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jueves, 9 de noviembre de 2023

Luis de Tejeda y el barroco rioplatense

                                                            Alberto Julián Pérez 


Luis José de Tejeda y Guzmán (Córdoba 1604 -1680) es el primer poeta criollo, educado y formado en el Río de la Plata, del que tenemos registro hasta hoy. La labor de numerosos estudiosos, a partir de 1916, ha hecho posible la publicación de su obra miscelánea. Debemos destacar entre estos a Ricardo Rojas, Enrique Martínez Paz, Pablo Cabrera y Jorge M. Furt. Gracias a este último contamos con una excelente edición crítica de su obra, publicada en 1947, bajo el título Libro de varios tratados y noticias.

El autor escribió el manuscrito que llegó a nuestras manos en circunstancias especiales, íntimamente relacionadas con su biografía. A comienzos de la década de 1660, acosado por sus enemigos políticos, decidió recluirse en el Convento de Santo Domingo en Córdoba. Allí profesó como fraile dominico y escribió su obra. Era un hombre de edad madura. Tenía cerca de sesenta años (Furt XIV).

Luis de Tejeda era descendiente de una de las familias fundadoras de la ciudad de Córdoba. Pertenecía a una élite privilegiada por su posición social y su fortuna. Su abuelo y su padre fueron militares. Él, igualmente, era oficial del ejército y participó en varias campañas. Su familia poseía poder y prestigio. Formaba parte de un nuevo sector social, que surgió y se desarrolló con la conquista. Los capitanes que establecieron la traza urbana de la ciudad y dominaron a los naturales, recibieron de la corona el derecho de poseer tierras, y obligar a los nativos a trabajar en ellas sin compensación. Los Tejeda eran encomenderos. Poseían vastos campos, dedicados a la agricultura y a la ganadería. Tenían importantes cantidades de indios encomendados y de esclavos.

Luis de Tejeda fue funcionario real en numerosas ocasiones: alférez y procurador general de Córdoba en 1634, varias veces alcalde ordinario y alcalde de primer voto, juez de apelaciones en 1637, capitán a guerra y teniente de gobernador, la autoridad máxima, en 1641 (Santiago 49). Era miembro del Cabildo y participaba en sus deliberaciones. Ostentó funciones políticas y judiciales. No le quedó por cubrir ningún aspecto del poder.

Como militar luchó en las guerras contra los indígenas de Chaco, Tucumán y Río Cuarto, y en las guerras en defensa de Buenos Aires. Los Tejeda tuvieron igualmente gran influencia en la vida religiosa de la ciudad (Martínez Paz 108). Su padre donó la casa familiar para construir en ella un convento carmelita y construyó la iglesia dedicada a Santa Teresa. A la muerte de su padre, en 1628, siendo el hijo primogénito, heredó de este sus feudos y encomiendas, y el patronato del monasterio de carmelitas descalzas. Su madre y sus hermanas se hicieron monjas carmelitas. A la muerte de su tía, en 1638, pasó a él el patronato del convento dominico de Santa Catalina.

En 1661, acosado por sus enemigos, entró en la orden de los dominicos. El convento era un espacio familiar. El tribunal de La Plata lo había condenado y ordenado que se confiscaran buena parte de sus bienes. Temía por su vida. Dentro del convento no tenía jurisdicción la ley civil. Los monjes quedaban sujetos a la legislación religiosa.

Durante su juventud y su madurez disfrutó de una existencia plena. Su autobiografía poética, dentro de las convenciones y los criterios literarios de la literatura de la época, muestra el amplio poder que tuvo en vida y los privilegios de que gozaban los señores y los caballeros. Don Luis recibió, además, la mejor educación que podía adquirirse durante la colonia. Tuvo una suerte providencial: Córdoba fue el único sitio, en el Río de la Plata, donde se estableció una universidad durante la época de la colonia. Fuera de Córdoba, la universidad más cercana estaba en la ciudad de La Plata, hoy Sucre, en territorio boliviano. Los habitantes de esta parte del Virreinato del Perú, estudiaban en Córdoba o en La Plata.

Luis de Tejeda fue parte de la primera camada de estudiantes que se recibió en la Universidad de Córdoba, fundada por la Compañía de Jesús. Entró en el Convictorio de los Jesuitas en 1612, continuó su formación en el Colegio Máximo y recibió el título de Bachiller en Artes de la Universidad en 1623. Poco tiempo después de recibirse contrajo matrimonio y asumió las responsabilidades que le correspondían en su vida adulta (Santiago 48).

Don Luis obtuvo en la Universidad una excelente formación. Los padres jesuitas eran pedagogos exigentes. La Universidad tenía una pequeña cantidad de estudiantes e impartía una educación personalizada. Ponían especial atención en la enseñanza de las artes y en el estudio de la teología. El poeta recibió una buena educación literaria. La cultura española estaba pasando por uno de sus momentos más brillantes. Los estudiantes leían a los autores del Siglo de Oro y del Barroco. Tomó cursos de teología y filosofía. Había estudiado filosofía neoplatónica cristiana. Conocía la obra de San Agustín y Santo Tomás. Leyó la obra mística de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús (Santiago 64-66). En sus escritos notamos la impronta intelectual de su preparación académica.

Si bien escribió tanto en prosa como en verso, Don Luis fue fundamentalmente poeta. Lope de Vega y Luis de Góngora influyeron en su obra (Santiago 124-5). Supo integrar al lirismo poético el pensamiento religioso.

Luis de Tejeda fue un hombre sinceramente creyente. Su formación con los padres jesuitas fue determinante en su vida (Caturelli 207). Los jesuitas formaban parte de una orden joven. Su fundador, Ignacio de Loyola, le imprimió un carácter militante y misionero. Tuvieron una labor destacadísima en el Río de la Plata. Defendieron los derechos de los pueblos indígenas. 1 Fueron los primeros educadores e intelectuales durante la etapa colonial. De la orden surgieron historiadores, lingüistas, ensayistas (Pérez 179-88).


1 Fundaron numerosas misiones en Paraguay, en el corazón del territorio indígena, en plena selva. Defendieron la libertad de los indígenas, y se enfrentaron a los bandeirantes portugueses, a los que los terratenientes de San Pablo enviaban a asaltar las misiones. Se llevaban a los indígenas por la fuerza y los vendían en Brasil como esclavos. Los jesuitas lograron que la corona permitiera que las misiones se armaran con armas de guerra y formaron ejércitos indígenas para su defensa.

En 1640 los padres jesuitas comandaron la primera batalla de un ejército indígena guaraní contra un ejército de 4000 soldados mercenarios bandeirantes que asaltó las misiones. Los indígenas derrotaron completamente a los portugueses en la batalla de Mbororé, sobre el río Uruguay, en el actual territorio de Misiones, en Argentina (Pérez 231).


Don Luis recibió una esmerada educación religiosa. En su obra ve el mundo cristiano desde una perspectiva trágica y agónica. Estructuró los textos que integran el Libro de varios tratados y noticias siguiendo el modelo del Rosario (Santiago 71-3).

Creó una obra de personajes. Su extenso romance biográfico es un largo poema dramático. A este le anteceden y continúan poemas religiosos, como “El árbol de Juda” y “El Fénix de Amor”. Entre ambos ubica párrafos ensayísticos, que aclaran y explican el sentido de los poemas. Forman entre todos una interacción barroca, en que unos textos se reflejan en otros y comentan sobre estos (Pino 121-7). Es una manera de concebir una obra en espejo: el sentido del texto religioso se refleja en el texto biográfico. En ambos hay lucha contra la debilidad humana y el pecado. En ambos acecha el mal. En los poemas religiosos aparece Cristo condenado por los romanos y los sacerdotes judíos, y en el romance autobiográfico encontramos a Luis, el pecador, y a sus hermanos, confesando sus debilidades y sus faltas, y luchando contra el pecado. Son mundos disímiles que se reflejan. Su carácter es elíptico, deformado, grotesco. Son alegorías y símbolos que la religión potencia, y la biografía muestra como ejemplares (Barcia 16).

El mundo de la poesía de Don Luis, sobre el que me concentraré en mi trabajo, es un mundo intelectual, meditado, filosófico, erudito. Es también la expresión literaria de un sector social nuevo, el “criollo”, en camino de establecer su propia identidad en el espacio colonial rioplatense. Luis de Tejeda es un hombre de la élite colonial, rico, poderoso, hipereducado,

militar y político, y en la última etapa de su vida, cuando escribe, religioso por necesidad. Es el hombre acosado, que se refugia en el convento y en la religión, y dedica sus últimos años de vida a hacer lo que no había podido hacer antes en su vida trajinada: meditar, leer, pensar, escribir. Filosofía y poesía, por esto, se asocian en su obra.

El sector criollo al que pertenecía Don Luis - los hijos de los conquistadores y jefes españoles que habían fundado las primeras ciudades y organizado los territorios coloniales - era una élite que tenía un sentido absoluto de su poder. No eran nobles, y por eso, en España desconfiaban de estas nuevas élites, que se habían desarrollado y adquirido autoridad gracias a los importantes servicios militares que habían prestado a la Corona. Tenían acceso a una nueva fuente de riqueza que parecía ilimitada: los vastos territorios conquistados, los enormes emprendimientos agrícolas y ganaderos, la numerosa mano servil indígena semiesclava. Se transformaron en su sector social feudatario, esclavista, que sostenía su poder sobre las armas, y hacía política con un control total del ejército y de la justicia. Eran ellos los vecinos que todo decidían, como lo hacía Don Luis, en las nuevas ciudades del Virreinato. En Córdoba no eran mucho más de cien. Poder y riqueza concentrada. Eran monárquicos extremos, la monarquía absoluta no conocía matices.

Formaban parte de una sociedad estamentaria. Por debajo de estos nuevos señores estaban los soldados pobres y aquellos que formaban parte de la ciudad sin tener propiedad destacada, en particular los artesanos y todos los servidores del régimen colonial. Y por debajo de estos, en gran número, los sirvientes indígenas. Una sociedad étnicamente diferenciada, separada por la riqueza, la educación, la propiedad, la lengua, el origen, la raza. Una sociedad aristocrática de señores y servidores. Entre ambos no había nada, excepto el poder desnudo y la fuerza militar.

Los sacerdotes y las órdenes religiosas daban a esta sociedad un servicio importante, sobre todo en el plano de la educación. Era de alguna manera el único grupo capaz de

relacionarse con todos: señores, servidores, indígenas. A través de sus ideas cristianas buscaban un elemento común que pudiera permitirles dialogar, entenderse. La religión era central en el mundo colonial. La obra de Don Luis en su totalidad lo evidencia.

La cultura barroca era una cultura moralista, elitista, que se proyectaba en América sobre una sociedad jerárquica, racista. El mundo barroco reconocía dos mundos enfrentados, que jamás llegaban a unirse. Los opuestos, en el barroco, son irreconciliables. Por eso, su expresión artística más acabada es el grotesco. El grotesco exhibe la deformación del barroco, expresión del mundo americano. Un mundo injusto, estamental, violento, opresivo, en el que una nueva élite esclaviza y explota enormes territorios con grandes poblaciones nativas, a los que se le niega su lengua, su identidad, sus derechos. Son esclavos. El barroco refleja lo monstruoso. El mundo barroco es un mundo degradado, deformado (Pino 121-3). Los géneros que mejor lo expresan son la novela picaresca y la sátira. Don Luis, sin embargo, es un escritor serio. No tiene gran sentido del humor. Es un hombre trágico, agónico, que sufre. No la estaba pasando bien. Su vida estaba en peligro. Había tenido que renunciar a todo, para recluirse en un convento. Vivía encerrado. Su esposa había muerto. Sus hijos seguramente lo veían poco. Vivía en reclusión, rememorando sus épocas de poder y libertinaje.

Su obra es la poesía de un hombre maduro: no conocemos lo que escribía el Don Luis joven, que seguramente tiene que haber escrito. Su formación universitaria exigía la práctica de la escritura, tanto en prosa como en verso. Eligió para expresarse la poesía dramática, felizmente para los lectores contemporáneos. La poesía dramática es un género que se desarrolla y se afianza durante la colonia. Pasado el tiempo, los personajes dramáticos cambiarían: los personajes aristocráticos se transformarían en personajes mundanos, en campesinos y, mucho más adelante, a fines del período colonial, en soldados, en paisanos y en gauchos. Recorrerán todo el espectro social de su época. En el momento que estudiamos nosotros, hacia 1660, la poesía dramática de Don Luis es una poesía elitista, expresión de un

sector privilegiado, pseudo-noble, propietario, rico, poderoso. Si Don Luis muestra humildad y acepta rebajarse es solo ante Dios y ante la religión: ante los hombres es un criollo arrogante, que se siente superior y desprecia al débil. No es un simple soldado, es un señor. Mira desde su sector y su clase hacia arriba, jamás hacia abajo.

En su historia y en su drama participa su familia y otras familias poderosas y ricas. No hay servidores pobres, ni indígenas, ni esclavos, cumpliendo papeles importantes. Sí hay momentos en que los menciona. Ellos están ahí, existen, pero no son parte de su preocupación ni de su mundo. Don Luis integra una cultura elitista, criolla, americana, que tiene poder; es una cultura presuntuosa, dominante, que pone distancia ante los débiles y desamparados. Es la cultura de las élites que conforman la nueva sociedad americana, la sociedad criolla: privilegiados, ricos, racistas, opresivos. Desean imitar en su conducta a la nobleza española, que no los reconoce como iguales. Quieren ser señores. Esta falta de reconocimiento llevará a la larga a una verdadera división entre americanos y peninsulares. Son monárquicos convencidos, creen en el poder y el privilegio, pero su fuerza depende de su fortuna. No son nobles ni pueden aspirar a los títulos de nobleza con facilidad. Constituirán una sociedad de la riqueza y el dinero. Son un germen de la clase adinerada y burguesa que, con el paso del tiempo, dará nacimiento a una nueva sociedad de clases. Por eso la Corona desconfía de ellos.

El romance autobiográfico de Don Luis es un largo poema escrito en octosílabos asonantados. Trata de cortejar el gusto de un público popular joven. El círculo de gente educada lectora de poesía en su época era seguramente muy limitado. En el romance nos habla de su primera etapa de vida, cuando era un estudiante. Cuenta episodios relevantes de su relación con sus familiares, las aventuras amorosas que vivió junto a sus hermanos, y su matrimonio posterior arreglado.

Comienza el poema hablando de “la ciudad de Babylonia”, símbolo y alegoría de su Córdoba natal (Tejeda 23). Dice el poeta: “La ciudad de Babylonia, / aquella confusa patria, /

encanto de mi sentido, / laberinto de mi alma; ...” (23). La ciudad lo seduce. Es un “laberinto” que “encanta” sus sentidos y amenaza la salvación de su alma. La literatura barroca todo lo combina y lo “confunde”: yuxtapone lo sagrado y lo profano, la salvación y el goce erótico. El poeta se reconoce como “pecador”. Su poema va a describir su lucha con el pecado y su búsqueda de trascendencia espiritual. Es la historia de sus “caídas”. El hombre es simultáneamente atraído por fuerzas opuestas. Es un ser agónico.

En la bíblica ciudad de Babilonia el pueblo judío había sufrido cautiverio. Él, igualmente, se siente cautivo del “pecado” en la ciudad de Córdoba (Devoto 95).

En su poema conviven el amor a Dios y el deseo carnal. Para “cantar” el poeta se sitúa frente a los muros de la ciudad, a la que caracteriza como un “alcázar”. Quiere que esta lo escuche y lo comprenda. Dice: “Mientras canto y mientras lloro / y entre memorias pasadas / refiero agravios presentes, / me escuche desde su alcázar” (23).

La ciudad de Córdoba-Babylonia es un ser dotado de voluntad. Habla con ternura sobre el río Suquía que corre junto a ella (Maturo 118). Explica que es un “humilde y pobre río/ qe murmura a sus espaldas” (24). A diferencia del río, él desea hablar de frente. Sus “desengaños” le exigen contar sus “verdades”.

El poeta asegura que esa será la última vez que se ponga a cantar con su “antigua flauta”. La “luz de la raçon” lo ilumina. Sus “potencias dormidas” ya despiertan (25). Se le aparece Dios. Está en “el centro de su alma”.

El Señor reflexiona. Lo mira y se dice a sí mismo: “Este qe ha poco saque / del abismo de la nada / y oy tiene por su individuo / la naturaleza humana / Ya ha tenido un ser eterno / en mi idea soberana...” (25). Antes de existir en el mundo, había sido una idea en la mente de Dios. Sus padres lo habían hecho de una “materia vil y baxa”, y el creador infundió a esa materia un alma. Le dio “un spiritu bello” (26). Luego, él lavó en el “Jordan sagrado” su “antigua

heredada mancha” y recibió la gracia de Dios. Aún no ha logrado usar sus “potencias”: la memoria, la voluntad y el entendimiento.

El Creador podría, si quisiera, tenerlo a su lado y salvarlo, pero no lo hace. Le da libre albedrío. Dice: “Su libre albedrio le doy / llévele consigo y vaya / peregrinando la tierra / de Babylonia su patria” (27). Fue así, cuenta el poeta, como comenzó su “peregrinacion larga”. El Señor lo puso a prueba. Tendría que demostrarle que él merecía la salvación. Era responsable de su vida.

Sus padres le dieron una crianza ejemplar, y sus maestros lo guiaron y le inculcaron el amor al bien. Pero la ciudad de Córdoba lo tentó. La caracteriza como una ciudad seductora y “sin Dios”, (28). Sus deseos susurraban como “abexas” entre flores varias. Durante su infancia resistió, pero, poco a poco, rindió su “...inclinacion / a la inclinacion contraria / Troque por el vicio el gusto / que a la virtud me inclinaba...” (30). Eso no le impidió disfrutar de los libros. Su amor al placer, sin embargo, “esclavizó” su libertad, que iba por las calles y “se entraba / por los burdeles de Chipre” (31).

El poeta nos cuenta que la ciudad amurallada tentaba su lujuria: “Eran lynzes los deseos / los afectos eran armas / escalas los pensamientos / y llaves las esperanças.” (32)

Su expresión se embellece. Crea, con osadas y dinámicas figuras sensuales, fuertes contrastes barrocos y matices lumínicos. Aparecen personajes mitológicos y alegóricos.

Los “sátiros” trataban de atraerlo. Él resistía. No dejaba que lo “cazaran”. Dice: “Tras de mi ciego sentido / deuna laguna de llamas / qe en agua, sulfurea ardía / llegué a la orilla del agua. / Satyros de sus profundos / hasta la orilla saltaban / a cazar las divertidas / o juventudes, o, infancias” (33). Su “juventud” solo se animó hasta “la orilla” del agua en “llamas”. En un principio no fue más allá. Pero la amistad de los sátiros le prometía muchas cosas. Con su ayuda podía ingresar al mundo de los placeres. Disfrutar del vino y del amor carnal.

Eran sus años de estudiante. Había tentaciones por doquier. Necesitaba confiar en los padres jesuitas y contarles todo. Confesarse. Fue a la iglesia. Una vez adentro, vaciló. Finalmente, frente al confesionario, decidió hablar, pero no contó todo. Reconoce que no fue sincero. La situación se repitió. Sus “confesiones / y comuniones ingratas / eran repetidas veces / por la obligacion del aula” (34). Así “traicionó” los principios de la religión.

Había tomado cursos de “Gracia” y “Eucaristía” y otras materias de teología. Era natural que en su pecho guardara “un negro horror de maldades” (34). A los veinte años, se propuso “reformarse” y cambiar. Consideró hacerse sacerdote. Sin embargo, fue perdiendo su interés, porque apareció en su vida una nueva tentación: la mujer. Antes había hablado de las mujeres de los “burdeles”, ahora se refiere a las jovencitas de su condición y su clase (31). Llegó Anarda a su vida y su “ídolo de nieve” pronto se derritió. Confiesa que “Anarda / en su incendio consumió / mi renaciente esperança” (36).

El amor se transformó en un nuevo y peligroso juego para Luis y sus hermanos menores (Luis era el mayor primogénito). Él se acercó a Anarda, nos dice, y sus hermanos, Garcindo y Gerardo, cortejaron a Cassandra, su hermana. Comenzó el juego de la seducción. Cassandra, joven coqueta, les hizo promesas a sus dos hermanos menores. Ellos le solicitaban “favores”, y “...Cortes ella, y cautelosa / tan mañosa se los daba / que cada cual entendia / qe era el dueño de su alma” (37). Lo que buscaba Cassandra, cree él, era casarse, y le dijo que sí al primero que se lo pidió: Gerardo.

Cassandra era hermana de Anarda. Se trataba de un enredo amoroso entre familias de vecinos. Su padre, poco contento con la situación, terminó interviniendo. Tenía otros planes para sus hijos y no consideraba a las muchachas a la altura de estos. Los Tejeda eran, junto con los Cabrera, las familias más influyentes y ricas de Córdoba. Juan de Tejeda era un hombre ambicioso. Cuando conoció el interés de sus hijos en estas jovencitas, pensó en enviar al mayor, Luis, a la península, para que continuara su carrera allá, en la “gran corte de España” (38).

El padre consiguió para Garcindo una esposa que, consideraba, estaba a su nivel y lo hizo casar. Cassandra se sintió rechazada y planeó su venganza. Sabía que Gerardo, el otro hermano, estaba enamorado de ella. Le había propuesto matrimonio. Lo presionó. Le pidió que, si “de veras” la amaba, la siguiera a la parroquia, junto con dos amigos, para casarse con ella de inmediato. Gerardo aceptó y la ceremonia se realizó en secreto. Dice el poeta: “Alli se dieron las manos / y se entregaron las almas / si caben tales finezas / entre celos y venganças” (39). El padre de los muchachos, que era de armas tomar, se enteró de lo sucedido. Había pensado en una joven de una familia rica para casar a Gerardo, y lo ocurrido lo contrarió. Acusó a la muchacha de “pública honestidad” y la llevó a la corte para anular el matrimonio.

Don Luis interrumpe la historia sobre sus hermanos y regresa a la descripción de lo que le ocurrió en su relación amorosa con Anarda. Cuenta que sus “almas” se habían unido en forma “indisoluble”. Tanto se había aferrado a ella que “...era el despedirme della / era el partirme y dexarla / desasir a golpes fieros / la perla del duro nacar” (40). Los enamorados se encontraron con múltiples obstáculos. Felizmente para ellos, Dios los protegía. Varios percances los pusieron a prueba. Una tarde calurosa de verano se bañaban en el río y un remolino arrastró a Luis. Un “diestro nadador”, afortunadamente, lo salvó (42).

Una noche el poeta saltó un muro para ir a ver a su amada y estuvo a punto de caer en un profundo y peligroso pozo. Se introdujo en el dormitorio de Anarda y se acostaron juntos. Un peligroso rival celoso entró en la casa, fue al cuarto y trató de asesinarlos mientras estaban dormidos. Ante esto, Don Luis cambió su actitud. Le dijo a su amada: “...Anarda, por tu fama / me llebo el cuerpo conmigo / y dexo contigo el Alma” (44). Decidió ir a la cárcel, donde su hermano estaba encerrado. Lo habían acusado de contraer matrimonio con mujer inmoral. Don Luis se quedó allí con él. Tenía que protegerse del “loco amor”. Ante la situación, Anarda enfermó. Luis y su hermano decidieron pasar el tiempo escribiendo una comedia sobre sus desdichas.

El juez condenó a Gerardo a pagar una gran suma de dinero por su “falta” y ordenó que Cassandra fuese enviada a vivir a la casa de su madre (46).

En ese tiempo el suegro de su padre hizo traer de España una hermosa imagen de Santa Teresa. Su padre deseaba hacerle una capilla, en la que, una vez muerto, pudieran enterrarlo. Poco después algo terrible ocurrió: su hija menor enfermó gravemente y murió. El padre, desolado, le rezó a Santa Teresa y le pidió ayuda. Le prometió que, si resucitaba a su hija, convertiría su vivienda en un monasterio carmelita y proveería los fondos para sostener la orden. Además, le entregaría a la Santa su amada hija como monja. Aseguró que le daría su rica casa “...como propia y bien dotada / para un monasterio vuestro / y esta hija ya sin alma, / para fundadora deel / y monja carmelitana” (48).

No hubo el padre terminado de hacer su promesa, cuando ocurrió el milagro: la muchacha resucitó. El padre se puso loco de alegría. Al ver que estaba bien, cambió su actitud. Pensó que le había prometido demasiado a la Santa. Estaba dispuesto a entregarle su casa para que se hiciera allí un monasterio, pero no podía obligar a su hija a hacerse monja: la había prometido antes en matrimonio. No bien pensó esto, la doncella expiró en sus brazos. El padre, desesperado, repitió la promesa a la Santa: su hija sería monja.

La muchacha estaba muerta, pero el padre se aferró a su esperanza. La Santa lo escuchó y su hija resucitó por segunda vez. Dice el poeta: “...incorporase al momento / por si misma en las almohadas / la amortajada donzella / y con fervientes palabras / a la divina Theresa / su divinidad consagra...” (50). El padre, feliz, contó a todos el milagro ocurrido y comenzó de inmediato la obra prometida. Reformó su casa e inauguró el convento carmelita poco tiempo antes de morir él (Santiago 143).

Ese convento resultó ventajosísimo para Don Luis y su familia. En él terminaron viviendo sus dos hermanas, su madre y su abuela materna. Luego que murió el padre, Don Luis asumió el patronato del convento. No era la primera casa religiosa que fundaba su familia, sin

duda entre las más piadosas e influyentes de la Córdoba colonial: su tía-abuela, Leonor de Tejeda, igualmente donó su vivienda, a la muerte de su esposo, para fundar allí un monasterio dedicado a Santa Catalina de Siena (Santiago 47). Muchos años después Don Luis pudo usar la influencia religiosa que tenía su familia en la ciudad para escapar de sus enemigos, que lo hicieron condenar por la ley civil: se recluyó en el Convento de Santo Domingo, bajo la protección del derecho eclesiástico. Allí hizo vida de religioso y escribió su obra.

Don Luis concluye la historia del milagro de Santa Teresa y continúa con su descripción de lo ocurrido a él y a su hermano Gerardo. Estaban en la prisión, ensayando su comedia, cuando, una noche, se desató un huracán que arrancó las puertas de la celda. Escucharon las voces de Anarda y Cassandra que los llamaban, y corrieron tras ellas por las calles desiertas de Córdoba, hasta llegar a la puerta de la casa de las hermanas. Entraron. En la sala hallaron un féretro negro, que contenía el cuerpo de Anarda y, junto a él, a Cassandra, llorando y besando un crucifijo. Comenta el poeta, con bella y rica expresión: “Un sagrado cruzifixo / acia la cabeça estaba / a cuios pies de rodillas / bezando sus cinco llagas / Casandra estaba, y llorando / inmóvil como una estatua / el cabello suelto en ondas / surcando por sus espaldas” (53). Los hermanos, sin saber qué hacer, se quedaron en silencio. Impresionados por la tragedia, salieron del lugar y se fueron a su casa.

Allí encontraron a su padre, en su oratorio, rezando a Santa Teresa. Le estaba agradeciendo la salvación de su hija. La casa estaba en obras. Construían allí el monasterio. Al ver la imagen de Santa Teresa, su hermano Gerardo se arrodilló para rezarle y le prometió hacerse fraile dominico.

Su padre le había dicho a su hijo Luis que lo enviaría a España. Dado los cambios ocurridos, modificó su decisión. Aceptó que se quedara en Córdoba y arregló para él un buen casamiento. Dice: “...puse en las manos mi causa / de mi padre, y tuvo gusto / de qe sin partirme a españa / diese la mano de esposo / a Anfrisa de prendas raras / hermosa y tierna doncella / de honrada y noble prosapia” (55). El matrimonio arreglado era algo normal en la época entre las familias ricas. “Anfrisa” era en realidad doña Francisca de Vera y Aragón, con quien verdaderamente se casó el autor (Santiago 142). Tuvo con ella un largo y seguro matrimonio, del que nacieron diez hijos.

Poco después murió el padre. Dos de sus hermanas ingresaron como monjas al nuevo monasterio. Al tiempo su madre y su abuela también se internaron en él. Don Luis asumió el patronato y la administración del convento.

Su vida se reencausó gracias a su matrimonio. Dice: “Algunos años vivi / fiel a las prendas amadas / de mi esposa, y de los hijos / qe largo el cielo nos daba” (57).

Las “Circes encantadoras” de Babylonia-Córdoba continuaron siendo una tentación para el poeta. Él dice que resistió y mantuvo su “alma” a salvo: “...el canto de las syrenas / por tus margenes y playas / entraba por mis oydos / mas no llegava asta el alma” (57). El “casto amor” de Anfrissa lo mantuvo apaciguado por un tiempo. Pero nuevas aventuras lo acechaban.

El demonio supo cómo meterse en su casa. Su esposa tenía una amiga íntima, Lucinda, en quien ella confiaba ciegamente. Gracias a su hermosura, Lucinda se había casado con un hombre poderoso y rico de la ciudad. Los dos matrimonios se habían hecho amiguísimos. Don Luis iba a visitarlos a su casa. El esposo, ocupado en la administración de su hacienda, pocas veces estaba.

Tras su aparente inocencia, Lucinda ocultaba su “maña”. Venía seguido a verlos a su casa, acompañada de su hermana, que era... “menor suia; y tan mayor / en ser libre, y ser liviana” (59). La muy pícara les armó una trampa a él y a Lucinda para divertirse.

Un día él fue a visitarla, sabiendo que su marido no estaba en casa. Abrigaba marcados deseos hacia la joven belleza. La encontró en su huerta, bordando. Se pusieron a conversar y, sin que se dieran cuenta, llegó la noche. El ambiente parecía convidarlos a la pasión. Dice: “...la noche al pecado / convido con negra capa /...se enmudecieron las lenguas / y se turbaron las almas” (60). Cuando quisieron regresar a la sala, encontraron que la puerta estaba cerrada: había sido trabada por dentro. Su hermana se burlaba de ellos. Se quedaron solo en la huerta. La tentación era fuerte. Tuvo que decidir cómo comportarse, qué hacer. Debía considerarlo con cuidado porque “...en tan fieras batallas / aguardar es cobardia / y huir, la victoria mas alta” (61).

Don Luis se comportó con Lucinda como lo que era: un caballero que creía en el “amor cortés”. Resistió y el encuentro sexual no se concretó. Lo más importante para ellos era vivir el sentimiento idealizado del amor. Eran seres “superiores” de la élite. Ambos estaban casados. Era un encuentro extramatrimonial. Quizá se abrazaron, se besaron, se acariciaron, pero no llegaron a consumar el acto. Estaban bajo un árbol coposo, estrechando “más la batalla”, cuando una nube cubrió el cielo. Se escuchó un trueno, cayó un rayo y ellos reaccionaron: “No sordo el deleyte entonces / antes se yela qe exhala / y quanto un amor juntó / divide un horror y aparta” (63). Vieron en esos momentos que la “Circe ingrata” de la hermana había abierto la puerta. Él se apresuró a salir: “Disimulado me fui / por no hacer la ofensa clara / y Luzinda se quedo / sola llorando su infamia” (64).

Pocos días después encontró a Lucinda en casa de su prima. Ella había cambiado. Como correspondía a una joven de su condición, se había arrepentido por haberse propasado y había confesado su falta a un sacerdote. Le dice: “Sabras...qe luego / qe te fuiste... / di parte a mi confesor / ...Y en sus manos hiçe voto / y a dios di mi fe y palabra / de no manchar mas el cuerpo / con la torpeça del alma” (65). Él reconoce su falta, había querido “violar” los mandatos de la religión.

Lucinda siguió visitando a la esposa de Don Luis en su casa. Al verla, se avivaba en él la llama de su amor. La prima de Lucinda, por su parte, lo incitaba y le decía que no abandonara sus esperanzas.

Lisarda, una amiga de Lucinda, iba con frecuencia a su casa a visitarla, y el esposo de ella empezó a sospechar de que ambas mujeres podían estar tramando alguna infidelidad.

Sospechaba de Luis. Pero quien recibía visitas secretas no era precisamente Lucinda, sino su amiga, Lizarda. Esta se encontraba en casa de Lucinda con su amante, Florencio.

El bueno de Florencio era un íntimo amigo del esposo de Lucinda, y este confiaba ciegamente en él. El hombre le pidió a Florencio que vigilara a Don Luis, a ver cómo este se comportaba. Una tarde, Florencio invitó a Lucinda y a Don Luis a casa de Lizarda. Allí Florencio iba a encontrarse con su amante. El marido de Lucinda, desconfiado, por la tarde fue a espiar a su mujer. Saltó la cerca de la casa de Lizarda, espada en mano. Creyó que estaba a punto de descubrir a su esposa con un hombre. Dice el poeta: “precipitado y zeloso / salvo la cerca y muralla / y se arrojo hasta la guerta / donde entre unas verdes parras / durmiendo en cama de campo / su propia deshonra estaba” (69). Furioso, se precipitó a ellos, los atravesó a los dos con la espada y huyó. Pensó que había vengado su deshonra. Pero no había matado a su mujer y a su amante, sino a Florencio y a Lizarda. Don Luis, junto a Lucinda, estaban escondidos tras unas ramas, y el esposo no los vio. Lucinda, escandalizada por la tragedia, se cubrió el rostro y regresó a su casa. Don Luis, no menos lerdo, escapó de la escena del crimen.

Como buen “pecador”, Don Luis no se olvidó de su enamorada: días después, miércoles de ceniza, recorrió los templos de la religiosa ciudad en busca de la muchacha. La halló en una de las iglesias. Estaba comulgando. Dice, valiéndose de una expresiva y oportuna antítesis: “Viome al pasar y mirela - / ella de verguença un asqua / yo de turbacion un yelo...” (72).

Algo inesperado ocurrió en ese momento: escuchó una voz extraña cerca suyo, que le hablaba. Miró alrededor y no vio a nadie. ¿De dónde venía esa voz? Se había arrodillado, sin saberlo, sobre una sepultura. Se levantó con pavor. Dios, seguramente, estaba tratando de decirle algo. Le agradeció su cuidado. Cada vez que estaba por pecar, el Señor aparecía para protegerlo. Dice: “O paciencia inagotable / dela magestad mas alta. / con un sueño me adormece, / con un trueno me amenaza, / con un rayo me estremece, /...en mi mayor precipicio / mi resolución ataxa...” (73). Él, pecador impenitente, volvía a caer, pero Dios siempre lo protegía y lo perdonaba. Salió precipitadamente de la iglesia.

Llegó por fin la Semana Santa. La pasión amorosa lo consumía. Buscó otra vez a Lucinda por los templos. No la encontró. Poco después le dieron la terrible noticia: Lucinda había muerto! No podía creerlo. Fue a su velatorio. Observó, dolorido, el cadáver de Lucinda y se puso a meditar. Pensó en la brevedad de la vida. Dice: “Contemplando iba en su cuerpo / (qe yo con otros llevava) / quanto aja un soplo mortal / la flor mas fresca y bizarra” (76). Terminado el entierro, se sienta a la sombra de un sauco para llorar su pesar. Allí lo invade el sueño.

Estamos en un momento clave del romance. El final se aproxima. El poeta nos introduce en su mundo onírico. Luis se “eleva” en alas del sueño hacia la “region alta” y ve “subir de la tierra baxa / un monte pyramidal / a la fabrica estrellada” (77). Queda maravillado. Escucha una voz misteriosa que le habla y le dice: “...aqueste monte qe miras / es la ciudad de Dios santa. / Lo demás es Babylonia / qe peregrinando andas...” (77). Está frente a la ciudad de Dios. Si quiere llegar al monte, continúa la voz, debe atravesar el “piélago”, el mar, que la ciñe.

Ve como desde de la ciudad de Dios vienen corriendo hacia él varios niños, doncellas y mancebos. En ese momento despierta. Siente que se ha salvado: está entre los brazos de Anfrisa, su esposa. Los dos le dan gracias al Salvador. En este punto termina el romance.

En el texto en prosa que le sigue Don Luis, “el pecador”, informa a sus lectores que en el poema había contado su “primera captividad en Babylonia”, y que nos seguiría hablando de la historia de su vida más tarde en otros poemas: sus “Soledades” (79). De estas llegaron a nosotros las primeras cinco, y la última quedó inconclusa.

Sus “Soledades”, efectivamente, tienen un contenido parcialmente autobiográfico, pero son composiciones de otro carácter. Se trata de silvas escritas en versos endecasílabos y heptasílabos sin rima. El tema religioso prepondera. En dos de ellas incluye, unido al tema

sacro, episodios de su vida personal. Dado el cambio de registro es necesario tratarlas en un estudio separado.

Las obras de Luis de Tejeda combinan distintos modos de escritura alrededor de una preocupación existencial común. Emplea la prosa y el verso. Era un hombre de una rica cultura, que había vivido experiencias desafiantes. Trató de volcar esto en sus composiciones. El arte Barroco amaba crear diversos efectos y yuxtaponer imágenes contrastantes. Don Luis encontró en la poética barroca los recursos poéticos necesarios para expresar sus sentimientos y sus ideas.

El romance autobiográfico es un texto que nos habla de la vida amorosa de un joven criollo apasionado. Es una composición fundamentalmente profana, por más que el poeta por momentos se arrepienta de sus aventuras y pida ayuda a Dios. Testimonia la pasión erótica de un sector de la población que, sin ser noble, se separó, por sus privilegios y su riqueza, del resto de los habitantes de la ciudad. Los jóvenes criollos jugaban al amor dentro de su clase. Las reglas cortesanas que adoptaban eran las mismas, creían ellos, que seguían los jóvenes en España. Ansiaban ser aceptados por los españoles como iguales. En su literatura imitaban las formas poéticas de la península. Vivían en una cultura, sin bien colonial, común. Sin embargo, no eran nobles ni peninsulares: habían nacido en América, eran criollos, y tendrían que asumir, tarde o temprano, su condición. Los españoles los veían como rivales, y desconfiaban de ellos (Santiago 23-6).

La fundación de la universidad cambió la historia cultural de Córdoba. Gracias a la circulación del saber que eso hizo posible hoy podemos leer una obra poética escrita por un poeta local letrado, nacido en 1604, que conocía bien y seguía el modelo culto de los poetas imperiales. Don Luis escribió su obra en un momento especial de su vida: era un hombre de sesenta años dedicado a la vida religiosa, que, hasta poco tiempo antes, había sido miembro de la sociedad civil.

Su actuación como militar y político fue extensa y prolongada. Conoció todos los vaivenes del poder y sufrió los cambios de la fortuna. Fue patrono de conventos, actuó en prolongadas campañas militares contra los indios, gobernó en repetidas ocasiones, poseyó extensos campos y encomiendas, tuvo esclavos y cantidades importantes de indios encomendados. Fue también un hombre de familia, padre de diez hijos.

Don Luis buscó crear una imagen ideal de sí en el romance. Es una pseudo-biografía artística. Quería reafirmar la supremacía de su grupo. No tocó ningún problema social sensible, ni habló de las luchas políticas entre familias. No comenta sobre las relaciones de poder que existían entre señores y subordinados, y entre señores, indios y esclavos. Imitó las fórmulas literarias del barroco cortesano europeo con gran habilidad y talento (Santiago 152). En su obra cualquier referencia al pueblo llano está prohibida. El otro no existe para Luis de Tejeda, solamente el yo. Es un yo absolutista, que no conoce matices.

El legado literario de Luis de Tejeda constituye un valioso testimonio de las aspiraciones sociales de las familias criollas enriquecidas en la sociedad colonial barroca rioplatense. Su obra nos permite entender la “mentalidad” de una subclase aristocrática en formación: su sentimiento de superioridad, su arrogancia, su elitismo. Es un grupo social que se impone por la fuerza. Viven en una sociedad racialmente dividida, donde el señor siente que tiene derecho a todo. Este sector criollo abrazó el arte culto barroco y le dio una nueva modulación, derivada de los vaivenes de la experiencia colonial americana.


Bibliografía citada


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