Alberto
Julián Pérez ©
La socióloga Catherine Simpson ha llegado de
visita a Buenos Aires
desde Nueva York, esa ciudad de torres y
maravillas,
isla o barco que flota entre el East River y
el Hudson
y enseña al mundo las banderas de su gran
paraíso mercante.
Es la ex-esposa de un amigo mío. Sabía que yo
trabajaba
para el Ministerio de Desarrollo y Turismo y
me escribió.
Vino a conocer cómo viven nuestros pobres.
Habla bien el castellano. Había leído mi
poesía y me aprecia.
Nuestros « cabecitas » son materia
de estudio en las universidades de los ricos.
Norteamérica se ha cansado de investigar las
condiciones de vida
en sus ghettos negros, sus barrios
portorriqueños y sus distritos mexicanos,
y ahora está en proceso de hacer un catálogo
de la miseria universal y de la barbarie que
sumerge al planeta.
Ni la represión policial ni las guerras
fratricidas han resultado eficientes
para detener esa amenaza en expansión de la
pobreza
y ha decidido mandar a sus doctores en sociología
y en genética
a visitar los ghettos de Africa y
Latinoamérica
para buscar soluciones permanentes a este
flagelo de la humanidad.
Yo la recibí en el renovado aeropuerto de
Ezeiza
que pretende (igual que nuestra oligarquía)
parecerse cada vez más
al de Miami, pero en chiquito. Partimos de
allí a su hotel 5 estrellas
en Puerto Madero, el antiguo muelle de trasatlánticos
de ultramar,
hoy barrio boutique de nuestros empresarios
internacionales,
joya preciada de los inversionistas,
cotizada patria de los capitales golondrinas
donde lavan el dinero nuestros ricos.
Quedamos en recorrer al día siguiente
nuestra villa miseria más famosa, hermana
dolorosa
de las favelas de Río, los pueblos jóvenes de
Lima,
y las barriadas pobres de México. La pasé a
buscar en una 4 x 4
del Ministerio. Se sorprendió Catherine
de lo tan cerca que estaba la villa del barrio
insigne de nuestra oligarquía.
La Villa 31 se levanta majestuosa junto a la
estación Retiro,
entre las vías del tren, la autopista y el
puerto, frente a los Tribunales de Justicia.
Entramos por sus calles de tierra, surcadas
de cloacas a cielo abierto,
flanqueadas de deshechos y montones de basura
maloliente.
Ante nosotros estaban las coloridas casillas
ordenadas en hileras superpuestas,
apiladas unas sobre otras
como las latas de conserva en el
supermercado.
Unos niños sucios jugaban en un potrero
improvisado
con una pelota de trapo. Al vernos pasar, uno
de ellos, enojado,
recogió de una zanja una gallina muerta, la revoleó
con habilidad
y la arrojó contra la camioneta. Cruzó a
escasos centímetros del parabrisas.
Fuimos directamente a la capilla, donde el
cura villero,
que se había escrito con nuestra embajadora
gringa, le dio la bienvenida.
Le dijo que había conocido, durante un viaje,
al Pastor de su Iglesia en el East Side,
(Catherine era profesora de la Universidad de
Nueva York),
un polaco rubio y alto que hablaba a los
gritos,
pesimista y desesperado como nuestros
profetas de la pampa.
Poco después llegaron a la capilla las madres
de los comedores,
casi todas señoras maduras de aspecto poco
cuidado
que sirven diariamente platos de sopa, pan y
mate
a los niños de las familias que no pueden
alimentarlos.
Se fueron con el cura, todos juntos, a
recorrer a pie la villa.
Los siguieron algunos chicos y los perros
callejeros. Los hombres desocupados
que aguardaban un milagro a la puerta de sus
casillas, los observaban.
Yo me sentía mal y no fui con ellos. Me
disculpé. Era como si toda esa miseria
me hubiera golpeado en el estómago. Regresé a
mi casa
en el barrio trabajador y pobre de La Boca,
patria del club de fútbol más famoso,
en cuyo estadio, los domingos, las masas
gritan su entusiasmo y escapan de sus
tristezas.
Tuve bastante trabajo en esos días con las
delegaciones:
llegaron agentes del Fondo Monetario
y los llevé a la Embajada Norteamericana
y a la Casa de Gobierno. También arribaron
profesores
de la Escuela de Derecho de Yale para hablar
con los jueces
de la Suprema Corte de Justicia.
Parece que nos conocen bien y vamos
recogiendo cierta fama,
o que vivimos en un país de sirvientes y
lacayos
y recibimos órdenes y consejos de nuestros
amos.
Me pregunté quién podía creer que la sociedad
progresaba
y el mundo era cada vez más justo. Habría que
cuestionarle a Hegel
su optimismo histórico. Razón tenía Marx
cuando afirmaba
que cada día nos podrimos más
y que la burguesía no planea salvarnos
sino vendernos por pedazos en el mercado de
carnes.
¡Ay Cristo, haz algo por tus criaturas,
porque así no vamos a ningún lado!
Catherine me llamó por teléfono, y me dijo
que su visita al país
le estaba resultando muy productiva.
Tenía su agenda llena. Hablaría inclusive con
la Ministro
del Interior, ¡una mujer! No la volví a
ver
hasta varios días después, en una recepción.
Me pidió
que la recogiera el lunes para llevarla al
aeropuerto.
Ahí podríamos conversar y despedirnos.
Pasé por su hotel temprano a la mañana
y nos subimos a la autopista. Estaba
contenta.
Todo había salido muy bien. Había recogido
mucha información importante.
Era una mujer de buen corazón, debo
reconocerlo,
aunque no estaba yo de acuerdo con su fe
en la compasión del capitalismo
que, ella creía, salvaría al mundo.
Me dejó como recuerdo un dibujo
hecho por un pintor sin manos del Barrio
Portorriqueño de Nueva York.
Yo a mi vez prometí enviarle un copia de este
poema.
Me dijo que había corroborado en el terreno
lo que tantas veces había leído en sus libros:
era indispensable frenar la barbarie
de una vez por todas en Latinoamérica.
Tenía todo tipo de sugerencias para civilizarnos.
Recomendaba
revivir la Alianza para el Progreso, e
implementar programas médicos estrictos
para evitar los embarazos indeseados entre
los pobres.
También necesitábamos, insistió, mucha más
policía,
porque solo la policía podía combatir
profesionalmente
a los ladrones que se ocultaban en sus
madrigueras
y a los narcotraficantes que infestaban las
villas
y eran una amenaza para las áreas
residenciales del centro.
Hacían falta escuelas al estilo
norteamericano,
que les inculcaran ideas de libertad a los
niños, y planes del arrepentido
para promover el espionaje en las villas y
ayudar a la policía en su misión.
En Ezeiza la aguardaba un pequeño comité de
despedida de la Casa de Gobierno
que le entregó varios regalos: un poncho, un
rebenque, unas espuelas.
Le dijeron que ya los gauchos habían
desaparecido, pero eran el símbolo
de nuestra patria criolla. Se los había
llevado el tiempo como un día
el tiempo se llevaría la barbarie villera.
La representante de la civilización
yanqui se tomó el vuelo de American, y se fue
a hacer su informe
sobre la Argentina. Esperemos que la solución
propuesta
no sea la misma
que ya sufrieron en el continente los indios,
los gauchos y los negros.
Yo creo que los pobres, a su modo, en nuestra tierra,
van resolviendo el problema de su vivienda,
dada la notoria impiedad de los ricos y del
gobierno.
Resisten en sus casillas improvisadas el paso
del tiempo
y aguardan en los pasadizos de fango
que llegue la prometida piqueta y la orden de
desalojo.
Tener una casa es ocupar un lugar en el
mundo.
No tener domicilio es como ser un muerto
vivo.
La villa, cueva de traficantes y refugio de
abandonados,
ese gran escenario, que visitan ahora, con
curiosidad,
las delegaciones extranjeras,
es el teatro abierto de nuestra pobreza,
el espacio alegórico de nuestros vicios.
Los argentinos somos creativos y mitómanos,
reverenciamos el melodrama e inventamos
historias.
En la patria de Gardel, el Che y Evita, Dios
nos consuela.
¡Ver tanta miseria junta, quién diría, si dan
ganas de fotografiarla!
Publicado en G.E.P.A.N., Julio 19, 2016. Web.