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domingo, 24 de marzo de 2019

Sin rumbo: la novela en la encrucijada nacional


                           de Alberto Julián Pérez ©

            Dice Josefina Ludmer, en su libro El cuerpo del delito, que Eugenio Cambaceres fue el escritor «vanguardista» de la Generación del 80 (Ludmer 54). Los escritores del 80: Lucio V. Mansilla (1831-1913), Miguel Cané (1851-1905), Eduardo Wilde (1844-1913), Lucio V. López (1848-1894), Eugenio Cambaceres (1843-1899), entre los más destacados, vivieron en una época que concibió un nuevo proyecto de país (Romero, El desarrollo de las ideas 9-46). Eran, muchos de ellos, hijos de los exiliados (o proscriptos, como los llamó Ricardo Rojas) que, después de la caída del dictador Juan Manuel de Rosas, participaron en la organización de la nación «moderna» (Miguel Cané era hijo de Miguel Cané, padre y nació en Montevideo; Eduardo Wilde hijo del Coronel irlandés Wellesley Wilde, soldado de la Independencia, nació en Bolivia; Lucio V. López, hijo del historiador Vicente Fidel López y nieto del autor del himno nacional, Vicente López y Planes, nació en Montevideo). Otros nacieron en Buenos Aires y pertenecían a familias que apoyaron el régimen de Rosas, como Lucio V. Mansilla, hijo del General Lucio Mansilla, Jefe del Estado Mayor de Rosas y sobrino del dictador, y (aunque con muchas menos vinculaciones con el poder rosista) Eugenio Cambaceres, cuyo padre, inmigrante francés, hizo fortuna, durante la época de Rosas, en la industria de los saladeros y la cría de ganado (Cymerman 25).
Los escritores e intelectuales argentinos trataron de entender las razones profundas de la dictadura rosista (1829-1852). Ese hecho político, decisivo en la historia del país, obsesionó a varias generaciones durante las siguientes décadas, como lo testimonian las novelas de Eduardo Gutiérrez y los estudios sociológicos de José María Ramos Mejía y José Ingenieros (Romero, El desarrollo de las ideas... 19-21). En 1880 concluyó el período de los presidentes considerados “progresistas” y “liberales” del país unificado después de la caída del gobierno de la confederación urquicista: Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento, Nicolás Avellaneda. Empezó una nueva época y experiencia política, que transformó substancialmente el Estado, bajo el liderazgo del General Julio A Roca. Su «Unicato», como se lo llamó, predicaba «paz y administración». El año anterior, bajo la jefatura del mismo Roca, una operación militar conjunta había derrotado definitivamente a los indios que ocupaban vastas extensiones del sur del país, y concluido la cuestión indígena en Argentina: la lucha contra el indio «liberó» quince mil leguas de territorios y se distribuyeron, muchos de ellos, entre los oficiales participantes, comercializando las tierras y abriendo toda esa zona al desarrollo agropecuario. También en 1880 se resolvió, finalmente, la conflictiva cuestión de la capital del país: la ciudad de Buenos Aires, federalizada, presidía la República (Gnutzmann, La novela naturalista en Argentina 41-4).
Resueltas todas esas importantes cuestiones, ya no había motivos, considera Ludmer, para que la vida cultural del país permaneciera indisolublemente unida a la actividad política (45). Era el momento indicado para que la literatura se transformara en un medio autónomo de expresión. El grupo de escritores del 80: Mansilla, Cané, López, Wilde, Cambaceres, cumplieron funciones como políticos y/o diplomáticos; integrados al régimen triunfante, observaron la vida pública desde una posición oficial.[1] No cuestionaron el sistema político vigente con el vigor y autenticidad con que lo habían hecho Sarmiento y Alberdi pocos años antes con el régimen rosista. Pertenecieron a la patria triunfalista del período roquista. Fueron políticos, viajeros, hombres de mundo, elegantes hipercultos, y consideraron el escribir un derecho irrevocable de su clase. No se dedicaron al oficio literario con el sentido del deber profesional que asumirían, en el siglo siguiente, los escritores de las clases medias. La literatura fue para ellos un modo de expansión espiritual enriquecedora, y la integraron al complejo estilo de vida que llevaban.
            La sociedad civil, durante esta época, fue asumiendo un perfil independiente en la Argentina. Como grupo humano, respondía a diversos intereses, no exclusivamente políticos (Zimmermann, Los liberales reformistas 41-67). Se conformó el gusto y la psicología distintiva de la pequeña-burguesía local. Se amplió la experiencia urbana de los ciudadanos, se enriqueció la vida cotidiana. Los escritos literarios contemporáneos dan testimonio de este proceso. Notamos una progresiva autonomía frente a los acontecimientos políticos. Sarmiento, en Facundo, había contado la historia de un individuo singularmente dotado por la naturaleza, a quien las circunstancias arrastraron a la vida pública, convirtiéndolo en caudillo de masas; la vida privada, en el Facundo, tenía interés sólo en función de la vida pública y ésta es una de las tesis más originales de Sarmiento: la dictadura rosista había reducido la esfera de autonomía e influencia de la sociedad civil. Mármol presentó en Amalia un mundo novelístico en que los personajes enamorados se refugiaban en el espacio privado para vivir su romance, pero la violencia política irrumpía trágicamente en sus vidas, cambiando irremisiblemente sus destinos. En Martín Fierro, el estado «liberal» injusto de la era post-rosista (en 1872, cuando Hernández publicó la primera parte de su obra, Sarmiento era Presidente del país) atacaba la sociedad rural y perseguía al gaucho; lo obligaba a trabajar al servicio del Estado, transformando la milicia en un castigo, destruyendo el modo de vida de su familia y su pequeña propiedad.
            Los personajes que Cambaceres introduce en sus novelas viven su destino individual, independiente de los avatares políticos del país. Las circunstancias económicas tienen mayor peso en la vida de los personajes que los sucesos políticos. En el mundo de la sociedad civil rigen otros valores. Los personajes son individualistas y, para muchos de ellos, lo único que cuenta es el destino personal. Pertenecen a un sector social privilegiado y rico de la sociedad (excepto Genaro, el personaje de En la sangre, hijo de un inmigrante italiano, que está en pleno ascenso social y cuya ambición material guía su conducta). Precisamente por ser ricos y jóvenes, ven el dinero como un derecho de su clase: lo han heredado y saben que pueden contar con él. Ganar dinero no es un objetivo en sus vidas.
            El personaje de Sin rumbo, Andrés, desprecia el dinero. Es un aristócrata, un «dandy», un elegante, miembro de una élite argentina que se considera legítima representante del ser nacional auténtico (el falso sería el inmigrante, ejemplificado en el personaje de Genaro, de En la sangre) (Ludmer, El cuerpo del delito 111-7). Su grupo se da sus propios valores: son ricos hombres de mundo, educados, exquisitos, ociosos, caprichosos. Cambaceres parece identificarse con este tipo de héroe: su biografía nos habla de un individuo sofisticado, culto, mujeriego, sensible, bohemio, propietario, asiduo viajero a la ciudad luz: París (Cymerman 25-30). Sus personajes viven la bohemia en gran estilo, en Buenos Aires y en París, las dos ciudades hermanadas por las aspiraciones de las élites. Si comparamos Sin rumbo, 1885, la novela más lograda de Cambaceres, con la narrativa contemporánea: La gran aldea, 1884, de Lucio V. López, Juvenilia, 1884, de Miguel Cané, notamos que Cambaceres ha logrado crear en esta novela un personaje central singularmente conflictivo, disconforme con su medio, que es único en la narrativa del período.
            Cambaceres distaba mucho de ser un individuo conformista o de tener una actitud complaciente hacia su medio social (actitud que descubrimos muchas veces en las obras de Lucio V. López y Miguel Cané). Si bien era un conspicuo miembro del patriciado dirigente porteño de su tiempo, integrante activo del Club del Progreso, no se identificaba totalmente con este grupo social: su personaje principal en esta novela, Andrés, presenta complejidades existenciales que hacen de él un pensador independiente. Andrés es anticonformista, tanto en lo personal como en lo social. ¿Cuál es la causa de su malestar moral? Él parece no saberlo, y el narrador critica más a la naturaleza humana que a la sociedad. El personaje mira con cinismo al mundo, lo juzga con dureza. No idealiza el pasado, ni se lamenta de la inocencia perdida, como los personajes de las «novelas» de Cané y López. Para Cambaceres, en Sin rumbo, la vida está muy lejos de ser una comedia, o de invitar a la risa (no así en Pot-pourri, donde la considera una farsa tragicómica). En esta novela ve la vida como algo inevitablemente serio y doloroso.
Cambaceres estimó cuidadosamente en esta obra la cuestión del estilo. Usó un lenguaje escueto, medido. Párrafos breves, expresión concisa. Cuando hablan personajes criollos, como Donata, su padre y ña Felipa, cambia el nivel de lengua, para representar el lenguaje rural. Cuando hablan los personajes urbanos y los extranjeros (como su amante, la Amorini), imita igualmente sus giros lingüísticos. Su lector ideal es el lector culto, iniciado en la literatura contemporánea. Un hombre sensible, sofisticado, «distinto», distanciado de ese «hombre mediocre» que José Ingenieros sentía como una amenaza (Ingenieros, El hombre mediocre 31- 34). Cambaceres no se asocia pasivamente a los modelos (las modas, las fórmulas?) literarios europeos (costumbrismo, realismo, naturalismo): busca (y logra) la tan codiciada originalidad, que hace que una obra se destaque y sea respetada por sus cualidades artísticas (en lugar de ser aceptada como «correctamente escrita»).
La visión de mundo que presenta el personaje (y el narrador) es uno de los aspectos más innovadores y originales de Sin rumbo (Foster, The Argentine Generation of 1880, 140-50). Andrés es un personaje problemático, insatisfecho; la realidad social y el tiempo político lo afectan tangencialmente. Su infelicidad parece tener raíz metafísica. El personaje admira al filósofo alemán Arthur Schopenhauer y su filosofía pesimista. El pesimismo había llegado a Buenos Aires para quedarse, más allá de las preferencias filosóficas de la hora. Pesimistas serán también Roberto Arlt y Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y Eduardo Mallea, los letristas de tango y los compositores de música popular rural y urbana (Atahualpa Yupanqui, Enrique S. Discépolo). La filosofía de la inacción es consustancial con la manera de ser argentina; la asumía el gaucho en su vida cotidiana y la viven los personajes aristocráticos de Cambaceres (el sociólogo Carlos Octavio Bunge, en Nuestra América, 1903, considerándola uno de los “males” del carácter argentino, la denomina «pereza criolla» [Ingenieros, Sociología argentina 92-109]). Los personajes ociosos de Cambaceres viven insatisfechos y angustiados, y reaccionan ensimismándose. Solamente Genaro, hijo de un inmigrante italiano, en su novela naturalista En la sangre, es un individuo activo y emprendedor. El inmigrante, tal como lo presenta el autor, trabaja para salir de su condición, pero deja de trabajar cuando logra ser aceptado como parte de la sociedad argentina.
La acción es, para Cambaceres, algo extraño al ser nacional (en esto disiente con Sarmiento y Alberdi que, viendo en el trabajo la fuente de toda riqueza, de la cual dependía el futuro de la patria, creían que la evolución natural del argentino era convertirse a la filosofía de la acción fecunda, del trabajo útil). Fuera de Genaro, los otros personajes principales de Cambaceres no trabajan; Andrés sólo se entrega a la actividad febril cuando siente la necesidad de acrecentar su mermada fortuna para asegurarle un futuro a su hija; luego que la pequeña Andrea muere, el padre renuncia a seguir viviendo y se suicida. A diferencia de los otros personajes del autor, Andrés es el héroe (héroe trágico contradictorio, con mucho de antihéroe) que muere por amor (paterno). Pablo, el personaje de Música sentimental, 1884, muere a consecuencias de un duelo por una mujer, pero la mujer no le importaba: se trataba de una aventura de señor mundano elegante y seductor.
Las mujeres dominan la vida de Andrés: Donata, la criollita que le dará una hija, y le enseñará el buen amor humano; la Amorini, la cantante de ópera, la mujer adúltera, la seductora seducida por el argentino sensual; Andrea, su hija, poco preparada para la vida (como su padre), que se enferma y muere. La naturaleza, que es reina suprema en la pampa argentina, amenaza la vida humana; Donata muere de sobreparto, su hija de difteria; Andrés, el hombre hipersensible, no resiste y se quita la vida, se la «arranca de cuajo», literalmente. Es un mundo dominado por la visión positivista de la lucha por la vida; la sensibilidad, lejos de ayudar a los personajes a sobrevivir, contribuye a su inadaptación y a su caída.
Andrés es un hombre que sufre, y lo que pasa alrededor de él es sólo parcialmente responsable por su infelicidad. Sufre porque la vida es cruel y hermosa, y no está preparado para enfrentarla. Se ama a sí mismo, está ciego frente a las necesidades de los demás. El otro no es más que un objeto de posesión. Cuando reconoce a su hija y vive con ella, se transforma en el objeto, en el juguete de la niña. Su vida no tiene sentido sino en función de su hija. Deja de ser quien es, se despersonaliza, y cuando la naturaleza lo castiga, Andrés no resiste. El hombre sensible que sufre pronto se transforma en víctima. La élite, la oligarquía nacional que muestra Cambaceres, es de temperamento débil. Son nostálgicos, derrotistas, llevan dentro un sentimiento de fracaso. No tienen proyectos de futuro. Igualmente critica (en En la sangre) la ambición desmedida y el arribismo insano de los inmigrantes, que son la patria nueva. Hasta que los hijos de los inmigrantes (Arlt, Sábato) no asuman su voz literaria, no habrá una visión integral (integrada) del país que se estaba gestando (Onega, La inmigración en la literatura argentina 1880-1910, 7-23).
Andrés es un señor que detenta autoridad y tiene privilegios (de clase). Su visión de mundo (deformada) lo lleva a valorar a los otros según sus intereses. Cambaceres subraya particularmente su relación con los criollos. Andrés se alía a una familia gaucha (la de Donata) y se enemista con un gaucho «traidor» (el Chino Contreras). Cuando tiene que imponer su autoridad al gaucho Contreras, quien, por negligencia, había lastimado a una oveja durante la esquila, Andrés se muestra despectivo, arrogante. Humilla al gaucho y lo abofetea; cuando éste saca su cuchillo para atacarlo (al estilo gaucho), Andrés lo detiene empleando el revólver (arma «extranjera» que los gauchos despreciaban). La ley no es pareja: un arma blanca contra un revólver. El Chino «se achica» socarronamente y, con burla y astucia, le dice: «¿Por qué me pega, patrón?» (11). Andrés no pelea con gauchos, el gaucho para él es una persona socialmente inferior. De inmediato lo echa del trabajo. El Chino, seguramente, era un gaucho en desgracia y estaba resentido. Al final de la obra tendrá la posibilidad de vengarse, destruyendo la fortuna de Andrés.
Andrés no es un estanciero bueno y respetuoso del gaucho. No reconoce alianzas, se relaciona con ellos desde una posición de autoridad. Pero la vida le jugará una mala pasada, condenando su arrogancia. Al visitar a Donata, la paisanita hija del gaucho y puestero de su estancia ño Regino, servidor antiguo y fiel de su familia, Andrés, el estanciero culto, se deja llevar por sus instintos (hasta ese momento, en la literatura nacional, sólo los “bárbaros” se dejaban llevar por los instintos y eran capaces de forzar a las mujeres [Sarmiento, Facundo 229-30]).[2] La inocente muchacha se encuentra sola en el rancho, y Andrés, excitado, la fuerza y la viola, desflorándola. Manifiesta, con su violencia, su voluntad de patrón. Valiéndose de su superioridad de seductor se hace su amante. La muchacha, enamorada, se entrega humildemente. Andrés viola, igualmente, la confianza que el padre gaucho, el Tata ño Regino, había depositado en él, a quien llamaba «el patrón chico». Donata será tan fiel y devota a Andrés como lo era su padre. Embarazada le dará una hija (ilegítima), muriendo después del parto. Es éste el último sacrificio que podía hacer por él. Andrés avergüenza a la familia del buen gaucho, pero finalmente acepta el don de Donata: su hija natural, Andrea, con quien, a su turno, morirá.
            Con los otros gauchos con los que se relaciona a lo largo de la novela, Andrés también se muestra irrespetuoso y despótico, en particular con el capataz Villalba y con los peones de su establecimiento que, a su regreso de Buenos Aires, lo esperaban en el pueblo donde se detuvo el tren, para acompañarlo a la estancia. Cuando, durante la tormenta, la lluvia desborda el arroyo, y Andrés, arrastrado por la corriente, corre serio peligro, uno de ellos muere intentando ayudarlo. Andrés ignora totalmente el episodio. Los gauchos aparecen desvalorizados ante sus ojos, son sirvientes, no le merecen ningún respeto. También Donata, es sólo un instrumento para el goce sexual de Andrés. Los gauchos, sin embargo, son abnegados con su patrón (excepto el Chino traidor, el «gaucho malo»). Son seres integrados al trabajo de la estancia, dependientes. Sólo el Chino Contreras muestra orgullo, valor e independencia, pero es un taimado, un delincuente.
La estancia es el espacio del patrón, es su dominio, su señorío. Este no se muestra interesado en el trabajo productivo de su establecimiento. Es rico, pero no ambiciona multiplicar su fortuna (excepto cuando nace su hija y se pone a hacer negocios para dejarle una posición). Los informes económicos del capataz le aburren. Si Andrés no fuese un individualista extremo (y como tal, representa mejor su voluntad personal que los intereses de su clase) podríamos pensar que Cambaceres, a través del personaje, está procurando retratar una oligarquía en decadencia (grupo social al que él mismo, por privilegio de nacimiento, pertenecía). La oligarquía estaba en un proceso de cambio en Argentina, debido a las transformaciones económicas y políticas de la nación (la Conquista del Desierto, la capitalización de Buenos Aires, la activa política inmigratoria, la expansión económica de la exportación agroganadera, el liderazgo político del Unicato roquista), que habían puesto en crisis las viejas estructuras de poder (Viñas, Literatura argentina y realidad política 138-48). La poderosa oligarquía ganadera, que tanto había contribuido política y económicamente al desarrollo de la Argentina hasta ese momento (había aportado su caudillo máximo, el General Rosas, tiránico y antiliberal, pero administrador capaz y activo defensor de la soberanía nacional), tenía que adaptarse a los nuevos tiempos.
Andrés es distinguido miembro de una élite que ha ganado en sofisticación y en prestigio: es un exquisito, un hombre de mundo y un representante del buen gusto contemporáneo. Es un estanciero (como el autor [Blasi, Los Fundadores 24-26]), miembro involuntario de la oligarquía dirigente, líder en el desarrollo del país. Pero Andrés se distancia de los intereses de su grupo por ser un individuo «distinto» (debemos notar que la élite enriquecida es la única clase que puede gestar este tipo de individuo diferente, cuya superioridad se sustenta en las experiencias de mundo, a las que accede gracias al dinero). El narrador establece esta diferencia y esta anomalía en el personaje al comenzar la novela. Cuando describe el casco de la estancia de su propiedad, indica su gusto exótico, poco «argentino». Es de un diseño nada tradicional, si nos guiamos por la arquitectura típica de las estancias de la pampa. ¡Parece seguir el plan de un arquitecto francés! Es «… un pabellón Luis XIII, sencillo, severo, puro. Dos cuerpos lo formaban flanqueados por una torre rematada en cono» (Sin rumbo 11). El dormitorio de Andrés estaba en la torre. También la personalidad y el comportamiento del personaje, su modo de vivir, son anómalos, extraños. Andrés, lejos de ser una figura patriarcal, representante de los intereses de su grupo familiar (como podríamos esperar de un «buen» estanciero, miembro del patriciado terrateniente), es soltero y vive como un ermitaño. Su estancia está rodeada de una naturaleza bella y seductora, aunque el personaje, hundido en su negro pesimismo, no parece disfrutar de esa belleza natural.
En la sección III de la primera parte, el narrador resume la vida del personaje: es un hombre lindo, rubio, cosmopolita, criado por un padre de «espíritu positivo» (en referencia directa a la filosofía positivista o cientificista en boga en la época, con cuyos postulados los integrantes de la Generación del 80 sentían particular afinidad [Terán, Positivismo y nación en Argentina 11-55]) y una madre sensible que lo consentía (Sin rumbo 14-17). En Buenos Aires se sintió atraído por una cantante francesa y se lanzó al mundo de los placeres. Intentó estudiar medicina y derecho, y fracasó por su falta de interés. Se lanzó a correr mundo: visitó Roma, París y otras ciudades; disfrutó de mujeres y de orgías. Fue a Rusia, China y el Oriente. A pesar de ese destino privilegiado, el estanciero Andrés es un hombre escéptico, amargado. Su maestro espiritual, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (quien, después de aleccionar a este personaje de ficción, iba a ser el filósofo de cabecera de un gran escéptico argentino: el escritor Jorge Luis Borges), le ha mostrado la verdad de la naturaleza humana: el sentimiento es enemigo del hombre, para ser feliz hay que dominar los deseos, la vida es un mal del que uno debe tratar de liberarse y dejar de padecer. Eso será muy difícil para Andrés: es un sentimental, sufre constantemente, hasta sus aventuras sexuales parecen ser un modo de escapar de su realidad. Andrés no es el estanciero ejemplar que podríamos esperar en una narración criolla. Los estancieros que aparecen en Don Segundo Sombra son hombres moderados, se identifican con el modo de vida de sus gauchos, aprecian sus valores; el estanciero que nos presenta Cambaceres en esta novela es un pensador pesimista, que no respeta los valores de la vida criolla. Y sin embargo... ¡es tan argentino! Es un contemplativo, desprecia el trabajo, disfruta del ocio.
Andrés permanece encerrado en su estancia la mayor parte del tiempo; dice el narrador: «Entregado Andrés a su negro pesimismo, minada el alma por la zapa de los grandes demoledores modernos, abismado el espíritu en el glacial y terrible nada de las doctrinas nuevas, prestigiadas a sus ojos por el triste caudal de su experiencia, penosamente arrastraba su vida en la soledad y el aislamiento» (22). El narrador cuenta entonces el drama interior del personaje, víctima de la modernidad: es un individuo que vivía muchos días sin ver a nadie; dudaba de todos los grandes valores morales: no creía en el amor, ni en la amistad, ni en el patriotismo, ni en la virtud de los seres humanos, ni en Dios. En un gesto de afirmación de su individualismo, el personaje niega el mundo político, que implica una apertura hacia el entorno social. No hay interés en el Otro, Andrés es un sociópata, su sentido de lo social está adormecido. No reconoce al prójimo, ni se reconoce en él. Solamente se reconocerá en su hija, que es para él parte de sí, pero que escapa a su voluntad y es diferente a él. Cambaceres, notable e intuitivo psicólogo, crea personajes de tendencias ambiguas. Su hija, Andrea, es una mestiza, el don de amor de una muchacha gaucha a su señor. Esa hija ya es parte de la patria criolla. Andrés es el señor liberal desencantado y cínico, el libertino, restableciendo lazos de solidaridad y afecto con la parte buena de sí, la parte criolla, gaucha. La madre gaucha muere para que viva la hija mestiza.
El mundo de la naturaleza, que idealizaba la literatura gauchesca y la narrativa de viajes (Mansilla, Una excursión a los indios Ranqueles, es la obra paradigmática que abarca los dos géneros), refleja la cruel lucha por la vida en que están envueltos todos los seres vivos. Llevado por el fastidio, por sus perturbaciones y obsesiones, Andrés, el hipercivilizado, desprecia el mundo natural. Descarga (perversamente) en los animales sus instintos más agresivos y salvajes: sale de caza y mata indiscriminadamente, por hacer daño, y arroja después el producto de la caza a los cerdos y a los perros; galopa en su caballo hasta agotarse, para liberar su energía nerviosa; su cuerpo, sus nervios, necesitan el estímulo y la tensión (24). Observa el comportamiento cruel de los animales con placer, son casi tan malos como los seres humanos... (25).
El personaje, dije, toma distancia con el mundo social. Cambaceres se adentra en la psiquis torturada de Andrés con maestría. Este divorcia su sentir existencial de los intereses del mundo político (Bazán Figueras, Eugenio Cambaceres 115-155). La escena culminante es cuando asiste a la inauguración de un nuevo altar mayor en la iglesia del pueblo: ése era el momento en que podría haber asumido una postura política práctica, al menos para defender sus intereses de clase. Lejos de eso, renuncia expresamente a identificarse con los intereses del gobierno o a adoptar una actitud social responsable o interesada. Luego que el Juez de Paz pronuncia su discurso patriótico, oficial, recitando sus preces al Estado bienhechor, progresista y civilizador, Andrés vomita en ellos su nihilismo, de manera infantil y ridícula. Les dice en voz alta y en público: «Déjense de perder su tiempo en Iglesias y en escuelas; es plata tirada a la calle. Dios no es nadie; la ciencia, un cáncer para el alma. Saber es sufrir; ignorar, comer, dormir y no pensar, la solución exacta del problema, la única dicha de vivir» (30). En ese momento Andrés no solo renuncia a tener un compromiso con la sociedad liberal y progresista, sino que se pone en ridículo y se muestra como un alienado, como un enfermo (con gesto antipositivista niega la ciencia, despreciando la filosofía de su padre). El personaje gana, sin embargo, complejidad psicológica. Es un individuo inusual, un héroe problemático.
Cambaceres crea el primer héroe problemático de la literatura argentina, presentándonos un individuo acosado por sus dudas interiores, víctima de un sufrimiento que no puede ser bien explicado, ni en función de lo personal, ni en función de lo social. Andrés sufre por su condición existencial: para él el mal es haber nacido; morir, por eso, será la liberación. El suicidio final del personaje no es mera autodestrucción. Es una venganza contra la vida y el destino, ciego a los valores y necesidades del individuo. Andrés llega al lector por su espesor psicológico, por la viveza y originalidad con que el narrador describe sus conflictos y sus dudas. Es un ser excepcional, víctima de su espiritualidad enferma.
Durante los inviernos Andrés se alejaba de la estancia e iba a Buenos Aires, conducta habitual de los estancieros ricos (como Cambaceres, y como Güiraldes luego), que tenían casa en la ciudad y vivían parte del año allá. Cuando el momento llega, Andrés se prepara para salir de la estancia. Entonces, recibe la visita de Donata, que le avisa que está embarazada. Él no se conmueve demasiado y, con arrogancia de señor, anuncia que se irá de todas maneras. Ante la desesperación de Donata, inventa mentiras piadosas. La muchacha lo ve partir, resignada. Se queda sola, buscando consuelo en las mentiras de su patrón. Su perro (Gaucho) es su única compañía.
El narrador describe a Andrés, hombre prematuramente «envejecido», de poco más de treinta años, en esta etapa de su vida urbana. Resume su manera de sentir, diciendo: «Reñido a muerte con la sociedad, cuyas puertas él mismo se había cerrado, con la sociedad de las mujeres llamadas decentes... negando la posibilidad de dicha en el hogar y mirando el matrimonio con horror, buscaba un refugio, un lleno al vacío de su amarga misantropía, en los halagos de la vida ligera del soltero, en los clubs, en el juego, en los teatros, en los amores fáciles de entretelones...» (44). Esta caracterización adelanta elementos de la trama de la segunda mitad de la primera parte de la novela: Andrés vivirá un amor de entretelones, de teatro, donde mostrará, tal como dice el narrador, que «la farsa vivida no es otra cosa que una repetición grosera de la farsa representada» (44). En la ciudad de Buenos Aires la vida se confunde con el teatro: todo es una gran farsa (éste también había sido el tema de su primera novela, Pot-pourri, 1882).
El patrón de estancia se convierte en la ciudad en un bohemio impertérrito, «habitué» del selecto Club del Progreso. Allá Andrés vuelve a ejercer su poder de seducción sobre la mujeres, enamorando a la cantante de ópera de moda, la Amorini. En su romance con Donata, la muchacha rústica, Andrés traicionó la confianza que su padre, el gaucho puestero, había puesto en él como patrón; Andrés violó a la muchacha, que finalmente se le entregó y le concedió el don de la vida: una hija. Con la Amorini, mujer casada, Andrés burla a su marido, Gorrini, le mete los cuernos, se ríe de él y lo humilla, hasta que éste abandona la ciudad. Pero la Amorini, lejos de ser inocente como Donata, se hace cómplice de Andrés para poder gozar del amor sensual. Y comparten juntos el placer, algo que Andrés no había podido hacer con Donata.[3]
Andrés se oculta en su mundo «espiritual» y decadente del mundo material y real que lo amenaza. [4] Cambaceres, con aguda conciencia crítica, expone en su personaje las contradicciones de su grupo social. El personaje vive alienado y, espíritu lúcido, tiene plena conciencia de su infelicidad. Trata de modificar su entorno para compensar sus «deficiencias»: en la pampa, habitaba una casa señorial, con una inquietante biblioteca; en la ciudad, vive en el elegante Hotel de la Paz. Tiene, además, una casa para recibir a sus amigas que, por fuera, es «un casucho» feo y viejo y, por dentro, la lujosa vivienda de un hombre «decadente» y muy sensible, que, sin embargo, no puede sublimar sus deseos, que lo mantienen en un estado de constante insatisfacción y se vuelven contra él (Nouzeilles, Ficciones somáticas 115-8). El narrador presenta así el interior de la casa de Buenos Aires: «Era una sala cuadrada grande, de un lujo fantástico, opulento, un lujo a la vez de mundano refinado y de artista caprichoso» (64). Los muebles y objetos de arte son del más exquisito gusto. Cuando la Amorini le pregunta por qué el exterior es tan feo y el interior tan lindo, Andrés le responde: «Porque es inútil que afuera sepan lo que hay adentro» (65). El personaje se siente incomunicado e incomprendido en su sociedad. La casa permite visualizar la división del mundo del personaje: está en conflicto con su medio, se refugia en su propio interior. En la casa comparte con la diva el placer, el sexo: son espíritus gemelos. Superficiales, vanidosos, egoístas. Poseen sensibilidad artística y cultura.
Cambaceres presenta en sus obras las primeras escenas eróticas de la literatura argentina: ni las obras gauchescas, ni Amalia, se habían permitido mostrar una eroticidad abierta. En la gauchesca aparecían los comandantes u hombres con poder tratando de seducir a la esposa del gaucho y de despojarlo de su familia y de su honor. Los poderosos eran los sensuales, no los gauchos pobres, que vivían un amor sencillo centrado en la vida familiar. Cambaceres, en cambio, celebra la sexualidad, que libera al individuo. El narrador concluye así la descripción del primer encuentro íntimo entre Andrés y la Amorini, la cantante adúltera: «Medio desnuda ya, Andrés la abrazó del talle y la alzó. Sin violencia la prima donna se dejó arrastrar hasta la alcoba. Los dos rodaron sobre la cama. Él seguía despojándola del estorbo de sus ropas. Ella ahora le ayudaba. Enardecida, inflamada, febriciente, arrojaba lejos al suelo la bata, la pollera, el corsé, se bajaba las enaguas. Era un fuego» (66-7). Entonces describe el goce, el jadeo sexual, para culminar con la cantante murmurando agitada un «más, más» en los momentos del espasmo del amor. Los dos comparten sin culpas la pasión sexual.
La novela tuvo un gran éxito de público. Podemos imaginar la reacción de los lectores (favorable de unos, disgustada de otros), en el Buenos Aires de 1885, ante estas escenas eróticas. Andrés es un personaje inmoral, pero el placer sexual no es todo para él: es un ser insatisfecho. En medio del placer se encuentra... ¡con el hastío! El hastío, el aburrimiento, es el verdadero mal de su fin de siglo. El vacío de la existencia. Algo falta. ¿Pero qué le falta a Andrés, que parece tenerlo todo? Le falta trascender, encontrar una pasión que dé sentido a su vida. Ni los viajes, ni el saber, ni las aventuras sexuales, ni el arte, ni el poder que da el dinero, parecen serle suficientes. Sólo la llegada de su hija Andrea logrará colmar su vida. Comenta el narrador, en relación al hastío que experimentaba el protagonista: «Nada en el mundo le halagaba ya, le sonreía; decididamente nada lo vinculaba a la tierra. Ni ambición, ni poder, ni gloria, ni hogar, ni amor, nada le importaba, nada quería, nada poseía, nada sentía» (69). La declaración es radical: nada lo vinculaba a la tierra. Esto es una maldición para un terrateniente. Es su delito. Pero es un delito enteramente individual, de él, no de la oligarquía argentina, que, como lo demostrará Güiraldes, se identificaba con el sentir de la tierra. Esa es la clase que creció con la tierra, en un país que aún hoy vive primordialmente de sus exportaciones agroganaderas.
Por su desvinculación con la tierra, Andrés es un apátrida y está condenado: en ese momento, él no siente ni quiere nada (aunque tiene mucho). Sumido en su narcisismo elemental, no logra amar ni interesarse sinceramente por las cosas del mundo. El placer, el arte, la literatura son sustitutos... lo llevan a distraerse y olvidarse (temporalmente) de su falta de proyectos, que lo acongoja. Padece una gran angustia y vacío existencial. Siente que el suicidio es una salida posible.
Durante la escena de celebración del 25 de mayo, el aniversario de la Revolución de 1810 que culminó en la independencia de Argentina del poder español, el personaje manifiesta su conflicto con su tierra, con la patria contemporánea. Observa con desagrado las celebraciones del vulgo, y condena al país del presente, como un país que ha traicionado los ideales de la Revolución; dice el narrador: «No obstante su descreimiento, su manera de encarar las cosas y la vida, se decía que algo más soñaron acaso merecerse los revolucionarios argentinos, que lo que, en la exacerbación violenta de su espíritu, calificaba de indecente mamarracho» (72). Si los padres de la patria, cree, hubieran podido ver ese espectáculo, en que celebraba la clase criolla junto a los inmigrantes, se hubieran desilusionado. Su juicio excluyente demuestra su sensibilidad exclusivista, elitista, sus ideales de clase. Se siente autorizado para hablar en nombre de los verdaderos ideales de la Revolución, y trata a los criollos pobres y a los inmigrantes de impostores.
Andrés percibe, sin poder evitarlo, cómo se substancia en él, progresivamente, el rechazo a la Amorini, la cantante lírica, y el rechazo al mundo que lo rodea. Este proceso culminará cuando él mismo, de su propia mano, decida quitarse del mundo, cuando parecía (gracias a su hija) que el ritmo de la vida acababa de integrarlo en su ciclo. La crisis moral que enfrenta lo lleva a vagar «sin rumbo» por la ciudad, buscando una solución a su mal. Entonces lo invade la nostalgia, y siente deseos de regresar a la pampa y conocer a ese hijo que le habría nacido. El hijo puede ayudarlo a trascender. Emprende el viaje de vuelta a la estancia, que es una odisea (Schade, «El arte narrativo en Sin rumbo» 24). Se desata un temporal que acompaña la tormenta interior del personaje. Durante el viaje en coche se duerme y tiene una pesadilla. Se le aparece su hijo, grande y poderoso, en cambiante metamorfosis: se vuelve un monstruo, luego un enano, un chancho, un escuerzo. Andrés se ve obligado a defenderlo de la muchedumbre que lo ataca, y les grita que es su hijo. Escapa de la situación volando...
Apurado y ansioso, Andrés llega a la estancia en medio de la tormenta, arriesgando su vida (y la de sus peones gauchos, uno se ahoga). Allí el capataz le dice que su fortuna ha ido mermando a causa de las pérdidas provocadas por el mal tiempo (no le importa), y que el puestero ño Regino está por irse, porque se le ha muerto la hija de sobreparto, y tiene una nietecita guacha, hija de una aventura de Donata a espaldas de su tata. Ante la situación, Andrés, reivindicándose del cobarde abandono de la muchacha, le grita al capataz que él es el padre de la criatura. Allí comienza su camino de redención. Una vieja mulata, ña Felipa, está cuidando a la niña, y Andrés reacciona con disgusto ante sus hábitos «bárbaros» de crianza.
La segunda parte de la novela continúa la narración de los sucesos dos años después. Andrés se encuentra en la estancia, viviendo con una tía, que le cuida a su hija, Andrea. Es una niñita mestiza, hija de madre gaucha, criolla, y de su patrón blanco, rubio. Andrea tiene una profunda influencia en su padre, lo «convierte». El nacimiento de la niña, dice el narrador, «…había bastado a revelarle, a él viejo y descreído, a él cansado de vivir, el secreto de otra vida, de otra existencia desconocida y nueva» (118). Andrés se transforma, entiende por primera vez la generosidad de la naturaleza. La niña «…le había enseñado a amar y a perdonar, a no ver sino lo bueno en los demás…» (118). Cambio radical para el escéptico, el decadente. Ama a la niña (y se ama).
Andrés teme que la felicidad se acabe, que algo pueda pasarle a su hija. Aconsejado por su maestro intelectual (Schopenhauer), y dejándose llevar por la fe en su superioridad masculina y su misoginia latente, se compadece de la condición de la mujer, cuya «naturaleza» le impide escapar al sufrimiento. Dice: «Pensaba en la triste condición de la mujer, marcada al nacer por el dedo de la fatalidad, débil de espíritu y de cuerpo, inferior al hombre en la escala de los seres, dominada por él, relegada por la esencia misma de su naturaleza al segundo plan de la existencia» (121). Siente que su hija, siendo mujer, no puede acceder a la individualidad que él tanto valora: debe responder a los intereses de la especie. Considera que ha sido un error histórico el inducir a la mujer a ser libre, por cuanto ésta es moralmente incapaz de asumir su libertad. Dice el narrador sobre la mujer, interpretando la forma de pensar del personaje: «La limitación estrecha de sus facultades, los escasos alcances de su inteligencia incapaz de penetrar en el dominio profundo de la ciencia, rebelde a las concepciones sublimes de las artes, la pobreza de su ser moral, refractario a todas las altas nociones de justicia y de deber …», todo revelaba la misión que le había dado la naturaleza: instrumento consagrado al placer del hombre para la conservación de la especie (123).
Andrés, preocupado por la felicidad de su hija, no quiere que ésta sufra; cree que estará mejor si acepta un papel pasivo frente al hombre. La libertad, en su concepto, acarrea dudas y padecimientos. El hombre, para Andrés, es una víctima de la duda. Sufre por su afán de saber, puesto que este afán perturba su inteligencia. Dice el narrador: «El vano empeño del hombre por descifrar la incógnita de su existencia... su estéril, su eterna lucha contra lo imposible, se renovaba entonces en Andrés, y... su cabeza se perturbaba, sus ideas, como las ideas de un loco, se agitaban, sin orden ni ilación …» (125). La situación renueva en él el infierno interior que lo angustia y, como si su ansiedad atrajera hacia él el mal, sus peores temores se confirman: su hija enferma de gravedad. Cambaceres vuelca en esta parte de la novela su talento patético para narrar el sufrimiento de la inocente, ante la impotencia del padre. La naturaleza se ha vuelto contra el individuo.
Una tormenta en el campo presagia el drama. La difteria ataca a la niña. Dios, a cuya idea el escéptico Andrés había recurrido en su angustia, lo abandona: le van a quitar a su hija, lo único que verdaderamente ama en el mundo. El final de la novela es una lucha estéril del padre contra la muerte. Lo invade una sensación de impotencia, y se queja de Dios, exclamando: «Dios... pero ¡dónde estaba Dios, el Dios de misericordia, de bondad, el Dios omnipotente!» (138). Siente que Dios es injusto, porque la muerte va a castigar a una inocente y no hace nada por salvarla. Ese Dios parece ser ciego, insensible a las virtudes y los méritos humanos. Cambaceres describe con detalles el lento proceso que lleva a la niña a la muerte. Muestra su sufrimiento físico y, el lector, como Andrés, se compadece al ver el doloroso proceso que acompaña a la agonía de la niña.
Simultáneamente, Andrés tiene que enfrentar la catástrofe económica. Poco antes que enfermara Andrea, se había lanzado a un ritmo febril de trabajo para dejar a su hija bienes y fortuna, y sus negocios progresaban rápidamente. Pero la tormenta daña irreparablemente sus campos. Mientras la niña muere, y Andrés se entrega a su dolor y su duelo, el gaucho malo, el Chino Contreras, el hombre que había jurado vengarse de su patrón, quema el galpón de lanas de la estancia. Es un final apocalíptico: Andrea ha muerto y se elevan a la distancia las llamas del incendio. Frente a esa realidad, Andrés se entrega y decide poner fin a su vida, terminar con ese deseo que lanza al hombre a merced del azar y del dolor. Va a controlar su vida... en la muerte. Su suicidio es espectacular, teatral: se hace el haraquiri, y muere arrancándose los intestinos y hablándole a la vida, como antes le había hablado a Dios. Y le dice, ya moribundo: «¡Vida perra, puta..., yo te he de arrancar de cuajo! » (150).
Novela compleja, novela moderna, novela filosófica, novela argentina, Sin rumbo abre nuevos caminos a la literatura nacional. Combina lo rural y lo urbano bajo el rubro de lo existencial; un mismo personaje desciende a los más vivos trances de pasión erótica y se eleva luego al amor filial sublime; el dolor y el goce alternan en la trama de la novela. Los personajes conocen el horror y el éxtasis. No logran vivir una vida «normal». Esta no es la novela de una clase media autocomplaciente, curiosa, inquisitiva y empresarial. Es la novela de una élite decadente, que ama los placeres, pero no sabe cómo vivir. No es capaz de gozar del trabajo creativo, sólo disfruta del ocio, que se ha vuelto contra ella. Es una aristocracia criolla autoritaria, libertina, prepotente e hipersensible. Andrés posee «educación sentimental» y estética, pero no le sirve para vivir. Lo mejor para él, si siguiéramos las premisas de Schopenhauer, hubiera sido renunciar al deseo, y así evitar el dolor. Ir hacia la nada. Andrés, argentino enérgico y temperamental, no logra esa quietud y se suicida con ampulosidad teatral.
Andrés, como personaje, siempre vivió en un mundo falso, la realidad no coincidía con sus deseos. ¿Y dónde estaba lo auténtico? Quizá estuviera en Europa, donde habitaban los hombres que creaban la cultura «internacional», o en el campo argentino, en los ranchitos donde residían los criollos, los gauchos que amaban la tierra. Pero en ambos espacios él era un foráneo: latinoamericano en Europa y patrón en el campo. La oligarquía terrateniente argentina no parece tener paz ni destino, si consideramos al personaje: renuncia al trabajo productivo y a la política partidaria. ¿Quiénes asumirán el trabajo y la conducción política en el futuro? El trabajo, los tan temidos y denigrados inmigrantes. La política, los caudillos astutos y negociadores, ni ideólogos ni filósofos, como el General Roca, capaces de conciliar los intereses de distintos sectores sociales. El modelo político liberal, supuestamente basado en principios, de Sarmiento y Mitre, había perdido vigencia, ese ciclo estaba cerrado. La nueva patria «administradora» de Roca es cientificista, «positivista», quiere la paz y el trabajo y observa con preocupación los cambios sociales que no puede controlar.
Cambaceres crea un héroe moderno problemático. Su drama ocurre principalmente en su mundo interior: es un héroe desajustado, en conflicto con el mundo y con la naturaleza, en lucha consigo mismo. Es ésta una literatura con propuestas innovadoras, que pone a la narrativa nacional en contacto con la novela europea decadente de escritores sensibles y refinados, como Gustave Flaubert, y con la novela de escritores naturalistas críticos que percibían los demonios de su sociedad, como Emile Zola. Muestra un ser argentino diferente: culto, angustiado, pesimista. La literatura pequeño burguesa de los hijos de los inmigrantes retomará esta imagen en el siglo siguiente (particularmente, la de Ernesto Sábato y Julio Cortázar). Su voz se volverá hegemónica, marginando el discurso de las élites vinculadas a la oligarquía (del que podrían ser representantes Manuel Mujica Lainez y Victoria Ocampo), o quitándole representatividad nacional.
Situado en la encrucijada nacional (de la cultura nacional) Cambaceres procedió con libertad en su narrativa, sin atarse a la pureza de los géneros ni asumir de manera servil las modas literarias europeas. Observamos en su manera de pensar descreimiento y cinismo. Su primer libro, Pot pourri (Silbidos de un vago), 1882, introduce un narrador crítico y burlón, que expone las lacras y debilidades de su sociedad. En el prólogo, el autor se presenta como un «dandy» ocioso, un «vago» que se propone escandalizar y hacer reír a su sociedad con sus propios personajes tomados «del natural» (Pot-pourri 13). En este primer libro ya Cambaceres demostró su originalidad formal: asoció crónica ensayística, drama y episodios narrativos. Queda justificado así el apelativo de «vanguardista» que le dio Ludmer, si bien en esos momentos los escritores no se permitían experimentar nuevos modos literarios con la misma libertad con que lo harían algunas décadas después las vanguardias históricas del siglo XX (El cuerpo del delito 54). Cambaceres quería representar su mundo convulsionado: priorizó el mensaje y adaptó la forma al contenido. En la introducción de Pot-pourri se compara con un fotógrafo, pero dice que «…operando en carnaval, en que todo se cambia y se deforma, probablemente se deformaron también las lentes de mi maquinaria, saliendo los negativos algo alterados de forma y un tanto cargados de sombra» (13).
Hombre versado en la literatura francesa (lengua que hereda de su padre), asiduo visitante de los círculos literarios parisinos, este miembro de la élite argentina toma su distancia (irónica) con los modelos literarios europeos. No los niega, ni les opone la literatura nacional y criolla. Tiene más bien una visión ecléctica del fenómeno literario. En su segunda novela se aleja del espacio nacional y los personajes locales (leyendo su primer libro, que presentó como una introducción a la farsa nacional, el lector podía pensar que Cambaceres progresaría hacia la caricatura política y costumbrista), y ambienta la obra: Música sentimental (Silbidos de un vago), 1884, en París y Montecarlo, siempre recurriendo a la mezcla de temas y estilos. Combina el dramatismo sentimentalista argentino con los excesos del folletín popular francés. Su actitud desenfadada y farsesca crea una continuidad entre esta obra y su primera novela (a la que alude directamente, dándole a ambas el mismo subtítulo: Silbidos de un vago). Cambaceres no trata de apropiarse, en esta segunda novela, de la «gran» literatura culta francesa, sino del modo de narrar del folletín, en pleno auge en esos tiempos. Música sentimental es la historia de un elegante argentino que vive con una prostituta, enamorada de él, en París, y que sucumbe, enfermo de sífilis. Es una especie de La dame aux camelias al revés, donde el hombre resulta la víctima (patética) de su amante, en lugar de la mujer (la impura) (Gnutzmann, La novela naturalista en Argentina 107-8).
Sin rumbo es la novela «argentina» de Cambaceres, y en ella indaga el sentir nacional. Su próxima y última novela, antes de su muerte prematura, minado por la tuberculosis, En la sangre, 1887, es un compromiso con el naturalismo de moda, y la obra en que se enfrenta con el «otro» temido: el extranjero, el inmigrante, que invade el suelo nacional y amenaza con apropiarse de su comercio, de sus instituciones, de su cultura.
En Sin rumbo, Cambaceres ve al grupo que él representa «sin rumbo». En la encrucijada de la cultura nacional el escritor vacila, parece no saber qué camino (literario) tomar. Con la curiosidad típica de un hombre ecléctico y «snob» (el esnobismo puede ser la tendencia que mejor lo define) gusta experimentar en su literatura todos: el pseudo-costumbrismo, el folletín, la novela nacional, la novela naturalista. Cambaceres llega lejos, pero no puede superar las determinaciones de su grupo social: proyecta la visión de mundo de las élites patricias. No conoce aún ni puede entender al hombre nuevo que el estado argentino estaba en proceso de crear. Es el epígono de una cultura aristocrática y limitada. La incipiente sociedad burguesa (nacional, reflejo del progreso hegemónico e imperialista de la burguesía internacional) no podía identificarse con ese elitismo, que se oponía a las aspiraciones de su política económica (cuyo objetivo último era producir un gran mercado, una sociedad abierta, que está de más decir, nunca se concretó en Argentina). La cultura de las élites proyectaba en sus creaciones el gesto defensivo de las minorías ilustradas, frente al avance democratizador de las mayorías. [5]
Aunque el escritor no pudo ir más allá de las aspiraciones de poder, prestigio y representatividad de su grupo, el personaje de Andrés (que se suicida en su desesperación), nos deja (es el último antecedente) ante esa otra literatura que se desarrollaría en las décadas siguientes: la literatura urbana de clase media, cuyos personajes (menos extraordinarios que Andrés), resisten y viven, no como individuos heroicos, sino como seres atrapados en las circunstancias sociales de su grupo, de su clase (así lo observamos en la literatura de la primera mitad del siglo veinte, en los héroes de las novelas de Manuel Gálvez). Su comprensión de las posibilidades literarias del folletín sentimental y periodístico (particularmente en sus primeras dos novelas, Pot-pourri y Música sentimental) mostró la utilidad, para las nuevas literaturas nacionales, de adaptar la literatura popular de otros países a la sensibilidad local. Esta sería una de la fuentes de la novela popular urbana, cuyo camino recorrería con éxito el intuitivo y talentoso Roberto Arlt, escribiendo la saga heroica de los seres marginales porteños.


 Notas: 

[1] Cané fue diplomático, senador nacional y autor del proyecto sobre la Ley de Residencia de extranjeros en el país; Mansilla gobernador y diputado; Wilde diputado, diplomático y ministro, propulsor de la ley de enseñanza laica y de registro civil; López diputado y ministro; Cambaceres diputado (Ludmer 91-2).
[2] Encontramos en Cambaceres una visión dual de un ser humano conformado por la mente y el cuerpo (dualismo que se reiteraría, pocos años después, en la visión del cuerpo de los poetas modernistas). Pero la mente no lucha contra el cuerpo, el personaje hace lo posible por colmar sus instintos.
[3] La gauchita no entendía el amor sensual, y cuando Andrés una noche dejó las velas encendidas para mirarle el cuerpo desnudo, Donata se escandalizó. Para colmo, Andrés sentía como si el lecho estuviera contaminado de chinches, y, muy frustrado, terminó escapando del rancho en medio de la noche (Sin rumbo 34-6).
[4] Wilde y Cané, compañeros de generación de Cambaceres, querían, con criterio positivista, desarrollar y controlar el mundo material.
[5] La novelística de Eugenio Cambaceres preanuncia el esteticismo modernista finisecular. El Modernismo, enfrentado poco después de sus comienzos (a fines de la década del ochenta) a las necesidades y limitaciones del Estado nacional y más adelante a la crisis internacional desatada con la guerra entre España y Estados Unidos (que decidió el destino de las últimas colonias españolas en América y levantó un clamor continental ante el peligro del avance colonial norteamericano), debió revisar, progresivamente, su posición elitista. Acabó por hacerse nacional, y aún ultranacionalista, como lo comprobamos al observar los los cambios de posición ideológica de Leopoldo Lugones, el escritor que lideró el Modernismo en Argentina.



Bibliografía citada

            Bazán Figueras, Patricia. Eugenio Cambaceres Precursor de la novela argentina contemporánea. New York: Peter Lang, 1994.
Blasi, Alberto Oscar. Los Fundadores Cambaceres Martel Sicardi. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1962.
Cambaceres, Eugenio. Pot-pourri Música sentimental. Madrid: Hyspamérica, 1984.
---. Sin rumbo. Buenos Aires: Editorial Abril, 1983.
---. En la sangre. Buenos Aires: Editorial Plus Ultra, 1994. Introducción y edición de Teresita Frugoni de Fritzsche.
Foster, David William. The Argentine Generation of 1880. Ideology and Cultural Texts. Columbia: University of Missouri Press, 1990.
Gnutzmann, Rita. La novela naturalista en Argentina (1880-1900). Amsterdam-Atlanta: Editions Rodopi, 1998.
Güiraldes, Ricardo. Don Segundo Sombra. Buenos Aires: Editorial Losada, 1971.
Ludmer, Josefina. El cuerpo del delito Un manual. Buenos Aires: Perfil Libros, 1999.
Mansilla, Lucio V. Una excursión a los indios Ranqueles. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1984. Edición y prólogo de Saúl Sosnowski.
Nouzeilles, Gabriela. Ficciones somáticas Naturalismo, nacionalismo y políticas médicas del cuerpo (Argentina 1880-1910). Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2000.
Romero, José Luis. El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX. México: Fondo de Cultura Económica, 1965.
Sarmiento, Domingo F. Facundo Civilización y barbarie. Madrid: Cátedra, 1990. Edición de Roberto Yahni.
Schade, George. «El arte narrativo en Sin rumbo». Revista Iberoamericana 102-103 (1978): 17-29.
Terán, Oscar. Positivismo y nación en la Argentina. Buenos Aires: Puntosur Editores, 1987.
Viñas, David. Literatura argentina y realidad política. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1982.
Zimmermann, Eduardo. Los liberales reformistas La cuestión social en la Argentina 1890-1916. Buenos Aires: Editorial Sudamericana/ Universidad de San Andrés, 1995.





Publicado en: Alberto Julián Pérez. Los dilemas políticos de la cultura letrada. Buenos Aires: Corregidor, 2002: 239-262.


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