Alberto Julián Pérez
Ruy Díaz de Guzmán (Asunción c. 1558 – 1629) terminó de escribir sus
Anales del descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la Plata
en la ciudad de La Plata, hoy Sucre, en 1612. La obra, conocida como La Argentina
manuscrita, fue publicada recién en 1836, gracias a la labor del filólogo y editor
napolitano, establecido en Buenos Aires, Pietro de Angelis, en su notable Colección
de obras y documentos relativos a la historia antigua y moderna de las provincias del
Rio de la Plata (Perrone 322). Es esta la primera obra historiográfica sobre la
conquista del Río de la Plata escrita por un mestizo. Ruy Díaz recurrió a sus
memorias personales y a sus experiencias como soldado para componer el libro. Era
descendiente en tercera generación de una familia de conquistadores, fundada por
su célebre abuelo Domingo Martínez de Irala, Gobernador del Río de la Plata y del
Paraguay (De Granda 138-47). Había viajado extensamente por todo el territorio y
conocido en persona a muchos de los actores históricos que incluye en su obra.
Estaba vinculado por lazos de familia a varios de ellos. Tenía acceso a los
documentos e informes enviados por los militares a sus superiores, que se
guardaban en Asunción, en Ciudad Real y en los archivos de la ciudad de La Plata, en
Charcas.
Ruy Díaz vivió toda su vida dedicado al servicio militar. Fue un oficial de
carrera, según las exigencias del ejército en esa época de guerra y conquista. Los
militares ocuparon un lugar de privilegio en la conquista y colonización de América.
La Monarquía absoluta española dio al ejército un papel central en la conquista y
gobierno de los nuevos territorios. El ejército no sólo cumplió funciones militares,
sino también políticas y administrativas. A través de la institución militar la corona
pudo articular la conquista como un todo racional, organizado según sus intereses
estratégicos. También asignó un papel importante a la iglesia, si bien durante la
etapa de conquista y guerra el ejército tuvo mayor liderazgo (El Jaber 77-85).
La Monarquía dio a la conquista un amplio marco legal. El emperador Carlos I
de España y Carlos V del Imperio Romano-Germánico, sobre el que recayó un
momento crítico de la Conquista, entre 1520 y 1556, confió al ejército la fundación
de ciudades, la organización social de los pueblos sometidos y la ocupación y
explotación de los territorios conquistados. Tuvieron injerencia directa en la
administración de la justicia. La jerarquía eclesiástica acompañó al poder militar.
Las órdenes religiosas, dado el encuentro de culturas y los conflictos emergentes,
procuraron mantener una política misionera independiente.
La Corona reconoció al ejército el derecho de conquista. Los españoles
hicieron la guerra a los nativos y, una vez derrotados, tomaron posesión de sus
pueblos, territorios y riquezas, y procedieron a organizarlos y gobernarlos en
nombre de la corona, exigiendo de estos vasallaje. La situación resultó irreversible
para los nativos, tanto para los pueblos menos organizados y militarmente más
vulnerables, como para los mejor organizados y más fuertes, en particular los
imperios Azteca e Inca, cuya resistencia fue igualmente limitada. Los pueblos
nativos dejaron de ser pueblos libres e independientes, su historia llegó a su fin y
perdieron control de su soberanía, su vida política y su cultura. Esta hecatombe
histórica fue celebrada en Europa como prueba de la superioridad de su cultura
frente a otros pueblos considerados sus inferiores.
La conquista estuvo supeditada a una legislación compleja y detallada y a una
supervisión constante. Los militares debían rendir informes de sus actividades a sus
superiores y aguardar los nombramientos con paciencia.
Los Anales de Ruy Díaz son un informe militar extendido. Si leemos el
documento que escribió en 1618 sobre la guerra que lideró contra los indios
Chiriguanos, dirigido al Virrey y a la Real Audiencia de la ciudad de La Plata,
Charcas, comprobamos que empleó el mismo “estilo” que en sus Anales (Relación de
la entrada a los Chiriguanos 71-80). Ruy Díaz al escribir se dirige a una autoridad o
escribe teniendo en mente a una persona de autoridad a la que hay que satisfacer y
de cuyo favor dependemos (Aliverti 117-22). Dedica el libro a un noble de la
península, a quien su padre había servido, el Conde de Niebla Don Alonso Pérez de
Guzmán (La Argentina 51). Vive en una sociedad estamental.
La conquista generó una sociedad dividida, formada por una casta militar,
que ostentaba el monopolio de la fuerza, el poder político, administrativo y judicial,
y una sociedad de vasallos, de individuos sometidos en diverso grado, cuyos
derechos eran limitados o inexistentes. Este último grupo incluía las concubinas
indígenas de los señores, los hijos mestizos, las indias sirvientas, los indios
encomendados. Estos individuos formaban parte de la ciudad y la comunidad
indiana. Más allá de la zona de influencia de la ciudad colonial y sus alrededores,
estaban los pueblos indígenas distantes, algunos “pacificados”, otros rebeldes y por
momentos en pie de guerra. Todos juntos componían una sociedad en formación e
inestable.
Los soldados españoles habían arribado solos. Muy pocas mujeres viajaron a
América. La convivencia con los nativos en el área del Río de la Plata fue inmediata.
Una vez que el Adelantado o la autoridad máxima del ejército elegía un sitio
adecuado, procedían a fundar una ciudad. Los españoles habían tomado como
modelo el sistema de conquista romana. La ciudad no era más que un fuerte o un
poblado, pero nacía desde un primer momento con todas las instituciones que la
componían. Quedaba todo asentado en un acta escrita. Era un hecho jurídico
complejo, predeterminado. Obedecía a la lógica colonial ideada por la corona.
Los soldados tenían en claro el objetivo económico de la conquista. En
primer lugar buscaban metales, dinero rápido, pero solo en unas pocas regiones
pudieron encontrarlos. El Río de la Plata era parte del Virreinato del Perú. Los
hombres que llegaron pronto entendieron que esta región no disponía ni de oro ni
de plata. La comparación con la suerte de aquellos que habían conquistado la zona
andina y la región de los Incas era constante. Se sentían pobres y poco afortunados
(Candela, “Marginalidad, precariedad, indianización…” 13-37). Además de los
metales, la fuente de ingreso más notable era el trabajo humano. Los pueblos
indígenas del litoral rioplatense no tenían una organización social comparable a los
pueblos del imperio Inca. Se trataba de poblaciones de cazadores y pescadores, y
sólo algunos practicaban la agricultura. No contaban con una organización social ni
laboral que permitiera, según el criterio europeo, una fácil explotación del trabajo
humano (Caballero Cáceres 35-44).
Esta problemática aparece como tópico reiterado en los Anales que escribe
Ruy Díaz. Era hijo y nieto de conquistadores y se identificaba con los intereses del
sector más encumbrado de la sociedad que se estaba formando. Su historia forma
parte de un discurso que se pretende oficial y definitivo. Es una visión dogmática de
una sociedad monárquica absolutista. Está escrito desde la perspectiva de la
institución que representa: el ejército. No encontraremos en su ensayo histórico un
contradiscurso que pueda representar los intereses de otra institución que no sea la
suya. La Iglesia en un primer momento acompaña la conquista en un rol pasivo. En
el Río de la Plata, a diferencia de lo que había ocurrido en el Caribe con el Padre Las
Casas y su libro Brevísima relación de la destrucción de las Indias, 1553, el discurso
eclesiástico se desarrolla lentamente. La llegada de los jesuitas a Asunción en 1587
cambiaría esto. Emprenderán una gran tarea misionera. Como resultado de esta
experiencia, aparecerá en 1639, tres décadas después de escritos los Anales de Ruy
Díaz, la Conquista espiritual del padre Antonio de Montoya, un poderoso testimonio
escrito por un jesuita criollo nacido en Lima y que pasó largos años en el Río de la
Plata (Pezzuto 99-122).
El discurso religioso, una vez instalado creará un fuerte contradiscurso que
se enfrentará al discurso del poder desnudo oficial de la corona, representado por el
informe oficial militar. Si bien se tratará de un discurso dogmático, ya que
representa la forma de pensar de una institución centralizada y absolutista, la
Iglesia Católica, su orientación será totalmente distinta a la del discurso del poder
militar. Los jesuitas se transformarán en grandes lingüistas, antropólogos y
etnólogos que abogarán por la independencia de las culturas indígenas y terminarán
ideológicamente y aún militarmente enfrentados con los militares. La monarquía
absoluta, que será condescendiente con el poder militar, y fingirá no ver sus
atropellos a los derechos de sus vasallos indígenas, ignorando el virtual genocidio
que los militares, dada la concentración del poder, llevaban a cabo con los pueblos
dominados, será drástica con los jesuitas y procederá en el siglo XVIII a confiscar sus
propiedades, cerrar sus misiones, expulsarlos de sus territorios y aún perseguir a la
orden en Europa, hasta lograr que el Vaticano la disuelva y la haga desaparecer
(Pérez 143-58).
Estas dos formaciones discursivas, una generada por el discurso del poder
desnudo, representado por la institución militar, y la otra por el contradiscurso
religioso, resultado de la labor de las órdenes religiosas en el Río de la Plata, en
particular los Jesuitas, jugarán un importante papel en la constitución de una visión
de mundo y una cultura discursiva que se prolongará en el tiempo, y cuya evolución
llega a nuestros días. Ambos serán discursos dogmáticos, monológicos, pero
representando intereses enfrentados. En su dialéctica crearán un discurso
intelectual típico de América, que será el primer elemento dinamizador de nuestra
cultura.
En esta primera etapa de la colonización, que Ruy Díaz reporta como un
período de 80 años desde el inicio de la misma, cuando termina su libro en 1612, el
discurso del poder real se establece como absoluto. Constata, en primer lugar, la
debilidad militar de los pueblos indígenas, incapaces de oponerse al avance
arrollador de la monarquía española y sus agentes, los oficiales y soldados. Estos
últimos se constituirán en una casta privilegiada, recibirán encomiendas de tierra, y
podrán iniciar una carrera como propietarios y terratenientes, empleando
gratuitamente la labor de sus vasallos indígenas, que serán rigurosamente
maltratados y abusados. En el proceso el indígena será testigo de la destrucción
gradual de su cultura madre y su forma de vida, perderá su libertad y su
independencia, se transformará en un sirviente despreciado y racialmente
discriminado.
El derecho de conquista que se arroga la corona española es absoluto. La
victoria militar da derechos. Los pueblos nativos no tienen ni la solidez institucional
para oponerse a las instituciones europeas, ni la cultura militar para resistir a sus
ejércitos: serán asimilados como pueblos vasallos dominados. Ruy Díaz está
convencido de la superioridad de su causa frente a culturas que considera inferiores
y desprecia. Su historia describe las campañas militares que se llevaron a cabo en la
región desde la llegada de los primeros colonizadores. Nos informa sobre la
resistencia de los indígenas, las guerras que llevan a cabo contra ellos, la fundación
de ciudades, el control y “pacificación” gradual de cada región. En ocasiones,
describe masacres cometidas y las justifica como una táctica necesaria. En ningún
momento cuestiona ni al ejército ni a la monarquía: es un soldado obediente. Su
historia va dirigida a la nobleza monárquica. Se reclama un servidor fiel de la corona
y el rey de España. Critica el comportamiento de los nativos, a los que acusa de
crueldad, canibalismo, traición, falta de amor a los españoles. Ve a los pueblos
originarios como enemigos: no reconoce en ellos ninguna humanidad. Esto es
llamativo, ya que Ruy Díaz era mestizo. Es probable que orientara ideológicamente
su discurso para demostrar a sus superiores su fidelidad a la corona.
Su madre era hija del Conquistador Domingo Martínez de Irala y la india
Leonor, una de sus concubinas indígenas. La primera generación de españoles
establecida en Asunción compartió las costumbres de las tribus del lugar, que eran
polígamas: atrajeron a la ciudad a muchos indígenas como vasallos, mujeres y
hombres, y escogieron gran cantidad de concubinas como parte de su casa, tal como
lo hacían los caciques indígenas. Domingo Martínez de Irala informó en su
testamento sobre un elevado número de hijos que tuvo con sus numerosas
concubinas (De Granda 141). El Gobernador trató luego de regularizar su situación y
casó a sus hijas en uniones monógamas, de acuerdo a lo establecido por la iglesia
católica. Ruy Díaz fue fruto de los amores de esa segunda generación de españoles
llegados a la ciudad: su padre, el Capitán Alonso Riquelme de Guzmán, se casó con
su madre, la mestiza Doña Úrsula Martínez de Irala, cuando esta era aún una
adolescente.
En la ciudad en que creció Ruy Díaz los españoles eran un sector minoritario:
los indígenas que vivían y llegaban a Asunción excedían varias veces la cantidad de
españoles, que llegaban probablemente a los mil cuando él nació en 1558. En la
ciudad la lengua castellana convivía con la lengua guaraní: era una naciente
sociedad bilingüe (Candela y Melià 57-76). Su madre, hija de una indígena, hablaba
seguramente castellano y guaraní. Ruy Díaz, criado entre jóvenes mestizos e
indígenas y unos pocos criollos, como su contemporáneo y luego rival Hernandarias,
si no hablaba fluidamente el guaraní, llevado por sus prejuicios raciales,
seguramente lo entendía. Las órdenes religiosas y su labor pastoral ayudaron a
extender entre los españoles y mestizos el uso del guaraní. Hoy en día Paraguay es
una sociedad bilingüe, donde todos los sectores sociales entienden y hablan el
guaraní. Es el único país de la zona del antiguo Virreinato del Perú donde esto
sucede, ya que en la región aimara hablante y quechua hablante, los prejuicios
raciales son tan extremos que la sociedad blanca nunca aceptó hablar la lengua
indígena.
Además de informar a sus lectores del progreso de la conquista de los
pueblos indígenas de la región, Ruy Díaz da crucial importancia en su narración a la
descripción de los enfrentamientos y luchas de poder entre los españoles. Los jefes
militares adquirieron rápidamente poder político. El derecho a tener tierra e
indígenas encomendados los transformó en pequeños señores. La sociedad colonial
remedaba a su modo las cortes renacentistas, las luchas por el poder eran intensas y
muchas veces violentas. Ruy Díaz da a estos conflictos un papel central en su
narración, tiene mucha información sobre ellos. Su familia fue parte activa en ese
proceso, y salió en algunos casos ganadora y, en otros, resultó víctima. Pone como
protagonista principal de su historia al fundador de su familia, el jefe del clan
militar, su abuelo Domingo Martínez de Irala. Irala representa en su historia al
gobernante justo, el hombre prudente y probo amado por su “pueblo”. En esa parte
del libro Ruy Díaz llega a hablar de “República” y aún de “patria” (143). Demuestra
que su abuelo fue elegido por sus pares para el gobierno y era un hombre amado y
respetado por todos, los españoles y los nativos, que lo querían como a un “padre”.
Busca presentar a su familia de una manera positiva, como respetuosa de los
intereses de la corona, virtuosa, ejemplar.
En el momento que escribe su historia en la ciudad de La Plata, en 1612, está
prácticamente expatriado: ha sido expulsado de su Asunción natal por su enemigo,
Hernandarias, un soldado criollo que resulta un político brillante, Gobernador tres
veces de Asunción y más tarde de Buenos Aires (De Granda 144). Comunica a su
público su frustración: considera que ni él ni su familia han sido justamente
compensados por sus sacrificios, después de tanto dar a su ciudad y a la corona (55).
En el primer capítulo del Libro I describe los viajes de los primeros
conquistadores que llegaron a la región. Ubica el comienzo de la conquista del Río
de la Plata en el año 1512, cuando Solís descubre la boca del río (60). En el segundo
capítulo realiza una detallada exposición geopolítica sobre la costas marítimas del
sur del continente que, como jefe militar, conocía muy bien. En el tercer capítulo
describe el extenso sistema de ríos de esa zona: el Río de la Plata, el río Uruguay, el
río Paraná, el río Iguazú y, finalmente, su muy amado río Paraguay, en cuyas orillas
fue fundada Asunción, su ciudad natal. En el capítulo cuarto se adentra en el
territorio e informa sobre los ríos tributarios, habla del Bermejo y el Tarija. Describe
a los pueblos nativos que se encuentran en sus orillas a medida que uno avanza en la
navegación, su forma de sustento, su actitud amigable o agresiva para con ellos. Ruy
Díaz ha viajado por esta región toda su vida y la conoce al detalle. Tiene una clara
idea de todo el territorio, sus características y su gente y la comunica el lector. En
esta sección incluye un detallado mapa del sistema de ríos (El Jaber 282-312) .
El Río de la Plata y sus extensos ríos tributarios forman una enorme red
fluvial que cubre toda la zona oeste y sur del continente. En ese tiempo una multitud
de pueblos indígenas, integrado cada uno por miles de individuos, vivían a sus
orillas muy cerca unos de otros. Eran en su mayoría pescadores y cazadores, y
realizaban cultivos básicos, que incluían el maíz y la mandioca. Era agricultura de
subsistencia. Convivían de manera relativamente pacífica entre ellos. Las guerras
que pudieran tener eran de baja intensidad. Competían por las tierras de caza y
buscaban mostrarse fuertes ante sus vecinos y rivales. Tenían armas toscas, de
madera, poco letales. Algunos de ellos practicaban la antropofagia ritual, comían un
número selecto de prisioneros en banquetes de celebración religiosa. Los españoles
se apoyaron en este hecho para negarle valor a su cultura y considerarla bárbara e
inhumana. Los pueblos nativos tenían una base económica estable. Viajaban por el
río en cientos de canoa. Podían intercambiar productos y comunicarse fácilmente
entre ellos. Las lenguas guaraníticas compartían una misma raíz. La tierra en que
habitaban era muy fértil y contaban con alimentos abundantes todo el año.
En el área en que fue fundada Asunción habitaban en la época de su
fundación 24.000 indígenas, que el abuelo de Ruy Díaz, Domingo Martínez de Irala,
“encomendó” a sus soldados. Los indígenas encomendados estaban obligados a
trabajar gratuitamente para su encomendero o patrón, cuya única obligación era
“cristianizarlos”, algo que estos difícilmente realizaban (Candela, “Reflexiones de
clérigos y frailes…” 331-339) . Los separaban de sus comunidades, tanto a hombres
como a mujeres, y los forzaban a servir durante extensas temporadas. El valle en los
alrededores de Asunción se había transformado, gracias a su trabajo, en una zona
productiva y fértil, con plantaciones de frutales, vid y caña de azúcar (79).
Los españoles entendían que la conquista militar les daba derecho a la
posesión de la tierra y al vasallaje de su gente. De esta manera tanto los oficiales y
capitanes, como un buen número de soldados, se transformaron en pequeños
señores. Era una sociedad semi-pacificada, donde los españoles convivían con un
pueblo nativo oprimido y explotado. Los conquistadores crearon un sistema social
policial de vigilancia constante, reprimiendo cualquier posible insurrección, con
brutal saña. Ocuparon militarmente las ciudades y las sometieron a sus leyes.
Entre el capítulo cinco y el décimo Ruy Díaz narra una de las partes más
interesantes de sus Anales. Si bien es un escritor metódico, y sigue en su narración
un orden cronológico, en estos capítulos se toma importantes libertades. Ruy Díaz
nos cuenta varias historias que él seguramente escuchó en las comunidades en las
que creció, en Asunción y Ciudad Real, o en los campamentos militares, durante sus
campañas, donde convivían soldados españoles, mestizos e indios “amigos”.
Podemos pensar que son “leyendas”, relecturas de situaciones históricas hechas
desde una perspectiva mitologizante, literaria, “cuentos” a los que él contribuyó con
su propia imaginación. Los relatos expresan los deseos del grupo humano de
resolver favorablemente situaciones injustas.
En el capítulo cinco narra las aventuras del navegante y soldado portugués
Alejo García. Según su historia, el Capitán Alfonso de Sosa en 1526 envió a García
con varios portugueses e indios amigos en una excursión de reconocimiento hacia el
Poniente. Salieron del fuerte de San Vicente y llegaron al río Paraná. Siguieron el
curso del Paraná hasta el río Paraguay. Alejo García invitó a los indios guaraníes que
vivían a orilla del río Paraguay a ir con ellos en una gran expedición hacia el oeste,
donde él sabía que había muy grandes riquezas. Por el camino lucharon contra los
indios hostiles que encontraban a su paso. Llegaron finalmente al Perú. La
expedición entró en una ciudad en Charcas, donde vivían indios ricos, vasallos del
Inca. Los portugueses los atacaron, les robaron todo el oro y la plata y mataron a
muchos. Luego huyeron con los tesoros. Los indios los persiguieron. Llegaron al
Paraguay y marcharon a la región donde vivían sus indios amigos. Allí se quedaron
en compañía de los guaraníes. Enviaron a varios hombres a la costa portuguesa a
informar de su situación y aguardaron las órdenes del Capitán Sosa. Los guaraníes
vieron los fabulosos tesoros que habían traído y los quisieron para sí. Mataron a
Alejo García y se apoderaron de los tesoros. Poco después arribaron los hombres
que habían ido a ver al Capitán Sosa, los engañaron y los mataron también. Los
guaraníes decidieron después invadir el Perú y apropiarse de su toda su riqueza. Le
hicieron una guerra cruel, inhumana, a los indios peruanos. Cometieron grandes
masacres, y se comían a los prisioneros. Transformaron a muchos indígenas en
esclavos, se apoderaron de sus mujeres, las forzaron y tuvieron hijos con ellas.
Poblaron toda la zona de la frontera. Los llamaron Chiriguanos.
Los Chiriguanos le hicieron la guerra a los indios de todas las regiones
vecinas y mataron a más de 100.000 hombres. Vendían los cautivos a los españoles
y se hicieron inmensamente ricos. Consiguieron ropas de paño fino, vajilla de plata,
caballos ensillados, espadas, lanzas. Eran muy poderosos. Nadie podía vencerlos.
Atacaban a los pueblos indígenas y mataban a todos los vasallos de los españoles
que encontraban.
Esta historia fabulosa de Alejo García y los indios chiriguanos reproduce, de
manera invertida y grotesca, las campañas de conquista, sometimiento y saqueo que
llevaron adelante los españoles contra los pueblos indígenas. Sus actores, sin
embargo, no son españoles, son indios. Los españoles y mestizos temían que los
indígenas en algún momento pudieran atacarlos, quitarles el poder y comportarse
como ellos lo habían hecho. No querían transformarse en sus víctimas. Esta fábula
de dominación invertida era una manera de exorcizar sus fantasmas. Los indios
Chiriguanos, que habitaban en la frontera de Charcas, eran en efecto guerreros
temidos, y los españoles no habían logrado dominarlos totalmente. Pocos años
después de terminados sus Anales, en 1614, Ruy Díaz fue para la región de los
Chiriguanos, enviado por sus superiores, para dominarlos y pacificarlos (De Granda
10). Fue su última campaña militar importante, era ya un hombre de casi 60 años.
Luchó en la región durante varios años sin lograr su objetivo y regresó a Asunción.
Las historias de resistencia y lucha de los guerreros Chiriguanos eran parte del
imaginario activo de los soldados en la época.
La segunda historia que cuenta Ruy Díaz, en el capítulo siete, la historia de
Siripó y Mangoré, es la más conocida y comentada. La historia vuelve a remontarse a
la expedición de Alejo García, que había supuestamente llegado a la región antes del
arribo de los españoles. Según el relato de Ruy Díaz, Sebastián Gaboto encontró los
tesoros de Alejo García y fue a España a mostrárselos al Rey. Dejó en el Fuerte Santi-
Espíritu al Capitán Nuño de Lara con 110 soldados. La zona estaba pacificada y
contaba con muchos indios amigos. Pero un drama de celos, digno de la pluma de su
contemporáneo, William Shakespeare, se desarrolló. El cacique Mangoré se
enamoró perdidamente de Lucía Miranda, mujer del soldado Sebastián Hurtado.
Cuando este se va en una expedición en busca de alimentos, Mangoré convence a su
hermano Siripó de atacar el fuerte. Quiere apoderarse de Lucía. Entre los dos, al
frente de sus guerreros, atacan a los españoles. Durante la batalla el Capitán Lara
lucha con Mangoré y lo mata, y él a su vez es muerto por los otros indios. Estos
asesinan a todos los españoles y dejan viva a Lucía y a las otras mujeres (Langa
Pizarro 109-22).
Siripó, enamorado de Lucía como su hermano, le declara su pasión y la hace
su concubina. Poco después regresa al fuerte el esposo de Lucía en la expedición que
había salido en busca de comida. Los indios atacan a los soldados y matan a la
mayoría. Lucía le pide por la vida de su esposo. Siripó consiente, con la condición de
que no se acerque a él ni lo vea a solas jamás. Ella es su mujer, y le debe fidelidad.
Ella acepta. Poco después una india, celosa de Lucía, le dice a Siripó que ha visto
cuando Lucía se encontraba con su esposo a escondidas. Siripó, furioso, acusa a
Lucía de engañarlo y la condena a morir en la hoguera. Lucía muere encomendando
su alma a Dios. Luego el cacique hace flechar y matar a su esposo.
La historia de amor de Lucía Miranda, su esposo Esteban y Siripó es la
historia de la amante mártir. Nos recuerda muchos relatos del antiguo martirologio
cristiano. Lucía se sacrifica por amor, y su esposo muere flechado. Siripó es el
bárbaro que se venga de ella y la condena a morir. En este relato la mujer blanca es
objeto del deseo carnal del indígena; era exactamente lo contrario de lo pasaba en
las relaciones entre blancos e indígenas, donde los españoles se apropiaban de las
mujeres indígenas, las forzaban y convivían con ellas como concubinas. Eran los
blancos los que deseaban a las indias y no los indios a sus mujeres. La historia de
Siripó y Mangoré proyecta en un espejo el temor que sentían los españoles de que
los indígenas les arrebataran el poder, les quitaran sus mujeres y se vengaran de
ellos.
La tercera historia incluida es la historia de la ciudad de los Césares. Este
relato, explica, se lo refirió un Capitán amigo, González Sánchez Garzón (107).
Cuenta que Sebastián Gaboto envió al Capitán Francisco César con un grupo de
soldados a descubrir una ciudad llena de riquezas y oro, de cuya existencia le habían
informado. César navegó con sus hombres por el río Paraná aguas arriba, luego
siguieron por el río Paraguay. Finalmente desembarcaron y atravesaron valles y
montañas hasta llegar al Perú. Allí llegaron a una ciudad y los recibió un gran señor
rico y poderoso. El Capitán les dijo que iban en nombre de un rey muy generoso. El
señor los colmó de plata y oro y les dio una escolta de indios para que los
acompañaran de regreso. Cuando llegaron a Santi Espíritu lo encontraron destruido.
Regresaron hacia el oeste con su tesoro y arribaron a la cordillera, desde la cual
divisaron los dos mares y el Estrecho de Magallanes. Ruy Díaz especula que uno de
los mares que vieron era seguramente un lago (107). En este relato el Capitán César
busca y encuentra un tesoro fabuloso, que era lo que todos deseaban. Los indígenas
lo reciben con grandes honores, lo colman de oro y le dan una escolta para
acompañarlo a su regreso como a un príncipe. Este era el sueño secreto de cada uno
de los soldados: enriquecerse rápidamente y regresar como un señor poderoso. La
realidad a la que se enfrentaban, sin embargo, era muy distinta. Debían luchar
constantemente y afrontaban todo tipo de peligros. Vivían en el Río de la Plata,
donde no había oro ni podían amasar fácilmente grandes fortunas.
El último relato, el de la Maldonada, aparece en los capítulos doce y trece de
la primera parte. Cuenta la historia de una mujer española que estaba en Buenos
Aires en momentos en que se desató una gran hambruna, y pasaron todos tanta
necesidad que se comían unos a otros. Ante esa situación la mujer decidió salir del
fuerte sola e irse de allí. Anduvo durante varias horas. Cuando se acercaba la noche
vio una cueva y se metió en ella para dormir. Dentro encontró a una leona que
estaba próxima a parir. La leona se abalanzó hacia ella para atacarla pero, al verla
sola e indefensa, el animal retrocedió. Durante el parto la mujer la ayudó a que
nacieran sus dos cachorros. La leona, agradecida, compartía con ella la carne que
traía de la caza. Un tiempo después los indios de la zona encontraron a la mujer y se
la llevaron. Uno de ellos la tomó como concubina. Tiempo más tarde apareció en el
área de Buenos Aires una plaga de leones. Un capitán salió a recorrer la zona y
reconoció bajo un árbol a la Maldonada. La trajo al fuerte donde la mujer contó su
historia. El Capitán Francisco Ruíz Galán, hombre muy cruel, cuando supo que la
Maldonada había convivido con los indios y tenido relaciones sexuales con uno de
ellos la condenó a muerte. La sentenció a ser comida por las fieras. La llevaron a un
bosque y la ataron a un árbol. Por la noche, los leones husmearon la presa y la
rodearon, listos a devorarla. Venía entre ellos, sin embargo, la leona a quien la
Maldonada había asistido en el parto. El animal la reconoció, la defendió de los otros
leones y la cuidó para que no la atacaran. Poco después, los soldados del fuerte la
encontraron y la liberaron. Ruy Díaz, que dice haberla conocido, saca sus
conclusiones, y comenta que la leona mostró hacia ella la “…gratitud y la humanidad
que no tuvieron los hombres” (129).
El “cuento” de la Maldonada es una historia de redención y de maternidad. El
Capitán, cruel y tiránico, la condena a ser devorada por los leones por haber tenido
sexo con un hombre indígena y convivido con ellos. La considera “impura”. La fiera,
sin embargo, llevada por su instinto maternal, se compadece de ella. En Asunción,
Ruy había crecido junto a cientos de niños mestizos, procreados por los soldados
con mujeres guaraníes. El tema de las relaciones interétnicas lo tocaba a él de muy
cerca. “La Maldonada” cuenta en forma invertida lo que ocurría en la ciudad, en que
los soldados tenían hijos con las indias. Los niños nacían “impuros”, mestizos. A
diferencia de la Maldonada, los soldados no eran castigados por esto. Pero los niños
nacidos de esas uniones sufrían la mirada discriminadora de una nueva sociedad
estamental que separaba a los individuos según su raza y su origen.
Estas historias de Ruy Díaz, que presentan situaciones parcialmente
históricas desde una perspectiva mitologizante, muestran la aparición de un
imaginario local.
Cuando termina de narrar estas historias, Ruy se avoca a lo que él reputa su
tarea más seria: la de contar la vida de los conquistadores y soldados que llegaron al
Río de la Plata, sus campañas y sus luchas. El Adelantado Pedro de Mendoza, nos
dice, partió para la región en 1535. El rey lo había nombrado Gobernador de las
tierras que descubriese y poblase. Venía con 2200 hombres (110). Lo acompañaban
importantes oficiales reales y hombres de guerra, entre ellos el Capitán Domingo
Martínez de Irala, su abuelo.
Mendoza estaba gravemente enfermo, sufría de sífilis. Su enfermedad
atacaba su sistema nervioso y lo volvía inestable (109). Durante el viaje aparecen
conflictos entre los soldados. En Río de Janeiro los enemigos del Maestro de Campo
Juan de Osorio intrigan contra él y le dicen al Gobernador que lo quiere suplantar y
quitarle el poder. Mendoza los escucha, lo hace apresar y lo condena a muerte,
creyendo que está suprimiendo una conspiración peligrosa. Ruy Díaz está
convencido de que Osorio era inocente y había sido víctima de la envidia de sus
enemigos (113). Esta guerra de personalidades y luchas de poder entre los oficiales
será constante. Los impulsa la ambición y ven a los demás como rivales.
Arriban al Río de la Plata y el Adelantado elige el sitio para fundar la ciudad
de Santa María, a la que luego llamarían Buenos Aires. Construyen un fuerte en el
lugar. Hay indios cerca y estos matan a varios españoles. Mendoza envía a su
hermano Don Diego con 300 soldados para que los ataque. Los indígenas presentan
un ejército de miles de hombres. Matan a Diego de Mendoza y a muchos soldados. La
noticia entristece al Gobernador. Envía al Capitán Juan de Ayolas por el río Paraná a
reconocer la región. Tiempo después regresa a Santa María con buenas nuevas.
Mendoza decide partir con él para ver las tierras sobre el río Paraná. Deja el fuerte a
cargo del Capitán Ruíz Galán. Los soldados que quedan en él sufren un hambre
espantosa, terminan por comerse entre ellos.
Pedro de Mendoza remonta el río con el Capitán Irala y con Ayolas, junto a
300 soldados. Llegan al fuerte de Corpus Christi. El Adelantado se queda allí y
Ayolas continúa río arriba. Al llegar a la confluencia de los ríos Paraná y Paraguay
tiene una confrontación con los indios Agaces. Los indios Guaraníes, por su parte,
son amistosos con ellos.
Mendoza, enfermo, decide regresar a España y deja a Ayolas como su
Teniente General. Se cruza en el camino con su pariente Gonzalo de Mendoza, que
venía del Brasil. Le pide que junto a Salazar vaya a explorar el río Paraná y el
Paraguay. Continúa su viaje, pero muere en el mar antes de llegar.
Gonzalo de Mendoza y Salazar navegan por el Paraná. Llegan a la confluencia
de los ríos, donde los indígenas los hostigan. Siguen por el río Paraguay, arriban a un
paraje que parece ser un buen puerto y el Capitán Juan de Salazar decide construir
allí un fuerte, base de lo que luego sería la ciudad de Asunción. Salazar deja allí a
Gonzalo de Mendoza y regresa a Buenos Aires. Una vez en la ciudad invita a una
cantidad importante de funcionarios a ir a Asunción. Encuentra a Domingo Martínez
de Irala, que regresaba de una excursión río arriba por el Paraguay. Irala tenía
problemas con el cruel Capitán Francisco Ruíz, el personaje del episodio de la
Maldonada; Ruíz lo hace apresar, pero luego lo libera. Lo acusa de tratar de ocupar
su lugar. Se desarrolla entre los dos una guerra de intrigas en la que vence Irala.
Ruy Díaz denuncia los crímenes que comete Ruíz. Después de su regreso a
Buenos Aires, este, por sospechas infundadas, mandó atacar y matar a una gran
cantidad de indios. Les robó sus mujeres y niños, que repartió como botín entre sus
soldados. Esta acción arbitraria del Capitán Ruíz desató una guerra con los nativos
de la zona, que atacaron el fuerte en tal cantidad que los españoles estuvieron a
punto de perecer. Durante la batalla, sin embargo, una aparición celestial salvó la
situación: vieron a San Blas, patrono de la conquista, vestido de blanco y armado con
una espada. Estimulados por la visión, los soldados reaccionaron y contraatacaron,
matando a una gran cantidad de indios (133).
Durante el resto del primer libro, Ruy Díaz relata las luchas entre soldados e
indígenas con todo el detalle que puede. El General Juan de Ayolas que, a la muerte
del Adelantado Mendoza, como su Teniente, había recibido el mando, va en una
excursión al fuerte de La Candelaria, con la misión de explorar las islas. Ayolas no
regresa en el tiempo esperado y el Capitán Irala, que lo seguía en la sucesión de
mando, parte a su vez para averiguar qué había pasado. Durante el viaje los
indígenas atacan a Irala. Se entabla una ruda batalla, con muchos muertos por
ambas partes. Sus hombres encuentran a un indio que hablaba castellano. Este les
cuenta que los Payaguaes habían matado a Ayolas y a todos los españoles que lo
acompañaban. Irala regresa a Buenos Aires y se entabla una lucha por el poder.
Transcribe una cédula del Monarca que establece que, muerto el Adelantado, el
poder le correspondía a quien este hubiese nombrado como lugarteniente de él y, si
no lo hubiese hecho, correspondía a los oficiales principales designar al que fuese
más capaz entre ellos e investirlo con el poder (140-1). Los capitanes y oficiales
reales procedieron a realizar la elección y eligieron a Irala como Capitán General.
Este se transforma en un representante legítimo del Monarca, elegido por sus pares.
Ruy Díaz se ufana de la popularidad de su abuelo entre los oficiales. Había
demostrado que tenía liderazgo. Era un gobernante democrático.
La primera decisión de peso que tomó Irala fue abandonar el fuerte de
Buenos Aires y trasladar a todos sus pobladores a Asunción. Basó su decisión en la
dificultad para defenderlo de los constantes ataques de los indios. Esta decisión, que
le sería reprochada, le permitió hacer de Asunción la ciudad principal. Tomó
importantes medidas de gobierno. La ciudad contaba ya con una población de 600
españoles. Los indios de la zona eran pacíficos y el Capitán General tenía buenas
relaciones con ellos.
En el año 1539 un grupo de indios rebeldes conspiró contra los españoles.
Planeaban atacar el fuerte mientras se celebraba Semana Santa. Irala descubrió sus
planes antes de que pudieron llevarlos a cabo y apresó a los caciques principales.
Los condenó a muerte y los hizo descuartizar. Perdonó al resto de los indígenas
conspiradores. Ruy Díaz en su historia celebra la sabiduría de su abuelo: gracias a
este acto de sagacidad política, dice, quedaron “…los unos castigados, y los otros
escarmentados y gratos con el indulto, y los españoles temidos y respetados para lo
sucesivo, llevando el General el merecido lauro de gran valor y rectitud …” (145).
Ruy Díaz presenta a su abuelo como un buen “Príncipe”, un gobernante
ejemplar que gobierna de manera justa y sabia. Actuaba de manera responsable y
humana. Esto lo diferenciaba de otros oficiales, como el Capitán Francisco Ruíz,
malvado y cruel, que había condenado a la Maldonado a muerte, porque esta había
tenido relaciones carnales con un indio. Su abuelo aceptaba la convivencia carnal
con los guaraníes como algo conveniente y necesario. Él mismo tenía varias mujeres
indias. Era un hombre práctico, su castigo a los caciques logró el resultado deseado:
los miembros de sus tribus se sometieron a su poder y se declararon amigos.
Ruy nos cuenta cómo se inició el mestizaje que dio por resultado el
crecimiento rápido de la población de Asunción. Dice: “…voluntariamente los
caciques le ofrecieron a él, y a los demás capitanes sus hijas y hermanas, para que
les sirviesen, estimando por este medio tener con ellos dependencia y afinidad,
llamándolos a todos cuñados…y en efecto sucedió que los españoles tuvieron en las
indias que les dieron, muchos hijos e hijas, que criaron en buena doctrina y
educación, tanto que S. M. ha sido servido honrarlos con oficios y cargos, y aun con
encomiendas de aquella provincia, y ellos han servido a S. M. con mucha fidelidad en
sus personas y haciendas…” (145-6).
Los guaraníes eras polígamos y los españoles aceptaron unirse a sus mujeres,
adoptando esta costumbre. Los caciques llegaban a tener más de treinta esposas.
Los españoles a su vez tomaron una elevada cantidad de concubinas, al menos esa
primera generación. Luego, con la llegada de más religiosos a la ciudad, la situación
fue cambiando.
Los mestizos que nacieron de esas uniones resultaron ser muchos más
numerosos que los españoles que vivían allí. Irala confesó en su testamento el haber
tenido nueve hijos con diferentes indias (De Granda 141). Reconoció a estos hijos
mestizos y los nombró sus herederos. Una de sus hijas era Úrsula de Irala, madre de
Ruy Díaz. Él asegura que estos niños mestizos nacidos de uniones polígamas fuera
del matrimonio cristiano habían sido cristianizados y educados y se transformaron
en buenos servidores del Rey. Su abuelo tuvo numerosas concubinas, pero buscó
que esta situación no se extendiera a sus descendientes: casó a sus hijas mestizas
por la Iglesia en matrimonio monógamo con españoles.
Su hija Úrsula contrajo matrimonio con el Capitán español Alonso Riquelme
de Guzmán, padre de Ruy Díaz. Irala logró que sus hijas no se casaran con indios ni
con otros mestizos. Quería “blanquear” su sangre. Las uniones con las mujeres
nativas habían sido resultado de la necesidad, ya que los soldados viajaron solos, sin
familia. Conocían muy bien la política de limpieza de sangre que existía en la realeza
española y los oficiales aspiraban a recibir títulos nobiliarios de la corona y
aumentar su poder.
Ruy Díaz dice que estas uniones irregulares aumentaron enormemente la
población de la ciudad. Explica que: “…ha llegado a tanto el multiplico, que han
salido de esta ciudad para las demás que se han fundado en aquella gobernación
ocho colonias de pobladores... Son comúnmente buenos soldados y de gran valor y
ánimo, inclinados a la guerra, diestros en el manejo de toda especie de armas…”
(146). Son buenos jinetes y, asegura, muy obedientes y leales servidores de la
corona.
Alaba a las mujeres mestizas, dice que son de “nobles y honrados
pensamientos, virtuosas, hermosas, y bien dispuestas: dotadas de discreción,
laboriosidad y expeditas en todo labrado de aguja, en que comúnmente se
ejercitan…” (146). Indirectamente nos está hablando de su madre, hija de Irala.
El segundo libro narra una parte de la historia que para él no es fácil de
contar: el conflicto entre su abuelo y el Adelantado Alvar Núñez, y el arribo al Río de
la Plata de quien sería su padre, el Capitán Alonso Riquelme de Guzmán. Guzmán
llegó a América con la expedición del Adelantado, que era su tío. La confrontación de
Irala y Alvar Núñez deriva en un enfrentamiento de familia. El casamiento de su
padre con su madre, debemos aclararlo, no fue producto del amor: fue resultado de
un acuerdo de su abuelo con un grupo de oficiales Alvaristas que participaron en un
complot contra él, cuando ya su tío, Alvar Núñez, había sido enviado preso a España
para ser juzgado por la corona. Irala condenó a muerte al cabecilla de ese complot,
Diego de Abreu, y perdonó la vida de los oficiales implicados…a cambio de que se
casaran con cuatro de sus hijas mestizas… La situación mostró una vez más la
sabiduría salomónica de su abuelo, que se las ingenió para conseguirles maridos
españoles a sus hijas. Las casó según los ritos de la iglesia católica, limpiando el mal
nombre que tenía como polígamo.
Alvar Núñez Cabeza de Vaca había sido designado Adelantado para la región
en reemplazo del fallecido Pedro de Mendoza. Llegó al Río de la Plata en 1540. Irala,
obligado a reconocer el nombramiento, lo recibió como a su superior, entregándole
el poder que él ostentaba hasta ese momento. Contrariado por la situación, Irala
conspiró contra el Adelantado. Ruy Díaz hace todo lo posible para minimizar este
hecho. Procura demostrar que su abuelo no participó de las intrigas que se gestaron
contra Alvar Núñez, y que este tuvo conflictos con los oficiales reales y los capitanes
por sus propios errores. No quiere que vean a su abuelo como un intrigante
ambicioso.
Ruy Díaz no podía tampoco criticar abiertamente al Adelantado, ya que este
era tío de su padre, y tío segundo suyo. Las simpatías políticas de Ruy, sin embargo,
se inclinan más hacia la familia de su abuelo que hacia la familia de su padre. Núñez
era un hombre talentoso, buen escritor, como él, pero carecía, desgraciadamente, de
liderazgo político. Quedó opacado por la figura de su abuelo Domingo de Irala, que
ya tenía formado su círculo de poder al llegar este.
El Adelantado arribó al Río de la Plata con setecientos hombres. Además de
su padre, llegaron con él muchos soldados ambiciosos, como Ruy Díaz Melgarejo,
Francisco de Vergara y numerosos “caballeros hijosdalgo” (150). Desembarcó en
Santa Catalina, en la costa atlántica y, fiel a su estilo de caminante y aventurero, fue
con todos sus hombres desde allí hasta Asunción por tierra. Llegaron a la ciudad
varios meses después y el Capitán Irala los recibió con “amor y aplauso” (154). Al
poco tiempo, el Adelantado ordenó hacer una incursión en los territorios de los
pueblos indígenas. Unos indios se habían rebelado y le pidió a su sobrino, el Capitán
Alonso Riquelme, luego padre de Ruy, en su primera misión militar, que los castigue.
Riquelme armó una expedición de 300 soldados y más de 1.000 indios “amigos”.
La táctica militar que empleaban los españoles, en cada nueva zona que
ocupaban, era, en primer lugar, “pacificar” a las tribus vecinas, someterlas, pedirles
tributo y demandar que los sirvieran en el trabajo en los campos y les entregaran
soldados en caso de guerra. Empleando a los indígenas para luchar en sus guerras
contra otras tribus, creaban conflictos entre ellos, ponían a unas tribus contra otras
y los mantenían en una situación constante de enemistad. Esto evitaba que los
indígenas se aliaran entre ellos contra los españoles. En este caso Riquelme llevaba
como soldados, además de su tropa española, a 1000 indios para que luchasen
contra los otros indios. Ruy, que era miembro integrante de una familia castrense,
ya que tanto su abuelo como su padre habían sido soldados, y él mismo era militar
de carrera, aprovecha la ocasión para hacer encomio de los méritos de su padre y
señalar los servicios que presta a su Majestad.
Al salir al campo se encontraron con 8000 indios que los atacaban. El padre
lideró la batalla y mostró, dice Ruy, “su valor y pericia” (156). Describe
minuciosamente el encuentro, en el que lograron una “victoria completa”, que
terminó con una matanza indiscriminada de enemigos. Responsabiliza de esto a los
indios amigos. Dice:”…los indios amigos no dejaban cosa que saquear, ni mujer o
niño con vida, que más parecía exceso de fieras que venganza de hombres de razón,
sin moverlos a clemencia los grandes clamores de tantos como mataban” (158). Los
españoles, sin embargo, no se quedaban atrás y “no daban cuartel a nadie”.
Concluida la batalla quedaron en el campo 4000 indios muertos. Además, se
apoderaron de 8.000 mujeres y niños, que el Adelantado repartió luego a los
oficiales en encomiendas, para el servicio y el trabajo en los campos. En la batalla los
españoles perdieron 6 soldados y murieron 150 indios amigos. Dada la cantidad de
muertos en ambos bandos es evidente que la batalla terminó con una masacre de los
vencidos. Ruy celebra la victoria, que dice se debió al Apóstol Santiago. Gracias al
buen servicio de su padre, concluye, “…los demás pueblos vinieron a dar la
obediencia al Rey…pidiendo perdón de la pasada rebeldía…y quedaron sujetos al
real servicio, y escarmentados con este castigo” (158).
Mientras “pacifican” a los indígenas de la zona, los oficiales libran
simultáneamente “otra” guerra entre sí para aumentar su poder. Compiten entre
ellos y se valen de todo tipo de intrigas. Ruy Díaz nos advierte que el Adelantado no
se llevaba bien con los Oficiales Reales, que lo criticaban. Los conflictos latentes en
los altos mandos estallarán en momentos claves.
Alvar Núñez decide armar una excursión de conquista navegando por el río
Paraguay hacia el oeste. El objetivo era acercarse a las tierras ricas del Perú. Deja en
Asunción a Irala como Maestre de Campo, en reemplazo suyo. La expedición parte.
Durante la navegación luchan contra varios pueblos indígenas, que intentan
obstaculizar su marcha. Los españoles conocen su superioridad militar. Su método
de guerra y sus armas resultan invencibles. Los indios tribales no pueden oponerle
una resistencia sólida, aunque formen ejércitos numerosos.
Llegan hasta el puerto de los Reyes. Siguen el viaje por tierra. Los oficiales
comienzan a mostrar su disenso con el Adelantado. A Alvar Núñez le gustaba entrar
en los pueblos. Sentía curiosidad por la cultura nativa y deseaba conocerla mejor.
Había convivido muchos años con los indios de Norteamérica. Era un antropólogo
vocacional incipiente. Sus oficiales no tomaron a bien su actitud. No les parecía
compatible con los objetivos militares. Las tribus para ellos eran pueblos que se
habían sometido. La institución militar no se compadece de los vencidos. Los
oficiales son arrogantes, creen en los privilegios de casta. Son racistas y el viaje por
tierra entre pueblos de indios los desanima. Quieren volver a Asunción. Alvar Núñez
trata a los indígenas con mucha moderación, y eso no les gusta. La filosofía de la
guerra en la época era sangrienta. No había compasión hacia el enemigo, los
encuentros no concluían felizmente hasta que no se pasaba por las armas y destruía
totalmente a los contrarios (Tieffemberg 131-46).
Llegan a un pueblo desierto, los indígenas temerosos han ido a refugiarse en
la selva. Allí encuentran tejidos preciosos, mantas de algodón, aves y animales
domésticos, una plaza con una pirámide en la cima de la cual descubren una enorme
serpiente viva que los indios adoraban como a un dios. Alvar Núñez queda
fascinado. Para sus oficiales es demasiado, le exigen regresar. A su pesar Alvar
Núñez consiente. Llevan con ellos, como botín, 3.000 indios cautivos, que serán
luego repartidos entre los españoles, que los utilizarán como sirvientes.
El repartimiento era una institución reglamentada por la corona. Los
propietarios de indios debían tratarlos cristianamente y enseñarles religión. Los
encomenderos, sin embargo, los trataban casi siempre con crueldad; los indígenas,
para ellos, no eran mucho más que esclavos. Los soldados buscaban este beneficio,
que los transformaba en propietarios y virtuales señores. La posibilidad de tener
sirvientes y encomendados a su cargo los hacía sentir poderosos y fuertes,
superiores a los indígenas. Se iba formando rápidamente un medio social
“aristocrático” de señores y vasallos que remedaba y reproducía a su modo en la
colonia la sociedad estamental de la monarquía absoluta en la península. Los
“nobles” eran soldados, pseudo-aristócratas, encumbrados por la suerte de la guerra
y el derecho de conquista.
El derecho de conquista, que los españoles se arrogaban, era un derecho de
rapiña. El conquistador se apropiaba de los bienes conquistados en la guerra. Esto
incluía el derecho al trabajo de sus cautivos. Esa posibilidad excitaba la ambición de
los soldados, y hacía más feroz la competencia entre ellos. El ambiente de la
conquista reproducía de una manera deformada y seguramente grotesca la lucha de
poder de los sectores monárquicos en la península. Sus actores trataban de
parecerse a los señores e imitarlos, siendo en la realidad “hijosdalgo” que venían de
familias campesinas y empobrecidas la mayoría de las veces.
En la Monarquía absoluta era el Rey quien otorgaba títulos señoriales y
privilegios y hacía nombramientos. La monarquía controlaba el ascenso social.
Todos luchaban por conseguir algún tipo de reconocimiento. La corte, o su remedo
colonial, era un ambiente de luchas de poder e intrigas interminables. Las alianzas,
la difamación de los opositores y las persecuciones alimentaban ese ambiente de
traiciones y venganzas. Esta es la realidad más vívida que nos transmite Ruy Díaz en
sus Anales. Contar la historia para él es describir estas luchas, que son en gran parte
enfrentamientos y luchas de familia. La monarquía absoluta es un sistema político
incestuoso. En los estratos más elevados del poder son los hermanos, los familiares
y sus allegados los que luchan entre sí. Todos quieren merecer el premio, quedarse
con el poder. Los oficiales ven a Alvar Núñez como un hombre diferente,
sentimental, débil. No le tendrán piedad. Sobre todo Irala, que quiere sacarlo del
medio y recuperar el poder político que ya tenía a su llegada.
Estos soldados no se preocupan realmente por sus “vasallos”. Para ellos el
indígena no cuenta, excepto como mano de obra gratuita cautiva. Destruyen y
asesinan a quien los enfrente. Durante los primeros ochenta años de la conquista,
que es precisamente el momento en que escribe sus Anales Ruy Díaz, la población
nativa del Río de la Plata disminuyó drásticamente. No solamente las masacres y las
guerras contribuyeron a ello. También las encomiendas, el régimen de trabajo
forzado, que erradicaba a los indígenas de sus comunidades y los obligaba a servir
sin compensación alguna a su señor durante un tiempo indefinido. Sus familias
quedaban abandonadas. A esto se sumaba la captura de mujeres, que eran forzadas
a ir a vivir a Asunción, para transformarse en sirvientas, agricultoras y, las más
jóvenes y hermosas, concubinas de los señores. Todo esto dislocó y destruyó el
tejido social de la sociedad guaraní (Candela, “Reflexiones de clérigos y frailes sobre
las deportaciones indígenas...” 331-9). Transformó a una comunidad libre, que tenía
autonomía y había encontrado su manera de generar su sustento para miles de
habitantes, en un pueblo virtualmente esclavo.
El proceso de mestización, que llenó la ciudad de miles de niños mestizos, no
llevó a que las familias indígenas fuesen reconocidas ni integradas como iguales en
la vida social. Ruy Díaz jamás habla de su abuela india ni de su madre mestiza. Se ve
que se avergüenza de ellas. Cuando habla de los indígenas los degrada, los trata de
traidores, de licenciosos y caníbales. Los desprecia. El pueblo mestizo, aprisionado
entre dos identidades, elige, con pocas excepciones, el lado del vencedor, del fuerte.
Ruy Díaz no escapa a esto. Tiene mentalidad de vasallo y quiere ser señor. Es un
militar mestizo que se ha ganado su lugar “luchando contra el enemigo”, es decir,
asesinando a los de su misma sangre. No puede respetarlos, ni considerarlos seres
humanos.
Gran parte del pueblo mestizo se vuelve un traidor a su origen: desprecia a
sus ascendientes indios. Al mismo tiempo, guarda resentimiento hacia los señores
blancos, que lo miran con duda y con desprecio. Ruy Díaz cree que sus superiores no
le reconocieron sus servicios a la corona como él se merecía. Jamás pudo visitar la
península. En Asunción se va creando una sociedad de tres “pisos”: indios, mestizos
y señores. En su historia, el indígena no aparece sino como un enemigo peligroso y
despreciable. Del mestizo habla poco, porque no quiere reconocerse como tal. En su
historia Ruy Díaz está “saldando cuentas” con la sociedad colonial. Escribe en un
momento en que siente marginado, víctima de las intrigas y el poder de su rival de
generación y enemigo: el criollo Hernandarias, tres veces Gobernador de Asunción,
un privilegio al que él no pudo acceder. Hernandarias le exigió que se fuera de
Asunción, le hizo un juicio de residencia y lo obligó a vivir fuera de su ciudad natal.
No lo quiere cerca. Los desconformes y los envidiosos eran siempre peligrosos,
enemigos potenciales. Los detalles de esta farsa no lo conoceremos por ahora,
porque el cuarto libro, en que Ruy Díaz hablaba de esta última etapa de la conquista,
en que tanto él como Hernandarias eran protagonistas, misteriosamente
desapareció y nunca (aún) se ha encontrado. Se presume que fueron sus mismos
familiares y deudos los que la hicieron “desaparecer”, quizá para evitar represalias,
o quizá esta parte fuera víctima de la “censura” de algún lector celoso. La crítica y el
espionaje tenían que ser feroz en la colonia. Ojalá se le encuentre en algún momento,
oculto en un archivo de la época, y podamos enterarnos del final de su historia.
Los oficiales y soldados habían pedido a Alvar Núñez regresar a Asunción. El
Adelantado consintió y la expedición volvió a la ciudad. Al poco tiempo de llegar, el
Capitán Irala salió en una excursión de unos pocos días a “pacificar” indios y,
mientras tanto (qué casualidad), se desenvolvió en Asunción una intriga contra
Alvar Núñez que terminaría expulsándolo del poder. Los Oficiales Reales y los
Capitanes se conjuraron contra el Adelantado y lo apresaron. Cuando regresó poco
después su Maestre de Campo, Domingo de Irala, de la excursión “pacificadora”, se
encontró con la nueva situación. Tuvo, “a su pesar”, que aceptar los hechos. Todos,
“unánimemente”, le pidieron que por favor asumiera el poder y se desempeñara
como Gobernador, hasta tanto su Majestad mandara otra cosa. Irala, “contra su
voluntad”, asumió el mando. Mantuvieron al Adelantado prisionero durante trece
meses. Se pusieron todos de acuerdo y decidieron enviarlo a España. Lo acusaron de
arbitrariedad y mal desempeño de su función. Le pidieron al Rey que lo juzgue. En
España lo sometieron a un largo y humillante proceso.
En la historia de Ruy Díaz el origen político del complot se hace evidente. Se
habían formado dos bandos opositores: los “leales” a Alvar Núñez y los
“tumultuarios” (170). Su abuelo era el líder “no oficial” de los tumultuarios, y su
padre, sobrino de Alvar Núñez, un miembro de los leales. La disputa por el poder se
vuelve una cuestión de familia. Ruy Díaz trata de mostrar al lector que él no toma
partido por ninguno de ellos, aunque su simpatía hacia su abuelo es más que
evidente. Después de todo fue él quien se quedó con el poder y, dada la mentalidad
militar del autor, el poder desnudo es lo único que cuenta. Su libro es una historia de
la conquista del poder, y no la historia de la resistencia a ese poder. Esa aparecerá
más tarde, como contradiscurso, en la literatura del Río de la Plata, con otros
actores.
Desaparecido Alvar Núñez del espacio político, Domingo de Irala asumió el
gobierno. Tomó la decisión de “hacer una entrada”, es decir una excursión armada
de conquista, hacia el norte, en dirección al Chaco Boreal, en busca de riquezas.
Partió con 300 soldados y 300 indios amigos, y dejó en Asunción, como su
lugarteniente, al Capitán Francisco de Mendoza. La excursión encontró a su paso
numerosos pueblos de indios. Durante la marcha, Irala se enteró de los conflictos
que habían ocurrido en el Perú, la cabeza del Virreinato, entre el Gobernador
Gonzalo Pizarro y la corona española. Gonzalo Pizarro había liderado la rebelión de
los Encomenderos, que se oponían a que se aplicasen en sus territorios las Leyes
Nuevas de la monarquía, que buscaban mejorar la atroz condición en que vivían los
indios encomendados. El Rey envió al virreinato como Presidente, en nombre suyo,
al sacerdote y militar Pedro La Gasca. La Gasca les pidió a los insurrectos que se
sometieran a la voluntad del Rey. Pizarro se vio obligado a elegir: tenía que aceptar
las Leyes Nuevas o enfrentar al Presidente en el campo de batalla. Decidió mantener
su rebeldía. La Gasca derrotó a Gonzalo Pizarro en la batalla de Jaquijahuana en
1848 y lo apresó. Pizarro fue juzgado, condenado a muerte y ejecutado.
Martínez de Irala quería ir a la ciudad de los Reyes, Lima, pero, dada la
situación, no podía entrar en la misma sin recibir antes la autorización de su
Presidente. Mientras aguardaba el visto bueno de La Gasca, sus soldados se
rebelaron y le exigieron continuar o regresar a la ciudad de Asunción. Después de un
año de viaje, finalmente, regresaron todos a Asunción. Al llegar Irala descubrió que,
durante su ausencia, habían tenido lugar allí graves luchas y conflictos. Los
militares, dada la larga ausencia del Gobernador, temían que este hubiera muerto, y
le exigieron a su lugarteniente, el Capitán Francisco de Mendoza, que hiciera una
elección de Gobernador interino. Durante la votación, el bando político opuesto a
Irala, liderado por los antiguos partidarios de Alvar Núñez, entre los que estaba su
sobrino, el Capitán Alonso Riquelme, impuso su candidato, que ganó las elecciones.
Nombraron Capitán General y Justicia Mayor al Capitán Diego de Abreu.
El Capitán Mendoza, lugarteniente de Irala, cuestionó la legitimidad de la
elección de Abreu y no la reconoció. Sus enemigos lo hicieron apresar, lo
enjuiciaron, lo condenaron a muerte y lo ejecutaron. Cuando escucharon, tiempo
después, que Martínez de Irala estaba vivo y pronto llegaba a Asunción, todos sus
partidarios, felices, decidieron salir a recibirle. Abreu, temeroso de la situación y del
poder político del Gobernador, se fue de Asunción y se ocultó en la selva. Irala llegó
y retomó el poder. Poco después hizo apresar a sus opositores, condenó a muerte a
varios de ellos y ahorcó a unos pocos. Los religiosos querían que volviera la paz y le
pidieron que perdonara la vida a los otros conspiradores, para pacificar
definitivamente la ciudad. Domingo de Irala, siempre político, ofreció a cuatro
oficiales perdonarles la vida si se casaban con sus hijas mestizas. Los oficiales no
dudaron en aceptar la oferta del poderoso Gobernador. Se arreglaron cuatro
casamientos: Francisco Ortiz de Vergara se casó con Doña Marina, Alonso Riquelme
con Doña Úrsula, futura madre de Ruy Díaz, y Pedro Segura y Gonzalo de Mendoza
con otras hijas de Irala. Se casaron según los ritos de la iglesia católica. Irala creó así
una alianza de familia al mejor estilo de las monarquías de Europa.
En la monarquía, los contendientes luchaban por ocupar la totalidad del
poder, desplazando a quien lo ostentara. Las cortes eran centros de intrigas
permanentes entre distintos grupos e intereses políticos. Lo novedoso en las
colonias es que quienes luchaban por el poder no eran miembros de la nobleza sino
oficiales del ejército. El poder y la representatividad que lograron los militares
durante la conquista se prolongaría en el tiempo. El gobierno colonial mantuvo un
carácter represivo y violento, tiránico y oportunista. Produjo una sociedad
disfuncional, arbitraria, cuyos intereses eran ajenos a los de sus gobernados. Estaba
asentada sobre la explotación inhumana del trabajo de los pueblos sometidos, a los
que se les negaba todo derecho y se los discriminaba racialmente.
En Asunción Irala celebró su nuevo poder de familia organizando una
excursión de conquista, dejando al Contador Felipe de Cáceres como su
Lugarteniente en Asunción. Durante su ausencia, Felipe de Cáceres descubrió donde
se ocultaba el díscolo y rebelde Capitán Diego de Abreu, que había pretendido
suplantar al Gobernador. Envió a un grupo de soldados a buscarlo. Estos lo hallaron
y lo mataron.
El General Irala no encontró riquezas, sino grupos de indios hostiles en su
camino. Llegaron hasta los contrafuertes de las sierras del Perú. Después de grandes
padecimientos, frustrados, decidieron volver a Asunción. En 1552 Irala mandó al
Capitán Romero a hacer una excursión al paraje de Buenos Aires. El Capitán subió
por el río Uruguay y fundó una ciudad, San Juan. Los indios lo atacaron y Romero
pidió ayuda al General. Este mandó a su yerno, el Capitán Alonso Riquelme, padre de
Ruy, a “pacificar” la zona.
Poco después llegaron a Asunción varios caciques principales de la provincia
del Guairá, al este de Asunción. Le pidieron ayuda para luchar contra los indios
Tupíes que los atacaban. Estos vivían en la costa del Brasil y los portugueses los
ayudaban. Esta tensión entre portugueses y españoles era constante. Los brasileños
enviaban a los Tupíes en busca de indios de otras tribus de las zonas españolas para
venderlos como esclavos en Brasil. La corona portuguesa aceptaba la esclavitud de
los nativos. España no: en las zonas bajo dominio de la corona española los
indígenas eran sometidos al régimen de encomienda y servicio real, pero
formalmente no eran esclavos.
Irala decidió en 1554 enviar a su yerno el Capitán Vergara a fundar una
ciudad en el Guairá para detener el avance portugués. Vergara fundó la Villa de
Ontiveros. Luego envió a otro de sus yernos, el Capitán Pedro de Segura, a luchar
contra los indios de la zona para “pacificarla”.
Ruy Díaz aprovecha la oportunidad para hacer una apología de su abuelo y
de su familia. Sus decisiones mostraban su sabiduría política y su buen criterio como
conquistador y gobernante. La prosperidad de la zona, dice él, aumentaba
constantemente. Los indios vivían en paz en las cercanías de Asunción. El General
mandó a construir una gran iglesia, que sería tiempo después la Catedral. Todos lo
obedecían y querían, según él. Sabía mandar, era buen cristiano, justo, un modelo de
gobernante sabio renacentista. Gracias a él “…estaba la República tan aumentada,
abastecida y acrecentada en su población, abundancia y comodidad que desde
entonces hasta hoy no se ha visto en tal estado…” (205). Ruy contrasta la
administración de su abuelo con todas las que le siguieron, incluida la presente, en
1612. En esos momentos gobernaba Asunción el criollo Hernando Arias de
Saavedra, “Hernandarias”. Ruy estaba enfrentado con Hernandarias, contemporáneo
suyo, que lo había hecho expulsar de la ciudad. Este se había apropiado del poder en
1598 y gobernó Asunción ininterrumpidamente hasta 1618. Ruy no pudo volver a
establecerse en la ciudad hasta después de esa fecha.
Ruy describe con orgullo a Asunción. Dice: “Está fundada sobre el mismo río
Paraguay al naciente en tierra alta y llana, hermoseada de arboledas, y compuesta
de buenos y entendidos campos. Ocupaba antiguamente la población más de una
legua de largo, y de más de una milla de ancho, aunque el día de hoy ha venido a
mucha disminución” (205). Describe todas las iglesias que fundó su abuelo, comenta
sobre el clima y los animales que poblaban la región.
Muestra gran amor por su tierra y habla de sí mismo como un asunceño;
dice: “Es la tierra muy agradable en su perspectiva, y de mucha cantidad de aves
hermosas y canoras, que lisonjean la vista y el oído…muy abundante de todo lo
necesario para la vida y sustento de los hombres, que por ser la primera fundación
que se hizo en esta provincia, he tenido a bien tratar de ella en este capítulo, por ser
madre de todos los que en ella hemos nacido...” (206).
Otro hecho relevante que ocurrió durante el gobierno de su abuelo fue la
llegada a Asunción del primer Obispo de la provincia, Fray Pedro de la Torre, un
hombre controversial y político que alineó a la Iglesia con los objetivos e intereses
económicos y militares de la conquista. Vino acompañado de varios sacerdotes y
portando importantes y caros ornamentos para el culto. Tiempo después, ya muerto
su abuelo, el Obispo terminaría participando de lleno en las intrigas y luchas
políticas de Asunción. Se enfrentó al General Cáceres, a quien excomulgó e hizo
poner en prisión (265). Ruy Díaz alaba y exalta al Obispo, a quien la ciudad recibe
con “mucha alegría”. Dice Ruy Díaz: “El buen Pastor con paternal amor y cariño
tomó a chicos y grandes bajo su protección y amparo con sumo contento de ver tan
ennoblecida aquella ciudad con tantos caballeros y nobles, de modo que dijo que no
debía cosa alguna a la mejor España” (213).
Ruy comienza a continuación el libro tercero, el último que conocemos, ya
que desapareció el libro cuarto. En esta parte cubre los eventos que suceden de
1555 a 1573. Inicia la narración en el momento en que su abuelo recibía del Rey la
importante cédula que confirmaba su nombramiento como Gobernador del Río de la
Plata, dando legitimidad y permanencia a su cargo. Irala reunió a los Oficiales Reales
y Capitanes de Asunción para anunciarles a todos la noticia, que fue recibida “con
aplauso universal” (216). Les informó además que el Rey le había pedido que
procediera a encomendar a los indios a los trabajos a que los tenían destinados, para
lo cual debía él repartirlos como vasallos a los militares conquistadores. Salieron
para esto a empadronar a los indios de la región. Contaron 27.000 indios en una
zona de 50 leguas a la redonda. Díaz explica que dado ese número de indios no era
posible gratificar a todos. El Gobernador escogió a los 400 oficiales más meritorios,
y les dio entre 30 y 40 indios a cada uno. El resto debía esperar a que pudieran
someter a otros pueblos y forzar a sus habitantes a servirlos.
Según Ruy Díaz, el “régimen y buen gobierno” de su abuelo hicieron de
Asunción una sociedad feliz. Se contrataron a dos maestros para la escuela. Dice que
asistían a las clases 2.000 niños, lo cual nos da una idea de la población que había
alcanzado la ciudad hacia 1555. Las prácticas poligámicas que el Gobernador había
aceptado hicieron posible el nacimiento de gran cantidad de niños mestizos,
producto de las uniones entre los soldados y las mujeres indígenas. Esto llevó a una
verdadera explosión demográfica. Irala había también promovido y favorecido el
culto religioso. El Obispo y los sacerdotes se encargaban, del “común beneficio
espiritual de los españoles e indios de toda la provincia, de modo que con grande
uniformidad, general aplauso y aplicación se dedicaron al culto divino…” (217).
Este cuadro idealizado del poder de su abuelo y su servicio a la monarquía
procuraba demostrar la excelencia de su familia y lo mucho que se le debía. Presenta
la ocupación militar y el sometimiento de los pueblos indígenas como un acto
virtuoso y cristiano de gobierno. Habían defendido el poder Imperial español y dado
a la corona lo mejor de sí. Era un argumento a favor del poder desnudo. Busca
mostrar a sus lectores monárquicos e imperialistas que, en tanto la institución
militar y la institución eclesiástica actuaran de acuerdo y estuviera todo pacificado,
el poder absoluto del Rey no tenía límites.
En 1557 Domingo de Irala dispuso enviar al Capitán Ruy Díaz Melgarejo a la
provincia del Guairá, lindera con el Brasil, para empadronar más indios. Quería
entregárselos como encomendados a los conquistadores que aún no tenían
encomiendas, y acrecentar así la riqueza de su gente. Los indios no aceptaron servir
a los españoles y resistieron. Melgarejo los atacó y derrotó, y logró someterlos.
Porque toda historia hermosa y brillante en algún momento termina, le tocó
al Gobernador llegar al fin de su vida, en momentos de mayor esplendor y gloria.
Murió víctima de la fiebre, y Ruy Díaz aprovecha este momento para tratar de
inmortalizar a su abuelo. Dice: “…así españoles, como indios gritaban: - Ya murió
nuestro padre, ahora quedamos huérfanos” (225). Tanto lo querían, sostiene, que
hasta “los que eran contrarios” estaban apenados. El Gobernador, antes de morir,
nombró como reemplazante suyo a su yerno, el Capitán Gonzalo de Mendoza, con el
título de Terrateniente General. El poder colonial replicaba en su modo de operar el
comportamiento político de la península: había que mantener, en la medida de lo
posible, el poder dentro de la familia.
Gonzalo de Mendoza solo duró un año en el poder. Murió al año siguiente. Se
volvió a abrir la elección de gobernador. Con la ayuda y apoyo del Obispo Fray Pedro
Fernández de la Torre, lograron que otro tío de Ruy Díaz, yerno del difunto Irala:
Francisco Ortiz de Vergara, recibiera el poder. Según Ruy Díaz, el gobernador
Vergara trajo gran prosperidad a Asunción, los encomenderos estaban muy
contentos con él. Desgraciadamente, los indígenas no pensaban lo mismo que ellos y
se rebelaron contra el gobierno. Vergara, fiel a la tradición militar, inició una
campaña de represión general. Los indios contraatacaron. En 1560 un pelotón de
16.000 indios marchó contra Asunción. Iba a iniciarse una gran batalla. Vergara
nombró al frente del ejército a sus dos cuñados: el Capitán Pedro de Segura y el
Capitán Alonso Riquelme, padre de Ruy Díaz. Llevaban una compañía de arcabuces,
tropa de infantería y caballería. Los acompañaban además varios miles de indios
“amigos”, integrantes de un pueblo indígena que odiaba a los indios que los
atacaban. Ruy, como militar experimentado y profesional que era, describe
minuciosamente la batalla. Esta culmina, como casi todas ellas, con una masacre
reglamentaria de indígenas: matan a 3.000 indios. Pero la batalla para ellos no fue
fácil. Sufrieron la pérdida de…¡cuatro soldados! Maravillosa máquina de guerra la
española.
El Gobernador Vergara decidió que era tiempo de visitar al Perú, y presentar
sus respetos al Virrey en persona. Fueron con él el Obispo, sus capitanes más
destacados y los Oficiales Reales. Era una visita política y quería que su superior, el
Virrey, los viera unidos y animosos. Partieron en 1564. Entre ellos fue el Capitán
Nuflo de Chaves, que en su momento había estado enfrentado al Gobernador Irala, y
era un hombre ambicioso. Chaves iba por tierra y sus hombres no estaban contentos
con él. Llegaron a Santa Cruz. Chaves decidió apoderarse del mando de la expedición
y desconocer a Vergara. El Gobernador y su gente, que iban por otro camino,
llegaron a la ciudad de La Plata, sitio de la Real Audiencia. Allí, Francisco de Vergara
y el Obispo se enteraron de los múltiples conflictos de poder que existían en la
región entre los conquistadores. La política en la ciudad de La Plata era de alto
vuelo. Las intrigas abundaban. En la Real Audiencia criticaron al Gobernador
Vergara por el excesivo costo que tenía la marcha de tanta gente desde Asunción
para visitar al Virrey. Les parecía un derroche.
El Gobernador Vergara, el Obispo y su comitiva continuaron hacia Lima. A
llegar allí se enteraron que el Virrey había decidido nombrar un nuevo Adelantado
para el Río de la Plata. El Virrey, pasando por alto las aspiraciones de los familiares
de Irala, eligió a Juan Ortiz de Zárate, que lo había servido fielmente en las guerras
civiles del Perú. Ortiz de Zárate partió para España para pedir su aprobación al Rey
y nombró como su Teniente General, para gobernar en su nombre, a Felipe de
Cáceres.
Mientras tanto, las cosas para el Capitán Nuflo de Chaves, que se había
apoderado del mando de la expedición al llegar a Santa Cruz, no iban bien. Los
indios guaraníes obstaculizaban su marcha y Chaves se vio forzado a combatirlos. Se
adelantó a su tropa y llegó a un pueblo de indios, que fingieron ser sus amigos. Estos
querían vengarse de él, le tendieron una celada y lo mataron junto con su escolta. La
noticia causó estupor. No podían tolerar que los indios mataran a un oficial. El
Capitán Diego de Mendoza ordenó un gran “escarmiento”. Atacaron a los indios,
hicieron una gran matanza de enemigos y llevaron presos a sus cabecillas. Mendoza
hizo asesinar a los jefes, cortaron sus cadáveres en pedazos y los repartieron por los
caminos como ejemplo para los otros indios (252). No conformes con esto, entraron
al pueblo donde vivían las familias de los indios, y le prendieron fuego a las chozas
con las mujeres y los niños adentro, masacrando a la totalidad de la comunidad. Ruy
Díaz dice que los soldados “…no perdonaron ni edad ni sexo, en que no
ensangrentaron sus armas, ejecutando con la muerte de todos un tan cruel castigo,
que hasta entonces no se vio igual en el Reino, pues los inocentes pagaron con su
muerte...la de Nuflo. Consiguiose con este desmedido castigo, atajar la malicia de
aquellos bárbaros…” (252-3). En su concepto la masacre era necesaria para
intimidar a futuros rebeldes y forzarlos a someterse a su voluntad. Era importante
dar el ejemplo.
Durante el camino los indios Payaguaes atacaron al grupo en el que iba Felipe
de Cáceres. Durante la batalla, el “Obispo y demás religiosos exhortan a los
soldados” y los estimulan en la lucha para que vayan adelante (256). En medio del
combate aparece un caballero de blanco, el Apóstol Santiago en persona, que pone a
más de 10.000 indios en fuga (Page 92-121). Dios velaba por sus soldados.
Finalmente llegan a Asunción.
En 1570 el General Felipe de Cáceres envió al padre de Ruy, Alonso
Riquelme, como Gobernador a la provincia del Guairá. Riquelme llegó a Ciudad Real
y presentó su nombramiento al Capitán Ruy Díaz Melgarejo, que era su concuñado.
Melgarejo, lejos de aceptar su nombramiento, convocó a sus amigos y se hizo
nombrar Capitán General y Justicia Mayor, en nombre de su hermano, Francisco
Ortiz de Vergara, el antiguo Gobernador, que era su vez cuñado de Riquelme. En las
mejores familias hay disensiones. Cuando llegó Riquelme a la ciudad, Melgarejo lo
hizo detener y lo puso en prisión. Riquelme le pidió al hermano de su cuñado que le
permitiera traer a su mujer e hijos de Asunción para que vivieran allí. Este,
mostrándose humano y conciliador, consintió…trajo a su familia y luego…lo puso en
prisión durante dos años.
Al tiempo que ocurrían estas coloridas intrigas en Ciudad Real del Guairá, en
Asunción el General Felipe de Cáceres se había enfrentado al poderoso y muy
político Obispo Torres. El Obispo le puso a toda la ciudad en su contra, valiéndose de
“censuras y excomuniones” (263). Cáceres, tratando de descomprimir la situación,
se fue en una expedición militar a la boca del Río de la Plata. A su regreso se
encontró con una situación mucho más grave que antes de su partida: el domingo,
cuando el General Cáceres fue a misa, el Obispo, al grito de “Viva la Fe de Jesu-
Cristo”, alertó a un grupo de soldados, que lo atacaron y desarmaron. Luego lo
llevaron a una celda que el Obispo le tenía preparada en su misma casa, donde lo ató
“con una gruesa cadena, que atravesaba la pared”. El extremo de la cadena iba al
cuarto del Obispo, donde este podía vigilar sus movimientos (265). El prelado le
hizo confiscar todos sus bienes y lo mantuvo encerrado durante un año.
Ya preso Felipe de Cáceres, el Obispo hizo elegir como Capitán y Justicia
Mayor a un partidario suyo, Martín Suárez de Toledo. Cuando llegó a la ciudad el
Adelantado Juan Ortiz de Zárate, las intrigas del Obispo no le gustaron y acusó a
Toledo de usurpar el poder. Había desplazado arbitrariamente del mando a Felipe
de Cáceres y había repartido indios entre “sus íntimos amigos y parciales en sus
negocios” (266). El Adelantado declaró nulos sus actos de gobierno y obligó a los
beneficiados por Toledo a devolver todas las propiedades que se les habían
entregado. El Obispo insistió en acusar a Cáceres de graves irregularidades, y el
Adelantado, que no quería tener al poderoso Obispo de enemigo, consintió enviarlo
a España para que se lo juzgara. Le pidió al Obispo además que fuera él también en
la carabela para acompañarlo, y tenerlo así alejado por un tiempo de Asunción.
Buscando descomprimir la situación en Ciudad Real, el Adelantado pidió a
Melgarejo que se hiciera cargo, junto con el Obispo, de llevar a España a Felipe de
Cáceres. Cuando Melgarejo partió, los vecinos de Ciudad Real hicieron liberar al
Capitán Martín Riquelme, padre de Ruy, de su prisión. Riquelme regresó a la ciudad
y lo recibieron como Teniente de Gobernador y Justicia Mayor de aquel distrito, con
todos los honores.
El Adelantado envió a Juan de Garay a poblar el área de Santi Espíritu. Garay
llegó al río Paraná y fundó la ciudad de Santa Fe, en 1573. Luego, mandó a sus
soldados a empadronar a todos los indios de la región y se los entregó en propiedad
a sus encomenderos amigos, para que explotasen su trabajo en beneficio propio y de
la Corona. La fundación de Santa Fe es el último hecho importante que nos comunica
Ruy Díaz. La continuación de la historia pasaba al libro cuarto, que no llegó hasta
ahora a nuestras manos.
Los Anales de Ruy Díaz de Guzmán retratan de una manera persuasiva los
acontecimientos que ocurrieron en las primeras décadas de la colonización del Río
de la Plata durante el siglo XVI, desde la perspectiva de uno de sus Capitanes
protagonistas de la conquista. Ruy Díaz se vale de su conocimiento de primera mano
tanto del espacio como de los hombres que participaron en esa etapa. Había
frecuentado a importantes personalidades militares, convivido con indígenas
amigos y luchado contra los indios rebeldes.
Sus Anales son un informe militar extendido. Nos comunica un detallado
conocimiento geográfico de la zona, que él recorrió numerosas veces a lo largo de su
vida. También nos cuenta sobre las luchas políticas y las intrigas que tuvieron lugar
entre los conquistadores. Nos da una imagen de la manera de operar de la
Monarquía española en los territorios del Río de la Plata. Como hombre de América,
nieto de indígenas e hijo de mujer mestiza, Ruy Díaz parece avergonzarse de su
origen. Ciertamente lo oculta, y disimula su condición de mestizo. No evidencia
ningún respeto ni amor por sus ancestros nativos. Lejos de eso trata de mostrar su
absoluta fidelidad a la corona y su alineamiento político incondicional con la política
predatoria de la monarquía. Ruy Díaz cree en el poder desnudo, y teme a los
poderosos. Repetidamente a lo largo de su historia habla con desprecio de los
indígenas. Trata de distanciarse de cualquier duda que pudieran tener de él por su
origen étnico. Es un mestizo incómodo con su condición, que es consciente que vive
y opera para una monarquía constituida por una nobleza hereditaria, basada en la
pureza de sangre.
Durante su vida disfrutó de limitados privilegios, gracias al legado de su
abuelo, el Gobernador Domingo Martínez de Irala. Escribió su libro en medio del
calor de las luchas políticas, en una sociedad en que los militares se encumbraban
fácilmente, y en que la lucha contra los pueblos nativos les permitía acceder a la
posesión de la tierra y a encomiendas, que obligaban a los indígenas a trabajar para
ellos sin compensación alguna. Ruy Díaz nos deja entrever en su narración ese
mundo de aventureros y ambiciosos, que no se compadecían de las comunidades
que destruían y las vidas que segaban, convencidos de su superioridad étnica,
llevados por el aliciente de la ganancia y el deseo de poder.
Nuestro autor asume el punto de vista dogmático y absolutista de la
institución que representa: el ejército. No hace preguntas éticas. En su historia no
aparece el punto de vista de la sociedad civil, preocupada por la vida. En Asunción y
en Ciudad Real se estaba formando una nueva sociedad mestiza. Nuestro historiador
sólo menciona esto cuando describe Asunción, para exaltar el gobierno de su abuelo.
La preocupación fundamental de Ruy Díaz era el poder, en particular el poder de su
familia. Se siente heredero del prestigio de su abuelo. Lo ve como jefe de un clan
militar. Él hizo su carrera militar y política bajo la sombra de su familia. En la
política monárquica el poder residía en los lazos y los vínculos ancestrales. Era un
poder centralizado e incestuoso, que hacía de las luchas intestinas contiendas de
familia. Para ese poder el otro importaba muy poco.
La posibilidad del otro aparece sólo fugazmente en su historia, en forma
negativa, como amenaza y como “fantasma”, en los “cuentos” de la primera parte. El
otro, el indígena, su abuela, su madre, parece que no cuentan para Ruy Díaz. Para él
cuentan su abuelo conquistador, su padre, él mismo, el Rey y el Obispo. Está al
servicio incondicional del poder. No quiere que nadie piense que es un mestizo
revoltoso e inconforme, ni mucho menos un conspirador. Es un soldado que no se
compadece del vencido, y sabe muy bien a quien le debe obediencia.
Esta es la historia del poder real desnudo y del orden militar que llega a
América para imponerse y cambiar la historia para siempre. Los Anales de Ruy Díaz
son un testimonio de ese momento traumático de la historia en que el orden militar
de una potencia dominante se impone sobre un enemigo militarmente inferior, al
que avasalla, sojuzga y esclaviza, para negarle su derecho a continuar su historia
propia como cultura independiente. En la tradición militar de Europa, y siguiendo la
antigua ley romana, de la que España fue fruto, la conquista militar da derechos,
vuelve al conquistador amo de los vencidos, le permite tratar a los nativos como
cautivos y sirvientes. Sus Anales son expresión de esa ideología que se impone en
América como la única legítima.
El discurso histórico de Ruy Díaz no acepta crítica ni conoce fisuras. Para que
la historia continúe y se humanice, será necesario que aparezca otro discurso, capaz
de competir con el discurso militar de la tiranía. Ese discurso será el contradiscurso
del negado y del vencido, del indígena. El indígena es el otro. Ese otro no cuenta en
la historia de Ruy Díaz. En su libro los indios son o sirvientes o enemigos; si son
sirvientes equivalen a cosas, y si son enemigos, los ve como a salvajes inhumanos,
monstruos a los que hay que destruir.
El nuevo contradiscurso de la conquista de América tendrá que hacerse cargo
de la visión del otro, del mundo y la problemática del vencido. La visión del
vencedor y del tirano que nos brinda Ruy Díaz es parcial e incompleta. Sin el otro no
hay historia. No hay amo sin esclavo. El contradiscurso, que eventualmente
aparecerá en el Río de la Plata, será el discurso que represente el punto de vista de
los pueblos esclavizados en su lucha por la vida, y será un contradiscurso a favor del
vencido y contra el poder militar. La primera gran obra escrita representando esa
posibilidad será la Conquista espiritual, 1639, del padre jesuita, misionero y escritor
criollo, Antonio Ruíz de Montoya (1585-1652).
La historia del poder sin un contrapoder fáctico que se le oponga, más allá de
las luchas internas dentro del mismo grupo poderoso, es una pseudo-historia, una
historia falsa, que se asienta en la ilusión dogmática y absoluta de la omnipotencia
del poder real y su perennidad. El tiempo conspira contra esta historia. El tiempo
trae siempre a la historia al otro negado, al otro suprimido y silenciado.
La historia del otro es la historia del esclavo que lucha por su libertad. La
historia social de los pueblos no la escriben los vencedores sino los vencidos. Será el
punto de vista del indígena, su lengua, su cultura y sus dioses, su ética y su
humanidad, la que traerá a jugar, dentro de la historia dogmática de la conquista, el
poder del otro. El poder del otro ampliará nuestro punto de vista, incluyendo a ese
excluido que está en todos lados, para dejar ver que el mundo americano era un
mundo dialéctico, en movimiento, en conflicto, y en ese conflicto y lucha estaba la
verdadera historia: la lucha por la vida.
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