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jueves, 8 de octubre de 2015

El bar de las viejas vedettes



de Alberto Julián Pérez ©



A este bar del centro donde vengo a ocultarme
llegan, por la noche, unas viejas vedettes.
Trabajan aquí cerca, en un teatro de mala muerte.
Una vez, curioso, fui a verlas actuar. Estaban
radiantes, sobre el escenario, vestidas de lentejuelas y de plumas.
Sus carnes desbordaban sus trajes.
El público, jocoso, se burlaba de sus cuerpos deformes.
Ellas, diosas histéricas, sufrían las humillaciones
 y miraban con desprecio a la platea
de adolescentes imberbes y hombres solos.
No renunciaban a nada.
Se aferraban a sus cuerpos, antes gloriosos,
y seguían representando su papel inverosímil.
Bailaron, cantaron, mostraron el culo,
exhibieron sus tetas fofas.
Luego del show vinieron al bar,
esta extraña escuela de condenados.
Aquí, las vedettes, que una vez lo tuvieron todo:
amor, belleza, dinero,
quedaron indefensas, bebiendo su copa,
fuera del escenario y de las luces.
Esas pobres mujeres me hicieron pensar
en la poesía desvalida de nuestro tiempo.
En los poetas grotescos
que cantan y celebran la fealdad del mundo,
con expresión grosera, y son el hazmerreír de muchos.
No tienen vergüenza de exhibirse. Otrora soñaron
en un mundo perfecto, lírico, elevado, sin limitaciones.
Pero pasó el tiempo y nunca llegó la palabra iluminada
ni la inspiración salvadora. Ahora rinden culto a la vida
y se arrepienten de sus sueños reaccionarios.
 También pensé en los otros, sus enemigos,
que, a diferencia de las viejas cocottes,
 no saben vivir en la cruel realidad
y se refugian en un paraíso imaginado.
Los poetas burgueses, que cantan al amor salvador
y los sentimientos nobles en versos elevados. Esos que ignoran
el infierno, que no conocen la caída
ni sienten compasión por la fragilidad humana.
El espíritu, finalmente, me dije, será el que nos guíe
por este desierto, solos ante la duda.
El espíritu poético, ese aura inmaterial
que viaja por el tiempo,
y llega en el lenguaje y nos eleva, y es el espíritu santo.
Miré a mi alrededor, alcé mi copa y brindé por las vedettes.
Ellas me devolvieron la cortesía.
Luego nos quedamos bebiendo en silencio.
La disciplina del alcohol me ayudó a ensimismarme.
Recordé un sueño recurrente que tengo
en el que me hundo en lo más hondo
y emerjo en un espejo. Allí, desesperado, me contemplo
y me arranco a pedazos la piel del rostro.
Era sólo una máscara, descubro, y detrás
encuentro otra y otra…
Vivimos escapando de nosotros mismos
y  poco a poco, sin saberlo,
nos acercamos a eso que somos.
Bebimos la última ronda de alcohol suicida.
Cerró el bar y salimos a la calle, ya bautizados.
La oscuridad nos acogió, en su anonimato generoso.
Nos alejamos sin despedirnos. Solos en nuestra ley
los incorregibles. Héroes también
de la soledad y del fracaso.
Ya el mundo me dolía menos
y estaban prontas a abrirse
las puertas del sueño y del olvido.

Publicado en The Crow Magazine No. 2 - Octubre 2015 - Web.

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