de Alberto Julián Pérez ©
A este bar del
centro donde vengo a ocultarme
llegan, por la
noche, unas viejas vedettes.
Trabajan aquí
cerca, en un teatro de mala muerte.
Una vez,
curioso, fui a verlas actuar. Estaban
radiantes, sobre
el escenario, vestidas de lentejuelas y de plumas.
Sus carnes
desbordaban sus trajes.
El público,
jocoso, se burlaba de sus cuerpos deformes.
Ellas, diosas
histéricas, sufrían las humillaciones
y miraban con desprecio a la platea
de adolescentes
imberbes y hombres solos.
No renunciaban a
nada.
Se aferraban a
sus cuerpos, antes gloriosos,
y seguían
representando su papel inverosímil.
Bailaron,
cantaron, mostraron el culo,
exhibieron sus
tetas fofas.
Luego del show
vinieron al bar,
esta extraña
escuela de condenados.
Aquí, las vedettes,
que una vez lo tuvieron todo:
amor, belleza,
dinero,
quedaron indefensas,
bebiendo su copa,
fuera del
escenario y de las luces.
Esas pobres
mujeres me hicieron pensar
en la poesía desvalida
de nuestro tiempo.
En los poetas
grotescos
que cantan y
celebran la fealdad del mundo,
con expresión
grosera, y son el hazmerreír de muchos.
No tienen
vergüenza de exhibirse. Otrora soñaron
en un mundo
perfecto, lírico, elevado, sin limitaciones.
Pero pasó el
tiempo y nunca llegó la palabra iluminada
ni la
inspiración salvadora. Ahora rinden culto a la vida
y se arrepienten
de sus sueños reaccionarios.
También pensé en los otros, sus enemigos,
que, a
diferencia de las viejas cocottes,
no saben vivir en la cruel realidad
y se refugian en
un paraíso imaginado.
Los poetas
burgueses, que cantan al amor salvador
y los
sentimientos nobles en versos elevados. Esos que ignoran
el infierno, que
no conocen la caída
ni sienten compasión
por la fragilidad humana.
El espíritu,
finalmente, me dije, será el que nos guíe
por este
desierto, solos ante la duda.
El espíritu
poético, ese aura inmaterial
que viaja por el
tiempo,
y llega en el
lenguaje y nos eleva, y es el espíritu santo.
Miré a mi
alrededor, alcé mi copa y brindé por las vedettes.
Ellas me
devolvieron la cortesía.
Luego nos
quedamos bebiendo en silencio.
La disciplina
del alcohol me ayudó a ensimismarme.
Recordé un sueño
recurrente que tengo
en el que me
hundo en lo más hondo
y emerjo en un
espejo. Allí, desesperado, me contemplo
y me arranco a
pedazos la piel del rostro.
Era sólo una
máscara, descubro, y detrás
encuentro otra y
otra…
Vivimos
escapando de nosotros mismos
y poco a poco, sin saberlo,
nos acercamos a
eso que somos.
Bebimos la
última ronda de alcohol suicida.
Cerró el bar y
salimos a la calle, ya bautizados.
La oscuridad nos
acogió, en su anonimato generoso.
Nos alejamos sin
despedirnos. Solos en nuestra ley
los
incorregibles. Héroes también
de la soledad y
del fracaso.
Ya el mundo me
dolía menos
y estaban
prontas a abrirse
las puertas del
sueño y del olvido.
Publicado en The Crow Magazine No. 2 - Octubre 2015 - Web.
Publicado en The Crow Magazine No. 2 - Octubre 2015 - Web.
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