarela,
ofrecen sus servicios.
Dejamos atrás esas calles. Nos
dispusimos
a entrar de una vez por todas
en un terreno más espiritual y firme:
el de la caliente ternura y el
perfume animal
de la noche del sábado.
Nos dirigimos al baile. Pronto
sentiríamos
la esencia de las lindas chirusas
bañadas en colonia
y el aura de los varones que
exhalaban
su fragancia de hormonas.
Llegamos a la magia de Radio Studio,
el gran salón de música tropical,
en la esquina de Salta y O´Brien,
que nos recibió con su fachada
de luces fluorescentes, que
reproducen,
en múltiples y llamativos colores,
las líneas estilizadas del Partenón
griego.
Entramos al local, repleto, a esa
hora,
de bellas chicas engalanadas,
que exhibían sus pechos jóvenes y
generosos
por los amplios escotes de sus
vestidos
de tela satinada y brillante. Subidas
a sus altísimos tacones, como para
espiar
por la ventana del mundo, felices,
rientes,
pícaras, miraban, curiosas, de reojo,
a los muchachos vecinos, y, cuando se
descuidaban,
bajaban la vista, inadvertidas, para
auscultar
el bulto de sus entrepiernas. Estos,
listos para lo que sea,
estaban dispuestos siempre a abrirles
bien
el bolsillo, y comprarles muchas
cervezas rubias
a cambio de un simple beso.
Era la primera vez que yo venía
a esta popular bailanta,
con la intención confesa
de escribir un poema o pintar un
fresco.
No podía ser que me perdiera la noche
de esta encendida barriada
por estar entrometiéndome, indebidamente,
en mis traviesas incursiones
nocturnas,
en las discotecas de los acomplejados
snobs
del mediopelo porteño, que celebran
a sus artistas de rock neobarroso,
imitadores envidiosos y serviles
del talento extranjero,
y tienen a menos el arte de su pueblo.
Los pobres de las bailantas de
Constitución
son buenos de corazón, hijos
de esa tutora severa, la miseria,
compañera egoísta, tantas veces
madrastra de los poetas.
Para mi amigo Pancho, paraguayo, de
Caacupé,
la patria de la virgen, yo era un blanquito
curioso,
aficionado, que metía la nariz en
todos lados,
pero me perdonaba, porque le gustaba
mi poesía
melodramática y sabía que de esta
visita
saldría un poema popular y cumbiero,
del que estaría orgullosa toda La
Boca,
nuestro barrio. Llevaría las luces de
Constitución
a la Ribera, y le devolvería al
pueblo
lo que es del pueblo, dándoles por el
culo a los ricos
y a la ridícula oligarquía de opereta
que nos gobierna. Me hizo prometer
por el Gauchito Gil, nuestro santo,
que lo incluiría en el poema. Por
supuesto
que lo haré, y aquí cumplo. Pancho
es un buen amigo y me está enseñando
a hablar en Guaraní, un antiguo deseo
mío,
que nací en Rosario, en el pecho del
gran Río,
por el que desciende, con el rumor de
sus aguas,
la melopea autóctona de esa lengua
sincopada.
Ya había aprendido que Dios se dice
« Tupá »,
sol « Kuaray », amor
« ayhn », y yo soy « Ché ha´e ».
Estaba memorizando además la preciosa
canción
« Paloma blanca » (ya sabía
la primera estrofa)
del gran compositor paraguayo Neneco
Norton,
que dice : « Amanóta de
quebranto/ guayrami
jaula pe guáicha/ porque ndarakói
consuelo/
mi linda paloma blanca”.
Vimos un lugarcito libre a un lado de
la barra,
lugar preferido de los tímidos,
cerca de donde hacían cola las chicas
buscando su cerveza o su fernet con
coca,
y hacia allí fuimos. Pasamos la
región
de los acaramelados galanes, que
ofrecían
en esos momentos a sus enamoradas
el corazón en llamas. La cumbia
sonaba,
heterodoxa pero sincera. El DJ
combinaba ritmos villeros con música
cuartetera, en un contrapunto movido,
y en la pista bailaban las parejas,
sacudiendo el cansancio acumulado en
la semana.
Me sentía más contento que gaucho
en el gallinero del Colón, viendo el Fausto
de Gounod, o que pituco porteño
yendo a curiosear donde no le
corresponde
(¡ah, la curiosidad, madre de todos
los vicios !).
Así, aprendiendo, aprendiendo,
los argentinos llegamos lejos
y somos un pueblo, aunque pobre,
feliz.
El lugar se había llenado
y estaban las humanidades aliento con
aliento,
casi nos besábamos de tan cerca.
Al DJ Machu-K le siguió el Grupo
Furia,
de Berazategui, y un conjunto de
chicha andina,
Markahuasi, llegado directamente del
Perú,
para los jóvenes de todas las
naciones
hermanas que danzaban codo con codo.
Se había armado bien el baile, como
se dice.
La Princesita Karina, sol nocturno,
diosa de caderas sensuales, iba a
entrar más tarde,
como a las dos de la mañana,
porque ninguna fiesta bailantera
amaina antes de las cuatro,
y la música sigue en la pista
hasta las cinco. Después de esa hora
empieza a llegar la gente que
amanece,
los ebrios de crack y marihuana,
que se tienden en sus sillones
para dormir su cumbia.
Radio Studio está siempre abierto,
las 24 horas, para los nostálgicos,
los desesperados y los que se
refugian
en la noche de Constitución
con el diablo en el cuerpo.
Antes del show de la Princesita,
y para que entráramos en calor,
presentaron un show de danza.
Apareció en el escenario una chica
preciosa,
en bikini. Tenía unas tetas
increíbles.
Sonó la música envolvente
y un spot de luz cálida la
enfocó.
Se trepó a un caño, colocado
en el centro de la escena,
como una serpiente lúbrica.
Se pasaba la lengua por los labios,
provocando a los mirones excitados.
Muchas parejitas que estaban en la
pista
se acercaron a mirar.
Las muchachitas se apretaban a los
chicos,
a ver qué les tocaba a ellas. Los
donjuanes
acariciaban a sus hembritas,
mientras se relamían de goce
con la diosa del caño,
que había estudiado
en una academia del rubro
y tenía un cuerpo de gimnasta
profesional.
Sus formas contorneadas
eran una versión perfecta de Venus,
acompañada de leopardos agazapados y
todo,
y seguida a su partida por una fuga
de palomas.
Luego vino el número de la jaula:
se introdujo en ella una muchacha
y la elevaron sobre la escena.
Al ritmo de una cumbia lenta,
moviéndose
sensualmente, se fue quitando las ropas
hasta dejar su jugoso cuerpo al
desnudo.
La siguió un strip-tease
masculino :
un pato vica se fue desnudando
ante el griterío poco recatado
de la asistencia femenina. Ya estaban
todos mojaditos con semejante
espectáculo,
calientes a más no poder,
y allí arrancó el perreo. El DJ
puso cumbia dura y regatón villero.
Los muchachos, en la pista de baile,
se les acomodaban a las chicas entre
las piernas
y les daban hacia atrás y adelante,
con una furia sexual encadenada
a la situación febril. Las chicas se
venían
con los ojitos cerrados como si nada,
todos de acuerdo en pasarla lo mejor
posible,
en gozar, el sábado a la noche.
Necesitaban descargar la angustia
acumulada en la semana.
Era un baile liberador, salvador.
Entre tragos y mamadas,
chupaditas y deditos en la raja,
sentían que les regresaba
el alma al cuerpo. Esa era vida,
tiene derecho a divertirse el pueblo,
a cada uno lo suyo. Después, ya preparada
y más calma la platea, llegó Karina,
la Princesita, la rubia diosa
bailantera.
Para entonces, ya todos se habían
venido,
y abrazadito cada uno a lo que le
corresponde,
se dispusieron a escuchar sus
canciones románticas
y corear felices los estribillos.
Trajo en su cuerpo y en su baile
toda la felicidad que esperábamos.
Vestida de falda negra ajustada y
camisa roja,
contorneaba sus caderas dulcemente
mientras desgranaba sus canciones,
acompañada por la sabia música de su
banda.
Atacó, entre otros bellos temas,
« Miénteme »,
« Te llevo conmigo »,
« Procuro olvidarte ».
La multitud de fans explotó
cuando empezó a cantar « Corazón
mentiroso » :
« Mentiroso, corazón mentiroso,/
no tienes perdón, estás muy loco,/
mentiroso, corazón mentiroso,/
te vas a arrepentir cuando esté con
otro. »
Todos tarareábamos y cantábamos
y levantábamos los brazos,
¡manos arriba, manos arriba!,
para seguir el compás de la música,
como en un gran himno telúrico
de sábado a la noche,
en este club de Constitución, Radio
Studio,
bien llamado el Gigante, muy cerca
de la Estación de los Trenes del Sur,
de donde parten las almas perdidas
que van del calor al frío.
Mi canción favorita, ya para el
recuerdo,
fue “Procuro olvidarte”,
del gran compositor Manuel Alejandro,
en la versión dulce y acompasada,
de arrastre cumbiero, de Karina. Lo
orgulloso
que estaría el Kun Agüero, su novio,
el gran jugador de fútbol del
Manchester City,
si pudiera verla esta noche, tan
dueña de sí,
en el escenario, regalando gracia y
talento.
Pero no pudo venir, tenía partido
en la anciana Inglaterra, nuestra
antigua abuela
imperial, tan lejos del mundo de la
pobreza porteña.
“Procuro olvidarte,/ siguiendo la
ruta
de un pájaro herido”, cantaba Karina,
“procuro alejarme,/ de aquellos
lugares
donde nos quisimos/ me enredo en
amores/
sin ganas ni fuerzas por ver si te
olvido/
y llega la noche
y de nuevo comprendo que te
necesito.”
El desconsuelo del magno Alejandro
nos envolvió
y nos dejamos acariciar
por la suavidad de su lirismo,
transformado en lento fuego
en este barrio popular de Buenos
Aires.
Aquí, toda la Latinoamérica que sufre
y trabaja,
canta. Mastica el rencor y el
resentimiento
acumulado durante la semana
al ritmo liberador de la música
nuestra:
cumbia negra, cumbia colombiana y
argentina,
cumbia proletaria, cumbia del pueblo,
y se limpia de la música falsa y
efervescente
de la otra Argentina: el rock servil
de importación
de las clases medias racistas y
alcahuetas.
¡Qué rápido pasaba el tiempo!
¡Ojalá corriera así durante la
semana,
cuando los pobres trabajamos por
monedas,
para abonar las cuentas de los ricos
con nuestra subestimada sangre
proletaria!
Durante la semana el tiempo no pasa
nunca.
El fin de semana parece que no viene,
pero finalmente un día, gracias a
dios,
llega el sábado a la noche, y se
puede ir al baile
y ser libre por un rato. Guardamos
luego
la llamita de ese instante de goce
como un tesoro preciado, viviente, en
el corazón.
Así nos divertimos los hijos de esta
otra Argentina,
despreciada por los ricos: los
excluidos,
los negros de mierda, los grasas, los
cabecitas.
Somos los bárbaros de Perón, los
bárbaros de Rosas.
Así nos llaman esos civilizados
que trabajan al servicio del
Pentágono
y las multinacionales, esos que
venden al país
por cuatro pesos, y se llenan la boca
hablando en inglés
para sus amos. Libres somos nosotros
de defender la patria,
ante esos cipayos que nos ponen
precio,
como a viles esclavos.
El show de Karina en el Gran Gigante
de Constitución ya terminaba.
Se habían hecho las cuatro de la
mañana,
y empezamos a despedirnos, abrazarnos
y llevar nuestras preciosas
conquistas,
botín de seductor, con visto bueno
y consentimiento de la hembra, hacia
la salida.
Yo también bailé esa noche
con una morochita de Villa Soldati
que daba gusto, tanta bondad y formas
generosas,
y hasta me tomé mis cervezas.
Así que lo que escribo
está salpicado del gusto de los besos
y de la alegría
de la cumbia villera. ¿Me escuchás
lector amigo?
Te hablo desde yo no sé donde. El
mensaje es la vida.
Confluyen en él las voces de
conversaciones cercanas
y metáforas fraternas de versos
consentidos.
Lo que entiendo y lo que no entiendo
del mundo
que nos rodea. Un día hablaremos con
dios
y no sabemos qué va a decirnos.
Constitución Nacional es nuestra
carta de identidad,
el barrio en que se unen los pobres
argentinos
a los pobres de todas las naciones.
Hasta aquí
han venido muchos de la mano de
Nanderuguasú,
el gran padre, y hasta aquí abrazados
llegaron
los hermanos andinos del Khunuqullu y
el Anti.
Bienvenidos sean.
A la salida del baile nos esperaban,
con sus manjares listos,
los vendedores de chipá y sopa
paraguaya,
anticucho paceño y caldo fuerte de
ají
para quitarse la borrachera,
y allí estaba también el vendedor
criollo
de nuestros choripanes, asaditos al
carbón.
Salían los jóvenes del baile
hartos de cerveza a comerse un chori,
o pedían un anticucho de corazón,
o un chipá guazú para llenarse la
panza,
y se iban después mansitos a mear en
la calle
junto a los contenedores de basura.
Empezaron a llegar los muchachos
que venían de las bailantas cercanas,
« Mbareté Bronco » y
« Mburukujá »,
allí estábamos los argentinos pobres
junto a los pobres peruanos y
paraguayos,
y a los bolivianos pobres de Buenos
Aires.
Nos acompañaba la preciada y sentida
concurrencia
de chicas bailanteras, con sus coloridas
faldas cortas
y remeras escotadas, dispuestas a ir
a casa,
solas o acompañadas.
Los trabajadores somos solidarios,
siempre nos hacemos un lugarcito
para pasar la noche
y amanecer en brazos del amor.
Es que vivir así vale la pena.
Ya cumplida mi misión de curioso,
me despedí de la fiesta. Mi morochita
se fue con su hermana a su casa
en Villa Soldati. A Pancho ya no lo
vi,
estaría ocupado el muy seductor.
Enfilé hacia la Ribera. De pronto
vinieron
a mi mente los versos de la cumbia
del Potro Rodrigo,
« Cabecita »,
mechados de magnífica compasión,
y me puse a cantar bajito, mientras
atravesaba
la avenida bajo la autopista nefasta
del Almirante Cacciatore, a esa hora
tapizada
de borrachos y vagabundos:
« Ella se fue de su pueblo/ a
buscar trabajo,
allá en la ciudad/
ahora está lejos de casa,/dejó las
muñecas,/
llora su mamá./
Y en esta jungla de cemento/
que a ella la trajo a buscar trabajo/
esa muchacha por horas/
hoy es la gran cita/ de otro
cabecita.”
Se me hicieron presentes
muchos momentos espectaculares del
baile
- las luces, el erotismo, el goce de
la gente –
y en mi mente, mientras caminaba
por Brasil hacia La Boca,
fui imaginando como sería este
poema-ómnibus,
qué diría en él, a quién le rendiría
homenaje.
Somos una comunidad viva, un sujeto
plural.
Este es el poema donde la Argentina
de barro
enseña su vulnerada humanidad
y la fuerza de su amor.
Del otro lado, tras un invisible y
reconocido
muro simbólico, está la otra
Argentina,
la de los ricos grotescos, gorilas
imitadores
de los rapaces explotadores asesinos
que han saqueado al mundo.
Llegué a Parque Lezama, frontera sur
de San Telmo,
antigua atalaya contra invasores y
filibusteros,
que preside, desde su alta barranca,
las tierras bajas de la República de
La Boca,
donde habita mi gente,
y observé con deleite el viboreo
descendente
de la avenida Brown, que bordea la
Casa histórica
del heroico irlandés, y las luces
azules y amarillas
de la Cancha de Boca,
que brillaban a lo lejos,
siemprevivas.
Allí me quedé un rato,
hasta que empezó a amanecer
y me sentí feliz. Agradecí a Dios
el haber nacido poeta artífice,
heredero privilegiado del alma
de la lengua, y le pedí
que me diera inspiración
para retratar con justicia
el alma generosa de mi pueblo.
Quiero unir en mi crónica la poesía,
con la historia de mi gente
y sus luchas políticas,
el canto cumbiero de los pobres de
hoy
con el alma rimada que heredamos
de los gauchos de la tierra.
Podemos así fundar la nueva
Argentina,
contra el racismo de las clases
medias,
contra el elitismo de los
privilegiados,
contra la explotación despiadada de
los ricos,
contra el materialismo sin espíritu
de nuestro tiempo.
La Argentina fraterna de los gauchos
de corazón
y de las masas libres, manumisas, del
mañana.
Túva-ysyry, Taita-ysyry,
padre río, padre de las aguas,
escucha nuestros sentidos ruegos
desde el alma del Riachuelo que
canta,
desde nuestro barrio obrero
que con su poesía resiste
en el Estuario del Plata;
Jesús nuestro, hijo de Dios,
con el corazón te llamamos,
pecadores;
somos tus ichtus, tus peces, danos la
paz,
y perdona nuestras deudas como
nosotros
perdonamos a nuestros deudores.
El partido del domingo
En mi país, los fines de semana,
hombres y mujeres, jóvenes y viejos,
amantes del azar, puesta la fe en el
juego,
unidos nos congregamos ante el
televisor,
privilegiado escenario de ilusiones y
miedos,
a mirar nuestro programa favorito:
“Fútbol para todos”.
Sin ser el más fanático de los
hinchas,
o el más fervoroso de los creyentes,
reconozco que este deporte inspirado,
lucha ferviente de pasiones para
muchos,
fiesta de colores y banderas para
otros,
ha sabido conquistar el corazón del
pueblo.
La semana pasada nos juntamos en la
Ribera,
cerca de Caminito, en casa de un
amigo,
para mirar el partido de
Independiente
y Boca, ilustres clubes, rivales
clásicos
del sur bonaerense. Éramos un grupo
fraterno
de diestros escribas, esforzados
poetas,
amantes de la expresión cuidada, la
imagen
artesanal y los tonos prosaicos de la
lengua.
Mientras esperábamos que comenzara
el partido, hablábamos del fútbol de
hoy
y de su estrella, astro brillante,
y de nuestro mundo, intenso y soñado,
la poesía.
Este domingo nos había traído Baco un
rico tesoro
y amenizábamos nuestra charla con
copas
de vino tinto. Pusimos a calentar en
el horno
las empanadas salteñas, dulces y
jugosas.
Era un ágape perfecto. Nos sentíamos
felices
como poetas griegos en vísperas de
una gran
carrera. Tal vez más tarde, imitando
a Píndaro,
uno de nosotros compondría una
ingeniosa oda
a nuestro equipo favorito.
Los arduos rivales salieron a la
cancha.
Sonó el silbato y comenzó el partido.
Los jugadores de Boca se pasaban,
precisos,
la pelota y corrían, azules y
veloces, por el
campo verde. Los de Independiente,
encendidos,
los contenían, y valientes,
contraatacaban.
Parecían figuritas de colores sobre
un tablero
encantado, animando una contienda
de blasones enemigos. Ágiles,
se desplegaban por el terreno de
juego
como en la coreografía de una danza.
Los equipos mostraban su fuerza y su
garra.
Aquí, en Argentina, jugamos al
pelotazo.
El fútbol nuestro es un arte barroca.
Somos el potrero del mundo.
El estilo criollo se expresa en el
amague
y la gambeta, el tiro en profundidad
y el pase sesgado, la corrida
espectacular
y la rodada dramática.
Dije a mis amigos que los poetas
en ciertas cosas nos semejábamos a
esos
eximios atletas, combatientes también
nosotros
en la pugna entre el ego y el mundo,
la realidad y los deseos. Sabíamos,
como esos héroes, vivir con
intensidad
nuestro arte,
ser apasionados, darnos sin retaceos,
expresar con valentía los anhelos,
levantar
un estandarte y defender nuestros
colores.
Casi siempre nos identificábamos con
un “club”
o con un grupo; creíamos, para bien o
para mal,
en nuestras ideas, y exhibíamos el
dolor
y la felicidad en nuestros versos.
Yo quería escribir, les dije, una
poesía arriesgada,
sincera; me horrorizaba la poesía
domesticada,
segura, impersonal, que cultivaban
muchos poetas
para deleitar a los puristas. Buscaba
crear
una metáfora inteligente,
comprometida,
llena de fuerza plástica, como la
gambeta,
que me condujera en su desplazamiento
irresistible al gol.
Les conté el sueño que había tenido
la noche anterior. Carlitos Tévez,
el gran delantero de Boca, jugaba,
adolescente,
vestido de blanco, un partido de
fútbol
en el potrero de Fuerte Apache.
Pasaba el tiempo y su equipo no
lograba
ganar. Bajó del cielo una paloma
nívea
envuelta en luz dorada y se detuvo,
aleteando, sobre el campo de juego.
Traía un laurel verde en su pico.
Los muchachos, fascinados,
interrumpieron
el partido. El Apache sintió que el
ave lo llamaba.
Una fuerza desconocida lo elevó. La
paloma
comenzó a volar por encima de las
torres
hacinadas de nuestra villa miseria de
altura.
Carlitos la siguió por el cielo como
si nada.
El público del barrio, sorprendido,
le pedía
que bajara, pero él no escuchaba
bien.
Les hacía señas de que gritaran más
fuerte.
La paloma fue hacia él y lo envolvió
en su luz. Tévez, iluminado,
descendió
al terreno de juego. Llevaba una
ramita
de laurel en su mano. El Apache
corrió
con la pelota, pateó con fuerza e
hizo
el gol de oro. El balón entró,
fosforescente,
en el arco contrario. Me pareció que
ese sueño
era un signo divino premonitorio. El
dios
del fútbol trataba de decirnos algo
a nosotros, sus creyentes.
En la poesía, como en el juego,
aseguró
convencido alguien, los milagros
cuentan.
El nuestro, queridos poetas, es el
partido
del espíritu, argumentó otro. Es por
eso
que hace falta el ritual, intervine
yo:
los oráculos, los rezos, el asado,
y cada tanto un picadito entre
amigos.
Terminó el primer tiempo. El partido
iba O a O. Había llegado la hora de
comer
las jugosas empanadas. Las sacamos
del horno,
calentitas. Fraternos, nos las
repartimos.
Las empanadas de carne son el
alimento
consagrado de nuestra patria criolla.
Servimos vino tinto y levantamos las
copas.
Brindamos – democráticamente – por
el mejor equipo. Yo aproveché el
momento
y pregunté a mis amigos: ¿Para Uds.,
quién es mejor poeta en el juego de
la poesía?
¿Darío o Martí?¿Neruda o Vallejo?
¿Cardenal
o Paz? ¿A quién le asignan más puntos
en este campeonato?
(En Argentina la poesía es tan
esencial
como el fútbol, y si no…
¡pregúntenles a los hinchas de Boca!)
Cada uno dio su respuesta. A mi turno
yo contesté: prefería Martí a Darío,
les dije,
aunque era consciente que el vate
nicaragüense
era nuestro poeta más completo; el
Apóstol
de Cuba, sin embargo, era el soldado
de la poesía
y nos había enseñado a dar la vida
por nuestras ideas.
Prefería Vallejo a Neruda, porque el
cholo inmortal
había escrito con su alma andina y
había puesto
el corazón en el lenguaje balbuciente
de la tierra;
Cardenal a Paz, por su compasión
cristiana,
y su amor y lealtad a los oprimidos y
a los olvidados.
Existe, a mi criterio, una poesía
histórica y una poesía
nueva. Debe cada uno pensar para qué
equipo juega.
¿Sos neobarroso o coloquial?
¿Exquisito o realista?
¿Burgués o maldito? ¿Colonizado o
Revolucionario?
Quisiéramos poder renovar con fervor
la poesía
y que el pueblo se reconozca,
generoso,
en nuestros versos.
La poesía es el ritual máximo de las
letras,
la escalera de oro que nos lleva al
cielo.
El premio: la vida eterna del poeta
en el paraíso de los justos de
nuestra lengua.
Empezó el segundo tiempo. Volvimos al
partido.
Había que desnudar la verdad y
demostrar
al enemigo quién merecía estar más
cerca
de dios y de sus ángeles en el
estadio estelar.
La sed de gol los dominaba. Los
jugadores
se esforzaban por controlar el área
del equipo rival y gritar un tanto.
Perseguían,
tenaces, al que tenía la pelota. Lo
trababan
y rodaban con él por la verde grama.
Veloces, se levantaban y seguían
corriendo.
Lanzaban un córner. El balón trazaba
en el aire una curva perfecta y
descendía
frente al arco, tentador e inocente.
Los jugadores, bailarines de pies
ligeros,
con vehemencia se contorsionaban
para dar el gran salto, cabecear y
vencer
al portero. Lo intentaban una y otra
vez,
sin resultado. El tiempo, moroso,
transcurría, verdugo de las
esperanzas
de la popular y la platea, y de las
ilusiones
del público televidente.
Ya empezaban a sentir cansancio
nuestros
gladiadores. Mostraban, ante el
rival,
su impaciencia y nerviosismo. ¿Quién
ganaría
la emblemática contienda de los
barrios porteños?
¿Los rojos de Avellaneda o el equipo
de la Ribera?
Finalmente, en el último minuto,
llegó el esperado
gol de Tévez, Gloria de Fuerte
Apache, Heraldo
de la Bombonera, y la mitad más uno
del país
se puso de pie (¡pobre
Independiente!).
El partido terminó como deseábamos,
con el triunfo de Boca.
¡Qué larga y tortuosa había sido la
espera!
Emocionados, nos abrazamos los
poetas.
Sentíamos la pasión y el amor de las
banderas.
Éramos, también nosotros, parte de
esa hinchada
que ovacionaba a Boca (en el barrio
los pasantes
hacían sonar las bocinas de sus
autos,
se escuchaban los vivas de los
vecinos
que estaban en las calles).
El mundo del fútbol, fervor de
multitudes,
dije a mis amigos, no estaba hecho de
palabras
como la poesía, pero, igual que en
nuestros versos,
abundaban en él los símbolos. Tenía
su gramática
y sus reglas, sus expresivas gambetas
y sus circunloquios de potrero, sus
corridas
líricas y rítmicas intensidades,
sus estilizadas elipsis frente al
arco,
sus jugadas preferidas y temas
favoritos,
sus creencias, su historia, sus
héroes
y sus mitos. Era un deporte que
admitía,
como el arte verbal,
lecturas e interpretaciones diversas.
Contentos y exaltados por el triunfo,
los poetas levantamos las copas y
brindamos
por Boca Juniors y por César Vallejo.
Había concluido el ágape del domingo.
Dichosos, nos dispusimos a dejar
el hogar amigo donde habíamos
compartido
el calor del alimento, el fuego
patrio del vino
y el alegórico culto del fútbol, y
nos despedimos,
con abrazos y largos apretones de
mano.
Se sucedieron las bromas y las
expresiones
de deseo, y las burlas a nuestros
versos, pobres
frente al universo repleto de
sentido.
Fortalecido por la camaradería y la
poesía
(y por el triunfo, amigo de los rapsodas),
me alejé del barrio multicolor de
chapas
del maestro Quinquela, el viejo
puerto,
y por la Avenida Brown regresé
a mi pobre pensión de San Telmo,
en la antigua casa que fuera de Fray
Mocho,
por encima del bar “La poesía”,
donde, día a día, monje azul y
artífice,
esculpo y cincelo mis versos
y elevo a la memoria de la lengua
una pirámide de palabras y de sueños.
Cantos crueles
Los suicidas
I
Estábamos en el país de la vida.
La poesía era nuestro refugio.
Perseguíamos el mutuo goce con
desesperación.
Éramos crueles y después nos
avergonzábamos
de nuestros juegos de amantes
terribles.
No se trataba tan solo de ser felices
sino de arriesgar y perdernos
y gozar intensamente en la caída.
Buscábamos sensaciones extremas
y descendíamos, afiebrados,
a la intensidad del orgasmo.
Tejíamos nuestra guirnalda de
secretos.
Llevados por el alcohol y el éxtasis
viajábamos a paraísos imaginarios.
Deseábamos estar ya en ese otro mundo
parecido a aquel poema nuestro
en que creábamos imágenes exaltadas y
atroces,
metáforas dolorosas del amor.
Lamentábamos nuestro exilio
y sentíamos miedo y aún terror.
Nos mirábamos en el cristal de
nuestros sueños
a ver si descubríamos el secreto de
la locura.
Salíamos a caminar por la ciudad
llevados por la ansiedad y la
angustia.
Jugábamos con la idea del fin.
Imaginábamos bellas formas del
suicidio.
¿Qué tipo de muerte era más patética?
¿Quizás el veneno, como Romeo y
Julieta?
¿O un balazo en un cuarto de hotel
como Enrique y Delmira Agustini?
Sabíamos del vértigo, la velocidad,
que mueve a nuestro tiempo.
Soñábamos con una avalancha de amor
y la liberación de los sentidos.
Creíamos en la muerte violenta
que sella con sangre
el pacto final de los amantes.
Un día nos detuvimos en la barrera
del tren
con la idea de arrojarnos.
Juramos así coronar nuestro amor
ofreciendo los maderos de la cruz
al hierro de los clavos.
Aún recuerdo el vértigo
cuando pasó el tren
a centímetros de nuestros cuerpos
y nos abrazamos palpitantes
creyendo que quizá el otro se animara
a dar el salto final, unidos.
Queríamos escapar del vacío de la
existencia
para salvar el amor y la juventud.
Defendíamos nuestros símbolos:
el placer, el deseo del otro y la
poesía.
Buscábamos la eternidad y el
martirio.
No aceptábamos vivir sin heroísmo.
Recuerdo aquel día en que estábamos
desnudos en tu cuarto cerca del goce,
casi sofocados por el esfuerzo,
cuando de pronto, terrenal y
ridícula,
se abrió la puerta y entró tu madre.
Recuerdo nuestra sorpresa y tu
declaración
solemne: “No vamos a casarnos”.
Cómo nos reímos de eso luego,
y claro que no podíamos casarnos.
Queríamos descender por la noche
a los túneles subterráneos de Buenos
Aires
y descubrir lo más monstruoso, lo más
abyecto.
Queríamos matar la mediocridad
que destruye lo sagrado, que odia a
dios.
Queríamos pasearnos por las cloacas
de la eternidad y ver caídos a
nuestros
hermanos, los ángeles. Sabíamos
que lo más elevado y lo más bajo
se unen en el corazón de los amantes.
No hay amor ni poesía sin ritual.
Había que encender los altares del
sacrificio.
¿Cómo separar al amor, del mal y de
la muerte?
¿Cómo renunciar al egoísmo, que todo
lo salva,
y sin el cual la vida no es posible?
Perdidos en nuestro laberinto,
tratábamos
de lacerar el espacio que nos
circundaba
y abrirlo con nuestro sexo.
Buscábamos someter la ciudad,
poseerla,
degradarla, corromperla y amarla.
Queríamos un amor bello y terrible
que se pareciera a nosotros.
No aceptábamos falsificaciones ni
substitutos.
¿Cómo podíamos casarnos
y abandonar nuestra rebeldía,
nuestro amor a la revolución
universal?
Buscábamos consagrar el mundo,
no reproducirlo. Buscábamos ser los
únicos
y los últimos, y no dejar en el
tiempo
a nadie que se nos pareciera.
Queríamos ser inmortales
y cortar el ciclo de la vida y de la
muerte.
Queríamos que nuestro poema
fuera el último
antes que la vida estallara en la
eternidad
y nos integráramos al sol
o a las estrellas de la noche.
Queríamos imponer nuestra ley
y desafiar a todos. Nos burlábamos
de la sociedad adquisitiva y vulgar
que nos rodeaba. La juzgábamos
con desprecio porque nos creíamos
más allá de todo eso. Queríamos
elevarnos
al momento más sublime de la poesía
y confundirnos con los símbolos
de la totalidad deseada.
Éramos los rebeldes, los amantes,
a nada le temíamos.
Ese fue el momento más cercano
a la inmortalidad que conocimos.
Recuerdo una noche en que nos
inyectamos
ácido y rezamos nuestra locura de
amor
a las estrellas. Recuerdo aquel sueño
tuyo,
en que cabalgabas en un río que
descendía
al abismo, te llevaba a lo más
sagrado
del orgasmo y te lanzaba en una
lluvia
de estrellas a la mañana.
Soñábamos con estar muertos
y contemplar el universo
desde el paraíso inmortal de los
amantes.
Queríamos asimilar la vida a nuestro
goce
y ser crueles como ella es cruel.
Sentíamos la burla y la condena de
los otros
y eso nos gustaba. Nos lastimaban
con su mezquindad. ¿Quién podía
comprendernos?
¿Quién podía saltar al abismo de la
poesía?
Secretamente sabíamos, sin embargo,
que errábamos, indefensos, por un
laberinto
del que no podíamos escapar. Sólo la
ilusión
de las metáforas y los símbolos que
trascienden
los límites del cuerpo
podían darnos una sensación de
eternidad.
II
El tiempo, mortal, ha pasado
y de todos aquellos momentos
sublimes del amor
solo han quedado los recuerdos.
Lo que se ha ido es la verdad vivida,
la ligereza del cuerpo,
la solidez del lenguaje.
Así guardo esta carencia,
esta gran ausencia que crece día a
día
y es ausencia de amor
y ausencia de poesía.
Siento que las imágenes ya no
transportan
y no podemos, como antes,
buscar sensaciones nuevas
en aquella caída maravillosa
en que nos hundía nuestro amor.
Si un día, por azar, nos
encontráramos
qué difícil sería poner en palabras
la prosa de nuestras vidas,
qué poesía distinta escribiríamos
ante la crudeza de las cosas.
Cómo nos golpearía la realidad el
rostro.
Qué podríamos decir de aquellos gestos,
de aquél perfume,
cómo podríamos cortejar el fin.
Dónde han quedado el más allá y la
eternidad.
Qué distinta se nos presenta ahora
la idea de dios y la imagen del amor.
Ya no hay quien nos salve. Hemos
caído
indefinidamente y hemos perdido
lo que más amábamos en la vida.
Aquél gran poema fue poema de amor
y quedó escrito en el paraíso de los
amantes.
Nada pudimos guardar
más allá del recuerdo y las palabras.
Quizá porque no supimos morir a
tiempo
estamos condenados a morir solos.
No entendimos la inmortalidad.
Qué poco faltaba para ser dioses.
Qué cerca estaba nuestro poema
de ser la suma y el fin de la poesía.
No sé si lo que buscábamos con
nuestro sacrificio
era salvar el amor o salvar la
poesía.
En mi recuerdo son inseparables.
III
¡Ay dios mío, deja que, al menos como
un juego,
se repita nuestra historia!
¡Permite que la literatura
vista de sangre
el espacio azul de nuestras
esperanzas!
Haz el milagro. ¡Danos otra vez la
oportunidad
de morir de amor y vivir para
siempre!
Déjanos visitar el paraíso donde los
amantes
sueñan unidos la poesía y el amor.
La nuestra era poesía de vida.
¡Mira, amiga, si dios lo consintiera,
y en nuestra desolada madurez
nos encontráramos un día,
y volviéramos a ser jóvenes y a
amarnos!
¡Experimentaríamos otra vez el
éxtasis
que sentimos cuando estábamos juntos!
¿Te acuerdas? El amor puede, como la
metáfora,
asociar a los seres en una unidad
nueva.
Sabemos que la vida está dispuesta a
quitarnos todo
y el amor a darnos la vida para
siempre.
En nuestra existencia condenada
damos vuelta la página del libro.
Como en los relatos maravillosos
se ha detenido el tiempo.
Nuestra aventura se repite.
La renuevan las luces del arte.
Volvemos a esperar, como aquella vez,
junto a la barrera, el tren de la
muerte.
Soñamos que llega con la fuerza
de un torrente. Sentimos que va a unir
nuestra materia a lo divino. Su furia
sublime nos arranca del suelo
e impulsa hacia el vacío. Abrazados,
nos elevamos al espacio sideral.
El tren de oro sube, como un símbolo,
con nosotros, hacia el sol. Vuela
vertiginosa
la máquina refulgente. Nos observamos
en el espejo de las cosas mágicas
que están a nuestro alrededor
y nos transmiten su hermosura.
Nos sabemos por siempre jóvenes.
El tren llega al paraíso de los
amantes
suicidas. Nos aguardan aquellos
que buscaron, antes que nosotros,
en la muerte, la eternidad del amor.
Sus cuerpos bellos, expectantes,
entre las nubes flotan,
esculturas delicadas de formas
llenas.
Como en los cuadros sagrados, vemos,
en la parte superior de la escena,
a Dios rodeado de ángeles.
Nos reclinamos en el prado de nubes
junto a los otros amantes
y extendemos nuestras manos hacia
Dios
hasta tocar, sensuales,
con las yemas de nuestros dedos
los dedos de las manos de sus ángeles.
Un rayo de luz divina nos atraviesa.
Hemos ganado nuestro lugar en el
paraíso.
Permanecemos abrazados
bajo la mirada redentora del Dios
padre.
Vuelan sobre nosotros nubecitas
de formas caprichosas, celestes y
rosas.
Desde ellas, los Amores nos lanzan
sus dardos mágicos. Flota delante
nuestro,
como una pequeña nave,
la urna de marfil de nuestra alianza.
Nada podrá separarnos.
En nuestro sueño redentor
Dios nos ha perdonado. Ha salvado
nuestro amor y ya nunca tendremos
que enfrentar la vejez, el dolor y la
muerte.
Bañados de eternidad, en el espacio
andamos,
jóvenes de amor, por siempre ángeles.
Imaginemos que, como en los cuentos
maravillosos, esto verdaderamente ha
pasado
y somos sus personajes.
Ten compasión, Señor, de estos amantes
arrepentidos de haber vivido
una larga vida separados.
La nostalgia del pecado martirizaba
mi alma.
Mejor hubiera sido morir juntos.
La eternidad estaba a nuestro
alcance.
El paraíso es tierra fértil para
aquellos
que mueren por amor y llevan a Dios
su pequeño poema. Laurel que la
paloma
no pudo cargar en su pico y ellos
transportan en su espíritu
transparente.
Santo, santo, es el señor, rey del
cielo
y de la tierra,
que su nombre sea loado para siempre.
Epílogo
Lector amigo, ha concluido nuestro
viaje.
Peregrinos somos de un mundo
transitorio.
Di, por favor, ¿nos guardarás en tu
memoria?
Abraza y protege nuestras sombras.
Contigo estamos, en el amor unidos,
y en el horror de la literatura.
Los malditos
I
Inmerso vivo en la rica y seductora
barroca decadencia que me abraza;
prisionero del tiempo, como todos,
gozo lo que puedo aquello que me
toca.
Beneficiarios somos y deudores
de esta lluvia generosa de estrellas.
De mi rotunda tierra soy fruto.
Cómo no agradecer a esta, mi agónica
y bella patria amada, si mi musa
dorada
es hija de su don exquisito.
Porque mi tierra es poeta.
Uds. y yo compartimos la misma
cultura enferma. Nos tienta,
con sus promesas, la infernal
esperanza.
Saquen, si pueden, amigos,
sus conclusiones. Las cosas
van tan bien que no dormimos.
Escuchen mi canto carnal e
interesado,
anticanto también, mestizado de voces
diversas,
chico de la calle que se refugia
donde puede:
del pueblo soy, y de pan vive el
hombre.
De este lado luchamos los caídos.
Aunque mucho no pido, el placer hace
falta.
Me aguarda esta noche una pícara
aventura
(así reverenciamos el amor los
plebeyos).
Voy a deslizarme en lecho de espuma
con la mujer que más deseo,
bien armado y positivo mi cuerpo.
Le pediré ayuda a mi alma pervertida:
mi arte poética necesita el
desenfreno.
Nadaré lentamente por sus doradas
curvas
bebiendo sus dulces perfumes penetrantes;
cabalgaré ágil entre sus divinas
piernas
buscando en su goce el centro de mí
mismo;
recorreré, torre encendida, con
pasión su cuerpo,
templo profano de amores prohibidos;
descenderé hasta su resguardado nido
que, acalorado y sediento, busca mis
besos;
posesivo, acariciaré sus muslos
impetuosos
con obsceno, voluptuoso, deleite;
reverenciaré sus esculpidas nalgas de
vampiresa
y elevaré una oda sublime a su culo,
sol de nuestra bandera. Argentina
vivirá
en su torneado y bello cuerpo. El
sexo
caliente de mi diosa, será ejemplo
señero
de la perfección sensual de nuestra
criolla gente.
Más tarde, yo, poeta, descansaré mi
celeste cabeza
alucinada sobre sus suaves y blancos pechos
de Hetaíra. Abrazado, satisfecho, a
su ser fatigado,
le pagaré ricamente por tanto placer
recibido.
Y le brindaré, agradecido, para que
se contemple
y me recuerde, un delicioso bouquet
de rimas decadentes.
No soy ni seré nunca el presumido centro.
Satélite del orbe femenino me
consagro,
prendado de su luz y negro agujero.
Descubro, extasiado, tantos versos
hermosos,
en los pliegues irreverentes
de sus tatuados cuerpos. Consentido
por ellas,
no dejo de beber sus flujos estelares.
II
Luchar debemos por nuestro arte
amado.
No habitamos, lo sabemos, en una edad
sincera.
Heredamos sueños desterrados
de antiguos otoños delirantes.
Vivimos y caemos, heroicos, por
nuestras pasiones.
Mi verso lírico-antilírico, vulgar y
refinado,
procura ser un diálogo ágil y ferviente
que avanza sin cesar; se abre, generoso,
y abraza y bendice a la materia
impura.
Busca vencer a la sombra amenazante
de la ahuecada voz idealizada, que,
maliciosa,
espera, y en espejo se mira, de sí
misma
enamorada, y confunde su eco con el
mundo.
No quiero ser engolado cantor
de lírica opereta, genio fingido
de arias melodiosas, vanidoso altavoz
de pretendida grandeza.
Prefiero verme en el otro, deformado,
(ese otro será un querido compañero),
y sentir que un poeta soy, grotesco,
atado a los imprevistos de la suerte,
laborioso artesano.
Cercados estamos de falsas
apariencias.
Todo lo que tengo en la vida lo he
ganado.
Con paciencia modelo mis ilustrados
deseos
que, fuertes, se levantan, esculturas
de tiempo,
y son la sonada fuente de mi barroco
canto.
Orgulloso estoy de mis cultos
trabajos.
Vean esta mi incisiva pluma, de falso
oro,
cómo brilla. La he comprado en el
mercado.
Democrática aguja de nuestra nueva
época.
Dichoso siglo XXI, con cuánta ilusión
los malditos te esperábamos. Juntos
coseremos todos los costados.
En el reino de la literatura vivo,
pero no todas son flores. Bien lo
sabemos.
Yo he aprendido a luchar contra el
lirismo
porque el canto necesita su anticanto
para que la poesía viva en armonía
(esto lo he tomado de Darío,
que todo lo que adoró, destruyó
luego,
fundando nuestra verdadera poesía).
Prefiero amor villano a opulento
himeneo,
en el pueblo está el ser verdadero.
Pleitesía no rindo excepto al puro
sexo,
que se expresa en la fecundidad
carnal
de las ideas. Por lo que hacemos,
Dios,
nos reconoce. Mis obras con él
comulgan,
y se abrazan, necesitadas
de su generosidad y la de Uds.
III
El propósito de nuestro mundo no está
claro.
Ante todo dudamos, y con razón.
Libres nos sentimos frente a Erató y
su lira.
Agónicos hermanos desesperados
somos, listos a navegar todos los
caos.
Charles Baudelaire es el gurú
moderno,
con él aprendimos a entrar en el
Infierno.
Nuestra maldición pide su propia
verdad.
El camino del yo está sembrado de
espinas.
Angustiosa es la tardanza de las
horas
que nos llegan, silenciosas, del
mañana.
Sin arar en el mar no tendremos
destino.
Siendo ya las estrellas, buscamos el
universo.
Qué se abran las metáforas al
infinito.
Necesitamos sentir que estamos vivos.
Poemas argentinos
Índice
Tres poemas de la vida
El bar de las viejas
vedettes 7
La sibila
11
El ahogado
15
Crónicas de tiempos difíciles
Una
visita a la Villa 31
23
El
Gran Cacerolazo del Obelisco 34
Muchacha
cama adentro 50
Murales
Sábado
a la noche, cumbia 68
El
partido del domingo
89
Cantos crueles
Los
suicidas 101
Los
malditos 115