de
Alberto Julián Pérez ©
El Comandante
del III Cuerpo de Ejército, General de División Luciano Benjamín Menéndez,
arribará hoy a la provincia para presenciar ejercicios militares, informando al
respecto que “no son movimientos bélicos sino ejercicios de instrucción…”
Consultado sobre
las posibilidades de arribar a una solución en el diferendo limítrofe con
Chile, se declaró optimista... Retomando el tema de los ejercicios…afirmó que
“la obligación del Ejército es prepararse para la guerra”…
La Nación, 17 de octubre de 1978.
El jueves 21 de
diciembre de 1978 reclamará seguramente una página de los estudiosos de la
política exterior de la Argentina y de Chile…un hecho nuevo suspendió el jueves
los aprestos militares para una crisis que tendía a “precipitarse en forma
inminente”…El hecho nuevo fue la comunicación oficial de Juan Pablo II a los
gobiernos de Argentina y de Chile de su disposición a enviar un representante
personal…y examinar “la posibilidad de un honorable arreglo pacífico” del
litigio…la Casa Rosada se apresuró a hacer saber a la opinión pública que el
ofrecimiento papal había sido aceptado…También lo aceptó Chile.
La Nación, 24 de diciembre de 1978.
Hacía un rato
que había salido la luna y las masas oscuras de montañas mostraban su
accidentado perfil contra el cielo estrellado. En el valle se divisaban las
manchas blanquecinas de las tiendas de campaña. Dentro de una de ellas, dos
soldados conversaban en voz baja.
- ¿Estuviste con
la patrulla del Sargento Soto? – dijo uno.
- No, por suerte
– respondió el compañero.
- De la que te
salvaste. Está hecho un hijo de puta.
- Les están
dando con todo también a ellos.
Se quedaron en
silencio por un momento. Hasta ellos llegaban los rumores y ruidos nocturnos. La
luna proyectaba sobre las paredes de la tienda su luz tenue. Cada tanto
cruzaba la sombra de algún centinela.
- Lo fusilaron
al Rana, ¿te enteraste?
- Sí – dijo el
compañero – lo mataron ayer a la noche. Yo oí la descarga, pobre pibe…
- El flaco
Gutiérrez se la pasó llorando…
Los dos rostros
se volvieron casi al mismo tiempo, hasta enfrentarse.
- Y al final,
¿qué va a pasar? – preguntó uno.
- ¿Quién lo
sabe? – dijo el otro.
- ¿Vamos a
entrar en batalla o no?
- Ya entramos en
batalla…¿no te das cuenta? La batalla entre los Oficiales y los soldados.
- Quiero decir…
con los chilenos.
- No lo sé.
- No aguanto más
todo esto – confesó su amigo, con la respiración entrecortada – Me vuelven
loco, creo que me voy a volver loco.
- Los Oficiales
tienen la culpa. Ellos son los que crean esta tensión.
- Cada noche
durmiendo vestidos, con las ametralladoras al alcance de la mano. No aguanto
más… - dijo con un hilo de voz, cubriéndose la cara con las manos.
- Es como oler
la muerte – comentó su compañero – Me contaron que uno en el Segundo Batallón
se piantó totalmente. Agarró la ametralladora, empezó a gritar y tiró ráfagas
para cualquier lado. Mató a dos e hirió a uno antes de que lo mataran a él. Al
soldado que hirió le tuvieron que cortar las piernas.
- Y nadie sabe
concretamente qué es lo que está pasando, ¿te das cuenta? Siempre rumores,
rumores que circulan y pueden ser ciertos o no.
- Pasan de boca
en boca y se deforman – murmuró – El miedo…es el miedo…
Miró hacia los
costados. Se percibían en la penumbra los cuerpos extendidos de los otros
soldados. Luego se volvió hacia su camarada.
- ¿Cómo podemos
vivir así? – le preguntó.
- Y…- justificó
el otro, abatido – uno se va acostumbrando…
- Acostumbrando,
sí, acostumbrando a morirse. Un día nos dirán: “Bueno, llegó el momento, ése es
el enemigo, está avanzando hacia ustedes, ¡disparen!”
- Y nosotros
haremos lo que ellos mandan.
- Y los otros,
los enemigos, harán exactamente lo mismo.
Escucharon los pasos del centinela
junto a la tienda. Se quedaron en silencio por unos instantes. Oyeron voces de
otros compañeros que, como ellos, murmuraban. Uno de los amigos llamó al otro,
tocándole el brazo.
-¿Quién gana en
este infierno? – le preguntó.
- Los que no
están aquí. Nosotros todos perdemos, ya no somos nosotros.
- Si solamente
pudiéramos sacarnos la incertidumbre de encima, saber cuándo y cómo… – murmuró,
oprimiéndose las sientes –…si desaparecieran estos fantasmas…
Se pasó la mano
por la garganta y volvió la cabeza hacia el costado.
-Es hora de
dormir – dijo su amigo, tapándose más con la manta.
- Imposible, no
podré pegar los ojos, como anoche.
El centinela se
detuvo un momento en la puerta de la tienda; luego, continuó la ronda.
-¿En qué pensás?
– preguntó el soldado a su compañero.
- Pienso, ¡si
pudiéramos hacer algo!
- Sacátelo de la
cabeza, es una locura.
- ¿Por qué? –
insistió.
- Nos agarrarían
y nos matarían, nos fusilarían como al Rana.
- Al Rana lo
fusilaron porque robó.
- Es lo mismo –
dijo, molesto.
– Lo que se está
planeando es diferente. Estamos aquí, en este desierto montañoso, aguardando
que nos ordenen avanzar y entrar en batalla, sin saber si los Generales ya
decidieron el momento para empezar la guerra, o si por el contrario van a
desistir y retirar las tropas. Y allá, en las ciudades, hay hombres como
nosotros, que esperan el desenlace de todo esto para saber si tendrán que
trabajar con los mismos patrones o con otros nuevos.
El compañero no
respondió al argumento. Permanecieron callados por algunos instantes.
-¿Qué hacías antes
de venir al frente? – preguntó después.
- Era obrero en
una planta química.
- No sé – dijo,
volviendo al argumento inconcluso – todo me parece improvisado. Tengo miedo.
- Yo también
tengo miedo – confesó sinceramente el que era obrero.
- ¿Y entonces…por
qué te metés en eso?
- Tengo que
hacerlo para defenderme – dijo - Mientras éstos tengan la manija siempre habrá
otra guerra.
El compañero se
quedó pensativo por un momento.
-¿Cómo van a
vincularse con los de la ciudad? – preguntó luego.
- Ellos están
imprimiendo panfletos y mañana a la noche enviarán a alguien para traerlos
hasta las inmediaciones del campamento nuestro. Yo saldré a su encuentro para
buscarlos.
- ¿Y si nos
agarran…?
- No nos tienen
que agarrar, Teodoro – sentenció.
Teodoro lo miró,
angustiado.
-¿Y hay que
pasar una parte de los panfletos al lado chileno después? – preguntó.
- Sí – contestó
el otro – los llevaré yo mismo. Me escurriré por la loma, en dirección al
campamento de ellos. Alguien me esperará a medio camino.
Teodoro extendió
su mano por encima de la manta y estrechó la de su compañero.
-Está bien,
Ramírez…- le dijo.
- ¡Bravo! –
exclamó Ramírez.
- Si pasamos
ésta… - dijo Teodoro.
Ramírez no
respondió. Se quedaron en silencio. Desde el interior de la tienda se percibía
el rumor de la noche.
La luz tenue de la luna iluminaba
las laderas pedregosas de las montañas vecinas al campamento. Por una de ellas
se deslizaba trabajosamente el cuerpo de un hombre. Se detuvo y observó con
atención el terreno grisáceo y opaco a su alrededor.
- ¡Eh! – llamó.
Otra voz le
respondió desde un punto que no pudo precisar bien.
-¿Quién vive?
- Veintiuno –
dijo el recién llegado.
Detrás de un
montículo de piedras cercano se asomó la cabeza de un hombre. Le hizo una seña
y el recién llegado se incorporó lentamente con los brazos en alto.
- Está bien –
dijo el que aguardaba. - ¿Los trajiste?
- Sí – respondió
el otro, bajando lentamente los brazos – los tengo conmigo.
Llevaba una
mochila a la espalda. Se la quitó, la abrió y sacó de ella un envoltorio.
Ramírez, frente a él, permaneció inmóvil.
- ¿Es la primera
vez que te veo, no?
- Sí – respondió
el recién llegado.
- ¿De dónde sos?
- Soy de
Neuquén.
- Yo soy de
Rosario – dijo Ramírez, ahora con una sonrisa.
El
neuquino abrió el envoltorio. Contenía una cantidad de hojas impresas, atadas
cuidadosamente con hilo. Encendió una linterna que casi no iluminaba y trató de
leer. Tuvo que acercarse las hojas al rostro.
- ¿Qué te parece
el encabezamiento? – preguntó a Ramírez, indicándole un título impreso en
letras grandes, y leyendo con énfasis – “Soldados argentinos y chilenos,
unámonos contra el enemigo común: los Oficiales y Generales de ambos
Ejércitos.”
- Perfecto –
exclamó Ramírez, muy entusiasmado - ¿qué más dice?
- No puedo ver
bien, mi linterna casi no tiene pilas – dijo el neuquino, aproximando aún más las
hojas impresas – es algo como….“Los Generales, lacayos de la burguesía, son los
carniceros de los soldados de Argentina y Chile. Organicemos la resistencia.
Unámonos todos los soldados con los obreros de las ciudades para derrocar a los
Generales y a las burguesías de nuestros dos países. Comité de soldados
argentinos y chilenos. ¡Abajo la guerra nacionalista! ¡Viva la revolución!”
- Fenómeno –
exclamó el rosarino, satisfecho, palmeándole el hombro a su camarada –Yo me
encargo de los panfletos. Espero que regreses sin contratiempos. Gracias por
traer esto.
Tomó los panfletos
y los puso en una mochila.
- Buena suerte –
dijo el neuquino.
Sin aguardar respuesta, el neuquino
dio media vuelta y, agazapado, desapareció, entre los arbustos y las piedras.
Ramírez se arrastró en dirección opuesta a la de su compañero, ladera abajo.
Pronto se detuvo y permaneció sin moverse, como aguardando algo. Oyó un ruido
de ramas quebradas y alguien habló.
-¿Sos vos,
Ramírez? – dijo la voz.
-Sí, soy yo.
A unos metros de
distancia vio a un soldado que se incorporaba lentamente y se acercaba a él.
-¿Y? – le
preguntó.
Ramírez le
alcanzó la mochila que cargaba.
- Aquí están –
dijo.
Teodoro la abrió
y extrajo el paquete de panfletos. Trató de sacar uno tirando despacio por las
puntas, sin quitar el hilo, pero no pudo. Finalmente, tomó una linterna e
iluminó el panfleto que estaba en la parte superior del paquete.
- A ver qué dice…-
leyó por un momento en voz baja - ¡Huum…! ¿No se les va la mano? – comentó
después - ¿Unir a chilenos y argentinos, con la bronca que nos tienen los
chilenos?
- ¡No seas
boludo! – reaccionó Ramírez - ¿Qué puede tener en contra tuya el pobre
laburante al que mandan a la guerra?
- Ellos quieren
lo mismo que nosotros: las tres islas – justificó Teodoro.
- Nadie quiere
las islas. ¡Qué se metan las islas en el culo!
- ¿Quiénes, los
chilenos? – preguntó Teodoro.
- ¡Nooo, los
Generales! – dijo Ramírez – Ahora nos mandan a la guerra, y si nos salvamos de
morir aquí tenemos que volver a la villa miseria y a la fábrica, para que nos
hambréen…¿no te das cuenta que lo que quieren es matarnos?
Teodoro asintió.
Se quedo callado y bajó la cabeza, como reflexionando.
- Voy a pasar
los panfletos al lado chileno – anunció Ramírez.
- ¿Querés darme
una parte y la llevo al campamento nuestro? – le preguntó Teodoro.
- No, está bien
– le agradeció Ramírez – Va a ser mejor que los lleve yo a mi regreso.
Ramírez metió
los panfletos en la mochila.
- Tené cuidado…–
le pidió Teodoro.
- Nos vemos
mañana para el desayuno, o si no en la formación.
Ramírez se agazapó, miró a su
alrededor y se alejó por la ladera de la montaña. Su cuerpo pronto se perdió en
la oscuridad. Teodoro lo vio desaparecer y miró hacia el cielo: las nubes
ocultaban la luna. Luego descendió hacia el valle, donde estaba el campamento.
La mañana siguiente amaneció con
neblina. Las montañas que rodeaban el campamento casi desaparecían bajo el
manto de niebla. Los soldados iban y venían con impaciencia entre las tiendas
de campaña. A un costado, el cocinero atizaba los leños del fuego, que
chisporroteaban bajo los calderos humeantes. Unos soldados formaban fila,
esperando su turno para recibir el mate cocido. Cerca, otros bebían de los
jarros y sumergían en el líquido trozos de pan. Teodoro vio a Ramírez a pocos
pasos y se aproximó a él.
-¿Todo bien
anoche? – le preguntó.
- Sin problemas
– respondió Ramírez. Luego bajó la voz y agregó – Todo funcionó como estaba
planeado. Alguien me estaba esperando a mitad de camino.
Teodoro bebió un
sorbo de su jarro.
- No te sentí
cuando volviste – le dijo.
- Estabas
durmiendo como un tronco – dijo Ramírez.
- Al principio
no me podía dormir – le confió su amigo – Pensaba en lo que podía pasar. Tenía
miedo. Pero después caí rendido y dormí bien.
- Mejor para
vos.
Teodoro observó
el rostro demacrado de Ramírez.
- Tenés cara de
sueño – le dijo.
- Te imaginás…-
respondió el otro, haciendo un gesto de disgusto – casi no pegué los ojos…Pero
hay que aguantársela.
Más soldados se
habían incorporado a la fila del mate. La niebla se iba levantando poco a poco
y aumentaba la intensidad de la luz. Soplaba un viento frío. Por encima de las
montañas que encerraban el valle aún no había aparecido el sol.
-¿Hay misa
también hoy? – preguntó Teodoro a Ramírez.
- Seguro – dijo
Ramírez – el cura ya estará ensayando el sermón.
- La puta que
los parió, todos los días lo mismo.
Se volvieron. En
una elevación del terreno, como a ciento cincuenta metros, la figura de un
hombre se confundía con el vuelo de una manta blanca. Finalmente logró dejar la
manta inmóvil sobre una superficie horizontal.
-Está preparando
el altar – comentó Ramírez.
Teodoro movió la
cabeza, negando, hacia ambos lados e hizo una mueca de disgusto. Sorbió el
contenido del jarro y luego lo escupió, con asco, en el suelo.
- Este mate
cocido no se puede tomar – dijo.
- Tiene un gusto
inmundo – asintió Ramírez – seguro que
se les humedeció o se les mojó la yerba y se les está pudriendo en las bolsas.
- Ayer anduve
todo el día con diarrea – se quejó Teodoro – Si por lo menos comiéramos como la
gente.
-Comer como la
gente… - dijo Ramírez, con resignada ironía – eso sería pedir demasiado…
- Hostias, eso
es lo único que nos permiten comer…
Teodoro volvió
su cabeza y miró otra vez hacia la elevación.
- Hablando de
Roma, mirá – dijo a su amigo – el cura ya se está poniendo la ropa de misa.
El cura, frente
al improvisado altar, extendía los brazos, colocándose la casulla.
- Ese cura…tiene
una pinta…- dijo Ramírez – ni que lo hubieran sacado del loquero.
- Fijate durante
la misa cómo abre los ojos, parecen dos huevos fritos.
- Lo hace para
impresionar – explicó Ramírez – Pero no me hablés de huevos fritos que me
agarra el hambre.
Vieron a un Suboficial que se
acercaba corriendo hacia el área de la cocina donde ellos estaban.
- Zás – dijo
Teodoro – ahí viene el Sargento a sacarnos a todos rajando.
- ¡El desayuno
terminó, soldados – gritó el Sargento – todo el mundo a misa! ¡Vamos, vamos!
Los soldados dejaron sus jarros y se
dirigieron hacia la elevación donde estaba el altar. Una vez que estuvieron
todos quietos y en silencio, con las cabezas descubiertas, el oficiante, frente
a la tropa, abrió sus brazos y empezó la misa. Tras él, un gran crucifijo
desnudo dividía al sol naciente en cuatro.
- Dios padre
misericordioso – exclamó el sacerdote – te damos gracias otra vez porque podremos
llenarnos de tu espíritu. En el nombre del Padre…
-…y del Hijo…y
de la puta que lo parió…amén…- dijo Ramírez.
- Guarda que el
Sargento te puede oír – le advirtió Teodoro.
- Que se vaya a
la concha de su madre.
Ramírez miró
hacia donde estaba el Sargento. Este, junto a los Oficiales, seguía la
evolución de la ceremonia, a unos seis o siete metros de ellos. Teodoro se cubrió
los ojos con la mano.
- El sol está
tan fuerte que me hace arder los ojos.
- Es que justo
lo tenemos de frente.
El sacerdote miró
a los soldados y levantó los brazos. Teodoro tocó a Ramírez con el codo.
- Che, Ramírez –
le dijo, mientras todos se arrodillaban.
-¿Qué?
-¿Te puedo hacer
una pregunta? – susurró.
-¿Qué querés?
-¿Tenés novia en
Rosario? – dijo, bajando aún más la voz.
- Sí. No me
hagás pensar en ella que me agarra la nostalgia – respondió Ramírez, algo
disgustado.
Teodoro le habló
casi al oído.
-¿Ella es
comunista también? – preguntó.
- No, no sabe
nada – respondió Ramírez, nervioso.
El cura les dio
la orden de levantarse; luego juntó sus manos y rezó en voz baja. Teodoro miró
hacia ambos costados para cerciorarse de que no estaban llamando la atención.
Los rostros iguales de los soldados cercanos a ellos seguían la ceremonia con
gesto inmutable.
-¿Por qué andás
en todo esto? – continuó Teodoro.
- Ya te lo dije,
para defenderme. No quiero que me agarren con los brazos cruzados, listo para el
matadero.
-¿Pero no es una
contradicción? – lo cuestionó su camarada – Sabemos que nos pueden matar en la
guerra, y a eso ahora agregamos la posibilidad de que los Oficiales descubran
nuestra conspiración, nos agarren y nos fusilen, dos posibilidades en contra en
vez de una. Arrodillate.
-¡Joderse! –
exclamó Ramírez, clavando sus rodillas en tierra, con disgusto.
- Yo todavía no
estoy convencido – dijo Teodoro.
- Hacé lo que
creas conveniente. Pensá que si los soldados de los dos ejércitos, el argentino
y el chileno, nos unimos contra los Oficiales y confraternizamos, van a tener
que retirar las tropas, la guerra se les va a ir a la mierda.
- Y si la guerra
se les va a la mierda – concluyó Teodoro – también la manija política.
Ramírez lo
palmeó suavemente en la espalda, aprobando la lógica correcta de su deducción.
- En las ciudades
están llamando a una huelga – susurró en el oído de Teodoro.
Teodoro lo miró
con una expresión de estupor.
-¿No me digas? –
exclamó.
-Sí te digo.
Calculá que en el frente se les pongan mal las cosas y después desde las ciudades
les calienten el culo…
-No se van a
sentir demasiado confortables, ¿no te parece? – dijo irónicamente Teodoro.
A una señal del
sacerdote se pusieron de pie.
-Cagamos…- dijo
Teodoro – el sermón.
El sacerdote miró a la tropa por un
momento. Era un hombrón de ojos claros; tenía un corte de cabello a lo militar
y sus ademanes eran bruscos y autoritarios. Su voz estentórea y metálica llenó
el espacio.
-Soldados de la
Patria, hijos dilectos del Señor: Hoy tenemos que aceptar el camino doloroso de
la guerra con obediencia y sacrificio, como buenos cristianos. La cruz cede su
lugar a la espada. Pero la espada es la aliada de la grandeza. Cuando el Angel
se presenta al Señor lo hace armado de espada. En tiempos como éstos la cruz y
la espada son una misma cosa. Lo supieron los intrépidos conquistadores
españoles que difundieron el mensaje de Dios a los salvajes de América; gracias
a ellos hoy vivimos en una nación civilizada. La víbora del mal será cortada en
dos contra la piedra y sonará entre nosotros, elevándose desde los valles, la
trompeta del Angel. ¡No permita Dios ver nuestro suelo patrio hollado por el
enemigo! ¡La muerte antes que la derrota! El pueblo todo será testigo del
sacrificio de Uds., jóvenes héroes. Si en el campo de batalla el dedo de Dios
los señala, acepten su destino con resignación cristiana: por el bienestar de
nuestra Patria. ¡Adelante, por la victoria!
- ¡ ¡ Patria o
muerte!! ¡ ¡Venceremos!! – gritaron todos a voz de cuello.
El sacerdote
regresó al improvisado altar para continuar con la ceremonia.
-Che, Teodoro –
dijo Ramírez.
-¿Qué?
- Este cura es
cruel.
- ¿Cruel? –
susurró Teodoro – Es un fascista sádico.
- Como le
gustaría ser Inquisidor – dijo Ramírez.
- Es un hijo de
puta.
- Le encantaría
prendernos fuego a todos y mandarnos al Infierno – concluyó Ramírez.
El Oficial que
ayudaba en la misa, de rodillas junto al altar, agitó una campanilla tres
veces. El sacerdote levantó una hostia grande; luego inclinó su cabeza y se la
llevó a la boca. Tomó la copa del cáliz y bebió. Se volvió hacia el Oficial
ayudante e introdujo una hostia en su boca.
-Hay que ir a
comulgar – dijo Teodoro.
-¡Aahj…hipócrita!
– exclamó Ramírez, con desprecio – las hostias serán muy blancas pero éste
tiene las manos llenas de sangre.
Se incorporaron. El grupo de
soldados se fue cerrando hasta que de él se desprendió una fila que avanzó
hacia el altar. Los soldados se arrodillaban frente al sacerdote, recibían la
hostia, se persignaban y volvían hacia donde estaban los otros. La fila
adquirió un movimiento circular.
-Después de la
misa seguro que nos hacen hacer ejercicios de combate – dijo Teodoro a su
compañero.
-Sí, ejercicios
de combate…dijo irónicamente Ramírez – salto rana, carreras, cuerpo a tierra,
arrastrarse y cavar zanjas en la tierra requemada con el sol rajándonos la
cabeza.
-¿Hay alguna
novedad? ¿Te dijeron algo más?
- No se sabe
nada – respondió Ramírez, mientras iba avanzando, acercándose al altar – Y la
espera nos va minando poco a poco. Es como si nos limaran los nervios. La
ansiedad ya no se aguanta.
- Pero aún no ha
habido combates – se consoló Teodoro – Así que la guerra formalmente no comenzó.
Al menos en nuestro frente.
Llegó el turno al soldado que estaba
delante de Ramírez. El joven se adelantó y fue hacia el altar donde lo esperaba
el sacerdote.
-Al atardecer
hay una reunión con los compañeros del Comité de Soldados – dijo Ramírez a
Teodoro – Junto al árbol que está detrás de la loma.
-Está bien –
asintió Teodoro.
El soldado se
levantó y con las manos unidas en oración fue hacia donde estaban los que ya
habían comulgado. Entonces Ramírez se arrodilló frente al altar y el sacerdote
introdujo la hostia en su boca.
Después de la misa los soldados se
prepararon para hacer los ejercicios de combate. El sol brillaba con intensidad
y hacía calor. Los Oficiales se pusieron al frente del Batallón, y asignaron a
los Suboficiales la dirección de los grupos de tareas y comandos en el campo de
operaciones. A Teodoro lo mandaron a hacer práctica de tiro y lanzamiento de
granadas; Ramírez salió en un comando que debía abrir zanjas para trincheras.
El grupo de Ramírez, dirigido por un
Sargento, avanzó por un terreno seco y rocoso. Después de andar un rato el
Suboficial les mandó detenerse y empezaron a trabajar.
-Ramírez – lo
llamó uno.
Ramírez volvió
la cabeza. Se inclinó sobre la pala y se secó la transpiración del rostro.
-¿Qué querés,
hermano? – dijo.
El otro soldado
lo observaba.
-Me da rabia no
saber cómo salió Boca– le explicó.
El soldado,
buscando compartir su nostalgia, se dirigió también a otro compañero.
-¿A vos no te
pasa lo mismo, Peralta? – le preguntó.
-Sí – contestó
Peralta - ¿Habrá jugado?
- Seguro,
muchachos – dijo Ramírez – aunque estemos al borde de la guerra, la vida en Buenos
Aires no se detiene. Habrá partidos.
-Habrá cabarets,
mujeres… - agregó Peralta.
El Sargento se acercó al grupo que
trabajaba en la zanja vecina a la de ellos. Volvieron a su tarea. Ramírez echó
el peso de su cuerpo sobre el mango de la pala, pero la hoja rebotó contra la
tierra dura. Habían estado cavando por un buen rato y la zanja que habían
logrado abrir no tenía más de 15 centímetros de profundidad. En el cielo limpio
la intensidad de la luz del sol crecía y crecía.
-¿Tenés novia,
Ramírez? – le preguntó Peralta, sin dejar de trabajar.
-Sí, desde hace
tres años.
-Estás
enganchado.
-Sin remedio –
aceptó Ramírez – ya no me suelta más.
-¿Y pensás mucho
en ella?
-Más o menos –
dijo Ramírez – Ahora lo importante es sobrevivir.
Peralta se
detuvo y se pasó el antebrazo por la frente.
-¡Qué calor que
hace! – exclamó – Dame un poco de agua…
-Esto es el
infierno, viejo – dijo el otro, alcanzándole una cantimplora casi vacía.
-Y para colmo de
males ni siquiera sabemos lo que pasa. No llega un diario ni de lástima – dijo
Peralta.
Le señaló a
Ramírez una pala de hoja más angosta que estaba cerca de él, sobre la tierra.
-Alcanzame esa
pala – le pidió.
Ramírez levantó
la pala del suelo.
-Tomá – dijo,
entregándosela – Lo hacen a propósito, para desconectarnos de la vida política
de las ciudades.
-¿Y por qué
quieren desconectarnos de la política? – preguntó Peralta.
-Porque nos
tienen miedo – respondió Ramírez – y si no sabemos lo que pasa creen que nos
van a controlar mejor. Por eso somos todos de diferentes lugares: ustedes son
de Buenos Aires, yo de Rosario, los otros del Norte, nadie conoce a nadie.
-Pero a todos
nos gusta el fútbol – bromeó el otro - ¿sos Centralista?
-¡A muerte!
-¡Ah, Ramírez
viejo nomás! ¿Dónde trabajabas?
-Conseguí un
trabajo en Duperial poco antes de que me llamaran al servicio – dijo Ramírez –
Mi viejo trabajó allí muchos años. ¿Y vos? – le preguntó al otro soldado.
-Yo estuve casi
un año sin empleo por culpa del servicio militar. Nadie me quería tomar.
-¿Y vos Peralta?
-Yo trabajaba
como electricista en la construcción.
Siguieron cavando. El Sargento pasó
junto a ellos, vigilando el trabajo. Empezó a soplar un viento cálido y seco.
-¡Qué viento que
hay, joder! – se quejó Peralta.
-Viento, sí –
dijo el compañero – pero parece que saliera de un horno.
-¡No veo la hora
que esto termine! – exclamó Peralta.
-Terminará –
dijo el otro – cuando nos maten a todos.
-No – lo
interrumpió Ramírez – va a terminar antes.
-¿Cómo…? –
preguntó, sorprendido.
Ramírez miró
hacia los lados hasta que dio con el Sargento; estaba como a diez metros de
ellos. Se acercó a sus compañeros.
-Les tengo que
decir algo – explicó confidencialmente Ramírez – Pero cuidado con comentarlo a
nadie, es muy peligroso. Sé que en ustedes puedo confiar y en esto nunca me
equivoco.
-Estate seguro,
Ramírez – dijo uno, intrigado – de nosotros no saldrá ni una palabra.
Ramírez apoyó la pala sobre la
tierra y puso su mano en el hombro de Peralta.
-Nos estamos
organizando para patear en contra – dijo con énfasis.
-¿En contra de
los chilenos…? – preguntó Peralta, confundido.
-No, no seas
bruto. En contra de los Generales y los Oficiales. Formamos un Comité de
Soldados.
-¿Un Comité de
Soldados? – dijo el otro, incrédulo - ¿Y qué van a hacer?
-Bueno, como se
dan cuenta, estamos todos armados – explicó Ramírez – Si los Oficiales saben
que nos organizamos en contra de ellos no se van a arriesgar a dejarnos salir
al campo de batalla.
-Y el Comité,
¿sobre qué base se formó? – preguntó Peralta.
-Primero – dijo
Ramírez – boicotear la guerra contra Chile. Nosotros no tenemos nada que ganar
en una guerra. Segundo, unirnos con los soldados chilenos contra los Generales
chilenos y argentinos. Esos son los dos puntos sobre los que nos pusimos de
acuerdo. Estamos recibiendo apoyo de los trabajadores de las ciudades; nosotros
también les prometimos respaldarlos. Los trabajadores están organizando una
huelga.
Los dos compañeros de Ramírez
reflexionaron por unos instantes.
-Parece todo
bien pensado – aceptó uno de los soldados – y en el momento actual hay que tomar
partido. No se puede ser tibio.
-Y vos Peralta,
¿qué decís? – preguntó Ramírez.
-Yo estoy de
acuerdo con los dos puntos que sostiene el Comité. Pero me parece demasiado
arriesgado, no podemos ganar.
-No seas derrotista
– dijo el otro soldado -¿No te das cuenta, con lo que nos explica Ramírez, que
hay un criterio político de lucha de clases detrás de todo esto?
-Sí, viejo –
agregó Ramírez – pero además es para defender el pellejo, antes que nos
asesinen mientras nos quedamos cruzados de brazos.
El Sargento se acercó otra vez y los
soldados echaron todo el peso del cuerpo sobre las palas, tratando de herir la
tierra dura y rocosa.
Al anochecer, después de la cena, en
el período de descanso, un grupo de soldados se reunió detrás de la loma, bajo
un árbol de ramas retorcidas y achaparradas. Sentados sobre la tierra, miraron
como el sol se ocultaba tras las montañas y el valle quedaba en penumbras.
Permanecieron en silencio hasta que uno de ellos dio la señal de empezar.
Primero se enumeraron:
-Diecinueve –
dijo uno.
-Doce.
-Nueve.
-Trece.
-Creo que
estamos todos – dijo Ramírez.
-Catorce –
indicó un soldado – vos pasaste anoche al lado chileno. ¿Cómo van las cosas por
allá?
-Muy bien –
respondió Ramírez – Hay un grupo de muchachos que trabajaban en las minas y
ahora están dirigiendo al grupo de soldados chilenos que participan en el
Comité de Soldados argentino-chilenos.
-¡Perfecto! –
dijo el otro, satisfecho – Yo por mi parte tengo una gran noticia. Esta noche
nos envían los periódicos impresos en la ciudad. En la primera página, como
encabezamiento, con letras grandes: “Soldados chilenos y argentinos, unidos
contra los Generales y Oficiales. No habrá guerra.”
-¡Qué bueno! –
exclamó alguien.
-Serán muy
importantes para hacer trabajo de agitación – continuó quien parecía ser el
líder – Después explican que los trabajadores de las ciudades nos respaldan,
que si nos dan órdenes de entrar en batalla tiremos en lo posible al aire,
tratando de no avanzar.
-De acuerdo –
dijo Ramírez - ¿Quién pasa al lado chileno esta noche?
-Paso yo –
propuso un soldado.
-Está bien –
dijo el líder, aprobando al voluntario – Decinos tu nombre de guerra, en caso
de que haya algún problema.
-Cabrera.
-Está bien,
Cabrera – asintió el líder – El Doce vendrá esta noche conmigo a la montaña a
buscar los periódicos; le pasaremos la mitad a Cabrera para que los lleve al
lado chileno, y entre todos nosotros distribuiremos la otra mitad en nuestro
campamento.
El líder preguntó si alguien quería
agregar algo más, y después dio por terminada la reunión. Los soldados se
pusieron de pie y fueron dejando el sitio de a uno. Antes de irse, Teodoro
palmeó a Cabrera en la espalda y le deseó suerte.
Amanecía. Las
moles oscuras de las montañas adquirían poco a poco un matiz pardo y grisáceo.
El viento frío afirmaba en el terreno la escarcha depositada durante la noche.
Pronto empezó el movimiento en el campamento. Los Oficiales y Suboficiales
gritaban sus órdenes a voz de cuello. Los soldados iban y venían alrededor de
las tiendas de campaña. Un grupo se había arrimado al fogón de la cocina. El
cocinero llamó para el desayuno, y los soldados fueron pasando en fila frente a
las ollas humeantes. Teodoro se acercó a Ramírez.
-¡Qué frío que
hace! – exclamó, bebiendo un sorbo del líquido caliente de su jarro.
-Sí, como
siempre a esta hora – aceptó Ramírez – Pero más tarde saldrá el sol y se pondrá
hecho un horno.
-Estoy tiritando
– dijo Teodoro, encogiéndose de hombros y contrayendo los músculos de su
cuerpo.
Ramírez se llevó
el jarro a la boca.
-Este mate está
horrible – afirmó, haciendo una mueca de disgusto. Tocó a su amigo en el brazo
y pidió que le alcanzara un pan.
Un soldado se
aproximó a ellos. Los dos lo miraron interrogativamente.
-Muchachos –
dijo, angustiado, apoyando la mano sobre el hombro de Ramírez – Tengo malas
noticias.
-¿Qué…? –
preguntó con ansiedad Ramírez.
El otro hizo un
esfuerzo, le costaba hablar.
-Agarraron a
Cabrera – dijo – Lo agarraron cuando regresaba del lado chileno. Ya había entregado
los periódicos.
Se quedaron
mirándolo, con gesto incrédulo.
-¿Cómo lo saben?
– preguntó Teodoro.
-No respondió al
contacto. Parece que lo estuvieron torturando toda la noche para que cantara.
-¡La puta que
los parió! – exclamó Ramírez, agarrándose la cabeza.
-¿No lo habrán fusilado?
– preguntó Teodoro.
-Todavía no.
-Capaz que se
salva – balbuceó Teodoro.
-No creo – dijo
Ramírez.
Se quedaron los tres quietos, en
silencio, con la cabeza baja y el cuerpo levemente echado hacia delante, como
atraídos por la tierra. Teodoro tomó su jarro de mate y se lo ofreció a
Ramírez.
-Tomá más mate.
-¡Qué mierda voy
a tomar más mate – exclamó Ramírez, rechazando el jarro – es un veneno!
El soldado palmeó la espalda de
Ramírez y se apartó con sigilo. Teodoro y su amigo continuaron mirándose en
silencio, rodeados por los rostros iguales de los otros soldados. Se oyeron
gritos y órdenes y el Sargento se acercó corriendo.
-¡A formar,
soldados! – gritó.
Sorprendidos por
la orden, interrumpieron el desayuno. Dejaron sus jarros y fueron hacia el área
asignada para la formación. Cada uno ocupó su puesto en la fila.
-Parece que
viene el Comandante – murmuró alguien.
-Seguro que van
a tratar de intimidarnos – le dijo Ramírez a Teodoro.
Miraron hacia el camino, que venía,
serpenteante de las montañas y desembocaba en el campamento. A lo lejos,
divisaron la polvareda.
-Miren, allá
viene un jeep – señaló un soldado.
De la nube de
polvo había salido un jeep. Pronto el jeep volvió a desaparecer dentro de la
nube y otra vez apareció. Estaba como a quinientos metros.
-Lo traen a
Cabrera – dijo Ramírez, comprendiendo todo.
Detrás del jeep
se movía la figura de un soldado. De pronto cayó sobre el camino. El jeep se
detuvo. Alguien bajó e incorporó al caído. El jeep volvió a moverse, la figura
tambaleante detrás.
Los soldados estaban formados en una
sola línea recta. El jeep se acercó más: estaba a unos doscientos metros. El
cuerpo volvió a caer. Esta vez el vehículo no se detuvo.
-Mirá como lo
arrastran, hijos de puta – dijo entre dientes Ramírez, sin poder contener la
rabia.
-No hables en
voz tan alta – le pidió Teodoro.
El jeep frenó frente a la tropa. Del
paragolpe trasero salía una cuerda y al final de la cuerda estaba el cuerpo. El
Comandante, que venía en el asiento delantero del vehículo, se puso de pie; era
alto, de abdomen abultado y vestía uniforme de combate. Una papada gruesa
acollaraba su rostro, de nariz chata. Bajó del jeep, fue hasta el cuerpo de
Cabrera e inclinándose sobre él lo sacudió del hombro.
-¡Levantate,
perro! – gritó el Comandante.
Mientras esperaba una respuesta,
miró, amenazante, a la tropa. Cabrera no se movió. El Comandante le dio un
puntapié. Tampoco se movió. Entonces lo agarró por los cabellos y fue tirando.
Pronto los soldados pudieron ver el rostro de Cabrera, que era una máscara de
lodo y sangre.
-¡Cómo le
pegaron, qué animales! – susurró Ramírez, mordiéndose los labios de impotencia.
El Comandante siguió tirando del
cuerpo hasta que Cabrera quedó semiincorporado, de frente a la tropa. Estaba
inconsciente, y su cuerpo se aflojaba y amenazaba con desplomarse, pero el
Comandante, que ahora lo sostenía por el cuello de la camisa, apretó el puño y
lo mantuvo en alto. Su cabeza, como la de un muñeco, estaba caída hacia un
lado. El Comandante lo sacudió y Cabrera, lentamente, entreabrió los ojos.
-¡Soldados! –
gritó el Comandante con ira – Esta basura, este canalla, anoche, así como lo
ven, se fue de paseo…¿Saben adónde? – interrogó – Al lado chileno. ¿Y para qué?
Para entregar unos pasquines, unas páginas de propaganda mugrienta, con el
siguiente encabezamiento: “Abajo la guerra nacional, soldados argentinos y
chilenos unidos contra los Generales y Oficiales de ambos Ejércitos. Viva la
Revolución.” ¿Qué les parece? Esta rata miserable entregó esa basura a nuestros
enemigos. Y más ratas como ésta, por supuesto, repartieron pasquines similares
entre nuestros soldados. A ésos no los agarramos todavía, pero ya les va a
llegar el turno. ¡Hijos de puta! ¿Quiénes son los maricones que se atreven a
hablar contra nuestra Patria a favor del invasor chileno? ¡Traidores, perros
traidores! ¡Juro por Dios y por mi madre que al que agarre lo voy a cortar en
pedazos! ¡Mantenete firme, hijo de puta! – dijo, alzando más el cuerpo de
Cabrera - ¿Cómo te animás a llamarte argentino? ¿Quién te crió a vos? ¡No habrá
sido una mujer digna, sino una reverenda puta! Un hombre como éste, que no
respeta nuestras tradiciones, nuestro pasado histórico de valor, no merece
vivir. Es un traidor, y tendrá la suerte que merecen los miserables traidores a
la patria. ¡Perro comunista!
El Comandante soltó el cuerpo
inmóvil de Cabrera, que cayó al suelo. Un Subteniente se acercó al Comandante.
-¿Le vendamos
los ojos al traidor, mi Comandante? – preguntó.
-¡Nada de
vendarle los ojos – gritó el Comandante – nada de pelotón, a esta rata la mato
yo! ¡Alcánceme mi pistola, me gusta matar ratas!
El Subteniente
fue al jeep y trajo una pistola en una funda de cuero. El Comandante la sacó de
la funda. La pistola, negra, pequeña, apareció desnuda en su mano.
-¡Levantate,
hijo de puta! – ordenó.
Cabrera
permaneció inmóvil, su cara sobre la tierra. El Comandante lo tomó por el
cuello de la camisa y tiró con fuerza, hasta que el cuerpo se fue incorporando.
-¡Despertate,
perro comunista, te quiero despierto! – gritó.
Cabrera, como si
hubiera entendido la orden, entreabrió los ojos. El Comandante aprovechó y empujó
el cañón de la pistola contra su boca.
-¡Abrí la boca,
hijo de puta!- gritó.
La boca no se
abrió. El brazo del Comandante forcejeó hasta que finalmente el cañón entró en
la boca. El Comandante levantó su cabeza y sostuvo su mirada fija en la tropa
por un momento. Su rostro tenía una expresión de ira y de triunfo. Luego se
volvió hacia Cabrera.
-¡Así te quería
tener, traidor – exclamó - …tomá…hijo de puta!
Sonó el disparo.
El cuerpo de Cabrera se sacudió. Un borbotón de sangre salió de su boca. El
Comandante abrió la mano que lo sostenía y el cuerpo cayó a tierra. Largó otro
borbotón de sangre y otro. La sangre se mezcló con el polvo.
-¿Les gustó? –
gritó el Comandante, buscando las miradas aterradas de los soldados - ¡Esto es
sólo el principio, van a haber muchos más!
Las miradas
convergían sobre el cuerpo inmóvil de Cabrera. Dos oficiales se inclinaron ante
el cuerpo, lo tomaron por los hombros y piernas y trataron de alzarlo. No
pudieron. El cuerpo ya estaba rígido. Con esfuerzo, lo levantaron unos
centímetros del suelo. Finalmente lo dejaron caer. Cabrera seguía en la misma
posición. Más borbotones de sangre salieron de su boca.
-Griten – dijo
el Comandante - ¡Viva la Patria!
-¡Viva la
Patria! – respondió al unísono la tropa.
-¡Más fuerte!
¡Viva la Patria!
-¡¡Viva la
Patria!! – gritaron a voz de cuello.
-¡Viva
Argentina! – exclamó el Comandante.
-¡Viva
Argentina!
-¡Muera Chile!
-¡Muera Chile! –
gritaron los soldados.
-¡Mueran los
traidores!
-¡Mueran los
traidores!
-¡Mueran los
perros comunistas!
-¡Mueran los
perros comunistas!
Apoyados sobre las palmas de las
manos y las puntas de los borceguíes, los cuerpos tensos, transpirados, se
sostenían a pocos centímetros del suelo; las cabezas, levantadas, apuntaban
hacia donde estaba el Sargento, en cuclillas, observando.
-¡No toque el
suelo, soldado…no toque el suelo! – gritó.
El cuerpo de un
soldado casi se apoyaba sobre la tierra. El Sargento caminó hacia él.
-¡Levántese,
soldado! – le ordenó.
El soldado tensó
con dificultad los músculos de su cuerpo convulsionado, hasta que logró
sostenerse sobre sus brazos, la espalda arqueada bajo el peso del fusil
ametralladora.
El Sargento,
fríamente, miró a la tropa.
-Abajo – dijo.
Los cuerpos se
dejaron caer sobre la tierra.
-Arriba –
ordenó.
Lentamente
volvieron a levantarse.
-Abajo…arriba…-
dijo el Sargento, repitiendo la orden varias veces, mientras los soldados
renovaban su esfuerzo tratando de obedecer.
Caminó entre los
soldados, controlando la posición de sus cuerpos, hasta que quedó satisfecho.
-Está bien –
dijo, mirando su reloj – diez minutos de descanso.
Se levantaron, sacudiéndose el
polvo. Se sentaron en grupos y pasaron las cantimploras.
-Estos
ejercicios me están matando – dijo uno.
Ramírez se
incorporó, fue hasta un grupo vecino al suyo y tomó a un soldado por el brazo.
El soldado se levantó y caminaron juntos unos pocos pasos.
-Esta noche
tenemos que llevar periódicos al lado chileno – le dijo Ramírez.
-No podemos –
dijo el otro – van a estar vigilando. Sería un suicidio.
-No, hay muchos
pasos – insistió Ramírez – Usaremos uno poco conocido o cortaremos por la
montaña. Nos guiará un arriero.
-¿Y si nos
vende? – dijo el soldado.
-No – dijo Ramírez
– vendrá con uno de los muchachos de la ciudad. Es de confiar.
El otro se quedó
callado, reflexionando. Bajó la cabeza dubitativamente. Después miró a Ramírez.
-Ojalá que nos
vaya bien – le dijo.
-Nos están
probando – argumentó Ramírez – Si hoy no los pasamos, pensarán que somos pocos
y estamos aislados. Pero si lo hacemos…
El otro asintió
con la cabeza. Convinieron la hora del encuentro y volvieron a sus grupos.
Ese día los
ejercicios se habían extendido más de lo acostumbrado, y ya el sol se ponía
tras las montañas.
-¡Vamos, vamos!
– gritó el Sargento – El descanso terminó, a mover las piernas.
Los soldados se
incorporaron y empezaron a trotar, ladera arriba, hacia donde moría el sol.
La neblina del
amanecer se disipaba rápidamente. Hacía un viento frío. Los soldados terminaron
de tomar el desayuno y el Oficial de servicio llamó a formación. Teodoro vio a
Ramírez y se acercó a él. Ramírez lo retuvo un momento.
-Tengo malas
noticias, Teodoro – le dijo.
-¿Qué? –
preguntó su amigo, alarmado.
-En el lado
chileno descubrieron que anoche pasamos periódicos.
Teodoro quedó
clavado en su sitio.
-¿Y cómo? –
balbuceó - ¿Agarraron a alguno?
-No – dijo
Ramírez, con sorna – los Oficiales argentinos encontraron varios periódicos en
nuestro campamento, telefonearon a los Oficiales chilenos y les alcahuetearon.
-¿Ah sí? –
exclamó Teodoro, irónico - ¡Qué bien! Ahora los Oficiales de los Ejércitos
enemigos se unen contra sus soldados. Les estamos moviendo el piso.
-Dicen que se
odian, pero son todos lo mismo – dijo Ramírez.
-Manga de
carniceros ignorantes.
-Todos tienen
las manos manchadas de sangre – sentenció Ramírez.
A pocos metros de ellos los soldados
se formaban en una larga fila. Ramírez y Teodoro fueron caminando despacio para
ocupar su lugar.
-Parece que hay
un enviado del nuevo Papa tratando de mediar en la contienda – le dijo Teodoro
– Va a ayudar a resolver la cuestión de límites.
-¿El Papa? Ese
polaco es un anticomunista número uno – le advirtió Ramírez.
-Dicen que
quiere impedir la guerra entre dos países cristianos – comentó irónicamente
Teodoro.
-¡Qué buenos
sentimientos! Si un día los norteamericanos barren a los rusos el Papa hace una
orgía para festejarlo.
-Va a suprimir
la misa y la reemplazará por las bacanales – dijo, divertido, Teodoro.
-La próxima misa
la celebra en Wall Street – siguió Ramírez – en la comunión tragarán dólares en
vez de hostias.
-Y va a usar la
bandeja de plata de Juan el Bautista para que le traigan las cabezas de los
burócratas del Kremlin – dijo Teodoro.
Ramírez rio de
buena gana. Se colocaron en la formación.
El Oficial, a
cien metros de ellos, conversaba con el Sargento. Los soldados esperaban en
posición de descanso, aprovechando para cambiar unas pocas palabras con algún
compañero.
Un soldado se
acercó a Ramírez y a Teodoro.
-¡Muchachos! –
los llamó.
-¿Qué pasa? –
dijo Ramírez.
El soldado tenía
en su rostro una expresión de gran angustia.
-En el lado
chileno están torturando – susurró – La Policía Militar chilena se llevó a tres
de la formación y los van a fusilar.
-¿Tienen algo
que ver? – preguntó Ramírez.
-No, los
agarraron al azar, para intimidar. Dicen que si no aparecen los culpables,
matarán a los inocentes.
-No hay que
aflojar – dijo, con firmeza, Ramírez.
-Quieren que nos
pongamos los unos contra los otros, sembrar el terror… - dijo el soldado.
Ese mediodía los rayos del sol
cayeron, verticales, sobre el valle. Unos helicópteros volaban sobre el
campamento. Camiones con soldados armados cruzaban el campo. Un grupo cargaba
ametralladoras antiaéreas en un vehículo. Las voces se confundían con el ruido
de los motores. Movimiento.
Unos soldados aguardaban, de pie,
junto a unas cajas apiladas. Un camión se detuvo frente a ellos; se abrió la
puerta de la cabina y bajó un Sargento.
-¡Carguen las
cajas de municiones en el camión! – ordenó.
Dos soldados
levantaron una de las pesadas cajas y la llevaron lentamente, con cuidado,
hasta la plataforma trasera. Otros soldados los siguieron. El Sargento volvió a
trepar a la cabina del camión. Teodoro vio a Ramírez cargando una de las cajas
con otro soldado, aguardó a que la depositaran sobre la plataforma y se acercó
a él.
-¿Entramos en
batalla? – preguntó Teodoro, sin entender a qué se debía todo ese movimiento de
material bélico.
-No – contestó
Ramírez, con fingida indiferencia – volvemos a los cuarteles…
-¿Qué? – exclamó
Teodoro, incapaz de contener su sorpresa.
-¡Volvemos a los
cuarteles! – dijo Ramírez, con una sonrisa de triunfo.
Teodoro, loco de
alegría, aferró a su amigo por ambos brazos.
-¿Ganamos? –
preguntó.
-Sí, no habrá
guerra – dijo Ramírez, abrazándolo – se asustaron. Abandonaron las amenazas y
las torturas y están retirando las tropas. Ya no les importan más las islas –
continuó – se les dio vuelta la tortilla. En las ciudades los trabajadores
declararon la huelga. Los mineros de Chile también están parando. Y esto es
solo el principio.
Alguien lo llamó desde el camión;
Ramírez volvió su cabeza y vio a un soldado que, inclinado sobre la plataforma,
acomodaba una caja de municiones. El soldado levantó el brazo derecho con el
puño cerrado, saludándolo. Ramírez, a su vez, alzó el brazo y mantuvo el puño
en alto, apretado, por unos segundos. Tenía en su rostro una sonrisa amplia.
Luego se volvió hacia Teodoro.
-Seguro que van
a decir que no van a la guerra para obedecer al Papa – le comentó Teodoro, con
sorna.
-Claro – dijo
irónicamente Ramírez – todo fue obra del Espíritu Santo.
Publicado en Melodramas políticos. Buenos Aires, 2011: 147-179