de Alberto Julián Pérez ©
En mayo de
1964 comenzaron las huelgas en Villa Constitución. Primero pararon los obreros
de Acindar, y pronto los siguieron los de Marathon, Metcon y Villber. Ernesto
Galván, uno de los héroes de nuestra historia, trabajaba en Acindar desde hacía
tres años. Entró poco después de terminar el servicio militar en Rosario. Tenía
veinticinco años y era peronista. Su padre, Juan, también era obrero de
Acindar. La fábrica tenía más de mil obreros. El padre y el hijo no se
encontraban necesariamente en el trabajo, estaban en secciones diferentes. En
realidad, había más cosas que los separaban. Su padre era Radical, siempre
había defendido al irigoyenismo y a Balbín. Su partido había ganado las
elecciones presidenciales en 1963. El viejo Illia estaba en el poder y, aunque
Juan prefería al chino Balbín, defendía su gobierno. Los radicales decían que
iban a salvar al país. No había demasiados obreros radicales en la fábrica,
eran casi todos peronistas, y a los radicales los trataban de “contreras” y
“acomodados”.
Juan Galván
había nacido en Rosario. Tenía 55 años. Se fue a vivir a Villa Constitución
cuando se casó con Elisa. El padre de Juan también había sido Radical, de los
de Irigoyen. Cuando llegó el peronismo, en los cuarenta, Juan ya era un hombre
de más de treinta años. Perón se llevaba bien con el ala radical de FORJA, que
lo apoyó, pero formó su propio partido. Juan siguió siendo Radical, como su
padre. Si bien le interesaba la política, no era un militante activo. Estaba
apegado a la rutina de la vida diaria. Cuando abrió Acindar en Villa
Constitución estuvo entre los primeros seleccionados para trabajar en la nueva
fábrica. En Argentina no había otra igual. Era la fábrica de acero más moderna
del país.
Su esposa,
Elisa, era una mujer paciente y bondadosa. De jóvenes se llevaban bien. Pero
Juan fue cambiando y, en los últimos años, la relación se había vuelto
distante. Era un hombre más bien osco, no le gustaba hablar mucho. Cuando
volvía de la fábrica escuchaba la radio y se ponía a leer el diario. Compraba
“La Capital” de Rosario. Para él era algo así como la Biblia. Lo leía cada día,
al menos media hora. Era lo único que leía.
En la pequeña ciudad había un comité del
Partido Radical. Lo manejaba el almacenero Rodena. Cada tanto Juan iba al
almacén a visitarlo y jugaban al truco. Una vez al año, por lo menos, hacían un
asado e invitaban a las esposas. Era como un club de barrio. Los militares, que
perseguían a los peronistas, habían sido tolerantes con los radicales. Y en
esos momentos, con Illia en el poder, Juan sentía que al final les había tocado
volver al gobierno.
Villa Constitución
había crecido y en esa época pasaba los 20.000 habitantes. Además estaba muy
cerca de Rosario. Los villenses tenían su mundo. Elisa, la mujer de Juan, había
nacido y vivido siempre en Villa Constitución. Había conocido a quien sería su
marido en los bailes de carnaval del Club Provincial de Rosario en 1933. Tenía
23 años. Se pusieron de novio y se casaron en 1937. Ella quiso quedarse a vivir
en Villa. Allí estaban sus padres, y Rosario le parecía demasiado grande. Juan
no había sido su primer novio, pero sí el que más había querido. En 1939 nació
Ernesto, y en 1941 Rosa, su hija.
Por las mañanas trabajaba en una panadería
para ayudar a su marido. Su madre le cuidaba los chicos. Tiempo después Juan le
dijo que ya no hacía falta que siguiera trabajando. En Villa Constitución se
vivía con muy poco. Con lo que él ganaba era suficiente para mantener la casa.
El padre de Elisa siempre les traía verduras de su huerta. Juan conseguía
huevos baratos y embutidos caseros en las chacras. Alquilaban una antigua casa chorizo
de tres piezas. Los chicos ocupaban una pieza grande, ella y su esposo otra y
la tercera les servía de sala para las visitas. Comían por lo general en la cocina
y los fines de semana Elisa ponía la mesa en la sala. Al atardecer, después del
trabajo, se sentaban en el patio a charlar y tomar mate. Los chicos, a veces,
llevaban la mesa de la cocina al patio para hacer allí los deberes.
Su hija fue
la primera que se casó, a los 20 años. Su hijo tenía novia, pero por el momento
no planeaba casarse. Era una relación reciente. Cuando su hija le anunció su
casamiento, se dio cuenta lo mucho que había engordado con el paso de los años.
No le entraba ningún vestido. Su marido le dijo que no le importaba que
estuviera gorda, la quería igual. Hacía mucho tiempo que Elisa y su esposo no
tenían una buena vida sexual. Se habían ido olvidando del amor. Más le gustaba
el compartir. Siempre escuchaban radio juntos. Ella amaba los radioteatros. El
le prometió que pronto le iba a comprar un televisor. Elisa casi no se enteró
de todos los cambios que habían ocurrido en el país: la caída de Perón, el
gobierno de Aramburu, el de Frondizi, el de Illia. La política mucho no le
interesaba. Ella estaba dedicada a su familia. En Villa Constitución había bastante
trabajo, allí tenían como ganarse el pan. Ernesto, su hijo, era un muchacho
inquieto. Había terminado la secundaria, pero no quiso estudiar en la
universidad. Prefirió trabajar en Acindar con su padre. Su familia era una
familia obrera. Su hija se había casado con un obrero de Marathón, y ella también
trabajaba allí, en las oficinas de la fábrica. Villa era una ciudad enteramente
proletaria: el puerto, el ferrocarril, las fábricas.
Ernesto
había empezado a militar en el peronismo a los dieciocho años. Fue durante 1957,
en plena Resistencia. El General había ordenado que empezaran los ataques
contra el régimen militar. Villa era uno de los cuarteles obreros de la
resistencia popular. Los militantes empezaron a poner “caños” en Rosario, en
Villa Constitución y en San Nicolás. Era el corredor industrial más importante
del país. La represión no se hizo esperar. Operaban en la clandestinidad y
todas las reuniones eran secretas. Tenían que cuidarse mucho. Había infiltrados
de la patronal y policías que espiaban. Ese ambiente peligroso y clandestino le
atrajo a Ernesto. Tenía espíritu de aventura. Le gustaba ser obrero. Idealizaba
a los compañeros más militantes. Eso lo fue distanciando de su padre, a quien
consideraba un conformista.
Se reunía con
los muchachos para leer las cartas que enviaba Perón. Tenían un ejemplar de La fuerza es el derecho de las bestias.
Después les mandaron Los vendepatria
de Venezuela. Se encontraban por las noches para leerlo. El jefe del peronismo
en Villa Constitución era Antonio López. El había dirigido la Unidad Básica desde
antes del golpe de 1955 y estuvo preso a la caída de Perón. Luego lo
reincorporaron a la fábrica y organizó a los peronistas en la clandestinidad.
Era un hombre viejo, que había nacido
con el siglo, y en 1964 se acercaba a la jubilación. Pero conservaba todo el
fuego y la mística de viejo luchador. Era un gran orador y había leído mucho.
Era un hombre feo, muy flaco, narigón, no muy alto, pero tenía carisma. Cuando
hablaba, algo en él se transformaba. Cuando él leía las cartas y las órdenes
secretas de Perón se hacía un silencio religioso. Había nacido para líder.
Ernesto lo admiraba.
Pasaron
cosas en el Peronismo: después de la traición de Frondizi, los militantes
empezaron a pedir que el General regresara al país clandestinamente. Era
absurdo que su líder estuviera en España. El pueblo lo reclamaba. Villa
Constitución, decía Antonio, tenía puesta la camiseta peronista. Los militantes
de los otros partidos eran minoría. Había pequeños comités de radicales y
comunistas. Los domingos, los peronistas se reunían para escuchar los partidos
de fútbol (eran casi todos “canallas” centralistas, y unos pocos de Newels) y
hablaban de política. Se rumoreaba que la CGT planeaba una huelga general.
Después se dijo que la cosa era más seria. El General había ordenado la toma de
fábricas en todo el país. Parecía una locura, pero los peronistas podían
hacerlo. El gobierno de Illia era débil. Los militares y la iglesia lo
digitaban a gusto. Todas las fuerzas gorilas se habían unido para atacar al
pueblo. Los peronistas leían las columnas de Jauretche, que delataba a los
cipayos y a los vendepatria.
Finalmente en
mayo de 1964 comenzaron las movilizaciones que culminarían en las tomas de las
fábricas. Los militantes de Acindar empezaron a agitar a sus compañeros. A las
nueve de la mañana leyeron un comunicado del General Perón, que afirmaba que
los vendepatria se habían apoderado del país, y que el gobierno no representaba
al pueblo. El pueblo, dijeron, era peronista, y estaba proscripto por los
gorilas, igual que su jefe. Reclamaban el regreso de Perón al país, y la
renuncia del gobierno ilegítimo. La Confederación General del Trabajo de Villa
Constitución exigía libertad política plena para el peronismo, y el fin de la
proscripción.
Un obrero
pidió la toma del establecimiento y todos aprobaron. Un grupo se dirigió a las
oficinas del personal jerárquico y les anunció que la fábrica estaba tomada. La
CGT respaldaba el paro nacional. Todas las fábricas y establecimientos
comerciales del país se estaban plegando a la medida. Ordenaron apagar los
hornos, a pesar de las quejas de los ejecutivos, que amenazaban con llamar al Ejército.
Establecieron piquetes de guardia en las puertas de acceso para evitar que
entrara la policía.
Ernesto
formaba parte de la comisión interna de la fábrica. Juan, su padre, se
encontraba manejando una grúa en el muelle de Acindar sobre el Paraná, cargando
láminas de acero en un barco, en el momento en que apagaron los hornos. Al
enterarse, decidió no sumarse a la protesta. El era radical y ese paro trataba
de desacreditar a su partido, que estaba en el poder. Era un sabotaje de Perón
contra Illia. Salió de la fábrica y se dirigió a su casa. Llegó furioso. Su
mujer, al verlo así, trató de calmarlo. Decía que estaban locos y que los iban
a fajar. Si no liberaban pronto la fábrica, iban a empezar los tiros. Su mujer
preguntó por su hijo. Juan le preguntó a su vez si no sabía “lo que era Ernesto”.
Su mujer le dijo que qué quería decir. “¡Peronista, tu hijo es peronista! ¡Yo
soy radical”, gritó Juan, “y tu hijo es un contreras!” Elisa le dijo que iba a
la fábrica a ver lo que pasaba. Su esposo le pidió que no fuera, era peligroso,
iba a llegar la policía y el Ejército, pero no le hizo caso. Se abrigó bien y
salió.
En el
camino encontró a otras mujeres que caminaban hacia la fábrica. Pronto se formó
una columna. Al llegar vieron que la policía se había estacionado frente a la
puerta principal, que estaba cerrada por dentro. Las mujeres hablaban entre sí.
Decían que la ocupación iba a durar sólo unas horas. Un delegado salió y le
dijo a la policía que la toma terminaba a media noche, y el turno de la noche
podría entrar a trabajar. Dijeron que los empleados jerárquicos estaban
seguros. Los estaban custodiando. Pronto les iban a dar un comunicado. Después
de un par de horas Elisa decidió volver a su casa y regresar más tarde. Tenía
frío y eso iba a durar todo el día.
Llegó a su
casa y preparó algo de comer. Decidió llevarle comida en una ollita a su hijo
más tarde. Su esposo le dijo que no la iba a necesitar, seguro que los que
decidieron la ocupación habían calculado todo. Volvieron a discutir. Después de
comer se acostó un rato. Quería estar preparada para lo que pudiera ocurrir. Si
tenía que quedarse toda la noche frente a la fábrica se iba a quedar. Regresó
al anochecer. Al llegar, vio los fuegos que habían encendido los familiares que
aguardaban afuera de la fábrica en unos tambores vacíos para calentarse. Decían
que adentro estaban negociando. Uno tenía una radio portátil. Las radios de
Rosario informaban que había más de 500 establecimientos industriales tomados
en el país. Todo era parte del plan de lucha peronista. El Ministro del
Interior hizo un llamado a la concordia. Dijo que las ocupaciones eran ilegales
y que si los trabajadores no desocupaban rápidamente los lugares de trabajo se
los iba a echar sin indemnización y se iban a hacer juicios penales contra los
cabecillas. Advirtió que si dañaban las máquinas en los establecimientos
fabriles cometerían un delito contra la propiedad y los responsables serían
apresados y juzgados.
A las doce
de la noche se corrieron rumores de que se iban a abrir las puertas para que salieran
los obreros. Habían llegado refuerzos policiales de San Nicolás y de Rosario, y
un batallón de infantería rodeaba la fábrica. Los delegados dijeron a la
policía que la salida iba a ser pacífica y que hicieran espacio y no provocaran
a los obreros. Todas las mujeres y familiares aguardaban con ansiedad. Había
tanquetas y carros hidrantes y los policías estaban muy nerviosos. Abrieron las
puertas y empezaron a salir las columnas de obreros. Todo iba bien hasta que cantaron
“La Marcha Peronista”. Apenas escucharon “Los muchachos peronistas/ todos
unidos venceremos”, los policías presionaron el cerco contra ellos. Se produjo
un forcejeo y empezaron los insultos. Los policías daban bastonazos. Algunos
obreros estaban armados con palos y empezó la pelea. El Ejército no se metió.
Los obreros se defendían a palazos y trompadas. Elisa y todos los que miraban
retrocedieron. De pronto, de lejos, Elisa vio a su hijo. Gritó llamándolo, pero
era imposible que la escuchara. Junto a otros compañeros se enfrentaba a la
policía. Una tanqueta lanzaba chorros de agua contra ellos. Los policías trataban
de separar a los trabajadores de su grupo, los esposaban y los metían por la
fuerza en un blindado. De pronto un policía se acercó a Ernesto y le pegó un
palazo fuerte. Ernesto cayó al suelo. Elisa lo vio todo. Estaba sin aliento.
Entre dos policías lo llevaron arrastrando a un celular. El camión hidrante
avanzó hacia la gente que miraba para que retrocediera. No querían testigos.
Los vecinos se fueron mezclando con los obreros que lograban escapar. Se fueron
retirando. El Ejército avanzó en orden lentamente contra la multitud para
despejar el lugar. No debía quedar nadie en las inmediaciones de la fábrica. Trabajadores
y familiares caminaron hacia el centro de la ciudad. La policía cerró las
puertas de ingreso de Acindar. Adentro sólo quedó el personal jerárquico.
Pronto partieron los celulares con los presos hacia la comisaría.
Elisa no
sabía qué hacer. Habló con las otras mujeres. Tenían que encontrar ayuda. Había
que liberar a los presos. Una señora le dijo que a esa hora no podían hacer
nada, convenía aguardar hasta el día siguiente. La señora le pidió su dirección,
su hijo también estaba preso. Apenas supiera algo pasaba a avisarle. Elisa
llegó a su casa de madrugada. Su esposo la esperaba en la puerta. Estaba muy
nervioso. Le dijo que Ernesto se lo tenía bien merecido, y que no se
preocupara, que no le iba a pasar nada. Elisa se puso a llorar. Nunca hubiera
pensado que su esposo pudiera ser tan bajo. Se fue a acostar al dormitorio de
su hijo, no quería estar cerca de su marido.
A la mañana
temprano la señora con la que había hablado la vino a buscar. Dijo que había
una reunión a la que podían asistir. Fueron al centro de la ciudad y entraron
en una mueblería. En el fondo había un grupo considerable de personas reunido.
Estaba hablando un hombre muy flaco, de nariz prominente. Era Antonio. Elisa,
al verlo, se sintió impactada. Antonio levantó su mano derecha con el puño
cerrado y su voz, de un calibre perfecto, sonó como un metal bien templado.
“Somos peronistas”, dijo, “la toma de la fábrica ha sido un éxito”. La patronal
y el gobierno, explicó, eran impotentes ante la protesta de los obreros.
“Nosotros somos el trabajo”, decía, “y sin nosotros la sociedad se hunde”. La
CGT estaba liderando la lucha. Perón había dado todo su apoyo a la actual
comisión directiva. Muy pronto iban a liberar a los que estaban presos, y el
comité de la fábrica no iba a permitir que se echara a nadie. Elisa se acercó a
él y se presentó, dijo que era la madre de Ernesto. Antonio había oído hablar
de ella a su hijo. Le apretó la mano con cariño y comprensión , y la miró a los
ojos. En ese momento Elisa se sintió bien.
A la noche
liberaron a los presos. Eran cerca de sesenta. Contaron que les habían pegado
“para que hablaran”. Querían saber los nombres de los cabecillas. Todos
contestaban que el líder era Perón, y que todos los problemas se iban a acabar
cuando levantaran la proscripción contra el peronismo y el General volviera al
país. Elisa abrazó a su hijo. Estaba
orgullosa de él. Los compañeros rodearon a Antonio. Cuando vio a Ernesto,
Antonio lo abrazó. “Tu madre es una valiente”, le dijo. Elisa y su hijo fueron
a su casa. Al entrar el padre empezó a criticar a Ernesto, le dijo que eran
unos locos. Ernesto no le contestó. Pronto se fueron a dormir todos. Al otro
día regresaron al trabajo. La fábrica otra vez estaba operando a pleno.
Ese fin de
semana la hija y su marido vinieron a visitar a sus padres. Los dos habían
estado en la ocupación de su fábrica, Marathon. La novia de Ernesto vino
también a la casa. Era una muchacha tímida y acababa de terminar la escuela
secundaria. Se pusieron a hablar de lo que había pasado durante el paro y la
ocupación. Juan estaba malhumorado y participó poco en la conversación. Todos
sabían lo que pensaba. Para él estaban saboteando al gobierno. Elisa le dijo a
su hijo, en voz baja, que la próxima vez que se reuniera con sus compañeros le
avisara, ella también quería ayudar. Ernesto se puso contento. El lunes le
avisó que se reuniría con los militantes de la Unidad Básica clandestina esa
noche en la mueblería. Quería ir con ella.
Madre e
hijo fueron a la reunión. La presidía Antonio. Ernesto le dijo que su madre
simpatizaba con las luchas obreras y quería colaborar con el movimiento.
Antonio le agradeció su presencia y le advirtió que había cierto peligro. “No
tengo miedo”, respondió Elisa. “Quiero ayudar a mi hijo”. Antonio le pidió un
número telefónico de contacto y Elisa le dio el de su casa. En la reunión hablaron
de la Resistencia. Antonio informó sobre la toma de fábricas en Rosario.
Después leyeron un mensaje de Perón y discutieron las estrategias a seguir.
Finalmente se despidieron y madre e hijo regresaron a su casa.
Dos días
después Antonio la llamó por teléfono. Le dijo que necesitaba una persona que
fuera a buscar unos volantes a Rosario. Le preguntó si se animaba y podía
contar con ella. Elisa le respondió que sí. El sábado le anunció a su esposo
que iba a visitar a su hermana a Rosario, y que volvía por la noche. Tomó el
colectivo y se bajó en el barrio de Tiro Suizo, al sur de la ciudad. Fue a la
dirección que le indicó Antonio y le dieron una caja con volantes. Elisa agarró
la caja y se fue a tomar el colectivo de regreso. Abrió la caja y leyó lo que
decía el volante. Hablaba de la Resistencia, del Plan de Lucha y citaba
palabras de aliento de Perón. Terminaba con el saludo peronista: Perón Vuelve.
Había que continuar la lucha.
Al llegar a
Villa Constitución, Antonio la estaba esperando en la parada del colectivo que
venía de Rosario. Le entregó la caja. Antonio le agradeció y la invitó a tomar
algo. Entraron en un café. Antonio le contó cosas de su vida. Le dijo que era
viudo, y que había empezado a militar en el 45. En el 55 lo habían encarcelado
durante varios meses. De joven había querido ser cura, pero su destino era ser
obrero. Se sentía bien ayudando a los otros. Elisa le dijo que a ella también
le gustaba ayudar. “Somos almas gemelas”, le respondió Antonio. Se despidieron,
y Antonio le dijo que le iba a hablar pronto.
Esa noche
Elisa se sintió extraña, y no sabía por qué. Se durmió, y tuvo un sueño que, al
otro día, al recordarlo, la hizo avergonzar. En el sueño era joven, y su marido
le estaba haciendo el amor. Era la noche de bodas. Pero la cara de su marido no
era la de Juan, sino la de Antonio. Lo reconoció por la nariz, y por la dulzura
de la voz. Miró lo que tenía entre las piernas, y vio que su miembro era muy
grande, a diferencia del de su marido.
A la mañana
siguiente se levantó con buen ánimo. Le habló con tacto a su esposo, que estaba
de mal humor. Juan había discutido con su hijo y se había quedado con bronca. Le
dijo a Elisa que, si Ernesto no iba a respetarlo, que se fuera de la casa.
Elisa se puso a llorar. Esa noche, durante la cena, padre e hijo volvieron a
discutir. Elisa le rogó a Ernesto que no le faltara el respeto a su padre.
El plan de
lucha continuaba en el país. Los peronistas estaban tomando fábricas en varias
provincias. Illia, en un discurso radial, llamó a la concordia y a la unión
entre los argentinos. Ernesto dijo a su madre que, mientras no regresara Perón,
no iba a haber paz en Argentina. A la semana siguiente hubo varias explosiones
en Rosario. La policía dijo que eran atentados con bombas caseras hechas con
caños, y responsabilizó a los peronistas. No hubo que lamentar víctimas.
Antonio
volvió a comunicarse con Elisa un día jueves. Su hijo y su marido estaban en el
trabajo. Antonio le preguntó si lo podía acompañar a Rosario a buscar “material”.
De paso, podían charlar. El había pedido el día en la fábrica por “razones de
familia”, volverían antes de la noche. Se encontraron en la estación de
colectivos. Apenas se vieron, empezaron a hablar como viejos amigos. Elisa se
fue vestida con cierta elegancia. Llevaba un tapado negro que disimulaba su
gordura y se maquilló los ojos. En el viaje conversaron poco de política.
Antonio le decía cosas graciosas, estaba contento. Empezaron a reírse como dos
jóvenes. Llegaron a Rosario y tomaron un taxi al barrio Echesortu. Tocaron
timbre en una casa de dos pisos. Los recibieron. Antonio presentó a Elisa como
“una compañera”. Les entregaron dos cajas con documentos. Salieron. Antonio invitó
a Elisa a tomar algo en el centro.
Fueron al
bar Manhattan. Ella pidió un remo y un Carlitos, tenía hambre. Conversaron. El
le preguntó cosas de su vida. La miraba a los ojos y la trataba con ternura.
Elisa se dio cuenta que se estaban enamorando y se sintió ridícula. Era una
mujer vieja y estaba casada. Pensó que había vivido por más de veinte años con
su marido y posiblemente no lo había querido. O el amor se fue terminando, y lo
que pasó durante la toma de la fábrica fue el golpe de gracia. Ya no sentía
respeto por Juan.
Fueron a
caminar al monumento a la bandera y a la estación fluvial. Se apoyaron en una
baranda para mirar el río. Allí Antonio la tomó de la mano, y ella no se la
retiró. Después la besó. Elisa sintió que le estaba pasando algo maravilloso.
Al regreso pasaron por la Catedral. Antonio quiso entrar. Le dijo que era muy
católico, y que Perón también lo era. Le tomó la mano y rezó por ellos en voz
alta. Le pidió a Dios que los comprendiera y los perdonara.
Varios días
después volvieron a verse. Antonio le pidió que fueran a su casa. Sabía lo que
significaba. Quería tener sexo. Se sentía ridícula. ¿Cómo iba a mostrar su
cuerpo gordo y deformado? Pero fue. Antonio le sirvió ginebra. Pasaron al
dormitorio. Hacía décadas que no estaba con otro hombre que no fuera su marido.
Ella le pidió que apagara la luz. Se desnudó y se metió en la cama. De pronto
sintió el cuerpo de Antonio encima del suyo. Tenía un gran miembro. Gozaba como
un hombre joven. Era delgado y se mantenía ágil. Elisa sintió su nariz
prominente acariciándole el rostro y después descendiendo a sus pechos. Le dio
vergüenza y quiso retirarlo. Después él bajó a sus entrepiernas y ella cerró
las piernas. Nunca se lo habían hecho antes. Se sintió una tonta y tuvo ganas
de llorar. Con mucho esfuerzo se vinieron los dos. Después, cubiertos con las
frazadas, encendieron la luz y se pusieron a hablar. Vio que Antonio tenía los
ojos iluminados: era el amor. Le pareció buen mozo, y su nariz no tan grande.
Se pusieron a hacer chistes. El le dijo que era linda, y ella le insistió que
era gorda. “Yo soy demasiado flaco”, dijo él, “no tengo más que piel y huesos”.
“A mí me gusta como sos”, le respondió ella. Empezaron a acariciarse y a
besarse. Ella se preguntó qué pensaría su hijo si se enteraba, creería que su
madre era una cualquiera.
Esa noche
regresó a su casa contenta. Pensó que esa situación era anormal, y no podía
continuar por mucho tiempo. Su marido quiso hacer el amor y ella sintió
repugnancia, pero le dejó que lo hiciera, no quería que se diera cuenta que estaba
viviendo otra cosa. Elisa no tenía confidentes, ni verdaderas amigas, en Villa
Constitución. Era un pueblo grande. La gente era mal intencionada y chismosa,
sobre todo las mujeres. Algo dentro suyo le quemaba, necesitaba hablarlo con
alguien, se sentía mal. No se animaba a decírselo al cura o a confesarse. La
había conocido por años y conocía a su marido. No tenía cara para decírselo.
Finalmente optó por tomarse un colectivo e irse a San Nicolás. Allí nadie sabía
quién era. Entró en una iglesia y se confesó. Le dijo al cura que sentía mucha
vergüenza, que no entendía lo que había pasado y que se sentía mal. El cura le
aconsejó que dejara a Antonio. El matrimonio era de por vida. Debía resignarse.
Ella le aseguró que ya no amaba a su marido. “El amor no es todo en el
matrimonio”, dijo el confesor. “Te ha dado hijos. Piensa en el amor de dios,
que a la larga es el que cuenta.”
Elisa
regresó a Villa Constitución más angustiada de lo que había salido. Durante
todo junio se vieron semanalmente con Antonio. El estaba enamorado, le ofreció
irse a vivir juntos a Rosario. Se iba a jubilar en unos pocos meses. Elisa no
aguantó más y decidió hablar con su hijo. Necesitaba que él lo supiera. Era el
único que podía comprenderla. Ernesto la abrazó y le dijo que estaba contento
por ella. Su padre no la merecía, y Antonio era un gran líder. Se hablaba de
que lo iban a llevar a Buenos Aires para ocupar un puesto importante en el
comité central del movimiento. El General se estaba preparando para regresar al
país. En unos meses más caerían los radicales, habría una revolución.
La relación
con su marido se fue deteriorando. Una vez lo llamó cobarde, y Juan la
abofeteó. Ella se puso a llorar, y su hijo se abalanzó contra su padre y gritó
que si volvía a tocarla lo iba a golpear. Su padre dijo que él había sido un
buen padre y un buen marido, que había hecho todo por su hogar, y ahora lo
trataban como a un perro. El tenía ideales, creía en el gobierno radical.
Elisa pensó
que en Villa había gente que se estaba dando cuenta o sospechaba de su
situación. Antonio alquiló un cuarto en una pensión de Rosario, cerca de la
Estación de Omnibus. Empezaron a viajar y verse allá. El viaje demoraba una
hora. Salía por la mañana y regresaba antes que terminara el turno de la
fábrica de su esposo. Antonio pedía el día, sin goce de sueldo. Decía que tenía
algunos problemas médicos. Y era verdad, tenía angina de pecho, su corazón
estaba algo delicado.
Elisa se sentía
bien. Comprendió que no había sido feliz en su vida antes. Juan y ella no
tenían mucho en común. Lo único que le agradecía eran sus hijos, chicos maravillosos.
Ernesto era la persona más noble del mundo. Pensó en separarse de su esposo. En
escapar con Antonio, como si fueran adolescentes. Pero sabía que no se iba a
atrever, su esposo la buscaría y le pediría que volviera, y ella sentiría
lástima y regresaría con él. Ya era tarde para ellos.
A las dos
semanas Antonio tuvo una descompensación cardíaca y lo internaron. La
ambulancia fue a buscarlo a la fábrica y lo llevó al hospital. Ernesto lo fue a
visitar allí. Estaba rodeado de dirigentes del partido. Ernesto le hizo un
gesto, en señal de complicidad, dándole a entender que su madre le mandaba
saludos, y a Antonio se le humedecieron los ojos. A los dos días había
fallecido. Lo velaron en la funeraria de la ciudad. Hubo un desfile de
militantes y dirigentes frente a su féretro. Elisa le pidió a su hijo que la
acompañara, quería verlo por última vez. Fueron juntos. Los que rodeaban el
féretro se hicieron a un lado cuando la vieron. Elisa le aferró el brazo a su
hijo y se apoyó en él. Sintió que desfallecía. Luego volvieron a su casa y se
puso a llorar amargamente. Su hijo no sabía cómo consolarla.
Durante los
días siguientes casi no se levantó de la cama. Estaba deprimida y lloraba. Su
esposo, que no se dio cuenta de nada, quiso llamar al médico, pero ella se
negó. Finalmente logró levantarse.
A
principios de agosto ya se sentía mejor. Un domingo su hijo invitó a su novia a
almorzar con ellos. Querían darles una buena noticia: Graciela estaba
embarazada y se iban a casar. Su madre lo abrazó emocionada. Le dio gracias a Dios.
Juan abrazó a su hijo y después a su mujer. Se tomaron de la mano. “¿Viste
Elisa que Dios es bueno?”, le dijo. Elisa asintió.
Se
quedarían solos en la casa. Quizá le conviniera buscarse un trabajo. Le gustaba
la repostería. Le dijo a Juan que iba a preparar tortas para venderles a las
esposas de los compañeros de la fábrica. Así se ganaría unos pesos. Juan le
dijo que no era necesario. Ella le respondió que quería ser independiente y
tener su propio dinero para hacerle regalos a su nieto. Al primero, y a los que vinieran después. Ya era hora de que también su hija le diera nietos. Juan le
dijo que a él le iba a gustar ser abuelo.
Esa noche
durmieron abrazados. El quiso hacer el amor, pero ella no quiso. Le preguntó a
su marido si él creía que en la vida había que resignarse. Juan le dijo que en
cierto modo sí, cuando uno era viejo ya había vivido lo suyo. Ya no se podía
empezar de nuevo. Pero a ellos, gracias a dios, no les faltaba nada.
Alberto Julián Pérez, Cuentos argentinos. La sensibilidad y la pobreza. Lubbock: Ed. Riseñor, 2015, págs. 117-129