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lunes, 14 de diciembre de 2015

Las huelgas salvajes de Villa Constitución


                                            de Alberto Julián Pérez ©

En mayo de 1964 comenzaron las huelgas en Villa Constitución. Primero pararon los obreros de Acindar, y pronto los siguieron los de Marathon, Metcon y Villber. Ernesto Galván, uno de los héroes de nuestra historia, trabajaba en Acindar desde hacía tres años. Entró poco después de terminar el servicio militar en Rosario. Tenía veinticinco años y era peronista. Su padre, Juan, también era obrero de Acindar. La fábrica tenía más de mil obreros. El padre y el hijo no se encontraban necesariamente en el trabajo, estaban en secciones diferentes. En realidad, había más cosas que los separaban. Su padre era Radical, siempre había defendido al irigoyenismo y a Balbín. Su partido había ganado las elecciones presidenciales en 1963. El viejo Illia estaba en el poder y, aunque Juan prefería al chino Balbín, defendía su gobierno. Los radicales decían que iban a salvar al país. No había demasiados obreros radicales en la fábrica, eran casi todos peronistas, y a los radicales los trataban de “contreras” y “acomodados”.
Juan Galván había nacido en Rosario. Tenía 55 años. Se fue a vivir a Villa Constitución cuando se casó con Elisa. El padre de Juan también había sido Radical, de los de Irigoyen. Cuando llegó el peronismo, en los cuarenta, Juan ya era un hombre de más de treinta años. Perón se llevaba bien con el ala radical de FORJA, que lo apoyó, pero formó su propio partido. Juan siguió siendo Radical, como su padre. Si bien le interesaba la política, no era un militante activo. Estaba apegado a la rutina de la vida diaria. Cuando abrió Acindar en Villa Constitución estuvo entre los primeros seleccionados para trabajar en la nueva fábrica. En Argentina no había otra igual. Era la fábrica de acero más moderna del país.
Su esposa, Elisa, era una mujer paciente y bondadosa. De jóvenes se llevaban bien. Pero Juan fue cambiando y, en los últimos años, la relación se había vuelto distante. Era un hombre más bien osco, no le gustaba hablar mucho. Cuando volvía de la fábrica escuchaba la radio y se ponía a leer el diario. Compraba “La Capital” de Rosario. Para él era algo así como la Biblia. Lo leía cada día, al menos media hora. Era lo único que leía.
 En la pequeña ciudad había un comité del Partido Radical. Lo manejaba el almacenero Rodena. Cada tanto Juan iba al almacén a visitarlo y jugaban al truco. Una vez al año, por lo menos, hacían un asado e invitaban a las esposas. Era como un club de barrio. Los militares, que perseguían a los peronistas, habían sido tolerantes con los radicales. Y en esos momentos, con Illia en el poder, Juan sentía que al final les había tocado volver al gobierno.
Villa Constitución había crecido y en esa época pasaba los 20.000 habitantes. Además estaba muy cerca de Rosario. Los villenses tenían su mundo. Elisa, la mujer de Juan, había nacido y vivido siempre en Villa Constitución. Había conocido a quien sería su marido en los bailes de carnaval del Club Provincial de Rosario en 1933. Tenía 23 años. Se pusieron de novio y se casaron en 1937. Ella quiso quedarse a vivir en Villa. Allí estaban sus padres, y Rosario le parecía demasiado grande. Juan no había sido su primer novio, pero sí el que más había querido. En 1939 nació Ernesto, y en 1941 Rosa, su hija.
 Por las mañanas trabajaba en una panadería para ayudar a su marido. Su madre le cuidaba los chicos. Tiempo después Juan le dijo que ya no hacía falta que siguiera trabajando. En Villa Constitución se vivía con muy poco. Con lo que él ganaba era suficiente para mantener la casa. El padre de Elisa siempre les traía verduras de su huerta. Juan conseguía huevos baratos y embutidos caseros en las chacras. Alquilaban una antigua casa chorizo de tres piezas. Los chicos ocupaban una pieza grande, ella y su esposo otra y la tercera les servía de sala para las visitas. Comían por lo general en la cocina y los fines de semana Elisa ponía la mesa en la sala. Al atardecer, después del trabajo, se sentaban en el patio a charlar y tomar mate. Los chicos, a veces, llevaban la mesa de la cocina al patio para hacer allí los deberes.
Su hija fue la primera que se casó, a los 20 años. Su hijo tenía novia, pero por el momento no planeaba casarse. Era una relación reciente. Cuando su hija le anunció su casamiento, se dio cuenta lo mucho que había engordado con el paso de los años. No le entraba ningún vestido. Su marido le dijo que no le importaba que estuviera gorda, la quería igual. Hacía mucho tiempo que Elisa y su esposo no tenían una buena vida sexual. Se habían ido olvidando del amor. Más le gustaba el compartir. Siempre escuchaban radio juntos. Ella amaba los radioteatros. El le prometió que pronto le iba a comprar un televisor. Elisa casi no se enteró de todos los cambios que habían ocurrido en el país: la caída de Perón, el gobierno de Aramburu, el de Frondizi, el de Illia. La política mucho no le interesaba. Ella estaba dedicada a su familia. En Villa Constitución había bastante trabajo, allí tenían como ganarse el pan. Ernesto, su hijo, era un muchacho inquieto. Había terminado la secundaria, pero no quiso estudiar en la universidad. Prefirió trabajar en Acindar con su padre. Su familia era una familia obrera. Su hija se había casado con un obrero de Marathón, y ella también trabajaba allí, en las oficinas de la fábrica. Villa era una ciudad enteramente proletaria: el puerto, el ferrocarril, las fábricas.
Ernesto había empezado a militar en el peronismo a los dieciocho años. Fue durante 1957, en plena Resistencia. El General había ordenado que empezaran los ataques contra el régimen militar. Villa era uno de los cuarteles obreros de la resistencia popular. Los militantes empezaron a poner “caños” en Rosario, en Villa Constitución y en San Nicolás. Era el corredor industrial más importante del país. La represión no se hizo esperar. Operaban en la clandestinidad y todas las reuniones eran secretas. Tenían que cuidarse mucho. Había infiltrados de la patronal y policías que espiaban. Ese ambiente peligroso y clandestino le atrajo a Ernesto. Tenía espíritu de aventura. Le gustaba ser obrero. Idealizaba a los compañeros más militantes. Eso lo fue distanciando de su padre, a quien consideraba un conformista.
Se reunía con los muchachos para leer las cartas que enviaba Perón. Tenían un ejemplar de La fuerza es el derecho de las bestias. Después les mandaron Los vendepatria de Venezuela. Se encontraban por las noches para leerlo. El jefe del peronismo en Villa Constitución era Antonio López. El había dirigido la Unidad Básica desde antes del golpe de 1955 y estuvo preso a la caída de Perón. Luego lo reincorporaron a la fábrica y organizó a los peronistas en la clandestinidad. Era un  hombre viejo, que había nacido con el siglo, y en 1964 se acercaba a la jubilación. Pero conservaba todo el fuego y la mística de viejo luchador. Era un gran orador y había leído mucho. Era un hombre feo, muy flaco, narigón, no muy alto, pero tenía carisma. Cuando hablaba, algo en él se transformaba. Cuando él leía las cartas y las órdenes secretas de Perón se hacía un silencio religioso. Había nacido para líder. Ernesto lo admiraba.
Pasaron cosas en el Peronismo: después de la traición de Frondizi, los militantes empezaron a pedir que el General regresara al país clandestinamente. Era absurdo que su líder estuviera en España. El pueblo lo reclamaba. Villa Constitución, decía Antonio, tenía puesta la camiseta peronista. Los militantes de los otros partidos eran minoría. Había pequeños comités de radicales y comunistas. Los domingos, los peronistas se reunían para escuchar los partidos de fútbol (eran casi todos “canallas” centralistas, y unos pocos de Newels) y hablaban de política. Se rumoreaba que la CGT planeaba una huelga general. Después se dijo que la cosa era más seria. El General había ordenado la toma de fábricas en todo el país. Parecía una locura, pero los peronistas podían hacerlo. El gobierno de Illia era débil. Los militares y la iglesia lo digitaban a gusto. Todas las fuerzas gorilas se habían unido para atacar al pueblo. Los peronistas leían las columnas de Jauretche, que delataba a los cipayos y a los vendepatria.
Finalmente en mayo de 1964 comenzaron las movilizaciones que culminarían en las tomas de las fábricas. Los militantes de Acindar empezaron a agitar a sus compañeros. A las nueve de la mañana leyeron un comunicado del General Perón, que afirmaba que los vendepatria se habían apoderado del país, y que el gobierno no representaba al pueblo. El pueblo, dijeron, era peronista, y estaba proscripto por los gorilas, igual que su jefe. Reclamaban el regreso de Perón al país, y la renuncia del gobierno ilegítimo. La Confederación General del Trabajo de Villa Constitución exigía libertad política plena para el peronismo, y el fin de la proscripción.
Un obrero pidió la toma del establecimiento y todos aprobaron. Un grupo se dirigió a las oficinas del personal jerárquico y les anunció que la fábrica estaba tomada. La CGT respaldaba el paro nacional. Todas las fábricas y establecimientos comerciales del país se estaban plegando a la medida. Ordenaron apagar los hornos, a pesar de las quejas de los ejecutivos, que amenazaban con llamar al Ejército. Establecieron piquetes de guardia en las puertas de acceso para evitar que entrara la policía.
Ernesto formaba parte de la comisión interna de la fábrica. Juan, su padre, se encontraba manejando una grúa en el muelle de Acindar sobre el Paraná, cargando láminas de acero en un barco, en el momento en que apagaron los hornos. Al enterarse, decidió no sumarse a la protesta. El era radical y ese paro trataba de desacreditar a su partido, que estaba en el poder. Era un sabotaje de Perón contra Illia. Salió de la fábrica y se dirigió a su casa. Llegó furioso. Su mujer, al verlo así, trató de calmarlo. Decía que estaban locos y que los iban a fajar. Si no liberaban pronto la fábrica, iban a empezar los tiros. Su mujer preguntó por su hijo. Juan le preguntó a su vez si no sabía “lo que era Ernesto”. Su mujer le dijo que qué quería decir. “¡Peronista, tu hijo es peronista! ¡Yo soy radical”, gritó Juan, “y tu hijo es un contreras!” Elisa le dijo que iba a la fábrica a ver lo que pasaba. Su esposo le pidió que no fuera, era peligroso, iba a llegar la policía y el Ejército, pero no le hizo caso. Se abrigó bien y salió.
En el camino encontró a otras mujeres que caminaban hacia la fábrica. Pronto se formó una columna. Al llegar vieron que la policía se había estacionado frente a la puerta principal, que estaba cerrada por dentro. Las mujeres hablaban entre sí. Decían que la ocupación iba a durar sólo unas horas. Un delegado salió y le dijo a la policía que la toma terminaba a media noche, y el turno de la noche podría entrar a trabajar. Dijeron que los empleados jerárquicos estaban seguros. Los estaban custodiando. Pronto les iban a dar un comunicado. Después de un par de horas Elisa decidió volver a su casa y regresar más tarde. Tenía frío y eso iba a durar todo el día.
Llegó a su casa y preparó algo de comer. Decidió llevarle comida en una ollita a su hijo más tarde. Su esposo le dijo que no la iba a necesitar, seguro que los que decidieron la ocupación habían calculado todo. Volvieron a discutir. Después de comer se acostó un rato. Quería estar preparada para lo que pudiera ocurrir. Si tenía que quedarse toda la noche frente a la fábrica se iba a quedar. Regresó al anochecer. Al llegar, vio los fuegos que habían encendido los familiares que aguardaban afuera de la fábrica en unos tambores vacíos para calentarse. Decían que adentro estaban negociando. Uno tenía una radio portátil. Las radios de Rosario informaban que había más de 500 establecimientos industriales tomados en el país. Todo era parte del plan de lucha peronista. El Ministro del Interior hizo un llamado a la concordia. Dijo que las ocupaciones eran ilegales y que si los trabajadores no desocupaban rápidamente los lugares de trabajo se los iba a echar sin indemnización y se iban a hacer juicios penales contra los cabecillas. Advirtió que si dañaban las máquinas en los establecimientos fabriles cometerían un delito contra la propiedad y los responsables serían apresados y juzgados.
A las doce de la noche se corrieron rumores de que se iban a abrir las puertas para que salieran los obreros. Habían llegado refuerzos policiales de San Nicolás y de Rosario, y un batallón de infantería rodeaba la fábrica. Los delegados dijeron a la policía que la salida iba a ser pacífica y que hicieran espacio y no provocaran a los obreros. Todas las mujeres y familiares aguardaban con ansiedad. Había tanquetas y carros hidrantes y los policías estaban muy nerviosos. Abrieron las puertas y empezaron a salir las columnas de obreros. Todo iba bien hasta que cantaron “La Marcha Peronista”. Apenas escucharon “Los muchachos peronistas/ todos unidos venceremos”, los policías presionaron el cerco contra ellos. Se produjo un forcejeo y empezaron los insultos. Los policías daban bastonazos. Algunos obreros estaban armados con palos y empezó la pelea. El Ejército no se metió. Los obreros se defendían a palazos y trompadas. Elisa y todos los que miraban retrocedieron. De pronto, de lejos, Elisa vio a su hijo. Gritó llamándolo, pero era imposible que la escuchara. Junto a otros compañeros se enfrentaba a la policía. Una tanqueta lanzaba chorros de agua contra ellos. Los policías trataban de separar a los trabajadores de su grupo, los esposaban y los metían por la fuerza en un blindado. De pronto un policía se acercó a Ernesto y le pegó un palazo fuerte. Ernesto cayó al suelo. Elisa lo vio todo. Estaba sin aliento. Entre dos policías lo llevaron arrastrando a un celular. El camión hidrante avanzó hacia la gente que miraba para que retrocediera. No querían testigos. Los vecinos se fueron mezclando con los obreros que lograban escapar. Se fueron retirando. El Ejército avanzó en orden lentamente contra la multitud para despejar el lugar. No debía quedar nadie en las inmediaciones de la fábrica. Trabajadores y familiares caminaron hacia el centro de la ciudad. La policía cerró las puertas de ingreso de Acindar. Adentro sólo quedó el personal jerárquico. Pronto partieron los celulares con los presos hacia la comisaría.
Elisa no sabía qué hacer. Habló con las otras mujeres. Tenían que encontrar ayuda. Había que liberar a los presos. Una señora le dijo que a esa hora no podían hacer nada, convenía aguardar hasta el día siguiente. La señora le pidió su dirección, su hijo también estaba preso. Apenas supiera algo pasaba a avisarle. Elisa llegó a su casa de madrugada. Su esposo la esperaba en la puerta. Estaba muy nervioso. Le dijo que Ernesto se lo tenía bien merecido, y que no se preocupara, que no le iba a pasar nada. Elisa se puso a llorar. Nunca hubiera pensado que su esposo pudiera ser tan bajo. Se fue a acostar al dormitorio de su hijo, no quería estar cerca de su marido.
A la mañana temprano la señora con la que había hablado la vino a buscar. Dijo que había una reunión a la que podían asistir. Fueron al centro de la ciudad y entraron en una mueblería. En el fondo había un grupo considerable de personas reunido. Estaba hablando un hombre muy flaco, de nariz prominente. Era Antonio. Elisa, al verlo, se sintió impactada. Antonio levantó su mano derecha con el puño cerrado y su voz, de un calibre perfecto, sonó como un metal bien templado. “Somos peronistas”, dijo, “la toma de la fábrica ha sido un éxito”. La patronal y el gobierno, explicó, eran impotentes ante la protesta de los obreros. “Nosotros somos el trabajo”, decía, “y sin nosotros la sociedad se hunde”. La CGT estaba liderando la lucha. Perón había dado todo su apoyo a la actual comisión directiva. Muy pronto iban a liberar a los que estaban presos, y el comité de la fábrica no iba a permitir que se echara a nadie. Elisa se acercó a él y se presentó, dijo que era la madre de Ernesto. Antonio había oído hablar de ella a su hijo. Le apretó la mano con cariño y comprensión , y la miró a los ojos. En ese momento Elisa se sintió bien.
A la noche liberaron a los presos. Eran cerca de sesenta. Contaron que les habían pegado “para que hablaran”. Querían saber los nombres de los cabecillas. Todos contestaban que el líder era Perón, y que todos los problemas se iban a acabar cuando levantaran la proscripción contra el peronismo y el General volviera al país. Elisa abrazó  a su hijo. Estaba orgullosa de él. Los compañeros rodearon a Antonio. Cuando vio a Ernesto, Antonio lo abrazó. “Tu madre es una valiente”, le dijo. Elisa y su hijo fueron a su casa. Al entrar el padre empezó a criticar a Ernesto, le dijo que eran unos locos. Ernesto no le contestó. Pronto se fueron a dormir todos. Al otro día regresaron al trabajo. La fábrica otra vez estaba operando a pleno.
Ese fin de semana la hija y su marido vinieron a visitar a sus padres. Los dos habían estado en la ocupación de su fábrica, Marathon. La novia de Ernesto vino también a la casa. Era una muchacha tímida y acababa de terminar la escuela secundaria. Se pusieron a hablar de lo que había pasado durante el paro y la ocupación. Juan estaba malhumorado y participó poco en la conversación. Todos sabían lo que pensaba. Para él estaban saboteando al gobierno. Elisa le dijo a su hijo, en voz baja, que la próxima vez que se reuniera con sus compañeros le avisara, ella también quería ayudar. Ernesto se puso contento. El lunes le avisó que se reuniría con los militantes de la Unidad Básica clandestina esa noche en la mueblería. Quería ir con ella.
Madre e hijo fueron a la reunión. La presidía Antonio. Ernesto le dijo que su madre simpatizaba con las luchas obreras y quería colaborar con el movimiento. Antonio le agradeció su presencia y le advirtió que había cierto peligro. “No tengo miedo”, respondió Elisa. “Quiero ayudar a mi hijo”. Antonio le pidió un número telefónico de contacto y Elisa le dio el de su casa. En la reunión hablaron de la Resistencia. Antonio informó sobre la toma de fábricas en Rosario. Después leyeron un mensaje de Perón y discutieron las estrategias a seguir. Finalmente se despidieron y madre e hijo regresaron a su casa.
Dos días después Antonio la llamó por teléfono. Le dijo que necesitaba una persona que fuera a buscar unos volantes a Rosario. Le preguntó si se animaba y podía contar con ella. Elisa le respondió que sí. El sábado le anunció a su esposo que iba a visitar a su hermana a Rosario, y que volvía por la noche. Tomó el colectivo y se bajó en el barrio de Tiro Suizo, al sur de la ciudad. Fue a la dirección que le indicó Antonio y le dieron una caja con volantes. Elisa agarró la caja y se fue a tomar el colectivo de regreso. Abrió la caja y leyó lo que decía el volante. Hablaba de la Resistencia, del Plan de Lucha y citaba palabras de aliento de Perón. Terminaba con el saludo peronista: Perón Vuelve. Había que continuar la lucha.
Al llegar a Villa Constitución, Antonio la estaba esperando en la parada del colectivo que venía de Rosario. Le entregó la caja. Antonio le agradeció y la invitó a tomar algo. Entraron en un café. Antonio le contó cosas de su vida. Le dijo que era viudo, y que había empezado a militar en el 45. En el 55 lo habían encarcelado durante varios meses. De joven había querido ser cura, pero su destino era ser obrero. Se sentía bien ayudando a los otros. Elisa le dijo que a ella también le gustaba ayudar. “Somos almas gemelas”, le respondió Antonio. Se despidieron, y Antonio le dijo que le iba a hablar pronto.
Esa noche Elisa se sintió extraña, y no sabía por qué. Se durmió, y tuvo un sueño que, al otro día, al recordarlo, la hizo avergonzar. En el sueño era joven, y su marido le estaba haciendo el amor. Era la noche de bodas. Pero la cara de su marido no era la de Juan, sino la de Antonio. Lo reconoció por la nariz, y por la dulzura de la voz. Miró lo que tenía entre las piernas, y vio que su miembro era muy grande, a diferencia del de su marido.
A la mañana siguiente se levantó con buen ánimo. Le habló con tacto a su esposo, que estaba de mal humor. Juan había discutido con su hijo y se había quedado con bronca. Le dijo a Elisa que, si Ernesto no iba a respetarlo, que se fuera de la casa. Elisa se puso a llorar. Esa noche, durante la cena, padre e hijo volvieron a discutir. Elisa le rogó a Ernesto que no le faltara el respeto a su padre.
El plan de lucha continuaba en el país. Los peronistas estaban tomando fábricas en varias provincias. Illia, en un discurso radial, llamó a la concordia y a la unión entre los argentinos. Ernesto dijo a su madre que, mientras no regresara Perón, no iba a haber paz en Argentina. A la semana siguiente hubo varias explosiones en Rosario. La policía dijo que eran atentados con bombas caseras hechas con caños, y responsabilizó a los peronistas. No hubo que lamentar víctimas. 
Antonio volvió a comunicarse con Elisa un día jueves. Su hijo y su marido estaban en el trabajo. Antonio le preguntó si lo podía acompañar a Rosario a buscar “material”. De paso, podían charlar. El había pedido el día en la fábrica por “razones de familia”, volverían antes de la noche. Se encontraron en la estación de colectivos. Apenas se vieron, empezaron a hablar como viejos amigos. Elisa se fue vestida con cierta elegancia. Llevaba un tapado negro que disimulaba su gordura y se maquilló los ojos. En el viaje conversaron poco de política. Antonio le decía cosas graciosas, estaba contento. Empezaron a reírse como dos jóvenes. Llegaron a Rosario y tomaron un taxi al barrio Echesortu. Tocaron timbre en una casa de dos pisos. Los recibieron. Antonio presentó a Elisa como “una compañera”. Les entregaron dos cajas con documentos. Salieron. Antonio invitó a Elisa a tomar algo en el centro.
Fueron al bar Manhattan. Ella pidió un remo y un Carlitos, tenía hambre. Conversaron. El le preguntó cosas de su vida. La miraba a los ojos y la trataba con ternura. Elisa se dio cuenta que se estaban enamorando y se sintió ridícula. Era una mujer vieja y estaba casada. Pensó que había vivido por más de veinte años con su marido y posiblemente no lo había querido. O el amor se fue terminando, y lo que pasó durante la toma de la fábrica fue el golpe de gracia. Ya no sentía respeto por Juan.
Fueron a caminar al monumento a la bandera y a la estación fluvial. Se apoyaron en una baranda para mirar el río. Allí Antonio la tomó de la mano, y ella no se la retiró. Después la besó. Elisa sintió que le estaba pasando algo maravilloso. Al regreso pasaron por la Catedral. Antonio quiso entrar. Le dijo que era muy católico, y que Perón también lo era. Le tomó la mano y rezó por ellos en voz alta. Le pidió a Dios que los comprendiera y los perdonara.
Varios días después volvieron a verse. Antonio le pidió que fueran a su casa. Sabía lo que significaba. Quería tener sexo. Se sentía ridícula. ¿Cómo iba a mostrar su cuerpo gordo y deformado? Pero fue. Antonio le sirvió ginebra. Pasaron al dormitorio. Hacía décadas que no estaba con otro hombre que no fuera su marido. Ella le pidió que apagara la luz. Se desnudó y se metió en la cama. De pronto sintió el cuerpo de Antonio encima del suyo. Tenía un gran miembro. Gozaba como un hombre joven. Era delgado y se mantenía ágil. Elisa sintió su nariz prominente acariciándole el rostro y después descendiendo a sus pechos. Le dio vergüenza y quiso retirarlo. Después él bajó a sus entrepiernas y ella cerró las piernas. Nunca se lo habían hecho antes. Se sintió una tonta y tuvo ganas de llorar. Con mucho esfuerzo se vinieron los dos. Después, cubiertos con las frazadas, encendieron la luz y se pusieron a hablar. Vio que Antonio tenía los ojos iluminados: era el amor. Le pareció buen mozo, y su nariz no tan grande. Se pusieron a hacer chistes. El le dijo que era linda, y ella le insistió que era gorda. “Yo soy demasiado flaco”, dijo él, “no tengo más que piel y huesos”. “A mí me gusta como sos”, le respondió ella. Empezaron a acariciarse y a besarse. Ella se preguntó qué pensaría su hijo si se enteraba, creería que su madre era una cualquiera.
Esa noche regresó a su casa contenta. Pensó que esa situación era anormal, y no podía continuar por mucho tiempo. Su marido quiso hacer el amor y ella sintió repugnancia, pero le dejó que lo hiciera, no quería que se diera cuenta que estaba viviendo otra cosa. Elisa no tenía confidentes, ni verdaderas amigas, en Villa Constitución. Era un pueblo grande. La gente era mal intencionada y chismosa, sobre todo las mujeres. Algo dentro suyo le quemaba, necesitaba hablarlo con alguien, se sentía mal. No se animaba a decírselo al cura o a confesarse. La había conocido por años y conocía a su marido. No tenía cara para decírselo. Finalmente optó por tomarse un colectivo e irse a San Nicolás. Allí nadie sabía quién era. Entró en una iglesia y se confesó. Le dijo al cura que sentía mucha vergüenza, que no entendía lo que había pasado y que se sentía mal. El cura le aconsejó que dejara a Antonio. El matrimonio era de por vida. Debía resignarse. Ella le aseguró que ya no amaba a su marido. “El amor no es todo en el matrimonio”, dijo el confesor. “Te ha dado hijos. Piensa en el amor de dios, que a la larga es el que cuenta.”
Elisa regresó a Villa Constitución más angustiada de lo que había salido. Durante todo junio se vieron semanalmente con Antonio. El estaba enamorado, le ofreció irse a vivir juntos a Rosario. Se iba a jubilar en unos pocos meses. Elisa no aguantó más y decidió hablar con su hijo. Necesitaba que él lo supiera. Era el único que podía comprenderla. Ernesto la abrazó y le dijo que estaba contento por ella. Su padre no la merecía, y Antonio era un gran líder. Se hablaba de que lo iban a llevar a Buenos Aires para ocupar un puesto importante en el comité central del movimiento. El General se estaba preparando para regresar al país. En unos meses más caerían los radicales, habría una revolución.
La relación con su marido se fue deteriorando. Una vez lo llamó cobarde, y Juan la abofeteó. Ella se puso a llorar, y su hijo se abalanzó contra su padre y gritó que si volvía a tocarla lo iba a golpear. Su padre dijo que él había sido un buen padre y un buen marido, que había hecho todo por su hogar, y ahora lo trataban como a un perro. El tenía ideales, creía en el gobierno radical.
Elisa pensó que en Villa había gente que se estaba dando cuenta o sospechaba de su situación. Antonio alquiló un cuarto en una pensión de Rosario, cerca de la Estación de Omnibus. Empezaron a viajar y verse allá. El viaje demoraba una hora. Salía por la mañana y regresaba antes que terminara el turno de la fábrica de su esposo. Antonio pedía el día, sin goce de sueldo. Decía que tenía algunos problemas médicos. Y era verdad, tenía angina de pecho, su corazón estaba algo delicado.
Elisa se sentía bien. Comprendió que no había sido feliz en su vida antes. Juan y ella no tenían mucho en común. Lo único que le agradecía eran sus hijos, chicos maravillosos. Ernesto era la persona más noble del mundo. Pensó en separarse de su esposo. En escapar con Antonio, como si fueran adolescentes. Pero sabía que no se iba a atrever, su esposo la buscaría y le pediría que volviera, y ella sentiría lástima y regresaría con él. Ya era tarde para ellos.
A las dos semanas Antonio tuvo una descompensación cardíaca y lo internaron. La ambulancia fue a buscarlo a la fábrica y lo llevó al hospital. Ernesto lo fue a visitar allí. Estaba rodeado de dirigentes del partido. Ernesto le hizo un gesto, en señal de complicidad, dándole a entender que su madre le mandaba saludos, y a Antonio se le humedecieron los ojos. A los dos días había fallecido. Lo velaron en la funeraria de la ciudad. Hubo un desfile de militantes y dirigentes frente a su féretro. Elisa le pidió a su hijo que la acompañara, quería verlo por última vez. Fueron juntos. Los que rodeaban el féretro se hicieron a un lado cuando la vieron. Elisa le aferró el brazo a su hijo y se apoyó en él. Sintió que desfallecía. Luego volvieron a su casa y se puso a llorar amargamente. Su hijo no sabía cómo consolarla.
Durante los días siguientes casi no se levantó de la cama. Estaba deprimida y lloraba. Su esposo, que no se dio cuenta de nada, quiso llamar al médico, pero ella se negó. Finalmente logró levantarse.
A principios de agosto ya se sentía mejor. Un domingo su hijo invitó a su novia a almorzar con ellos. Querían darles una buena noticia: Graciela estaba embarazada y se iban a casar. Su madre lo abrazó emocionada. Le dio gracias a Dios. Juan abrazó a su hijo y después a su mujer. Se tomaron de la mano. “¿Viste Elisa que Dios es bueno?”, le dijo. Elisa asintió.
Se quedarían solos en la casa. Quizá le conviniera buscarse un trabajo. Le gustaba la repostería. Le dijo a Juan que iba a preparar tortas para venderles a las esposas de los compañeros de la fábrica. Así se ganaría unos pesos. Juan le dijo que no era necesario. Ella le respondió que quería ser independiente y tener su propio dinero para hacerle regalos a su nieto. Al primero, y a los que vinieran después. Ya era hora de que también su hija le diera nietos. Juan le dijo que a él le iba a gustar ser abuelo.
Esa noche durmieron abrazados. El quiso hacer el amor, pero ella no quiso. Le preguntó a su marido si él creía que en la vida había que resignarse. Juan le dijo que en cierto modo sí, cuando uno era viejo ya había vivido lo suyo. Ya no se podía empezar de nuevo. Pero a ellos, gracias a dios, no les faltaba nada.                      
                 

   Alberto Julián Pérez, Cuentos argentinos. La sensibilidad                 y la pobreza. Lubbock: Ed. Riseñor, 2015, págs. 117-129





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