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lunes, 17 de noviembre de 2014

El Gauchito Gil


 de Alberto Julián Pérez ©


       Antonio Mamerto Gil Núñez nació en la estancia “La Trinidad”, cerca del pueblo de Mercedes, o Pay Ubre, como él lo llamaba, el 15 de septiembre de 1844. Su padre, un gaucho oriundo del departamento de Goya, era peón de la estancia. Su madre, una china hija de madre paraguaya y padre correntino, había nacido en un pueblo cerca de la frontera con Paraguay. Era una mujer muy linda, de ojos negros y pelo lacio y renegrido, que se recogía en dos trenzas. Su padre se la llevó de su tierra a Pay Ubre, donde tenía trabajo. Era un hombre muy respetado en la zona. Se lucía en los rodeos, era buen jinete y arreaba con el silbido y el lazo en los terrenos más difíciles.

Antonio, que tenía la cara linda de su madre y ojos muy negros, se quedaba con ella en el rancho cuando su padre salía a trabajar. Su hermano mayor, que le llevaba seis años, lo acompañaba a los rodeos y las yerras. Su madre le hablaba a Antonio en castellano y en guaraní. El podía comprender la lengua indígena, pero no la aprendió a hablar bien.
1850 fue un año difícil en Corrientes. La guerra civil no terminaba nunca, se sucedían los combates, y los gauchos seguían a sus caudillos. No ir era de cobardes y de flojos. Los paisanos se preciaban de su coraje y no aguantaban una mancha en su reputación.
Su padre se fue a la guerra y no regresó. Les dijeron que lo habían muerto en un entrevero con los soldados de un comandante entrerriano. La madre quedó sola con sus hijos en el rancho de adobe. El patrón de la estancia, Don Indalecio Santamaría, cuando supo que el gaucho Gil no había vuelto de la patriada contra los entrerrianos, le pidió a su mujer que los ayudara, como correspondía. Don Indalecio se preciaba de proteger a su gente en momentos difíciles. Al hijo mayor, que era fuerte y hábil como lo había sido su padre, aunque joven todavía, le dio trabajo en su estancia como peón. Su señora, Doña Catalina, llevó a la china a trabajar a la casa. Ayudaba en la cocina y hacía la limpieza. Le dieron un cuarto en una vivienda vecina al caserón de la estancia para que se alojara junto a su hijito, con el personal de servicio. Su hijo mayor dormía en el galpón de los peones. Antoñito, que era un niño muy menudito y tranquilo, hacía mandados y ayudaba en lo que podía. Cuando no tenía tarea, jugaba solo en el corredor de la casa.
El casco de la estancia de “La Trinidad” era grande, trabajaban allí más de treinta personas, entre peones y sirvientes. Había también tres esclavos negros, un hombre y dos mujeres, que servían en la casa. La señora del patrón, que tenía tres hijos, hizo venir a una maestra de Corrientes para que les enseñara a leer y escribir. Por la mañana, después del desayuno, la maestra se sentaba con los niños bajo la enramada, y allí les hacía aprender el alfabeto, y les enseñaba a deletrear y a escribir. Antoñito miraba con curiosidad e interés. Doña Catalina, viendo esto, le pidió a la maestra que le enseñara también a él. Antoñito, que era despierto e inteligente, aprendió a leer y escribir con gran facilidad, antes que los otros niños. Estos le agarraron envidia y lo acusaban de todo tipo de cosas para que su madre lo castigara. Le decían que les robaba los dulces y les pegaba. La señora de la estancia no les creía y miraba al niño con simpatía.
En el 51 llegaron noticias del pronunciamiento de Urquiza. El dueño de la estancia era federal y la situación le preocupó sobremanera. Los unitarios conspiraban contra el país. Rosas había mantenido a los franceses y a los ingleses alejados de la frontera, acorralados en la ciudad vieja de Montevideo, durante muchos años. Don Indalecio era un estanciero próspero y se había enriquecido con la política de Rosas. Todos los años arreaba sus animales hacia el sur y los vendía en Buenos Aires a los saladeros, que preparaban charqui para los mercados de esclavos del Brasil. También tenía comercio de cueros, que embarcaba en el puerto de Corrientes. Hacia allá salían sus carretas cada tantos meses. El hombre se fue con sus peones gauchos a Buenos Aires, a defender a Rosas, siguiendo a un comandante amigo y no regresó en muchos meses.
Cuando volvió se supo que había caído mucha gente en la lucha. Rosas había sido derrotado en Caseros y se había ido del país. El General Urquiza, de Entre Ríos, había quedado al frente de la Confederación. Habían llegado al país muchos brasileños y otros extranjeros. Al poco tiempo, la maestra que les enseñaba a los chicos regresó a Corrientes. No vinieron más maestros a la estancia. A veces, la esposa del patrón, por la tarde, se sentaba en la enramada con los niños y les hacía leer la Biblia en voz alta. Si Antoñito estaba allí le pedía que leyera. El niño prefería el Génesis y el Evangelio de San Juan. Leía de corrido, con voz clara. A diferencia de los otros niños, casi nunca se equivocaba. Pronunciaba con cuidado, dándole a cada frase un énfasis especial.  
La madre de Antoñito continuó trabajando en la cocina. Era una mujer atractiva y los gauchos la cortejaban. Le decían piropos y cumplidos, que ella no respondía. Finalmente aceptó a un enamorado, Juan Prieto, un gaucho rumboso que usaba aperos llamativos y se emborrachaba cada vez que había baile. Al hombre le molestaba que el niño estuviera siempre entre él y la mujer. Le dijo a la madre que Antoñito estaba muy apegado a sus polleras y que tenía que hacerse hombre. Ya había cumplido once años. El tenía un peón amigo que podía llevarlo al campo, para que aprendiera a trabajar con los animales y se hiciera gaucho.
Lo mandaron con Pancracio, un gaucho de pelo largo y vincha, que era famoso por su habilidad con el cuchillo. Pancracio se encariñó con Antoñito, le enseñó a amansar caballos, a arrear el ganado, a marcar, a carnear y a cuerear. También le enseñó a vistear. En esos pagos había que saber defenderse. Lo llamaba Gauchito en lugar de Antoñito. “¿Gauchito cuánto?”, le preguntó alguien. “Gauchito Gil”, respondió el muchacho y ya le quedó ese nombre.
Cada tanto el Gauchito regresaba a los pagos a visitar a su madre, que se fue a vivir a un rancho con el gaucho Juan Prieto. Una vez que llegó se dio cuenta que estaba embarazada, iba a tener un hermanito. El niño nació prematuro y murió enseguida. Su madre perdió mucha sangre en el parto y al poco tiempo moría ella también. El Gauchito amaba profundamente a su madre y su muerte le causó un gran dolor. La enterraron en un camposanto en Pay Ubre. A los dieciséis años se había quedado huérfano.
Al tiempo el patrón envió a Pancracio con un encargo a Corrientes y el Gauchito se fue a trabajar como ayudante de un cazador que vivía en los esteros. Se llamaba Venancio. Cazaba aves y vendía sus plumas más finas, que eran muy apreciadas. Casi nadie, entre los gauchos, tenía fusil, que era un arma de los ricos. Cazaban con trampas y con bolas. El Gauchito se hizo un cazador diestro. Podía bolear a los patos en el aire. En los esteros andaban en canoa. Atravesaban grandes peces con lanza y los comían asados. Dormían en una choza de junco que se habían armado. El Gauchito se enamoró del paisaje, de sus sonidos y de las noches estrelladas. Venancio se había criado en la frontera con Paraguay y sabía poco castellano. Le hablaba casi siempre en guaraní. El Gauchito le entendía y le respondía en castellano. 
A los dieciocho años el Gauchito decidió volver a la estancia. Le dijo a Venancio que quería andar por su cuenta y se despidió de él. Regresó a “La Trinidad”, donde había crecido, y le dijo al patrón que estaba buscando trabajo. Poco después Don Indalecio lo llamó. Un amigo suyo había muerto en una batalla grande en el arroyo Pavón, en Santa Fe, y su esposa, que había quedado sola, necesitaba ayuda en su campo. Don Indalecio sabía que el Gauchito era un muchacho listo e inteligente. Le dio una carta y lo envió a “La Estrella”, cerca de Mercedes. 
La viuda lo recibió. Era una mujer de unos treinta años, hermosa, y de cuerpo algo grueso. Se llamaba Estrella, como la estancia. Su marido le había puesto ese nombre en honor suyo. Desde un primer momento el Gauchito le llamó la atención. Era un muchacho bajito, con cara de niño. Aparentaba menos edad que la que tenía. Después de hacerle algunas preguntas, le ofreció el trabajo. El capataz lo puso a cargo de una cantidad de animales. Era buen jinete y sabía seleccionar y apartar el ganado. Los arreaba a las aguadas y a los pastizales.
Un día, en un fogón, un gaucho grandote se burló de él. Los otros se rieron y el Gauchito se ofendió. Lo desafió a pelear y desenvainó su cuchillo. El grandote sacó el suyo y se trenzaron. El capataz se interpuso y los desarmó. Les dijo que en la estancia, por orden de la patrona, estaban prohibidas las peleas y los hizo azotar.
Los gauchos arreaban con el rebenque y el lazo. El Gauchito prefería las boleadoras. Como era bajo, se las ataba alrededor del pecho, en lugar de la cintura. Decía que le resultaba más cómodo. El capataz lo mandaba en persecución de las reses que escapaban y las inmovilizaba con un tiro de bolas. Una vez que estaban en el monte boleó a un jabalí. Los otros gauchos festejaron su hazaña. Comieron el jabalí asado a las llamas. Lo abrieron en dos, lo clavaron en una cruz de hierro, hincaron la cruz en la tierra, lo cubrieron con una montaña de ramas de espinillo que juntaron e hicieron una enorme fogata. Pocos minutos después extinguieron el fuego. La carne estaba a punto.
A los veinte años se dejó crecer el bigote para parecer más grande. Tenía un rostro bondadoso y ojos penetrantes. Muchos lo consideraban afeminado y lo miraban con sorna. Como buen correntino, respetaba las creencias de su tierra. Se hizo grabar en el esternón un tatuaje de San La Muerte a punta de cuchillo. San La Muerte lo protegía de las alimañas peligrosas cuando estaba en el monte y en los esteros. Había ocelotes, víboras y yacarés. Sus fieles creían que los protegía también de los peligros de la guerra. Las luchas civiles asolaban la región. Cada dos por tres venían a buscar gente para alguna refriega. El Gauchito no había ido a la guerra todavía, pero sabía que en algún momento le iba a tocar.
Por la noche, si no andaba lejos, en un arreo, regresaba a la estancia. Dormía en un galpón de techo alto, junto a los otros peones. Las noches de luna salía a contemplar el campo. A la patrona, Doña Estrella, le gustaba sentarse en el corredor de la casa. La mujer lo observaba y se empezó a interesar en él.
Algunas veces, cuando lo veía por las noches, la viuda lo llamaba para hablar. Le preguntaba por sus cosas. Cuando supo que sabía leer, le pidió que le leyera la Biblia. Lo hizo pasar a la casa y leyó a la luz de la lámpara. La escena se repitió con cierta frecuencia. Lo convidaba con cognac o ginebra. El Gauchito, que era muy tímido, hacía todo lo que ella le decía. Un día pasó lo inevitable. La señora, que lo deseaba, lo empezó a acariciar y lo besó. Después se lo llevó al dormitorio e hicieron el amor. El Gauchito era un muchacho tierno y apasionado. La mujer se enamoró de él. El Gauchito se dejaba hacer. Al tiempo ya casi no iba a dormir al galpón. Los demás peones lo empezaron a celar. Se dieron cuenta de que tenía tratos íntimos con la patrona.
Poco después llegaron a la estancia dos hermanos de Doña Estrella. Durante varios días el Gauchito no se acercó a la casa. Uno de los hermanos vestía uniforme militar. El otro usaba ropa de ciudad. Vivían en Corrientes. Días más tarde vino de visita el Capitán Alvarado. Era pretendiente de Doña Estrella y un hombre influyente, oficial del Ejército y Jefe de la Policía de Mercedes. Tenía como cuarenta años, era alto y de porte marcial. Era amigo del Gobernador y en la región le temían.
El Capitán empezó a venir seguido por las tardes. La señora le pidió una vez al Gauchito que les cebara mate, y allí pudo ver a todos de cerca. No sabía por qué los hermanos de Estrella habían ido a la estancia. Estaba preocupado, pensaba que quizá quisieran aprovecharse de ella, que era tan rica.
            Cuando se fueron los hermanos la situación se normalizó. El Capitán la visitaba de vez en cuando durante el día y salían a pasear a caballo, o ella lo invitaba a almorzar. También les gustaba tomar mate juntos en el corredor de la casa. Pasaban tiempo solos en el interior de la vivienda, pero el Capitán no se quedaba por las noches en la estancia.
Doña Estrella estaba infatuada con el muchacho. Lo invitaba por la noche a la casa. Le gustaba bañarlo en una tina, perfumarlo y luego llevarlo a la cama y jinetear encima de él. El Gauchito era de piel blanca, sin vellos, y su cuerpo era más pequeño que el de ella. Doña Estrella lo acariciaba, jugaba con su bigote y le decía que lo quería. El Gauchito se fue enamorando de ella. Nunca había estado con una mujer antes.
Los otros peones miraban con envidia la relación del Gauchito con la patrona. Alguien hizo llegar al Capitán los rumores sobre las visitas nocturnas del muchacho a la viuda. Al tiempo regresó a la estancia el hermano militar de Doña Estrella. Se quedó allí varios días. Venía de la guerra. Los dos, aparentemente, hablaron de negocios. Después vino el Capitán. El Capitán lo mandó llamar al Gauchito. Le dijo que se venían malos tiempos, y que él iba a tener que internarse en el monte con un rebaño de ganado. Doña Estrella asintió. Había guerra y no querían que les confiscaran todos los animales.
El Gauchito, junto con otros peones, se llevaron los animales al monte. Allí vivieron por varios meses. Cuando volvieron a la estancia los recibió el Capitán Alvarado. No pudo ver a Doña Estrella. El Capitán le dijo al Gauchito que iba a vivir en un puesto algo alejado de la casa, y que no abandonara el sitio si él no lo autorizaba. El muchacho, que extrañaba a su amante, merodeaba por las noches los alrededores del casco. Intentó acercarse y dos policías que estaban vigilando se le echaron encima. Se cubrió la cara con el pañuelo, sacó el facón y les hizo frente. Hirió a uno y logró escapar. Al día siguiente el Capitán lo vino a buscar con dos policías y se lo llevaron detenido. Lo acusó de tratar de robar en la casa y de herir a un policía. El Gauchito negó que hubiera sido él. Lo hizo azotar y estaquear. Lo dejó un día tendido al sol. Doña Estrella, que se enteró, vino a pedir por él. Dijo que era un buen peón y que debía perdonarlo. El Capitán no quería entrar a competir con el muchacho. Le ordenó que se fuera lejos, que no volviera a la estancia. Era sospechoso de haber herido a un policía y si regresaba podía irle muy mal.
Estaban reclutando gente para la guerra contra el Paraguay. El Gauchito lo vio como una oportunidad para probarse. Era 1866, ya había cumplido veintidós años. Fue a Corrientes y lo destinaron a un cuerpo de infantería. La guerra se peleaba en los esteros y el Gauchito conocía ese tipo de terreno. La vida militar no era lo que pensaba. Había que pasarse mucho tiempo en el campamento, esperando órdenes. Se aburría. Se hizo de varios amigos. Eran casi todos gauchos como él. Los oficiales hablaban poco con ellos, venían de las ciudades del litoral.
Había un soldado que era diferente a los demás. Andaba siempre con una carpeta. La apoyaba donde podía y se ponía a dibujar. Hacía croquis y dibujos del campamento y los alrededores. También dibujaba a otros soldados, en diferentes posiciones. Ponía el lápiz delante de la vista para tomarle el tamaño a las cosas y calcular las distancias. Le decían Cándido. Peleó junto a él en la batalla de Sauce. En la batalla de Curupaytí lo hirieron mal y perdió el brazo derecho. El Gauchito lo vio cuando lo llevaban al hospital de campaña. El otro lo reconoció también. Le dijo que no iba a poder dibujar más ni pintar. El Gauchito le respondió que si realmente era pintor, iba a aprender a pintar con la otra mano. El muchacho lo miró agradecido.

Los porteños se quejaban por los rigores del clima. Hacía calor y humedad, y había muchos insectos. Los soldados se enfermaban. Tenían que luchar en las peores condiciones. Curupaytí fue una verdadera carnicería. Les dieron orden de avanzar por los esteros contra las posiciones del enemigo, pero no llegaban nunca. Los que morían quedaban semihundidos en el agua. Durante la batalla el Gauchito se extravió. Cuando llegó la noche se ocultó en un terreno más elevado y seco. Agotado se durmió. Lo despertaron ruidos de hombres que se acercaban. Hablaban en guaraní. Se dio cuenta que eran soldados paraguayos. Agarró su fusil y preparó la bayoneta para defenderse. Se quedó quieto. Los otros pasaron a varios metros de él y no lo vieron. Decían que eran hombres del Capitán Ayala y que los argentinos estaban casi derrotados. A la mañana pudo regresar a sus posiciones. La batalla se prolongó varios días más y, tal como decían los paraguayos, los argentinos perdieron.
Pero eran muchos. Pasaron los meses y la guerra se empezó a inclinar del lado argentino y sus aliados brasileños y uruguayos. Llegó a su Regimiento un oficial periodista. Era Capitán. Había combatido en Sauce y en Curupaytí, donde lo habían herido. Al Gauchito le llamaba la atención verlo leer y escribir. Un día se acercó a él para observar lo que escribía. El otro le preguntó si podía entender lo que decía allí. El Gauchito le dijo que sí, que sabía leer. El Capitán se sorprendió. Los gauchos eran casi todos analfabetos. El Gauchito le dijo que había aprendido a leer en la estancia de sus patrones, donde su madre era la cocinera. El otro se presentó, era el Capitán Mansilla y trabajaba para un diario de Buenos Aires, La Tribuna. Cumplía además funciones militares. Le preguntó si le quería ayudar. El Gauchito le dijo que sí. Le pidió que pasara en limpio los artículos que escribía. El Gauchito tenía una letra muy clara y perfilada. Escribía en una mesa de campaña, junto a la tienda del Capitán. Se pasaba horas trabajando y casi dibujaba cada letra. Mansilla le preguntó si había leído libros. El Gauchito le respondió que la Biblia. Mansilla le preguntó si algún otro. El Gauchito le dijo que no.
Se hizo inseparable del Capitán y lo seguía a todos lados. Mansilla le pedía que le leyera en voz alta los diarios que le llegaban de Buenos Aires. Estaba en contra del gobierno, no quería al Presidente y criticaba la dirección de la guerra. Las crónicas que escribía analizaban la situación con un tono negativo y pesimista.
Su Regimiento estuvo estacionado varias semanas sin moverse. Mansilla se aburría de la vida en el campamento. Por fin recibieron órdenes de adelantar sus posiciones. Todo el Regimiento marchó y se ubicaron más cerca del enemigo. Hicieron terraplenes para protegerse de las balas y cavaron trincheras. Mansilla tenía un gran sentido del humor y le gustaba hacer bromas y contar chistes a sus soldados. Las horas eran largas y no había mucha acción. Los paraguayos tenían pocas municiones y casi no disparaban. Era una guerra de nervios. Estaban siempre observando al enemigo y esperando.
Mansilla les propuso cargar a la bayoneta, pero el Mando superior se opuso. El Capitán regresó a su puesto furioso y se subió encima de los terraplenes. Empezó a agitar los brazos. Los paraguayos le gritaban cosas. Los argentinos respondieron. Algunas balas paraguayas picaron sobre las fortificaciones. Le pidieron a Mansilla que bajara, antes que lo hirieran. El empezó a reírse a carcajadas. Se bajó los pantalones y les mostró el culo a los paraguayos. Los soldados empezaron todos a reírse. Esa tarde terminó sin mayores incidentes. Mansilla había sido el héroe del campamento.
Días después avanzaron y desalojaron a los paraguayos de su posición. Tuvieron que cargar de frente contra el enemigo. Hubo muchos muertos. El Gauchito vio como un soldado paraguayo se le venía encima. Logró hacerse a un lado y lo atravesó con la bayoneta. Mientras estaba expirando el paraguayo lo miró a los ojos. Era un muchachito de no más de quince años. El Gauchito le sostuvo la cabeza y el otro murió en sus brazos. Siguió peleando, pero esa noche no pudo olvidarse de la mirada del joven soldado moribundo.
La guerra siguió su curso. A su Regimiento de a poco lo fueron diezmando. Ya no quedaban ni la mitad de los hombres. Lo hirieron en un hombro y lo mandaron a la retaguardia. Lo atendieron y lo vendaron unas mujeres que hacían de enfermeras, hasta que recuperó las fuerzas. Cuando volvió al frente ya Mansilla no estaba, lo habían hecho regresar a Buenos Aires.
Al mes siguiente enviaron a su Regimiento a Corrientes y lo acuartelaron. Su unidad permaneció allí durante varios meses, hasta que terminó la guerra. Licenciaron a todos y les dieron unos pocos pesos para que volvieran a sus pagos. Cuando el Gauchito llegó a Pay Ubre se enteró que Doña Estrella, la patrona, se había casado con el Capitán Alvarado. Este se había retirado de la policía y ahora administraba la estancia. El Capitán recibió con desagrado la noticia del regreso del Gauchito. Sospechaba lo que había pasado entre él y su mujer.
El Gauchito consiguió trabajo en un campo. Atendía a los animales. Los llevaba a las pasturas y las aguadas. Tenía un buen caballo y salía a galopar por las tardes después del trabajo. Sintió tentación de acercarse a la estancia de Doña Estrella, pero no lo hizo. Le costó mucho adaptarse otra vez a la vida de peón. La guerra lo había cambiado. Tenía pesadillas por las noches. Veía los ojos del muchachito que había atravesado con la bayoneta y había muerto en sus brazos. Se despertaba angustiado.
Un día lo vino a buscar la policía al campo donde trabajaba. Era el año 1871. Le dijeron que no lo querían en el pago. Las cosas estaban difíciles, había muchos cuatreros y le convenía irse de allí. El Gauchito entendió, pero no hizo caso. Al tiempo se enteró de que en Corrientes se habían levantado contra el gobierno. El Jefe de la policía se presentó en la estancia y dijo que pronto llegaría un Comandante a buscar soldados para la guerra civil, y que se prepararan para luchar. El Gauchito sintió que no tenía nada que ganar y que realmente no quería pelear en otra guerra. Para él los hombres eran todos hermanos, aunque vivieran en distintas provincias o países. Esa noche tuvo un sueño. Se le apareció Cristo, rodeado de una luz blanca. Tenía un rostro de aspecto adolescente. El reconoció los ojos del soldado paraguayo muerto. Dios le habló en guaraní y le dijo que el hombre no debe derramar la sangre del hombre. Le pidió que rezara a San La Muerte para que lo protegiera.
Al otro día llegó una partida de soldados. El Comandante explicó que ellos eran azules liberales y estaban en contra de los autonomistas. Les ordenó que se alistaran, se los llevaban a todos a pelear. Tuvieron que seguirlos. Hicieron una gran redada en varias estancias sin preguntar a los peones de qué parte estaban. Los obligaron a ir con ellos. Los gauchos eran todos federales y colorados. Siempre habían visto a los liberales como enemigos. Dos compañeros le vinieron a hablar. Quedaron en huir esa noche y escapar hacia los esteros. No los encontrarían. El Gauchito conocía muy bien el terreno y sabía como vivir allí.
Se fugó con los otros dos. Eran desertores y tendrían que andar como gauchos fugitivos. Se perdieron en los Esteros del Iberá. En una isleta hicieron una choza y se quedaron a vivir allí. Uno de los gauchos, Francisco Gonçalves, era mestizo, hijo de padre brasileño y madre correntina, y el otro, Ramiro Pardo, criollo. Se pasaron muchos meses pescando y cazando en los esteros, esperando que terminara la guerra civil y hubiera paz.
 Francisco llevaba en su montura una Biblia. No sabía leer. Cuando se enteró que el Gauchito sí sabía, le pidió que le leyera los Evangelios. Todos los días por la tarde leía un rato en voz alta y los otros escuchaban. Les interesaba sobre todo el relato de la pasión, cuando entregan a Cristo y lo crucifican. Decían que el mundo estaba lleno de traidores.
Había transcurrido un año por los menos, y el Gauchito se atrevió a dejar su escondite para buscar noticias. Enfiló hacia una zona poblada y se detuvo en una pulpería. El dueño le dijo que la guerra había terminado. Compró yerba y ginebra. Vio encima de unas barricas unos cuadernos impresos. Tomó uno y lo hojeó. El cuaderno decía El gaucho Martín Fierro. Estaba en verso. El pulpero le explicó que lo había escrito un periodista de Buenos Aires y lo vendía por unos pocos centavos. Se llevó uno. Le dijo al pulpero que era cazador y quería vender pieles y plumas. Le preguntó si se las compraba. Este mostró interés. El Gauchito prometió volver con una carga.
Regresó a los esteros. Sus compañeros de aventura quedaron encantados con la noticia del fin de la guerra. Podían dedicarse tranquilamente a cazar nutrias y garzas. Les gustó mucho el libro que trajo el Gauchito. De ahí en más lo preferían a la Biblia. Todas las tardes les leía unas estrofas del Martín Fierro. Ellos habían escuchado a los cantores payar en los fogones y en las pulperías. En las estancias siempre había una guitarra para el que quisiera improvisar. Pero nunca habían oído versos tan lindos. Le pedían que les leyera las estrofas una y otra vez. También discutían lo que el libro decía y se hacían preguntas.
Estaban de acuerdo que en el pasado los gauchos habían sido más felices que en esos momentos. Muchos paisanos tenían su campito, sus vacas y su tropilla. Trabajaban en las estancias y nadie los molestaba ni los perseguía. “Eran otras épocas - dijo Francisco - Eran tiempos de Rosas”. El Gauchito recordó que el Capitán Mansilla siempre le decía que ya no quedaban criollos, y que por culpa del gobierno iban a desaparecer los gauchos. Después de la caída de Rosas habían venido malos tiempos. Francisco dijo que a su padre un Comandante le quitó la tierra. Al de Ramiro lo habían perseguido para sacarle la mujer. Lo mandaron a la frontera de Córdoba, a luchar en los fortines. Su madre se había ido a vivir con un Sargento y a él lo enviaron lejos a trabajar de boyero. Ya no volvió a ver a su madre.
A todos les gustó que Martín Fierro se defendiera. Era muy hombre. El ejército era una desgracia. Los oficiales eran unos ladrones que dejaban al gaucho en la miseria. Cuando el Gauchito les leyó los versos en que Martín Fierro desertaba todos se identificaron con él. Celebraron también la parte en que luchaba con la partida y el Sargento Cruz se ponía de su lado. Para ellos la amistad era algo sagrado, un gaucho no debía abandonar a otro gaucho, mucho menos si estaba en peligro.
Se quedaron juntos varios meses más. Cazaban aves acuáticas y guardaban las plumas; también atrapaban nutrias y otros animales salvajes y conservaban los cueros. Cada tanto el Gauchito iba a la pulpería con los tres caballos cargados. Volvía con dinero y con noticias. Se repartían el dinero y lo guardaban en el cinturón. En 1874 hubo una nueva guerra civil. Las aguas estaban revueltas. Sus dos compañeros pensaron que era un buen momento para tratar de regresar, mezclarse con la población y abrirse camino. La policía estaba entretenida y ocupada con la leva. El Gauchito prefirió quedarse un poco más y le pidió a Francisco que le dejara la Biblia. El otro accedió. De todos modos, no sabía leer. Se despidieron. Los dos enfilaron hacia el sur de la provincia.
Antes que los gauchos Gonçalves y Pardo llegaran a Goya una partida los detuvo. Los acusaron de ser ladrones y cuatreros. No los juzgaron. Cuando supieron que eran desertores decidieron ajusticiarlos. Uno dijo que los llevaran a Goya y los mataran allá. Pero no quisieron tomarse el trabajo de llevarlos prisioneros. Los fusilaron al costado del camino. El Gauchito nunca supo que sus amigos habían muerto. Se quedó viviendo en su isleta, en los esteros. Se sentía bien solo. Desarrolló una intensa vida espiritual. Leía El gaucho Martín Fierro y la Biblia. Pasaba mucho tiempo meditando.
Por las tardes, cuando caía el sol y el cielo se teñía de rojo, se tendía en el suelo y se concentraba en un punto en el centro de su frente. Empezó a tener visiones. Conversaba con San La Muerte. Se le aparecía su esqueleto y le decía que lo protegía y velaba por él. El Gauchito contestaba que no tenía miedo de morir. El quería ver a Dios un día. Sintió que todo eso que pasaba era una preparación para otra cosa. En algún momento tenía que volver al pago que había dejado, y para ese entonces él sería otra persona. También se le apareció el adolescente paraguayo que había matado en la guerra. El Gauchito le prometió que ya no iba a derramar más la sangre del hombre. Finalmente, en 1875 se decidió a dejar su refugio.
Llevaba una cierta cantidad de dinero que había ahorrado con la venta de plumas y cueros. Iba muy prolijo. Se afeitó la barba con su facón y se dejó el bigote. Tenía un facón con mango de asta de ciervo, muy valorado. Iba con sus boleadoras atadas al pecho. Era un cazador consumado y no moriría de hambre mientras tuviera sus bolas. Se mantuvo alejado de los lugares en que había vivido o que antes frecuentaba. Cuando se sentía convencido de que no había pasado por esos pagos, se animaba a acercarse a los caseríos. Se detenía en el rancho de algún paisano y le pedía hospitalidad. Encontró que el campo estaba menos poblado que antes, había muchas taperas. No eran buenos tiempos para los gauchos. Llevaba con él su poncho rojo y cuando le preguntaban si era federal no lo desmentía. Decía que era, como todos los pobres, defensor de los gauchos.
Una vez se paró en un rancho y encontró una situación desoladora. Vivían en él un gaucho, su china y sus dos hijos. Un hijo estaba muy enfermo. Tenía una fiebre que lo consumía. Su cuerpo estaba lleno de llagas y bubones. Hacía días que estaba inconsciente, y esperaban que muriera esa noche. Movido por la compasión, el Gauchito se arrodilló frente a su catre y le tocó la frente. Luego dirigió su mano hacia las llagas y los bubones. Sacó la Biblia y se puso a leer el capítulo 9 del Evangelio de San Mateo. Cuando llegó a la parte en que Jesús sana a los enfermos, el niño moribundo abrió los ojos y se incorporó en el lecho. Los padres retrocedieron con miedo. El niño se puso de pie y pidió agua. Le trajeron agua, la bebió y dijo que tenía hambre. El padre carneó un cordero e hicieron un asado. Le pidieron al Gauchito que se quedara a pasar la noche en el rancho. A la mañana el niño tenía la piel bien, no quedaban rastros de las llagas y estaba sonriendo. El Gauchito anunció que seguía viaje. No lo querían dejar ir. No sabían qué darle. El hombre le dijo que se llevara un caballo ladero. El Gauchito andaba en un tordillo. Dijo que no le hacía falta, que se sentía contento de que el chico estuviera bien. 
Se fue. No entendía bien lo que había pasado. Dios había intervenido. Había curado por su intermedio. Lo había aceptado como vehículo suyo. Le había dado un poder. Quedó obnubilado. Llegó hasta un bosquecito. Decidió quedarse allí por varios días. No cazó ni comió. Sólo bebió agua de un arroyo. Hizo ayuno por una semana. Se pasaba el día tumbado bajo los árboles, meditando. Leía la Biblia. Al atardecer salía a caminar. Espiritualmente fortalecido decidió seguir viaje. Pidió trabajo en una estancia. Le dieron una tropilla de potros jóvenes, algunos redomones y algunos sin domar, para que los amansara. Era buen domador. Escuchó una voz que le dijo que no los golpeara. Eran criaturas de dios, le entenderían si les hablaba. Decidió obedecer a la voz. No castigó a los animales. Les hablaba. Los caballos parecían entenderle. Les fue quitando las cosquillas y los miedos. Los abrazaba. Los animales se restregaban contra su pecho. Luego los montaba y los potrillos se comportaban como caballos mansos que hubieran sufrido la montura por mucho tiempo. Los hacía andar sin ponerles el freno. Les aplicaba una presión con las piernas en el costado y los animales obedecían. Un gaucho le preguntó dónde había aprendido eso, que si había vivido con los indios. Respondió que no, que él solo había aprendido. Después les puso el freno y dejó que los montaran otros. Los animales respondieron bien.
Siguió viaje y fue a otra estancia. Le ofrecieron trabajo de peón. Aceptó. Volvió a tener visiones. Una vez, junto a una aguada, se le apareció Cristo. Le dijo al Gauchito que era, como él, un cordero. Le pidió que no tuviera miedo, que él lo iba a recibir en su reino. El cordero estaba en el mundo para lavar los pecados y redimir al hombre.
Un día cuando llegó a la casa del patrón vio un carruaje que había venido de la ciudad. Preguntó a los otros peones qué pasaba. Había llegado el médico. La mujer del patrón estaba muy enferma, le dolía el costado. Tenía un ataque de apendicitis. A la mañana la sacaron al corredor de la casa. Todos se acercaron a verla. Tenía la tez amarilla. El médico dijo que no se podía hacer nada. Al llegar la tarde la mujer no hablaba, no podía tragar. El médico dijo que buscaran a un cura porque iba a morirse, que le dieran la extremaunción. Mandaron a buscar al pueblo a un vecino que se hacía pasar por cura y a veces celebraba misa. Mientras pasaba esto, el Gauchito quiso probar si Dios le concedía un favor. Se acercó a la mujer y empezó a rezar en silencio. Los demás no se dieron cuenta. Le pidió a Cristo que la salvara, y a San La Muerte que no se la llevara. Después de diez minutos la mujer abrió los ojos. Les dijo que había tenido una visión. Había venido del cielo una paloma blanca y había depositado gotas de rocío en su boca. Pensaron que deliraba. La mujer se incorporó en el lecho. Le preguntaron si le dolía algo. Dijo que no, que estaba bien, que no le dolía nada. Preguntó que por qué estaban todos reunidos allí y se levantó. El Gauchito se retiró al galpón donde dormía y le agradeció a Dios. Nadie entendió lo que había pasado, pero el Gauchito supo que había sido Cristo, que había intercedido y le había concedido su súplica.
Días después dejó su trabajo y se internó en el monte. Se detuvo bajo un árbol e hizo ayuno por una semana. Se preguntó qué significaba todo eso, que qué iba a hacer con su vida. Que por qué lo había elegido Dios y qué quería de él. Le dijo a Cristo que si él servía para lavar la sangre del pecado que se lo llevara, que él estaba en sus manos. Era 1877 y el gauchito estaba por cumplir treinta y tres años. Había vivido mucho tiempo escapando. El único amor que había conocido era el de la viuda. Había ido a algunas fiestas y bailes, pero raramente se acercaba a una mujer. En cada una veía algo de la que había sido su amada y retrocedía.
Finalmente decidió que era tiempo de volver a sus pagos. Quería visitar la tumba de su madre. Sabía que era peligroso, pero rezó, y pensó que Dios iba a decidir cuando fuera su hora. El 6 de enero de 1878 fue a Mercedes a las celebraciones de Reyes. Se dijo que quería ver a la gente, pero realmente lo que quería era saber algo de Estrella. Pensó que ella estaría ya grande, pero él la seguía queriendo. Fue a la misa, y después a la fiesta. Había empanadas y vino. Al rato empezó la guitarreada. El pueblo estaba animado.
Al atardecer fue al cementerio a visitar la tumba de su madre. Por la noche durmió en el camposanto, tapado con su poncho. A la mañana siguiente regresó al pueblo y se acercó a un almacén a tomar una caña. Quería enterarse de las novedades. De pronto sintió una mano que le sostenía el brazo. Se volvió y se encontró con la mirada del antiguo Jefe de policía y esposo de Estrella. “Sabía que iba a volver”, le dijo. Le apuntó con una pistola y le ordenó que marchara con él. Fueron a la comisaría. “Enciérrelo”, le dijo al Comisario. “Es un ladrón y un desertor”. Pasó la noche en el calabozo. Pensó  que esa quizá era la última noche de su vida.
La mañana del 8 de enero el Comisario lo sacó del calabozo y lo entregó a una partida que lo esperaba. “Llévenselo - le dijo al Sargento - Es un ladrón, un cuatrero y un desertor. Ya saben lo que tienen que hacer”. El Juez de Paz estaba en la Comisaría en esos momentos y quiso interceder. “Si cometió un delito, hay que juzgarlo – dijo - Debemos someternos a la ley”. El Comisario lo miró con sorna. “Si se creerá que es Avellaneda - se burló - Hay demasiado gaucho bandido en esta tierra”. “Iré al Gobernador - respondió el otro - Basta ya de derramar sangre inocente. Los delitos hay que probarlos”.
Los policías le ataron las manos y se lo llevaron. Cuando habían andado dos leguas el Sargento detuvo la partida. Desensillaron junto a un algarrobo. El Sargento lo hizo bajar y lo paró junto al árbol. Les dijo a sus hombres que prepararan los fusiles. “¿Por qué me vas a matar, Sargento? - preguntó el Gauchito – No he cometido delitos. Me persiguen injustamente. Vas a derramar sangre inocente”. El Sargento le quitó la camisa y dejó su pecho desnudo. Apareció en su lado izquierdo tatuada la imagen de San La Muerte. Le apuntaron. El Gauchito los miró. Los policías bajaron las armas. Dijeron que no podían disparar contra San La Muerte, porque se condenarían. El Sargento, con rabia, tiró un lazo por encima de una de las ramas del algarrobo, le ató los pies y lo colgó, cabeza abajo. “No me mates Sargento, soy inocente – repitió - No le creas al Comisario. Hazle caso al Juez”.
En ese momento el Gauchito tuvo una visión. Se le apareció un niño cubierto de vendas, que venía del cielo. Tenía los mismos ojos que el Sargento. Comprendió que era su hijo. El Sargento sacó el cuchillo de asta de ciervo que le había quitado al Gauchito Gil y se preparó. El Gauchito se dio cuenta que había llegado su hora. Pensó en su visión. Dios quería decirle algo, le había mandado un mensaje. Al fin entendió. “Sargento – dijo - tu hijo se ha enfermado y se está por morir. Después que me hayas matado reza por mi alma. La sangre de un inocente sirve para lavar los pecados. Reza por mí y tu hijo se salvará. Invoca mi nombre y yo lo curaré. También te perdonaré a vos por derramar mi sangre, porque así lo quiere Dios. Invoca mi nombre y se hará el milagro”.
El Sargento lo miró con burla y le dijo que no se preocupara, que su hijo estaba bien. Después de un tajo le abrió la yugular. El Gauchito se desangró rápidamente y expiró. Lo bajaron del árbol y lo dejaron a un costado. El Sargento no quiso perder tiempo en enterrarlo. Estaba preocupado por lo que éste había dicho sobre su hijo. Lo cubrieron con hojas y ramas. El Sargento ordenó a sus hombres que regresaran a la comisaría, que él tenía algo importante que hacer. Salió al galope hacia su rancho. Al llegar ya se olía la tragedia. Su mujer lo recibió llorando. Su hijo menor, de diez años, estaba muy grave. No podía respirar. Le dijo que se estaba muriendo. El Sargento comprendió todo. Se hincó de rodillas ante el lecho donde yacía el niño y se puso a rezar. Invocó al Gauchito Gil, y le pidió al difunto que le perdonara su crimen, y que su sangre inocente lavara sus pecados. Cuando se levantó, su hijo abrió los ojos y empezó a respirar normalmente. Llamó a la madre y le pidió que le trajera algo de comer. El Sargento agarró su caballo y volvió al galope hasta el algarrobo donde había quedado el cuerpo del Gauchito. Quitó las ramas que cubrían su cadáver y se abrazó a su cuerpo. Tomó el poncho rojo que le había sacado y cubrió el cadáver. Se arrodilló ante él y le pidió perdón. Con su facón empezó a cavar una sepultura al pie del algarrobo. Cortó una rama de espinillo e hizo una cruz. Besó la frente del Gauchito y depositó su cuerpo en la tumba. Colocó sobre su pecho los dos libros que había encontrado en su apero: la Biblia y el Martín Fierro, y cruzó sus manos sobre ellos. Ayudarían a su alma en el viaje. Lo cubrió de tierra, colocó la cruz y ató el poncho rojo en sus brazos. Hizo un fuego y con carbón escribió: “Gauchito Gil”. Se persignó, montó en su caballo y regresó a su rancho.
Al llegar le confesó a su mujer lo que había ocurrido. Le dijo que había derramado la sangre de un inocente. Que Dios lo había castigado y enfermado mortalmente a su hijo. Que invocó la sangre del Gauchito y Dios lo perdonó y lo salvó. El Gauchito había hecho el milagro. La mujer le creyó. Era muy religiosa. Decidieron hacer una peregrinación a pie a la tumba del Gauchito. Trescientos metros antes de llegar al algarrobo, el Sargento empezó a andar sobre sus rodillas y a rezar. Su mujer caminaba a su lado, agradeciéndole al alma del difunto. Encendieron una fogata y se quedaron toda la noche junto a la tumba.
El Sargento regresó al día siguiente a su trabajo y les contó a sus hombres lo sucedido. Era gente de una fe profunda. Pensaron que si el Gauchito había hecho un milagro, podía hacer otros. Uno de ellos tenía a su madre enferma con manchas en la piel.  Creía que era lepra. El agente fue con su madre a la tumba del Gauchito y se puso a rezar. Le pidió que la sanara. Dos meses después habían desaparecido las manchas. El Gauchito había hecho otro milagro. En Mercedes se corrió la voz de lo que había pasado.
El 8 de enero del año siguiente, al cumplirse un año de su muerte, el agente y su esposa decidieron visitar su tumba. No eran los únicos. Allí estaba también la familia del Sargento. Al rato empezaron a llegar otros. Se juntaron como unas treinta personas. Llevaban flores rojas y las depositaron sobre la tumba. El poncho rojo del Gauchito estaba todo desteñido y deteriorado por el agua y el sol. El Sargento clavó otro poncho rojo sobre el tronco del algarrobo, frente a la tumba. Después dirigió las plegarias. Le pidió perdón por haber derramado su sangre, y le rogó para que los protegiera. Pidió que su sangre inocente lavara sus pecados. Después de eso comieron y bebieron, y esa noche regresaron a Mercedes, fortalecidos.



Publicado en Letras salvajes No. 15 (junio-agosto 2014): 100-15 



1 comentario:

  1. La verdad nunca pensé encontrar este fragmento de la vida de Nuestro Gauchito Gil, agradecida por la enriquecida lectura y por los Milagros que, hasta hoy día, nos demuestra Nuestro Gauchito Gil.Gracias Mi Gaucho Santo!!!

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