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sábado, 28 de abril de 2018

Erotismo y rebelión: la poética de Silvia Tomasa Rivera


                                                 Alberto Julián Pérez ©

            La poesía de Silvia Tomasa Rivera (Veracruz, México, 1956) ha logrado cautivar el gusto de muchos lectores y lectoras. Su obra ha aparecido antologada en numerosas colecciones, entre ellas en Ivonne Cansigno, La voz de la poesía en México, Universidad Autónoma de México, 1993 y en la antología bilingüe de Forrest Gander, Mouth to Mouth Poems by Twelve Contemporary Mexican Women, Milkweed Editions, 1993, que reúne a poetas tan reconocidas como Carmen Bullosa, Isabel Fraire, Elsa Cross, Verónica Volkow y Coral Bracho, entre otras. Sus libros de poesía fueron publicados por importantes editoriales universitarias, como la Universidad Veracruzana y la Universidad Nacional Autónoma de México, y por prestigiosas editoriales independientes, como Fondo de Cultura Económica y Cal y Arena. Recibió destacados premios literarios en su carrera, entre ellos el Premio Nacional de Poesía Jaime Sabines, en 1988, y el Premio Nacional de Poesía Alfonso Reyes en 1991.
            Fondo de Cultura Económica publicó en 1987, en su colección Letras Mexicanas, Duelo de espadas, obra que recopila el poemario del mismo nombre, aparecido originalmente en 1984, selecciones de Poemas al desconocido Poemas a la desconocida, de 1984, y Apuntes de abril, de 1986. En 1994, apareció Vuelo de sombras, en Cal y Arena, que reúne poemas de tres de sus obras: Duelo de espadas, Apuntes de abril y Aguila Arpía. Esta actividad editorial demuestra el progresivo y constante reconocimiento de su poesía, tanto por el público lector de las editoriales universitarias, como por el público algo más amplio de las editoriales comerciales .
            Los mencionados libros de Silvia Tomasa Rivera reúnen una parte fundamental de su trayectoria poética, desde la poesía descriptiva y sensual de sus recuerdos de infancia en Duelo de espadas, 1984, la poesía erótica de Poemas al desconocido Poemas a la desconocida, 1984, hasta la poesía narrativa y lírica a la vez de Aguila Arpía, 1994. La suya es una poesía cautivante y seductora. Su voz lírica expresa la fuerza espiritual del paisaje veracruzano y la riqueza de su experiencia de vida.
            Silvia Tomasa nace en 1956 en un pequeño pueblo de la selva de Veracruz, El Higo, y vive su infancia en el rancho de sus padres, a cierta distancia del poblado. En sus poemarios, más tarde, recreará repetidamente, casi obsesivamente, el mundo de la selva veracruzana, su naturaleza exuberante. El sujeto poético recurrirá a ese espacio vivencial para rescatar lo esencial del amor.
La poeta se traslada a los dieciocho años a la ciudad de México, a la que llama “Ciudad del Altiplano” (Vuelo de sombras 140). En ella añorará la libertad sensual e ideal de la selva, su paisaje de la niñez y adolescencia, y el mar presentido más allá de ésta. En la ciudad del altiplano, a la que siente como un paisaje hostil, peligroso, la poeta proyecta sus sueños de un paraíso perdido. Desea sentir los elementos desatados de la naturaleza. Percibir su fuerza cósmica, que se expresa en la sensualidad y el amor carnal.
            El mundo erótico se manifiesta como una fuerza directriz en la poesía de Silvia Tomasa Rivera. Erotismo de goce del instante, o sensualidad que la memoria recupera. Esta última especialmente es materia favorita y afín del sentir poético. En su poemario Duelo de espadas, 1984, la poeta, desde la ciudad del altiplano donde vive, rememora su infancia y adolescencia no tan distantes. Este primer poemario es uno de los más celebrados y originales de la poeta. En él nos muestra el mundo de una adolescente veracruzana, una niña aldeana que nace a los ardores de la vida, a la pubertad. La niña aprende las lecciones que la naturaleza, protectora y madre, da a sus hijos que se lanzan a vivir.
            La poeta busca lo materno en el mundo natural. Explora el erotismo. Desea comulgar con lo femenino. Se vale tanto de personajes mujeres como hombres. En el poemario narrativo Águila Arpía el sujeto poético masculino salva de la furia de los cazadores a un águila arpía, especie tropical americana, y, luego de curarle sus heridas, la lleva a la ciudad del altiplano, donde el águila se metamorfosea en mujer. El amor se consuma y el hombre-amante regresa el águila a la selva. Allí, unos cazadores la hieren de muerte. En la parte siguiente, la poeta eleva un canto a la memoria del águila, e inicia su “Camino a Bahirá”, una peregrinación a una ciudad imaginaria, donde espera encontrar “el águila de amor” (Vuelo de sombras 201).
            En Poemas al desconocido Poemas a la desconocida, 1984, la autora desdobla su voz poética en composiciones eróticas dirigidas a hombres y a mujeres. Este libro marca, junto a Duelo de espadas, una etapa sumamente lograda de la poeta. En estas primeras publicaciones, Rivera encuentra una manera relativamente sencilla pero muy efectiva de encarar el hecho poético. Emplea un lenguaje directo y menos adornado y metafórico, más descriptivo y menos simbólico, que el lenguaje que prefiere la poeta en obras de su etapa posterior. Estos libros se valen de un recurso muy genuino y valioso de la poesía: la de ser crónica aparente de sucesos vividos, memorias de una época especial de la vida, lo cual permite a la poeta una aproximación directa a hechos cotidianos.
            Poemas al desconocido Poemas a la desconocida es una obra de invocación y conjuro, que indaga sobre el amor y consagra el amor vivido. Los poemas dedicados a los hombres expresan por momentos un asomo de temor; en un poema le anuncia a un hombre que después de gozar con él lo regresará a la muerte (Duelo de espadas 50), lo hará desaparecer. Los poemas dedicados a mujeres, en cambio, se valen de un lenguaje erótico sutil e indirecto para seducir; el deseo se muestra como un anhelo pudoroso y respetuoso de la mujer. Dice la poeta: “Te vi en el parque/ dándole de comer a las palomas,/ hablamos como desconocidas/ de cosas que no tenían sentido./ Soplaba un aire caliente/ y levantó tu falda; / tus largas piernas terminaron/ por romper el hielo./ Quise acercarme más/ a la cóncava superficie de tus brazos/ sin embargo, no quiero pensar en lo imposible./ Porque no tengo tiempo./ Basta el recuerdo de tus piernas/ para andar como loca por las calles (Duelo de espadas 59)”.
Observamos en este poema, como en los de Duelo de espadas, lo mesurado del lenguaje poético, la manera en que la poeta contiene la expresión. Designa directamente y también alude, habla del aire caliente, del cuerpo erotizado de la mujer, de los sentidos y de la atracción de los cuerpos. Contiene una breve anécdota en que notamos ese contraste poéticamente rico entre el deseo y la ausencia, el anhelo y la imposibilidad.
            Ese hallazgo poético se repite particularmente en Duelo de espadas, obra en que  la poeta rememora su infancia. Aquel es un territorio ya perdido, que el sujeto poético puede recuperar fragmentariamente. El sentido de evocación y de celebración de aquellos instantes que la memoria canta dan a Duelo de espadas una fuerza poética singular y conmovedora.
El poemario se abre con la figura de una niña que, durante la noche, enciende un quinqué; en el cuarto donde está hay una mesa, y encima de ella una bandeja con manzanas. Desde afuera unos ojos observan a la niña, que nosotros vemos en el poema. Esos ojos miran desde la oscuridad del campo, y ven una escena sensual y prohibida: la niña, con gesto erótico, se acaricia las piernas “bajo la bugambilia” (Duelo de espadas 11). La poeta describe el despertar erótico de la niña, que se hace mujer. Ésta descubre, en la casa paterna, que la naturaleza es cómplice de su deseo. La poeta introduce en la escena poética la mirada que selecciona, junto al lenguaje que nombra e individualiza, y transforma la tensión erótica en símbolo espiritual de los anhelos de libertad y felicidad. Ese cuadro aparece contenido en la experiencia de la vida familiar de la niña que habría de ser poeta.
            Las escenas que describe en Duelo de espadas muestran diversos episodios de su vida rural y su relación con los adultos: los padres, los vecinos. Son un diario de episodios significativos de su infancia. La fuerza poética de esos versos emana de su sencillez, que se condice bien con la belleza del espacio natural, tal como la imaginamos los lectores, casi siempre urbanos. El campo encierra misterios de esa vida elemental de la que nos sentimos alejados. Compartimos con ella la añoranza de la infancia perdida y el contacto con los padres, su amor incondicional. Dice la poeta: “Hoy es primer domingo de agosto,/ agosto es un mes largo,/ en el rancho se acumula el trabajo porque llueve/ y hay que hacer canales con el azadón/ alrededor de la casa,/ para que no entre el agua./ Yo no hago nada, porque no quiero./ En el baúl encuentro una libreta vieja,/ a escondidas la tomo y hago barquitos de papel/ junto al charco, a la orilla de la carretera./ A esta hora sería capaz de retar al horizonte/ si no fuera por el eco/ que devuelve los gritos a mi madre (Duelo de espadas 13).”
En esa evocación del ambiente de trabajo rural, la niña disfruta del dejarse estar y del juego. Sólo el temor a ser reprendida por su madre le hace contener el deseo de gritar con fuerza, desafiando “al horizonte”. El lector percibe que esa niña llena de vida es sincera, que dice la verdad, y que comunica algo simple pero precioso.
            El recuerdo selecciona e ilumina; evoca, con arte singular, un instante precioso de la infancia que podría haberse perdido. El significado surge de ese contacto fugaz entre visión y memoria. Todo ese mundo sólo tiene valor para el individuo que lo vive y para el lector cómplice. Es el momento del descubrimiento de sí, del despertar de la conciencia a la experiencia adulta. En ese proceso de aprendizaje la niña se hace mujer. El pasaje a la adultez depende de su maduración sexual.
Uno de los poemas más bellos de Duelo de espadas es el que cuenta el proceso que va de su nacimiento hasta el momento en que la niña conquista su sexualidad. Rivera cuenta sintéticamente, con imágenes simbólicas que muestran cómo el ser humano comulga con la naturaleza. Esa naturaleza está cargada de vida, está “preñada”. Sus ciclos no amenazan la individualidad del ser humano. Son un acontecimiento. La mujer se siente íntimamente unida a la naturaleza, parte de ella, por eso la celebra y se celebra. Dice la poeta: “Yo nací en marzo,/ en el mero tiempo de los loros./ Cuando rompí la fuente/ todavía era invierno,/ y no me sacaron de casa/ hasta que un chupamirto/ anunció la primavera./ Mis padres me cuidaron/ como a un jarrón chino,/ 12 años después, arriba de un ciruelo,/ un espasmo en el vientre/ me hizo descender./ Ese día, por mala suerte/ sobre la falda de popelina blanca/ quedó la mancha, inevitable,/ como un tulipán rojo.” (Duelo de espadas 34) Es una poesía nominal, aparentemente simple, formalmente rica, que sabe encontrar  imágenes, asociaciones y analogías bellas: el nacimiento y la fuente, el jarrón chino y la niña, el ciruelo y el espasmo en el vientre, el primer flujo menstrual y el tulipán rojo. Y siempre los padres cuidando, protegiendo a los niños.
            En ese mundo seguro los adultos procuran controlar a los niños, cuando éstos sienten las tentaciones de la carne. Pero el instinto finalmente prevalece: el instinto de la vida, el instinto del amor. En otro poema la niña le dice a la madre que quiere ir al mar, y ésta le contesta que el mar es peligroso, y que “A las que van al mar, se les meten culebritas/ y les crece la panza.” (Duelo de espadas 35) En el mar hay un verdadero peligro de “muerte”, puede morir ahogada. Pero la madre no logra convencerla: concluye el poema y la niña aún quiere ir al mar. No aprende, no puede aprender. Porque el mar es la fuerza del instinto y del amor, en que Eros se confunde con Tánatos, y hay en él algo irresistible. Es una fuerza irrenunciable. La fuerza que anuncia y hace posible la vida. Y el ciclo. El ciclo de la vida y de la muerte.
            La naturaleza trasciende al individuo. El mar es lo que está más allá, más allá de la selva, es un presagio, la fuerza de lo extraño que promete y atrapa, la presencia de lo desconocido. Al fin y al cabo la niña es poeta: no le seduce la materia, ella avanza hacia los sueños. En verdad, la poeta habla en el presente desde esos sueños, buscando en el pasado su momento germinal. Recuerda desde la ciudad del altiplano el mundo de su infancia. Sus colores, sus sabores. En Duelo de espadas abundan los nacimientos, las muchachas se casan y dan a luz, los animales y los hombres anuncian su excitación sexual, testimonian la fuerza del deseo que los avasalla.
            En uno de los poemas “el caporal” de la finca se acerca a toda carrera en su yegua y raya al animal bellamente ya dentro de la casa; está exaltado, saca la botella de aguardiente y bebe, las muchachas lo rodean. ¿Qué ha pasado? No viene a cortejarlas, no, es que su mujer “está recién parida” (Duelo de espadas 33). Es el nacimiento el que celebra, celebra a su mujer y la continuación de la vida. Otro de los poemas cuenta cómo a una pastora le ha nacido un hijo, cómo las mujeres se arremolinan junto al humilde jacal, hasta que el llanto del niño irrumpe en la quietud del campo (Duelo de espadas 32). Las mujeres y hombres retratados en estos cuadros son sencillos y aman su tierra. También la poeta ama a esa tierra y a esa gente que celebra. Dice en un poema, hablando de sí en segunda persona: “No quieres irte...” (Duelo de espadas 29). Pero…se ha ido: ya adulta busca la infancia perdida, que regresa en la memoria y, para suerte de sus lectores, en el verso.
            Ese mundo rural es el centro del universo donde creció la niña-mujer. No está fuera de la historia ni de la vida política: unos soldados llegan al pueblo. Buscan a unos prófugos y atacan al maestro (Duelo de espadas 24). Las mujeres dan a luz y los hombres mueren, a veces violentamente. El mundo de la selva es brutal y hermoso. De esta manera Silvia Tomasa Rivera inicia su trayectoria poética, celebrando su infancia en el espacio rural de Veracruz. Un mundo exuberante, cargado de presagios, preñado de gozo. En él triunfa la vida.
            En los poemarios posteriores de la poeta la vida no siempre triunfa. En Apuntes de abril, el tiempo empieza a transformar su mundo, y se impone sobre el amor. Dice la poeta: “Duerme el amor, vencido por el tiempo./ Olvido en llamas: pacto suicida/ de amantes que no han muerto./ Se desgasta el amor en el cerebro./ ¿Para qué recordar si ya no es cierto/ y el alma sola pisa sus recuerdos? (Vuelo de sombras 84)”. Poco a poco se va ahogando el optimismo vital de la autora. El presente no tiene la pureza del recuerdo. En el pasado había amor, pero el tiempo anuncia a la mujer adulta su condición humana mortal. Y en el presente hay también dolor.
            En su visión de mundo se va imponiendo el pesimismo, y un sentido de abandono y aislamiento en la ciudad del altiplano, en la ciudad moderna. En Aguila Arpía, la serie poética que incluye en Vuelo de sombras, la poeta se busca y trata de salvarse, y por último se pierde en el otro. Ese otro es un águila nativa y es también una mujer. El sujeto poético masculino de ese poema peregrina hacia Bahirá, la ciudad imaginaria que está realmente dentro de sí. Para Silvia Tomasa Rivera la vida es un viaje. Un viaje que quisiera ser un vuelo, como el del águila arpía. Desgraciadamente, el final no promete demasiado. La sociedad “cetrera” es injusta y mata al águila, mata a la mujer, al amor y a la libertad. Y el sujeto poético regresa a la ciudad “con un águila viva en la memoria” (Vuelo de sombras 203).
El canto a la infancia, su libertad, su sensualidad despierta, con que la poeta había inaugurado su poetizar en Duelo de espadas, se ha perdido o transformado. Prevalece aquí la premonición pesimista, la alegoría de la libertad y la sensualidad derrotada, muerta. El águila vuela e intima con la voz poética, que goza de su amor sexual. Es un viaje en que no es posible recuperar el tiempo perdido. No es posible regresar a la infancia y a la selva. La ciudad, la vida moderna, todo lo devora.
            En un rincón del corazón poético de Silvia Tomasa Rivera, ella sigue siendo la niña que cantara en Duelo de espadas, la niña buscando su selva perdida. Algo se ha quedado en ella que debiera encontrar. Silvia Tomasa viaja hacia el pasado o hacia el futuro, hacia otro lugar, hacia su utopía. La utopía es un país perdido al que regresa. Ese espacio de libertad es el que representa para ella el poema, el espacio en que se puede encontrar con la mujer. Una mujer transgresora, que cuando le canta, en un raro poema, a su hijo, le dice que su ”árbol genealógico es una palmera/ colmada de serpientes.” (Duelo de espadas 71). Silvia Tomasa se percibe como la otra que está fuera de lugar, que no logra situarse bien en el presente, que sólo se siente ella en el pasado y en el poema. Se busca a sí misma y se representa alegóricamente, simbólicamente, en las fuerzas desatadas de la naturaleza, de esa naturaleza que es “la mujer” genérica, la sexualidad madre.

  
                                                     Bibliografía citada

Cansigno, Yvonne. La voz de la poesía en México. México: Universidad Autónoma
            Metropolitana, 1993.
Gander, Forrest, editor. Mouth to Mouth Poems by Twelve Contemporary Mexican
            Women. Minneapolis: Milkweed Editions, 1993. Introducción de Julio Ortega.
Rivera, Silvia Tomasa. Duelo de espadas. México: Fondo de Cultura Económica, 1987.
----------. Vuelo de sombras. México: Cal y Arena, 1994.


Publicación:
Alberto Julián Perez,
“Erotismo y rebelión: la poética de Silvia Tomasa Rivera”.
Revista de Literatura Mexicana contemporánea No. 10 (1999): 85-89.


martes, 17 de abril de 2018

Mansilla viaja "tierra adentro"


                                                                            Alberto Julián Pérez ©


Lucio V. Mansilla (1831-1913) publicó en 1870 su libro Una excursión a los Indios Ranqueles, en el que describía su expedición de poco más de dos semanas a territorio Ranquel y su encuentro con sus líderes, para discutir con estos los pormenores sobre un tratado de paz.

Escribió su obra en circunstancias especiales. Antes de partir a su expedición el Ejército le había iniciado un proceso; a su regreso, le informaron que este había concluido y había sido encontrado culpable. Lo destituyeron de su cargo de Comandante de la Línea de Fronteras, con asiento en Río Cuarto, y lo pasaron a la Plana Mayor Disponible del Ejército (Popolizio 155-8). Para él la situación era clara: había sido víctima de sus enemigos políticos en el gobierno.

Privado de sus sueldos y ocioso, Mansilla se instaló en Buenos Aires. Comenzó a escribir las “cartas” sobre su viaje, que publicó regularmente en el periódico La Tribuna, desde el 20 de mayo hasta el 7 de septiembre de 1870 (había realizado su visita al territorio ranquel, que duró dieciocho días, en el mes de marzo y abril de ese año). Estas cartas, dirigidas a su amigo Santiago Arcos, autor de Cuestión de los indios Las fronteras y los indios, 1860, y a la sazón en Europa, constituyeron, en opinión de Guglielmini, su "venganza" contra la ingratitud de Sarmiento (Guglielmini 106). Sus observaciones sobre el mundo indígena cuestionan la tesis de Sarmiento sobre la civilización y la barbarie. El Coronel lo había apoyado en su candidatura a Presidente, y el sanjuanino lo había ignorado y permitió que lo destituyeran. Su amigo Héctor Varela, director de La Tribuna, decidió publicarlas como libro ese mismo año. Mansilla agregó a la obra cuatro cartas finales y un epílogo, que no habían aparecido previamente en el periódico.

Las cartas narran su expedición, desde la frontera “interior” de la patria, constituida en esa época por el Río Quinto en la Provincia de Córdoba, al territorio al sur de la frontera, que llamaban “tierra adentro”, en poder de los indígenas. Conforman una crónica de viaje y un relato de aventuras al mismo tiempo. Además, Mansilla buscaba aportar su propia interpretación sobre cómo debían entenderse las culturas indígenas y nuestra relación con ellas, como supuestos “civilizados”. Para el Coronel la tesis de Sarmiento sobre la civilización y la barbarie, tal como la expresa en el Facundo, es inhumana y no se ajusta a la realidad. En la Argentina viven múltiples razas y querer negar esto lleva a un fundamentalismo peligroso.

La prosa de la obra, explicativa y sucinta, presenta una adecuación notable entre la intriga que narra y el escalonamiento temporal de la acción. La narración, dirigida a su amigo, adquiere un carácter desinhibido y coloquial. El viajero se encuentra con el poder y la belleza de la naturaleza americana y la belleza de su paisaje. Las culturas nativas están integradas a este mundo natural. El Coronel goza de esa pampa, que es a la vez real y poética, donde tiene lugar la misión.

El camino está sembrado de sorpresas. Su experiencia militar (había luchado como oficial, con el grado de Teniente Coronel, en la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay) condiciona su visión de mundo, pero no la contiene totalmente. La vida militar le resultaba atractiva y hasta romántica, pero la disciplina y la subordinación exigidas coartaban su iniciativa personal y su libertad de pensamiento. Necesitaba ir más allá, sobrepasar los límites.

El viaje a los indios Ranqueles fue una idea suya que sus contemporáneos consideraron temeraria. Lucio obtuvo a duras penas permiso de su superior, el General Arredondo, para realizarla.1 Un sector de la oficialidad veía con malos ojos la “manía periodística” de Mansilla. Las columnas que había enviado a La Tribuna durante la contienda con el Paraguay, en que criticó la conducción de la Guerra, le habían ocasionado la enemistad del General Gelly y Obes, Ministro de Guerra de Mitre (Popolizio 129). Lo acusaron de no cumplir con las exigencias del reglamento militar y le iniciaron un proceso. Al regresar de su expedición a los Ranqueles lo destituyeron de su cargo, con consentimiento del Presidente, Domingo F. Sarmiento. Los otros oficiales, que tenían una idea más convencional y práctica del deber militar, lo veían como un aventurero y no toleraban su individualismo.

Mansilla era un viajero experimentado. Siendo muy joven su padre lo mandó a la India, en viaje de negocios (en parte para alejarlo del país, puesto que, además de leer libros políticos "prohibidos”, estaba envuelto en una aventura sentimental que la madre desaprobaba), para comprar mercaderías que venderían luego en Buenos Aires. Durante la travesía el muchacho se hizo amigo de un joven aventurero norteamericano. En lugar de cumplir el encargo que le había


1 En principio, Mansilla había concertado el tratado con los Ranqueles sin la intervención del Gobierno Nacional. El Gobierno más tarde introdujo enmiendas y Mansilla propuso hacer una excursión pacífica a los indios para negociar con ellos las reformas. Se le negó el permiso, Mansilla decidió ir de todas maneras. La autorización finalmente arribó cuando ya la expedición había salido (Guglielmini 90).

 

dado su padre, decidió emprender, con el dinero que le había dado, un largo viaje con su amigo por la India, Egipto, Constantinopla, Roma, París, Londres y Edimburgo. Se gastó una fortuna, 20.000 libras esterlinas (Popolizio 57-65). A su regreso le pidió perdón a su progenitor y publicó el relato de sus aventuras, De Adén a Suez, en 1854.

Su viaje a territorio ranquel le dio la oportunidad de observar de manera directa una sociedad distinta, compleja, sobre la que los blancos tenían grandes prejuicios, con simpatía y compasión. Durante sus visitas a los toldos procuró seguir las reglas de convivencia de los indígenas, y comportarse como ellos. En su narración el militar, amigo de los indios, se desdobla en antropólogo, luego en cuentista de fogón y amante lírico del desierto, y, finalmente, en un moralista, que busca sacar sabias lecciones de su experiencia.

Al observar la vida indígena tuvo que aceptar que la idea que tenía sobre la civilización antes de su viaje estaba equivocada. Su punto de vista polemiza con Sarmiento. El sanjuanino había descripto en su Facundo un mundo maniqueo, donde la civilización se oponía a la barbarie; Mansilla, en cambio, verá en Una excursión a los indios Ranqueles una realidad matizada, en que ambos conceptos se confunden. Sus descripciones muestran la singularidad de las costumbres de los indígenas y su sofisticación en el manejo del gobierno propio.

Mansilla no negaba la realidad histórica: los indios y el gobierno argentino estaban en guerra, pero no creía que hubiera que destruirlos para que la cultura blanca sobreviviera. Su tío, Juan Manuel de Rosas, en 1833, había demostrado, en su concepto, cómo proceder, siendo firmes y abiertos al mismo tiempo: este había organizado y dirigido una expedición armada, atacó a los indios enemigos, e hizo alianzas con las tribus amigas. Incorporó a muchos indígenas en sus tropas y les dio más tarde trabajo en sus estancias como peones. Bautizó a varios de ellos como cristianos.

Entre los indios que Rosas apadrinó se encontraba Panguitruz, el hijo de un cacique, que había sido tomado prisionero durante una invasión. Rosas lo hizo bautizar y le dio su apellido, como si fuera su hijo. Este indio, Mariano Rosas, era, en el momento de la excursión, a dieciocho años de la caída del caudillo de la Federación, el Jefe principal de las tribus ranquelinas. Había heredado el poder de su padre, el cacique Paine. Mansilla pudo conocerlo y tratarlo.

Mariano recordaba con afecto a Juan Manuel, que le había enseñado a hacer los trabajos del campo. Cuando Mariano huyó para regresar a sus tolderías, su padrino le hizo enviar un generoso regalo y le prometió su protección constante y su cariño. Durante la excursión, imitando a su tío, Mansilla apadrinó a una niña, hija de su amiga, la China Carmen, a quien dio su nombre.

Prometió a los Ranqueles la paz y el respeto de sus territorios. Fue demasiado optimista: el poder y el crédito político con que contaba en el gobierno eran muy inferiores a los que creía tener. En los hechos, Sarmiento mostró muy poco interés en cumplir el tratado de Mansilla.2

El objetivo de Mansilla en este viaje de 1870 a territorio indio era ratificar el tratado de paz, y demostrar a los Ranqueles que era posible dialogar y entenderse con el estado argentino. Mansilla había cumplido en el pasado funciones diplomático-militares en Chile, en 1864, y se sentía un mediador capaz.3

Los indígenas que fue a visitar el Coronel estaban en guerra con los "cristianos" y, durante su viaje, si bien no hubo enfrentamientos armados, vivieron situaciones de tensión y conflicto. Sus conductas le resultaban imprevisibles. Se emborrachaban, perdían el control y peleaban entre sí. Había rivalidades entre ellos.

Las tribus mantenían una vida política dinámica. El momento culminante del viaje fue la celebración de la junta de Mariano Rosas (a quien llama “el Talleyrand del desierto", haciendo alusión a la astucia del famoso hombre de estado francés) con sus caciques, para discutir el tratado de paz (8). Los jefes de todas las tribus ranqueles asistieron al encuentro. Fue un verdadero parlamento celebrado en medio del desierto.

Los indígenas argumentaban siguiendo sus fórmulas retóricas, elaboradas y complejas. Las discusiones se extendieron durante horas. Mansilla procedió con cautela. Si bien lo acompañaba una comitiva, era el único responsable del tratado. Su astucia era su fuerza. Competía con los indios empleando sus mismas armas sicológicas - la desconfianza y la simulación - y en su terreno.

Los padrecitos franciscanos de la expedición hicieron lo posible por acercarse espiritualmente a los nativos y comunicarles su fe. Los Ranqueles reconocían sus debilidades y sus problemas: eran pobres y no sabían trabajar como trabajaba el blanco. No les habían enseñado. No tenían los medios suficientes para defenderse de sus enemigos. Las tribus estaban en lenta retirada, hacia tierras cada vez más secas e inhóspitas, por la presión colonizadora del blanco.


2 La guerra contra el indio terminará en 1879, con la denominada “Expedición al Desierto”, bajo el mando del General Julio A. Roca. Este dispuso una gran invasión militar y ocupó sus tierras. Los Ranqueles ya no podrían atacarlos con sus malones. Habían sido definitivamente derrotados. El estado argentino, culminando su política colonial, les quitó sus territorios. Las famosas 40.000 leguas conquistadas se abrieron a la explotación agrícola y ganadera.

3 Sus pares del Ejército lo veían como a un entrometido y le harán pagar caro su osadía. En 1898, durante la segunda presidencia de Roca, Mansilla volvió a cumplir funciones diplomáticas: el gobierno lo envió a Europa como Ministro Plenipotenciario.


Mansilla describe las costumbres y hábitos de vida de la sociedad ranquel. Muestra la actitud responsable que existe entre gobernantes y gobernados (igualdad y libertad que, a su juicio, no existía en la sociedad cristiana, especialmente estando Sarmiento de Presidente).

La cultura ranquel que presenta Mansilla es limitada e imperfecta. Describe sus defectos y sus logros. Sus hábitos de vida eran violentos: cometían actos crueles, se emborrachaban y se volvían agresivos bajo el efecto del alcohol, esclavizaban a las cautivas, mataban a las ancianas cuando creían que estaba “engualichadas". Muchas de sus conductas mostraban buen criterio e inteligencia: respetaban la autoridad de los viejos, obedecían al cacique (que asignaba enorme importancia a su función pública, pensando constantemente en sus gobernados y sufriendo la misma pobreza de medios que ellos), protegían a los perseguidos políticos de los cristianos (los gauchos federales, que vivían como iguales al refugiarse en un toldo, sin otra obligación que salir a malón cuando llegara el momento, como un indio más). La vida parlamentaria y política de los Ranqueles era desarrollada y compleja, y sumamente efectiva: describe su apego a las formas y fórmulas parlamentarias, y a la tradición, que respaldaba su vida política.

La sociedad ranquel había debido cambiar muchas de sus pautas de comportamiento, como consecuencia de la proximidad de la civilización cristiana, y de la guerra. Se encontraba en un avanzado estado de transculturación. Los indios se habían acostumbrado a ciertos gustos y lujos de la cultura cristiana, como el consumo del alcohol, el tabaco, el mate, y el uso de artículos de plata labrada. Estaba en contacto con el idioma español: muchos lo había aprendido bien, como el cacique Mariano Rosas y la China Carmen. Esta última era la “lenguaraz” de Mansilla, es decir, la traductora oficial, y la que lo introdujo en el secreto de la compleja lengua araucana. El Coronel habla de ella con admiración y le brinda su amistad (228-29). Varios caciques convivían con cautivas cristianas y mostraban con orgullo sus hijos mestizos.

Los Ranqueles respetaban sus propias costumbres nativas, sus rituales y su lengua: durante las conferencias públicas se comunicaban entre sí sólo en araucano. Para hablar con el Coronel usaban el servicio de lenguaraces, aunque supieran el español.

El apego a fórmulas jurídicas, el empleo de una retórica parlamentaria definida, así como el respeto jerárquico en las maneras de salutación, mostraban lo avanzado de su vida política, sustentada en una concepción democrática y participativa.

El cacique respetaba las opiniones de sus gobernados. Trataba de persuadirlos de lo acertado de sus decisiones y no se imponía por la fuerza. La sociedad blanca, en cambio, recurría

con frecuencia a la violencia política y veía como legítimo el empleo de la coerción y el uso (supuestamente racional) de la fuerza.

En el tratado de paz (que Mansilla quiere hacer ratificar), el gobierno no les reconocía a los indígenas la propiedad de la tierra en que vivían, sólo les ofrecía un "subsidio" de alimentos y ropas. Los indígenas desconfiaron de semejante propuesta, que les negaba derechos legítimos sobre sus tierras y buscaba asimilarlos a los intereses de la cultura blanca. Los territorios estaban habitados por unos diez mil Ranqueles, según estimaciones del autor.

Mansilla, aunque aclamado por los indios, no logró que el gobierno argentino reconociera los resultados de su misión. Sus enemigos políticos hicieron que lo expulsaran del Ejército. Su tratado de paz no fue aceptado por Sarmiento. Su libro sobre la excursión, sin embargo, tuvo amplia repercusión y lo consagró como escritor.

Su obra describía la vida social y política de un mundo nativo cercado por el blanco, en agonía, que no podía existir en forma libre por mucho tiempo más. Era un pueblo indígena vituperado y despreciado por la mayoría. Se enfrentaba al rígido entramado moral de la sociedad blanca, cínica y racista, pretendidamente liberal, que hacía negocios a expensas de los más oprimidos y condenaba a la extinción a los grupos humanos que no servían a sus intereses.

Para los lectores que no habían estado en las fronteras y para los europeos ese mundo indígena que aparece en Una excursión a los indios Ranqueles era casi desconocido. El Coronel había tratado con importantes caciques en persona. Gracias a su personalidad desinhibida pudo tener con muchos de ellos una comunicación abierta y franca. Como viajero curioso y experimentado que era, Mansilla había desarrollado una intuición cultural antropológica notable. Era imposible pensar en un testigo mejor.

Mansilla amaba la vida natural. Era un hombre intelectualmente bien formado.4 Se consideraba mejor educado que Sarmiento, al que describió como a “un ser rústico, con un barniz intelectual, que amaba la civilización y era bárbaro en sus polémicas de sectario intransigente...” (Guglielmini 95).5


4 Guglielmini lo describe como lector insaciable desde su primera juventud, y atribuye las fuentes principales de su

pensamiento a los moralistas clásicos franceses: La Bruyere. La Rochefoucald, Montaigne (83).

5 Sostiene Mansilla que las lecturas de Sarmiento parecían haber sido muchas, pero en realidad no lo eran; que amaba

la educación y era inculto, y lo califica de “adivino de epígrafes" (Guglielmini 95). Aunque se sabe que el sanjuanino nunca recibió una educación sistemática ni esmerada, el retrato es exagerado: Mansilla tenía sobradas razones para

 

Mansilla descendía de la vieja clase política que había detentado el poder en la sociedad rosista. Había crecido en una situación de privilegio, acorde con su posición social y su fortuna. Fue siempre un lector compulsivo, especialmente de autores franceses (Guglielmini 83). La suerte política adversa de su familia, a la caída del tirano, tiene que haber incidido en su desencanto con el progreso liberal.

Se mostraba como un intelectual realista y poco dogmático. Sus lecturas reflejaban la diversidad de sus intereses: incluían autores románticos a los que admiraba, como Hugo y Musset, autores eclécticos como Cousin y Michelet, y a Comte, el padre del positivismo científico, que tanta influencia tuvo en el Río de la Plata. Se interesó en las ciencias de la época: la frenología, el magnetismo, el hipnotismo, y los conocimientos naturalistas. Durante sus prolongadas estancias en París, además de frecuentar a la aristocracia parisina, trató a los artistas más famosos de su tiempo.6

Era un hombre mundano y refinado pero, al mismo tiempo, se sentía apegado a las tradiciones de su tierra. Describe ricamente en su libro los aspectos más variados de la vida cotidiana de los indígenas, sus comidas, su vestimenta.

Mansilla, buen conocedor de lo literario, nunca pierde conciencia del carácter verbal de su narración. Trata de escribir bien y expresarse con claridad. Es periodista y piensa en el lector. Incorpora a su narración múltiples reflexiones y observaciones sagaces sobre la naturaleza humana, que constituyen una crítica, tanto a la idea sarmientina de civilización, como a la idea moderna de progreso, y a toda posición dogmática para interpretar la cultura y juzgar al hombre.

No era un "ideólogo" que antepusiera sus ideas sobre el mundo a su observación de la realidad. Tomaba su propia experiencia como base de sus reflexiones, y afirmaba: "...el mundo no se aprende en los libros, se aprende observando, estudiando los hombres y las costumbres sociales. Yo he aprendido más de mi tierra yendo a los indios ranqueles, que en diez años de despestañarme, leyendo opúsculos, gacetillas, revistas y libros especiales" (162). Tratará en sus cartas de comunicar a su lector ese saber, fruto de la observación y la experiencia directa. Mansilla describe, con afán documental, cómo es ese mundo de "tierra adentro", que resultaba desconocido, no sólo


sentir despecho y resentimiento contra Sarmiento, a quien había apoyado en su candidatura a la Presidencia, sin que este le retribuyera favor alguno, y aún más aceptara aplicarle duras reprimendas.

6 Hacia el fin de siglo conoció a Paul Verlaine y a Sara Bernhardt (Guglielmini 32-33).


a los extranjeros, sino también a aquellos argentinos que no se habían aventurado más allá de los límites de las ciudades, que remedaban lo europeo. Era el espacio donde vivían las tribus indias, con los gauchos alzados y las cautivas.

La realidad de tierra adentro desmiente la visión romántica (y sombría) de Echeverría en La cautiva. La pampa que describe Mansilla (que ajusta su riqueza expresiva a lo que muestra) comunica la fuerza moral de su verdad. Es un paisaje lleno de vida y de energía espiritual, amigo del hombre. Dice: "Los que han hecho la pintura de la Pampa, suponiéndola en toda su inmensidad una vasta llanura, ¡en qué errores descriptivos han incurrido! Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que yo llamaría, para ser más exacto, pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas completamente distintas. Vivimos en la ignorancia hasta de la fisonomía de nuestra Patria” (55). Cuando contempla un paisaje que lo emociona, su prosa se llena de color, se enriquece de figuras. El poder de sugestión de la naturaleza virgen, especialmente durante la noche, le hacen sentir lo que es la belleza, se percibe en posesión de una poesía natural y primitiva. Entonces confiesa que prefiere ese paisaje agreste a las más grandes ventajas de la ciudad y de la civilización. La presencia del fogón, la noche estrellada, el descanso, después de todo un día de marcha, son placeres únicos para el criollo que está en contacto con su tierra. Conforman el alma del hombre de campo. Alimentan su espíritu.

El libro presenta historias intercaladas de los individuos que conoce en su viaje: paisanos buenos y malos, gauchos federales y gauchos ladrones. También encontramos retratos de indios. Son "historias de vida": breves biografías que muestran a los gauchos y a los indígenas verdaderos, de carne y hueso, como seres pluridimensionales, llenos de matices. Eran seres que sufrían y se enfrentaban a un sino adverso. Mansilla ve ejemplares de la prensa de Buenos Aires en los toldos, y comenta con ironía que allí también se lee La Tribuna, el periódico donde él publica sus cartas sobre la excursión (53).

Entre las historias que cuenta Mansilla sobresalen la de Linconao, hermano del cacique Ramón, a quien el autor salva de morir de viruelas; la de Mariano Rosas, el cacique principal de los Ranqueles; la del Cabo Gómez, que tuvo lugar durante la guerra con el Paraguay; la de Crisóstomo; la de Miguelito; la de Camargo; la de Chañilao; la del Doctor Macías; la de la cautiva Fermina Zárate.

Varias de las "vidas" de Mansilla conforman un repertorio de historias criollas. La del gaucho Miguelito es una conmovedora historia de amor romántico, entre un joven disipado y una muchacha de mejor condición social, y una historia de amor filial, en la cual el hijo se deja condenar a muerte para salvar la vida al padre, el verdadero asesino de un Juez. Miguelito era valiente, guitarrero, tenía por amigo y compañero de fiestas a su progenitor, a quien admiraba. Encarcelado Miguelito, su padre le ayudó a escapar de la cárcel, y los dos gauchos se separaron para huir de la persecución de la justicia. Miguelito se refugió entre los indios. El Coronel, que dejó al propio Miguelito contar su vida, explica que la historia “real” de Miguelito, “mutatis mutandis, era la de muchos cristianos que había ido a buscar un asilo entre los indios” (165).

Mansilla aprovecha el momento para disertar sobre el gaucho argentino, singular producto de la pampa, al que también había estudiado Sarmiento en su Facundo, 1845. A diferencia de este, que advierte sobre los peligros de la barbarie, Mansilla denuncia las injusticias que padece el gaucho, a quien “... nuestros políticos han perseguido y estigmatizado, ... nuestros bardos no han tenido el valor de cantar, sino para hacer su caricatura” (156). Mansilla critica la concepción sarmientina de la barbarie, que consideraba al gaucho vehículo del atraso nacional. Para él el gaucho era una víctima de las maniobras de los políticos. También la literatura se había burlado del gaucho. Varios poetas gauchescos lo habían ridiculizado, tratándolo como un personaje cómico (Ascasubi y del Campo, por ej.). Esto cambiará dos años después con la aparición del Martín Fierro, 1872: el punto de vista de Hernández, que defiende al gaucho, y lo ve como a un personaje trágico, coincidirá con el de Mansilla.

La generación de Sarmiento y Alberdi, la Generación de 1837, creía que para que tuviéramos un país progresista y liberal era necesario realizar cambios drásticos. Hacía falta europeizar la cultura y atraer un importante flujo de inmigrantes. Mansilla, que había visto los resultados que los cambios extremos estaban trayendo en la vida nacional, después del derrocamiento de Rosas, afirma: "La monomanía de la imitación quiere despojarnos de todo: de nuestra fisonomía nacional, de nuestras costumbres, de nuestra tradición. Nos van haciendo un pueblo de zarzuela. Tenemos que hacer todos los papeles, menos el que podemos. Se nos arguye con las instituciones, con las leyes, con los adelantos ajenos. Y es indudable que avanzamos. Pero ¿no habríamos avanzado más estudiando con otro criterio los problemas de nuestra organización e inspirándonos en las necesidades de la tierra?" (156). Su argumento muestra la creciente frustración y escepticismo de un sector social culto representativo, con simpatías federalistas (en el que debemos incluir también a José Hernández), ante el modelo liberal eurocéntrico implantado.

Mansilla, vinculado a familias de estancieros y oficial del Ejército, ha convivido con los gauchos en la campaña y en las guerras, y es un gran conocedor y defensor del espíritu del hombre de campo. A Miguelito lo califica de "alma noble”. No pensaba que el tipo racial del gaucho, mestizo hispano-americano, fuese inferior al europeo, como creía Sarmiento; sostiene en cambio que "nuestro barro nacional, empapado en sangre de hermanos, puede servir para amasar sin liga extraña algo como un pueblo con fisonomía propia, con el santo orgullo de sus antepasados, de sus mártires, cuyas cenizas descansan por siempre en frías e ignoradas sepulturas" (157). En otro capítulo dice que: "La raza de este ser desheredado que se llama gaucho, ... es excelente, y como blanda cera, puede ser modelada para el bien; pero falta, triste es decirlo, la protección generosa, el cariño y la benevolencia” (207). Lo que falta, se entiende, es la protección del Estado.

Además de defender al gaucho, defiende también el derecho de sobrevivencia del indígena. Continúa indirectamente la diplomacia federal de su tío Juan Manuel de Rosas: defiende la persuasión y la negociación, y condena la guerra a muerte. Mansilla fue a las tolderías desarmado. Mostró así su valor militar y su coraje físico, y también su fe y su confianza, en sí mismo y en el ser humano, independientemente de su raza. Comprobamos su sentido humanístico cristiano en los comentarios que hace sobre las mujeres, a quienes describe con gran cariño y compasión por el sufrido papel que tienen en la sociedad ranquel, y a las que celebra, muchas veces, por su belleza. Hay un vínculo afectivo muy profundo que une a Mansilla con el mundo: con sus soldados, los gauchos, los indios, las mujeres.

Entre los diferentes refugiados que vivían con los indígenas había un negro, que tocaba el acordeón. Era un antiguo esclavo de Buenos Aires, que había sido soldado y luego desertara. El negro se había refugiado entre los indios, y alegraba con su música el toldo del cacique Mariano Rosas. Mansilla dice que tocaba muy mal, pero los indígenas lo apreciaban. El negro le cuenta la historia de su vida y le confía que él es "federal" y que cuando cayó “... nuestro padre Rosas, que nos dio la libertad a los negros, estaba de baja" del Ejército (187). El negro agrega que no volverá a la civilización hasta que no regrese "el Restaurador, que ha de ser pronto", y le canta una canción rosista: “Que viva la patria/ libre de cadenas, / y viva el gran Rosas/ para defenderla" (187).

Mansilla narra con interés varias de las ceremonias que presencia de la vida indígena. Hace detalladas descripciones de la personalidad y las costumbres de los caciques y otros indios principales, como Ramón, el platero, indio limpio y trabajador, y de Mariano Rosas, ahijado de su tío. El retrato de Mariano va más allá de la caracterización individual: analiza la personalidad política del más alto líder de los Ranqueles, que confía en él y simpatiza con su causa, y demuestra cómo la buena diplomacia del General Rosas en el trato con los indios con el paso de los años había traído beneficios al país.

Mariano había aprendido a trabajar en la estancia de Rosas, adonde lo llevaron después de ser tomado prisionero, siendo un adolescente, durante un malón. Rosas le enseñó las tareas de la estancia como a un peón más, y le pagó sus salarios. Comenta Mansilla: "Mariano Rosas conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino; hablaba de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él; que después de Dios no ha tenido otro padre mejor..." (180). La actitud de Juan Manuel de Rosas ante el indio cautivo es un ejemplo de lo que se obtiene cuando se trata a otro ser humano con reconocimiento y bondad, sin descalificarlo por su raza u origen. Rosas trató al indio como a un gaucho más y aún encontró tiempo libre para enseñarle él mismo las labores de la estancia. Finalmente lo bautizó y le dio su apellido. Una conducta paternal hacia alguien que estaba muy lejos de llevar su sangre. Obviamente Rosas no tenía miedo de que su nombre, y su descendencia, real o simbólica, se contaminara con individuos de otros pueblos, que los liberales como Sarmiento considerarían “razas inferiores”. La actitud de este - como la de Mansilla, su sobrino - contrastaba enormemente con la política contemporánea de persecución y exterminio, no sólo del indio sino también del gaucho, que se estaba llevando a cabo. El trato de Rosas al indígena probó ser buena política, por cuanto Mariano era en ese momento el jefe principal de los Ranqueles, y su deseo de negociar con Mansilla, el sobrino de Rosas, hizo posible el acuerdo de paz.

Mansilla trata de ser justo en sus juicios y censura muchas de las conductas que observa en la sociedad ranquel: el abuso del alcohol, el robo, el mal trato a las cautivas, sus creencias “primitivas”. A medida que avanza el libro aumenta su simpatía y admiración por ese mundo que descubre en el desierto, y se agudiza su crítica a la “civilización” sarmientina. Nota que, entre los indios, el mando era hereditario y tenía por objetivo servir a la comunidad. A diferencia de las sociedades cristianas, no parecía agitarlos la ambición de poder. Su sociedad era más democrática que la nuestra, por cuanto se respetaba la opinión de la mayoría, consultada con gran frecuencia, a pesar del inconveniente que esto acarreaba. Mansilla celebra la sensualidad y la belleza de la mujer india, comparable a la de la cristiana. En ningún momento oculta su predilección y afecto hacia la China Carmen, su comadre y “lenguaraz" (traductora e intérprete).

Los Ranqueles se habían adaptado a vivir en un medio hostil. La visita de Mansilla les trae esperanzas. Es un sagaz “diplomático” y asume su papel. Va a sostener y defender el tratado de paz en territorio ranquel ante sus autoridades políticas. Los indígenas aceptan su liderazgo, despierta admiración en muchos. No busca imponer su propio criterio; no actúa de manera arrogante; argumenta con ellos de igual a igual, escuchando sus razones. Acepta sus costumbres, se mimetiza con ellos, comparte su cultura, su estilo de vida.

Mansilla está dando una respuesta diferente a un debate vigente en esos momentos: el dilema civilización/barbarie. Al ir en persona al desierto, es un testigo autorizado para hablar de ese mundo desde su experiencia. Nos demuestra que no sólo hay buenos y malos “salvajes”, sino también buenos y malos “civilizados”. Malos civilizados son los que se niegan a comprender el mundo de otras culturas distintas y lo demonizan sin conocerlo. Sarmiento ha actuado como un “mal” civilizado: dogmático, desagradecido hacia Mansilla, enemigo del gaucho y del indio, eurocentrista a ultranza, racista, despreciativo de lo hispanoamericano; Mansilla, en cambio, prueba ser un "buen" civilizado: es abierto, confiable, respetuoso de los tipos americanos, sean gauchos o indios, tiene fe en el espíritu nacional, gran sentido de la realidad, es compasivo, de criterio amplio. Ama lo diferente y no siente su identidad amenazada ante la presencia del indio o del gaucho (Sarmiento, mientras tanto, recomendaba el exterminio de ambos y pregonaba que no podría concretarse la unión nacional hasta que estos no desaparecieran).

En el país de Mansilla caben todos. Es un mundo plural. Opone al dogmatismo de Sarmiento un sano escepticismo, que lo lleva a ver el bien en el mal, y el mal en el bien: ambos términos se relativizan. Dice, reflexionando sobre su viaje: “¡Cuánto he aprendido en esta correría! Si me hubieran dicho que los indios me iban a enseñar a conocer la humanidad, una carcajada homérica habría sido mi contestación. Como Gulliver, en su viaje a Liliput, yo he visto al mundo tal cual es en mi viaje a los Ranqueles. Somos unos pobres diablos" (314). Al comparar la sociedad ranquel con la suya, puede entenderla mejor y descubrir en la propia defectos que antes no había sabido ver.

En uno de los episodios del libro, Mansilla nos describe un sueño suyo sobre el “imperio Ranquel”. Es una fantasía sobre el deseo de poder que agita a los seres humanos, tema que lo preocupaba en esos momentos.

En el sueño, Mansilla se ve a sí mismo como emperador de los Ranqueles. El sueño consta de dos partes: en la primera, él, como conquistador del desierto, preside una floreciente civilización indígena. Ha evangelizado a los indios, que trabajan la tierra y viven en paz en sus aldeas. Escucha una voz: le dice que se proclame emperador. Este tema poseía un antecedente real: el del francés Orélie-Antoine de Tounens, que pocos años antes, en 1860, se había coronado Rey de Araucanía, y tuvo que escapar de su presunto reino perseguido por las autoridades chilenas.

En la segunda parte del sueño, Lucio, caracterizado como un joven mancebo, marcha en una carreta hacia una gran ciudad, donde dice que había nacido (en obvia referencia a Buenos Aires, aunque no la nombra). Lo siguen los indígenas, vestidos de ropas diversas: prendas gauchas, y trajes a la francesa y a la inglesa. Sus consejeros le advierten que jamás logrará entrar victorioso en esa ciudad, consejo que él desoye. Y en ese momento despierta.

El sueño conforma una alegoría, que no sabemos si Mansilla efectivamente soñó o inventó, o ambas cosas (puesto que la simbología de los sueños queda parcialmente falsificada por la construcción verbal de la vigilia), en la que hace diversas alusiones a episodios y circunstancias de su vida real. Efectivamente, él se había aventurado en el desierto para pacificarlo y su diplomacia estaba surtiendo efecto, los indios lo trataban con gran respeto. La voz le dice que no va a conquistar la ciudad, tal como sucederá: vuelve exitoso de su misión, pero poco después el Ejército lo destituye de su mando y el Presidente rechaza su tratado. Lucio pacifica y "conquista" a los Ranqueles, pero es vencido por la política de Buenos Aires. El sueño es una visión grotesca de la suerte que le había tocado: el Presidente Sarmiento, en vez de reconocerle su servicio, lo castiga. Su proyecto de celebrar la paz fracasa, pero no por culpa de él sino por culpa de los intereses y la política de la ciudad, que resulta así el obstáculo mayor.

Mansilla creía en la posibilidad real de pacificar a los indios. No era necesario continuar la guerra, ni mucho menos pensar en el exterminio de su raza. Pensaba que la religión podía cumplir un papel importante en el acercamiento de ambas sociedades e hizo decir misa en el toldo de Mariano Rosas a los padres franciscanos que lo acompañaban. Mariano lo nombró padrino de su hija mayor, y los franciscanos la bautizaron. El cacique le pidió que la educara como cristiana. Notamos el interés que los indios mostraban por la religión de los blancos. Dedica una carta entera a describir la vida espiritual de los Ranqueles y concluye que son "uniteístas y antropomorfistas" (224). Creían en Dios, que tenía forma humana, y en el demonio, que no poseía forma alguna. Respetaban y enterraban a sus muertos. "Como los hindúes, los egipcios y los pitagóricos - señala - creen en la metempsicosis, que el alma abandona la carne después de la muerte, transmigrando ... " (225).

Mansilla nos presenta una cultura ranquel compleja y relativamente sofisticada, y nos hace ver que sería un crimen tratar de destruirla. Hacia el final del libro, en el "Epílogo", se transforma en abogado defensor de los indios. Sabe que la cultura blanca busca asimilarlos y someterlos, o destruirlos en una guerra a muerte. Concluye: "Si hay algo imposible de determinar, es el grado de civilización a que llegará una raza; y si hay alguna teoría calculada para justificar el despotismo, es la teoría de la fatalidad histórica. Las calamidades que afligen a la humanidad nacen de los odios de razas, de las preocupaciones inveteradas, de la falta de benevolencia y de amor"(392). Una posición conciliadora y cristiana que rebate la idea de Sarmiento sobre las razas. Para Mansilla lo mejor es que las razas se fusionen. Dice que los Ranqueles son: “... una raza sólida, sana, bien constituida ...". Y señala: "No hay peor mal que la civilización sin clemencia" (391).

Comprueba la inventiva y creatividad del cacique Ramón, que fabrica una fragua con utensilios caseros, y medita sobre la intolerancia y el falso sentimiento de superioridad de nuestra “civilización”, que pone su supuesta excelencia por encima de cualquier otra realidad, y estigmatiza y persigue a todos los que no se someten a sus designios. Saca la conclusión siguiente: "Tanto que declamamos sobre nuestra sabiduría, tanto que leemos y estudiamos, ¿y para qué? Para despreciar a un pobre indio, llamándole bárbaro, salvaje; para pedir su exterminio, porque su sangre, su raza, sus instintos, sus aptitudes no son susceptibles de asimilarse con nuestra civilización empírica, que se dice humanitaria, recta y justiciera, aunque hace morir a hierro al que a hierro mata, y se ensangrienta por cuestión de amor propio, de avaricia, de engrandecimiento, de orgullo, que para todo nos presenta en nombre del derecho el filo de una espada ... " (373).

Una excursión a los indios Ranqueles tuvo una acogida favorable del público lector y fue premiado por el Congreso Internacional Geográfico de París de 1875. Aparte de su mérito como libro de “viajes”, intentaba un sincero acercamiento al mundo amenazado del indígena sudamericano. Debate sobre el sentido de la civilización. ¿Cuál era el mejor proyecto político civilizador - se pregunta, en obvia referencia a la política sarmientina - un proyecto etnocéntrico e intolerante, que acepte cometer atropellos en nombre de ideas elevadas, o un proyecto humanitario y cristiano, que tome en cuenta el componente histórico de la población y sus necesidades?

La defensa del indio queda asociada en el libro a la defensa del gaucho, tipo social igualmente amenazado por la política liberal y a quien el mismo indio muchas veces acoge y protege en sus tolderías, cuando el gaucho escapa de la persecución de la justicia. Todas las narraciones de vidas de indios y gauchos brindan un cuadro realista y costumbrista de los peligros y privaciones propias de la pampa, y muestran como estos se sobreponen a las necesidades y las carencias gracias a dones esenciales de la vida en sociedad: el amor a la familia (común a los indios y a las cautivas, y al gaucho, como lo vemos especialmente en la historia de Miguelito) y el respeto a sus creencias religiosas.

El mundo de Mansilla no es artificioso ni está idealizado: su afán es documental, testimonial, y presenta con colorido dramático lo que observa, independientemente de las conclusiones morales que pueda derivar del hecho. Busca dar un testimonio equilibrado, mostrando lo bueno y lo malo. Describe la vida de un gaucho generoso y valiente como Miguelito, pero también cuenta la vida del gaucho de avería Rufino Pereira, al que logra educar y transforma en un servidor de confianza; nos muestra la vida responsable de Mariano Rosas, el buen gobernante ranquel, sensato, astuto y sabio, y luego nos describe el carácter violento y cruel del cacique Epumer, su hijo mayor, que se transforma cuando está en familia, y es afable, hospitalario y respetuoso cuando Mansilla lo visita en su toldo (donde vive con una sola mujer a la que quiere mucho, a diferencia de los otros indios que practicaban la poligamia). El ser humano es por naturaleza contradictorio, independientemente de su raza y su condición social. Sin embargo, todos los hombres son redimibles, presentan muchos rasgos bondadosos junto a otros crueles, pueden hacer el bien y el mal, saben arrepentirse, y demuestran, cuando llega el momento, un interés genuino por el otro. Su visión del ser humano es optimista y positiva.

Mansilla prueba que la toldería del indio está mejor organizada y provista, es más civilizada, que el rancho de un gaucho, en el que falta de todo (194). No hay un sólo tipo de gaucho: diferencia el ''paisano gaucho" del "gaucho'' propiamente dicho. El "paisano gaucho" es trabajador, obedece la ley, es buen federal, compone "la masa social argentina”; el "gaucho”, el cambio, no respeta la autoridad, es un criollo errante, sólo se conchaba para las yerras y escapa al servicio militar. El Coronel recrimina su actitud a los hombres de la ciudad, que lo condenan y no lo conocen. "No lo han visto jamás", dice, y apostrofa: “la libertad, el progreso, la inmigración, la larga y lenta palingenesia que venimos atravesando hace diez y ocho años lo va haciendo desaparecer. El día que haya desaparecido del todo será probablemente aquél en que se comprenda que tenemos una masa de pueblo sin alma, que en nada, ni en nadie cree ... " (292).

Mansilla sabe que la naturaleza humana está llena de subterfugios. Negociar con el indio y tratar con el soldado en circunstancias difíciles, implica moverse en un terreno de engaños e intrigas. El "estilo" político de Mariano Rosas no es esencialmente distinto al de la política civilizada: todos engañan, parcial o totalmente, y procuran que sus pueblos crean que las decisiones que toman son resultado de la voluntad de la mayoría. El mecanismo legitimador democrático no es perfecto entre los Ranqueles, aunque es superior al de los cristianos. La sociedad ranquel es mucho más nivelada e igualitaria que la nuestra. Si bien reconoce la diferencia entre el indio rico y el pobre, no tiene un concepto de propiedad de la tierra como los cristianos. Y es ese deseo de posesión de la tierra lo que lleva al blanco a tratar de expulsar a los indios de sus territorios.

La intriga política y los grupos de poder existen en ambas sociedades, como también los mecanismos sicológicos de negociación de los intereses individuales. Los intrigantes más interesados y crueles, entre los Ranqueles, eran los cristianos y las mujeres que vivían en los toldos. Mansilla describe a algunos de los cristianos como gente de muy baja calaña, moralmente inferiores a los indios. Las mujeres de los toldos, cuando eran esposas de un cacique, intrigaban entre sí para vengarse de la preferida. Los cristianos tratatan de lograr ciertas ventajas y seguridad. Mansilla cuenta el caso del Doctor Macías, el médico que había sido enviado como Embajador plenipotenciario a los indios en 1867 y, víctima de las intrigas de los cristianos blancos, se había transformado en prisionero. Lo describe como a un hombre débil y dependiente, verdadero chivo expiatorio de los odios y los celos de todos. El desierto tiene sus propias reglas darwinianas de sobrevivencia. El educado doctor no puede resistir la agresión sicológica. El Coronel pide su libertad a Mariano Rosas y la consigue.

Por fin, Mansilla y su comitiva regresan hacia el Río Quinto. Se separan en dos grupos. Él marcha por el camino desconocido de la Laguna del Bagual, mostrando su firme espíritu de aventura. Durante la marcha reflexiona sobre lo que había vivido y aprendido. La experiencia le ha dejado una enseñanza profunda. Está convencido que la realidad es un don y una bendición: "La miseria del hombre - dice - consiste en ver frustradas sus miras y en vivir de conjeturas; porque la realidad es el supremo bien y la belleza suprema” (388).

Mansilla incluye un epígrafe con una cita de Comte en el "Epílogo", en el que hace un informe etnográfico de los indios: su lugar de residencia, su tipo físico, su número, y recomienda la conquista pacífica de los mismos (392). El epígrafe dice: "¿No nos ordenan la religión y la humanidad aliviar a los pacientes? ¿No son hermanos todos los hombres? ¿No deben compartirse los bienes y los males que deben a su autor común? ¿Es lícito mostrarse inexorable y sin piedad con alguno de sus semejantes?” (388). La cita del fundador de la filosofía positiva refuerza la posición humanitaria de Mansilla.

Las ideas positivistas, cuando eran tomadas con otro criterio por un pensador como Sarmiento, podían servir para justificar la expoliación de los grupos que no respondían, en su concepto, a los intereses de la civilización y el progreso social. Sarmiento argumentaba que las razas que él consideraba inferiores eran ineducables; Mansilla demuestra que los Ranqueles componían una cultura compleja, que basaba su saber en su necesidad y experiencia, y merecía ser respetada.7

Sintiéndose víctima de la política sarmientina, y sabiéndose, en muchos aspectos, por encima de las ideas dogmáticas de Sarmiento sobre la civilización, Mansilla muestra un espíritu conciliatorio y caritativo. Su deseo era defender el derecho de todos los habitantes del suelo - incluidos los gauchos y los indios - a ocupar el espacio nacional, y tener su lugar en la nueva nación. Como escritor, además, quería comunicar al lector el placer de sus aventuras, compartir con él el descubrimiento de un pueblo poco conocido y el goce de la naturaleza libre americana.

Su actitud ante su público es muy distinta a la de Sarmiento. El sanjuanino despreciaba a las masas y mostraba en sus escritos un sentimiento de superioridad arrogante. Mansilla critica el europeísmo y el liberalismo utópico de los miembros de la Generación del 37 (en ese momento en pleno apogeo político) y propone, en cambio, un nacionalismo americano, tolerante y sensible a las necesidades del país real, humanitario y cristiano, que tenga fe en el hombre que habita en su suelo, cualquiera sea su raza y su condición social.8


 7 Sarmiento, en Educación popular, 1849, dice: '' ... es un hecho fatal que los hijos sigan las tradiciones de los padres, y que el cambio de civilización, de instintos y de ideas no se haga sino por el cambio de razas. ¿Qué porvenir aguarda a Méjico, a Perú, Bolivia y otros Estados sudamericanos que tienen aún vivas en sus entrañas como no digerido alimento, las razas salvajes o bárbaras indígenas que absorbió la colonización...?” (lbarra 54).

8 Uno de los argumentos que Mansilla utiliza en la asamblea con los Ranqueles para convencerlos de su buena fe es que él no puede engañarlos porque es igual a ellos y son todos argentinos (305).


Bibliografía citada

Echeverría, Esteban. La cautiva - El matadero. Buenos Aires: Eudeba, 2010. Guglielmini, Homero. Mansilla. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1961. Hernández, José. Martín Fierro. Buenos Aires: RAI/Cátedra, 1980. Edición de Luis

Sainz de Medrano.

Ibarra, Ana Carolina. Doce textos sobre educación. México: Secretaría de Educación

Pública, 1985.

Mansilla, Lucio V. Una excursión a los indios Ranqueles. Caracas: Biblioteca Ayacucho,

1984. Edición y prólogo de Saúl Sosnowski.

Popolizio, Enrique. Vida de Lucio V. Mansilla. Buenos Aires: Editorial Pomaire, 1985. Sarmiento, Domingo F. Facundo. Civilización y barbarie. Madrid: Cátedra, 1990.

Edición de Roberto Yahni. 


Publicación: Alberto Julián Pérez,                                               “Fronteras interiores: un viaje tierra adentro."  

Monographic Review Vol. XII (1996): 314-336.