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miércoles, 6 de abril de 2016

El ahogado

                                              

                                                     de Alberto Julián Pérez ©


Estábamos pasando con mi novia 
el día en La Florida.
No me refiero a alguna playa 
de arena blanca en Miami
sino al balneario municipal 
de arena oscura, en Rosario.

Mirábamos desfilar, desde la orilla, 
los camalotes viajeros
que descendían desde Corrientes
con su carga de serpientes y de monos.

Nuestro amor era un amor sencillo
de pueblo o ciudad sudamericana,
donde los pobres se bañan 
en el río de barro
y los ricos maquillan la realidad 
con sueños prestados.

Finalmente nos ganó el hambre
y fuimos a un bar de la playa
a tomar cerveza y comer 
sánguches de milanesa.

El sol se iba poniendo en el horizonte.
Atardeceres de reflejos bermejos del Paraná.
Pareciera que el cielo o dios estuviera herido
y sufriera, por nosotros, que le hicimos daño.

Le dije a mi novia que quizá 
formábamos parte de una fantasmagoría. 
Abrazados a nuestro amor tierno
imaginamos que nos íbamos por el río
a una selva de jaguares o tigres americanos.

Podíamos, si queríamos, viajar en el tiempo,
pensar que el Paraná era el río de la vida
de cuya arcilla había sido creado el primer hombre.

Escuchamos gritos
y vimos que los pocos bañistas que quedaban
corrían hacia un punto en la playa.

Nos acercamos al lugar. En el suelo, extendido
había un joven con los brazos en cruz.

Un muchacho, a horcajadas sobre él,
le presionaba el pecho con ambas manos.
El ahogado no reaccionaba.

Me aproximé: vi que tenía 
los ojos abiertos. Su mirada vidriada 
parecía buscar algo en el cielo.
Comprendí que estaba muerto
y que ya nada ni nadie lo volvería a la vida.

Me pregunté que imagen última
se habría llevado de este mundo.
Y a quién habría llamado 
en los instantes finales,
de brazadas desesperadas, agónicas.

Nosotros preocupados por el amor
y él ya entrado en la muerte. 
¿Cómo sería la muerte?
El muerto nos traía esa pregunta 
a nosotros, pasajeros del amor.

Mi novia, junto a mí, lloraba.
Estábamos en silencio, graves, 
ante la tragedia inesperada.

El ahogado quedó tendido en la arena.
Nada podía hacerse. La gente se fue alejando.
Oscurecía.

La muerte tan cerca de la vida.
El final tan próximo al comienzo.
Sentimos en nosotros la brevedad del mundo.

Percibimos nuestra mortalidad
y temblamos por la vida futura.

Quiera dios darnos vida, pensé,
y lo dije en voz alta.
Mi amada se abrazó a mí y, tristes,
emprendimos el regreso a casa.

Atravesamos lentamente la ciudad
en el colectivo del amor.

Al llegar, su madre preparaba la cena.
No dijimos nada. Reunidos en familia
comimos empanadas y bebimos vino.
En la TV un joven cantor 
entonó “Zamba de mi esperanza”:
“El tiempo que va pasando/ 
como la vida no vuelve más”.
Mi novia y yo nos miramos 
y nos tomamos de la mano.

Estábamos enamorados 
de esa cosa que es la vida.
Dentro mío rogué 
que perdurara en su ser. 

Publicado en Revista Carnicería. Abril 6, 2016. Web. 
                                                     

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