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lunes, 14 de diciembre de 2015

Las huelgas salvajes de Villa Constitución


                                            de Alberto Julián Pérez ©

En mayo de 1964 comenzaron las huelgas en Villa Constitución. Primero pararon los obreros de Acindar, y pronto los siguieron los de Marathon, Metcon y Villber. Ernesto Galván, uno de los héroes de nuestra historia, trabajaba en Acindar desde hacía tres años. Entró poco después de terminar el servicio militar en Rosario. Tenía veinticinco años y era peronista. Su padre, Juan, también era obrero de Acindar. La fábrica tenía más de mil obreros. El padre y el hijo no se encontraban necesariamente en el trabajo, estaban en secciones diferentes. En realidad, había más cosas que los separaban. Su padre era Radical, siempre había defendido al irigoyenismo y a Balbín. Su partido había ganado las elecciones presidenciales en 1963. El viejo Illia estaba en el poder y, aunque Juan prefería al chino Balbín, defendía su gobierno. Los radicales decían que iban a salvar al país. No había demasiados obreros radicales en la fábrica, eran casi todos peronistas, y a los radicales los trataban de “contreras” y “acomodados”.
Juan Galván había nacido en Rosario. Tenía 55 años. Se fue a vivir a Villa Constitución cuando se casó con Elisa. El padre de Juan también había sido Radical, de los de Irigoyen. Cuando llegó el peronismo, en los cuarenta, Juan ya era un hombre de más de treinta años. Perón se llevaba bien con el ala radical de FORJA, que lo apoyó, pero formó su propio partido. Juan siguió siendo Radical, como su padre. Si bien le interesaba la política, no era un militante activo. Estaba apegado a la rutina de la vida diaria. Cuando abrió Acindar en Villa Constitución estuvo entre los primeros seleccionados para trabajar en la nueva fábrica. En Argentina no había otra igual. Era la fábrica de acero más moderna del país.
Su esposa, Elisa, era una mujer paciente y bondadosa. De jóvenes se llevaban bien. Pero Juan fue cambiando y, en los últimos años, la relación se había vuelto distante. Era un hombre más bien osco, no le gustaba hablar mucho. Cuando volvía de la fábrica escuchaba la radio y se ponía a leer el diario. Compraba “La Capital” de Rosario. Para él era algo así como la Biblia. Lo leía cada día, al menos media hora. Era lo único que leía.
 En la pequeña ciudad había un comité del Partido Radical. Lo manejaba el almacenero Rodena. Cada tanto Juan iba al almacén a visitarlo y jugaban al truco. Una vez al año, por lo menos, hacían un asado e invitaban a las esposas. Era como un club de barrio. Los militares, que perseguían a los peronistas, habían sido tolerantes con los radicales. Y en esos momentos, con Illia en el poder, Juan sentía que al final les había tocado volver al gobierno.
Villa Constitución había crecido y en esa época pasaba los 20.000 habitantes. Además estaba muy cerca de Rosario. Los villenses tenían su mundo. Elisa, la mujer de Juan, había nacido y vivido siempre en Villa Constitución. Había conocido a quien sería su marido en los bailes de carnaval del Club Provincial de Rosario en 1933. Tenía 23 años. Se pusieron de novio y se casaron en 1937. Ella quiso quedarse a vivir en Villa. Allí estaban sus padres, y Rosario le parecía demasiado grande. Juan no había sido su primer novio, pero sí el que más había querido. En 1939 nació Ernesto, y en 1941 Rosa, su hija.
 Por las mañanas trabajaba en una panadería para ayudar a su marido. Su madre le cuidaba los chicos. Tiempo después Juan le dijo que ya no hacía falta que siguiera trabajando. En Villa Constitución se vivía con muy poco. Con lo que él ganaba era suficiente para mantener la casa. El padre de Elisa siempre les traía verduras de su huerta. Juan conseguía huevos baratos y embutidos caseros en las chacras. Alquilaban una antigua casa chorizo de tres piezas. Los chicos ocupaban una pieza grande, ella y su esposo otra y la tercera les servía de sala para las visitas. Comían por lo general en la cocina y los fines de semana Elisa ponía la mesa en la sala. Al atardecer, después del trabajo, se sentaban en el patio a charlar y tomar mate. Los chicos, a veces, llevaban la mesa de la cocina al patio para hacer allí los deberes.
Su hija fue la primera que se casó, a los 20 años. Su hijo tenía novia, pero por el momento no planeaba casarse. Era una relación reciente. Cuando su hija le anunció su casamiento, se dio cuenta lo mucho que había engordado con el paso de los años. No le entraba ningún vestido. Su marido le dijo que no le importaba que estuviera gorda, la quería igual. Hacía mucho tiempo que Elisa y su esposo no tenían una buena vida sexual. Se habían ido olvidando del amor. Más le gustaba el compartir. Siempre escuchaban radio juntos. Ella amaba los radioteatros. El le prometió que pronto le iba a comprar un televisor. Elisa casi no se enteró de todos los cambios que habían ocurrido en el país: la caída de Perón, el gobierno de Aramburu, el de Frondizi, el de Illia. La política mucho no le interesaba. Ella estaba dedicada a su familia. En Villa Constitución había bastante trabajo, allí tenían como ganarse el pan. Ernesto, su hijo, era un muchacho inquieto. Había terminado la secundaria, pero no quiso estudiar en la universidad. Prefirió trabajar en Acindar con su padre. Su familia era una familia obrera. Su hija se había casado con un obrero de Marathón, y ella también trabajaba allí, en las oficinas de la fábrica. Villa era una ciudad enteramente proletaria: el puerto, el ferrocarril, las fábricas.
Ernesto había empezado a militar en el peronismo a los dieciocho años. Fue durante 1957, en plena Resistencia. El General había ordenado que empezaran los ataques contra el régimen militar. Villa era uno de los cuarteles obreros de la resistencia popular. Los militantes empezaron a poner “caños” en Rosario, en Villa Constitución y en San Nicolás. Era el corredor industrial más importante del país. La represión no se hizo esperar. Operaban en la clandestinidad y todas las reuniones eran secretas. Tenían que cuidarse mucho. Había infiltrados de la patronal y policías que espiaban. Ese ambiente peligroso y clandestino le atrajo a Ernesto. Tenía espíritu de aventura. Le gustaba ser obrero. Idealizaba a los compañeros más militantes. Eso lo fue distanciando de su padre, a quien consideraba un conformista.
Se reunía con los muchachos para leer las cartas que enviaba Perón. Tenían un ejemplar de La fuerza es el derecho de las bestias. Después les mandaron Los vendepatria de Venezuela. Se encontraban por las noches para leerlo. El jefe del peronismo en Villa Constitución era Antonio López. El había dirigido la Unidad Básica desde antes del golpe de 1955 y estuvo preso a la caída de Perón. Luego lo reincorporaron a la fábrica y organizó a los peronistas en la clandestinidad. Era un  hombre viejo, que había nacido con el siglo, y en 1964 se acercaba a la jubilación. Pero conservaba todo el fuego y la mística de viejo luchador. Era un gran orador y había leído mucho. Era un hombre feo, muy flaco, narigón, no muy alto, pero tenía carisma. Cuando hablaba, algo en él se transformaba. Cuando él leía las cartas y las órdenes secretas de Perón se hacía un silencio religioso. Había nacido para líder. Ernesto lo admiraba.
Pasaron cosas en el Peronismo: después de la traición de Frondizi, los militantes empezaron a pedir que el General regresara al país clandestinamente. Era absurdo que su líder estuviera en España. El pueblo lo reclamaba. Villa Constitución, decía Antonio, tenía puesta la camiseta peronista. Los militantes de los otros partidos eran minoría. Había pequeños comités de radicales y comunistas. Los domingos, los peronistas se reunían para escuchar los partidos de fútbol (eran casi todos “canallas” centralistas, y unos pocos de Newels) y hablaban de política. Se rumoreaba que la CGT planeaba una huelga general. Después se dijo que la cosa era más seria. El General había ordenado la toma de fábricas en todo el país. Parecía una locura, pero los peronistas podían hacerlo. El gobierno de Illia era débil. Los militares y la iglesia lo digitaban a gusto. Todas las fuerzas gorilas se habían unido para atacar al pueblo. Los peronistas leían las columnas de Jauretche, que delataba a los cipayos y a los vendepatria.
Finalmente en mayo de 1964 comenzaron las movilizaciones que culminarían en las tomas de las fábricas. Los militantes de Acindar empezaron a agitar a sus compañeros. A las nueve de la mañana leyeron un comunicado del General Perón, que afirmaba que los vendepatria se habían apoderado del país, y que el gobierno no representaba al pueblo. El pueblo, dijeron, era peronista, y estaba proscripto por los gorilas, igual que su jefe. Reclamaban el regreso de Perón al país, y la renuncia del gobierno ilegítimo. La Confederación General del Trabajo de Villa Constitución exigía libertad política plena para el peronismo, y el fin de la proscripción.
Un obrero pidió la toma del establecimiento y todos aprobaron. Un grupo se dirigió a las oficinas del personal jerárquico y les anunció que la fábrica estaba tomada. La CGT respaldaba el paro nacional. Todas las fábricas y establecimientos comerciales del país se estaban plegando a la medida. Ordenaron apagar los hornos, a pesar de las quejas de los ejecutivos, que amenazaban con llamar al Ejército. Establecieron piquetes de guardia en las puertas de acceso para evitar que entrara la policía.
Ernesto formaba parte de la comisión interna de la fábrica. Juan, su padre, se encontraba manejando una grúa en el muelle de Acindar sobre el Paraná, cargando láminas de acero en un barco, en el momento en que apagaron los hornos. Al enterarse, decidió no sumarse a la protesta. El era radical y ese paro trataba de desacreditar a su partido, que estaba en el poder. Era un sabotaje de Perón contra Illia. Salió de la fábrica y se dirigió a su casa. Llegó furioso. Su mujer, al verlo así, trató de calmarlo. Decía que estaban locos y que los iban a fajar. Si no liberaban pronto la fábrica, iban a empezar los tiros. Su mujer preguntó por su hijo. Juan le preguntó a su vez si no sabía “lo que era Ernesto”. Su mujer le dijo que qué quería decir. “¡Peronista, tu hijo es peronista! ¡Yo soy radical”, gritó Juan, “y tu hijo es un contreras!” Elisa le dijo que iba a la fábrica a ver lo que pasaba. Su esposo le pidió que no fuera, era peligroso, iba a llegar la policía y el Ejército, pero no le hizo caso. Se abrigó bien y salió.
En el camino encontró a otras mujeres que caminaban hacia la fábrica. Pronto se formó una columna. Al llegar vieron que la policía se había estacionado frente a la puerta principal, que estaba cerrada por dentro. Las mujeres hablaban entre sí. Decían que la ocupación iba a durar sólo unas horas. Un delegado salió y le dijo a la policía que la toma terminaba a media noche, y el turno de la noche podría entrar a trabajar. Dijeron que los empleados jerárquicos estaban seguros. Los estaban custodiando. Pronto les iban a dar un comunicado. Después de un par de horas Elisa decidió volver a su casa y regresar más tarde. Tenía frío y eso iba a durar todo el día.
Llegó a su casa y preparó algo de comer. Decidió llevarle comida en una ollita a su hijo más tarde. Su esposo le dijo que no la iba a necesitar, seguro que los que decidieron la ocupación habían calculado todo. Volvieron a discutir. Después de comer se acostó un rato. Quería estar preparada para lo que pudiera ocurrir. Si tenía que quedarse toda la noche frente a la fábrica se iba a quedar. Regresó al anochecer. Al llegar, vio los fuegos que habían encendido los familiares que aguardaban afuera de la fábrica en unos tambores vacíos para calentarse. Decían que adentro estaban negociando. Uno tenía una radio portátil. Las radios de Rosario informaban que había más de 500 establecimientos industriales tomados en el país. Todo era parte del plan de lucha peronista. El Ministro del Interior hizo un llamado a la concordia. Dijo que las ocupaciones eran ilegales y que si los trabajadores no desocupaban rápidamente los lugares de trabajo se los iba a echar sin indemnización y se iban a hacer juicios penales contra los cabecillas. Advirtió que si dañaban las máquinas en los establecimientos fabriles cometerían un delito contra la propiedad y los responsables serían apresados y juzgados.
A las doce de la noche se corrieron rumores de que se iban a abrir las puertas para que salieran los obreros. Habían llegado refuerzos policiales de San Nicolás y de Rosario, y un batallón de infantería rodeaba la fábrica. Los delegados dijeron a la policía que la salida iba a ser pacífica y que hicieran espacio y no provocaran a los obreros. Todas las mujeres y familiares aguardaban con ansiedad. Había tanquetas y carros hidrantes y los policías estaban muy nerviosos. Abrieron las puertas y empezaron a salir las columnas de obreros. Todo iba bien hasta que cantaron “La Marcha Peronista”. Apenas escucharon “Los muchachos peronistas/ todos unidos venceremos”, los policías presionaron el cerco contra ellos. Se produjo un forcejeo y empezaron los insultos. Los policías daban bastonazos. Algunos obreros estaban armados con palos y empezó la pelea. El Ejército no se metió. Los obreros se defendían a palazos y trompadas. Elisa y todos los que miraban retrocedieron. De pronto, de lejos, Elisa vio a su hijo. Gritó llamándolo, pero era imposible que la escuchara. Junto a otros compañeros se enfrentaba a la policía. Una tanqueta lanzaba chorros de agua contra ellos. Los policías trataban de separar a los trabajadores de su grupo, los esposaban y los metían por la fuerza en un blindado. De pronto un policía se acercó a Ernesto y le pegó un palazo fuerte. Ernesto cayó al suelo. Elisa lo vio todo. Estaba sin aliento. Entre dos policías lo llevaron arrastrando a un celular. El camión hidrante avanzó hacia la gente que miraba para que retrocediera. No querían testigos. Los vecinos se fueron mezclando con los obreros que lograban escapar. Se fueron retirando. El Ejército avanzó en orden lentamente contra la multitud para despejar el lugar. No debía quedar nadie en las inmediaciones de la fábrica. Trabajadores y familiares caminaron hacia el centro de la ciudad. La policía cerró las puertas de ingreso de Acindar. Adentro sólo quedó el personal jerárquico. Pronto partieron los celulares con los presos hacia la comisaría.
Elisa no sabía qué hacer. Habló con las otras mujeres. Tenían que encontrar ayuda. Había que liberar a los presos. Una señora le dijo que a esa hora no podían hacer nada, convenía aguardar hasta el día siguiente. La señora le pidió su dirección, su hijo también estaba preso. Apenas supiera algo pasaba a avisarle. Elisa llegó a su casa de madrugada. Su esposo la esperaba en la puerta. Estaba muy nervioso. Le dijo que Ernesto se lo tenía bien merecido, y que no se preocupara, que no le iba a pasar nada. Elisa se puso a llorar. Nunca hubiera pensado que su esposo pudiera ser tan bajo. Se fue a acostar al dormitorio de su hijo, no quería estar cerca de su marido.
A la mañana temprano la señora con la que había hablado la vino a buscar. Dijo que había una reunión a la que podían asistir. Fueron al centro de la ciudad y entraron en una mueblería. En el fondo había un grupo considerable de personas reunido. Estaba hablando un hombre muy flaco, de nariz prominente. Era Antonio. Elisa, al verlo, se sintió impactada. Antonio levantó su mano derecha con el puño cerrado y su voz, de un calibre perfecto, sonó como un metal bien templado. “Somos peronistas”, dijo, “la toma de la fábrica ha sido un éxito”. La patronal y el gobierno, explicó, eran impotentes ante la protesta de los obreros. “Nosotros somos el trabajo”, decía, “y sin nosotros la sociedad se hunde”. La CGT estaba liderando la lucha. Perón había dado todo su apoyo a la actual comisión directiva. Muy pronto iban a liberar a los que estaban presos, y el comité de la fábrica no iba a permitir que se echara a nadie. Elisa se acercó a él y se presentó, dijo que era la madre de Ernesto. Antonio había oído hablar de ella a su hijo. Le apretó la mano con cariño y comprensión , y la miró a los ojos. En ese momento Elisa se sintió bien.
A la noche liberaron a los presos. Eran cerca de sesenta. Contaron que les habían pegado “para que hablaran”. Querían saber los nombres de los cabecillas. Todos contestaban que el líder era Perón, y que todos los problemas se iban a acabar cuando levantaran la proscripción contra el peronismo y el General volviera al país. Elisa abrazó  a su hijo. Estaba orgullosa de él. Los compañeros rodearon a Antonio. Cuando vio a Ernesto, Antonio lo abrazó. “Tu madre es una valiente”, le dijo. Elisa y su hijo fueron a su casa. Al entrar el padre empezó a criticar a Ernesto, le dijo que eran unos locos. Ernesto no le contestó. Pronto se fueron a dormir todos. Al otro día regresaron al trabajo. La fábrica otra vez estaba operando a pleno.
Ese fin de semana la hija y su marido vinieron a visitar a sus padres. Los dos habían estado en la ocupación de su fábrica, Marathon. La novia de Ernesto vino también a la casa. Era una muchacha tímida y acababa de terminar la escuela secundaria. Se pusieron a hablar de lo que había pasado durante el paro y la ocupación. Juan estaba malhumorado y participó poco en la conversación. Todos sabían lo que pensaba. Para él estaban saboteando al gobierno. Elisa le dijo a su hijo, en voz baja, que la próxima vez que se reuniera con sus compañeros le avisara, ella también quería ayudar. Ernesto se puso contento. El lunes le avisó que se reuniría con los militantes de la Unidad Básica clandestina esa noche en la mueblería. Quería ir con ella.
Madre e hijo fueron a la reunión. La presidía Antonio. Ernesto le dijo que su madre simpatizaba con las luchas obreras y quería colaborar con el movimiento. Antonio le agradeció su presencia y le advirtió que había cierto peligro. “No tengo miedo”, respondió Elisa. “Quiero ayudar a mi hijo”. Antonio le pidió un número telefónico de contacto y Elisa le dio el de su casa. En la reunión hablaron de la Resistencia. Antonio informó sobre la toma de fábricas en Rosario. Después leyeron un mensaje de Perón y discutieron las estrategias a seguir. Finalmente se despidieron y madre e hijo regresaron a su casa.
Dos días después Antonio la llamó por teléfono. Le dijo que necesitaba una persona que fuera a buscar unos volantes a Rosario. Le preguntó si se animaba y podía contar con ella. Elisa le respondió que sí. El sábado le anunció a su esposo que iba a visitar a su hermana a Rosario, y que volvía por la noche. Tomó el colectivo y se bajó en el barrio de Tiro Suizo, al sur de la ciudad. Fue a la dirección que le indicó Antonio y le dieron una caja con volantes. Elisa agarró la caja y se fue a tomar el colectivo de regreso. Abrió la caja y leyó lo que decía el volante. Hablaba de la Resistencia, del Plan de Lucha y citaba palabras de aliento de Perón. Terminaba con el saludo peronista: Perón Vuelve. Había que continuar la lucha.
Al llegar a Villa Constitución, Antonio la estaba esperando en la parada del colectivo que venía de Rosario. Le entregó la caja. Antonio le agradeció y la invitó a tomar algo. Entraron en un café. Antonio le contó cosas de su vida. Le dijo que era viudo, y que había empezado a militar en el 45. En el 55 lo habían encarcelado durante varios meses. De joven había querido ser cura, pero su destino era ser obrero. Se sentía bien ayudando a los otros. Elisa le dijo que a ella también le gustaba ayudar. “Somos almas gemelas”, le respondió Antonio. Se despidieron, y Antonio le dijo que le iba a hablar pronto.
Esa noche Elisa se sintió extraña, y no sabía por qué. Se durmió, y tuvo un sueño que, al otro día, al recordarlo, la hizo avergonzar. En el sueño era joven, y su marido le estaba haciendo el amor. Era la noche de bodas. Pero la cara de su marido no era la de Juan, sino la de Antonio. Lo reconoció por la nariz, y por la dulzura de la voz. Miró lo que tenía entre las piernas, y vio que su miembro era muy grande, a diferencia del de su marido.
A la mañana siguiente se levantó con buen ánimo. Le habló con tacto a su esposo, que estaba de mal humor. Juan había discutido con su hijo y se había quedado con bronca. Le dijo a Elisa que, si Ernesto no iba a respetarlo, que se fuera de la casa. Elisa se puso a llorar. Esa noche, durante la cena, padre e hijo volvieron a discutir. Elisa le rogó a Ernesto que no le faltara el respeto a su padre.
El plan de lucha continuaba en el país. Los peronistas estaban tomando fábricas en varias provincias. Illia, en un discurso radial, llamó a la concordia y a la unión entre los argentinos. Ernesto dijo a su madre que, mientras no regresara Perón, no iba a haber paz en Argentina. A la semana siguiente hubo varias explosiones en Rosario. La policía dijo que eran atentados con bombas caseras hechas con caños, y responsabilizó a los peronistas. No hubo que lamentar víctimas. 
Antonio volvió a comunicarse con Elisa un día jueves. Su hijo y su marido estaban en el trabajo. Antonio le preguntó si lo podía acompañar a Rosario a buscar “material”. De paso, podían charlar. El había pedido el día en la fábrica por “razones de familia”, volverían antes de la noche. Se encontraron en la estación de colectivos. Apenas se vieron, empezaron a hablar como viejos amigos. Elisa se fue vestida con cierta elegancia. Llevaba un tapado negro que disimulaba su gordura y se maquilló los ojos. En el viaje conversaron poco de política. Antonio le decía cosas graciosas, estaba contento. Empezaron a reírse como dos jóvenes. Llegaron a Rosario y tomaron un taxi al barrio Echesortu. Tocaron timbre en una casa de dos pisos. Los recibieron. Antonio presentó a Elisa como “una compañera”. Les entregaron dos cajas con documentos. Salieron. Antonio invitó a Elisa a tomar algo en el centro.
Fueron al bar Manhattan. Ella pidió un remo y un Carlitos, tenía hambre. Conversaron. El le preguntó cosas de su vida. La miraba a los ojos y la trataba con ternura. Elisa se dio cuenta que se estaban enamorando y se sintió ridícula. Era una mujer vieja y estaba casada. Pensó que había vivido por más de veinte años con su marido y posiblemente no lo había querido. O el amor se fue terminando, y lo que pasó durante la toma de la fábrica fue el golpe de gracia. Ya no sentía respeto por Juan.
Fueron a caminar al monumento a la bandera y a la estación fluvial. Se apoyaron en una baranda para mirar el río. Allí Antonio la tomó de la mano, y ella no se la retiró. Después la besó. Elisa sintió que le estaba pasando algo maravilloso. Al regreso pasaron por la Catedral. Antonio quiso entrar. Le dijo que era muy católico, y que Perón también lo era. Le tomó la mano y rezó por ellos en voz alta. Le pidió a Dios que los comprendiera y los perdonara.
Varios días después volvieron a verse. Antonio le pidió que fueran a su casa. Sabía lo que significaba. Quería tener sexo. Se sentía ridícula. ¿Cómo iba a mostrar su cuerpo gordo y deformado? Pero fue. Antonio le sirvió ginebra. Pasaron al dormitorio. Hacía décadas que no estaba con otro hombre que no fuera su marido. Ella le pidió que apagara la luz. Se desnudó y se metió en la cama. De pronto sintió el cuerpo de Antonio encima del suyo. Tenía un gran miembro. Gozaba como un hombre joven. Era delgado y se mantenía ágil. Elisa sintió su nariz prominente acariciándole el rostro y después descendiendo a sus pechos. Le dio vergüenza y quiso retirarlo. Después él bajó a sus entrepiernas y ella cerró las piernas. Nunca se lo habían hecho antes. Se sintió una tonta y tuvo ganas de llorar. Con mucho esfuerzo se vinieron los dos. Después, cubiertos con las frazadas, encendieron la luz y se pusieron a hablar. Vio que Antonio tenía los ojos iluminados: era el amor. Le pareció buen mozo, y su nariz no tan grande. Se pusieron a hacer chistes. El le dijo que era linda, y ella le insistió que era gorda. “Yo soy demasiado flaco”, dijo él, “no tengo más que piel y huesos”. “A mí me gusta como sos”, le respondió ella. Empezaron a acariciarse y a besarse. Ella se preguntó qué pensaría su hijo si se enteraba, creería que su madre era una cualquiera.
Esa noche regresó a su casa contenta. Pensó que esa situación era anormal, y no podía continuar por mucho tiempo. Su marido quiso hacer el amor y ella sintió repugnancia, pero le dejó que lo hiciera, no quería que se diera cuenta que estaba viviendo otra cosa. Elisa no tenía confidentes, ni verdaderas amigas, en Villa Constitución. Era un pueblo grande. La gente era mal intencionada y chismosa, sobre todo las mujeres. Algo dentro suyo le quemaba, necesitaba hablarlo con alguien, se sentía mal. No se animaba a decírselo al cura o a confesarse. La había conocido por años y conocía a su marido. No tenía cara para decírselo. Finalmente optó por tomarse un colectivo e irse a San Nicolás. Allí nadie sabía quién era. Entró en una iglesia y se confesó. Le dijo al cura que sentía mucha vergüenza, que no entendía lo que había pasado y que se sentía mal. El cura le aconsejó que dejara a Antonio. El matrimonio era de por vida. Debía resignarse. Ella le aseguró que ya no amaba a su marido. “El amor no es todo en el matrimonio”, dijo el confesor. “Te ha dado hijos. Piensa en el amor de dios, que a la larga es el que cuenta.”
Elisa regresó a Villa Constitución más angustiada de lo que había salido. Durante todo junio se vieron semanalmente con Antonio. El estaba enamorado, le ofreció irse a vivir juntos a Rosario. Se iba a jubilar en unos pocos meses. Elisa no aguantó más y decidió hablar con su hijo. Necesitaba que él lo supiera. Era el único que podía comprenderla. Ernesto la abrazó y le dijo que estaba contento por ella. Su padre no la merecía, y Antonio era un gran líder. Se hablaba de que lo iban a llevar a Buenos Aires para ocupar un puesto importante en el comité central del movimiento. El General se estaba preparando para regresar al país. En unos meses más caerían los radicales, habría una revolución.
La relación con su marido se fue deteriorando. Una vez lo llamó cobarde, y Juan la abofeteó. Ella se puso a llorar, y su hijo se abalanzó contra su padre y gritó que si volvía a tocarla lo iba a golpear. Su padre dijo que él había sido un buen padre y un buen marido, que había hecho todo por su hogar, y ahora lo trataban como a un perro. El tenía ideales, creía en el gobierno radical.
Elisa pensó que en Villa había gente que se estaba dando cuenta o sospechaba de su situación. Antonio alquiló un cuarto en una pensión de Rosario, cerca de la Estación de Omnibus. Empezaron a viajar y verse allá. El viaje demoraba una hora. Salía por la mañana y regresaba antes que terminara el turno de la fábrica de su esposo. Antonio pedía el día, sin goce de sueldo. Decía que tenía algunos problemas médicos. Y era verdad, tenía angina de pecho, su corazón estaba algo delicado.
Elisa se sentía bien. Comprendió que no había sido feliz en su vida antes. Juan y ella no tenían mucho en común. Lo único que le agradecía eran sus hijos, chicos maravillosos. Ernesto era la persona más noble del mundo. Pensó en separarse de su esposo. En escapar con Antonio, como si fueran adolescentes. Pero sabía que no se iba a atrever, su esposo la buscaría y le pediría que volviera, y ella sentiría lástima y regresaría con él. Ya era tarde para ellos.
A las dos semanas Antonio tuvo una descompensación cardíaca y lo internaron. La ambulancia fue a buscarlo a la fábrica y lo llevó al hospital. Ernesto lo fue a visitar allí. Estaba rodeado de dirigentes del partido. Ernesto le hizo un gesto, en señal de complicidad, dándole a entender que su madre le mandaba saludos, y a Antonio se le humedecieron los ojos. A los dos días había fallecido. Lo velaron en la funeraria de la ciudad. Hubo un desfile de militantes y dirigentes frente a su féretro. Elisa le pidió a su hijo que la acompañara, quería verlo por última vez. Fueron juntos. Los que rodeaban el féretro se hicieron a un lado cuando la vieron. Elisa le aferró el brazo a su hijo y se apoyó en él. Sintió que desfallecía. Luego volvieron a su casa y se puso a llorar amargamente. Su hijo no sabía cómo consolarla.
Durante los días siguientes casi no se levantó de la cama. Estaba deprimida y lloraba. Su esposo, que no se dio cuenta de nada, quiso llamar al médico, pero ella se negó. Finalmente logró levantarse.
A principios de agosto ya se sentía mejor. Un domingo su hijo invitó a su novia a almorzar con ellos. Querían darles una buena noticia: Graciela estaba embarazada y se iban a casar. Su madre lo abrazó emocionada. Le dio gracias a Dios. Juan abrazó a su hijo y después a su mujer. Se tomaron de la mano. “¿Viste Elisa que Dios es bueno?”, le dijo. Elisa asintió.
Se quedarían solos en la casa. Quizá le conviniera buscarse un trabajo. Le gustaba la repostería. Le dijo a Juan que iba a preparar tortas para venderles a las esposas de los compañeros de la fábrica. Así se ganaría unos pesos. Juan le dijo que no era necesario. Ella le respondió que quería ser independiente y tener su propio dinero para hacerle regalos a su nieto. Al primero, y a los que vinieran después. Ya era hora de que también su hija le diera nietos. Juan le dijo que a él le iba a gustar ser abuelo.
Esa noche durmieron abrazados. El quiso hacer el amor, pero ella no quiso. Le preguntó a su marido si él creía que en la vida había que resignarse. Juan le dijo que en cierto modo sí, cuando uno era viejo ya había vivido lo suyo. Ya no se podía empezar de nuevo. Pero a ellos, gracias a dios, no les faltaba nada.                      
                 

   Alberto Julián Pérez, Cuentos argentinos. La sensibilidad                 y la pobreza. Lubbock: Ed. Riseñor, 2015, págs. 117-129





viernes, 11 de diciembre de 2015

El padre

                               de Alberto Julián Pérez ©

            Marcelo Casares era profesor de Historia en el Colegio Nacional No. 2 de Avellaneda y tenía horas en dos colegios más de Capital. Había enseñado Historia Argentina en el Profesorado de La Plata, pero, después de varios años, lo dejó. Era demasiado viaje. Tenía que ir tres veces por semana hasta La Plata y el salario no lo justificaba. Entre Avellaneda y Capital tenía más de cuarenta horas de cátedra y ganaba un sueldo respetable. Estaba separado de su mujer y tenía una sola hija. Evangelina había nacido en 1955, después de la caída de Perón.
              El Peronismo había marcado a toda su generación. Cuando cayó Perón él ya era profesor y los militares lo suspendieron en varias de sus cátedras. No le explicaron por qué. Un colega le sugirió que estaban averiguando antecedentes. Querían saber si había apoyado al régimen. En el Nacional de Capital, fue el portero quien le avisó que ya no podía dar clases. Por suerte, un mes después el interventor le devolvió sus horas de trabajo. Marcelo no militaba en ningún partido, aunque le interesaba la política. Todos sus amigos y compañeros de trabajo eran antiperonistas. El no. Se había dado cuenta que el Peronismo era un fenómeno complejo, y sus colegas no lo entendían. Sostenían que Perón era fascista y él creía que no lo era. Era populista, y no todo populismo era de derecha, como el fascismo. Podía haber un populismo de izquierda, como era, por ejemplo, el populismo del General de Gaulle en Francia. Sus colegas no se horrorizaron cuando la aviación bombardeó la Plaza de Mayo en junio del 55. El dijo que había sido una masacre. Una masacre de civiles, del pueblo, a plena luz del día. Marcelo no desfiló por el centro de Buenos Aires, dando vivas, como muchos de sus amigos cuando tomó el poder la Libertadora. Tampoco justificó que condenaran y prohibieran al Peronismo. El Ejército estaba dispuesto a todo. Habían pasado tantas cosas en Argentina.
            Marcelo Casares era un individuo talentoso y de carácter contradictorio. Tenía grandes ideas, pero no era un hombre de acción. Era tímido y depresivo. Se había casado en 1953, al año siguiente de la muerte de Evita. Su mujer era una chica vecina de su barrio. Marcelo se había criado en Barracas, en un ambiente obrero y militante. Alquilaron una casa en Avenida Montes de Oca y Brandsen. Estaban cerca de la estación Constitución y, tomando un colectivo, se llegaba al centro en minutos. También podía ir con rapidez a su trabajo en Avellaneda.
            A su mujer se la había elegido un poco su mamá. Sus amigos decían que él tenía poca personalidad, se dejaba dominar. Lo que pasaba era que su madre era especial. Había sido maestra y era una gran lectora. Ella hubiera querido que él estudiara letras y fuera escritor. Pero a él le gustaba la historia y la política. El confiaba en su madre. Amalia, su novia y después su esposa, conoció a su mamá antes que a él. Al tiempo su madre le empezó a decir que Amalia era una chica inteligente, que era poeta, que por qué no la invitaba a salir para hablar de literatura. Para no contrariarla aceptó su sugerencia y al tiempo se hicieron novios. Ella estudiaba letras, pero luego dejó y empezó a trabajar de Secretaria Ejecutiva en el Banco Provincia. Era un buen trabajo, con horario corrido y excelentes beneficios. Cuando quedó embarazada, a principios de 1955, ya la relación no andaba bien. El sentía que ella quería controlar todo y a él no le gustaba que lo dominaran. Amalia era manipuladora y usaba a su mamá para lograr lo que quería. Su papá se lo había advertido. Le había dicho que era acomplejada y difícil. Pero él fue débil. Debería haberse impuesto. Lo mató su pasividad, a todo le decía que sí.
         Su timidez le traía problemas. En su trabajo sus colegas se aprovechaban de él. Se la pasaban intrigando para hacerlo quedar mal con el director del Colegio. El se sentía criticado y rechazado y se aislaba más. La situación fue empeorando con los años.
            El 20 de noviembre de 1955 nació su hija. Estaba feliz. Se parecía a él. La relación con su mujer, después del nacimiento de la nena, no mejoró. Les resultaba muy difícil gozar juntos en la cama. El procuraba estar fuera de la casa todo lo posible. Los fines de semana se iba a estudiar a la Biblioteca Nacional en la calle México. Cuando regresaba a casa se ponía a jugar con su hija. La levantaba en brazos, la acunaba y le hablaba como si él también fuera un bebé. Evangelina se reía y celebraba todas sus monadas. La casa donde vivían era grande y estaban cómodos. Tenía dos dormitorios y una sala grande. Su mujer pasaba mucho tiempo en la cocina, y él se ponía a leer o a corregir tareas en la sala. Cada tanto iba al dormitorio de su hija para tenerla en brazos y ver si estaba bien.
            Con su esposa conversaban muy poco. Marcelo no tenía personas de confianza en su trabajo. Sus colegas eran muy chismosos. Sus padres vivían cerca de ellos y venían seguido a visitar a su nieta. Su madre era una mujer inteligente. No le interesaba la política, sólo hablaba de novelas y de poesía. Su padre era empleado de comercio y discutía con él sobre cuestiones sindicales. Era tímido también y las conversaciones terminaban pronto. El silencio y el aburrimiento los iba ganando. La ciudad, la vida en Buenos Aires, tenía en esos momentos un tono menor, apagado y  monótono.
            Los obreros de las fábricas de Barracas y Avellaneda resistían. Los pobres eran peronistas. Conspiraban y se reunían en secreto, ponían “caños”. En el Colegio la mayoría de los profesores simpatizaba con la política del gobierno militar. Casi todos eran  “gorilas”. Marcelo hablaba poco con ellos. Vivía en su propio mundo, en sus fantasías. Era excelente lector. Le gustaba la historia argentina del siglo XIX. Sus autores favoritos eran Sarmiento y Mansilla. Investigaba sobre las guerras civiles. Admiraba el Martín Fierro y celebraba el coraje de Hernández, que había denunciado al Ejército por los atropellos que cometía contra los gauchos. El problema no había desaparecido. El autoritarismo se veía dondequiera. Los militares trataban a la población civil como a delincuentes. Los mismos profesores se contagiaban y muchos humillaban a los estudiantes.
            Cuando su hija cumplió tres años, él y su mujer se separaron. En Argentina no había divorcio, así que tenían que quedarse en esa condición indefinidamente. Le pidió ayuda a su mamá para que arreglara con Amalia el tema de las visitas a la nena. El le pasaba a Amalia una cantidad generosa de dinero todos los meses. Trabajaba mucho y no tenía demasiado en qué gastar. Prefería que su hija estuviera bien. Se fue a vivir a una pensión en Constitución, en calle Brasil. Le quedaba cerca de la casa de su ex-mujer, estaba bien conectado con el sur y el centro de la ciudad. Además, le gustaba el color local del barrio. Había mucha gente del interior que vivía en el “hotel”, como le llamaba la dueña. Obreros peronistas. Le gustaba el mundo popular, lo idealizaba. Había leído mucho de marxismo y pensaba que en unos pocos años la Argentina estaría lista para una revolución. Ya los peronistas habían logrado muchas cosas. Cuando triunfó la revolución cubana, en 1959, y el Che empezó a aparecer en las tapas de los diarios, pensó que se venían grandes épocas de cambio en Hispanoamérica. No sabía si la Argentina iba a estar preparada para esos cambios.
            Llevaba a pasear a su hija todos los sábados y domingos. Su interés en la nena fue en aumento. Todo el amor que no sentía por la madre, a quien no aguantaba, lo sentía por la hija. Sus “diálogos” infantiles con Evangelina eran tiernos y poéticos. Podía estar horas jugando con ella. La llevaba con frecuencia a la casa de la abuela. Evangelina se entendía muy bien con ella. Había sido maestra muchos años y sabía cómo tratar a las niñas. Le leía poemas, que Evangelina parecía disfrutar inmensamente.
            Pasó el tiempo y Evangelina aprendió a leer. Le encantaba la escuela. Era una niña despierta y coqueta. El padre sentía que su hija lo quería mucho. Esperaba que llegara el fin de semana para salir a pasear con ella. La llevaba al cine con frecuencia. Se tenía que quedar a ver la misma película dos o tres veces, porque Evangelina no se conformaba con verla una sola vez. “¡Otra, otra!”, le decía, y él se resignaba a repetir las películas de Walt Disney hasta el cansancio. Al tiempo la madre se puso de novio, y aceptó que la nena se quedara a dormir con él los sábados en la pensión. La dueña agregó un catre en su habitación, para que cada uno tuviera su cama. Pasar la noche en compañía de Evangelina era de lo más divertido. Ella no paraba de hablar y de reírse. Se la pasaba saltando en la cama y haciendo monadas.
Marcelo se había hecho amigo de una vecina, Graciela, una señora relativamente joven, que lo pretendía. En la pensión Marcelo era “el profesor” y lo respetaban. Para los pensionistas, entre los que había estudiantes universitarios venidos del interior y trabajadores pobres con familia, el de profesor era un título importante. Admiraban a las personas que sabían, y algunos lo consultaban y le pedían consejos.
Graciela trabajaba en una fábrica de plásticos en Parque Patricios y se había encariñado con él. Lo invitaba con platos de comida y a veces le lavaba la ropa. Cuando traía a Evangelina los fines de semana, lo ayudaba. Ella no tenía hijos. Le compraba muñecas y juguetes. Lo que Graciela se proponía era acostarse con Marcelo, pero el profesor no era fácil. Prefería las mujeres cultas de clase media. Como era depresivo, Marcelo hacía muy poco por salir de su soltería. No trataba de buscar amigas ni de conocer mujeres de su edad. Terminó aceptando la relación con Graciela. Esta le preparaba empanadas, pastel de papa y otras comidas criollas, a las que les llamaba sus “comidas peronistas” (Graciela era peronista y se la pasaba hablando de Perón, decía que iba a volver pronto), y después se le metía en la cama. Una vez allí era bastante buena. Era una mujer tierna y tenía sentido de lo erótico. El no estaba enamorado, pero le gustaba dormir en compañía.
La relación de su ex-mujer con su novio se hizo más formal. Quería casarse con él, pero en Argentina, en esa época, no había divorcio. Una posibilidad era divorciarse y volver a casarse en Paraguay, aunque en Argentina no tuviera valor. Se quedaba en casa de su pareja los fines de semana y se acostumbró a que Marcelo se llevara la nena. Evangelina se hizo amiga de Graciela, que le enseñaba a cocinar. Ya sabía hacerle el repulgue a las empanadas. Entre los poemas que le leía la abuela y las empanadas que hacía con Graciela, Evangelina se estaba transformando en una argentinita modelo. Cuando cumplió nueve años el padre se la llevó a veranear a Río Ceballos. Fueron los dos solos. Se bañaban en un arroyito de agua fría y la llevaba a caminar y a andar a caballo. Al principio le tenía miedo al animal, pero cuando vio que era manso se encariñó con él y le hablaba. El caballo parecía escucharla.
Fueron pasando los años y llegó la adolescencia. Evangelina se preparaba para entrar a la Escuela Normal. Era el año mágico de 1968. Marcelo ya no vivía en la pensión ni seguía su relación con Graciela. Se había ido a vivir a un departamento alquilado de dos ambientes en el centro, en Charcas y Cangallo. Le encantaba caminar por las calles del centro: Florida, Corrientes. Se había hecho aficionado al teatro. Estaba bien establecido en su trabajo y vivía cómodamente. La relación con su hija se había ido afianzando con los años. Evangelina y su papá hablaban mucho. Eran dos charlatanes interminables. Llevaba a su hija con frecuencia al teatro, especialmente al San Martín y al Cervantes. Veían todo tipo de obras. Ibsen, Shakespeare, Brecht y las creaciones de los jóvenes directores argentinos: Talesnik, Gorostiza, Dragún y Cossa. En 1969 Marcelo vio una película que lo impactó profundamente: La hora de los hornos. La proyectaron en una fábrica de Barracas y duraba nueve horas. Era una película documental clandestina. La había recomendado un compañero de trabajo. En la puerta había unos obreros de custodia, por si venía la policía. La película demostraba la importancia que habían tenido los años de la Resistencia peronista en la política nacional. El mundo estaba en esos momentos en convulsión. Rosario y Córdoba se rebelaron. La insurrección estaba en el aire.
En el colegio los estudiantes le empezaron a pedir nuevos contenidos. Hicieron huelga y no querían entrar a clase. Un día, en su curso de Historia les habló de un libro de Perón, La hora de los pueblos, y los muchachos dijeron que querían leerlo. El libro estaba prohibido, les explicó, no podía llevárselo a la clase. Desde ese momento le hicieron fama de “profesor peronista”. Por la noche, a veces, iba a tomar café al bar “La Paz”, que era un refugio de artistas e intelectuales. Muchos eran guevaristas, se dejaban crecer la barba y soñaban con ir a pelear en la guerrilla. Otros eran hippies. La vida en Buenos Aires estaba transformada. Llevó varias veces a su hija al bar “La Paz”.
Evangelina se acercaba a los 15 años, tenía muchas amigas en su escuela y ya miraba a los muchachos. Los adolescentes hacían reuniones y fiestas, y con frecuencia le decía a su padre que no podía verlo porque tenía que salir con sus amigas. Marcelo lo aceptaba, pero presentaba sus quejas. Le decía que nada debía romper el vínculo entre ellos, era probable que en el futuro se vieran menos, pero el diálogo no debía interrumpirse. Evangelina era una chica inquieta, estaba bastante bien informada, pero a su edad lo más importante eran las reuniones con sus amigas. Se había hecho compinche de su mamá, que seguía con la rutina de su trabajo en el Banco. Su novio, que era abogado, pasaba mucho tiempo en su casa. Evangelina simpatizaba con él, aunque le parecía demasiado serio.
Marcelo se iba quedando más solo, y sabía que tenía que aceptarlo. Había pasado los cuarenta años y le era difícil acercarse a la gente. Ya encontraría en qué ocuparse. Pensó en militar en política. La actividad política era clandestina y, por lo tanto, heroica. Su personalidad, sin embargo, no servía para eso. Era una lástima, porque ésa era una época apasionada y se hablaba de grandes cambios en el mundo. Había vivido gran parte de su vida bajo gobiernos militares, dictaduras. Era importante resistir y luchar. Decía que él era un rebelde de café y de escritorio. La rebelión pasaba por su fantasía. Su realidad era de rutina y trabajo. Salía poco por las noches. Si no veía a su hija, o no hacía algo con ella, se quedaba a estudiar. Se puso a escribir un ensayo sobre Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon. No era habitual para él escribir. Prefería leer y estudiar.
Quien realmente se aficionó a la escritura fue su hija. A los quince años le dijo que estaba escribiendo poemas y le mostró algunos. Le parecieron buenos, tenía talento para la literatura. Era 1970, el año en que aparecieron los Montoneros y asesinaron a Aramburu. En el café La Paz tuvo largas discusiones con amigos, sobre si un ejército del pueblo tenía derecho a hacer un juicio y condenar a alguien a muerte. El estuvo de acuerdo en que Aramburu era el militar más odiado. Había fusilado a trabajadores en La Plata. Era responsable por el desastre político de los últimos quince años. Estaba bien que el pueblo lo juzgara. Pocos meses después, la mayor parte de los responsables del secuestro habían muerto. Se desató la lucha armada. La Federal se metía a cada rato en el La Paz a amenazar e insultar a la gente. A veces se llevaban detenido a alguno. La ciudad se fue poniendo peligrosa.
Mientras tanto Evangelina se estaba volviendo una adolescente hermosa. Era muy sociable y tenía muchos amigos. Marcelo notó un cambio en los estudiantes del colegio. Hablaban en voz alta de política. La dictadura ya no los amedrentaba. Evangelina evitaba salir con él, decía que ninguna de sus amigas hacía planes con el papá. Marcelo trataba de explicarle que su situación era distinta, ellos siempre habían sido amigos, y un padre y una hija tenían que hablar. La verdad era que Marcelo estaba muy apegado a su hija. Se apoyaba en ella, su vida personal no era buena. Fracasaba en sus relaciones afectivas. Vivía solo. Su hija era para él un gran consuelo. Era un cable a tierra. No sabía qué sería de su vida sin ella.
Evangelina había sacado muchas cosas de él. Le interesaba la política. Su carácter era más dado que el de su padre. Era popular en la escuela con sus amigas, tenía liderazgo. Esos fueron años muy importantes para ella. Cuando tenía dieciséis años empezó a militar en un movimiento estudiantil clandestino. En esa época las reuniones políticas estaban prohibidas. No se lo contó a su padre, pero él sospechaba. Evangelina había madurado, hablaba del país, le preguntaba sobre los años del peronismo y le pidió que le explicara qué era el marxismo y el guevarismo. El le dijo que tuviera cuidado, que no se metiera en problemas. Pero las adolescentes no escuchan. El a veces iba a verla a la salida de la escuela. Si ella estaba con sus amigas no se acercaba. No quería inmiscuirse en su vida o que pensara que la vigilaba. Sólo quería verla. Siempre había chicos que iban a buscar a las chicas a la Escuela Normal. Pronto descubrió que ella también tenía un amigo que la esperaba. Era bastante alto, hacían buena pareja. Al principio sintió un poco de rechazo, pero después pensó que era propio de la edad.
En 1972 los militares convocaron a elecciones. 1973 fue un año muy agitado. Perón regresó al país y el Presidente Cámpora ordenó que se abrieran las cárceles. Los prisioneros políticos recuperaron su libertad. Luego renunció para que hubiera elecciones con Perón: no se podía excluir del proceso político al líder más popular de la Argentina. En los colegios los jóvenes se rebelaron contra el gobierno y hubo una toma general. En el suyo él apoyó a los estudiantes. Le preguntaron si quería asumir algún cargo directivo. Los jóvenes lo querían. Dijo que no, pero recomendó a un colega, que era progresista y tenía talento administrativo.
Su hija, pudo comprobarlo, estaba militando. Finalmente era legal pertenecer a un partido político. El le habló directamente del asunto. “Soy peronista”, le dijo Evangelina, “de la J. P.” Cuando regresó Perón al país su hija fue a Ezeiza a recibirlo con un grupo de jóvenes del partido. Marcelo escuchó que había habido un tiroteo en las inmediaciones del aeropuerto y temblaba de miedo. Temía que le pasara algo a su hija. En el año 74 Evangelina tenía 18 años y empezó la universidad. Decidió estudiar Abogacía. También le interesaba Letras, pero prefirió seguir Derecho. Le dijo que quería tener una carrera que la pusiera en contacto con la realidad del país y le permitiera hacer cosas, cambiar el mundo. Deseaba involucrarse en la vida política.
Marcelo pensó que su hija era todo lo que él había querido ser y no había podido. Su timidez, su falta de decisión, habían sido sus enemigos. Le había costado tanto vivir. Pasaba tan pocos momentos buenos. Tenía sus libros, eso sí, la historia, pero la soledad le provocaba sufrimientos. La vida no había sido demasiado generosa con él. Estaba feliz de tener una hija como Evangelina. Ella continuaría su sueño: era inteligente, decidida, arriesgada. Tenía ideales. Se sentía justificado como padre.
En el 74 murió Perón, y la situación política se precipitó. Marcelo, preocupado, habló con su hija. Le preguntó si era Montonera. Su hija se lo admitió. Dijo que el peronismo era el futuro del país. No creía en el ERP. Los marxistas se equivocaban. Había que luchar por los pobres, pero todos unidos como país, en una comunidad nacional organizada. Perón había dejado un gran legado. Estaba en el Centro de Estudiantes de su Universidad. Tenía un gran liderazgo. Marcelo le preguntó si seguía escribiendo poesía. Reconoció que no mucho. Más importante que escribir, era hacer la revolución. Era lo que el pueblo esperaba de ellos.
Durante el 75 Marcelo la veía poco. Se había hecho novia de un muchacho de su misma tendencia política. La Triple AAA mataba cada vez más militantes. Marcelo sufría por su hija. Se preguntó que iba a hacer él si la llevaban presa. ¿Qué tenía en su vida además de su hija? Muy poco, se dijo. Ella le daba sentido. Sus cosas habían fracasado. Quizá fuese un buen momento para escribir un ensayo. Estaba siendo testigo de un momento histórico importante. Había nacido en 1928, como el Che, y llevaba una chispa rebelde oculta dentro suyo. Sus clases de historia argentina eran muy populares. Sus estudiantes celebraban sus ideas.
Evangelina dejó su casa. Ya no vivía con la madre. Se fue a vivir con varios amigos. Compartían una casa grande en Palermo. Finalmente llegó el golpe del 76. Los militantes entendieron que se venía la pesada. Los militares empezaron a secuestrar gente. Un día Marcelo fue a buscar a su hija a su casa en Palermo y ya no estaba. Un amigo de su novio le dijo que se habían ido, por cuestiones de seguridad. El Ejército los estaba persiguiendo. Le pidió por favor que le dijera a Evangelina que necesitaba verla. Que se pusiera en contacto con él. Un día salía de dar clase en el Colegio cuando vio al novio de su hija en la esquina. Le hizo señas. Marcelo se acercó. Le dijo que lo iba a llevar adonde estaba Evangelina para que la viera. Los esperaba un auto. Se subieron y anduvieron un buen rato. Llegaron a una casa en el sur de la ciudad. Era una calle arbolada. Su hija salió a recibirlo, se abrazaron largamente. Le dijo que no sabía cuántas veces iba a poder verlo en el futuro cercano. Era muy peligroso ver familiares. Quería decirle que lo quería mucho y había sido muy importante para ella. Le confesó que tenía confianza en la lucha, y que había heredado de él el temple y el amor a la verdad. Marcelo sintió que quería llorar, pero optó por apretarle la mano.
Después lo regresaron hasta la parada del ómnibus y se volvió solo. Pasaron meses sin que la volviera a ver. Un profesor amigo le dijo que la situación se estaba poniendo imposible para los militantes. El Ejército secuestraba, torturaba, asesinaba. No se sabía cuántos habían caído. Las organizaciones políticas luchaban a muerte.
Se planteó qué haría si le pasaba algo a su hija, si la encarcelaban, si la torturaban. ¿Y si la mataban? No estaba preparado para algo así. Se dijo que la vida de su hija valía mucho más que la suya. Tenía que defenderla. ¿Pero cómo? ¿Cómo? Como fuera, pensó. Quizá lo mejor sería dejarse llevar por la desesperación. Comprarse un arma. Prepararse para defender la vida. Pero no se sintió capaz. Era más fácil dejarse matar que herir a alguien. Era incapaz de ninguna violencia. Y el mundo en que vivía llamaba a la acción. El no estaba preparado. Si apresaban a su hija iría a rescatarla, a defenderla. Nadie podría hacerle mal.
El día tan temido llegó. Recibió una llamada telefónica de su ex-mujer. Le dijo que habían secuestrado a su hija. Trató de averiguar más. Su ex-mujer no sabía nada. Quiso volver a la casa donde se había encontrado con su hija, pero no pudo reconocerla. Finalmente recibió una llamada del novio de ella. Le dijo que la habían herido y se la habían llevado a la Escuela de Mecánica de la Armada. Temían por su vida. Pensó en el sufrimiento de Evangelina, ¿la torturarían aun estando herida?
Estuvo toda la noche pensando qué hacer. Llamó a uno de sus compañeros de trabajo. Le confirmó que en la Escuela de Mecánica de la Armada tenían a militantes presos. Había gran cantidad de desaparecidos. Era febrero de 1977. Le dijo que iba a ir allí a preguntar por su hija. El otro le advirtió que era demasiado arriesgado. Podía no salir. Torturaban y había familiares de los militantes que también habían desaparecido. Marcelo lo pensó. ¿Podía él aceptar que su hija no regresara, no verla más? ¿Qué era su vida sin ella? Tantos años de verla crecer. No sabía qué podía pasarle, pero decidió ir. Nunca había hecho nada que valiera la pena. Quizá esa fuera su única cuota de valor, pero lo justificaba. Se sintió fuerte. Sintió indignación. Sintió coraje. Sintió ganas de ir y enfrentar al Ejército, insultarlos, agarrar a algún oficial a trompadas.
Finalmente se tomó el 29 y fue hasta la Escuela de Mecánica de la Armada. Se presentó a la guardia.
-Soy el padre de Evangelina Casares – les anunció - Me dijeron que mi hija puede estar aquí.
Los dos soldados de guardia se miraron. Uno agarró el teléfono.
-Aquí hablan de la guardia. Un señor busca a una tal Evangelina Casares. Dice que es el padre.
Al rato aparecieron dos hombres de uniforme. Uno se presentó.
-Soy el Capitán Acosta. ¿Ud. busca a Evangelina Casares?
-Sí señor - le respondió con firmeza.
-Pase, pase, yo le voy a mostrar dónde está la señorita Evangelina Casares.

Caminaron hacia el edificio encolumnado de la Escuela. Contempló los pinos que flanqueaban el frente. Estaba oscureciendo. Respiró hondo, para darse valor. Sintió que en pocos momentos más se iba a encontrar con su hija. Sospechaba lo que podía pasarle. Se dijo que no tenía miedo.


Alberto Julián Pérez, Cuentos argentinos 
(Lubbock: Ed. Riseñor, 2015): 130-40.