Antología literaria
Alberto Julián Pérez
Ediciones
Riseñor
Lubbock, TX
2018
Indice
Poemas
El bar de las viejas vedettes
El ahogado
Sábado a la noche, cumbia
El Gran Cacerolazo del Obelisco
Los suicidas
Cuentos
El angelito milagroso
El pintor del Dock Sud
El empresario rico y la hermosa modelo
La filosofía en el tocador
Las huelgas salvajes de Villa Constitución
El Gauchito Gil
El Mesías de la Villa 31
Una visita al zoológico
Ensayos
Pablo Neruda y la poesía de vanguardia
Darío: su lírica de la vida y la esperanza
Una magnífica obsesión literaria: Sábato
frente a Borges
frente a Borges
Almafuerte y la poesía popular
Las peripecias del gaucho en la literatura
Operación masacre: periodismo, sociedad
de masas y literatura
Las letras de los tangos de E. S. Discépolo
Poemas
El bar de las viejas vedettes
A
este bar del centro donde vengo
a
ocultarme, llegan, por la noche,
unas
viejas vedettes. Trabajan aquí cerca,
en
un teatro de mala muerte.
Una
vez, curioso, fui a verlas actuar.
Estaban
radiantes sobre el escenario
vestidas
de lentejuelas y de plumas.
Sus
carnes desbordaban sus trajes.
El
público, jocoso, se burlaba
de
sus cuerpos deformes.
Ellas,
diosas histéricas, sufrían
las
humillaciones y miraban
con
desprecio a la platea
de
adolescentes imberbes
y
hombres solos. No renunciaban
a
nada. Se aferraban a sus cuerpos,
antes
gloriosos, y seguían representando
su
papel inverosímil. Bailaron, cantaron,
mostraron
el culo, exhibieron
sus
tetas fofas. Luego del show
vinieron
al bar,
esta
extraña escuela de condenados.
Aquí,
las vedettes, que una vez
lo
tuvieron todo: belleza, amor, dinero,
quedaron
indefensas, bebiendo su copa,
fuera
del escenario y de las luces.
Esas
pobres mujeres me hicieron pensar
en
la poesía desvalida de nuestro tiempo.
En
los poetas grotescos, que cantan
y
celebran la fealdad del mundo,
con
expresión grosera,
y
son el hazmerreír de muchos.
No
tienen vergüenza de exhibirse.
Otrora
soñaron en un mundo perfecto,
lírico,
elevado, sin limitaciones.
Pero
pasó el tiempo
y
nunca llegó la palabra iluminada
ni
la inspiración salvadora. Ahora
rinden
culto a la vida y se arrepienten
de
sus sueños reaccionarios. También pensé
en
los otros, sus enemigos, que,
a
diferencia de las viejas cocottes,
no saben vivir en la cruel realidad
y
se refugian en un paraíso imaginado.
Los
poetas burgueses, que cantan
al
amor salvador y los sentimientos nobles
en
versos elevados. Esos que ignoran
el
infierno, que no conocen la caída
ni
sienten compasión por la fragilidad
humana.
El espíritu, finalmente, me dije,
será
el que nos guíe por este desierto,
solos
ante la duda. El espíritu poético,
ese
aura inmaterial que viaja por el tiempo,
y
llega en el lenguaje y nos eleva, y es
el
espíritu santo. Miré a mi alrededor,
alcé
mi copa y brindé por las vedettes.
Ellas
me devolvieron la cortesía.
Luego
nos quedamos bebiendo en silencio.
La
disciplina del alcohol me ayudó
a
ensimismarme. Recordé un sueño
recurrente
que tengo, en el que me hundo
en
lo más hondo y emerjo en un espejo.
Allí,
desesperado, me contemplo
y
me arranco a pedazos la piel del rostro.
Era
sólo una máscara, descubro, y detrás
encuentro
otra y otra…Vivimos
escapando
de nosotros mismos
y poco a poco, sin saberlo,
nos
acercamos a eso que somos.
Bebimos
la última ronda de alcohol suicida.
Cerró
el bar y salimos a la calle, ya bautizados.
La
oscuridad nos acogió, en su anonimato
generoso.
Nos alejamos sin despedirnos.
Solos
en nuestra ley los incorregibles.
Héroes
también de la soledad y del fracaso.
Ya
el mundo me dolía menos
y
estaban prontas a abrirse
las
puertas del sueño y del olvido.
El ahogado
Estábamos
pasando con mi novia
el
día en La Florida. No me refiero
a
alguna playa de arena blanca en Miami
sino
al balneario municipal
de
arena oscura, en Rosario.
Mirábamos
desfilar, desde la orilla,
los
camalotes viajeros
que
descendían desde Corrientes
con
su carga de serpientes y de monos.
Nuestro
amor era un amor sencillo
de
pueblo o ciudad sudamericana,
donde
los pobres
se
bañan en el río de barro,
y
los ricos
maquillan
la realidad
con
sueños prestados.
Finalmente
nos ganó el hambre
y
fuimos a un bar de la playa
a
tomar cerveza y comer
sánguches
de milanesa.
El
sol se iba poniendo en el horizonte.
Atardeceres
de reflejos bermejos
del
Paraná. Pareciera que el cielo o dios
estuviera herido, y sufriera,
por
nosotros, que le hicimos daño.
Le
dije a mi novia que quizá éramos parte
de
una fantasmagoría. Abrazados
a
nuestro amor tierno
imaginamos
que nos íbamos río abajo
a
una selva de jaguares o tigres americanos.
Podíamos,
si queríamos, viajar en el tiempo,
pensar
que el Paraná era el río de la vida
de
cuya arcilla
había
sido hecho el primer hombre.
Escuchamos
gritos,
y
vimos que los pocos bañistas
que
quedaban, corrían
hacia
un punto en la playa.
Nos
acercamos al lugar. En el suelo,
extendido,
había un joven,
con
los brazos en cruz.
Un
muchacho, a horcajadas
sobre
él, le presionaba el pecho
con
ambas manos.
El
ahogado no reaccionaba.
Me
aproximé a él: vi que tenía
los
ojos abiertos. Su mirada vidriada
parecía
buscar algo en el cielo.
Comprendí
que estaba muerto
y
que ya nada ni nadie
lo
volvería a la vida.
Me
pregunté que imagen última
se
habría llevado de este mundo.
Y a
quién habría llamado,
en
los instantes finales,
de
brazadas desesperadas, agónicas.
Nosotros
preocupados por el amor
y
él ya entrado en la muerte.
¿Cómo
sería la muerte? El muerto
nos
traía esa pregunta a nosotros
pasajeros
del amor.
Mi
novia, junto a mí, lloraba.
Estábamos
en silencio, graves,
ante
la tragedia inesperada.
El
ahogado quedó tendido en la arena.
Nada
podía hacerse. La gente
se
fue alejando. Oscurecía.
La
muerte tan cerca de la vida.
El
final tan próximo al comienzo.
Sentimos
en nosotros
la
brevedad del mundo.
Percibimos
nuestra mortalidad
y
temblamos por la vida futura.
Quiera
dios darnos vida, pensé,
y
lo dije en voz alta.
Mi
amada se abrazó a mí y, tristes,
emprendimos
el regreso a casa.
Atravesamos
lentamente la ciudad
en
el colectivo del amor.
Al
llegar, su madre preparaba la cena.
No
dijimos nada. Reunidos en familia
comimos
empanadas y bebimos vino.
En
la TV un joven cantor
entonó
“Samba de mi esperanza”:
“El
tiempo que va pasando/
como
la vida no vuelve más”.
Mi
novia y yo nos miramos
y
nos tomamos de la mano.
Estábamos
enamorados
de
esa cosa que es la vida.
Dentro
mío rogué
que
perdurara en su ser.
Sábado a la noche, cumbia
El
sábado a la noche, ya muy tarde,
a
la hora en que salen en Buenos Aires
los
espíritus inquietos,
fuimos
con mi amigo Pancho
al
bailable de Constitución
Radio
Studio, el Gran Gigante,
uno
de los clubes de música tropical
más
afamados de la ciudad.
Allí
se pueden escuchar
a
las grandes estrellas de la cumbia,
a
los reyes de la música grupera,
y
hasta deleitarse con las selecciones afrodisíacas
del
DJ y gran gurú Machu-K, considerado el mejor
por
la muchedumbre que llena la enorme bailanta
los
fines de semana. Pancho me había avisado
que
esa noche cantaba la Princesita Karina,
una
de mis artistas favoritas, por la dulzura de su voz
y
su carisma, y no podía perdérmela.
Subimos
a un colectivo en Caminito.
Atrás
quedaron las flores del Riachuelo.
Atravesamos
la Avenida Brown en La Boca;
nos
internamos en San Telmo y, al llegar a Brasil
y
Bernardo de Irigoyen, descendimos.
Era
la entrada simbólica a Constitución, el barrio
así
llamado en homenaje a nuestra Carta Magna.
Invocamos
a la musa de Rodrigo,
solicitando
su autorización nochera,
y
nos pusimos a
tararear “Amor de alquiler”,
una
de sus canciones más
bellas:
“Amor
de alquiler/ que no me reprochas
que
tarde he llegado,/ amor de
alquiler,/
tu
nombre en mi piel lo llevo tatuado;/
amor
de alquiler,/ no importa saber
con
quien has estado,/
amor
de alquiler,/ quisiera poder
morirme
a tu lado!”
Pasamos
por abajo de la opresiva autopista
elevada,
sucia y gris arcada que afea
y
denigra la antigua y libre traza urbana,
cicatriz
de cemento que nos hizo sentir
la
decadencia del Sur abandonado.
Fue
obra de destrucción de la piqueta
del
Intendente militar de facto Osvaldo Cacciatore,
de
siniestro legado, durante los años setenta.
(El
Almirante tiene una importancia simbólica
en
nuestra crónica: delirante Militar del Proceso,
enlutó
a los argentinos con sus crímenes.
Su
acción militar más recordada
fue
la masacre de Plaza de Mayo, en 1955,
cuando
bombardeó primero y luego ametralló
con
su avión la Plaza y la Casa de Gobierno,
asesinando
a 400 civiles indefensos.
En
premio, la Junta Militar del Proceso
lo
designó, 21 años después, Intendente en ejercicio
de
Buenos Aires. La Autopista de Cacciatore
hoy
conecta a Constitución
con
el Campo de exterminio del Olimpo,
donde
sus Comandantes amigos
continuaron
su obra. Al final del Proceso
habían
asesinado a 30.000 argentinos.
Después
de pasar por el Olimpo
la
autopista se pierde en el vacío,
en
un gesto nihilista y suicida de odio
y
de impotencia. Profundizó la grieta
y
herida abierta, dolorosa,
que
separa a las dos Argentinas:
la
Argentina de la oligarquía y sus aliados cómplices,
nacionales
e internacionales,
de
la Argentina del pueblo de Perón y Evita,
trabajador
y obrero.)
Se
extendía frente a nosotros
la
enorme Plaza de Constitución,
la
antigua Playa de las Carretas,
a
cuyo mercado antaño llegaban los frutos
de
la agreste y romántica pampa,
junto
a los acentos y cantos
de
sus gauchos y troperos.
Atravesamos
la Estación de Trenes,
ampliada
casa de la vieja Estación del Sud,
exquisita
joya de la arquitectura pública
de
estilo francés, diseñada, paradójicamente,
por
un arquitecto inglés
y
otro norteamericano (entre ellos se entienden),
a
fines del siglo XIX.
Nos
internamos, dichosos, sintiendo ya
la
pasión del malevaje, por las calles vecinas,
con
sus coloridos negocios de ropa barata,
sus
piringundines al 2 x 1
y
sus torvas pizerías, frecuentadas
por
la gente menuda, que busca algo lindo
y
barato que ponerse, y por las putas
y
travestis que, mientras se prueban
la
ropa de moda,
o
comen una porción con doble muzarela,
ofrecen
sus servicios.
Dejamos
atrás esas calles. Nos dispusimos
a
entrar de una vez por todas
en
un terreno más espiritual y firme:
el
de la caliente ternura y el perfume animal
de
la noche del sábado.
Nos
dirigimos al baile. Pronto sentiríamos
la
esencia de las lindas chirusas
bañadas
en colonia
y
el aura de los varones que exhalaban
su
fragancia de hormonas.
Llegamos
a la magia de Radio Studio,
el
gran salón de música tropical,
en
la esquina de Salta y O´Brien,
que
nos recibió con su fachada
de
luces fluorescentes, que reproducen,
en
múltiples y llamativos colores,
las
líneas estilizadas del Partenón griego.
Entramos
al local, repleto, a esa hora,
de
bellas chicas engalanadas,
que
exhibían sus pechos jóvenes y generosos
por
los amplios escotes de sus vestidos
de
tela satinada y brillante. Subidas
a
sus altísimos tacones, como para espiar
por
la ventana del mundo, felices, rientes,
pícaras,
miraban, curiosas, de reojo,
a
los muchachos vecinos, y, cuando se descuidaban,
bajaban
la vista, inadvertidas, para auscultar
el
bulto de sus entrepiernas. Estos,
listos
para lo que sea,
estaban
dispuestos siempre a abrirles bien
el
bolsillo, y comprarles muchas cervezas rubias
a cambio
de un simple beso.
Era
la primera vez que yo venía
a
esta popular bailanta,
con
la intención confesa
de
escribir un poema o pintar un fresco.
No
podía ser que me perdiera la noche
de
esta encendida barriada
por
estar entrometiéndome, indebidamente,
en
mis traviesas incursiones nocturnas,
en
las discotecas de los acomplejados snobs
del
mediopelo porteño, que celebran
a
sus artistas de rock neobarroso,
imitadores
envidiosos y serviles
del
talento extranjero,
y
tienen a menos el arte de su pueblo.
Los
pobres de las bailantas de Constitución
son
buenos de corazón, hijos
de
esa tutora severa, la miseria,
compañera
egoísta, tantas veces
madrastra
de los poetas.
Para
mi amigo Pancho, paraguayo, de Caacupé,
la
patria de la virgen, yo era un blanquito curioso,
aficionado,
que metía la nariz en todos lados,
pero
me perdonaba, porque le gustaba mi poesía
melodramática
y sabía que de esta visita
saldría
un poema popular y cumbiero,
del
que estaría orgullosa toda La Boca,
nuestro
barrio. Llevaría las luces de Constitución
a
la Ribera, y le devolvería al pueblo
lo
que es del pueblo, dándoles por el culo a los ricos
y a
la ridícula oligarquía de opereta
que
nos gobierna. Me hizo prometer
por
el Gauchito Gil, nuestro santo,
que
lo incluiría en el poema. Por supuesto
que
lo haré, y aquí cumplo. Pancho
es
un buen amigo y me está enseñando
a
hablar en Guaraní, un antiguo deseo mío,
que
nací en Rosario, en el pecho del gran Río,
por
el que desciende, con el rumor de sus aguas,
la
melopea autóctona de esa lengua sincopada.
Ya
había aprendido que Dios se dice « Tupá »,
sol
« Kuaray », amor « ayhn », y yo soy « Ché ha´e ».
Estaba
memorizando además la preciosa canción
« Paloma
blanca » (ya sabía la primera estrofa)
del
gran compositor paraguayo Neneco Norton,
que
dice : « Amanóta de quebranto/ guayrami
jaula
pe guáicha/ porque ndarakói consuelo/
mi linda paloma blanca”.
Vimos
un lugarcito libre a un lado de la barra,
lugar
preferido de los tímidos,
cerca
de donde hacían cola las chicas
buscando
su cerveza o su fernet con coca,
y
hacia allí fuimos. Pasamos la región
de
los acaramelados galanes, que ofrecían
en
esos momentos a sus enamoradas
el
corazón en llamas. La cumbia sonaba,
heterodoxa
pero sincera. El DJ
combinaba
ritmos villeros con música
cuartetera,
en un contrapunto movido,
y
en la pista bailaban las parejas,
sacudiendo
el cansancio acumulado en la semana.
Me
sentía más contento que gaucho
en
el gallinero del Colón, viendo el Fausto
de
Gounod, o que pituco porteño
yendo
a curiosear donde no le corresponde
(¡ah,
la curiosidad, madre de todos los vicios !).
Así,
aprendiendo, aprendiendo,
los
argentinos llegamos lejos
y
somos un pueblo, aunque pobre, feliz.
El
lugar se había llenado
y
estaban las humanidades aliento con aliento,
casi
nos besábamos de tan cerca.
Al
DJ Machu-K le siguió el Grupo Furia,
de
Berazategui, y un conjunto de chicha andina,
Markahuasi,
llegado directamente del Perú,
para
los jóvenes de todas las naciones
hermanas
que danzaban codo con codo.
Se
había armado bien el baile, como se dice.
La
Princesita Karina, sol nocturno,
diosa
de caderas sensuales, iba a entrar más tarde,
como
a las dos de la mañana,
porque
ninguna fiesta bailantera
amaina
antes de las cuatro,
y
la música sigue en la pista
hasta
las cinco. Después de esa hora
empieza
a llegar la gente que amanece,
los
ebrios de crack y marihuana,
que
se tienden en sus sillones
para
dormir su cumbia.
Radio
Studio está siempre abierto,
las
24 horas, para los nostálgicos,
los
desesperados y los que se refugian
en
la noche de Constitución
con
el diablo en el cuerpo.
Antes
del show de la Princesita,
y
para que entráramos en calor,
presentaron
un show de danza.
Apareció
en el escenario una chica preciosa,
en
bikini. Tenía unas tetas increíbles.
Sonó
la música envolvente
y
un spot de luz cálida la enfocó.
Se
trepó a un caño, colocado
en
el centro de la escena,
como
una serpiente lúbrica.
Se
pasaba la lengua por los labios,
provocando
a los mirones excitados.
Muchas
parejitas que estaban en la pista
se
acercaron a mirar.
Las
muchachitas se apretaban a los chicos,
a
ver qué les tocaba a ellas. Los donjuanes
acariciaban
a sus hembritas,
mientras
se relamían de goce
con
la diosa del caño,
que
había estudiado
en
una academia del rubro
y
tenía un cuerpo de gimnasta profesional.
Sus
formas contorneadas
eran
una versión perfecta de Venus,
acompañada
de leopardos agazapados y todo,
y
seguida a su partida por una fuga de palomas.
Luego
vino el número de la jaula:
se
introdujo en ella una muchacha
y
la elevaron sobre la escena.
Al
ritmo de una cumbia lenta, moviéndose
sensualmente, se fue quitando las ropas
hasta
dejar su jugoso cuerpo al desnudo.
La
siguió un strip-tease masculino :
un
patovica se fue desnudando
ante
el griterío poco recatado
de
la asistencia femenina. Ya estaban
todos
mojaditos con semejante espectáculo,
calientes
a más no poder,
y
allí arrancó el perreo. El DJ
puso
cumbia dura y regatón villero.
Los
muchachos, en la pista de baile,
se
les acomodaban a las chicas entre las piernas
y
les daban hacia atrás y adelante,
con
una furia sexual encadenada
a
la situación febril. Las chicas se venían
con
los ojitos cerrados como si nada,
todos
de acuerdo en pasarla lo mejor posible,
en
gozar, el sábado a la noche.
Necesitaban
descargar la angustia
acumulada
en la semana.
Era
un baile liberador, salvador.
Entre
tragos y mamadas,
chupaditas
y deditos en la raja,
sentían
que les regresaba
el
alma al cuerpo. Esa era vida,
tiene
derecho a divertirse el pueblo,
a
cada uno lo suyo. Después, ya preparada
y
más calma la platea, llegó Karina,
la
Princesita, la rubia diosa bailantera.
Para
entonces, ya todos se habían venido,
y
abrazadito cada uno a lo que le corresponde,
se
dispusieron a escuchar sus canciones románticas
y corear
felices los estribillos.
Trajo
en su cuerpo y en su baile
toda
la felicidad que esperábamos.
Vestida
de falda negra ajustada y camisa roja,
contorneaba
sus caderas dulcemente
mientras
desgranaba sus canciones,
acompañada
por la sabia música de su banda.
Atacó,
entre otros bellos temas, « Miénteme »,
« Te
llevo conmigo », « Procuro olvidarte ».
La
multitud de fans explotó
cuando
empezó a cantar « Corazón mentiroso » :
« Mentiroso,
corazón mentiroso,/
no
tienes perdón, estás muy loco,/
mentiroso,
corazón mentiroso,/
te
vas a arrepentir cuando esté con otro. »
Todos
tarareábamos y cantábamos
y
levantábamos los brazos,
¡manos
arriba, manos arriba!,
para
seguir el compás de la música,
como
en un gran himno telúrico
de
sábado a la noche,
en
este club de Constitución, Radio Studio,
bien
llamado el Gigante, muy cerca
de
la Estación de los Trenes del Sur,
de
donde parten las almas perdidas
que
van del calor al frío.
Mi
canción favorita, ya para el recuerdo,
fue
“Procuro olvidarte”,
del
gran compositor Manuel Alejandro,
en
la versión dulce y acompasada,
de
arrastre cumbiero, de Karina. Lo orgulloso
que
estaría el Kun Agüero, su novio,
el
gran jugador de fútbol del Manchester City,
si
pudiera verla esta noche, tan dueña de sí,
en
el escenario, regalando gracia y talento.
Pero
no pudo venir, tenía partido
en
la anciana Inglaterra, nuestra antigua abuela
imperial,
tan lejos del mundo de la pobreza porteña.
“Procuro
olvidarte,/ siguiendo la ruta
de
un pájaro herido”, cantaba Karina,
“procuro
alejarme,/ de aquellos lugares
donde
nos quisimos/ me enredo en amores/
sin
ganas ni fuerzas por ver si te olvido/
y
llega la noche
y
de nuevo comprendo que te necesito.”
El
desconsuelo del magno Alejandro nos envolvió
y
nos dejamos acariciar
por
la suavidad de su lirismo,
transformado
en lento fuego
en
este barrio popular de Buenos Aires.
Aquí,
toda la Latinoamérica que sufre y trabaja,
canta.
Mastica el rencor y el resentimiento
acumulado
durante la semana
al
ritmo liberador de la música nuestra:
cumbia
negra, cumbia colombiana y argentina,
cumbia
proletaria, cumbia del pueblo,
y
se limpia de la música falsa y efervescente
de
la otra Argentina: el rock servil de importación
de
las clases medias racistas y alcahuetas.
¡Qué
rápido pasaba el tiempo!
¡Ojalá
corriera así durante la semana,
cuando
los pobres trabajamos por monedas,
para
abonar las cuentas de los ricos
con
nuestra subestimada sangre proletaria!
Durante
la semana el tiempo no pasa nunca.
El
fin de semana parece que no viene,
pero
finalmente un día, gracias a dios,
llega
el sábado a la noche, y se puede ir al baile
y
ser libre por un rato. Guardamos luego
la
llamita de ese instante de goce
como
un tesoro preciado, viviente, en el corazón.
Así
nos divertimos los hijos de esta otra Argentina,
despreciada
por los ricos: los excluidos,
los
negros de mierda, los grasas, los cabecitas.
Somos
los bárbaros de Perón, los bárbaros de Rosas.
Así
nos llaman esos civilizados
que
trabajan al servicio del Pentágono
y
las multinacionales, esos que venden al país
por
cuatro pesos, y se llenan la boca hablando en inglés
para
sus amos. Libres somos nosotros
de
defender la patria,
ante
esos cipayos que nos ponen precio,
como
a viles esclavos.
El
show de Karina en el Gran Gigante
de
Constitución ya terminaba.
Se
habían hecho las cuatro de la mañana,
y
empezamos a despedirnos, abrazarnos
y
llevar nuestras preciosas conquistas,
botín
de seductor, con visto bueno
y
consentimiento de la hembra, hacia la salida.
Yo
también bailé esa noche
con
una morochita de Villa Soldati
que
daba gusto, tanta bondad y formas generosas,
y
hasta me tomé mis cervezas.
Así
que lo que escribo
está
salpicado del gusto de los besos y de la alegría
de
la cumbia villera. ¿Me escuchás lector amigo?
Te
hablo desde yo no sé donde. El mensaje es la vida.
Confluyen
en él las voces de conversaciones cercanas
y
metáforas fraternas de versos consentidos.
Lo
que entiendo y lo que no entiendo del mundo
que
nos rodea. Un día hablaremos con dios
y
no sabemos qué va a decirnos.
Constitución
Nacional es nuestra carta de identidad,
el
barrio en que se unen los pobres argentinos
a
los pobres de todas las naciones. Hasta aquí
han
venido muchos de la mano de Nanderuguasú,
el
gran padre, y hasta aquí abrazados llegaron
los
hermanos andinos del Khunuqullu y el Anti.
Bienvenidos
sean.
A
la salida del baile nos esperaban,
con
sus manjares listos,
los
vendedores de chipá y sopa paraguaya,
anticucho
paceño y caldo fuerte de ají
para
quitarse la borrachera,
y
allí estaba también el vendedor criollo
de
nuestros choripanes, asaditos al carbón.
Salían
los jóvenes del baile
hartos
de cerveza a comerse un chori,
o
pedían un anticucho de corazón,
o
un chipá guazú para llenarse la panza,
y
se iban después mansitos a mear en la calle
junto
a los contenedores de basura.
Empezaron
a llegar los muchachos
que
venían de las bailantas cercanas,
« Mbareté
Bronco » y « Mburukujá »,
allí
estábamos los argentinos pobres
junto
a los pobres peruanos y paraguayos,
y a
los bolivianos pobres de Buenos Aires.
Nos
acompañaba la preciada y sentida concurrencia
de
chicas bailanteras, con sus coloridas faldas cortas
y
remeras escotadas, dispuestas a ir a casa,
solas
o acompañadas.
Los
trabajadores somos solidarios,
siempre
nos hacemos un lugarcito
para
pasar la noche
y
amanecer en brazos del amor.
Es
que vivir así vale la pena.
Ya
cumplida mi misión de curioso,
me
despedí de la fiesta. Mi morochita
se
fue con su hermana a su casa
en
Villa Soldati. A Pancho ya no lo vi,
estaría
ocupado el muy seductor.
Enfilé
hacia la Ribera. De pronto vinieron
a
mi mente los versos de la cumbia
del
Potro Rodrigo, « Cabecita »,
mechados
de magnífica compasión,
y
me puse a cantar bajito, mientras atravesaba
la
avenida bajo la autopista nefasta
del
Almirante Cacciatore, a esa hora tapizada
de
borrachos y vagabundos:
« Ella
se fue de su pueblo/ a buscar trabajo,
allá
en la ciudad/
ahora
está lejos de casa,/dejó las muñecas,/
llora
su mamá./
Y
en esta jungla de cemento/
que
a ella la trajo a buscar trabajo/
esa
muchacha por horas/
hoy
es la gran cita/ de otro cabecita.”
Se
me hicieron presentes
muchos
momentos espectaculares del baile
-
las luces, el erotismo, el goce de la gente –
y
en mi mente, mientras caminaba
por
Brasil hacia La Boca,
fui
imaginando como sería este poema-ómnibus,
qué
diría en él, a quién le rendiría homenaje.
Somos
una comunidad viva, un sujeto plural.
Este
es el poema donde la Argentina de barro
enseña
su vulnerada humanidad
y
la fuerza de su amor.
Del
otro lado, tras un invisible y reconocido
muro
simbólico, está la otra Argentina,
la
de los ricos grotescos, gorilas imitadores
de
los rapaces explotadores asesinos
que
han saqueado al mundo.
Llegué
a Parque Lezama, frontera sur de San Telmo,
antigua
atalaya contra invasores y filibusteros,
que
preside, desde su alta barranca,
las
tierras bajas de la República de La Boca,
donde
habita mi gente,
y
observé con deleite el viboreo descendente
de
la avenida Brown, que bordea la Casa histórica
del
heroico irlandés, y las luces azules y amarillas
de
la Cancha de Boca,
que
brillaban a lo lejos, siemprevivas.
Allí
me quedé un rato,
hasta
que empezó a amanecer
y
me sentí feliz. Agradecí a Dios
el
haber nacido poeta artífice,
heredero
privilegiado del alma
de
la lengua, y le pedí
que
me diera inspiración
para
retratar con justicia
el
alma generosa de mi pueblo.
Quiero
unir en mi crónica la poesía,
con
la historia de mi gente
y
sus luchas políticas,
el
canto cumbiero de los pobres de hoy
con
el alma rimada que heredamos
de
los gauchos de la tierra.
Podemos
así fundar la nueva Argentina,
contra
el racismo de las clases medias,
contra
el elitismo de los privilegiados,
contra
la explotación despiadada de los ricos,
contra
el materialismo sin espíritu de nuestro tiempo.
La
Argentina fraterna de los gauchos de corazón
y
de las masas libres, manumisas, del mañana.
Túva-ysyry,
Taita-ysyry,
padre
río, padre de las aguas,
escucha
nuestros sentidos ruegos
desde
el alma del Riachuelo que canta,
desde
nuestro barrio obrero
que
con su poesía resiste
en
el Estuario del Plata;
Jesús
nuestro, hijo de Dios,
con
el corazón te llamamos, pecadores;
somos
tus ichtus, tus peces, danos la paz,
y
perdona nuestras deudas como nosotros
perdonamos
a nuestros deudores.
El Gran Cacerolazo del Obelisco
El
día 14 de julio del 2016, al anochecer,
los
vecinos de Buenos Aires nos reunimos
frente
al Obelisco, testigo ocular de nuestra historia,
grácil
vigía y atalaya de este Fuerte, la Patria,
para
participar en el Gran Cacerolazo Nacional.
No
soy el único cronista que informo de este evento,
pero
uso el verso, y este cacerolazo, por lo tanto,
se
integra a la historia de nuestra poesía,
para
satisfacción de sus héroes
y
de sus heroínas, las esforzadas mujeres argentinas.
Utilizo
el lenguaje expresivo que mi pueblo
ama
y entiende: imágenes visuales llamativas
y
decoradas metáforas cumbieras, para sellar
el
nuevo pacto con las multitudes argentinas
en
la forma poética del siglo veintiuno.
Podrá
mi ojo público viajar
por
el espacio de las realizaciones de mi gente,
testimoniar
desde el cielo su gran exquisitez,
y
embriagarme, drone menudo,
con
las cosas delicadas de su espíritu.
Hemos
comenzado nuestra jornada nacional
de
Resistencia (palabra sagrada en la lengua
de
mi tierra, honrada por la paciencia
de
luchadores innumerables
en
las horas aciagas del terror y la dictadura)
contra
un gobierno apátrida, oligarquía estéril
y
cipaya, que hambrea a su pueblo trabajador
y
nos trata como a salvajes o a bárbaros.
Impactante
es la riqueza verbal de mi gente,
los
muchos hallazgos de su expresión arisca y viva,
por
eso mi indignación choca con la policía
del
idioma. Ya tuvimos, felizmente, nuestros
libertadores
de la lengua y de la poesía,
y
hoy podemos elevar el lustre de nuestra voz
y
dar lecciones de sensibilidad
a
los vendepatrias y a los reaccionarios.
Atesoramos
una literatura experimentada,
contamos
con nuestros santos y nuestros mártires,
y
guay de quien se digne ofender su memoria,
porque
saldrán los poetas,
con
las filosas espadas de sus plumas,
a
despenar a los asesinos de sus versos.
Para
los ricos de mi querida Argentina,
sépanlo,
nunca hubo nada más despreciable
que
su propio pueblo,
y
así lo demuestran, crueles Nerones,
con
sus actos y medidas de gobierno.
Por
eso nuestra gente ha decidido,
como
la Difuntita Correa, digna y dulce,
luchar,
heroica, por sus derechos.
Odiamos
los privilegios
de
nuestros ilegítimos oligarcas,
sirvientes
arrogantes de amos extranjeros,
que
luego de enlutar al país
durante
cinco décadas
con
sus desgobiernos militares
y
sus Juntas de asesinos en el pasado siglo,
vienen
hoy con sus vástagos,
educados
en universidades gringas,
a
traer hambre y miseria a nuestros hijos.
Jamás
se cansan los ricos
de
atormentar a los pobres, así está escrito,
y
si no, lean el Evangelio, y visiten
las
villas miserias que languidecen
junto
a los barrios boutiques
de
los poderosos, y vean a los niños descalzos
mendigar
por las calles y recoger comida
de
la basura. Por eso, en este 14 de julio
fraterno,
nos reunimos, libertarios,
para
un Gran Cacerolazo de resistencia popular.
El
Obelisco está engalanado de carteles
que
vocean nuestra rebelión,
en
este día en que florecen, junto a las cacerolas,
los
paraguas, porque hoy, como en aquel
25
de mayo de 1810, cuando el pueblo
argentino
inició
su Revolución contra el Imperio,
llueve
en Buenos Aires. El cielo nos acompaña
y
está llorando por sus hijos
en
el espacio alegórico
de
nuestra movilización popular.
Todo
tiene sentido, la ciudad habla,
cada
ser y cada objeto son testigos:
estamos
en la 9 de Julio, la Avenida
más
ancha del mundo, hermanados,
Catones
heroicos, en la gran rotonda florida
que
abraza al Obelisco, cantando estribillos
y
gritando nuestras razones, expresando
nuestra
indignación y nuestro enojo,
batiendo,
con ritmo canyengue,
nuestras
cacerolas disonantes.
Las
fuerzas policiales, armadas con rifles
de
asalto, escudos y bastones, uniformados
apocalípticos,
acordonaron el perímetro
de
la manifestación, y amenazan nuestra
seguridad,
mostrando el poco valor que tiene
en
Buenos Aires la vida.
A
nuestra oligarquía, estancieros obesos
e
industriales raquíticos, siempre le ha gustado
reprimir
con su policía a la gente pacífica,
y
mandar, llegado el caso, al asalto,
al
mismísimo Ejército Nacional, mercenario
del
país de los potentados, para contener
el
avance de los disconformes, incitándolo,
si
hace falta, a disparar contra su pueblo.
Mientras
tanto, yo, el poeta, y más que el poeta,
el maestro,
el viejo maestro que soy y he sido,
y
cronista y periodista ocasional
en
que me transformo, cuando la urgente
situación
lo exige, testimonio, en esta ocasión,
para
Radio FM La Boca, y sus radios afiliadas
y
amigas: FM La Colifata, FM Caterva,
Radio
La Milagrosa, Radio Bemba y FM Riachuelo,
el
enojo de las masas contra el gobierno
por
el aumento indiscriminado de las tarifas
de
los servicios del gas y de la luz en un 700 %
(increíble no?).
Así
sacan las cuentas en mi patria los ricos,
que
liquidan con rabia cruel y arrogante
el
sudor cautivo del trabajador mal alimentado.
Hay
en la protesta mayor cantidad de mujeres
que
de hombres. Las cacerolas son el símbolo
de
la labor continua y esforzada de las madres
en
sus hogares, y las combativas y valientes mujeres
quieren
hacerse escuchar. Raudas recorren las filas,
amazonas
guerreras en la batalla contra la Hidra
de
crueles egos de la oligarquía carnicera.
Arrecian
los cánticos contra los responsables
de
la miseria; tantos crímenes han cometido
a
lo largo de nuestra historia
que
llenan con sus hechos
páginas
oscuras de sufrimiento y de oprobio.
Primeras
en la fila, se destacan las Madres
de
Plaza de Mayo, ancianas esforzadas,
armadas,
bajo la lluvia, de coraje,
con
sus característicos pañuelos blancos;
los
miembros de la Tupac Amaru, rostros
de
bronce, perfiles de hacha,
piden,
en sus carteles, por la libertad
de
la militante indígena Milagro Sala,
prisionera
política del gobierno;
varias
organizaciones piqueteras agitan
las
acosadas banderas de sus consignas;
el
Partido Obrero hace flamear su estandarte
rojo,
insignia de la guerra de clases;
Barrios
de Pie forma ante el muro policial,
barrera
sin misericordia,
una
procesión de conciencias.
Reconozco
de pronto, en la muchedumbre,
algunas
caras: son los jóvenes estudiantes
del
colegio de mis desvelos
que
se han hecho presentes en esta hora.
Rostros
osados, ojos luminosos, sonrisas fáciles,
me
siento orgulloso de esos jóvenes centinelas
idealistas.
Me gritan: « ¡Profesor ! ». Los saludo
agitando
mis dos brazos. « Mire si nos viera
Martín
Fierro », dice uno. Levanto el pulgar,
aprobando
su ingenio. Están en mi nuevo curso
de
Literatura Argentina en la « Escuela
de
la Ribera », donde estudiamos y discutimos
muchos
grandes libros nuestros.
Juntos
leímos el Martín Fierro y Operación masacre.
Son
muy inteligentes. Me alegra que hayan venido
a
esta inolvidable protesta popular. Me honra
la
profunda conciencia social de estos muchachos,
hijos
de los trabajadores de mi barrio, La Boca,
antigua
casa de inmigrantes y refugio
de
humillados, cuna ilustre de luchadores
anarquistas
y socialistas
admiradores
de Almafuerte y de Carriego.
Sé
que mis prédicas morales arrecian en mis clases
(« No
te des por vencido, ni aún vencido,
no
te sientas esclavo, ni aún esclavo;
trémulo
de pavor, piénsate bravo,
y
acomete feroz, ya mal herido. »),
pero
no fueron ellas las que los persuadieron
a
venir, sino las ideas emancipadoras
de
José Hernández y Rodolfo Walsh.
Todos
al unísono batimos las cacerolas,
los
argentinos somos músicos de corazón.
No
hay mejor ritmo que el que nace
de
la indignación. En este país pasan
muchas
cosas. Protestan las madres de familia,
las
organizaciones barriales, el Partido Obrero,
los
Peronistas, los estudiantes. Se escuchan
cánticos :
« Macri,/ basura,/ vos sos la dictadura ».
El
Jefe de la Policía da la orden a su escuadrón
de
avanzar. Infiltrados de Inteligencia nos provocan.
Escuchamos
los insultos: « negros grasas, cabecitas,
muertos
de hambre, viejas de mierda,» gritan.
Son
las mismas expresiones resentidas y racistas
de
desprecio que utilizan las señoras
en
Barrio Norte y Recoleta, el enclave
de
los ricos, para referirse a sus sirvientes
en
sus conversaciones. Para estos agentes
y
espías del gobierno, los trabajadores
no
tienen valor humano alguno.
Mientras,
en nuestro grupo, por encima
del
estruendo de las cacerolas, se escucha,
al
unísono, nuestro clamor:
« ¡queremos trabajo ! »,
«
¡tenemos hambre ! », « ¡no podemos pagar
las
facturas ! », « ¡no al tarifazo ! ».
Es
la luz de la voz multitudinaria iluminando
la
oscuridad de la barbarie macrista. Los argentinos
hacemos
cosas esenciales con nuestro lenguaje,
la
palabra para nosotros es un arma cargada de belleza,
bandera
de identidad para develar la verdad
propia
a los hermanos. Periodistas y maestros
nos
reconocemos en su dignidad redentora.
La
clase popular se bate contra la oligarquía
entreguista.
Estela de Carlotto, la viejecita ilustre,
Abuela
de los desaparecidos, está allí, y viene
a
saludarme; la abrazo, me dice « poeta », y envía
por
mi intermedio su saludo a los jóvenes rebeldes
de
FM Riachuelo. Yo le prometo
escribir
una crónica; aquí cumplo;
poesía
e historia siempre se dan la mano.
Es
importante dejar testimonio del presente.
Estamos
en tiempos difíciles. La Historia,
la
Literatura y la Política son los faros
que
han iluminado las luchas de los pueblos
en
Hispanoamérica. Mañana, seguramente,
la
prensa oficial infame, la de los plumíferos
serviles,
cómplices del poder vandálico
y
del capital corrosivo, sembrará sus mentiras.
Explicará
que éramos minúsculos y nos había
mandado
el Peronismo, y aún el Comunismo,
promoviendo
el odio en las falanges macristas.
No
es cierto y les explicaré todo, en esta, mi crónica
urgente:
la gente salió a la calle porque la calle
es
nuestra, y esta élite de vendepatrias, de cipayos
al
servicio del capital sangriento que dice
que
nos gobierna, no va a meternos miedo.
Los
conocemos desde hace tiempo. Estos Gerentes
son
los hijos y los sobrinos de los Generales,
que
asesinaron a los familiares de numerosos
jóvenes
que nos acompañan en esta protesta.
Entre
ellos hay muchos hijos de desaparecidos.
Recuerdo
bien esa época infame, porque yo
estuve
en la patriada de los que luchaban
por
la libertad, y supe del poder de fuego
de
sus armas de exterminio,
gemas
sangrientas, obsequio del Pentágono.
La
resistencia de los pueblos
contra
los amos imperialistas que nos explotan
es
tan antigua como el continente Americano.
Producto
somos de ese abuso incesante
y
brutal del capital sobre el trabajo,
esclavo
o libre, más esclavo que libre finalmente.
El
capital paga el sudor del obrero con balas
y
con hambre. En nuestra lucha, nosotros
nos
civilizamos y aprendemos a ser libres,
mientras
los patrones, esclavos de su inhumanidad,
buscan
hundir al mundo en el terror y la barbarie.
Este
poema aspira a ser esa escuela
donde
los hijos aprendan un día de las luchas
de
sus padres. Mis crónicas son barrocas
y
melodramáticas, excesivas y desbordantes
como
nuestra gente. Sus comparaciones
y
metáforas dan ejemplos
de
nuestro valor, de nuestra fe y coraje.
Llega
la hora de terminar la patriada.
Vamos
plegando con amor nuestras banderas.
Nos
despedimos de esa viril torre marmórea
y
catedral porteña, el Obelisco, blanquísimo
contra
el fondo oscuro del cielo nocturno.
Testigo
es del espíritu de lucha de sus hijos.
Empezamos
poco a poco a desconcentrarnos
sobre
la gran explanada de la 9 de Julio,
y
la Avenida Corrientes, nerviosa de marquesinas
luminosas
y teatros acogedores. Al fondo
de
la Gran Avenida de nuestra independencia,
en
el edificio del Ministerio de Obras Públicas,
se
ve el mural azul y blanco, titilante de luces,
con
el retrato gigante de la inmortal Evita,
custodio
de los humildes.
Hormigas
sigilosas, gritando a voz de cuello
nuestras
consignas, prometemos volver,
horadar
con nuestro trabajo
las
leyes injustas con que nos aplastan
y
nos anulan los crueles dueños del capital,
y
ocupar las calles que son nuestras,
trazar
nuevos caminos a la esperanza.
Exigimos
justicia. Somos la caridad y la fe.
Nos
vamos en silencio a nuestros hogares
empobrecidos,
a comer
el
pan amargo de la desdicha.
Pueda,
amigos de la radio, La Boca
del
Riachuelo, nuestra antigua República
de
chapas, colorida y costumbrista,
a
la que fiel regreso, pronto levantarse
de
su postración de barrio marginado
(marginado,
que no desheredado,
porque
es heredero de los murales alegóricos
de
Quinquela Martín, los tangos sentimentales
de
Juan de Dios Filiberto, los textos morrudos
de
Washington Cucurto y los poemas argentinos
de
Alberto Julián Pérez),
víctima
y testigo del abuso y el desprecio
que
sufren en Argentina las sacrificadas masas
populares y, con todos los otros barrios,
sumarse
al Gran Cacerolazo de la insurrección,
para
fundar una República en libertad.
En
Argentina necesitamos una nueva revolución:
la
de los pobres contra los ricos,
la
de los hijos contra los padres,
la
de las mujeres contra los maridos tiránicos,
la
de los débiles contra los fuertes opresores,
la
de los poetas contra los malos políticos.
Qué
nos queda a nosotros, los desvalidos,
los
ignorados, jóvenes Adanes, sino alimentar
esa
esperanza, y desear que, esta vez, las balas
de
la oligarquía dirigidas al pueblo, erren
el
blanco. Que reconozcan nuestra humanidad
queremos.
Por nuestra parte prometemos,
que
haremos que comprendan
y
sientan lo que es la Patria.
La
llevamos aquí en nuestros corazones,
tesoro
espiritual, precioso tatuaje sin precio.
Parece
una vieja verdad o una superstición,
pero,
aquellos que la han sentido, saben
lo
cerca de dios y de la vida que está la antigua
casa
del Padre, nuestra Patria.
¿Cuándo
empezó todo esto ?
¿Cuándo
los héroes se volvieron villanos ?
¿Cuándo
los libertadores se hicieron opresores?
¡Oligarcas,
vendepatrias, asesinos !
¡Arrepiéntanse
de sus crímenes!
Están
a tiempo. Generales de Latinoamérica,
que
han olvidado quién es el enemigo,
y
han apuntado las armas contra sus ciudadanos;
oficiales
criminales de la Armada
que
lanzaron a las madres y a sus hijos al vacío
desde
los aviones militares;
crueles
torturadores de jóvenes estudiantes;
abogados
vueltos policías, que persiguen al débil,
en
lugar de protegerlo;
jueces
de las cortes mediáticas de Justicia,
que
montan el show a pedido de sus amos,
y
crean cortinas de humo cómplice
para
ocultar sus latrocinios; explotadores
racistas
que pagan con nuestra sangre
intereses
a sus patrones extranjeros;
nuevos
gerentes de los capitales
de
sus padres genocidas; terratenientes,
nietos
de ladrones de tierras y asesinos
de
indios; sepan que esta es también su Patria.
Somos
el Pueblo, y aceptamos compartir
con
Uds. nuestro país, aunque no lo merecen.
Bárbaros,
cipayos, apátridas…
« Arrepiéntanse,
únanse a la civilización
de
los justos », clama la voz en el desierto.
Los
pobres todo lo perdonamos, porque
somos
nosotros, por voluntad de Dios,
la
Verdad y la Vida, y les haremos un lugarcito,
aquí,
en este fogón abierto,
junto
al rescoldo tibio de nuestros corazones.
Los suicidas
I
Estábamos
en el país de la vida.
La
poesía era nuestro refugio.
Perseguíamos
el mutuo goce con desesperación.
Éramos
crueles y después nos avergonzábamos
de
nuestros juegos de amantes terribles.
No
se trataba tan solo de ser felices
sino
de arriesgar y perdernos
y
gozar intensamente en la caída.
Buscábamos
sensaciones extremas
y
descendíamos, afiebrados,
a
la intensidad del orgasmo.
Tejíamos
nuestra guirnalda de secretos.
Llevados
por el alcohol y el éxtasis
viajábamos
a paraísos imaginarios.
Deseábamos
estar ya en ese otro mundo
parecido
a aquel poema nuestro
en
que creábamos imágenes exaltadas y atroces,
metáforas
dolorosas del amor.
Lamentábamos
nuestro exilio
y
sentíamos miedo y aún terror.
Nos
mirábamos en el cristal de nuestros sueños
a
ver si descubríamos el secreto de la locura.
Salíamos
a caminar por la ciudad
llevados
por la ansiedad y la angustia.
Jugábamos
con la idea del fin.
Imaginábamos
bellas formas del suicidio.
¿Qué
tipo de muerte era más patética?
¿Quizás
el veneno, como Romeo y Julieta?
¿O
un balazo en un cuarto de hotel
como
Enrique y Delmira Agustini?
Sabíamos
del vértigo, la velocidad,
que
mueve a nuestro tiempo.
Soñábamos
con una avalancha de amor
y
la liberación de los sentidos.
Creíamos
en la muerte violenta
que
sella con sangre
el
pacto final de los amantes.
Un
día nos detuvimos en la barrera del tren
con
la idea de arrojarnos.
Juramos
así coronar nuestro amor
ofreciendo
los maderos de la cruz
al
hierro de los clavos.
Aún
recuerdo el vértigo
cuando
pasó el tren
a
centímetros de nuestros cuerpos
y
nos abrazamos palpitantes
creyendo
que quizá el otro se animara
a
dar el salto final, unidos.
Queríamos
escapar del vacío de la existencia
para
salvar el amor y la juventud.
Defendíamos
nuestros símbolos:
el
placer, el deseo del otro y la poesía.
Buscábamos
la eternidad y el martirio.
No
aceptábamos vivir sin heroísmo.
Recuerdo
aquel día en que estábamos
desnudos
en tu cuarto cerca del goce,
casi
sofocados por el esfuerzo,
cuando
de pronto, terrenal y ridícula,
se
abrió la puerta y entró tu madre.
Recuerdo
nuestra sorpresa y tu declaración
solemne:
“No vamos a casarnos”.
Cómo
nos reímos de eso luego,
y
claro que no podíamos casarnos.
Queríamos
descender por la noche
a
los túneles subterráneos de Buenos Aires
y
descubrir lo más monstruoso, lo más abyecto.
Queríamos
matar la mediocridad
que
destruye lo sagrado, que odia a dios.
Queríamos
pasearnos por las cloacas
de
la eternidad y ver caídos a nuestros
hermanos,
los ángeles. Sabíamos
que
lo más elevado y lo más bajo
se
unen en el corazón de los amantes.
No
hay amor ni poesía sin ritual.
Había
que encender los altares del sacrificio.
¿Cómo
separar al amor, del mal y de la muerte?
¿Cómo
renunciar al egoísmo, que todo lo salva,
y
sin el cual la vida no es posible?
Perdidos
en nuestro laberinto, tratábamos
de
lacerar el espacio que nos circundaba
y
abrirlo con nuestro sexo.
Buscábamos
someter la ciudad, poseerla,
degradarla,
corromperla y amarla.
Queríamos
un amor bello y terrible
que
se pareciera a nosotros.
No
aceptábamos falsificaciones ni substitutos.
¿Cómo
podíamos casarnos
y
abandonar nuestra rebeldía,
nuestro
amor a la revolución universal?
Buscábamos
consagrar el mundo,
no
reproducirlo. Buscábamos ser los únicos
y
los últimos, y no dejar en el tiempo
a
nadie que se nos pareciera.
Queríamos
ser inmortales
y
cortar el ciclo de la vida y de la muerte.
Queríamos
que nuestro poema
fuera
el último
antes
que la vida estallara en la eternidad
y
nos integráramos al sol
o a
las estrellas de la noche.
Queríamos
imponer nuestra ley
y
desafiar a todos. Nos burlábamos
de
la sociedad adquisitiva y vulgar
que
nos rodeaba. La juzgábamos
con
desprecio porque nos creíamos
más
allá de todo eso. Queríamos elevarnos
al
momento más sublime de la poesía
y
confundirnos con los símbolos
de
la totalidad deseada.
Éramos
los rebeldes, los amantes,
a
nada le temíamos.
Ese
fue el momento más cercano
a
la inmortalidad que conocimos.
Recuerdo
una noche en que nos inyectamos
ácido
y rezamos nuestra locura de amor
a
las estrellas. Recuerdo aquel sueño tuyo,
en
que cabalgabas en un río que descendía
al
abismo, te llevaba a lo más sagrado
del
orgasmo y te lanzaba en una lluvia
de
estrellas a la mañana.
Soñábamos
con estar muertos
y
contemplar el universo
desde
el paraíso inmortal de los amantes.
Queríamos
asimilar la vida a nuestro goce
y
ser crueles como ella es cruel.
Sentíamos
la burla y la condena de los otros
y
eso nos gustaba. Nos lastimaban
con
su mezquindad. ¿Quién podía comprendernos?
¿Quién
podía saltar al abismo de la poesía?
Secretamente
sabíamos, sin embargo,
que
errábamos, indefensos, por un laberinto
del
que no podíamos escapar. Sólo la ilusión
de
las metáforas y los símbolos que trascienden
los
límites del cuerpo
podían
darnos una sensación de eternidad.
II
El
tiempo, mortal, ha pasado
y
de todos aquellos momentos
sublimes
del amor
solo
han quedado los recuerdos.
Lo
que se ha ido es la verdad vivida,
la
ligereza del cuerpo,
la
solidez del lenguaje.
Así
guardo esta carencia,
esta
gran ausencia que crece día a día
y
es ausencia de amor
y
ausencia de poesía.
Siento
que las imágenes ya no transportan
y
no podemos, como antes,
buscar
sensaciones nuevas
en
aquella caída maravillosa
en
que nos hundía nuestro amor.
Si
un día, por azar, nos encontráramos
qué
difícil sería poner en palabras
la
prosa de nuestras vidas,
qué
poesía distinta escribiríamos
ante
la crudeza de las cosas.
Cómo
nos golpearía la realidad el rostro.
Qué
podríamos decir de aquellos gestos,
de
aquél perfume,
cómo
podríamos cortejar el fin.
Dónde
han quedado el más allá y la eternidad.
Qué
distinta se nos presenta ahora
la
idea de dios y la imagen del amor.
Ya
no hay quien nos salve. Hemos caído
indefinidamente
y hemos perdido
lo
que más amábamos en la vida.
Aquél
gran poema fue poema de amor
y
quedó escrito en el paraíso de los amantes.
Nada
pudimos guardar
más
allá del recuerdo y las palabras.
Quizá
porque no supimos morir a tiempo
estamos
condenados a morir solos.
No
entendimos la inmortalidad.
Qué
poco faltaba para ser dioses.
Qué
cerca estaba nuestro poema
de
ser la suma y el fin de la poesía.
No
sé si lo que buscábamos con nuestro sacrificio
era
salvar el amor o salvar la poesía.
En
mi recuerdo son inseparables.
III
¡Ay
dios mío, deja que, al menos como un juego,
se
repita nuestra historia!
¡Permite
que la literatura
vista
de sangre
el
espacio azul de nuestras esperanzas!
Haz
el milagro. ¡Danos otra vez la oportunidad
de
morir de amor y vivir para siempre!
Déjanos
visitar el paraíso donde los amantes
sueñan
unidos la poesía y el amor.
La
nuestra era poesía de vida.
¡Mira,
amiga, si dios lo consintiera,
y
en nuestra desolada madurez
nos
encontráramos un día,
y
volviéramos a ser jóvenes y a amarnos!
¡Experimentaríamos
otra vez el éxtasis
que
sentimos cuando estábamos juntos!
¿Te
acuerdas? El amor puede, como la metáfora,
asociar
a los seres en una unidad nueva.
Sabemos
que la vida está dispuesta a quitarnos todo
y
el amor a darnos la vida para siempre.
En
nuestra existencia condenada
damos
vuelta la página del libro.
Como
en los relatos maravillosos
se
ha detenido el tiempo.
Nuestra
aventura se repite.
La
renuevan las luces del arte.
Volvemos
a esperar, como aquella vez,
junto
a la barrera, el tren de la muerte.
Soñamos
que llega con la fuerza
de
un torrente. Sentimos que va a unir
nuestra
materia a lo divino. Su furia
sublime
nos arranca del suelo
e
impulsa hacia el vacío. Abrazados,
nos
elevamos al espacio sideral.
El
tren de oro sube, como un símbolo,
con
nosotros, hacia el sol. Vuela vertiginosa
la
máquina refulgente. Nos observamos
en
el espejo de las cosas mágicas
que
están a nuestro alrededor
y
nos transmiten su hermosura.
Nos
sabemos por siempre jóvenes.
El
tren llega al paraíso de los amantes
suicidas.
Nos aguardan aquellos
que
buscaron, antes que nosotros,
en
la muerte, la eternidad del amor.
Sus
cuerpos bellos, expectantes,
entre
las nubes flotan,
esculturas
delicadas de formas llenas.
Como
en los cuadros sagrados, vemos,
en
la parte superior de la escena,
a
Dios rodeado de ángeles.
Nos
reclinamos en el prado de nubes
junto
a los otros amantes
y
extendemos nuestras manos hacia Dios
hasta
tocar, sensuales,
con
las yemas de nuestros dedos
los
dedos de las manos de sus ángeles.
Un
rayo de luz divina nos atraviesa.
Hemos
ganado nuestro lugar en el paraíso.
Permanecemos
abrazados
bajo
la mirada redentora del Dios padre.
Vuelan
sobre nosotros nubecitas
de
formas caprichosas, celestes y rosas.
Desde
ellas, los Amores nos lanzan
sus
dardos mágicos. Flota delante nuestro,
como
una pequeña nave,
la
urna de marfil de nuestra alianza.
Nada
podrá separarnos.
En
nuestro sueño redentor
Dios
nos ha perdonado. Ha salvado
nuestro
amor y ya nunca tendremos
que
enfrentar la vejez, el dolor y la muerte.
Bañados
de eternidad, en el espacio andamos,
jóvenes
de amor, por siempre ángeles.
Imaginemos
que, como en los cuentos
maravillosos,
esto verdaderamente ha pasado
y
somos sus personajes.
Ten
compasión, Señor, de estos amantes
arrepentidos
de haber vivido
una
larga vida separados.
La
nostalgia del pecado martirizaba mi alma.
Mejor
hubiera sido morir juntos.
La
eternidad estaba a nuestro alcance.
El
paraíso es tierra fértil para aquellos
que
mueren por amor y llevan a Dios
su
pequeño poema. Laurel que la paloma
no
pudo cargar en su pico y ellos
transportan
en su espíritu transparente.
Santo,
santo, es el señor, rey del cielo
y
de la tierra,
que
su nombre sea loado para siempre.
Epílogo
Lector
amigo, ha concluido nuestro viaje.
Peregrinos
somos de un mundo transitorio.
Di,
por favor, ¿nos guardarás en tu memoria?
Abraza
y protege nuestras sombras.
Contigo
estamos, en el amor unidos,
y
en el horror de la literatura.
Cuentos
El Angelito milagroso
Doña Argentina Nery Olguín nació en
Villa Unión, en la provincia de La Rioja, el 25 de mayo de 1933. Era la décima
hija de su familia. Su papá trabajaba de peón en los olivares y viñedos de los
alrededores. Argentina aprendió a leer y escribir en la escuelita del pueblo. A
los quince años, en 1948, se casó con su novio Bernabé Gaitán. Ya estaba
embarazada y sabían que se pasarían toda la vida juntos y tendrían muchos
hijos.
Bernabé Gaitán era aprendiz de
carpintero. Su papá tenía un terreno en el barrio de la Virgen de la Peña, y
allí Bernabé construyó una casa de adobe para su familia, con la ayuda de su
suegro y sus hermanos. Era una época de optimismo para la gente de Villa Unión.
El General Perón era generoso con las provincias necesitadas del Noroeste, y
muchos habían recibido préstamos del gobierno para plantar vid y olivos. Se
estaba fomentando el turismo. La zona era de una belleza paradisíaca. El pueblo
estaba rodeado de montañas que descendían hacia el valle, atravesado por
quebradas de greda rojiza. Hacia la altura iban los senderos que unían la
tierra con el cielo azul. Su aire era puro, y los zorzales y viuditas cantaban
en los chañares y las jojobas.
En 1950 recibieron una noticia que
los llenó de alegría. La primera dama de la República, Evita Perón, recorrería
la provincia en una caravana, acompañada de una comitiva, y se detendría en el
pueblo. Evita deseaba contemplar el paisaje de la zona y conversar con los
lugareños. Para ese entonces Argentina tenía ya dos hijos, un varón y una nena,
y quería que Evita los viera. La caravana llegó y se instaló en la casa del
Intendente. La Primera Dama dio órdenes a sus guardaespaldas de que dejasen que
la gente se acercara a hablar con ella. Argentina fue cargando un niño en cada
brazo. La gente pobre del pueblo la rodeaba. Eran casi todas mujeres. Evita las
abrazaba y tomaba a los niños en sus brazos. A Argentina le llamó la atención
su sonrisa encantadora y su mirada. Sus ojos observaban con ternura a los que
se aproximaban. Ella le dio a su hijo para que lo tuviera alzado. Evita se puso
a hablar con la joven madre. Le preguntó su nombre. Ella le respondió con
orgullo: “Argentina”. Quiso saber cuándo era su cumpleaños. Le dijo que el 25
de mayo. “Vos sos la patria, Chinita”, le dijo Evita. “Cuando te nazca un chico
un 9 de julio, llamalo Ángel. Ese los va a proteger, y yo, desde donde esté,
los voy a estar cuidando.” Argentina se la quedó mirando con incredulidad, pero
tratándose de Evita, tan joven, tan hermosa, todo era posible. Argentina era
muy creyente, iba siempre a misa y desde aquel día rezaba para que se cumpliera
el deseo de Evita.
Pasaron dos años, murió Evita y,
pocos años después, cayó Perón. Los gobiernos militares dictatoriales
castigaron a las provincias pobres del Noroeste, que habían apoyado a Perón, y
las condenaron al abandono. Bernabé y Argentina tenían un hijo cada año. La
familia se extendía. Bernabé agregó más cuartos a su casa de adobe y un taller.
Allí puso su propia carpintería. Era joven y trabajaba muy bien la madera. El
dinero alcanzaba poco y cuando ya los más pequeños fueron creciendo, Argentina
empezó a buscar trabajo de limpieza en las casas de la gente más pudiente: el
médico, el almacenero, el ferretero.
No había en Villa Unión un buen
dispensario médico. Los peronistas habían prometido abrir una clínica, pero
cuando cayó Perón el proyecto quedó en la nada. El único médico del pueblo,
Rafael Villagra, se encargaba de algunos partos y de curar a los enfermos
ambulatorios. Las comadres del pueblo asistían en los nacimientos. Argentina
había tenido a sus hijos en su mismo rancho de adobe. A principios de 1965 ya
le había nacido el hijo onceavo, pero cinco se le habían muerto de pequeños.
Casi siempre de fiebre, de diarrea y de malnutrición. Ella decía que tenía seis
hijos vivos y cinco angelitos. Iba siempre a llevarles flores a sus tumbas en
el cementerio de Villa Unión.
1965 fue un año difícil. Había mucha
pobreza. Arturo Illia había llegado a la presidencia sin verdadero apoyo
popular. El pueblo no era Radical, era Peronista. Los militares ya estaban
preparando otro golpe. Querían destruir al Peronismo definitivamente. Sería una
dictadura cruel, para intentar erradicar al Movimiento. Argentina volvió a
quedar embarazada. Esperaba el bebé a fines de junio o principios de julio de
1966. Rogó que naciera el 9 de julio, el día de la Independencia, para
dedicárselo a Evita. Se dijo que lo llamaría Ángel y, si era nena, Angelita. La
crisis política se agravó y el 28 de junio de 1966 los militares derrocaron a
Illia. Al día siguiente, el 29 de junio, asumió el poder el General Onganía.
Dijo que ése era el gobierno de la “Revolución Argentina”. “Argentina no será”,
se dijo ella.
El día 1º de julio Argentina tuvo un sueño: vio a Evita en
su cocina, sentada en una de las sillas de algarrobo. Estaba vestida de blanco,
tenía el pelo rubio recogido. “¡Santa Evita!”, exclamó Argentina en su sueño.
Evita la miró con sus ojos oscuros llenos de tristeza, y no dijo nada. Se
levantó, abrió la puerta del rancho y se fue. Argentina entendió que le había
dado la señal. El 9 de julio, a las 10 de la mañana, en su casa de adobe nació
Angelito. Su padre le había hecho una cunita en su carpintería. Entró al
dormitorio donde yacía ella junto al bebé y se la entregó. “Es para el Ángel”,
le dijo.
Era un niño hermoso y lleno de vida.
Bernabé dejaba a cada rato la carpintería para ir a verlo. El cura Zanabria los
felicitó, era su hijo doceavo. Argentina le dijo que lo iba a llamar Angel. El
cura les sugirió que le pusieran de primer nombre Miguel, como el Arcángel.
Miguel Ángel los protegería de los demonios. Les pareció muy buena idea. El
cura los quería mucho y siempre trataba de ayudarlos, y llevarles comida y
ropita para los niños. Una navidad les había traído un chivito para que festejaran.
Al mes hicieron la fiesta del
bautismo. Cocinaron locro y empanadas y sirvieron vino patero para todos. Vino
un cantor de Chilecito, que era conocido del cura. Los deleitó con zambas y
cuecas. Disfrutaron mucho.
Las cosas, sin embargo, no iban muy bien para la familia. La
pobreza los perseguía. Don Bernabé tenía dos hijos que lo ayudaban en la
carpintería, pero no ganaban lo suficiente. Eran muchas bocas para alimentar.
Argentina, que trabajaba sin descanso en su casa, atendiendo a sus hijos, iba por
las tardes a ayudar en la casa del doctor Villagra, para ganarse unos pesos.
Cuando salía, Bernabé llevaba a Angelito a su taller y lo ponía en su cuna.
Parecía que le alegraba escuchar el canto de las garlopas. Le gustaba oler los
perfumes de la madera fresca.
El 24 de diciembre de ese año,
Argentina y Bernabé se prepararon para recibir la navidad. Apenas anocheció
acostaron a los niños en su cuarto, menos a Angelito, que dormía en su cuna
junto a ellos. Lo besaron y fueron a la cama. Al día siguiente todos se
levantarían temprano. Bernabé les había hecho juguetes a los niños en la
carpintería y esperaban la fiesta con alegría. La madre de Argentina había
matado un pavo e irían a comer a casa de ella. Se acostaron e hicieron el amor.
Poco después Argentina se durmió. A la madrugada tuvo una pesadilla y se
despertó boqueando. En su sueño se le había aparecido Evita. Su cuerpo pequeño
y su cabello rubio eran el de siempre, pero su rostro estaba descarnado y sus
ojos vacíos. Temió lo peor. Se levantó y fue a abrazar a su hijo pequeño. Pensó
que era un mal presagio. Su esposo trató de tranquilizarla. Le dijo que
confiara en Dios, él los cuidaría.
Nada malo le ocurrió a la familia. Tuvieron un
fin de año normal. La situación política de la provincia continuó siendo
delicada. Se corrían rumores. Gendarmería vigilaba la zona. Decían que podía
haber guerrilleros ocultos en las montañas, alguna columna desprendida de las
tropas del Che, que estaba en Bolivia. Creían que podía haber un levantamiento
popular en Tucumán y extenderse a todo el Noroeste.
Ese año el invierno prometía ser
crudo. La temperatura bajó en abril. En mayo hizo frío y viento. A fines de ese
mes Angelito se empezó a sentir mal. Argentina se alarmó. Ya había cumplido 33
años y no quería perder más hijos. Le costaba parirlos y criarlos. Cada uno era
carne de su carne. Lo llevó al Dr. Villagra, que lo revisó. No era nada grave.
Trabajaba en la casa del doctor, hacía la limpieza y el doctor le atendía a sus
hijos sin cobrarle.
En junio Angelito estaba inapetente.
Reía mucho, como siempre, con una sonrisa grande. Sus ojos eran oscuros,
negros, como los de su madre. Argentina le daba el pecho, tenía muy buena
leche, y no sabía bien qué le pasaba. El 23 de junio se despertó con fiebre. Su
madre le dio una aspirina y lo arropó bien. Por la noche empezó a llorar.
Cuando Argentina lo levantó de la cunita vio que tenía su cuello rígido, no
podía moverlo. Alarmada, se vistió y corrió a lo del Dr. Villagra. Su esposo la
siguió. El doctor se levantó para atender al niño. Lo revisó y le dijo a la
madre que su hijo estaba muy mal, tenía meningitis. Argentina le pidió que lo
salvara. Su hijo era un angelito inocente. El doctor le dijo que estaba en
manos de Dios. Su esposo le rogó que no lo dejara así, le pidió que lo llevara
a una clínica, él le pagaría. El Dr. Villagra llamó a una ambulancia y se
dispusieron a trasladarlo a Chilecito. A la una de la mañana del 24 llegó la
ambulancia con una enfermera. Argentina tomó a su hijo en brazos y se metió en
la ambulancia, junto con su esposo. Era una noche fría, de luna. El paisaje de
la montaña se tornó espectral. Llegaron a El Cachiyuyal y Angelito respiraba
con dificultad. Al subir la cuesta de Miranda, la madre se sintió mal.
Detuvieron la ambulancia a un costado del camino. Cuando la enfermera fue a ver
al niño comprobó que estaba muerto. Argentina rompió en un llanto desconsolado.
Su esposo la abrazó.
Lo velaron en su casa de adobe en el
barrio de la Virgen de la Peña. Los vecinos de la pequeña ciudad de Villa Unión
llegaron para ver al angelito. Su madre puso una silla sobre la mesa de la
cocina y allí colocó a su hijo vestidito. Apoyó sobre la silla una pequeña
escalera. Era la escalera que lo conduciría al cielo. Había muerto inocente.
Tenía garantizada la eternidad. Puso sobre la mesa crisantemos. Les pedía a sus
familiares y vecinos que se acercaran para ver al angelito. Todos le decían que
era muy hermoso, y que ya tenía otro ángel de la guarda que la protegiera. El
25 lo enterraron en un pequeño féretro que le hizo su padre, en el cementerio
de Villa Unión, cerca de sus otros hermanitos muertos. Colocaron una cruz con
la inscripción: “Miguel Ángel Gaitán, q.e.p.d. 9.7.1966 – 24.6.1967”.
La vida siguió su curso. Poco tiempo
después asesinaron al Che en Bolivia. La Gendarmería se tranquilizó y dejaron
de patrullar la zona. En las ciudades la Resistencia popular se hacía sentir.
En 1969 los trabajadores de Rosario y Córdoba se rebelaron. Doña Argentina se
enteraba de lo que pasaba por la televisión, que veía a veces en la casa del
médico.
En 1970 Doña Argentina hizo celebrar
una misa en Villa Unión en recuerdo de sus hijos muertos. Ya le habían nacido
dos más. En 1971 se le murió una niña y volvió a quedar embarazada. En 1972
tuvo a su hijo número quince. Le pidió a Dios que no le llevara más hijos.
Tenía nueve niños vivos, y no quería que ninguno más se muriera. Le rezó a su
hijo Ángel. Siempre había sido especial para ella. Fue con el único que se le
apareció Evita. No olvidaba sus palabras. Ahora su hijo estaba junto a la
santa. Argentina escuchó que le habían restituido el cadáver de Evita a Perón.
Había sufrido un largo exilio. Su cuerpo embalsamado estaba intacto. Doña
Argentina se dijo que sería lindo ver a su hijo Ángel otra vez. Recordaba las
palabras de Evita: Ángel la iba a proteger y ella misma la estaría cuidando
desde el cielo.
Se hablaba de que Perón volvería al
país. Argentina pensó que le gustaría ir a Buenos Aires a ver al General alguna
vez si regresaba. Le contaría lo que Evita le había dicho en Villa Unión, y le
diría que se le aparecía en sueños por las noches. Pero estaba tan lejos de
Buenos Aires…sería difícil ir y era probable que no pudiera recibirla…
Finalmente anunciaron que Perón regresaría el 20 de junio de 1973.
En el mes de febrero hubo varios días de tormenta en el
pueblo. Era la temporada del viento Zonda. Llovía mucho, el cielo se cubría de
relámpagos. Doña Argentina tuvo una premonición. Esa noche no pudo dormir.
Sintió miedo. Algo especial iba a ocurrir. Finalmente, a la mañana siguiente
salió el sol. Hacía calor. Cerca del mediodía se apareció en la casa Don
Silverio. Era el encargado del cementerio. Dijo que se había inundado una parte
del cementerio y el cajoncito de uno de sus hijos había aparecido a flor de
tierra. Doña Argentina pensó que tenía que ser el cajón de Angelito. Corrieron
con su marido a verlo. Bernabé levantó la tapa del cajón. Era Miguel Ángel. El
bebé estaba intacto. Parecía que el tiempo no hubiera pasado. Doña Argentina lo
levantó y lo tomó en sus brazos. Era como un muñeco. Lo besó. Pensó que también
Evita sería una muñeca. Le pidió a Don Silverio Vega que por favor le
construyera una bóveda de ladrillo, para que su angelito descansara en paz. Don
Silverio hizo la bóveda y todo volvió a la normalidad.
En el pueblo estaban todos pendientes del regreso de Perón.
Ya no estaba prohibido ser peronista. Ya no golpeaban ni encarcelaban a nadie
por gritar “¡Perón, Perón!”, o cantar la Marcha Peronista. Hasta se podía tener
un retrato de Perón y Evita en la casa. Se acercaba el 20 de junio, el día del
anunciado retorno. Doña Argentina estaba contenta. La noche del 19 tuvo un
sueño. Se presentó una figura amiga, conocida. Vio a Evita sentada al borde de
la tumba de su hijo. Estaba sonriente y abría la bóveda. Saltaban los ladrillos
y aparecía el cajoncito de Angelito. Evita levantaba la tapa y tomaba al niño
en sus brazos.
A mediodía apareció en su casa Don Silverio. Había pasado
algo raro. Durante la noche se había caído la pared de la bóveda de Ángel. El
cajón estaba abierto, tenía la tapa a un costado. El cuerpo del niño no había
sufrido daño. Le dijo que iba a avisar a la policía que en el pueblo había
vándalos. Doña Argentina le pidió que no dijera nada, que todo estaba bien.
Corrió al cementerio a ver a su hijo, lo tomó en sus brazos, lo acunó, le cantó
una canción que le había enseñado su madre. Desparramados en el suelo estaban
los ladrillos de la bóveda, como si alguien los hubiera arrancado con la mano.
Esa noche escucharon que habían ocurrido graves disturbios
en el aeropuerto de Ezeiza poco antes de la llegada de Perón. Fueron a la casa
del cura para que les dejara ver el noticiero. Se habían agarrado a tiros los
Montoneros con la Guardia de Hierro. Apareció Perón en la pantalla agitando los
brazos y todos se sonrieron tranquilos. El General había regresado al fin.
Don Silverio reconstruyó la bóveda dos veces más y se volvió
a repetir la escena. El cajoncito amanecía fuera de la bóveda, sin su tapa, el
cuerpecito expuesto a la luz y al aire. Doña Argentina pensó que era la
voluntad de su hijo, que quería ver la luz. Con su familia se pusieron de
acuerdo en construir un cuarto, que se pareciera a la sala de una casa, en el
cementerio y poner el cajón de Ángel allí descubierto. El cuerpo estaba
perfecto, como si hubiera muerto ayer. “No está muerto”, dijo la madre, “él
vive”.
Levantaron la casita para Angelito. Y así llegó 1974. Al
fines de junio se enfermó el hijo más pequeño. Tenía fiebre. Al día siguiente
amaneció con el cuerpecito rígido. Doña Argentina recordó con horror lo que le
había pasado a Angelito. Corrió a lo del Dr. Villagra. El doctor lo revisó y le
dijo que poco se podía hacer, que se preparara para lo peor. Tenía meningitis,
como había tenido Angelito. Doña Argentina tomó al niño y se fue al cementerio.
Puso al niño frente al cuerpo intacto del Angelito. Le dijo: “Hijo mío, te pido
por la vida de tu hermanito, sálvalo, no dejes que se muera. Te lo pido por mí
y por Santa Evita”. El rostro de Ángel estaba iluminado, como si estuviera
vivo. “Te pido un milagro”, repitió su madre.
Con su hijo enfermo en brazos, se dirigió hacia la puerta de
la rústica cripta de adobe. Salió del cementerio y se fue a su casa. Acostó a
su hijo, que no se movía, en la cunita que había sido de Ángel. Se durmió en su
cama a su lado.
Tiempo después se despertó. Se dirigió, con miedo, a la cuna
de su hijo, temiendo su muerte. Al levantar el cuerpecito un llanto la
sorprendió. El niño estaba llorando. Lo besó, lo abrazó. Tenía hambre.
Comprendió que estaba curado. Le dio el pecho. El Angelito había hecho el
milagro. Le comunicó la buena nueva a su esposo, que no salía de la admiración.
Esa noche, en su sueño, volvió a aparecer Evita. Esta vez
estaba sonriente. Parecía la Madona. Tenía en su regazo a un niño. Cuando lo
miró vio que era su hijo Ángel. “Te dije, Argentina, que te iba a dar un Ángel
de la Guarda que los cuidara: aquí está el Ángel”, le dijo. “Anuncia la nueva
al pueblo. Quiero que hasta el fin de tus días cuides su tumba y te encargues
de atenderlo. Muchos vendrán a verlo y hará milagros”.
Al día siguiente salió con su hijo más pequeño en brazos. Se
lo mostró a los vecinos. Les dijo que el Angelito había hecho el milagro. Lo
había salvado. Era un angelito milagroso. Se corrió la voz en el pueblo. Esa
tarde, cuando fue a visitar a Ángel, encontró que junto a su tumba había
juguetes. Alguien de Villa Unión había estado allí y se los había dejado. Al
rato llegó una señora con su hijo de tres años, Pedrito. “Vengo a pedirle por
mi hijo al angelito”, le dijo a Doña Argentina. “Pídale”, dijo ella, y se fue.
La señora se quedó arrodillada frente al angelito, con su hijo tomado de la
mano.
Pocos días después una vecina vino a buscar a Doña
Argentina. Su hija de nueve años estaba enferma. Le había dado un ataque raro y
no podía caminar. Tenía fiebre. El médico le preguntó si la habían vacunado. No
tenía sensibilidad en las piernas. Podía ser poliomielitis. Fueron las dos a la
casa de la vecina y alzaron a la niña. La llevaron al cementerio a la cripta de
adobe donde yacía el Angelito. Doña Argentina tomó a su hijo en sus brazos y se
lo acercó a la niña, que lo tocó con sus manitos.
“Angelito, Angelito milagroso”, dijo su madre, “te pido por
mi hija Evangelina. Déjala que camine, ayúdala, sálvala”. Doña Argentina le
dijo: “Pídaselo por Santa Evita”. “Angelito”, repitió la señora, “te lo pido
por Santa Evita”.
Le dijo a la niña que besara al angelito y se regresó a su
casa con su hija en brazos. A la mañana siguiente volvió a visitar a Doña
Argentina. Traía a su hija a su lado, caminando. La abrazó a Doña Argentina.
“¡Señora, señora, se hizo el milagro!”, le dijo. Se fueron las tres al
cementerio. Angelito estaba allí, con los ojos casi abiertos, parecía que las
estaba mirando. Doña Argentina le dijo a la niña que lo levantara y lo tuviera
en sus brazos.
El próximo día, 1º de julio de 1974,
murió Perón. Doña Argentina fue con su esposo a la Iglesia de Villa Unión a
rezar. “Señor”, dijo, “ahora están juntos. Pido por sus almas, que no se
separen más. Tanto que los han torturado en vida al General y a Evita, dales
paz en la muerte.”
El día 2 volvió a visitar al
angelito. Llevaba ropa de bebé. Le había prometido a Evita que iba a cuidarlo.
Al llegar vio que varias personas de la pequeña ciudad la aguardaban frente a
la cripta. Traían a sus niños. Dijeron que venían a visitar al angelito y a
pedirle por sus hijos. Una niña depositó frente al féretro abierto una muñeca.
Un niño le puso un autito de juguete. Doña Argentina les pidió que la ayudaran
a cambiarlo. Una señora lo sostuvo mientras ella le quitaba la ropa. Tenía su
piel intacta, su cuerpecito fresco. “Es un milagro”, dijo la señora.
Doña Argentina le puso la ropita nueva, limpia. Su hijo
quedó precioso. Los visitantes se pusieron de rodillas ante el angelito
milagroso. La madre salió sin decir nada y los dejó rezando.
El pintor del Dock Sud
Carlitos Ballestrini vivía en un
conventillo de Espejo y Las Heras, en el Dock Sud. Iba a la escuela primaria
“Jacobo Thomson”, en Valle y Montaña, donde cursaba el 6to. grado. Era un chico
muy sensible e inquieto. Algunos días, por las tardes, después de las clases, salía
a caminar por la isla Maciel. Observaba todo con interés. Bordeaba el Riachuelo
por Carlos Pellegrini. Le llamaban la atención los galpones y las fábricas. Se
detenía a admirar el viejo puente transbordador, con sus líneas finas y
estilizadas, que se levantaba junto al puente Avellaneda, más moderno y pesado.
Cuando tenía unas monedas cruzaba a La Boca en el bote que
salía de abajo del puente abandonado. Un día, por curiosidad, entró en el museo
de Quinquela Martín. Vio los grandes cuadros del maestro: los barcos anclados
en el antiguo puerto, el buque incendiado, los estibadores cruzando por los
angostos puentes con las bolsas al hombro, el flujo espejeante de las aguas
contra el fondo humeante de las fábricas de la Isla Maciel. La experiencia lo
afectó profundamente. El mundo en que vivía parecía fijo, limitado, una especie
de cárcel sin salida. Al ver los cuadros de Quinquela sintió que había otro
mundo, móvil, huidizo, cambiante. Tuvo de improviso la intuición del tiempo,
que hace, deshace y transforma los objetos, forma y quiebra los colores,
difumina a los sujetos en el paisaje, libera al yo y lo deslíe en la obra de
arte. Sintió que era posible vivir dentro de un espacio imaginario que se
renueva constantemente. Comprendió que iba a ser artista. La realidad se
sostenía en el espacio por sus cuatro costados como se sostiene en el cielo un
buque que vuela, y él podría cambiarla a gusto, con la habilidad de un prestidigitador.
Regresó al conventillo. Su mamá
guardaba una resma de papel en un cajón. Sacó varias hojas y se sentó a la
mesa. Tomó un lápiz y dejó que su mano se deslizara por el papel, en un brote
súbito de inspiración. Dibujó formas, líneas, sintió el placer de ver aparecer
ante sus ojos lo que había vislumbrado antes en su imaginación. Había
encontrado algo nuevo que explorar. Le gustaba aprender. Al rato se levantó y
guardó todo. Su madre, Mariela, llegaría pronto.
Mariela era joven, tenía sólo
treinta años. El padre de Carlitos los había abandonado hacía dos años.
Trabajaba como obrera en una fábrica de plástico. Su novio era Cabo en la
Prefectura. Su hijo lo llamaba el “marinero”. A veces el novio se quedaba a
dormir con ellos en el conventillo. La pieza era grande y tenía los muebles
indispensables: una cama matrimonial para la madre y una cama de una plaza para
Carlitos, una mesa grande rectangular en la que comían y en la que el hijo
hacía las tareas de la escuela, un armario donde la madre ponía las bolsas y
latas de comida y su hijo sus libros y cuadernos, un ropero donde guardaban la
ropa que tenían y los diarios viejos que Carlitos coleccionaba.
Juan Carlos, el marinero, era
simpático y le compraba caramelos y chocolatines para ganárselo. Al chico no le
gustaba que se quedara de noche, porque hacían el amor. Le molestaban los
ruidos del elástico, y los resuellos que no podían contener y no lo dejaban
dormir. También la situación lo excitaba, y muchas veces se masturbaba mientras
ellos tenían sexo. Al otro día sentía vergüenza y no se animaba a mirar a su
madre a los ojos.
Sus dibujos se fueron acumulando en una carpeta de la
escuela. Dibujaba escenas del conventillo, retratos de sus vecinos, escenas de
la costa del Riachuelo, el perfil de La Boca visto desde el Doque, el puente
transbordador. Su mamá le preguntó que por qué dibujaba tanto, y él le dijo que
se proponía vender sus dibujos en la Vuelta de Rocha, en el mercado de
artesanías, muy pronto. A la mamá no le pareció mala idea, aunque dudó que
alguien fuera a comprárselos. Ese fin de semana Carlitos seleccionó treinta
dibujos, los puso en su carpeta, cruzó el Riachuelo en el bote y se fue a
Caminito. No bien llegó y trató de exhibir sus dibujos, se le acercó un señor
como de treinta años y le dijo que los puestos estaban todos ocupados, que no
se hiciera el vivo. Allí no podía vender. Si no se las tomaba, la iba a ligar.
Carlitos no le tenía miedo a las palizas. En el Doque, los chicos le habían
pegado muchas veces porque a él no le gustaba jugar al fútbol, y los vecinos
del conventillo le pegaban cuando lo veían distraído, o lo encontraban haciendo
sus tareas de la escuela. Les daba rabia que estudiara, decían que se creía
mejor que los demás. Pero en esos momentos necesitaba encontrar un lugar para
vender sus dibujos, y si allí no se podía, no se podía.
Recorrió la Vuelta de Rocha. Había puestos de música, de
ropa, de comida, de artesanías de La Boca, de cuadros. Los vendedores armaban
sus tablones y ponían sus carteles para atraer a los visitantes y turistas que
pululaban en la zona. No se animó. Se dio cuenta que en cuanto exhibiera sus
dibujos lo vendrían a sacar. Finalmente se metió en un mercado de alimentos que
funcionaba dentro de un galpón, en Pedro de Mendoza. Había verdulería, carnicería,
almacén. Se sentó en un costado del almacén, y cuando llegaba un cliente, el
abría su carpeta y le mostraba un dibujo. Al final de la tarde había vendido
tres transbordadores y dos perfiles de La Boca vista desde el Doque, y había
ganado quince pesos. El almacenero, además, le tuvo lástima, le preguntó si
tenía hambre, y le preparó un sánguche de queso y dulce, y le dio una lata de
Coca Cola. El dibujo que más llamó la atención fue el perfil de La Boca desde
el Dock Sud. Los boquenses raramente cruzaban al Dock, y no se veían a sí
mismos. Su dibujo proveía una perspectiva sorprendente. También gustó mucho su
dibujo del edificio donde había vivido y trabajado el pintor Quinquela Martín.
Era museo y escuela. Parecía un barco. Los clientes del mercado no habían
observado con detenimiento su forma, que su dibujo revelaba.
Durante la semana fue con su carpeta
de dibujo a la costa del Riachuelo, en el Dock, y se puso a dibujar La Boca.
Observó con cuidado los desniveles y colores. Imitando a Quinquela, empezó a
dividir volúmenes y a inclinarlos en el plano. Ese fin de semana cruzó con el
bote y regresó al mercado. Vendió diez perfiles de La Boca y ganó cuarenta
pesos. Y más importante, un señor se puso a mirar sus dibujos y a hablar con
él. Le dijo que era pintor y daba clases. Le aseguró que tenía talento, pero le
faltaba aprender mucho. Lo invitó a que fuera a su taller, a conocer. El le
explicó que no tenía dinero para tomar clases. El hombre, Verónico del Bosque,
le dijo que le pagaría cuando lo tuviera.
De ahí en más, todos los martes y jueves por
la tarde, después de la escuela, cruzaba a La Boca e iba a estudiar con el
maestro, que vivía en una casa vieja en Suárez y Martín Rodríguez, donde
alquilaba dos cuartos, uno de vivienda y el otro para su taller y escuela.
Pronto Carlitos se transformó en su
estudiante preferido. El maestro le propuso que se cambiara el nombre, o que se
buscara un nombre artístico de pintor, porque el nombre de Carlitos en Buenos
Aires ya tenía dueño. Si uno decía Carlitos pensaba en Gardel. Era como la
camiseta del 10. Al final eligió llamarse Martín, en homenaje a Quinquela.
También modificó su apellido: en lugar de Ballestrini, Balestra, más criollo.
La Boca había tenido demasiados pintores italianos, hacían falta pintores
criollos. La mayoría de los italianos, por otro lado, se habían ido de La Boca
y del Dock, vivían todos en Palermo. La Boca y el Dock eran tierra de cabecitas
negras del interior, bolivianos, paraguayos y chinos. Había una nueva Boca y un
nuevo Dock.
Pasaron dos años y Martín evolucionó
muchísimo en su arte. Verónico le daba, además de dibujo, clases de pintura. Le
compró una caja de acuarelas. Martín manejaba el color con gran talento.
Decidieron un día a la semana ir a pintar a la cancha de Boca. Retrataban el
exterior de la Bombonera, desde diversos ángulos. Los fines de semana Martín
volvía al mercado a vender sus dibujos. Cuando había partido de fútbol, vendía
sus acuarelas de la Bombonera. Un día un turista norteamericano le dio diez
dólares por una acuarela. Se sintió rico y afortunado.
Mariela, su madre, estaba orgullosa
de su hijo Carlitos (no aceptó llamarle Martín). El marinero, que era casado,
había dejado a su mujer y se había ido a vivir con ella. Carlitos los domingos
le daba a su madre casi todo el dinero que ganaba. Sólo guardaba para él una
parte, para cruzar a La Boca, comprar los útiles de dibujo y su merienda.
Cuando cumplió quince años la madre le dijo que iba a tener un hermanito.
Martín ya había pensado en dejar la escuela. Estaba en noveno grado del EGB, y
le parecía que aprendía poco. Su verdadera escuela eran las clases de Verónico,
el pintor. Habló con su maestro, quien le propuso irse a vivir a su
inquilinato. En ese momento tenían un cuarto desocupado. Le dijo que le prestaría
el dinero para el alquiler, y que le pagaría con los dibujos que vendía en el
mercado (su puesto allí ya era oficial,
le decían “el pintor del mercado”). Además, podía ayudarlo a dar clases
de dibujo a los chicos que empezaban. Martín era un muy buen dibujante. Su uso
del color aún no era perfecto, pero había progresado muchísimo. Aceptó. Su
madre aprobó su decisión, ella también quería hacer cambios en su vida. Su hijo
estaría bien en Capital y, para visitarlo, no tenía más que cruzar el
Riachuelo.
Martín agregó a su repertorio
escenas del mercado donde vendía sus trabajos. Dibujaba y pintaba acuarelas de
La Boca, la Bombonera y el mercado. Luego tuvo una idea interesante. Empezó a
pintar temas del Dock Sud: las calles del interior, los conventillos de chapa,
la salida al Puente Avellaneda, las torres del Polo Petroquímico. Incluyó
escenas cotidianas de Villa Inflamable, la villa miseria que estaba al lado de
los depósitos de combustible. Martín había caminado por las calles del Dock
mucho tiempo, pero en ese entonces ya vivía en La Boca, y no fue a pintar a la
calle, como hacía antes. Pintaba en su cuarto, de memoria. Las imágenes se
fueron deformando y estilizando. Sus interpretaciones tenían aspectos oníricos.
No dominaba aún bien el óleo y el acrílico. Prefería la acuarela. Trabajaba con
pinceles muy finos y colores que él mismo preparaba. Muchas veces terminaba los
cuadros superponiendo figuras humanas, verdaderas miniaturas, dibujadas con un
plumín y tinta china, sobre los volúmenes de color. Estaba buscando su propio
lenguaje, su estilo.
Su maestro tenía en su estudio una
enciclopedia ilustrada de la pintura universal, que había salido en fascículos
que vendían en los quioscos, y él había hecho encuadernar. Abarcaba diez tomos.
Martín pasaba mucho tiempo mirando las reproducciones de obras famosas y
leyendo las explicaciones. También su maestro le hablaba mucho sobre la pintura
y el arte en general. Se había formado en Rosario con Antonio Berni. Una vez lo
llevó al Malba a ver una retrospectiva de Berni que lo fascinó. Martín, a pesar
de su juventud (no era más que un adolescente), tenía gran sensibilidad social.
Le dolía sobre todo la pobreza, en la que había nacido, y veía siempre
alrededor suyo.
Cuando él tenía dieciséis años, su maestro alquiló un cuarto
en un conventillo reciclado cerca de Caminito para hacer una exposición con sus
mejores estudiantes y discípulos. Participaron tres jóvenes. Martín colgó diez
de sus acuarelas. Dio la casualidad que al segundo día de la muestra fue a
Caminito el crítico de arte de Clarín,
Eduardo Carlucci. La Fundación Proa había inaugurado una exposición y la fue a
cubrir. Cuando terminó, salió a dar una vuelta por el barrio, siempre lleno de
visitantes y turistas, y entró de casualidad en el conventillo reciclado, muy
llamativo y colorido, donde Verónico tenía su exhibición.
Al ver los cuadros de Martín, no pudo evitar una exclamación
de admiración. Se detuvo sobre todo en “Villa inflamable”. En el centro del
cuadro, en primer plano, se veía el rostro de un niño de diez años con grandes
ojos negros (era el rostro de Martín, que había pintado su autorretrato). Tras
el niño, en el fondo, se veían varias casillas de la villa. En el centro de los
ojos, en tinta china, Martín había dibujado una miniatura. Era una pareja de
turistas norteamericanos que miraban el cuadro. El espectador insolente se
reflejaba en los ojos desesperados del niño. Al otro día sacó una nota especial
en Clarín sobre el cuadro, al que
había fotografiado. La tituló: “Un artista del hambre”.
Martín tenía sólo dieciséis años. Su carrera como pintor
prometía. Era un buen comienzo. Durante el resto del año, por consejo de
Verónico, se dedicó a pintar para organizar su primera muestra personal. El
periodista de arte de Clarín, Eduardo
Carlucci, volvió a visitarlo. Habló un rato con él, le preguntó sobre su vida,
su formación. No parecía respetar a su maestro Verónico. Le aconsejó que
tratara de ingresar en una escuela de arte de la ciudad, la más apropiada para
su nivel sería la Escuela Superior de Bellas Artes, necesitaba formarse. Si
presentaba un buen portafolio podía entrar. El estaba dispuesto a escribirle
una carta de recomendación.
Se lo contó a su maestro, que le dijo que ese crítico era un
envidioso y un mal tipo, lo único que le interesaba era el dinero. Estaría
buscando encontrar un pintor nuevo para representarlo y ganar plata. Así era el
mundo de la crítica y los marchand, una porquería.
Martín fue a visitar a su madre. Había tenido una nena. Le
llevó un cuadro suyo enmarcado. Le dijo que lo guardara, que un día iba a tener
mucho valor y le daría buen dinero. Tenía grandes planes. Pensó que no era mala
la idea de entrar a estudiar en la Escuela de Arte, le gustaba aprender y lo
necesitaba.
Pero el destino tenía sus propios planes. A fin de año
Verónico del Bosque se sintió mal y en enero estaba internado en el Argerich.
Le encontraron un tumor en el cerebro. Tenía cincuenta y seis años y era como
un padre para Martín. Tres meses después había fallecido. Martín pensó que ese
desenlace trágico no iba a impactar en su arte, pero se equivocó.
Martín tenía un gran talento natural, pero era un chico
emocionalmente carenciado. Se había criado en el Dock, había tenido una
relación muy superficial con su padre, que casi nunca estaba en su casa (después
que se fue supieron que tenía otra mujer). El abandono fue duro para su madre.
Martín creció en las calles del Dock y de La Boca. El dibujo y la pintura lo
habían salvado. Verónico había sido su padre espiritual y quien lo cuidó y lo
guió en el mundo del arte. Sintió un gran vacío y entró en un ciclo depresivo.
No pudo salir. La depresión se agravó. La dueña del inquilinato donde vivía fue
a verlo: no había pagado la renta. Martín se disculpó y le ofreció un cuadro
suyo. La dueña lo rechazó: le dijo que no tenía valor, y que pagara o se fuera.
Durante ese mes logró que su madre le prestara dinero para pagar el alquiler.
Cuando a principios del mes siguiente fueron a cobrarle otra vez lo encontraron
tirado en el piso. Tenía muy mal olor, hacía muchos días que no se bañaba. A su
alrededor se amontonaban los desperdicios.
Contra la pared, arrinconados, había una gran cantidad de
dibujos y de acuarelas. Había pintado también varios cuadros con acrílico, en
colores muy fuertes. Se había pasado todo el mes trabajando sin parar. Los
cuadros mostraban paisajes expresionistas de La Boca y el Dock. Su paleta de
colores parecía salida de los cuadros de Quinquela Martín. En el más grande de
ellos había pintado una versión del cuadro “Sin pan y sin trabajo” de Ernesto de
la Cárcova, superpuesta a una imagen de las calles del Dock Sud vistas desde
arriba. Era un cuadro originalísimo, posmoderno, una síntesis nueva. Lo tituló
“Nuestra miseria”.
Otros cuadros mostraban imágenes desgarradas de figuras que
se sostenían en el aire, o fugaban en el espacio, e imágenes grotescas de seres
sufrientes: el Riachuelo y el Puente Transbordador volando sobre el Obelisco,
con un hombre (que era él) colgando, encadenado al puente; Cristo volando en su
cruz cabeza abajo sobre el estadio de Boca, mientras en el campo de juego le
arrancaban el corazón con un cuchillo a un jugador; una niña de cinco años, en
una carnicería, esperando turno para ser sacrificada, ante la mirada anhelante
de una señora rica, que aguardaba su parte. El horror y la soledad se fundían
con la marginación y el hambre. El último cuadro que llamaba la atención era
sobre Villa Inflamable. Había superpuesto la escena de unas casillas de la
villa a una visión aérea de la Villa 31 de Retiro, que hacía de fondo de la
composición. En el centro del cuadro,
sobre la Villa Inflamable, un ojo, rasgado por una navaja.
La dueña de la pensión no sabía qué hacer. Martín tenía la
mirada perdida y no respondía cuando le hablaba. Encontró en una libreta un
número de teléfono, pensó que era de un familiar, llamó. Era el crítico de arte
de Clarín. Fue de inmediato. Dijo que
no se hiciera problemas, que él se haría cargo de todo. Le pagó el mes de
alquiler a la señora y se puso a limpiar el cuarto. Lo acostó en la cama. Salió
y al rato regresó con varios papeles. Tenía un contrato en que decía que Carlos
Ballestrini, alias Martín Balestra, lo nombraba su único representante, y le
cedía la totalidad de los derechos de sus obras. El pintor percibiría a cambio
el diez por ciento del total de las ventas. Le hizo escribir su nombre y firmar
como pudo. Después llamó a la unidad psiquiátrica del Argerich y explicó la
situación. Al rato llegó una ambulancia y se lo llevaron para internarlo. El
crítico se quedó en la pieza organizando toda la obra. En el cuarto de al lado,
que había sido el taller de Verónico, encontró varios cientos de dibujos y
pinturas de Martín. Al otro día hizo venir una combi y se llevó todos los
dibujos y pinturas que encontró. Lo único que quedó en el cuarto era la ropa
vieja de Martín.
La unidad psiquiátrica del Argerich evaluó cuidadosamente el
caso. Martín acababa de cumplir diecisiete años. Había tenido un ataque de
esquizofrenia que evolucionó en un brote psicótico. Lo derivaron al Borda para
que continuaran los estudios. Al tiempo emitieron su evaluación. Martín era
irrecuperable. Mantenía su mirada perdida y se pasaba todo el día sentado, sin
moverse. Había enloquecido. Lo dejaron internado en el Borda, con la intención
de pasarlo después a un asilo para enfermos mentales, donde podría residir de
forma permanente.
El crítico, Eduardo Carlucci, organizó una muestra de la
pintura de Martín en el Centro Cultural Recoleta, con el título “Un artista del
hambre”. La exposición fue un éxito y lo trágico de la historia del pintor
adolescente fue un aliciente para la crítica. Hablaron de la influencia de
Antonio Berni, Quinquela Martín y del expresionista irlandés Francis Bacon.
Carlucci hizo que un tasador profesional evaluara los cuadros. Consideró que el
precio inicial promedio para una subasta pública debía ser de diez mil dólares
por cuadro. Entusiasmado, Carlucci convenció a las autoridades del MALBA a que
hicieran una retrospectiva, con la promesa de regalarle un cuadro al Museo. El
Gobierno de la Ciudad apoyó la muestra. Todos los diarios se deshicieron en
críticas elogiosas. Más de cien mil persona visitaron la exposición durante los
quince días que duró.
Carlucci preparó una subasta de tres de sus cuadros en un
remate de la Galería Arroyo. Incluyó entre los tres a “Nuestra miseria”. Los
concurrentes se mostraron entusiasmados. El precio de base de cada cuadro fue
de diez mil dólares. El primero de los cuadros fue vendido en setenta mil
dólares. El segundo en cincuenta mil. Dejaron “Nuestra miseria” para el final.
A los cinco minutos de comenzar el remate el precio había subido a cien mil.
Carlucci no podía de contento. Al concluir el remate el cuadro había alcanzado
los trescientos cincuenta mil dólares. Lo adquirió un marchand local,
comisionado por el Museo de Arte Moderno de New York, donde pasaría a integrar
su colección permanente.
Carlucci dejó su trabajo en el diario y se estableció como
marchand y representante exclusivo de la obra de Martín. Lo trágico de su
destino y la imposibilidad de que siguiera pintando creó toda una mística sobre
el pintor del Dock Sud. El gobierno peronista lo nombró el “Artista social” del
año y la Casa Rosada adquirió uno de los cuadros de Villa Inflamable para su
colección de pintura. Ese año aparecieron numerosos artículos sobre su obra en
revistas especializadas.
Carlucci se presentó en la casa de la madre de Martín, en el
Dock, y le dijo que su hijo había dejado una pequeña fortuna. Dado su estado
mental la madre era la curadora. Le correspondía la administración del diez por
ciento que se recaudaba por la venta de sus cuadros. Un año después Mariela
pudo mudarse a un departamento grande que compró en Avellaneda.
Un día fueron juntos con Carlucci a visitar a Martín (o
Carlitos) al asilo donde residía. Lo encontraron sentado en un banco, en el
parque, mirando el cielo. No los reconoció. La madre se puso a llorar, pero al
mismo tiempo le agradeció a Dios por la buena fortuna que tenía en la venta de
los cuadros. Carlucci los fotografió y el fin de semana salió un artículo suyo
con la fotografía en la Revista Cultural de Clarín.
Martín Balestra había entrado por la puerta grande de la historia de la pintura
en Argentina. El pintor del Dock Sud había sido capaz de comunicar de una
manera original y única en su arte el horror de la miseria, del abandono y de
la soledad de los pobres en la ciudad moderna.
El
empresario rico y la hermosa modelo
Patricio Torres Agüero vivía con su
mujer Verónica Vacareza en un amplio departamento del exclusivo Puerto Madero,
en Juana Manso y Azucena Villaflor. Era dueño de una empresa financiera y,
además, herencia de familia, una estancia en Carmen de Areco, no muy lejos de
la Capital. Era un hombre de mundo, un miembro de la alta burguesía porteña.
Estaba próximo a cumplir cuarenta años. Había viajado por Europa y Estados
Unidos. Había salido con muchas mujeres hermosas de Buenos Aires. Le gustaban
los coches deportivos y los caballos de salto. Los sábados era infaltable en el
Club Hípico. Su mujer, quién lo ignoraba, era una belleza. Era modelo exclusiva
de Christian Dior. Tenía veintiséis años. Alta, espigada, de pelo castaño, era
admirada en todo Buenos Aires. Tenían una relación excelente. Ella era
maravillosa en la cama. Sabemos lo que eso significa para un hombre como
Patricio: vanidoso, inteligente, mimado por la fortuna. El se jactaba de
provenir de una antigua familia criolla y no de inmigrantes aventureros, judíos
o italianos, como muchos de los que estaban en el mundo de las finanzas. Había
alquilado su estancia a una firma ganadera internacional. De la antigua élite
conservaba, por nostalgia, su afición a los caballos. Era seductor y mujeriego,
y prefería las argentinas de origen italiano a las chicas de buen apellido de
la oligarquía de Barrio Norte. Eran simplemente más hermosas, y sabían
convencer de mil maneras, con su charla, su sonrisa y sus habilidades eróticas.
Sobre todo cuando se encontraban con un hombre como él, que lo tenía todo, y al
que todas las mujeres jóvenes y atractivas querían hacer pasar por su cama.
A Verónica no le preocupaba su fama
de seductor. Se había conquistado al hombre más deseado de Buenos Aires. Las
otras modelos la envidiaban, y las que no eran modelos veían a Patricio como el
hombre inalcanzable. Ella era más vanidosa que él, se pasaba el día en el
gimnasio, el salón de belleza y las pasarelas. Se hacía traer toda su ropa de
París. Era el estilo de vida que se podía permitir una mujer casada con un
financista de éxito, que gozaba de la confianza de la clase política y tenía un
excelente crédito internacional.
Estaba dedicada a su profesión y aparecía con frecuencia en
las revistas de modas. Cuidaba obsesivamente su figura y no quería, por un buen
tiempo, tener hijos. Le arruinarían las curvas exquisitas de su cuerpo. No se
imaginaba la flaccidez en el vientre, las ojeras, la lactancia. Puerto Madero
era el lugar ideal para ellos, y eran bien queridos y reconocidos por los
residentes. Allí vivían políticos, inversionistas, estrellas del fútbol,
modelos, vedettes. Era un estilo de vida diferente, nuevo, internacional.
Verónica, debemos admitir, era una mujer algo infantil, aniñada. Su marido la
consentía y ella esperaba estar rodeada siempre de admiradores y sirvientes.
Deseaba, como muchas modelos, mejorar el mundo: le gustaban las flores, los niños,
los animales. Quería involucrarse en proyectos de beneficencia y trabajos de
caridad.
Tenían una sirvienta o, como es correcto decir, una empleada
doméstica, que los atendía con solicitud. Irupé trabajaba seis horas al día en
lugar de ocho, gracias a Patricio, que sabía que Irupé era una joven madre, con
niños que atender, y le redujo, sin bajarle el sueldo, sus horas de trabajo.
Tenía veintiocho años y, dada su condición, poseía una buena figura. No era
bonita o, en todo caso, no se arreglaba como las jóvenes que querían ser
bonitas, pero era atractiva y dulce. Tenía dos hijos: una adolescente de doce
años y un varón de nueve. Se había casado muy joven y vivía con su marido, que
era guardia de seguridad de un supermercado, en la Villa 31 de Retiro.
Un día, Verónica, que tenía bastante tiempo libre, le
preguntó sobre la situación de los niños en la Villa, si tenían escuelas y
había comedores para los más pobres. Irupé le dijo que sí, estaban bien
organizados, había varias escuelas y comedores, pero la ayuda nunca alcanzaba
porque la necesidad era grande. La invitó, si quería, a ir un día con ella.
Verónica no había estado jamás dentro de una villa miseria, como la mayoría de
los argentinos de clase media o alta, y sentía curiosidad. Aceptó. Fueron en su
coche, un BMW con vidrios polarizados. Las condujo Braulio, el chofer de
Patricio, que era además el guardaespaldas de la familia. Braulio era un
conocido karateca de Buenos Aires. Estacionó el auto a la entrada de la villa y
ella quedó en llamarlo si algo ocurría. Por supuesto que no hubo ningún
problema. Irupé llevó a Verónica a recorrer el barrio. Visitaron la capilla, el
comedor infantil, la escuelita, el dispensario médico. Verónica, muy
amablemente, saludaba a todos los que Irupé le presentaba. La trataron con
mucho respeto.
Verónica les cayó bien a todos. Era una chica bella y
carismática, y su interés en la gente era genuino. Se sintió un poco incómoda
por la suciedad de algunos callejones y el mal olor que salía de las aguas
servidas, pero lo soportó sin decir nada. Saludó al cura y a las madres del
comedor. Se había aclarado el color del pelo no hacía mucho, y su cabello rubio
atraía a los chicos, que la querían tocar. Además, tenía cara de muñeca. Se
había puesto un abrigo, para que su figura no llamara la atención. Un chico le
gritó “Evita” y los demás se rieron. Verónica los saludó, divertida por la
situación.
Cuando esa tarde regresó a su casa, Verónica se puso a
pensar en lo que había visto. La visita la había afectado profundamente. Una
cosa era escuchar hablar de la pobreza, y otra, muy distinta, era verle la
cara. Los rostros de los niños pobres la habían golpeado y, en medio de sus
privilegios, se sentía mal. Por la noche habló con su marido que, preocupado,
le preguntó por qué había ido allá. Le dijo que iba a hablar con Irupé, debería
haberlo consultado a él antes. Verónica se lo prohibió, le aseguró que Irupé
era una persona buena y compasiva y que ella no se había dado cuenta hasta ese
momento de lo mucho que valía. Patricio le preguntó si había conocido su casa.
Dijo que no y que más adelante lo haría.
Días después Irupé la invitó a tomar mate cocido con
facturas con sus hijos en su casa. Fueron a buscar a los chicos a la escuela de
la villa, un edificio de dos plantas que aún no había sido terminado de revocar
y pintar. Sus hijos eran lindos, de piel bastante oscura. Le dijo que su marido
era un hombre morocho, del Chaco. Su casa era en realidad una casilla. Ocupaba
la planta baja de un edificio de cinco casillas, construidas de manera
irregular una sobre otra. Se subía a los pisos de arriba por una escalera de
caracol de hierro externa, poco sólida. La casilla de Irupé constaba de un
cuarto bastante grande y baño. El baño no tenía puerta. Le había colocado una
cortina de tela. Al fondo había una pileta de lavar, una heladera vieja y una
mesada, sobre la cual había unas hornallas para cocinar, conectadas a un tubo
de plástico que salía al exterior, donde tenía una garrafa de gas. En la pared,
encima de la cocina, había un ventiluz que daba a la calle. La puerta de la
casilla era de metal. En esa época del año, comienzos del otoño, aún no hacía
frío, pero seguramente necesitaría una buena calefacción en el invierno.
Verónica comprendió que la familia entera vivía en ese cuarto, que le servía de
cocina, comedor y dormitorio. Habían colocado una cortina de tela que dividía
el espacio en dos, y detrás de la cortina estaban los lechos donde dormían
todos.
Se sentaron a la mesa. Irupé preparó mate cocido y Verónica
abrió un paquete gigante de exquisitas facturas, que había comprado en una
confitería de Puerto Madero y los niños devoraron con fruición. Irupé le dijo
que esa “casa” no era suya aún pero la estaban comprando. Pagaban una cantidad
de dinero todos los meses a un puntero político, que era el dueño de la
casilla. Dijo que estaban muy cómodos, todo les quedaba céntrico, la gente del
barrio los trataba bien. Hacía cinco años que vivían allí. Antes habían vivido
en una pensión en Constitución. Ahora estaban mucho mejor.
Verónica le dijo que le gustaría hacer trabajo voluntario en
la comunidad. Se ofreció a trabajar en el comedor para chicos los días
miércoles. Ese día no tenía ensayo de pasarela, ni sesiones de entrenamiento en
Christian Dior. Le agradeció a Irupé la invitación, se despidió de los chicos y
regresó a su departamento.
Al día siguiente Irupé habló con las madres que trabajaban
en el comedor y aceptaron encantadas. Verónica le avisó a su marido que iba a
ir a la villa miseria a hacer trabajo voluntario los días miércoles. Patricio
se alarmó bastante, pero al ver que su
voluntad era inquebrantable, le pidió que fuera con el chofer, y que
éste la esperara frente al comedor.
Braulio se metía en la villa con el BMW y lo estacionaba
frente al comedor. Los chicos salían a mirar el auto. Un día le preguntaron a
Braulio si estaba armado y éste les mostró la 9 mm que cargaba en la sobaquera.
Los niños la observaron con interés. Estaban acostumbrados a ver gente armada
en la villa. Las señoras del comedor trataban a Verónica con cariño y la
miraban con admiración. Sabían quién era. Pusieron en la pared del local una
tapa de revista en que aparecía ella con un vestido negro muy hermoso. Un día
fue al comedor con una falda muy cortita y acampanada, y un chico le dijo que
era el Hada Buena. Ella servía la comida y le encantaba ver las caras de
alegría de los pibes al ir a sentarse a la mesa con su plato de comida
caliente. La comida era bastante buena. El plato más típico era el guiso de
carne y papa. El comedor recibía donaciones de los supermercados de Retiro. El
puntero peronista del barrio había conseguido una asignación de dinero para el
comedor, con la que compraban bebidas gaseosas, que a los niños les encantaban,
y otras cosas. Ese dinero ayudaba a mantener todo funcionando normalmente.
Patricio sabía que su mujer era algo exótica, pero sus
visitas a la villa lo tenían preocupado. Un día le dijo que celebraba el amor
que sentía por los niños, y que esperaba alguna vez tener hijos con ella y
formar una familia. Les sería muy fácil criarlos, dada la posición económica
ventajosa que tenían. Ella lo miró algo incómoda y le respondió que no era el
momento. Amaba a los niños, pero estaba concentrada en su carrera y el día que
finalmente tuviera hijos quería estar en su casa para criarlos ella, y no que
los atendiera un ama. En unos años más posiblemente estaría preparada, pero en
esos momentos quería trabajar. Se proponía ser la modelo más importante de la
compañía. Quería conquistar las pasarelas de Europa. Pancho Dotto, que la
representaba, le había dicho que esa temporada tendría una serie de desfiles
muy importantes en París.
Verónica pasaba cada vez más tiempo fuera y, muchas veces,
cuando Patricio regresaba al departamento ella no estaba allí. Había ido a un
vernissage, o a una recepción, o a una clase de modelaje o de yoga, o estaba en
las sesiones de masaje o en el salón de belleza. Últimamente Patricio veía más
a Irupé que a su mujer. Patricio era dueño y jefe de su compañía y su horario
de trabajo era bastante irregular. Algunos días volvía al departamento por la
tarde temprano y otros tenía que estar en reuniones hasta la noche. El mundo de
las finanzas no tenía un horario fijo, mandaban los clientes y las situaciones.
Era un mundo lleno de conflictos y desafíos, que él amaba.
Patricio siempre había considerado a Irupé una persona
interesante. Lo atendía, le preparaba café. Le hablaba con amabilidad y
dulzura. Ocasionalmente él le preguntaba cosas sobre ella. Se empezó a
interesar en sus hijos, en su familia. Irupé le contó detalles de su infancia.
Su madre era paraguaya y su padre correntino. Se había criado en Isidro
Casanova, en el Gran Buenos Aires. Su mamá le hablaba en Guaraní cuando era
niña. Ella podía hablarlo, pero no se lo había enseñado a sus hijos. Patricio
le pidió que le enseñara algunas palabras de Guaraní. Le dijo que árbol se
decía “ibirá”, arena “ibicuy”, madre “sy”. Le llamó la atención que madre se
dijera “sy”, era casi como “sí” en castellano. Patricio le contó sobre su
madre. Le dijo que era una persona con mucha autoridad. El se había criado en
las Lomas de San Isidro. Casi no hablaba con ella. De niño estaba poco con él.
Lo habían cuidado dos amas, y tenía dos tutoras. Le habían enseñado el inglés,
la lengua de los negocios. Irupé lo escuchaba con interés y a todo le decía que
sí. Tenía unos ojos negros profundos y, cuando él la miraba, bajaba la vista,
avergonzada.
Le preparaba algunos platos populares que a él le gustaban:
pastel de choclo, tapa de asado con papas, empanadas. Un día le hizo un plato
del que no había oído hablar nunca. Dijo que se llamaba “falso conejo”, y no
tenía conejo. Era un guiso de carne y arroz con bastante picante. Muy rico. Era
un plato andino popular en la villa. Allá había muchas señoras de Perú y
Bolivia que cocinaban muy bien.
Patricio se empezó a sentir solo. Tenía mucha presión en su
trabajo. El mercado financiero era muy inestable. En Argentina nunca se sabía
bien lo que pasaba. El tenía inversiones en paraísos fiscales por las dudas. La
gente del gobierno quería controlar todo. Había días que estaba muy nervioso e
inseguro. Empezó a sentir que no le interesaba a su mujer. Estaba obsesionada
con la moda, con el cuerpo, con las apariencias, consigo misma. Todo giraba
alrededor de ella. El mundo terminaba en ella. Y ahora había descubierto el
dolor y la pobreza. Cada vez pasaba más tiempo en la Villa. Le encantaban los
chicos, pero no quería tener chicos, al menos con él. Pensó que quizá no lo
quería.
Un día, sin saber bien lo que hacía, abrazó a Irupé. Al
principio no la besó. Era su sirvienta. Simplemente la abrazó. Irupé no se
resistió. Le puso los brazos alrededor del cuerpo. Fue una escena tierna. La
miró y ella no le sacó la vista. Se sintió estúpido. Luego, casi cerrando los
ojos, la besó. Fue el beso más tierno que había dado en su vida. Pasaron al
dormitorio y la empezó a acariciar. La desvistió. Irupé lo dejó hacer, sin
moverse mucho. Sentía vergüenza. El la acarició lentamente. Fue como un juego.
No sabía bien por qué lo hacía. Le besó el vientre. Ella le apoyó una mano en la
cabeza y él sintió una paz enorme. Sintió su bondad. Era algo que no había
experimentado nunca: bondad. Vivía en un mundo de gente cruel y ambiciosa,
donde no existía la bondad. Ella se dejó penetrar, pero sin mostrar pasión. Era
casi como hacer el amor con una esposa de muchos años. Muy diferente a lo que
pasaba con Verónica en la cama, que se retorcía, gritaba y se desesperaba, o lo
fingía, como una puta. Aquí no había ninguna “performance”, era una situación
humana. Tan humana que se sintió desarmado. A ella, cuando se vino, se le
humedecieron los ojos. Le había pasado algo muy lindo. El se sintió incómodo,
ridículo. Pero ya estaba hecho. Se levantó, se vistió y siguió hablando con
Irupé como si esa hubiera sido una situación normal, cotidiana.
Esa noche Verónica le dijo que quería empezar una escuela de
modelos en la Villa. Había chicas interesantísimas, muy sexis. Le preguntó si
quería invertir en el proyecto, eran mujeres distintas. Así podrían ayudar a la
gente. El le dijo que estaba bien, que hiciera lo que quisiera.
La situación con Irupé se repitió varias veces. Ella llegaba
por la mañana y hacía las cosas de la casa. El trataba de volver de la oficina
a las dos de la tarde. Verónica a esa hora nunca estaba. Irupé le daba de comer
algo ligero, tomaban juntos un vaso de vino y después hacían el amor. Era casi
como en un matrimonio. Todo muy tranquilo, sin sobresaltos. Ella le preguntaba
por su día de trabajo. El le contaba y eso lo hacía sentir bien, era mejor que
ir al psicólogo.
La relación sexual con Irupé empezó a ir cada vez mejor. El
se venía varias veces y ella también. Después del acto se sentía incómodo. Se
preguntó cómo iba a salir de esa situación. Un día le preguntó que qué sentía
por él, si lo quería. Irupé bajó la vista y evitó contestar. Le dijo si lo
dejaría a su marido por él. Ella le respondió que no. Le preguntó por qué. Le
dijo que era su marido, que no lo podía dejar.
A pesar que ella no aceptaba que él le regalara dinero, le
dobló el salario. Ella se lo agradeció. Patricio se empezó a sentir celoso. Esa
mujer tan simple sabía tan bien lo que quería. Sabía lo que valían las cosas,
entendía el lenguaje del amor y de los sentimientos mejor que él. Se sintió
pobre. Empezó a sentir curiosidad por Irupé, quería saber más de su vida. Lo convenció
a Braulio, su chofer, que lo llevara a la Villa 31 para ver donde vivía. Se
vistieron con ropa vieja para pasar por villeros. Dejaron el auto en un
estacionamiento en Retiro y se metieron a pie. Braulio, precavido, cargó su 9
mm, por cualquier cosa. Lo guió hasta cerca de la casilla de Irupé. Eran las
siete y media de la tarde. Le dijo que el marido volvía a esa hora del trabajo.
Dentro de la casilla había luz. A media cuadra había un quiosco en el que
vendían comidas. Se sentaron y pidieron dos cervezas. El quiosquero les ofreció
salchipapas. Aceptaron, estaban sabrosas. Finalmente pasó un hombre bastante
corpulento cerca de ellos. Era moreno, de pelo renegrido. Braulio le dijo que
ése era el marido de Irupé. Entró en la casilla. Pagaron y se acercaron. A
través del ventiluz Patricio pudo ver dentro. Se habían sentado a la mesa.
Irupé estaba sirviendo fideos de una fuente. Los chicos se reían. Los vio
felices. Se fueron. Regresaron a Retiro y se subieron al BMW.
Esa noche Patricio hizo el amor con su mujer. Le insistió
otra vez que debían tener un hijo juntos. Verónica estaba fastidiada. Le dijo
que era un egoísta, que no pensaba en su carrera. Su durmieron. Patricio soñó
con Irupé. La vio en un paisaje lacustre, de esteros. Estaba desnuda y lo llamaba
desde una especie de isla. Había flores blancas que flotaban en el agua y
muchos pájaros que volaban alrededor. Irupé tomó una flor blanca y se la puso
en la negra cabellera. Le sonreía y lo llamaba. La veía hermosa. Patricio se
despertó sobresaltado. Estaba angustiado. Se dio cuenta que se había enamorado.
La relación con Verónica empezó a ir cada vez peor. Evitaban
verse y hablarse. Hacían el amor con muy poca pasión. Patricio se llevaba mejor
con Irupé. Volvía contento a su casa a las dos de la tarde para verla. Apenas
llegaba se besaban tiernamente, como viejos amantes. Sentía que no podía
mantener esa relación oculta mucho más tiempo. Se sentía ridículo, sabía que
todos se burlarían de él. Le pidió a Irupé que se divorciara de su marido y se
fuera a vivir con él, él le educaría a sus hijos, la iba a cuidar. Irupé, sin
dudarlo, le dijo que no podía. Ella estaba casada, bien o mal ésa era su vida.
Le dijo que si la quería tanto se fuera a vivir a la villa, para estar más
cerca de ella. El le sonrió y le hizo un chiste.
Verónica lo veía indiferente y agresivo, y le preguntó qué
era lo que le pasaba. Le pidió que le dijera si ya no la quería. Le respondió
que no era eso, pero que a veces sentía que ese matrimonio era incompleto, le
faltaban cosas. “¿Qué?”, le preguntó su mujer. “Hijos”, le respondió Patricio.
“Yo no quiero ser madre por ahora”, le dijo Verónica. Patricio la miró con
rabia y la acusó de narcisista y ella, por primera vez en su vida, lo abofeteó.
Por varios días no se hablaron. Al tiempo notó que ella regresaba más tarde por
las noches. Verónica se estaba desenganchando de la relación. Un día la
descubrió muy acurrucadita en un café con un economista que trabajaba en el
Ministerio, y que era reconocido por su trayectoria dentro de la política.
Militaba en el PRO y tenía buenas posibilidades de ser candidato a diputado por
la capital en las próximas elecciones. Vivía en Puerto Madero, no muy lejos de
donde vivían ellos. Finalmente Patricio le propuso que se separaran
temporalmente, o de lo contrario el matrimonio acabaría por arruinarse del
todo. Les hacía falta pensar las cosas. Alquiló un departamento en una torre de
Puerto Madero y le preguntó si quería irse ella a vivir allí por un tiempo o se
iba él. Ella prefirió irse y cambiar de sitio.
Patricio continuó con su trabajo y sus actividades. Ahora
vivía solo en su departamento de Puerto Madero. Todos los días venía Irupé a
atenderlo y hacían el amor. Se sentía cómodo. Empezó a leer otra vez. Hacía
tiempo que no leía novelas. Comenzó 2666
de Bolaño, se la habían recomendado. El libro le fascinó. Poco después Verónica
le pidió que le aumentara la cantidad de dinero que le pasaba mensualmente, lo
que le daba no le alcanzaba. Tenía que mantener su estilo de vida y necesitaba
más dinero. Se dio cuenta que lo estaba chantajeando. Seguro que era el
economista que la asesoraba. No le importó. Estaba enamorado de Irupé y se
sentía feliz.
Pasaron una temporada excelente. Irupé y él almorzaban todos
los días juntos y hacían el amor. Por las noches ella regresaba a su casa en la
villa, a atender a su familia. Finalmente, comprendió que se tendría que
divorciar de Verónica y que el divorcio le iba a costar caro. Verónica era
ambiciosa. Se lo planteó y ella le dijo que por culpa de él su carrera de
modelo no había progresado como ella esperaba y que la tendría que compensar. El
lo aceptó, no tenía otra salida, lo que pasaba era su culpa. Por suerte tenía
suficiente dinero. Se había casado con la mujer equivocada, perdería parte de
la fortuna de su familia. Iniciaron los trámites de divorcio.
Ya no aguantaba vivir en Puerto Madero. Su sensibilidad
había cambiado. Sintió que era un barrio de gente frívola, oportunista.
Políticos corruptos, vedettes a la caza de empresarios, banqueros enriquecidos
con el erario público, jefes de empresas multinacionales, botineras en busca de
fortuna, estrellas del deporte que ganaban millones. Le dijo a Verónica que se
quedara con el departamento de Puerto Madero como parte del juicio de divorcio.
Compró un caserón antiguo en Palermo Hollywood y lo hizo refaccionar. Creyó que
en ese barrio bohemio iba a sentirse bien y no se equivocó. La gente allí era
más sensible al arte. Ahí vivía la clase media, los descendientes de los
españoles e italianos que hicieron de Argentina un país progresista, los hijos
de los judíos que ejercían sus profesiones y su comercio. Le encantaba salir a
caminar por el barrio y comer afuera. Iba seguido a la Plaza Cortázar. Irupé
seguía visitándolo. Lo cuidaba, le cocinaba. El le dijo que era su amante oficial.
Le dejó elegir los muebles nuevos. Ella estaba contenta, la casa le encantaba.
El le aumentó su salario, ya ganaba casi casi como una gerente. Ella le dijo
que era demasiado. El le respondió que tenía que justificar las horas de
ausencia de su casa.
El divorcio con Verónica concluyó. Le tendría que pasar una
suma mensual elevada como derecho de alimentación, cederle el departamento y
darle un porcentaje de las acciones de su empresa. Irupé se volvió una amante
mucho más apasionada. Sabía que él estaba solo y eso la estimulaba. De su
esposo hablaba poco. Le dijo que iba una vecina a su casa por las tardes para
ayudar a los chicos con las tareas de la escuela. Ella le pagaba, sentía que
tenía a sus hijos un poco abandonados. Un día le dijo que estaba embarazada y
el hijo era de él. Patricio se sintió feliz. Le pidió que se separara y se
viniera a vivir a su casa. Ella le explicó que no le podía hacer eso a su
marido. El ya sabía que estaba embarazada y creía que era su hijo.
A medida que progresaba el embarazo Irupé iba cada vez menos
a trabajar. Finalmente le dijo que la relación no podía seguir. No iba a venir
más a verlo. Quería regresar con su marido y sus hijos, sentía que era lo
correcto para ella. Lo dejó.
Patricio se sintió mal, estaba confundido. Un amigo le
recomendó visitar a un psicólogo que vivía en Villa Freud. Se refugió en el
trabajo. Su psicólogo le dijo que había estado casado con la mujer equivocada.
Era un hombre muy dependiente, tenía carencias afectivas que arrastraba desde
la infancia, le había hecho mucho daño la relación fría y distante que mantenía
con su madre. Necesitaba una relación íntima con una mujer que lo quisiera
tiernamente, que fuera maternal, que deseara tener una familia con él.
En la oficina empezó a fijarse en una secretaria, algo
gordita pero de un rostro muy bello. Hacía un tiempo que trabajaba en la
empresa. La invitó a salir. Cenaron. Descubrieron que tenían mucho en común.
Era estudiante de Letras y quería ser escritora. Le encantaban los niños y
soñaba con tener una familia y, sobre todo, ser feliz. Se pusieron de novio y
la relación fue muy bien. El ya no quería esperar, estaba cansado de vivir
solo. Le propuso casamiento. Hicieron una ceremonia bastante íntima, con los
familiares y amigos más cercanos. Al tiempo, Victoria, su esposa, quedó
embarazada. Nació una nena muy bella, le pusieron de nombre Silvina.
Un día, cuando iba a su trabajo a Puerto Madero, vio por la
calle a Irupé. Llevaba un bebé en brazos, su nuevo bebé. La saludó. El niño
tenía la cara de él. Le había puesto de nombre Patricio. La invitó a tomar
algo. Estaba embelesado con el niño. Le pidió por favor que fuera a visitarlo,
quería verla con frecuencia y estar con su hijo. Ella aceptó trabajar como
empleada doméstica en su casa dos días por semana. Iba con el bebé. Cuando su
mujer estaba trabajando en la oficina, hacían el amor. Victoria dejaba a
Silvina con su mamá.
Una tarde, después del trabajo, estaban Patricio y su esposa
en familia, disfrutando y jugando con la beba, cuando oyeron el timbre. El fue
a abrir la puerta y se encontró con Verónica. Venía a visitarlos con su nuevo
marido. Los hizo pasar. Ella se disculpó por todos los malos momentos que
habían pasado durante el divorcio. Se daba cuenta que ellos no eran personas
compatibles, pero reconocía que él era un hombre bueno. Su marido, Ricardo
Salvatierra, había dejado el Ministerio de Economía y estaba enteramente
dedicado a la política. Se había ido del PRO, etapa suya que consideraba un
error. Lo habían mal aconsejado algunos familiares suyos reaccionarios. Se
había pasado al Peronismo. Ella militaba con él. Ricardo era candidato a
diputado en las próximas elecciones. Verónica continuaba trabajando en la Villa
31, con la academia de modelos. La Academia había sido declarada por el gobierno
de “interés cultural”. Ella había salido elegida la “modelo del año” del
Peronismo y la habían felicitado por su defensa de los pobres. Habían adoptado
una parejita de niños recién nacidos de la villa. Eran dos chicos morenitos, de
raza indígena. Ella les dijo que estaba ayudando a su marido en la campaña y
los invitó a que los apoyaran. Los felicitó por la niña preciosa que tenían.
En ese momento llegó Irupé, que había quedado en venir para
servirles la cena. Los invitaron a comer. Irupé los atendió. Mientras servía la
cena, ella y Patricio se miraban con ternura. Verónica le preguntó cuál era la
lección más importante que había aprendido durante el tiempo que habían vivido
juntos, y Patricio le respondió que se había dado cuenta que el dinero no era lo
más importante en la vida.
La filosofía en el tocador
Ana María Robles estaba casada con
Juan Carlos Salvatierra. Tenía veintiocho años. Vivían en Barrio Norte, en
Arenales y Talcahuano. Juan Carlos era mayor que ella. Decía que tenía
cincuenta y cinco años, pero Ana María sospechaba que había alterado el
documento. Se acercaba más bien a los sesenta. Era un hombre rico y le gustaban
las mujeres jóvenes. Se vestía muy bien e iba día por medio al gimnasio. Tenía
un estado físico aceptable y era simpático. Había hecho su fortuna en la
industria inmobiliaria. Las malas lenguas decían que, durante la dictadura,
había ayudado a los militares a introducir en el mercado las propiedades que
les robaban a sus víctimas.
En Barrio Norte hablaban de Juan Carlos. Allí había grandes
fortunas. Estancieros e industriales. Juan Carlos no podía dar cuenta del
origen de su riqueza. Sabían que de joven había sido pobre. Venía de Rosario, y
su padre había sido obrero del frigorífico Swift. Había cursado unos años de
abogacía, pero nunca terminó la carrera. Lo que había aprendido, sin embargo,
lo había utilizado muy bien. Era un hombre inteligente, y un buen lector. Tenía
en su departamento una sala dedicada a biblioteca, con varios cientos de
libros. No los coleccionaba, decía, los compraba de a uno y los leía. Lo
consideraban un hombre decadente. Le adjudicaban relaciones perversas de todo
tipo. Nadie lo conocía bien.
Juan Carlos era un hombre complejo.
Se había casado dos veces y no había tenido hijos. Su nuevo matrimonio era una
liberación para él, estaba profundamente enamorado. Ana María no era una joven
inocente. Como Juan Carlos, era de origen pobre. Se había criado en el oeste
del Gran Buenos Aires, en Morón. Su padre tenía una carpintería. Ella no había
querido estudiar. Era una mujer hermosa y sensual. Para el sexo era una diosa.
Su inteligencia se despertaba en la cama. Era incansable e insaciable. Ella y
Juan Carlos se pasaban la noche despiertos, haciendo el amor y charlando. Tenía
un gran sentido del humor. Les gustaba mirar juntos películas extranjeras. Juan
Carlos sabía mucho de cine, y se había propuesto educar a su mujer. Cuando
terminaba la película Ana María se le montaba encima y lo llevaba al éxtasis.
El estaba en la gloria, y sentía terror de que esa felicidad pudiera terminar
alguna vez.
Ella despertaba el deseo de los
hombres y había tenido muchos amantes. Las miradas la seguían a todos lados. A
Juan Carlos lo envidiaban profundamente. Como todos imaginaban, ella se había
casado con él por dinero y a su modo era feliz. Se sentía bien con Juan Carlos.
Siempre observaba lo que pasaba alrededor suyo. Le encantaban las aventuras
sexuales. Tenía una amiga íntima y confidente, Marita Roselló, y salía con ella
a tomar tragos a las barras de Barrio Norte. Marita era amante de un joven
físico culturista, vecino suyo, que vivía con una mujer empresaria, mayor que
él. En Barrio Norte había muchas relaciones como ésa. Por dinero. El joven
estaba bien dotado. Marita le describía los detalles de sus relaciones
sexuales.
Ana María le hablaba de ella y de su esposo. Su vida sexual
con él no era mala. Juan Carlos era un hombre apasionado.
Por sobre todo admiraba su cultura. Le gustaba escucharlo hablar de libros y de
viajes. Sabía de todo. No le contaba mucho sobre sus negocios. Creía que estaba
un poco aburrido de ese mundo. Derivaba todo lo que podía en sus subordinados. Concretaba
sus operaciones por teléfono, o en cenas y charlas de café. Seguía sus negocios
en su computadora. Los contactos eran todo, y Juan Carlos era un sicólogo
natural y un hombre vivísimo. Cuando los otros iban, él ya estaba de vuelta.
Ana María le confiaba a su amiga sus
aventuras extramatrimoniales. En el barrio había dos muchachos con los que se
veía regularmente. Eran chicos ricos. Uno tenía caballos y jugaba al polo. Le
gustaban los dos y una vez los juntó. Se pasaron la tarde haciendo el amor. Marita
le preguntó si su esposo no sabía nada. Ella le dijo que creía que sospechaba,
pero que se hacía el que no sabía. Era un hombre de mundo. Era viejo y sabía
que no la podía tener para él solo. No era atractivo. Era apenas más alto que
ella, y no estaba bien dotado. A ella le gustaban los hombres jóvenes, fuertes
y de miembro generoso.
Era cierto. Juan Carlos no sólo
sospechaba que su mujer tenía relaciones con otros hombres, sino que lo sabía.
Comprendía que era demasiado joven para él. Podría ser su hija. Sus conocidos
le decían que la veían acompañada en los pubs de la zona. Le daban a entender
que estaba levantando tipos. El tenía un horario muy irregular. Muchas veces se
quedaba en la oficina leyendo. Le gustaba leer de todo. Leía a los filósofos franceses,
a los novelistas norteamericanos, a los poetas hispanoamericanos. Sabía mucho
de literatura argentina. Conocía bien la obra de Borges, de Sábato, de
Cortázar, de Saer. Le gustaban Aira y Pauls. Admiraba la obra periodística de
Walsh. También leía historia, y creía que José Luis Romero era el historiador
argentino que mejor escribía. La literatura francesa era su preferida y sus dos
autores favoritos eran Voltaire y el Marqués de Sade. Le gustaban los cuentos
de Voltaire y sus ensayos filosóficos. Admiraba a todos los pensadores de la
Ilustración. Decía que eran los padres de la modernidad: Voltaire, Diderot,
Montesquieu, de Tocqueville. Rousseau le interesaba menos. No le gustaba la
gente que tenía una imagen exagerada de sí (hacía excepción con Sarmiento,
porque su prosa le parecía excelente y su inteligencia excedía las expectativas
de cualquier lector). En cuanto al Marqués de Sade, lo consideraba un santo de
la libertad. Había leído su biografía. El Marqués había sufrido horrores. Había
pasado 30 años preso. La mayor parte de sus libros los había escrito en la
cárcel. Su obra era la apoteosis de la perversidad sexual. Había sido escrita
por un moralista que repudiaba los prejuicios de su tiempo. La sociedad había
alejado al hombre de sí mismo. El Marqués era un gran egoísta, pero con razón.
Enseñaba a descender a la abyección, como camino a la liberación. La moral
hipócrita era una camisa de fuerza. La sociedad creaba siempre nuevas
restricciones, buscaba hacer la vida completamente predecible. Por eso se
morían todos de hastío y aburrimiento. Necesitaban el sexo y la venganza. El
libertinaje. Ser libres contra los otros.
Le daba placer leer al Marqués. Sus
historias eran de una pornografía perfecta. Su obra favorita era La filosofía en el tocador, que
combinaba la filosofía con las relaciones perversas. Se pasaba horas en su
oficina leyendo y meditando en su obra. Pensaba en su situación con su mujer y
se decía que tenía que dejar que fuera libre. Era celoso, pero sabía que si la
vigilaba la perdería. Estaba profundamente enamorado de ella. Estaba
obsesionado con su mujer. Y Ana María para él era sobre todo su sexo. No era
una persona que tuviera otros dones. Pero para él esa sexualidad era perfecta,
el centro del mundo.
Había días que ella no regresaba al
departamento. Le hablaba y le decía que se iba a la casa de la madre en Morón.
Regresaba al otro día muy contenta. Una vez faltó dos días. El le habló, pero
su celular estaba apagado. No se animó a preguntarle a la madre. Sabía lo que
significaba. Si le hacía un escándalo podía abandonarlo. Era lo que pagaba por
tener el mejor sexo de Buenos Aires. ¿Cuántos hombres de su edad podían decir
lo mismo? Cuando ella regresaba venía excitada. Se acostaban y ella era
imparable. Lo dejaba exhausto.
Después de un tiempo pensó que era
mejor hablar libremente de la situación. Pero tenía miedo de hacerlo. Podía
tomarlo como que no le importaba. Buscó una solución alternativa. Sabía que a
ella le gustaban los tipos altos y buenos mozos. Una solución era contratar a
un chofer lindo y atlético. Seguro que ella iba a entenderse con él. A Ana
María le gustaba meterle los cuernos. Se sentía superior. De esa manera
evitaría que ella saliera afuera de levante, a los bares, corriendo riesgos. La
calle estaba llena de gente violenta. A él le daba miedo que un día le hablara
la policía y le dijera que le había pasado algo malo. Si se arreglaba con el
chofer estaría segura. El chofer era su empleado. Tendría que cuidarse de él.
Quedaría todo en casa.
Juan Carlos empezó a fijarse en los
tipos del gimnasio, a ver si alguno podía servirle. Iban muchos patovicas. A él
le parecía que tenían una musculatura excesiva. No sabía si a su mujer podía
gustarle alguien así. Era muy artificial. En el vestuario los hombres se
cambiaban después de su sesión de gimnasia. Se fijó en un muchacho alto,
moreno, de mirada plácida. Vio que tenía un miembro grande. Lo observó bien y
le pareció que era el tipo de hombre que podía gustarle a Ana María. Se acercó
a él y le sacó conversación. Le preguntó qué hacía. Le respondió que vendía
zapatos. Estaba semiempleado. Había trabajado en una compañía de seguros, pero
tuvo problemas, y lo echaron. Le preguntó si sabía manejar. El otro le
respondió que sí. Le dijo que tenía un trabajo que ofrecerle. Necesitaba un
chofer, y el trabajo requería una persona que tuviera ciertas condiciones
físicas. El chofer tenía que encargarse también de la protección personal y la
seguridad. El otro le dijo que él podía hacerlo, sabía karate. Juan Carlos le
ofreció de sueldo una cantidad generosa, como para que el otro aceptara. Le
dijo que más que su seguridad le preocupaba la de su esposa. No tenían hijos,
pero ella era joven y hermosa, y había gente que lo odiaba y le gustaría
hacerle daño a su mujer. Así quedaron. Al otro día Juan Carlos lo recibió en su
departamento y le mostró la cochera. Tenía varios autos. Adrián, el chofer y
guardaespaldas, manejaría el BMW, el auto preferido de su esposa. Luego llamó a
su contador y le dijo que pusiera a su nuevo chofer en la lista de sueldos, y
que si necesitaba un adelanto de dinero se lo facilitara, era hombre de su
confianza.
Adrián cumplió bien con su trabajo.
Era un joven tranquilo. Su personalidad se parecía bastante a la de Ana María.
La conducía adonde ella le pedía. Iban al country del Jockey Club, a trotar a
Palermo, a los shoppings y a visitar a su amiga Marita, que se había mudado a
un barrio cerrado en San Isidro, donde vivía con un banquero. También la
llevaba a Morón a visitar a su mamá, que nunca había querido dejar el barrio.
La relación entre Adrián y Ana María progresó rápidamente.
Pasaron de la simpatía a los roces y fueron a un hotel. Adrián era apasionado
como ella. Mantenían relaciones sexuales juguetonas y barrocas. El hacía todo
lo que a ella le gustaba. Besaba muy bien. Le encantaba acariciarla. Adoptaba
en la cama distintas posiciones. Le gustaba el sexo vaginal y anal. Le lamía
con fruición la vagina y ella le devolvía el goce succionando su miembro. Ella
tenía múltiples orgasmos con él. Se pasaban horas en la cama. Les encantaba
verse reflejados en los espejos de las paredes del cuarto mientras hacían el
amor. Cuando se sentían algo cansados se ponían a ver una película porno que
muy pronto volvía a excitarlos. Después de esas tardes ella sentía que estaba
en la gloria, renovada. Elegían distintos hoteles alojamiento según el tipo de
decoración de los cuartos. Iban casi diariamente.
Ella estaba feliz. Le brillaban los
ojos y su piel se veía tersa. Juan Carlos lo notó al volver de la oficina. Su
mujer estaba en pleno affaire con Adrián. Cuando regresaba al departamento
después de estar con él, lo abrazaba y le acariciaba el cabello. Tenía los
senos duros. No le daba tiempo de terminar de cenar. Lo besaba, ponía su mano
sobre el pantalón e iban juntos al dormitorio. Ella se entregaba a los
orgasmos. La tarde pasada con Adrián le aumentaba el deseo. Juan Carlos estaba
contento. Ella era así y por eso la amaba.
Cuando Adrián venía al departamento
para dejar o buscar a Ana María, Juan Carlos se sentía incómodo. Ese hombre
había estado haciendo el amor con su mujer o planeaba pasar el día con ella en
un hotel. Era difícil no sentir celos. El era un hombre rico, admirado, pero no
podía ser joven y atractivo como Adrián. Había fomentado la relación y ahora pagaba
el precio. Lo hacía por su mujer. La situación era cruel para él. Sufría.
Con el paso de los días, sus
sentimientos fueron cambiando. La
envidia se transformó en curiosidad. Pensaba cómo sería Adrián con su mujer en
la cama. Miraba el cuerpo del joven y reconocía que era hermoso. Sintió deseos
de verlo hacer el amor con su mujer.
Le habló a Ana María y le dijo que
lo sabía todo. En un principio ella lo negó, pero después lo aceptó. El le dijo
que la comprendía. El era un hombre mayor, y ella era una mujer muy intensa.
Quizá fuera lo mejor. Al otro día, cuando llegó el chofer, Juan Carlos lo hizo
entrar a la sala. Le dijo que ya sabía lo que pasaba entre él y su mujer.
Adrián no se animaba a mirarlo a la cara. Juan Carlos le puso la mano en el
hombro, mostrando comprensión. “Lo que uno hace por deseo y por amor, está
bien” – dijo – “La naturaleza nos hace sentir atracción hacia los otros, es
humano”. Era una frase rimbombante e intelectual, pero el muchacho lo miró
agradecido. Juan Carlos dijo que ellos tres eran amigos, tenían buenos
sentimientos, y que si su mujer estaba bien y él también, él no tenía nada que
objetar. En ese momento Adrián lo miró, incómodo. El joven se sentía culpable.
Juan Carlos se fue a leer a su escritorio y Ana María y Adrián salieron.
Al día siguiente Juan Carlos le dijo
a su mujer que el momento más difícil ya había pasado. Los tres eran amigos, y
ellos no tenían necesidad de ocultarse. Lo mejor sería que un día estuvieran
los tres juntos. Le confesó que le gustaría estar presente cuando ellos dos
hicieran el amor. Se pusieron de acuerdo y una tarde se reunieron los tres en
el departamento y fueron al dormitorio. Ana María y Adrián se desnudaron y
comenzaron a besarse y acariciarse. Juan Carlos se quedó de pie a un costado y
observaba con interés, excitado. Al principio ella fue poco expresiva, pero
luego mostró su erotismo. Adrián se comportó con naturalidad, como un hombre
experimentado. Juan Carlos se empezó a quitar la ropa. Se acercó a la cama y
los acarició a los dos. Besó a su mujer y luego le acarició la mejilla a
Adrián. Ana María y Adrián se abrazaron e hicieron el amor. Llegaron al orgasmo
y se tendieron en la cama a descansar.
Al otro día se repitió la escena.
Adrián llegó por la tarde al departamento. Juan Carlos estaba en su escritorio.
Lo recibió Ana María. Conversaron, tomaron una copa. Luego fueron al
dormitorio. Juan Carlos entró al rato. Esta vez se animó a participar. Le besó
el sexo a su mujer con pasión. Luego le acarició el miembro a él y lo guió
hacia la vagina. Después que la penetró lo separó. Ellos le dejaron hacer.
Introdujo otra vez la lengua en la vagina de su mujer. Le frotó el miembro a
Adrián y se lo apoyó contra sus propias nalgas. Sintió que Adrián estaba muy
excitado y jugaba con su ano. Su mujer no dijo nada. Adrián estaba tratando de
penetrarlo. Le dolía. El otro se puso vaselina y logró introducirle el miembro.
Le dolía mucho. No había tenido gran experiencia con hombres. Sintió placer.
Pensó en el Marqués de Sade. Su mujer empezó a excitarse más y más ante la
situación. El continuó introduciendo su lengua en la vagina. Finalmente se
vinieron los tres al mismo tiempo. En reconocimiento se tocaron las manos. Se
separaron y empezaron a sonreír. Luego rieron abiertamente. Habían logrado algo
que no esperaban. Se sintieron liberados. Juan Carlos les dijo que quería que
fueran amigos. La relación que tenían era demasiado práctica. El buscaba otra
cosa. No sabía qué. Les ofrecía su amistad.
Empezaron a salir de paseo los tres
juntos. Iban a los restaurantes, al teatro, a los conciertos. Juan Carlos dejó
de ir al trabajo por varios días. Una tarde se apareció en la oficina con Ana
María y Adrián. Sus empleados notaron que estaba pasando algo raro y se
intercambiaron miradas burlonas. Juan Carlos se dio cuenta y no le importó. Lo
tenía sin cuidado lo que pensaran de él. Se sentía libre. Estaba empezando a
entender a Sade, cuando hablaba de libertinaje.
Juan Carlos conversó con su mujer y
Adrián. Les confesó que los quería mucho, eran especiales. Sabía que era un
hombre mayor, tenía cincuenta y cinco años y ellos aún no habían llegado a los
treinta. Estaba pensando en el futuro de ellos. Quería que vivieran bien, aún
cuando él ya no estuviera. Le pidieron que no hablara así, él tenía muchos años
por delante. Juan Carlos les dijo que convenía prever. El dinero no era todo,
pero sin él uno estaba a merced de los demás.
Ana María se sintió muy incómoda con
el diálogo. Ella era la esposa, no sabía por qué lo incluía también a Adrián en
ese tipo de conversaciones. Pensó que la relación entre Adrián y Juan Carlos
estaba creciendo. No fuera que Adrián tratara de convencerlo de que le dejara
parte de su fortuna. No le gustaba que se acostaran y Adrián sodomizara a Juan
Carlos. Ella era posesiva y era normal que sintiera celos, Juan Carlos era su
marido. Había hecho mucho por ella, y le estaba agradecida. No quería que nadie
lo usara o se aprovechara de él. Hubiera preferido que todo lo que pasó hubiera
ocurrido en secreto. Le gustaba engañar a los hombres, acostarse con varios,
sin que los otros lo supieran. En la situación presente sentía que había
perdido control de la situación y que era su marido el que manejaba todo.
Juan Carlos los invitó a tomarse una
semana de vacaciones juntos e ir todos al casino de Mar del Plata. A ella no le
gustaba el juego, pero dijo que los acompañaría. Se quedaron en el hotel del
casino. No era temporada alta. La mayoría de los que se hospedaban en el hotel
eran los jugadores regulares, clientes del casino, que amaban con pasión el
juego y gastaban su dinero sin culpa. En su mayoría eran hombres. Se pasaban el
día en el casino. A Juan Carlos y Adrián les gustaba el punto y banca, el póker
y la ruleta. Ana María se ponía vestidos largos muy hermosos y joyas caras y se
quedaba sentada en la sala del casino mientras jugaban. Estaba soberbia. Todos
la admiraban. Les dijo a Juan Carlos y a Adrián que se aburría. Iba a ir a tomar algo al bar del hotel y a caminar un rato por la ciudad. Les pidió
que no se preocuparan y que siguieran jugando. Juan Carlos se disculpó: estaban
tan concentrados en el juego que no podían parar. Iban perdiendo, por supuesto,
pero no les importaba.
Ella fue al bar del hotel y pidió un trago. La gente del bar
le resultaba interesante. Los observó con atención. Había pocos jóvenes. El
promedio andaba por los cuarenta años. Varios eran más viejos. Estaban bien
vestidos y se notaba que tenían dinero. Se veían pocas parejas. Dos mujeres
jóvenes, muy llamativas, se sentaron en la barra del bar. A las once de la noche
un hombre como de cuarenta años se acercó a hablar con ella. La invitó a un
trago, conversaron y rieron. Ella lo encontró atractivo. Sus pocas arrugas le
parecían eróticas. El hombre le dijo que era deportista y le gustaba navegar.
La miró con sensualidad y puso la mano sobre su falda. La invitó a su
habitación y ella aceptó. Hicieron el amor con pasión, el hombre le encantaba.
Pasó el tiempo sin que se diera cuenta. Ella se entregó a sus orgasmos. De
pronto miró la hora: eran las tres de la mañana. Pensó que su marido habría
regresado a la habitación y se asustaría si no la veía. Le dijo al hombre que
se tenía que ir. Se empezó a vestir. El otro se levantó y ella vio que ponía
algo en su cartera. Le dio un beso de despedida y salió. Fue a su cuarto. Entró
y estaba vacío. Su marido y Adrián aún estaban jugando. Revisó su cartera y
encontró una suma generosa de dinero que había dejado el hombre con quien se
acostó. Comprendió que había pensado que era una prostituta o una “acompañante”
VIP. La situación le divirtió. Guardó el dinero. Se lo había ganado con su
trabajo, se dijo. Se rio.
Al otro día salieron los tres a
caminar por la playa. Decidieron almorzar en el puerto. Comieron mariscos y
bebieron un vino excelente. Después de comer regresaron al hotel. Juan Carlos y
Adrián se fueron al casino. Ella se quedó en la habitación. Sabía lo que quería
hacer. Se puso un vestido rojo ajustado. Estaba hermosa. Bajó al bar. Pronto se
le acercó un hombre. Le dijo que le gustaría subir con ella a su cuarto. Le
respondió que cobraba. El otro aceptó. Hicieron el amor por dos horas. El
hombre le pagó lo que habían convenido y regresó a su habitación. Guardó el
dinero, se bañó y se cambió la ropa. Se puso un vestido negro muy escotado.
Regresó al bar. Al rato subió con otro hombre. Este quedó muy conforme con su
“servicio” y le pagó más de lo que le había pedido. Era una mujer bellísima, le
dijo. Ana María se sintió halagada y feliz. Volvió a su cuarto a guardar el
dinero y bañarse. Al rato bajó otra vez al bar. Consiguió un tercer cliente.
Este era más joven y fuerte, tenía un gran miembro y deseaba sodomizarla. Ella
no quiso, pero él dobló la cantidad de dinero y ella aceptó. Después de esto
decidió irse a dormir, estaba agotada. La experiencia le había gustado, se sintió
feliz. Juan Carlos y Adrián aún no regresaban. Guardó bien todo el dinero y se
acostó.
Al día siguiente se despertaron
todos pasado el mediodía. Adrián se acercó a su cama y empezó a besarla. Se le
subió encima y le hizo el amor. Su marido, en la cama de al lado, miraba.
Cuando terminó Adrián, vino su marido. Ella se sentía un poco cansada por la
rutina del día anterior, pero no dijo nada, se dejó hacer y fingió que gozaba.
No quería que ellos se dieran cuenta.
Fueron a pasear por la ciudad,
comieron y volvieron al hotel. Adrián y Juan Carlos estaban obsesionados con el
juego. Fueron al casino. Ella bajó al bar. Vio a un grupo de tres hombres de
negocios cuarentones que la miraban. Estaba hermosa. Se acercaron y se sentaron
a conversar con ella. Le propusieron subir todos juntos a un cuarto. Lo
hicieron. Una vez allí le dijeron que querían estar los tres con ella. Se
pusieron de acuerdo en el precio. Se quitaron la ropa. Bebieron champagne y
bailaron. Los tres le hicieron el amor, primero cada uno respetando su turno y
luego todos juntos. Ella se sentía la mujer más querida del mundo. Por la
noche, cansada, regresó a su cuarto para dormir. Abrió la puerta y escuchó
ruidos. Encendió la luz y vio a Juan Carlos y Adrián en la cama. Estaban
desnudos haciendo el amor. Adrián estaba encima de su marido. Ella reaccionó
con disgusto. No le habían dicho que ellos hacían el amor a solas. Se sintió
desplazada. Tenía miedo de no gustarle más a su marido. ¿Y si se hacía
homosexual…? Ellos le dijeron que estaban bromeando y era la primera vez que
pasaba. Ella no les creyó. Resentida, esa noche le contó a Juan Carlos sus
aventuras de los días anteriores con los hombres que se levantaba en el bar. Le
dijo que esa tarde había estado en una orgía con tres juntos. Pensó que Juan
Carlos iba a retroceder molesto o pedirle que no lo hiciera más. Pero Juan
Carlos no sólo no se disgustó, sino que le dijo que le parecía un juego
interesante. ¿Por qué no iban a pagarle? El sexo podía ser un trabajo. Adrián
asintió.
Se pusieron de acuerdo para el día siguiente. Ella debía
volver al bar y buscar a los tres hombres, e invitarlos a subir con ella. Juan
Carlos y Adrián estarían en el dormitorio cuando entraran. Ella así lo hizo.
Les dijo a los tres hombres que no les cobraría nada, que quería repetir lo que
habían hecho la tarde anterior por puro placer. Subieron a su cuarto y al abrir
la puerta vieron a Juan Carlos y a Adrián. Ella les dijo que eran unos amigos y
no participarían en su relación sexual. Estaban allí para mirar. Los hombres se
sintieron incómodos y se negaron a hacer nada. Juan Carlos se presentó y les
dijo que él les pagaría para poder ver la fiesta. Los otros no dijeron nada, y
Juan Carlos aumentó la cantidad hasta que aceptaron. Luego se podían jugar ese
dinero en el casino, bromeó. Se rieron. Los tres se desnudaron y comenzaron una
orgía con Ana María. Ella estaba luminosa. Primero la besaron y luego la
poseyeron de distintas maneras. Uno se vino entre sus pechos y otro en su boca.
Juan Carlos y Adrián miraban. Juan Carlos estaba fascinado.
Se sentía muy excitado. Le dijo a Adrián que quería penetrarlo. Adrián no
quiso. En la relación siempre había sido el activo. Juan Carlos le dijo que no
le ofrecía dinero en ese momento para no ofenderlo, pero que tenía un terrenito
que había pensado iba a ser suyo. Adrián aceptó. Se quitaron la ropa, fueron a
una de las camas y Juan Carlos lo penetró, mientras los hombres le hacían el
amor a Ana María. Adrián gritaba de placer y Ana María también. Se cruzaron las
miradas. La escena era bella, el goce intenso. Finalmente llegaron al orgasmo y
quedaron felices, tendidos en las dos camas. Uno de los hombres dijo que tenía
algo especial, y sacó un sobrecito con cocaína. La preparó sobre un libro,
separó porciones con una tarjeta de crédito, usó un billete arrollado como
canuto para aspirar y la pasó a los demás. Ana María aspiró dos rayas, estaba
muy cansada. Había trabajado ardientemente todos esos días para hacer gozar a
los demás y ella también había gozado. Le pasaron la coca a Adrián y a Juan
Carlos. Adrián aspiró una línea y Juan Carlos dudó. Les dijo que hacía mucho
que no se drogaba. Había tenido épocas difíciles en el pasado. Un hombre le
dijo que tuviera confianza, era sólo para consagrar ese momento tan especial.
Juan Carlos aspiró la coca y se quedaron todos relajados, en silencio. Después
brindaron con champán, se besaron y se despidieron.
Al día siguiente regresaron a Buenos
Aires. La relación con Adrián había crecido. Juan Carlos, en broma, los llamaba
sus “hijos”. Eran dos jóvenes especiales. El era un hombre que había vivido
todo. Estaba cerca ya de la vejez, aunque no lo aparentaba y hacía lo posible
por ocultarlo. Volvieron a sus ocupaciones. Adrián iba de paseo con Ana María,
hacían el amor. La relación entre ellos, sin embargo, no era tan buena como
antes. Ana María no podía gozar con él como lo había hecho en el pasado.
Después de haberlo visto hacer el amor con Juan Carlos ya no le parecía un
hombre completo. Ella estaba un poco cansada de la situación. Empezó a mirar a
otros hombres. También sentía miedo de que su marido la abandonara. Ella no
tenía tanto mundo como él. Su marido mantenía la mayor parte de sus cuentas en
nombre propio.
Dos semanas después Juan Carlos les
dijo que quería pasar unos días con ellos fuera de Buenos Aires. Les propuso
alquilar una casa en una isla del Tigre. Estarían alejados de la gente, en
medio de la naturaleza. El amaba el río. Podrían profundizar esa amistad que
sentían. Tendrían tiempo para dialogar. Llevaría algunos libros, en particular uno,
que quería compartir con ellos, y un poco de cocaína y marihuana, para crear un
estado mental adecuado.
La semana siguiente se subieron al BMW y partieron hacia el
Tigre. Llegaron a la isla en una lancha, que dejaron amarrada en el muellecito.
La casa era hermosa y no había ninguna otra construcción a la vista. Estaban
aislados. Bajaron de la lancha las provisiones. Llevaban para preparar
distintos tipos de comida y varias botellas de vino fino. Juan Carlos había
traído sus libros. Para él, esos días en Tigre eran un retiro espiritual. Lo
necesitaban. Hicieron el amor pero, sobre todo, leyeron. Por la noche cenaban,
bebían vino y conversaban. Después de comer escuchaban música y fumaban
marihuana. Y por último, leían.
Las lecturas se centraron en La filosofía en el tocador, el famoso
libro del Marqués de Sade, el libertino francés. Juan Carlos lo había leído por
primera vez cuando era joven y, después de su casamiento con Ana María, se
había convertido en su libro de cabecera. Adrián no lo conocía. Ana María había
escuchado a su marido hablar del Marqués, pero no lo había leído. Durante esos
días en Tigre Juan Carlos leyó con ellos y discutió la obra del Marqués. No era
difícil de leer. La filosofía en el
tocador era un diálogo entre dos maestros libertinos, Dolmancé y Madame de
Saint-Ange, y su joven discípula, Eugenia. Los acompañaba Le Chevalier, hermano
de la Madame, y Agustín, un criado de la casa. Al final de la obra llegaba
Madame de Mistival, madre de Eugenia.
En la obra, los maestros instruían a la joven Eugenia, una
adolescente virgen de 15 años, sobre los placeres de la vida sexual. Los
libertinos organizaban orgías y actuaban para educar a la discípula. El Marqués
hacía hablar a sus personajes mientras participaban en las escenas de amor. Explicaban
lo que estaban haciendo y cómo se sentían. Además, y esto era lo más
interesante, el Marqués los hacía reflexionar sobre el amor, la sociedad y el
libertinaje. Se justificaban y criticaban a su sociedad. Defendían la libertad
y denunciaban los atropellos que se cometían contra la naturaleza. Su sociedad
acorralaba al ser humano, vulneraba sus instintos, los demonizaba. El ser
humano libre era considerado un criminal peligroso, como bien lo sabía el
Marqués, que había pagado su osadía libertina con treinta años de cárcel. Lo
habían condenado basándose en difamaciones, sin probar adecuadamente los
delitos de que lo acusaban. Lo internaron en la vejez en un asilo, como si
fuera un demente. Lo castigaban por la insensatez de sus obras, y por la
crueldad y pornografía que desplegaba en ellas. ¿Había acaso otro escritor que
hubiera sufrido de esa manera por tratar de ser libre, y vivir naturalmente su
sexualidad, y expresar sus instintos en toda su crudeza? Juan Carlos lo
admiraba porque había sido un libertino valiente que no había aceptado
callarse, había luchado contra todos y lo había pagado, paradójicamente, con la
pérdida de su libertad. Un libertino, un hombre que amaba la libertad,
encerrado en prisión por crímenes que seguramente no cometió.
El crimen había sido su literatura, condenada por la moral
social hipócrita y represiva, y por la Iglesia. En el fondo, insistía Juan
Carlos, era un mártir y un santo, y el 1º de diciembre de cada año debería
celebrarse como el día de la libertad de expresión del escritor. Ese día del
2014 se cumplía el segundo centenario del fallecimiento de Sade en el Asilo de
Charenton, donde murió, sin haber recuperado la libertad, a los 74 años. Lo que
más apreciaba del libro Juan Carlos, además de sus escenas eróticas, eran los
diálogos filosóficos, las sencillas y contundentes explicaciones que daba Sade
para defender la libertad del hombre y celebrar su naturaleza, que lo había
dotado de instintos y de la capacidad artística para crear con ellos
situaciones de placer. Gracias a esa capacidad estética el hombre era un
iluminado. La sociedad lo limitaba, lo castraba, y su sexualidad lo liberaba.
Era necesario rebelarse. La libertad sexual sería el símbolo de esa rebelión.
Ana María y Adrián escuchaban a Juan Carlos maravillados,
como si él fuera el verdadero Sade. Eran dos jóvenes relativamente poco
educados, que habían sobrevivido gracias a su belleza física, a su picardía y a
su astucia. En ese momento comprendieron el valor de su experiencia y le
quedaron agradecidos. Juan Carlos leía con morosidad y deleite los diálogos.
Luego le pidió a Adrián que lo reemplazara en la lectura, quería él también
tener el privilegio de escuchar al Marqués. Adrián leía bien y tenía buena voz.
Más tarde Adrián invitó a Ana María a leer los personajes femeninos. Adrián
leía los personajes masculinos y ella los femeninos. El diálogo del Marqués fue
cobrando vida. Cuando llegaron a los largos parlamentos filosóficos de Dolmancé
le pidieron a Juan Carlos que leyera. Juan Carlos leía y cada tanto se detenía
para analizar las ideas, y parafrasear los argumentos del Marqués sobre la
sociedad, la naturaleza y los instintos del ser humano. Les gustaba cómo Juan
Carlos les explicaba la noción sádica de libertad, que para ellos, limitados en
su vida, era algo nuevo, muy distinto a lo que antes habían entendido. El
Marqués creía en la libertad absoluta. Había que reconocer los propios instintos,
y dar un salto peligroso en la propia naturaleza humana: experimentar la
crueldad, contra sí y contra los otros, sentir terror y llegar al éxtasis.
“Sadismo” y “masoquismo” se unían en las escenas del Marqués. La palabra
filosófica recobraba su brillo y su fuerza, para iluminar al hombre en un
momento de oscuridad.
Se sintieron bien. Aprendieron
muchísimo y Juan Carlos se sintió justificado. Creía que realmente les estaba
dando algo. Posiblemente, una lección de vida. A él también le pasaba una cosa
especial. Tenía una fuerza espiritual nueva. A su edad los ardores carnales ya
no le eran tan importantes como la palabra sagrada, que rescataba al hombre de
su miseria humana. Por momentos sintió miedo a la muerte, y se alegró de estar
con esos dos jóvenes. A su modo, sabía que lo amaban.
Adrián comentó que muchas veces se
había sentido mal con la vida que llevaba, y que, gracias al Marqués, había
entendido que lo que hacía no era malo. El amaba el placer. Ellos sufrían la
crueldad de los que los juzgaban y los despreciaban porque no se sometían a sus
leyes mezquinas. No les reconocían la libertad individual. La sociedad era
miserable, tirana y sólo quería esclavizar al ser humano.
Ana María dijo que ellos no eran personas comunes, eran
libertinos. Había una fuerza que los llevaba a actuar como lo hacían. La
búsqueda del placer sin miedos, sin compromisos.
Volvieron los tres renovados a Buenos Aires. El “retiro
espiritual”, como lo llamaba Juan Carlos, había tenido un profundo efecto en
ellos y los había transformado.
Juan Carlos regresó a su empresa. Empezó a entender que
habían pasado muchos años y se estaba cansando de su trabajo. Odiaba la rutina,
y aunque sus empleados hacían la mayor parte de las tareas, le quedaba a él
juzgar y tomar las decisiones importantes, lidiar con los bancos, invertir el
capital sabiamente. Se daba cuenta que su fortuna había aumentado regularmente
con el paso de los años, y tal vez fuera el momento de vender su inmobiliaria,
invertir el dinero en el extranjero, aumentar su capital financiero y vivir de
sus rentas.
Pocas semanas después Adrián tuvo un problema serio. Lo
llevaron preso. En un bar nocturno de ambiente homosexual, le había ofrecido a
un policía encubierto tener sexo a cambio de dinero. Aparentemente, en su
tiempo libre actuaba de taxi-boy. Juan Carlos fue a la policía, donde el
Comisario le dijo que le habían iniciado un sumario, y la situación era
complicada. Juan Carlos, que conocía al Comisario, le dijo que era un muchacho
algo alocado pero bueno, era su chofer y que él se encargaría de que no
volviera a suceder. Finalmente el Comisario entendió, aceptó la cantidad del soborno
que le propuso Juan Carlos y retiraron los cargos. Volvió con Adrián a su
departamento, le dijo que se quedara tranquilo, que no se metiera en problemas
y que si le hacía falta dinero se lo pidiera a él. Le propuso que dejara la
pensión donde vivía y se alquilara su propio departamento, él lo ayudaría.
Necesitaba ser independiente y pensar en su futuro. Era un muchacho inteligente
y él quería ayudarlo. Adrián le agradeció y le hizo caso. Juan Carlos era como
un padre para él. Adrián no había conocido a su padre, se había criado con su
madre y el gimnasio había sido su casa y substituido a su familia. Pero con los
músculos no se podía dominar el mundo. Le hacía falta pensar en un futuro
económico estable.
Ana María también cambió. Estaba fastidiada de la situación
con su esposo. Ya no lo aguantaba. Le cansaba. Ya no quería acostarse con él.
Era un viejo. Tampoco le gustaba más acostarse con Adrián. A pesar de sus
músculos, lo veía femenino. Ana María empezó a salir sola a los bares otra vez,
como antes de conocer a Adrián. Llamó a Marita, que seguía viviendo con el
banquero en San Isidro, pero no perdía su costumbre de ir a los bares y hacer
sus levantes. Se encontraban en las barras de Las Cañitas, donde iba gente
rica. Un día Marita vio a un amigo y se lo presentó. Era un hombre cuarentón,
muy rico según Marita. La atracción entre Ana María y él fue inmediata.
Empezaron a verse todos los días. El tenía un departamento en Recoleta. Martín,
así se llamaba, admiraba a Ana María. Era la mujer más hermosa que había visto.
Su cuerpo, sus curvas, su piel, su pubis, sus pechos, eran perfectos. Además
era sensual, tenía una mirada cautivante. Estaba hecha para el amor. Ya no
quedaban mujeres así en Buenos Aires. Era apasionada, su sexualidad era
desbordante. Se encontraban todas las tardes y se quedaban juntos hasta
medianoche. Bebían champagne, a veces aspiraban una raya de cocaína y hacían el
amor sin descansar, como atletas del sexo. Juan Carlos notó de inmediato sus
tardanzas. También veía que ya no quería acostarse con él, lo evitaba. El fin
de semana dijo que se iba a Morón, a casa de su madre. Juan Carlos entendió que
salía con alguien. Estaba en lo cierto. Se pasó el fin de semana en Montevideo
con Martín.
Martín se enamoró perdidamente de ella y empezó a pedirle
que dejara a su marido. Ana María no sabía qué hacer. Martín era rico, tenía
una compañía financiera. Era el negocio ideal, sus inversiones se multiplicaban
constantemente. Tenía relaciones con políticos que confiaban en él. También
conocía a gente en el mundo de la droga que necesitaba blanquear sus capitales.
Un negocio excelente. Era viudo, su mujer había muerto en un accidente
automovilístico. No tenía hijos.
De pronto Ana María sintió deseos de formar su propia
familia. Martín era un hombre cariñoso. Le confió que le gustaban los chicos.
Le dijo que quería casarse. Ya no podía esperar. Hasta decidieron fijar el día
de la boda. Sería en un country de Pilar y se irían de luna de miel a Hawái.
Fueron juntos a comprar los anillos. Ella eligió un anillo de platino con un
diamante enorme, y una diadema de zafiros azules con un diamante en el centro.
Parecía la bandera argentina. Pero, antes de continuar con los preparativos,
tenía que hablar con Juan Carlos. No sabía cómo decírselo. El probablemente lo sospechaba.
Juan Carlos estaba muy enamorado de ella y quedaría destrozado. Finalmente,
juntó valor y habló con él. A Juan Carlos se le llenaron los ojos de lágrimas,
se abrazó a sus piernas y le pidió que no lo dejara. Le dijo que si lo dejaba
se iba a matar. Ana María sufría también. A su modo lo quería, no deseaba
hacerle daño. Nunca estuvo verdaderamente enamorada de él, como tampoco estaba
totalmente enamorada de Martín. No creía que fuera bueno para las mujeres
enamorarse perdidamente. Era necesario pensar en su conveniencia. Había nacido
pobre. Martín le ofrecía todo lo que ella quería y necesitaba. Lo importante
era que el hombre estuviera enamorado y le pusiera todo a sus pies. Como decía
Marita, con su sabia picardía: “Es a ellos a los que se les tiene que parar,
una puede hacer la plancha.”
Juan Carlos comprendió que tendría que resignarse. Ya se
recuperaría, ya encontraría otra mujer. Arreglaron el divorcio. Ella le dijo
que le diera sólo lo que le correspondía, habían estado casados seis años. Martín
era un hombre rico. Juan Carlos le pidió que se llevara el BMW. No quería que
lo tuviera nadie más, era su auto. Arreglaron un porcentaje sobre el total del
capital acrecentado en los últimos años. El le haría una transferencia a su
cuenta. Juan Carlos lloró por última vez delante de ella y se divorciaron.
Adrián fue el único que entendió la situación en que estaba
y trató de ayudarlo. Ahí Juan Carlos se dio cuenta que Adrián lo quería. Era un
hombre tierno. Lo buscaba para hacer el amor, pero Juan Carlos lo rechazaba. No
sentía nada por Adrián, sólo amistad. La relación había sido parte de un juego
entre los tres. Juan Carlos lo había empleado para entretener a su esposa, y
para alejarla del peligro de los bares y los levantes casuales.
Adrián había cambiado. Le dijo a Juan Carlos que le
interesaban más los hombres que las mujeres. Se sentía mejor con los hombres.
Estaba buscando una pareja permanente, un hombre un poco mayor que él, que lo
comprendiera y lo quisiera. El entendía
que Juan Carlos estaba en otra cosa, que veía los juegos con él como una
aventura, y no podía comprometerse seriamente.
Juan Carlos entró en un ciclo depresivo que no sabía cómo
controlar. Después de la confesión de Ana María y el arreglo del divorcio, se
ausentó de su oficina por muchos días. Empezó a llamar a chicas de una agencia
de modelos que servía a empresarios VIP para que vinieran a su departamento.
Llegaban chicas hermosas, la mar de simpáticas. Bien seleccionadas. Hacía el
amor con ellas. A una, que era estudiante de abogacía y se ganaba la vida con
ese trabajo, le pidió que regresara. Pero sentía un gran vacío. Mientras hacía
el amor con las modelos se le aparecía la imagen de Ana María, su cuerpo
escultural y perfecto. No podía terminar si no pensaba en ella. Reemplazaba la
imagen de la chica con la que se acostaba por la imagen de Ana María. Cuando
habría los ojos veía que estaba abrazado a una diosa, que para él era como una
muñeca. No sabía cómo superarlo.
Decidió vender su empresa. Llamó a su contador y le informó
de su decisión. La inmobiliaria tenía un muy buen valor de llave por la buena
actuación en el mercado a lo largo de más de dos décadas. Contaba con activos
importantes. Le aconsejó incluir en la operación de venta una parte de las
propiedades y retener un veinte por ciento como bienes de renta. Calcularon el
capital acumulado de la empresa. Una parte estaba en bancos en Bahamas, bien
protegido, y no pagaba impuestos. El resto en propiedades distribuidas en
Capital Federal y Provincia. Su contador le sugirió que una vez que se
concretara la venta transfiriera el dinero a un banco de Estados Unidos. En
Argentina el respaldo del dólar siempre era importante. Si las cosas iban mal,
podía irse a vivir a Miami. Era el refugio de los ricos de Latinoamérica. Le
aconsejó que se comprara un departamento allá para fijar residencia y operar
regularmente, y justificar sus depósitos de capital. No iba a tener ningún
problema. La suerte siempre lo había acompañado. Tomaría cierto tiempo
encontrar un comprador. Puso a su gerente a cargo de todo y le pidió que no lo
llamara si no era indispensable. Decidió no ir más a la oficina.
Seguía extrañando a Ana María. Cuando se fue, había dejado
olvidada ropa en su placar. El cada tanto sacaba las prendas, se acariciaba el
rostro con ellas y las besaba. Su imagen se le había instalado en la mente. Era
una obsesión. A Adrián ya no lo aguantaba. Juan Carlos no quería abandonarlo a
su suerte, se sentía responsable por él. Venía todas las tardes a su
departamento para acompañarlo. Le dijo que le gustaría ayudarlo, y le preguntó
qué negocio quisiera iniciar por su cuenta. Adrián le dijo que su sueño había
sido siempre tener un bar. Ahora que conocía la movida homosexual de Buenos
Aires, podía poner un bar para el ambiente. Juan Carlos le dijo que quería
verlo feliz: le facilitaría el dinero. Le pidió que buscara un local. Luego
agregó que no necesitaba más de sus servicios. Le dijo que no viniera más por
las tardes. Si necesitaba algo de él lo llamaba.
Se quedó completamente solo. Su depresión fue en aumento. Le
señora que venía a limpiar tres veces por semana lo encontraba desaseado, sin
afeitarse y muchas veces maloliente. Había restos de comida en todas partes. Se
hacía enviar diariamente la comida de un restaurante cercano. La mujer le dijo
que si quería podía venir todos los días a atenderlo, pero él le contestó que
no hacía falta. Empezó a beber. Primero vino francés, y luego whisky. Se sentía
mal. Lo llamaba a Adrián para que le consiguiera droga. Este le trajo coca y
marihuana varias veces. Luego le avisó que no le iba a traer más coca, era por
su bien, no quería que se enfermara. Juan Carlos estuvo de acuerdo, no quería
caer en la drogadicción. Quedaron en que continuaría durante un par de semanas
más, para no cortar de golpe. Se sentía muy mal. No podía olvidarse de Ana
María. Su recuerdo lo torturaba.
Se refugió en la lectura. Creyó que podía ayudarlo. Releyó Cicatrices de Saer y El túnel de Sábato. Saer sabía interpretar las situaciones más
extremas y Sábato había entendido la angustia del hombre. Leyó otra vez a
Camus. Releyó a Voltaire, amaba su humor. Llegó un momento en que ya no
aguantaba su propia depresión. Quería salir de ese estado.
Cuando era joven escribía poesía. Pensó que quizá, si
volviera a escribir, eso lo ayudaría. La escritura era una forma de catarsis.
Escribió poemas y se sintió mucho mejor. Empezó a beber menos. Evitaba
drogarse. Se dijo que la escritura era la mejor droga. Veía cine en su
computadora. Decidió mirar todas las películas de Rohmer. Se aficionó sobre
todo a “El rayo verde”. Rohmer era un moralista y un filósofo. La combinación
lo seducía. Rohmer entendía las limitaciones espirituales y la fragilidad
mental del ser humano.
A veces sentía que le estallaban los nervios. Sabía que
necesitaba ayuda sicológica, pero se resistía. Se había sicoanalizado de joven
durante diez años y no quería volver a sufrir. Sólo deseaba estar bien,
recuperar la alegría y la felicidad que sentía cuando estaba con Ana María.
Ella era su vida. ¿Por qué la había dejado ir? Quizá hubiera podido retenerla.
Se dijo que hizo lo que pudo. Le trajo a Adrián para que no se alejara de él y
lo abandonara. Pero al final lo dejó igual. Estaba solo, viejo, vencido, sin
nadie que lo ayudara. Ni Adrián ni la sirvienta podían hacer nada por él. Y
probablemente tampoco un sicólogo.
Empezó a sentir miedo de perder la razón. Decidió escribir
una obra de teatro para exorcizar toda esa maldición. La tituló “La filosofía
en el tocador”, como el diálogo erótico-filosófico de Sade. En la obra contaba
la historia suya con su mujer y con Adrián. Al principio eran felices. Adrián
parecía ser la solución perfecta para el aburrimiento de su mujer. Iban al
casino, ella hacía orgías, se prostituía para divertirse. Finalmente se
encerraron en una casa para leer La
filosofía en el tocador. Esto los iluminó, los elevó. Entendieron la
importancia de la libertad humana absoluta. Rechazaron la culpa. Acusaron a la
sociedad de castrar al individuo. En la obra Adrián convencía a Ana María que
estaba viviendo con un viejo que no tenía futuro. Decidieron robarle y escapar
juntos. Cuando el viejo, o sea él, se sintió abandonado, cayó en un estado
depresivo. No aguantó más. Tomó una sobredosis de barbitúricos para suicidarse.
Se dio cuenta que ese final bien podía ser el suyo si no se
recuperaba. No quería suicidarse, pero tenía miedo de caer en la tentación. Ya
no aguantaba el sufrimiento. Estaba mal. Se decidió y fue a hablar con un
siquiatra. Le explicó todo lo que había pasado. El siquiatra, una eminencia,
decidió internarlo en una clínica. Le dijo que era temporal. Lo medicó, le dio
antidepresivos. Todas las tardes recibía la visita de un sicólogo que le
hablaba y le hacía preguntas sobre su vida. Una vez a la semana venía el
siquiatra. Lo examinaba y le hacía completar tests. Le dijo que no presentaba
signos de demencia. Se estaba recuperando.
En la clínica tenía su propio cuarto. Estaba cómodo. Nadie
lo molestaba. La clínica estaba en una antigua mansión. La casa tenía un bello
jardín arbolado donde los pacientes podían caminar. Se había llevado varios de
sus libros y leía todo el día. También tenía una computadora. Entraba en
Internet, leía los diarios. A veces llamaba por teléfono a Ana María, pero no
le contestaba. Siguió pensando en ella, ya sin esperanza de volver a verla.
Escribía poesía. En
sus poemas aparecía repetidamente la imagen de dios. Estaba pasando por una
fase mística. Había algo que le faltaba en su vida. No sólo Ana María. La
literatura que leía era obra de escritores profesionales. No parecían tener
verdaderas convicciones. El necesitaba otra cosa, encontrar un sentido
trascendente. Llegó a esta conclusión un día que tuvo un sueño. Este sueño se
volvió recurrente y se transformó en una pesadilla. En el sueño, un hombre
vestido de blanco caminaba por un desierto. Miraba alrededor suyo y no sabía
dónde estaba. Se había perdido. Se echaba en la arena y se abandonaba. No tenía
voluntad. La muerte se aproximaba. El llamaba a dios, pero no venía. En ese
momento se despertaba, aterrorizado.
Comprendió que necesitaba acercarse a dios para no estar
solo, como el personaje del sueño, en el momento de su muerte, y darle sentido
a su vida. Era un hombre viejo, había conocido el amor, el erotismo, la
decadencia. Había conocido el poder que daba el dinero. Había comprado todo lo
que había querido: cosas, personas. Pero ahora, que se iba acercando la etapa
final de su existencia, estaba solo. Se dijo que era un cobarde, que después de
haber gozado de la vida sentía miedo. Necesitaba a dios. Se preguntó qué era dios,
y respondió que una espiritualidad más grande. La poesía no le alcanzaba.
Necesitaba orar, meditar, necesitaba una guía espiritual.
Habló con su médico. Le dijo que estaba mejor, se sentía
bien viviendo en la clínica. Ya no necesitaba salir a la calle. Ese cuarto lo
protegía. Pero deseaba cambiar a un
sitio en que tuviera guía espiritual.
Empezó a investigar las posibilidades de ir a vivir a un
convento. Averiguó sobre las diferentes órdenes de Buenos Aires. Había un
convento de dominicos en Capital que parecía ideal para él. Fue a hablar con el
director del convento. Era un sitio muy agradable. Vio las celdas. No permitían
teléfonos ni computadoras, pero era posible llevar libros y escribir. Para
convencerlo de su sinceridad le enseñó al director su poesía. Era una poesía
mística, que clamaba por la presencia de dios. El padre quedó conmovido al
leerla. Le dijo que iba a pedir permiso al jefe de la orden para que pudiera
vivir un tiempo con ellos, aún siendo laico. Lo presentó a la comunidad de hermanos.
El le dijo al director que era un hombre rico, y no quería ser una carga para
el convento. Iba a contribuir generosamente con la institución. Estaba pensando
donar una parte de su fortuna a la orden. Los ojos se le iluminaron al hermano,
pero le dijo que el dinero no era todo en la vida. Que la verdad estaba en
dios. Juan Carlos le dijo que estaba de acuerdo. El también había llegado a esa
conclusión y por eso estaba ahí.
Juan Carlos se fue a vivir al convento. Se acomodó en una
celda. Llevó con él una buena cantidad de libros y sus cuadernos. Estaba
dispuesto a buscar algo que le faltaba. El secreto estaba en el corazón del
hombre, se repitió. El corazón del hombre era tierra de nadie, no tenía dueño.
El quería conquistarse. Descubrir a la divinidad en él y en el mundo. Se dio
cuenta que había encontrado un lugar para él y allí podría ser feliz.
Las huelgas salvajes
de Villa Constitución
En mayo de 1964 comenzaron las
huelgas en Villa Constitución. Primero pararon los obreros de Acindar, y pronto
los siguieron los de Marathón, Metcon y Villber. Ernesto Galván, uno de los
héroes de nuestra historia, trabajaba en Acindar desde hacía tres años. Entró
poco después de terminar el servicio militar en Rosario. Tenía veinticinco años
y era peronista. Su padre, Juan, también era obrero de Acindar. La fábrica
tenía más de mil obreros. El padre y el hijo no se encontraban necesariamente
en el trabajo, estaban en secciones diferentes. En realidad, había más cosas
que los separaban. Su padre era Radical, siempre había defendido al
irigoyenismo y a Balbín. Su partido había ganado las elecciones presidenciales
en 1963. El viejo Illia estaba en el poder y, aunque Juan prefería al chino
Balbín, defendía su gobierno. Los radicales decían que iban a salvar al país.
No había demasiados obreros radicales en la fábrica, eran casi todos
peronistas, y a los radicales los trataban de “contreras” y “acomodados”.
Juan Galván había nacido en
Rosario. Tenía 55 años. Se fue a vivir a Villa Constitución cuando se casó con
Elisa. El padre de Juan también había sido Radical, de los de Irigoyen. Cuando
llegó el peronismo, en los cuarenta, Juan ya era un hombre de más de treinta
años. Perón se llevaba bien con el ala radical de FORJA, que lo apoyó, pero
formó su propio partido. Juan siguió siendo Radical, como su padre. Si bien le
interesaba la política, no era un militante activo. Estaba apegado a la rutina
de la vida diaria. Cuando abrió Acindar en Villa Constitución estuvo entre los
primeros seleccionados para trabajar en la nueva fábrica. En Argentina no había
otra igual. Era la fábrica de acero más moderna del país.
Su esposa, Elisa, era una mujer
paciente y bondadosa. De jóvenes se llevaban bien. Pero Juan fue cambiando y,
en los últimos años, la relación se había vuelto distante. Era un hombre más
bien osco, no le gustaba hablar mucho. Cuando volvía de la fábrica escuchaba la
radio y se ponía a leer el diario. Compraba “La Capital” de Rosario. Para él
era algo así como la Biblia. Lo leía cada día, al menos media hora. Era lo
único que leía.
En la pequeña ciudad había un comité del
Partido Radical. Lo manejaba el almacenero Rodena. Cada tanto Juan iba al
almacén a visitarlo y jugaban al truco. Una vez al año, por lo menos, hacían un
asado e invitaban a las esposas. Era como un club de barrio. Los militares, que
perseguían a los peronistas, habían sido tolerantes con los radicales. Y en
esos momentos, con Illia en el poder, Juan sentía que al final les había tocado
volver al gobierno.
Villa Constitución había crecido
y en esa época pasaba los 20.000 habitantes. Estaba muy cerca de Rosario. Los
villenses tenían su mundo. Elisa, la mujer de Juan, había nacido y vivido
siempre en Villa Constitución. Había conocido a quien sería su marido en los
bailes de carnaval del Club Provincial de Rosario en 1933. Tenía 23 años. Se
pusieron de novio y se casaron en 1937. Ella quiso quedarse a vivir en Villa.
Allí estaban sus padres, y Rosario le parecía demasiado grande. Juan no había
sido su primer novio, pero sí el que más había querido. En 1939 nació Ernesto,
y en 1941 Rosa, su hija.
Por las mañanas trabajaba en una panadería
para ayudar a su marido. Su madre le cuidaba los chicos. Tiempo después Juan le
dijo que ya no hacía falta que siguiera trabajando. En Villa Constitución se
vivía con muy poco. Con lo que él ganaba era suficiente para mantener la casa.
El padre de Elisa siempre les traía verduras de su huerta. Juan conseguía
huevos baratos y embutidos caseros en las chacras. Alquilaban una antigua casa
chorizo de tres piezas. Los chicos ocupaban una pieza grande, ella y su esposo
otra y la tercera les servía de sala para las visitas. Comían por lo general en
la cocina y los fines de semana Elisa ponía la mesa en la sala. Al atardecer,
después del trabajo, se sentaban en el patio a charlar y tomar mate. Los
chicos, a veces, llevaban la mesa de la cocina al patio para hacer allí los
deberes.
Su hija fue la primera que se
casó, a los 20 años. Su hijo tenía novia, pero por el momento no planeaba
casarse. Era una relación reciente. Cuando su hija le anunció su casamiento, se
dio cuenta lo mucho que había engordado con el paso de los años. No le entraba
ningún vestido. Su marido le dijo que no le importaba que estuviera gorda, la
quería igual. Hacía mucho tiempo que Elisa y su esposo no tenían una buena vida
sexual. Se habían ido olvidando del amor. Más les gustaba el compartir. Siempre
escuchaban radio juntos. Ella amaba los radioteatros. El le prometió que pronto
le iba a comprar un televisor.
Elisa casi no se enteró de todos
los cambios que habían ocurrido en el país: la caída de Perón, el gobierno de
Aramburu, el de Frondizi, el de Illia. La política mucho no le interesaba. Ella
estaba dedicada a su familia. En Villa Constitución había bastante trabajo,
allí tenían como ganarse el pan. Ernesto, su hijo, era un muchacho inquieto.
Había terminado la secundaria, pero no quiso estudiar en la universidad.
Prefirió trabajar en Acindar con su padre. Su familia era una familia obrera.
Su hija se había casado con un obrero de Marathón, y ella también trabajaba
allí, en las oficinas de la fábrica. Villa era una ciudad enteramente
proletaria: el puerto, el ferrocarril, las fábricas.
Ernesto había empezado a militar
en el peronismo a los dieciocho años. Fue durante 1957, en plena Resistencia.
El General había ordenado que empezaran los ataques contra el régimen militar.
Villa era uno de los cuarteles obreros de la resistencia popular. Los
militantes empezaron a poner “caños” en Rosario, en Villa Constitución y en San
Nicolás. Era el corredor industrial más importante del país. La represión no se
hizo esperar. Operaban en la clandestinidad y todas las reuniones eran
secretas. Tenían que cuidarse mucho. Había infiltrados de la patronal y
policías que espiaban. Ese ambiente peligroso y clandestino le atrajo a
Ernesto. Tenía espíritu de aventura. Le gustaba ser obrero. Idealizaba a los
compañeros más militantes. Eso lo fue distanciando de su padre, a quien
consideraba un conformista.
Se reunía con los muchachos para
leer las cartas que enviaba Perón. Tenían un ejemplar de La fuerza es el derecho de las bestias. Después les mandaron Los vendepatria de Venezuela. Se
encontraban por las noches para leerlo. El jefe del peronismo en Villa
Constitución era Antonio López. El había dirigido la Unidad Básica desde antes
del golpe de 1955 y estuvo preso a la caída de Perón. Luego lo reincorporaron a
la fábrica y organizó a los peronistas en la clandestinidad. Era un hombre viejo, que había nacido con el siglo,
y en 1964 se acercaba a la jubilación. Pero conservaba todo el fuego y la
mística de viejo luchador. Era un gran orador y había leído mucho. Era un
hombre feo, muy flaco, narigón, no muy alto, pero tenía carisma. Cuando
hablaba, algo en él se transformaba. Cuando él leía las cartas y las órdenes secretas
de Perón se hacía un silencio religioso. Había nacido para líder. Ernesto lo
admiraba.
Pasaron cosas en el Peronismo:
después de la traición de Frondizi, los militantes empezaron a pedir que el
General regresara al país clandestinamente. Era absurdo que su líder estuviera
en España. El pueblo lo reclamaba. Villa Constitución, decía Antonio, tenía
puesta la camiseta peronista. Los militantes de los otros partidos eran
minoría. Había pequeños comités de radicales y comunistas. Los domingos, los
peronistas se reunían para escuchar los partidos de fútbol (eran casi todos
“canallas” centralistas, y unos pocos de Newels) y hablaban de política. Se
rumoreaba que la CGT planeaba una huelga general. Después se dijo que la cosa
era más seria. El General había ordenado la toma de fábricas en todo el país.
Parecía una locura, pero los peronistas podían hacerlo. El gobierno de Illia
era débil. Los militares y la iglesia lo digitaban a gusto. Todas las fuerzas
gorilas se habían unido para atacar al pueblo. Los peronistas leían las
columnas de Jauretche, que delataba a los cipayos y a los vendepatria.
Finalmente en mayo de 1964
comenzaron las movilizaciones que culminarían en las tomas de las fábricas. Los
militantes de Acindar empezaron a agitar a sus compañeros. A las nueve de la
mañana leyeron un comunicado del General Perón, que afirmaba que los
vendepatria se habían apoderado del país, y que el gobierno no representaba al
pueblo. El pueblo, dijeron, era peronista, y estaba proscripto por los gorilas,
igual que su jefe. Reclamaban el regreso de Perón al país, y la renuncia del
gobierno ilegítimo. La Confederación General del Trabajo de Villa Constitución
exigía libertad política plena para el Peronismo, y el fin de la proscripción.
Un obrero pidió la toma del establecimiento
y todos aprobaron. Un grupo se dirigió a las oficinas del personal jerárquico y
les anunció que la fábrica estaba tomada. La CGT respaldaba el paro nacional.
Todas las fábricas y establecimientos comerciales del país se estaban plegando
a la medida. Ordenaron apagar los hornos, a pesar de las quejas de los
ejecutivos, que amenazaban con llamar al Ejército. Establecieron piquetes de
guardia en las puertas de acceso para evitar que entrara la policía.
Ernesto formaba parte de la
comisión interna de la fábrica. Juan, su padre, se encontraba manejando una
grúa en el muelle de Acindar sobre el Paraná, cargando láminas de acero en un
barco, en el momento en que apagaron los hornos. Al enterarse, decidió no
sumarse a la protesta. El era radical y ese paro trataba de desacreditar a su
partido, que estaba en el poder. Era un sabotaje de Perón contra Illia. Salió
de la fábrica y se dirigió a su casa. Llegó furioso. Su mujer, al verlo así,
trató de calmarlo. Decía que estaban locos y que los iban a fajar. Si no
liberaban pronto la fábrica, iban a empezar los tiros. Su mujer preguntó por su
hijo. Juan le preguntó a su vez si no sabía “lo que era Ernesto”. Su mujer le
dijo que qué quería decir. “¡Peronista, tu hijo es peronista! ¡Yo soy radical”,
gritó Juan, “y tu hijo es un contreras!” Elisa le dijo que iba a la fábrica a
ver lo que pasaba. Su esposo le pidió que no fuera, era peligroso, iba a llegar
la policía y el Ejército, pero no le hizo caso. Se abrigó bien y salió.
En el camino encontró a otras
mujeres que caminaban hacia la fábrica. Pronto se formó una columna. Al llegar
vieron que la policía se había estacionado frente a la puerta principal, que
estaba cerrada por dentro. Las mujeres hablaban entre sí. Decían que la
ocupación iba a durar sólo unas horas. Un delegado salió y le dijo a la policía
que la toma terminaba a media noche, y el turno de la noche podría entrar a
trabajar. Dijeron que los empleados jerárquicos estaban seguros. Los estaban
custodiando. Pronto les iban a dar un comunicado. Después de un par de horas
Elisa decidió volver a su casa y regresar más tarde. Tenía frío y eso iba a
durar todo el día.
Llegó a su casa y preparó algo
de comer. Decidió llevarle comida en una ollita a su hijo más tarde. Su esposo
le dijo que no la iba a necesitar, seguro que los que decidieron la ocupación
habían calculado todo. Volvieron a discutir. Después de comer se acostó un
rato. Quería estar preparada para lo que pudiera ocurrir. Si tenía que quedarse
toda la noche frente a la fábrica se iba a quedar. Regresó al anochecer. Al
llegar, vio los fuegos que habían encendido los familiares que aguardaban
afuera de la fábrica en unos tambores vacíos para calentarse. Decían que
adentro estaban negociando. Uno tenía una radio portátil. Las radios de Rosario
informaban que había más de 500 establecimientos industriales tomados en el
país. Todo era parte del plan de lucha peronista. El Ministro del Interior hizo
un llamado a la concordia. Dijo que las ocupaciones eran ilegales y que si los
trabajadores no desocupaban rápidamente los lugares de trabajo se los iba a
echar sin indemnización y se iban a hacer juicios penales contra los
cabecillas. Advirtió que si dañaban las máquinas en los establecimientos
fabriles cometerían un delito contra la propiedad y los responsables serían
apresados y juzgados.
A las doce de la noche se
corrieron rumores de que se iban a abrir las puertas para que salieran los
obreros. Habían llegado refuerzos policiales de San Nicolás y de Rosario, y un
batallón de infantería rodeaba la fábrica. Los delegados dijeron a la policía
que la salida iba a ser pacífica y que hicieran espacio y no provocaran a los
obreros. Todas las mujeres y familiares aguardaban con ansiedad. Había
tanquetas y carros hidrantes y los policías estaban muy nerviosos. Abrieron las
puertas y empezaron a salir las columnas de obreros. Todo iba bien hasta que
cantaron “La Marcha Peronista”. Apenas escucharon “Los muchachos peronistas/
todos unidos venceremos”, los policías presionaron el cerco contra ellos. Se
produjo un forcejeo y empezaron los insultos. Los policías daban bastonazos.
Algunos obreros estaban armados con palos y empezó la pelea. El Ejército no se
metió. Los obreros se defendían a palazos y trompadas. Elisa y todos los que
miraban retrocedieron. De pronto, de lejos, Elisa vio a su hijo. Gritó
llamándolo, pero era imposible que la escuchara. Junto a otros compañeros se
enfrentaba a la policía. Una tanqueta lanzaba chorros de agua contra ellos. Los
policías trataban de separar a los trabajadores de su grupo, los esposaban y
los metían por la fuerza en un blindado. De pronto un policía se acercó a
Ernesto y le pegó un palazo fuerte. Ernesto cayó al suelo. Elisa lo vio todo.
Estaba sin aliento. Entre dos policías lo llevaron arrastrando a un celular. El
camión hidrante avanzó hacia la gente que miraba para que retrocediera. No
querían testigos. Los vecinos se fueron mezclando con los obreros que lograban
escapar. Se fueron retirando. El Ejército avanzó en orden lentamente contra la
multitud para despejar el lugar. No debía quedar nadie en las inmediaciones de
la fábrica. Trabajadores y familiares caminaron hacia el centro de la ciudad.
La policía cerró las puertas de ingreso de Acindar. Adentro sólo quedó el
personal jerárquico. Pronto partieron los celulares con los presos hacia la
comisaría.
Elisa no sabía qué hacer. Habló
con las otras mujeres. Tenían que encontrar ayuda. Había que liberar a los
presos. Una señora le dijo que a esa hora no podían hacer nada, convenía
aguardar hasta el día siguiente. La señora le pidió su dirección, su hijo
también estaba preso. Apenas supiera algo pasaba a avisarle. Elisa llegó a su
casa de madrugada. Su esposo la esperaba en la puerta. Estaba muy nervioso. Le
dijo que Ernesto se lo tenía bien merecido, y que no se preocupara, que no le
iba a pasar nada. Elisa se puso a llorar. Nunca hubiera pensado que su esposo
pudiera ser tan bajo. Se fue a acostar al dormitorio de su hijo, no quería
estar cerca de su marido.
A la mañana temprano la señora
con la que había hablado la vino a buscar. Dijo que había una reunión a la que
podían asistir. Fueron al centro de la ciudad y entraron en una mueblería. En
el fondo había un grupo considerable de personas reunido. Estaba hablando un
hombre muy flaco, de nariz prominente. Era Antonio. Elisa, al verlo, se sintió
impactada. Antonio levantó su mano derecha con el puño cerrado y su voz, de un
calibre perfecto, sonó como un metal bien templado. “Somos peronistas”, dijo,
“la toma de la fábrica ha sido un éxito”. La patronal y el gobierno, explicó,
eran impotentes ante la protesta de los obreros. “Nosotros somos el trabajo”,
decía, “y sin nosotros la sociedad se hunde”. La CGT estaba liderando la lucha.
Perón había dado todo su apoyo a la actual comisión directiva. Muy pronto iban
a liberar a los que estaban presos, y el comité de la fábrica no iba a permitir
que se echara a nadie. Elisa se acercó a él y se presentó, dijo que era la
madre de Ernesto. Antonio había oído hablar de ella a su hijo. Le apretó la
mano con cariño y comprensión , y la miró a los ojos. En ese momento Elisa se
sintió bien.
A la noche liberaron a los
presos. Eran cerca de sesenta. Contaron que les habían pegado “para que
hablaran”. Querían saber los nombres de los cabecillas. Todos contestaban que
el líder era Perón, y que todos los problemas se iban a acabar cuando
levantaran la proscripción contra el peronismo y el General volviera al país.
Elisa abrazó a su hijo. Estaba orgullosa
de él. Los compañeros rodearon a Antonio. Cuando vio a Ernesto, Antonio lo
abrazó. “Tu madre es una valiente”, le dijo. Elisa y su hijo fueron a su casa.
Al entrar el padre empezó a criticar a Ernesto, le dijo que eran unos locos.
Ernesto no le contestó. Pronto se fueron a dormir todos. Al otro día regresaron
al trabajo. La fábrica otra vez estaba operando a pleno.
Ese fin de semana la hija y su
marido vinieron a visitar a sus padres. Los dos habían estado en la ocupación
de su fábrica, Marathón. La novia de Ernesto vino también a la casa. Era una
muchacha tímida y acababa de terminar la escuela secundaria. Se pusieron a
hablar de lo que había pasado durante el paro y la ocupación. Juan estaba
malhumorado y participó poco en la conversación. Todos sabían lo que pensaba.
Para él estaban saboteando al gobierno. Elisa le dijo a su hijo, en voz baja,
que la próxima vez que se reuniera con sus compañeros le avisara, ella también
quería ayudar. Ernesto se puso contento. El lunes le informó que se reuniría
con los militantes de la Unidad Básica clandestina esa noche en la mueblería.
Quería ir con ella.
Madre e hijo fueron a la
reunión. La presidía Antonio. Ernesto le dijo que su madre simpatizaba con las
luchas obreras y quería colaborar con el Movimiento. Antonio le agradeció su
presencia y le advirtió que había cierto peligro. “No tengo miedo”, respondió
Elisa. “Quiero ayudar a mi hijo”. Antonio le pidió un número telefónico de
contacto y Elisa le dio el de su casa. En la reunión hablaron de la
Resistencia. Antonio informó sobre la toma de fábricas en Rosario. Después
leyeron un mensaje de Perón y discutieron las estrategias a seguir. Finalmente
se despidieron y madre e hijo regresaron a su casa.
Dos días después Antonio la
llamó por teléfono. Le dijo que necesitaba una persona que fuera a buscar unos
volantes a Rosario. Le preguntó si se animaba y podía contar con ella. Elisa le
respondió que sí. El sábado le anunció a su esposo que iba a visitar a su
hermana a Rosario, y que volvía por la noche. Tomó el colectivo y se bajó en el
barrio de Tiro Suizo, al sur de la ciudad. Fue a la dirección que le indicó
Antonio y le dieron una caja con volantes. Elisa agarró la caja y se fue a
tomar el colectivo de regreso. Abrió la caja y leyó lo que decía el volante.
Hablaba de la Resistencia, del Plan de Lucha y citaba palabras de aliento de
Perón. Terminaba con el saludo peronista: Perón Vuelve. Había que continuar la
lucha.
Al llegar a Villa Constitución,
Antonio la estaba esperando en la parada del colectivo que venía de Rosario. Le
entregó la caja. Antonio le agradeció y la invitó a tomar algo. Entraron en un
café. Antonio le contó cosas de su vida. Le dijo que era viudo, y que había
empezado a militar en el 45. En el 55 lo habían encarcelado durante varios
meses. De joven había querido ser cura, pero su destino era ser obrero. Se
sentía bien ayudando a los otros. Elisa le dijo que a ella también le gustaba
ayudar. “Somos almas gemelas”, le respondió Antonio. Se despidieron, y Antonio
le dijo que le iba a hablar pronto.
Esa noche Elisa se sintió
extraña, y no sabía por qué. Se durmió, y tuvo un sueño que, al otro día, al
recordarlo, la hizo avergonzar. En el sueño era joven, y su marido le estaba
haciendo el amor. Era la noche de bodas. Pero la cara de su marido no era la de
Juan, sino la de Antonio. Lo reconoció por la nariz, y por la dulzura de la
voz. Miró lo que tenía entre las piernas, y vio que su miembro era muy grande,
a diferencia del de su marido.
A la mañana siguiente se levantó
con buen ánimo. Le habló con tacto a su esposo, que estaba de mal humor. Juan
había discutido con su hijo y se había quedado con bronca. Le dijo a Elisa que,
si Ernesto no iba a respetarlo, que se fuera de la casa. Elisa se puso a
llorar. Esa noche, durante la cena, padre e hijo volvieron a discutir. Elisa le
rogó a Ernesto que no le faltara el respeto a su padre.
El plan de lucha continuaba en
el país. Los peronistas estaban tomando fábricas en varias provincias. Illia,
en un discurso radial, llamó a la concordia y a la unión entre los argentinos.
Ernesto dijo a su madre que, mientras no regresara Perón, no iba a haber paz en
Argentina. A la semana siguiente hubo varias explosiones en Rosario. La policía
dijo que eran atentados con bombas caseras hechas con caños, y responsabilizó a
los peronistas. No hubo que lamentar víctimas.
Antonio volvió a comunicarse con
Elisa un día jueves. Su hijo y su marido estaban en el trabajo. Antonio le
preguntó si lo podía acompañar a Rosario a buscar “material”. De paso, podían
charlar. El había pedido el día en la fábrica por “razones de familia”,
volverían antes de la noche. Se encontraron en la estación de colectivos.
Apenas se vieron, empezaron a hablar como viejos amigos. Elisa se fue vestida
con cierta elegancia. Llevaba un tapado negro que disimulaba su gordura y se
maquilló los ojos. En el viaje conversaron poco de política. Antonio le decía
cosas graciosas, estaba contento. Empezaron a reírse como dos jóvenes. Llegaron
a Rosario y tomaron un taxi al barrio Echesortu. Tocaron timbre en una casa de
dos pisos. Los recibieron. Antonio presentó a Elisa como “una compañera”. Les
entregaron dos cajas con documentos. Salieron. Antonio invitó a Elisa a tomar
algo en el centro.
Fueron al bar Manhattan. Ella
pidió un remo y un Carlitos, tenía hambre. Conversaron. El le preguntó cosas de
su vida. La miraba a los ojos y la trataba con ternura. Elisa se dio cuenta que
se estaban enamorando y se sintió ridícula. Era una mujer vieja y estaba
casada. Pensó que había vivido por más de veinte años con su marido y
posiblemente no lo había querido. O el amor se fue terminando, y lo que pasó
durante la toma de la fábrica fue el golpe de gracia. Ya no sentía respeto por
Juan.
Fueron a caminar al monumento a
la bandera y a la estación fluvial. Se apoyaron en una baranda para mirar el
río. Allí Antonio la tomó de la mano, y ella no se la retiró. Después la besó.
Elisa sintió que le estaba pasando algo maravilloso. Al regreso pasaron por la
Catedral. Antonio quiso entrar. Le dijo que era muy católico, y que Perón
también lo era. Le tomó la mano y rezó por ellos en voz alta. Le pidió a Dios
que los comprendiera y los perdonara.
Varios días después volvieron a
verse. Antonio le pidió que fueran a su casa. Sabía lo que significaba. Quería
tener sexo. Se sentía ridícula. ¿Cómo iba a mostrar su cuerpo gordo y
deformado? Pero fue. Antonio le sirvió ginebra. Pasaron al dormitorio. Hacía décadas
que no estaba con otro hombre que no fuera su marido. Ella le pidió que apagara
la luz. Se desnudó y se metió en la cama. De pronto sintió el cuerpo de Antonio
encima del suyo. Tenía un gran miembro. Gozaba como un hombre joven. Era
delgado y se mantenía ágil. Elisa sintió su nariz prominente acariciándole el
rostro y después descendiendo a sus pechos. Le dio vergüenza y quiso retirarlo.
Después él bajó a sus entrepiernas y ella cerró las piernas. Nunca se lo habían
hecho antes. Se sintió una tonta y tuvo ganas de llorar. Con mucho esfuerzo se
vinieron los dos. Después, cubiertos con las frazadas, encendieron la luz y se
pusieron a hablar. Vio que Antonio tenía los ojos iluminados: era el amor. Le
pareció buen mozo, y su nariz no tan grande. Se pusieron a hacer chistes. El le
dijo que era linda, y ella le insistió que era gorda. “Yo soy demasiado flaco”,
dijo él, “no tengo más que piel y huesos”. “A mí me gusta como sos”, le
respondió ella. Empezaron a acariciarse y a besarse. Ella se preguntó qué pensaría
su hijo si se enteraba, creería que su madre era una cualquiera.
Esa noche regresó a su casa
contenta. Pensó que esa situación era anormal, y no podía continuar por mucho
tiempo. Su marido quiso hacer el amor y ella sintió repugnancia, pero le dejó que
lo hiciera, no quería que se diera cuenta que estaba viviendo otra cosa. Elisa
no tenía confidentes, ni verdaderas amigas, en Villa Constitución. Era un
pueblo grande. La gente era mal intencionada y chismosa, sobre todo las
mujeres. Algo dentro suyo le quemaba, necesitaba hablarlo con alguien, se
sentía mal. No se animaba a decírselo al cura o a confesarse. La había conocido
por años y conocía a su marido. No tenía cara para decírselo. Finalmente optó
por tomarse un colectivo a irse a San Nicolás. Allí nadie sabía quién era.
Entró en una iglesia y se confesó. Le dijo al cura que sentía mucha vergüenza,
que no entendía lo que había pasado y que se sentía mal. El cura le aconsejó
que dejara a Antonio. El matrimonio era de por vida. Debía resignarse. Ella le
aseguró que ya no amaba a su marido. “El amor no es todo en el matrimonio”,
dijo el confesor. “Te ha dado hijos. Piensa en el amor de dios, que a la larga
es el que cuenta.”
Elisa regresó a Villa
Constitución más angustiada de lo que había salido. Durante todo junio se
vieron semanalmente con Antonio. El estaba enamorado, le ofreció irse a vivir
juntos a Rosario. Se iba a jubilar en unos pocos meses. Elisa no aguantó más y
decidió hablar con su hijo. Necesitaba que él lo supiera. Era el único que
podía comprenderla. Ernesto la abrazó y le dijo que estaba contento por ella.
Su padre no la merecía, y Antonio era un gran líder. Se hablaba de que lo iban
a llevar a Buenos Aires para ocupar un puesto importante en el Comité Central
del Movimiento. El General se estaba preparando para regresar al país. En unos
meses más caerían los radicales, habría una revolución.
La relación con su marido se fue
deteriorando. Una vez lo llamó cobarde, y Juan la abofeteó. Ella se puso a
llorar, y su hijo se abalanzó contra su padre y gritó que si volvía a tocarla
lo iba a golpear. Su padre dijo que él había sido un buen padre y un buen
marido, que había hecho todo por su hogar, y ahora lo trataban como a un perro.
El tenía ideales, creía en el gobierno radical.
Elisa pensó que en Villa había
gente que se estaba dando cuenta o sospechaba de su situación. Antonio alquiló
un cuarto en una pensión de Rosario, cerca de la Estación de Ómnibus. Empezaron
a viajar y verse allá. El viaje demoraba una hora. Salía por la mañana y
regresaba antes que terminara el turno de la fábrica de su esposo. Antonio
pedía el día, sin goce de sueldo. Decía que tenía algunos problemas médicos. Y
era verdad, tenía angina de pecho, su corazón estaba algo delicado.
Elisa se sentía bien. Comprendió
que no había sido feliz en su vida antes. Juan y ella no tenían mucho en común.
Lo único que le agradecía eran sus hijos, chicos maravillosos. Ernesto era la
persona más noble del mundo. Pensó en separarse de su esposo. En escapar con
Antonio, como si fueran adolescentes. Pero sabía que no se iba a atrever, su
esposo la buscaría y le pediría que volviera, y ella sentiría lástima y
regresaría con él. Ya era tarde para ellos.
A las dos semanas Antonio tuvo
una descompensación cardíaca y lo internaron. La ambulancia fue a buscarlo a la
fábrica y lo llevó al hospital. Ernesto lo fue a visitar allí. Estaba rodeado
de dirigentes del partido. Ernesto le hizo un gesto, en señal de complicidad,
dándole a entender que su madre le mandaba saludos, y a Antonio se le
humedecieron los ojos. A los dos días había fallecido. Lo velaron en la
funeraria de la ciudad. Hubo un desfile de militantes y dirigentes frente a su
féretro. Elisa le pidió a su hijo que la acompañara, quería verlo por última
vez. Fueron juntos. Los que rodeaban el féretro se hicieron a un lado cuando la
vieron. Elisa le aferró el brazo a su hijo y se apoyó en él. Sintió que
desfallecía. Luego volvieron a su casa y se puso a llorar amargamente. Su hijo
no sabía cómo consolarla.
Durante los días siguientes casi
no se levantó de la cama. Estaba deprimida y lloraba. Su esposo, que no se dio
cuenta de nada, quiso llamar al médico, pero ella se negó. Finalmente logró
levantarse.
A principios de agosto ya se
sentía mejor. Un domingo su hijo invitó a su novia a almorzar con ellos.
Querían darles una buena noticia: Graciela estaba embarazada y se iban a casar.
Su madre lo abrazó emocionada. Le dio gracias a Dios. Juan abrazó a su hijo y
después a su mujer. Se tomaron de la mano. “¿Viste Elisa que Dios es bueno?”,
le dijo. Elisa asintió.
Se quedarían solos en la casa.
Quizá le conviniera buscarse un trabajo. Le gustaba la repostería. Le dijo a
Juan que iba a preparar tortas para venderles a las esposas de los compañeros
de la fábrica. Así se ganaría unos pesos. Juan le dijo que no era necesario.
Ella le respondió que quería ser independiente y tener su propio dinero para
hacerle regalos a su nieto. Al primero, y a los vinieran después. Ya era hora
de que también su hija le diera nietos. Juan le dijo que a él le iba a gustar
ser abuelo.
Esa noche durmieron abrazados.
El quiso hacer el amor, pero ella no quiso. Le preguntó a su marido si él creía
que en la vida había que resignarse. Juan le dijo que en cierto modo sí, cuando
uno era viejo ya había vivido lo suyo. Ya no se podía empezar de nuevo. Pero a
ellos, gracias a dios, no les faltaba nada.
El Gauchito Gil
Antonio Mamerto Gil Núñez nació en la estancia “La Trinidad”, cerca
del pueblo de Mercedes, o Pay Ubre, como él lo llamaba, el 15 de septiembre de
1844. Su padre, un gaucho oriundo del departamento de Goya, era peón de la
estancia. Su madre, una china hija de madre paraguaya y padre correntino, había
nacido en un pueblo cerca de la frontera con Paraguay. Era una mujer muy linda,
de ojos negros y pelo lacio y renegrido, que se recogía en dos trenzas. Su
padre se la llevó de su tierra a Pay Ubre, donde tenía trabajo. Era un hombre
muy respetado en la zona. Se lucía en los rodeos, era buen jinete y arreaba con
el silbido y el lazo en los terrenos más difíciles.
Antonio, que tenía la cara linda de su madre y ojos muy negros, se
quedaba con ella en el rancho cuando su padre salía a trabajar. Su hermano
mayor, que le llevaba seis años, lo acompañaba a los rodeos y las yerras. Su
madre le hablaba a Antonio en castellano y en guaraní. El podía comprender la
lengua indígena, pero no la aprendió a hablar bien.
1850 fue un año difícil en Corrientes. La guerra civil no terminaba
nunca, se sucedían los combates, y los gauchos seguían a sus caudillos. No ir
era de cobardes y de flojos. Los paisanos se preciaban de su coraje y no
aguantaban una mancha en su reputación.
Su padre se fue a la guerra y no regresó. Les dijeron que lo habían
muerto en un entrevero con los soldados de un comandante entrerriano. La madre
quedó sola con sus hijos en el rancho de adobe. El patrón de la estancia, Don
Indalecio Santamaría, cuando supo que el gaucho Gil no había vuelto de la
patriada contra los entrerrianos, le pidió a su mujer que los ayudara, como
correspondía. Don Indalecio protegía a su gente en momentos difíciles. Al hijo
mayor, que era fuerte y hábil como lo había sido su padre, aunque joven
todavía, le dio trabajo en su estancia como peón. Su señora, Doña Catalina,
llevó a la china a trabajar a la casa. Ayudaba en la cocina y hacía la
limpieza. Le dieron un cuarto en una vivienda vecina al caserón de la estancia
para que se alojara junto a su hijito, con el personal de servicio. Su hijo
mayor dormía en el galpón de los peones. Antoñito, que era un niño muy menudito
y tranquilo, hacía mandados y ayudaba en lo que podía. Cuando no tenía tarea,
jugaba solo en el corredor de la casa.
El casco de la estancia de “La Trinidad” era grande, trabajaban allí
más de treinta personas, entre peones y sirvientes. Había también tres esclavos
negros, un hombre y dos mujeres, que servían en la casa. La señora del patrón,
que tenía tres hijos, hizo venir a una maestra de Corrientes para que les
enseñara a leer y escribir. Por la mañana, después del desayuno, la maestra se
sentaba con los niños bajo la enramada, y allí les hacía aprender el alfabeto,
y les enseñaba a deletrear y a escribir. Antoñito miraba con curiosidad e
interés. Doña Catalina, viendo esto, le pidió a la maestra que le enseñara
también a él. Antoñito, que era despierto e inteligente, aprendió a leer y
escribir con gran facilidad, antes que los otros niños. Estos le agarraron
envidia y lo acusaban de todo tipo de cosas para que su madre lo castigara. Le
decían que les robaba los dulces y les pegaba. La señora de la estancia no les
creía y miraba al niño con simpatía.
En el 51 llegaron noticias del pronunciamiento de Urquiza. El dueño de
la estancia era federal y la situación le preocupó sobremanera. Los unitarios
conspiraban contra el país. Rosas había mantenido a los franceses y a los
ingleses alejados de la frontera, acorralados en la ciudad vieja de Montevideo,
durante muchos años. Don Indalecio era un estanciero próspero y se había
enriquecido con la política de Rosas. Todos los años arreaba sus animales hacia
el sur y los vendía en Buenos Aires a los saladeros, que preparaban charqui
para los mercados de esclavos del Brasil. También tenía comercio de cueros, que
embarcaba en el puerto de Corrientes. Hacia allá salían sus carretas cada
tantos meses. El hombre se fue con sus peones gauchos a Buenos Aires, a
defender a Rosas, siguiendo a un comandante amigo y no regresó en muchos meses.
Cuando volvió se supo que había caído mucha gente en la lucha. Rosas
había sido derrotado en Caseros y se había ido del país. El General Urquiza, de
Entre Ríos, había quedado al frente de la Confederación. Habían llegado al
país muchos brasileños y otros extranjeros. Al poco tiempo, la maestra que les
enseñaba a los chicos regresó a Corrientes. No vinieron más maestros a la estancia.
A veces, la esposa del patrón, por la tarde, se sentaba en la enramada con los
niños y les hacía leer la Biblia en
voz alta. Si Antoñito estaba allí le pedía que leyera. El niño prefería el Génesis y el Evangelio de San Juan. Leía de corrido, con voz clara. A diferencia
de los otros niños, casi nunca se equivocaba. Pronunciaba con cuidado, dándole
a cada frase un énfasis especial.
La madre de Antoñito continuó trabajando en la cocina. Era una mujer
atractiva y los gauchos la cortejaban. Le decían piropos y cumplidos, que ella
no respondía. Finalmente aceptó a un enamorado, Juan Prieto, un gaucho rumboso
que usaba aperos llamativos y se emborrachaba cada vez que había baile. Al
hombre le molestaba que el niño estuviera siempre entre él y la mujer. Le dijo
a la madre que Antoñito estaba muy apegado a sus polleras y que tenía que
hacerse hombre. Ya había cumplido once años. El tenía un peón amigo que podía
llevarlo al campo, para que aprendiera a trabajar con los animales y se hiciera
gaucho.
Lo mandaron con Pancracio, un gaucho de pelo largo y vincha, que era
famoso por su habilidad con el cuchillo. Pancracio se encariñó con Antoñito, le
enseñó a amansar caballos, a arrear el ganado, a marcar, a carnear y a cuerear.
También le enseñó a vistear. En esos pagos había que saber defenderse. Lo
llamaba Gauchito en lugar de Antoñito. “¿Gauchito cuánto?”, le preguntó
alguien. “Gauchito Gil”, respondió el muchacho y ya le quedó ese nombre.
Cada tanto el Gauchito regresaba a los pagos a visitar a su madre, que
se fue a vivir a un rancho con el gaucho Juan Prieto. Una vez que llegó se dio
cuenta que estaba embarazada, iba a tener un hermanito. El niño nació prematuro
y murió enseguida. Su madre perdió mucha sangre en el parto y al poco tiempo
moría ella también. El Gauchito amaba profundamente a su madre y la pérdida le
causó un gran dolor. La enterraron en un camposanto en Pay Ubre. A los
dieciséis años se había quedado huérfano.
Al tiempo el patrón envió a Pancracio con un encargo a Corrientes y el
Gauchito se fue a trabajar como ayudante de un cazador que vivía en los
esteros. Se llamaba Venancio. Cazaba aves y vendía sus plumas más finas, que
eran muy apreciadas. Casi nadie, entre los gauchos, tenía fusil, que era un
arma de los ricos. Cazaban con trampas y con bolas. El Gauchito se hizo un
cazador diestro. Podía bolear a los patos en el aire. En los esteros andaban en
canoa. Atravesaban grandes peces con lanza y los comían asados. Dormían en una
choza de junco que se habían armado. El Gauchito se enamoró del paisaje, de sus
sonidos y de las noches estrelladas. Venancio se había criado en la frontera
con Paraguay y sabía poco castellano. Le hablaba casi siempre en guaraní. El
Gauchito le entendía y le respondía en castellano.
A los dieciocho años el Gauchito decidió volver a la estancia. Le dijo
a Venancio que quería andar por su cuenta y se despidió de él. Regresó a “La
Trinidad”, donde había crecido, y le dijo al patrón que estaba buscando
trabajo. Poco después Don Indalecio lo llamó. Un amigo suyo había muerto en una
batalla grande en el arroyo Pavón, en Santa Fe, y su esposa, que había quedado
sola, necesitaba ayuda en su campo. Don Indalecio sabía que el Gauchito era un
muchacho listo e inteligente. Le dio una carta y lo envió a “La Estrella”,
cerca de Mercedes.
La viuda lo recibió. Era una mujer de unos treinta años, hermosa, y de
cuerpo algo grueso. Se llamaba Estrella, como la estancia. Su marido le había
puesto ese nombre en honor suyo. Desde un primer momento el Gauchito le llamó
la atención. Era un muchacho bajito, con cara de niño. Aparentaba menos edad
que la que tenía. Después de hacerle algunas preguntas, le ofreció el trabajo.
El capataz lo puso a cargo de una cantidad de animales. Era buen jinete y sabía
seleccionar y apartar el ganado. Los arreaba a las aguadas y a los pastizales.
Un día, en un fogón, un gaucho grandote se burló de él. Los otros se
rieron y el Gauchito se ofendió. Lo desafió a pelear y desenvainó su cuchillo.
El grandote sacó el suyo y se trenzaron. El capataz se interpuso y los desarmó.
Les dijo que en la estancia, por orden de la patrona, estaban prohibidas las
peleas y los hizo azotar.
Los gauchos arreaban con el rebenque y el lazo. El Gauchito prefería
las boleadoras. Como era bajo, se las ataba alrededor del pecho, en lugar de la
cintura. Decía que le resultaba más cómodo. El capataz lo mandaba en
persecución de las reses que escapaban y las inmovilizaba con un tiro de bolas.
Una vez que estaban en el monte boleó a un jabalí. Los otros gauchos festejaron
su hazaña. Comieron el jabalí asado a las llamas. Lo abrieron en dos, lo
clavaron en una cruz de hierro, hincaron la cruz en la tierra, lo cubrieron con
una montaña de ramas de espinillo que juntaron e hicieron una enorme fogata.
Pocos minutos después extinguieron el fuego. La carne estaba a punto.
A los veinte años se dejó crecer el bigote para parecer más grande.
Tenía un rostro bondadoso y ojos penetrantes. Muchos lo consideraban afeminado
y lo miraban con sorna. Como buen correntino, respetaba las creencias de su
tierra. Se hizo grabar en el esternón un tatuaje de San La Muerte a punta de
cuchillo. San La Muerte lo protegía de las alimañas peligrosas cuando estaba en
el monte y en los esteros. Había ocelotes, víboras y yacarés. Sus fieles creían
que los protegía también de los peligros de la guerra. Las luchas civiles
asolaban la región. Cada dos por tres venían a buscar gente para alguna
refriega. El Gauchito no había ido a la guerra todavía, pero sabía que en algún
momento le iba a tocar.
Por la noche, si no andaba lejos, en un arreo, regresaba a la
estancia. Dormía en un galpón de techo alto, junto a los otros peones. Las
noches de luna salía a contemplar el campo. A la patrona, Doña Estrella, le
gustaba sentarse en el corredor de la casa. La mujer lo observaba y se empezó a
interesar en él.
Algunas veces, cuando lo veía por las noches, la viuda lo llamaba para
hablar. Le preguntaba por sus cosas. Cuando supo que sabía leer, le pidió que
le leyera la Biblia. Lo hizo pasar a
la casa y leyó a la luz de la lámpara. La escena se repitió con cierta
frecuencia. Lo convidaba con cognac o ginebra. El Gauchito, que era muy tímido,
hacía todo lo que ella le decía. Un día pasó lo inevitable. La señora, que lo
deseaba, lo empezó a acariciar y lo besó. Después se lo llevó al dormitorio e hicieron
el amor. El Gauchito era un muchacho tierno y apasionado. La mujer se enamoró
de él. El Gauchito se dejaba hacer. Al tiempo ya casi no iba a dormir al
galpón. Los demás peones lo empezaron a celar. Se dieron cuenta de que tenía
tratos íntimos con la patrona.
Poco después llegaron a la estancia dos hermanos de Doña Estrella.
Durante varios días el Gauchito no se acercó a la casa. Uno de los hermanos
vestía uniforme militar. El otro usaba ropa de ciudad. Vivían en Corrientes.
Días más tarde vino de visita el Capitán Alvarado. Era pretendiente de Doña
Estrella y un hombre influyente, oficial del Ejército y Jefe de la Policía de
Mercedes. Tenía como cuarenta años, era alto y de porte marcial. Era amigo del
Gobernador y en la región le temían.
El Capitán empezó a venir seguido por las tardes. La señora le pidió
una vez al Gauchito que les cebara mate, y allí pudo ver a todos de cerca. No
sabía por qué los hermanos de Estrella habían ido a la estancia. Estaba
preocupado, pensaba que quizá quisieran aprovecharse de ella, que era tan rica.
Cuando se fueron los hermanos la situación
se normalizó. El Capitán la visitaba de vez en cuando durante el día y salían a
pasear a caballo, o ella lo invitaba a almorzar. También les gustaba tomar mate
juntos en el corredor de la casa. Pasaban tiempo solos en el interior de la
vivienda, pero el Capitán no se quedaba por las noches en la estancia.
Doña Estrella estaba infatuada con el muchacho. Lo invitaba por la
noche a la casa. Le gustaba bañarlo en una tina, perfumarlo y luego llevarlo a
la cama y jinetear encima de él. El Gauchito era de piel blanca, sin vellos, y
su cuerpo era más pequeño que el de ella. Doña Estrella lo acariciaba, jugaba
con su bigote y le decía que lo quería. El Gauchito se fue enamorando de ella. Nunca
había estado con una mujer antes.
Los otros peones miraban con envidia la relación del Gauchito con la
patrona. Alguien hizo llegar al Capitán los rumores sobre las visitas nocturnas
del muchacho a la viuda. Al tiempo regresó a la estancia el hermano militar de
Doña Estrella. Se quedó allí varios días. Venía de la guerra. Los dos,
aparentemente, hablaron de negocios. Después vino el Capitán. El Capitán lo
mandó llamar al Gauchito. Le dijo que se venían malos tiempos, y que él iba a
tener que internarse en el monte con un rebaño de ganado. Doña Estrella
asintió. Había guerra y no querían que les confiscaran todos los animales.
El Gauchito, junto con otros peones, se llevaron los animales al
monte. Allí vivieron por varios meses. Cuando volvieron a la estancia los
recibió el Capitán Alvarado. No pudo ver a Doña Estrella. El Capitán le dijo al
Gauchito que iba a vivir en un puesto algo alejado de la casa, y que no
abandonara el sitio si él no lo autorizaba. El muchacho, que extrañaba a su
amante, merodeaba por las noches los alrededores del casco. Intentó acercarse y
dos policías que estaban vigilando se le echaron encima. Se cubrió la cara con
el pañuelo, sacó el facón y les hizo frente. Hirió a uno y logró escapar. Al
día siguiente el Capitán lo vino a buscar con dos policías y se lo llevaron
detenido. Lo acusó de tratar de robar en la casa y de herir a un policía. El
Gauchito negó que hubiera sido él. Lo hizo azotar y estaquear. Lo dejó un día
tendido al sol. Doña Estrella, que se enteró, vino a pedir por él. Dijo que era
un buen peón y que debía perdonarlo. El Capitán no quería entrar a competir con
el muchacho. Le ordenó que se fuera lejos, que no volviera a la estancia. Era
sospechoso de haber herido a un policía y si regresaba podía irle muy mal.
Estaban reclutando gente para la guerra contra el Paraguay. El
Gauchito lo vio como una oportunidad para probarse. Era 1866, ya había cumplido
veintidós años. Fue a Corrientes y lo destinaron a un cuerpo de infantería. La
guerra se peleaba en los esteros y el Gauchito conocía ese tipo de terreno. La
vida militar no era lo que pensaba. Había que pasarse mucho tiempo en el
campamento, esperando órdenes. Se aburría. Se hizo de varios amigos. Eran casi
todos gauchos como él. Los oficiales hablaban poco con ellos, venían de las
ciudades del litoral.
Había un soldado que era diferente a los demás. Andaba siempre con una
carpeta. La apoyaba donde podía y se ponía a dibujar. Hacía croquis y dibujos
del campamento y los alrededores. También dibujaba a otros soldados, en diferentes
posiciones. Ponía el lápiz delante de la vista para tomarle el tamaño a las
cosas y calcular las distancias. Le decían Cándido. Peleó junto a él en la
batalla de Sauce. En la batalla de Curupaytí lo hirieron mal y perdió el brazo
derecho. El Gauchito lo vio cuando lo llevaban al hospital de campaña. El otro
lo reconoció también. Le dijo que no iba a poder dibujar más ni pintar. El
Gauchito le respondió que si realmente era pintor, iba a aprender a pintar con
la otra mano. El muchacho lo miró agradecido.
Los porteños se quejaban por los rigores del clima. Hacía calor y
humedad, y había muchos insectos. Los soldados se enfermaban. Tenían que luchar
en las peores condiciones. Curupaytí fue una verdadera carnicería. Les dieron
orden de avanzar por los esteros contra las posiciones del enemigo, pero no
llegaban nunca. Los que morían quedaban semihundidos en el agua. Durante la
batalla el Gauchito se extravió. Cuando llegó la noche se ocultó en un terreno
más elevado y seco. Agotado se durmió. Lo despertaron ruidos de hombres que se
acercaban. Hablaban en guaraní. Se dio cuenta que eran soldados paraguayos.
Agarró su fusil y preparó la bayoneta para defenderse. Se quedó quieto. Los
otros pasaron a varios metros de él y no lo vieron. Decían que eran hombres del
Capitán Ayala y que los argentinos estaban casi derrotados. A la mañana pudo
regresar a sus posiciones. La batalla se prolongó varios días más y, tal como
decían los paraguayos, los argentinos perdieron.
Pero eran muchos. Pasaron los meses y la guerra se empezó a inclinar
del lado argentino y sus aliados brasileños y uruguayos. Llegó a su Regimiento
un oficial periodista. Era Capitán. Había combatido en Sauce y en Curupaytí,
donde lo habían herido. Al Gauchito le llamaba la atención verlo leer y escribir.
Un día se acercó a él para observar lo que escribía. El otro le preguntó si
podía entender lo que decía allí. El Gauchito le dijo que sí, que sabía leer.
El Capitán se sorprendió. Los gauchos eran casi todos analfabetos. El Gauchito
le dijo que había aprendido a leer en la estancia de sus patrones, donde su
madre era la cocinera. El otro se presentó, era el Capitán Mansilla y trabajaba
para un diario de Buenos Aires, La
Tribuna. Cumplía además funciones militares. Le preguntó si le quería
ayudar. El Gauchito le dijo que sí. Le pidió que pasara en limpio los artículos
que escribía. El Gauchito tenía una letra muy clara y perfilada. Escribía en
una mesa de campaña, junto a la tienda del Capitán. Se pasaba horas trabajando
y casi dibujaba cada letra. Mansilla le preguntó si había leído libros. El
Gauchito le respondió que la Biblia.
Mansilla le preguntó si algún otro. El Gauchito le dijo que no.
Se hizo inseparable del Capitán y lo seguía a todos lados. Mansilla le
pedía que le leyera en voz alta los diarios que le llegaban de Buenos Aires.
Estaba en contra del gobierno, no quería al Presidente y criticaba la dirección
de la guerra. Las crónicas que escribía analizaban la situación con un tono
negativo y pesimista.
Su Regimiento estuvo estacionado varias semanas sin moverse. Mansilla
se aburría de la vida en el campamento. Por fin recibieron órdenes de adelantar
sus posiciones. Todo el Regimiento marchó y se ubicaron más cerca del enemigo.
Hicieron terraplenes para protegerse de las balas y cavaron trincheras.
Mansilla tenía un gran sentido del humor y le gustaba hacer bromas y contar
chistes a sus soldados. Las horas eran largas y no había mucha acción. Los
paraguayos tenían pocas municiones y casi no disparaban. Era una guerra de
nervios. Estaban siempre observando al enemigo y esperando.
Mansilla les propuso cargar a la bayoneta, pero el Mando superior se
opuso. El Capitán regresó a su puesto furioso y se subió encima de los
terraplenes. Empezó a agitar los brazos. Los paraguayos le gritaban cosas. Los
argentinos respondieron. Algunas balas paraguayas picaron sobre las
fortificaciones. Le pidieron a Mansilla que bajara, antes que lo hirieran. El
empezó a reírse a carcajadas. Se bajó los pantalones y les mostró el culo a los
paraguayos. Los soldados empezaron todos a reírse. Esa tarde terminó sin
mayores incidentes. Mansilla había sido el héroe del campamento.
Días después avanzaron y desalojaron a los paraguayos de su posición.
Tuvieron que cargar de frente contra el enemigo. Hubo muchos muertos. El Gauchito
vio como un soldado paraguayo se le venía encima. Logró hacerse a un lado y lo
atravesó con la bayoneta. Mientras estaba expirando el paraguayo lo miró a los
ojos. Era un muchachito de no más de quince años. El Gauchito le sostuvo la
cabeza y el otro murió en sus brazos. Siguió peleando, pero esa noche no pudo
olvidarse de la mirada del joven soldado moribundo.
La guerra siguió su curso. A su Regimiento de a poco lo fueron
diezmando. Ya no quedaban ni la mitad de los hombres. Lo hirieron en un hombro
y lo mandaron a la retaguardia. Lo atendieron y lo vendaron unas mujeres que
hacían de enfermeras, hasta que recuperó las fuerzas. Cuando volvió al frente
ya Mansilla no estaba, lo habían hecho regresar a Buenos Aires.
Al mes siguiente enviaron a su Regimiento a Corrientes y lo
acuartelaron. Su unidad permaneció allí durante varios meses, hasta que terminó
la guerra. Licenciaron a todos y les dieron unos pocos pesos para que volvieran
a sus pagos. Cuando el Gauchito llegó a Pay Ubre se enteró que Doña Estrella,
la patrona, se había casado con el Capitán Alvarado. Este se había retirado de
la policía y ahora administraba la estancia. El Capitán recibió con desagrado
la noticia del regreso del Gauchito. Sospechaba lo que había pasado entre él y
su mujer.
El Gauchito consiguió trabajo en un campo. Atendía a los animales. Los
llevaba a las pasturas y las aguadas. Tenía un buen caballo y salía a galopar
por las tardes después del trabajo. Sintió tentación de acercarse a la estancia
de Doña Estrella, pero no lo hizo. Le costó mucho adaptarse otra vez a la vida
de peón. La guerra lo había cambiado. Tenía pesadillas por las noches. Veía los
ojos del muchachito que había atravesado con la bayoneta y había muerto en sus
brazos. Se despertaba angustiado.
Un día lo vino a buscar la policía al campo donde trabajaba. Era el
año 1871. Le dijeron que no lo querían en el pago. Las cosas estaban difíciles,
había muchos cuatreros y le convenía irse de allí. El Gauchito entendió, pero
no hizo caso. Al tiempo se enteró de que en Corrientes se habían levantado
contra el gobierno. El Jefe de la policía se presentó en la estancia y dijo que
pronto llegaría un Comandante a buscar soldados para la guerra civil, y que se
prepararan para luchar. El Gauchito sintió que no tenía nada que ganar y que
realmente no quería pelear en otra guerra. Para él los hombres eran todos
hermanos, aunque vivieran en distintas provincias o países. Esa noche tuvo un
sueño. Se le apareció Cristo, rodeado de una luz blanca. Tenía un rostro de
aspecto adolescente. El reconoció los ojos del soldado paraguayo muerto. Dios
le habló en guaraní y le dijo que el hombre no debe derramar la sangre del
hombre. Le pidió que rezara a San La Muerte para que lo protegiera.
Al otro día llegó una partida de soldados. El Comandante explicó que
ellos eran azules liberales y estaban en contra de los autonomistas. Les ordenó
que se alistaran, se los llevaban a todos a pelear. Tuvieron que seguirlos.
Hicieron una gran redada en varias estancias sin preguntar a los peones de qué
parte estaban. Los obligaron a ir con ellos. Los gauchos eran todos federales y
colorados. Siempre habían visto a los liberales como enemigos. Dos compañeros
le vinieron a hablar. Quedaron en huir esa noche y escapar hacia los esteros.
No los encontrarían. El Gauchito conocía muy bien el terreno y sabía como vivir
allí.
Se fugó con los otros dos. Eran desertores y tendrían que andar como
gauchos fugitivos. Se perdieron en los Esteros del Iberá. En una isleta
hicieron una choza y se quedaron a vivir allí. Uno de los gauchos, Francisco
Gonçalves, era mestizo, hijo de padre brasileño y madre correntina, y el otro,
Ramiro Pardo, criollo. Se pasaron muchos meses pescando y cazando en los
esteros, esperando que terminara la guerra civil y hubiera paz.
Francisco llevaba en su montura
una Biblia. No sabía leer. Cuando se
enteró que el Gauchito sí sabía, le pidió que le leyera los Evangelios. Todos
los días por la tarde leía un rato en voz alta y los otros escuchaban. Les
interesaba sobre todo el relato de la pasión, cuando entregan a Cristo y lo
crucifican. Decían que el mundo estaba lleno de traidores.
Había transcurrido un año por los menos, y el Gauchito se atrevió a
dejar su escondite para buscar noticias. Enfiló hacia una zona poblada y se
detuvo en una pulpería. El dueño le dijo que la guerra había terminado. Compró
yerba y ginebra. Vio encima de unas barricas unos cuadernos impresos. Tomó uno
y lo hojeó. El cuaderno decía El gaucho Martín Fierro. Estaba en verso.
El pulpero le explicó que lo había escrito un periodista de Buenos Aires y lo
vendía por unos pocos centavos. Se llevó uno. Le dijo al pulpero que era
cazador y quería vender pieles y plumas. Le preguntó si se las compraba. Este
mostró interés. El Gauchito prometió volver con una carga.
Regresó a los esteros. Sus compañeros de aventura quedaron encantados
con la noticia del fin de la guerra. Podían dedicarse tranquilamente a cazar
nutrias y garzas. Les gustó mucho el libro que trajo el Gauchito. De ahí en más
lo preferían a la Biblia. Todas las
tardes les leía unas estrofas del Martín Fierro. Ellos habían escuchado
a los cantores payar en los fogones y en las pulperías. En las estancias
siempre había una guitarra para el que quisiera improvisar. Pero nunca habían
oído versos tan lindos. Le pedían que les leyera las estrofas una y otra vez.
También discutían lo que el libro decía y se hacían preguntas.
Estaban de acuerdo que en el pasado los gauchos habían sido más
felices que en esos momentos. Muchos paisanos tenían su campito, sus vacas y su
tropilla. Trabajaban en las estancias y nadie los molestaba ni los perseguía.
“Eran otras épocas - dijo Francisco - Eran tiempos de Rosas”. El Gauchito
recordó que el Capitán Mansilla siempre le decía que ya no quedaban criollos, y
que por culpa del gobierno iban a desaparecer los gauchos. Después de la caída
de Rosas habían venido malos tiempos. Francisco dijo que a su padre un
Comandante le quitó la tierra. Al de Ramiro lo habían perseguido para sacarle
la mujer. Lo mandaron a la frontera de Córdoba, a luchar en los fortines. Su
madre se había ido a vivir con un Sargento y a él lo enviaron lejos a trabajar
de boyero. Ya no volvió a ver a su madre.
A todos les gustó que Martín Fierro se defendiera. Era muy hombre. El
ejército era una desgracia. Los oficiales eran unos ladrones que dejaban al
gaucho en la miseria. Cuando el Gauchito les leyó los versos en que Martín
Fierro desertaba todos se identificaron con él. Celebraron también la parte en
que luchaba con la partida y el Sargento Cruz se ponía de su lado. Para ellos
la amistad era algo sagrado, un gaucho no debía abandonar a otro gaucho, mucho
menos si estaba en peligro.
Se quedaron juntos varios meses más. Cazaban aves acuáticas y
guardaban las plumas; también atrapaban nutrias y otros animales salvajes y
conservaban los cueros. Cada tanto el Gauchito iba a la pulpería con los tres
caballos cargados. Volvía con dinero y con noticias. Se repartían el dinero y
lo guardaban en el cinturón. En 1874 hubo una nueva guerra civil. Las aguas
estaban revueltas. Sus dos compañeros pensaron que era un buen momento para
tratar de regresar, mezclarse con la población y abrirse camino. La policía
estaba entretenida y ocupada con la leva. El Gauchito prefirió quedarse un poco
más y le pidió a Francisco que le dejara la Biblia.
El otro accedió. De todos modos, no sabía leer. Se despidieron. Los dos
enfilaron hacia el sur de la provincia.
Antes que los gauchos Gonçalves y Pardo llegaran a Goya una partida
los detuvo. Los acusaron de ser ladrones y cuatreros. No los juzgaron. Cuando
supieron que eran desertores decidieron ajusticiarlos. Uno dijo que los
llevaran a Goya y los mataran allá. Pero no quisieron tomarse el trabajo de
llevarlos prisioneros. Los fusilaron al costado del camino. El Gauchito nunca
supo que sus amigos habían muerto. Se quedó viviendo en su isleta, en los
esteros. Se sentía bien solo. Desarrolló una intensa vida espiritual. Leía El
gaucho Martín Fierro y la
Biblia. Pasaba mucho tiempo meditando.
Por las tardes, cuando caía el sol y el cielo se teñía de rojo, se tendía
en el suelo y se concentraba en un punto en el centro de su frente. Empezó a
tener visiones. Conversaba con San La Muerte. Se le aparecía su esqueleto y le
decía que lo protegía y velaba por él. El Gauchito contestaba que no tenía
miedo de morir. El quería ver a Dios un día. Sintió que todo eso que pasaba era
una preparación para otra cosa. En algún momento tenía que volver al pago que
había dejado, y para ese entonces él sería otra persona. También se le apareció
el adolescente paraguayo que había matado en la guerra. El Gauchito le prometió
que ya no iba a derramar más la sangre del hombre. Finalmente, en 1875 se
decidió a dejar su refugio.
Llevaba una cierta cantidad de dinero que había ahorrado con la venta
de plumas y cueros. Iba muy prolijo. Se afeitó la barba con su facón y se dejó
el bigote. Tenía un facón con mango de asta de ciervo, muy valorado. Iba con
sus boleadoras atadas al pecho. Era un cazador consumado y no moriría de hambre
mientras tuviera sus bolas. Se mantuvo alejado de los lugares en que había
vivido o que antes frecuentaba. Cuando se sentía convencido de que no había
pasado por esos pagos, se animaba a acercarse a los caseríos. Se detenía en el
rancho de algún paisano y le pedía hospitalidad. Encontró que el campo estaba
menos poblado que antes, había muchas taperas. No eran buenos tiempos para los
gauchos. Llevaba con él su poncho rojo y cuando le preguntaban si era federal
no lo desmentía. Decía que era, como todos los pobres, defensor de los gauchos.
Una vez se paró en un rancho y encontró una situación desoladora.
Vivían en él un gaucho, su china y sus dos hijos. Un hijo estaba muy enfermo.
Tenía una fiebre que lo consumía. Su cuerpo estaba lleno de llagas y bubones.
Hacía días que estaba inconsciente, y esperaban que muriera esa noche. Movido
por la compasión, el Gauchito se arrodilló frente a su catre y le tocó la
frente. Luego dirigió su mano hacia las llagas y los bubones. Sacó la Biblia
y se puso a leer el capítulo 9 del Evangelio
de San Mateo. Cuando llegó a la parte en que Jesús sana a los enfermos, el
niño moribundo abrió los ojos y se incorporó en el lecho. Los padres
retrocedieron con miedo. El niño se puso de pie y pidió agua. Le trajeron agua,
la bebió y dijo que tenía hambre. El padre carneó un cordero e hicieron un asado.
Le pidieron al Gauchito que se quedara a pasar la noche en el rancho. A la
mañana el niño tenía la piel bien, no quedaban rastros de las llagas y estaba
sonriendo. El Gauchito anunció que seguía viaje. No lo querían dejar ir. No
sabían qué darle. El hombre le dijo que se llevara un caballo ladero. El
Gauchito andaba en un tordillo. Dijo que no le hacía falta, que se sentía
contento de que el chico estuviera bien.
Se fue. No entendía bien lo que había pasado. Dios había intervenido.
Había curado por su intermedio. Lo había aceptado como vehículo suyo. Le había
dado un poder. Quedó obnubilado. Llegó hasta un bosquecito. Decidió quedarse
allí por varios días. No cazó ni comió. Sólo bebió agua de un arroyo. Hizo
ayuno por una semana. Se pasaba el día tumbado bajo los árboles, meditando.
Leía la Biblia. Al atardecer salía a
caminar. Espiritualmente fortalecido decidió seguir viaje. Pidió trabajo en una
estancia. Le dieron una tropilla de potros jóvenes, algunos redomones y algunos
sin domar, para que los amansara. Era buen domador. Escuchó una voz que le dijo
que no los golpeara. Eran criaturas de dios, le entenderían si les hablaba.
Decidió obedecer a la voz. No castigó a los animales. Les hablaba. Los caballos
parecían entenderle. Les fue quitando las cosquillas y los miedos. Los
abrazaba. Los animales se restregaban contra su pecho. Luego los montaba y los
potrillos se comportaban como caballos mansos que hubieran sufrido la montura
por mucho tiempo. Los hacía andar sin ponerles el freno. Les aplicaba una presión
con las piernas en el costado y los animales obedecían. Un gaucho le preguntó
dónde había aprendido eso, que si había vivido con los indios. Respondió que
no, que él solo había aprendido. Después les puso el freno y dejó que los
montaran otros. Los animales respondieron bien.
Siguió viaje y fue a otra estancia. Le ofrecieron trabajo de peón.
Aceptó. Volvió a tener visiones. Una vez, junto a una aguada, se le apareció
Cristo. Le dijo al Gauchito que era, como él, un cordero. Le pidió que no
tuviera miedo, que él lo iba a recibir en su reino. El cordero estaba en el
mundo para lavar los pecados y redimir al hombre.
Un día, cuando llegó a la casa del patrón, vio un carruaje que había
venido de la ciudad. Preguntó a los otros peones qué pasaba. Había llegado el
médico. La mujer del patrón estaba muy enferma, le dolía el costado. Tenía un
ataque de apendicitis. A la mañana la sacaron al corredor de la casa. Todos se
acercaron a verla. Tenía la tez amarilla. El médico dijo que no se podía hacer
nada. Al llegar la tarde la mujer no hablaba, no podía tragar. El médico dijo
que buscaran a un cura porque iba a morirse, que le dieran la extremaunción.
Mandaron a buscar al pueblo a un vecino que se hacía pasar por cura y a veces
celebraba misa. Mientras sucedía esto, el Gauchito quiso probar si Dios le
concedía un favor. Se acercó a la mujer y empezó a rezar en silencio. Los demás
no se dieron cuenta. Le pidió a Cristo que la salvara, y a San La Muerte que no
se la llevara. Después de diez minutos la mujer abrió los ojos. Les dijo que
había tenido una visión. Había venido del cielo una paloma blanca y había
depositado gotas de rocío en su boca. Pensaron que deliraba. La mujer se
incorporó en el lecho. Le preguntaron si le dolía algo. Dijo que no, que estaba
bien, que no le dolía nada. Preguntó que por qué estaban todos reunidos allí y
se levantó. El Gauchito se retiró al galpón donde dormía y le agradeció a Dios.
Nadie entendió lo que había pasado, pero el Gauchito supo que había sido
Cristo, que había intercedido y le había concedido su súplica.
Días después dejó su trabajo y se internó en el monte. Se detuvo bajo
un árbol e hizo ayuno por una semana. Se preguntó qué significaba todo eso, que
qué iba a hacer con su vida. Que por qué lo había elegido Dios y qué quería de
él. Le dijo a Cristo que si él servía para lavar la sangre del pecado que se lo
llevara, que él estaba en sus manos. Era 1877 y el gauchito estaba por cumplir
treinta y tres años. Había vivido mucho tiempo escapando. El único amor que
había conocido era el de la viuda. Había ido a algunas fiestas y bailes, pero
raramente se acercaba a una mujer. En cada una veía algo de la que había sido
su amada y retrocedía.
Finalmente decidió que era tiempo de volver a sus pagos. Quería
visitar la tumba de su madre. Sabía que era peligroso, pero rezó, y pensó que
Dios iba a decidir cuando fuera su hora. El 6 de enero de 1878 fue a Mercedes a
las celebraciones de Reyes. Se dijo que quería ver a la gente, pero realmente
lo que quería era saber algo de Estrella. Pensó que ella estaría ya grande,
pero él la seguía queriendo. Fue a la misa, y después a la fiesta. Había
empanadas y vino. Al rato empezó la guitarreada. El pueblo estaba animado.
Al atardecer fue al cementerio a visitar la tumba de su madre. Por la
noche durmió en el camposanto, tapado con su poncho. A la mañana siguiente
regresó al pueblo y se acercó a un almacén a tomar una caña. Quería enterarse
de las novedades. De pronto sintió una mano que le sostenía el brazo. Se volvió
y se encontró con la mirada del antiguo Jefe de policía y esposo de Estrella.
“Sabía que iba a volver”, le dijo. Le apuntó con una pistola y le ordenó que
marchara con él. Fueron a la comisaría. “Enciérrelo”, le dijo al Comisario. “Es
un ladrón y un desertor”. Pasó la noche en el calabozo. Pensó que esa quizá era
la última noche de su vida.
La mañana del 8 de enero el Comisario lo sacó del calabozo y lo
entregó a una partida que lo esperaba. “Llévenselo - le dijo al Sargento - Es
un ladrón, un cuatrero y un desertor. Ya saben lo que tienen que hacer”. El
Juez de Paz estaba en la Comisaría en esos momentos y quiso interceder. “Si
cometió un delito, hay que juzgarlo – dijo - Debemos someternos a la ley”. El
Comisario lo miró con sorna. “Si se creerá que es Avellaneda - se burló - Hay
demasiado gaucho bandido en esta tierra”. “Iré al Gobernador - respondió el
otro - Basta ya de derramar sangre inocente. Los delitos hay que probarlos”.
Los policías le ataron las manos y se lo llevaron. Cuando habían
andado dos leguas el Sargento detuvo la partida. Desensillaron junto a un
algarrobo. El Sargento lo hizo bajar y lo paró junto al árbol. Les dijo a sus
hombres que prepararan los fusiles. “¿Por qué me vas a matar, Sargento? -
preguntó el Gauchito - No he cometido delitos. Me persiguen injustamente. Vas a
derramar sangre inocente”. El Sargento le quitó la camisa y dejó su pecho
desnudo. Apareció en su lado izquierdo tatuada la imagen de San La Muerte. Le
apuntaron. El Gauchito los miró. Los policías bajaron las armas. Dijeron que no
podían disparar contra San La Muerte, porque se condenarían. El Sargento, con
rabia, tiró un lazo por encima de una de las ramas del algarrobo, le ató los
pies y lo colgó, cabeza abajo. “No me mates Sargento, soy inocente - repitió -
No le creas al Comisario. Hazle caso al Juez”.
En ese momento el Gauchito tuvo una visión. Se le apareció un niño
cubierto de vendas, que venía del cielo. Tenía los mismos ojos que el Sargento.
Comprendió que era su hijo. El Sargento sacó el cuchillo de asta de ciervo que
le había quitado al Gauchito Gil y se preparó. El Gauchito se dio cuenta que
había llegado su hora. Pensó en su visión. Dios quería decirle algo, le había
mandado un mensaje. Al fin entendió. “Sargento - dijo - tu hijo se ha enfermado
y se está por morir. Después que me hayas matado reza por mi alma. La sangre de
un inocente sirve para lavar los pecados. Reza por mí y tu hijo se salvará.
Invoca mi nombre y yo lo curaré. También te perdonaré a vos por derramar mi
sangre, porque así lo quiere Dios. Invoca mi nombre y se hará el milagro”.
El Sargento lo miró con burla y le dijo que no se preocupara, que su
hijo estaba bien. Después de un tajo le abrió la yugular. El Gauchito se
desangró rápidamente y expiró. Lo bajaron del árbol y lo dejaron a un costado.
El Sargento no quiso perder tiempo en enterrarlo. Estaba preocupado por lo que
éste había dicho sobre su hijo. Lo cubrieron con hojas y ramas. El Sargento
ordenó a sus hombres que regresaran a la comisaría, que él tenía algo
importante que hacer. Salió al galope hacia su rancho. Al llegar ya se olía la
tragedia. Su mujer lo recibió llorando. Su hijo menor, de diez años, estaba muy
grave. No podía respirar. Le dijo que se estaba muriendo. El Sargento
comprendió todo. Se hincó de rodillas ante el lecho donde yacía el niño y se
puso a rezar. Invocó al Gauchito Gil, y le pidió al difunto que le perdonara su
crimen, y que su sangre inocente lavara sus pecados. Cuando se levantó, su hijo
abrió los ojos y empezó a respirar normalmente. Llamó a la madre y le pidió que
le trajera algo de comer. El Sargento agarró su caballo y volvió al galope
hasta el algarrobo donde había quedado el cuerpo del Gauchito. Quitó las ramas
que cubrían su cadáver y se abrazó a su cuerpo. Tomó el poncho rojo que le
había sacado y cubrió el cadáver. Se arrodilló ante él y le pidió perdón. Con
su facón empezó a cavar una sepultura al pie del algarrobo. Cortó una rama de
espinillo e hizo una cruz. Besó la frente del Gauchito y depositó su cuerpo en
la tumba. Colocó sobre su pecho los dos libros que había encontrado en su
apero: la Biblia y el Martín Fierro, y cruzó sus manos sobre
ellos. Ayudarían a su alma en el viaje. Lo cubrió de tierra, colocó la cruz y
ató el poncho rojo en sus brazos. Hizo un fuego y con carbón escribió:
“Gauchito Gil”. Se persignó, montó en su caballo y regresó a su rancho.
Al llegar le confesó a su mujer lo que había ocurrido. Le dijo que
había derramado la sangre de un inocente. Que Dios lo había castigado y
enfermado mortalmente a su hijo. Que invocó la sangre del Gauchito y Dios lo
perdonó y lo salvó. El Gauchito había hecho el milagro. La mujer le creyó. Era
muy religiosa. Decidieron hacer una peregrinación a pie a la tumba del
Gauchito. Trescientos metros antes de llegar al algarrobo, el Sargento empezó a
andar sobre sus rodillas y a rezar. Su mujer caminaba a su lado, agradeciéndole
al alma del difunto. Encendieron una fogata y se quedaron toda la noche junto a
la tumba.
El Sargento regresó al día siguiente a su trabajo y les contó a sus
hombres lo sucedido. Era gente de una fe profunda. Pensaron que si el Gauchito
había hecho un milagro, podía hacer otros. Uno de ellos tenía a su madre
enferma con manchas en la piel. Creía
que era lepra. El agente fue con su madre a la tumba del Gauchito y se puso a
rezar. Le pidió que la sanara. Dos meses después habían desaparecido las
manchas. El Gauchito había hecho otro milagro. En Mercedes se corrió la voz de
lo que había pasado.
El 8 de enero del año siguiente, al cumplirse un año de su muerte, el
agente y su esposa decidieron visitar su tumba. No eran los únicos. Allí estaba
también la familia del Sargento. Al rato empezaron a llegar otros. Se juntaron
como unas treinta personas. Llevaban flores rojas y las depositaron sobre la
tumba. El poncho rojo del Gauchito estaba todo desteñido y deteriorado por el
agua y el sol. El Sargento clavó otro poncho rojo sobre el tronco del
algarrobo, frente a la tumba. Después dirigió las plegarias. Le pidió perdón
por haber derramado su sangre, y le rogó que los protegiera. Pidió que su
sangre inocente lavara sus pecados. Después de eso comieron y bebieron, y esa
noche regresaron a Mercedes, fortalecidos.
El Mesías de la Villa 31
Marcos Feinstein fue asesinado. Se
encontró su cadáver en Barracas, en un descampado, cerca de la Villa 21. Le
pegaron un tiro en el corazón. Antes de matarlo lo torturaron: presentaba
marcas de quemaduras y golpes en el cuerpo. Había desaparecido de la Villa 31
de Retiro hacía más de una semana. Su novia, María Mendiguren, fue la que
denunció su desaparición.
Marcos vivía en la Villa 31 desde
hacía más de un año. Se había criado en Palermo, en una familia de clase media.
Era drogadicto. Se estaba sometiendo a un tratamiento para dejar la adicción.
Los vecinos de la villa miseria
aseguran que curaba con palabras, era un sanador. Acusan a una banda de la
Villa 21 de Barracas del asesinato. Según ellos, lo secuestraron y se lo
llevaron allá para que hiciera milagros. No se ha encontrado ninguna prueba
fehaciente aún que permita determinar lo que pasó. No han aparecido testigos
directos del secuestro. De seguir así no se sabrá la verdad y quedará todo en
el misterio.
Lo llamaban el mesías, el enviado,
y, si bien era judío, lo consideran un santo. Quieren construirle una capilla.
Ya muerto, terminará transformándose, probablemente, en un mito o en un santo
popular.
Soy periodista y en mi trabajo me
pidieron que reuniera información sobre el caso. Lo que descubrí no cabía en
una simple crónica policial. Por eso decidí escribir un informe más detallado,
desde la múltiple perspectiva de sus actores. Entrevisté a las personas que lo
conocieron y lo trataron. Mi principal informante fue María, su novia, mujer de
gran sensibilidad y cultura, a pesar de su oficio, demonizado por la prensa
amarilla. María está preparando una biografía de Marcos, a quien no conocí en
vida. Ella me describió detalladamente su personalidad y me contó todo lo que
había pasado. Basado en su testimonio escribí su historia. Con el padre Armando
Santander, cura de la villa miseria, muy querido por los vecinos, hablamos
sobre el judaísmo de Marcos y sus presuntos milagros. Todos ellos me ayudaron a comprender mejor este caso
complejo.
Marcos, el Mesías
…Y me vine a vivir a la villa
miseria. Al poco tiempo de llegar me enamoré de una chica, María. Era muy linda,
se vestía con ropas buenas y me di cuenta en seguida a qué se dedicaba. No me
ocultó la verdad. Yo, al principio, me consideraba un piola porque andaba con
ella, pero después reconocí que estaba enamorado. No me gustaba que trabajara
de prostituta, pero me la aguantaba.
No es muy difícil explicar por qué
me vine a vivir aquí. Me iba mal en la universidad y abandoné la carrera de
Letras. Mi viejo me pidió que me fuera de casa. Mi vieja se había muerto cuando
yo era chico, de un cáncer, y mi padre cargó con la responsabilidad de
criarnos. Me había encontrado drogado muchas veces y no sabía qué hacer. Creo
que quería proteger a mi hermano menor, que me admiraba. Yo andaba siempre
sucio y no trabajaba. Le robaba cheques, le falsificaba la firma y los cobraba.
También compraba cosas con sus tarjetas de crédito. Mi viejo me dijo que ya
estaba grande, que hiciera mi vida fuera de casa, que me buscara un trabajo. La
casa ya no era lugar para mí. Me pidió que lo entendiera y lo disculpara. Es un
pequeño empresario, muy moralista, y tenía vergüenza de su hijo. La
colectividad me despreciaba, los paisanos ni me hablaban. Todos ayudaban a sus
padres en sus negocios, lo único que les interesaba era el dinero. La verdad
que no me comprendían.
Me fui a vivir a una pensión y traté
de dejar la droga. Yo amo la literatura y me decía que el que ama la literatura
no necesita drogarse. La poesía es un estimulante poderoso. Me sometí a un
tratamiento para parar la adicción y, por un tiempo, dio resultado, pero
después volví a reincidir. Una vez que uno la probó es difícil dejarla. Nos
vence, es más fuerte que nosotros. Finalmente se me terminó el dinero y tuve
que salir de la pensión. Después de andar varios días en la calle, terminé en
la villa. Aquí es más fácil conseguir drogas y sobrevivir.
Mi casilla no estaba lejos de la de
María. En la villa miseria la respetaban. Se llevaba bien con el jefe de una
banda, el Cholo, y él la protegía. Me dijo que la había defendido de un tipo
que amenazaba con matarla. Cada tanto se dejaba coger por él. Ella, como yo,
había estudiado en Filosofía y Letras. Fue estudiante de Antropología. Amaba la
literatura y el cine.
Me explicó que su trabajo no era
difícil. Le desagradaba si el cliente era gordo, o estaba sucio. Muchas veces
le tocaban tipos que estaban buenos y se la pasaba bárbaro. Se sentía bien
viviendo en la villa miseria. Yo también. Me sentía protegido. La villa
miseria, al principio, es un lugar intimidante, pero, una vez que estás
adentro, aprendés a manejarte y te sentís seguro. Si uno se quiere ocultar,
aquí nadie te encuentra. Es un laberinto y conocemos todos los pasadizos. Es un
mundo aparte, una ciudad dentro de la ciudad.
Los de la banda del Cholo se
dedicaban a robar autos y los vendían a los desarmaderos clandestinos de Villa
Domínico. También robaban en casas: electrodomésticos, computadoras, y claro,
dinero, pero ocasionalmente. Se especializaban en autos. Los villeros no se
metían con ellos y, a su modo, los protegían. En la villa miseria no se admiten
soplones. Aquí todos odian a la yuta.
Cuando los de la banda supieron que
yo andaba con la flaca me empezaron a fichar. Ella no me daba plata. Los de la
banda sentían envidia de nosotros porque veníamos del mundo de afuera y
teníamos algo que ellos no habían podido tener: educación. Muchos fingían
despreciarla, pero les hubiera gustado haberse educado. Yo y la flaca éramos
una especie de recurso intelectual. El Cholo, el jefe de la banda, me dijo que
él había dejado la escuela a los doce años, y que no entendía cómo nosotros
podíamos haber estudiado pasados los veinte. No lo imaginaba. Para él éramos
como turistas en la villa miseria. Nosotros nos sentíamos como espíritus
viajeros o poetas malditos.
Yo me adapté a vivir en la villa. La
gente era solidaria. Los vecinos sentían curiosidad y me preguntaban cosas. Se
mostraban hospitalarios a su modo. Me preguntaban por mi familia. Querían saber
por qué estaba ahí. Me convidaban con cerveza y algunos me invitaban con
mariguana. Me confiaban sus problemas, y me contaban cosas que les pasaban.
Algunas mujeres me consultaban cuando tenían problemas con los hijos en la
escuela. Creían en los demás. Uno no tenía que demostrarles nada. No te
juzgaban. Los domingos mis vecinas me traían empanadas. Empanadas norteñas, con
papa, picante y mucho jugo. Una señora, cuando me veía muy mal, venía y me
lavaba la ropa.
Un muchacho guitarrero me pidió
algunas letras para sus canciones. Yo compuse una que se hizo popular en la
villa, “La masacre”, la habrán escuchado. Hablaba de la vida de los pibes
chorros. Un grupo de cumbia después la popularizó. Eso bastó para que me
admiraran. Decidí empezar un taller de poesía. Primero hablé con el cura. Le
pedí que me dejara usar su casa, que estaba junto a la capilla, pero se negó.
Después hablé con las madres del comedor infantil. Les gustó la idea y me
dijeron que sí. Daba mis clases en su galpón los miércoles por la tarde. Por
supuesto que no cobraba nada, mi interés era ayudar a la gente a entender y
gozar la poesía. Para mí es el máximo tesoro de nuestra cultura. Al principio
venían muy pocos. Los hombres tenían muchos prejuicios. Creían que la poesía
era cosa de mujeres, o de homosexuales. No querían participar. Decían que no la
entendían. Pero después la actitud cambió. Yo me senté con paciencia a trabajar
con ellos y, al tiempito, ya había grandes exégetas, que podían leer a Vallejo
y emocionarse. El libro favorito del taller era Los heraldos negros. Muchos de los alumnos, que oscilaban entre los
quince y los veinticinco años de edad, se aprendieron poemas de memoria. Los
favoritos eran “Los heraldos negros”, “Dios”, “Agape” y “Espergesia”.
Yo les enseñé a reconocer la voz
presente en el poema. Un día uno me preguntó cómo hacía el poeta para recibir
esa voz. Yo le dije que no se sabía, ese era el gran misterio de la poesía.
Otro me preguntó si él podía hacer algo para escuchar la voz. Pensaba que era
poeta, escribía, pero aún no había sentido una voz. Le dije que no se podía
hacer nada. El que no recibía la voz era un aprendiz de poeta, el verdadero era
el que la recibía. Esa voz venía de afuera, y era como la voz de dios, una
iluminación. Otro me preguntó si el poeta era como un profeta. Yo le dije que
casi. Después de un mes empezó a venir al taller el Cholo, el jefe de la banda.
Al principio pensé que venía a espiarme, pero luego comprobé que le interesaba
la poesía. Tenía sensibilidad y leía muy bien. Su voz era grave y serena y
transmitía gran emoción.
No muy lejos de mi casilla, como a
doscientos metros, vivía el Padre Armando. Al lado de su casa estaba la
capilla. Era relativamente grande, podían entrar sesenta personas sentadas. El
Padre Armando había llegado allí hacía varios años. Era un cura villero. Los
vecinos lo querían. Muchos de los que iban a misa y comulgaban eran
malvivientes. El Padre sabía a qué se dedicaban, pero no los juzgaba. Yo creo
que prefería rezar y pedirle a dios por ellos. En un principio desconfiaba de
mí. Sabía que me drogaba y me había criado en una familia pudiente. Después me
fue conociendo y cambió su actitud. Cuando empecé a curar gente, creyó que todo
era una farsa. Yo mismo no entendía lo que pasaba. Después se fue convenciendo
de la verdad y yo también.
La villa miseria era como un pueblo
grande. Sus habitantes conocían bien sus pasadizos. El mundo de afuera les parecía
inclemente y en la villa se sentían seguros. Yo venía de ese mundo de afuera, moderno y pujante. Yo, el
cura Armando, María Azucena, o María, como la llamaban todos, éramos
extranjeros en la villa. Eramos como turistas pasando una temporada, o eso pensaban
ellos. Los villeros auténticos eran los pobres pobres. Muchos llegaban de los
pueblos del interior, y de los países limítrofes. Parecía las Naciones Unidas.
Había chilenos, peruanos, bolivianos, paraguayos. Uruguayos pocos, se creían
mejores que los demás y preferían vivir en las pensiones de Constitución o San
Telmo.
Los otros foráneos que entraban a la
villa miseria eran los políticos. Se apoyaban en algún puntero para ir ganando
influencia. Llegaban de distintos
partidos, pero a los que les iba mejor era a los peronistas. Los pobres
quisieron mucho a Perón y lucharon por su vuelta. Los viejos se acordaban de
él, y los jóvenes habían oído las historias de sus padres. Los peronistas les
consiguieron a algunos la escritura del terreno que ocupaban. También pusieron
plata para la ampliación de la capilla y el equipamiento del dispensario
médico. Ese dispensario le salvó la vida a más de un muchacho. Aquí hay peleas
serias a cada rato. La gente es brava. La policía no entra. Nadie denuncia a
otro cuando le roban o le pegan. Se defiende como puede y se venga, sólo o con
amigos. Heridas de cuchillo o de bala es lo más común. En el dispensario los
atienden y no les hacen preguntas, siempre y cuando la riña haya ocurrido
dentro de la villa miseria. Cuando la persona fue herida afuera es otra cosa,
sobre todo si se trata de heridas de bala. Ahí los del dispensario tienen
obligación de dar parte a la policía. Casi nunca lo hacen, pero los que pasan
por esa situación raramente van allí.
Hay algunos punteros que tienen
bastante influencia, y distribuyen planes de comida. A los muchachos de la
pesada los respetan. Tratan de mantener buenas relaciones con todos y tenerlos
de su parte. Cada banda es como una pequeña empresa y le da de vivir a más de
uno. El Cholo, por ejemplo, siempre le tira unos pesos al padre para la
capilla. Cada vez que un robo va bien, le hace un buen regalo de dinero al
curita. Este lo usa en el comedor de la villa miseria, que manejan las madres.
Hay muchos pibes huérfanos. Así que entre todos nos arreglamos. De afuera
recibimos poco. Si no robaran les iría mucho peor a los otros. El robo viene a
ser como un impuesto. Como un impuesto de los ricos a los pobres.
Todos los días por la tarde los
chicos y los no tan chicos juegan al fútbol en el potrero de la villa. Muchos
sueñan con salir de aquí a algún club grande. A veces vienen representantes de
los clubes, a ver si ven a algún pibe interesante, con promesa. Los punteros de
la villa miseria crearon una timba alrededor de los partidos de los sábados.
Corre bastante plata y el equipo tiene un buen director técnico. Se juega a las
tres de la tarde. Siempre hay algún equipo de otra villa miseria que nos
desafía, y se apuesta. Sé que muchos se juegan bastante dinero, y el que no
paga, la liga. Hubo muchas peleas por culpas de estas apuestas. También
amenazan a los jugadores. Tienen que cumplir, y defender el nombre de la villa.
Si ganan les dan plata. Aquí hay que bancársela y ninguno es inocente.
Aprendemos a defendernos. Sobrevivimos como podemos.
En la villa miseria la mayoría de la
gente trabaja. Son peones, albañiles, sirvientas, vendedores callejeros,
ayudantes de cocina, hacen de todo, mucho trabajo manual, mal pago. Por eso hay
tanta pobreza. Aquí viven muchos miles de personas. Trabajan salteado, hacen
changas, se las rebuscan. Las que más trabajan son las mujeres. Hay señoras con
muchos hijos, y no les alcanza para mantenerlos. Siempre alguien las ayuda.
Tratamos de que nadie pase hambre.
A la gente le gusta escuchar
historias policiales. Por la noche, cuando se juntan en los bares de la villa
miseria a tomar cerveza, los más bravos cuentan sus hazañas. Yo he escuchado
muchas aventuras interesantes. Alguna vez las voy a escribir. Las mujeres
cuentan historias de amor muy lindas. En la villa hay una mayoría de gente
joven. Muchos niños.
Los callejones están muy sucios, la
gente tira basura, pero uno se adapta. Yo estoy bastante contento. ¿Qué voy a
hacer, volver a Palermo, rogarle a mi viejo que me perdone y me permita ser un
buen burgués arrogante? Imaginate, soy judío, la colectividad se reiría de mí y
harían una campaña para internarme en una clínica de enfermos mentales. Yo
siempre quise ayudar a los demás, salvar a alguien. Tengo complejo de mesías.
Mis padres eran personas cultas. De
chico yo me pasaba las tardes en la biblioteca y faltaba bastante a la escuela.
Me gustaba leer. Siempre he leído mucho. Aquí en la villa miseria los libros se
humedecen y se arruinan. Yo tengo un lector electrónico donde guardo cientos de
libros que pirateo de internet. Tengo de todo y en varias lenguas, porque leo
bien el inglés y el francés. El inglés me lo enseñó un tutor que me puso mi
viejo, un americano de Boston. El francés lo aprendí por mi cuenta, leyendo y
viendo películas francesas en video.
La Villa 31 ha progresado bastante.
Ahora tenemos estación de radio y un pequeño periódico. A mí los chicos siempre
me entrevistan, recito alguna poesía, a veces les leo cosas que escribo. Me
piden opiniones de política, pero de eso no hablo mucho. Lo mío es la
literatura. La literatura del dolor. Para mí es la más auténtica. La otra me
gusta menos. Me parece falsa. La verdadera literatura no puede alimentarse de
la felicidad. La felicidad es un sentimiento superficial. De aquí algún día
saldrá un Baudelaire o un Rimbaud, hay mucho talento en bruto por cultivar. Yo
con mi taller ayudo. Tenés que ver como analizan la poesía de Vallejo.
En
mis clases de poesía leíamos el poema “Dios”, que comienza: “Siento a dios que
camina tan en mí …”. Vallejo dice que va caminando por la playa y siente la
presencia de Jesús a su lado. Jesús está triste, sufre “un dulce desdén de
enamorado” y por eso, cree el poeta, “debe dolerle mucho el corazón”. Cuando
llegábamos a esa parte del poema alguno de mis estudiantes siempre se emocionaba,
y se le saltaban las lágrimas. Les llamaba la atención que el poeta hablara con
dios. Empezaron a ver la clase de poesía como una clase de religión. Yo se lo
conté a María, mi amiga, y ella se quedó intrigada.
Desde que vine a vivir a la villa
miseria traté de curarme y luchar contra la adicción. En el dispensario de la
villa me daban pastillas de metadona para que fuera dejando de a poco las
drogas. Quería ponerme bien y no terminar internado o muerto. Un grupo de
guachos que se drogaban con cualquier cosa me venía a buscar, pero yo evitaba
salir con ellos. Había días que empezaba a temblar porque no tenía nada para
inyectarme, pero me la aguantaba. Mi relación con María empezó a ir cada vez
mejor. Hacíamos el amor a la hora de la siesta. Ella se acostaba tarde por la
noche y nunca se levantaba antes del mediodía. Yo trataba de no mostrar celos.
No le preguntaba nada sobre su trabajo nocturno. Creo que me enamoré de ella
porque hacía bien el amor, e imaginaba que me quería. Probablemente le gustaba,
pero reconozco que María no es de las que se enamoran fácilmente de nadie. Es
una mujer poco sentimental, aunque protectora y buena amiga. Me cuidaba. Tenía
más dinero que yo, y me regaló una remera Lacoste celeste que me envidiaban y
otras cosas lindas.
Un día le pegaron un tiro en el
estómago a uno de la banda del Cholo. Era un muchacho flaco y alto, le decían
el Lombriz. Me vinieron a buscar para que los ayudara. Les dije que había que
llevarlo a un hospital para que lo operaran o se moriría. Era grave y en el
dispensario de la villa no tenían los medios para tratar un caso así. No
querían ir a un hospital, en el hospital llamarían a la policía y lo
entregarían. Les sugerí hablar con el cura a ver qué se le ocurría. No les
gustó la idea. En el tiroteo habían herido a un cana y los buscarían. La
situación era desesperada. Yo me acordé de mi primo Sergio, que vive en
Belgrano. Es médico, y el Cholo me dijo que lo llamara. Mi primo se sorprendió
al escuchar mi voz. Le dije que tenía que verlo por algo muy delicado. A
regañadientes aceptó. Fuimos con el herido a su consultorio. Mi primo es
ginecólogo y se asustó al ver a los de la banda. Tenían una apariencia bastante
siniestra. Le dije que no había tiempo que perder, estábamos jugados. Mi primo
hizo poner al herido en una camilla. Había que sacarle la bala. Necesitaba
operar. No podía hacerlo solo. Hacía falta un anestesista. Ellos se negaron a
llamar a nadie. El Cholo le dijo que lo operara ahí mismo, como pudiera.
Sergio, viendo que no había otra opción, se resignó y se preparó para sacarle
la bala. Le trajo al herido un vaso con coñac y le pidió que se lo bebiera para
relajarse. Después le metió un pañuelo en la boca y le dijo que lo mordiera.
Entre todos lo agarramos y lo sostuvimos para que no se moviera. Cuando Sergio
tocó la zona de la herida se retorció de dolor. Mi primo hizo una incisión
donde había entrado el proyectil, introdujo una pinza como si nada y empezó a
hurgar. El herido se desmayó. Al rato le había sacado la bala. Todo no duró más
de quince minutos. Estaba orgulloso de mi primo. El muchacho había perdido
bastante sangre. El corazón había aguantado bien, gracias a dios. Mi primo me
dijo que estaba muy débil y podía sobrevenirle una infección. Teníamos que
darle antibióticos y cambiarle el vendaje diariamente, a ver si se salvaba.
Lo llevamos de vuelta a la villa
miseria. Volaba de fiebre. El Cholo y sus hombres lo escondieron en una
casilla. Estuvo varios días delirando. Trataban de alimentarlo con caldo y
pollo, pero vomitaba. Yo ayudaba y pasaba todos los días a cambiarle las
vendas. Tenía miedo de lo que pudiera pasarme si se moría. Finalmente mejoró y
se salvó y me quedé tranquilo.
Seguí con mi taller de poesía los
días miércoles. Tenía varios estudiantes. Dos semanas después apareció en el
taller el herido. Se lo veía débil aún. Ese día hablamos del poema “Dios” de
Vallejo. Al final de la clase el Lombriz se acercó a mí, se arrodilló y me
pidió que le diera la bendición. Le dije que me alegraba verlo bien, pero yo
realmente no había hecho mucho por él, sólo había ayudado, era mi primo el que
lo había salvado. No entendió razones, estaba alterado, tenía fiebre y le hice
caso. Puse mi mano sobre su frente y lo bendije en nombre de dios. Sentía miedo
y lo que menos quería era discutir con él. El Cholo y sus hombres son
peligrosos.
Dos días después vi que en la puerta
de mi casilla habían depositado un ramo de flores blancas. Le pregunté a María
si sabía quién había sido, me dijo que no. En la próxima clase de poesía vi que
tenía una estudiante nueva. Era una señora morena, aindiada, de más de cuarenta
años. Al final de la clase se arrodilló ante mí y me dijo que era la madre del
Lombriz. Aseguró que yo había curado a su hijo, le había salvado la vida. Le
dije que había tratado de ayudar aunque no era médico. La mujer me dijo que era
un santo, y me pidió que la bendijera. Yo le dije que no podía, no era
católico. Igual que su hijo antes, la mujer no se movía, seguía arrodillada.
Finalmente accedí y la bendije en nombre del padre.
Me estaban haciendo fama de sanador.
El cura, que fue el primero que se dio cuenta de lo que pasaba, reaccionó mal.
Les pidió a sus fieles que no vinieran a mi taller de poesía ni me visitaran,
les dijo que yo no tenía nada que ver con Cristo. Desconfiaba de mí porque
sabía que era judío.
A una vecina se le enfermó un bebé
de un año. Vivía casilla por medio con la nuestra. Siempre hablaba con María, a
su modo eran amigas. La mujer llevó al bebé, que tenía mucha fiebre y diarrea,
al dispensario médico de la villa miseria, y después, por recomendación de la
enfermera, fue al Hospital Argerich de La Boca. El chico presentaba una
enfermedad extraña, los médicos no sabían bien qué era. La madre pensó que su
hijo se le moría. Desesperada se lo dijo a las vecinas, y le pidió al padre de
la criatura que por favor hiciera algo. El hombre, un albañil paraguayo, no
sabía a quién recurrir. Me vino a hablar a mí. Y yo ¿qué podía hacer? De
medicina no sé nada, lo mío es la literatura, la poesía. El albañil estaba muy
nervioso y me pidió que le rezara. Le dije que sí, que le iba a rezar. Quería
calmarlo. Al día siguiente volvió y me dijo que por qué no le había ido a
rezar. Yo no le entendí bien, le aseguré que había rezado y había pedido por su
hijo, pero el hombre deseaba que yo fuera a su casilla y rezara allí. Yo le
dije que pidiera ayuda a otro, yo no podía hacer más. El hombre fue y se lo
dijo a la mujer, y ésta a las vecinas, y al rato vinieron todas las mujeres a
gritar enfrente de mi casilla. Prácticamente me arrastraron. Me llevaron ante
la cuna del bebé, que no se movía y estaba muy pálido. Yo me arrodillé e
improvisé una plegaria, le toqué la frente y le pedí a dios que le diera salud,
lo curara y le dejara la vida. ¡Pido por su vida!, empecé a gritar, y las
mujeres se arrodillaron detrás de mí y empezaron a gritar a coro.
Fue algo bastante impresionante. Sé
que el cura se enteró después y no me extrañaría que me denunciara como un
farsante que trata de curar sin estar habilitado. Las mujeres gritaban cada vez
más. En medio de esa algarabía el nene abrió los ojos y nos miró con sus ojitos
afiebrados. No sé cómo, pero al otro día el bebé se despertó bien, parecía que
ya no tenía fiebre y empezó a comer. También se le detuvo la diarrea. Por la
tarde empezaron a llegar mujeres frente a mi puerta, se arrodillaban y
encendieron velas. Yo no quería salir, no sabía qué decirles, y me daba miedo
que se produjera un incendio y nos muriéramos todos quemados. Las mujeres
dejaban las velas sobre el barro del callejón. Se quedaron a rezar, algunas
apenas si movían los labios y otras decían en voz alta el padre nuestro. Al
otro día había pasado todo. Recogí las velas a medio consumir que habían
quedado tiradas enfrente de la casilla. Me habían dejado cosas de regalo: latas
de comida, botellas de cerveza y otros comestibles.
Esa noche me vino a hablar el cura,
me dijo que me estaba burlando de su religión, que yo era judío y me hacía
pasar por cristiano. Le expliqué que lo que ocurrió no era culpa mía, no había
sido mi voluntad, me habían obligado a ir a la casilla donde estaba el chico
enfermo. No había invocado al dios cristiano, sólo había pedido en voz alta por
la vida del bebé. Me dijo que me cuidara, y me preguntó qué hacía un judío
viviendo en la villa, seguro que yo tenía parientes en buena posición y con
dinero. Le respondí que había tenido un problemita y mi estadía allí era
temporal. Al final me entendió. Se dio cuenta que yo no tenía malas
intenciones. Cambió su actitud, y al tiempo casi nos hicimos amigos. Quería
realmente a los pobres, era un cura villero. Me dijo que en Argentina nadie
entendía al pueblo, excepto algunos peronistas, y que el pueblo estaba en la
villa miseria.
- El único que se compadeció de los pobres fue Perón -
me dijo - Algo tenía de santo ese hombre.
Yo asentí, simpatizaba con el viejo.
Había leído La hora de los pueblos,
me parecía un muy buen ensayo. Le dije que Perón escribía bien. El cura me dio
la razón y dijo que casi nadie lo leía, que los supuestos intelectuales ni
siquiera sabían que las obras completas de Perón tenían 35 tomos.
- En este país lo que falta es justicia - dijo.
Durante varios días me dejaron
tranquilo, pero a la semana siguiente se enfermó otro chico y, como los
villeros no les tienen confianza a los del ambulatorio y en el hospital hacen
poco y nada por ellos, otra vez me vinieron a buscar. No era nada grave, sólo
tenía un poco de fiebre. Los vecinos creían que yo podía interceder ante dios y
ayudar a que los escuchara y les concediera favores. Una señora me dijo que yo
era como un santo. Le respondí que era judío y mi religión no aceptaba la
santidad. En todo caso podía ser un profeta.
- ¿Un profeta? -
preguntó la mujer.
- Sí, alguien que anuncia el futuro - respondí.
- Como un mesías - dijo ella.
- Más o menos - respondí yo.
El chico se puso bien en pocos días.
Otra vez aparecieron las velas frente a mi casilla y me empezaron a llamar “el
mesías”.
Después le tocó al hijo del Cholo:
se enfermó y casi se muere. La madre no confiaba en mí y no quería que viera a
su hijo, pero el Cholo me lo trajo igual. Recé por él y el pibe se salvó.
Después de eso empezó a llegar cada vez más gente. Un día me trajeron a un
señor que no caminaba y que, según decían, era paralítico. El señor se fue
caminando y se corrió la voz que yo lo había sanado. Muchos querían darme
dinero, pero yo no lo aceptaba. Venían también de otras villas miserias, mi
fama se iba extendiendo. La gente empezó a ponerse exigente. Creían que era
infalible. Empecé a sentir un poco de miedo, recibí varias amenazas. Me decían que
si el enfermo no se curaba yo la iba a pagar. Pensaban que yo tenía un poder, y
en algún momento lo iba a usar contra ellos.
Traté de convencer a María de que
nos fuéramos de la Villa. Yo quería que ella dejara su vida de prostituta,
temía que se contagiara de sida. Le dije que podíamos empezar juntos en otro
lado. Pero ella se resistía. Decía que yo en la villa miseria tenía una misión
que cumplir. Yo había recibido un don de dios. Era verdad que sanaba. Yo nunca
lo pedí, ni me sentía con méritos. Si dios me dio esa facultad, es porque él me
escogió. ¿Y qué dios, el judío o el cristiano? Para mí no hay diferencia, dios
es uno solo, pero la gente de la villa miseria es cristiana y tenía una fe
impresionante…
María, la novia
Marcos para mí era un genio. Lo
admiraba. Yo andaba mal, hundida, tenía que sobrevivir trabajando de
prostituta. Llegué a esa situación como tantas otras minas en Buenos Aires. Por
amor. Me enganché con un chabón que estaba metido en la falopa. Uno la prueba y
después cagó. No hay manera de pagarla, hacía la calle y ni así. Marcos me
ayudó, para mí fue providencial y yo se lo agradezco a dios. Encontrarlo fue lo
más grande de mi vida. No me enamoré de él como una mujer se enamora de un
hombre. Fue algo distinto. Yo no había sido una persona religiosa hasta que lo
conocí a él. El sufrimiento me hizo entender la fe. Los pibes de la universidad
se burlan de la religión. Es que somos hijos de la enciclopedia: Voltaire,
Rousseau y Diderot están vivos en los pasillos de Filosofía y Letras. Igual que
Marx, que no entendía nada del mundo del espíritu, de la locura de los poetas y
de los amantes. Cuando una sale a la calle le pasan cosas, y cuando hace la
calle ni te cuento. Ahí la razón no sirve para nada, ahí entendés que el ser
humano está hecho de impulsos y de instintos. La razón te enseña a separar a la
gente en categorías, y eso no sirve para vivir. Vivir es nadar en la tormenta,
mantenerte a flote como sea. Para vivir hace falta…vida, no razón. Como dirían
en la villa, hacen falta huevos. Coraje, ganas de vivir. En suma, amor. Se
reirán porque yo pronuncio esta palabra. Pero todas las putas que conozco
buscan una sola cosa: amor. Hacen la calle porque no tienen trabajo y la calle
paga bastante bien. Tienen hijos, madres ancianas y les falta un hombre
trabajador. La mayoría de ellas llegaron ahí por falta de amor, son mujeres que
se sienten mal, una porquería y creen que un día alguien va a venir a
rescatarlas de la inmundicia… Casi nunca lo encuentran… Yo, que soy más
afortunada que muchas (tengo a Marcos), empecé a buscar la salvación en dios… Algunos
se reirán…pero me van a entender el día que anden en la falopa…y se sientan
cada vez más hundidos, dentro de un pozo sin fondo, que te va chupando poco a
poco. Sentís que vas a ahogarte en un agua espesa … y vos querés… ¡vivir!
Vivir, ésa es la piedra de toque, el resto son pavadas, boludeces.
Yo estudié antropología porque me
gustaba la gente rara. Desde piba me interesó viajar. Leía libros de geografía
y de viajeros que habían visitado países de Asia y del Africa negra. Una vez
fui con mi viejo a Jujuy y eso me cambió la vida. Nos quedamos en Tilcara. Mi
viejo conocía a un filósofo que vivía allí. Era un tipo de lo más original,
hijo de alemanes. Había sido discípulo de Kusch. Le gustaba Heidegger y creía
en la poesía y el espíritu. Yo era una adolescente, y no entendía qué podía
hacer ese hombre en ese pueblo perdido en la Quebrada de Humahuaca. El paisaje
me fascinó y la gente me parecía salida del paisaje. Había una correspondencia
evidente entre la tierra y la gente. Nunca había sentido algo así antes. De ahí
en más empecé a interesarme en lo telúrico, en el espíritu de la tierra. Sentí
que en nosotros estaba presente la tierra, el paisaje. Los pobres dejaron de
darme miedo.
Mi viejo es profesor en la
universidad, enseña historia, y los historiadores siempre están tratando de
averiguar lo que pasó. A mí me interesaba más bien interpretar cómo era la
gente, sus sentimientos. Empecé, a los quince años, a leer libros de
antropología. Después entré en Filosofía y Letras. En la universidad conocí a
Héctor, que para mí era un dios. Era un tipo muy melancólico, y me fascinaba.
Se deprimía y empezaba a tomar pastillas. Cuando las pastillas ya no le hacían
nada se inyectaba, y yo, que lo amaba, hacía todo lo que hacía él. Así nos
hundimos los dos. Yo iba a los bares a levantar tipos para sacar algo de plata
y poder comprar drogas. Era un círculo sin salida. Un día los padres lo
encontraron muerto en su cuarto. Se inyectó de más y tuvo un paro cardíaco.
Yo me fui de mi casa y me perdí en el mundo de
las drogas. Entré a trabajar tres días por semana en un prostíbulo de la calle
Esmeralda. El resto de la semana estudiaba. Después empecé a trabajar cinco
días y dejé la universidad. En el prostíbulo tenía varias amigas, muy
interesantes. Muchachas del interior, del Uruguay, de Paraguay. Todas muy
lindas. Una de ellas vivía en la 31 y vine a vivir con ella aquí, era cómodo y
céntrico. En la villa era fácil conseguir drogas y me la daban de fiado cuando
no tenía para pagar. Ella después de varios meses se volvió a Paraguay. Yo la
extrañé, me estaba enseñando guaraní.
A los pocos meses llegó Marcos. Era
un tipo simpático. No me resultaba atractivo, pero yo a él sí. Le gustaban las
putas. Tenía problemas para coger. Era solitario y muy tímido. Creo que le daba
miedo la gente. Leía mucho, sobre todo poesía. Le gustaba también el ensayo.
Nunca lo vi leyendo novelas. Su espiritualidad era increíble. Para él la poesía
era como el pan de cada día. La respiraba. Me dijo que era judío y su papá era
muy estricto, y lo había echado de su casa cuando descubrió su adicción a las
drogas. Había estudiado Letras.
Eramos dos almas gemelas. Al
principio, creíamos que estábamos en la villa miseria por un tiempo, unas
vacaciones prolongadas, y que después volveríamos a nuestros barrios y a
nuestra buena vida…cuando estuviéramos bien…pero eso no pasó. Es difícil salir
de la villa. No se puede volver al pasado. Nos fuimos hundiendo y perdimos la
voluntad. En la villa miseria nos sentíamos seguros, nadie nos juzgaba y hasta
nos tenían admiración.
Cuando me vine a vivir aquí me
molestaba la suciedad de los callejones, el barro cuando llueve, pero me la
aguantaba. Después me fui interesando cada vez más en la gente y hasta pensé en
escribir un libro sobre la villa miseria y sus habitantes. Los porteños de
clase media no los conocen, los deprecian, los demonizan, los consideran
bárbaros. Ellos son peores que los villeros, con sus prejuicios y su egoísmo.
Sentí que se estaba repitiendo la vieja historia del siglo diecinueve, cuando
los jóvenes liberales acusaban a los gauchos, a quienes Rosas protegía, de ser
criminales y bárbaros. Después, durante los gobiernos liberales de Mitre y
Sarmiento, los políticos y la policía corrupta perseguían a los gauchos, que,
como Martín Fierro, se iban a refugiar con los indios. No les quedaba otra.
Eran carne barata. Ya habían dado al país todo lo que éste necesitaba: peones
rurales y brazos para la guerra. Para el trabajo ya no les hacían falta. Trajeron
extranjeros a cultivar la tierra. Los echaban de sus campos como si fueran
perros. Les robaban lo poco que tenían, les destruían las familias. Ni hijos
les dejaron.
Como las chinas gauchas, o mejor,
las cautivas, yo me estaba convirtiendo a la barbarie, me iba haciendo gaucha,
o mejor cautiva, y sentía cada vez más que esta gente era auténtica y nuestra
clase media era cipaya, extranjera. No entendían a los pobres, no los querían
entender, porque se creían superiores. Nosotros nos escondíamos en la villa
miseria porque la sociedad mercantil en la que nos habíamos criado nos
despreciaba, por diferentes, por inadaptados, y ya no teníamos lugar en ella.
Nos escapábamos de la vulgaridad de la clase media, descansábamos del peso de
haber sido criados para repetir la historia de nuestros padres, y de aquellos
que se habían vuelto nuestros enemigos.
Marcos
andaba casi siempre drogado y no se daba cuenta de lo que pasaba alrededor
suyo. Había leído mucho, la literatura era su mundo, no diferenciaba bien la
fantasía de la realidad. El me decía que todos los poetas estaban un poco
locos. Escuchaba voces que le hablaban. Yo le preguntaba de qué le hablaban, y
él me decía que le hablaban de dios.
- ¿Cómo a Vallejo, el poeta? - le pregunté.
- Como a Vallejo - me contestó.
Una
vez me contó un sueño que me impresionó mucho. Se le apareció un hombre joven y
risueño que lo miraba con simpatía. Mientras le hablaba sacó un cuchillo, y con
la punta del cuchillo se empezó a hacer cortes en su mano izquierda. Se hacía
cortes prolijos, de forma geométrica y un centímetro de profundidad. Ponía
mucha atención y cuidado. Parecía no sentir dolor, como si se tratara de la
mano de otro. Marcos lo observó y vio que tenía varias cicatrices en las manos,
las muñecas y la cara, de otros cortes que se había hecho antes. El hombre
estaba calmo y lo miraba sonriendo. Marcos, asustado, le preguntó por qué se
hacía eso. El otro respondió, sin darle mucha importancia, que era “déjà vu”.
Marcos no le entendía bien. Le preguntó de nuevo y el otro repitió la misma
frase, siempre sonriendo. Ese fue el final del sueño. Tratamos de
interpretarlo. Marcos hablaba bien el francés. “Déjà vu” significaba que estaba
viendo algo que ya había pasado antes, se trataba de la repetición de una
experiencia anterior. Le dije que me parecía un sueño de castración. El estuvo
de acuerdo. Era judío y en su religión el ingreso del niño en la familia
depende de la castración ritual. Marcos fue expulsado de su comunidad por el
padre. Sentía culpa y por eso su angustia de castración. Yo creo que él trató
de fundar otra comunidad, fuertemente espiritual, en la villa miseria, para
compensar esa pérdida. Esta nueva sociedad se reunía alrededor de la poesía. Su
libro sagrado era Los heraldos negros.
El sujeto central de ese libro es la relación del ser humano, condenado a
sufrir, con su dios.
No sé
donde Marcos esté ahora, en algún lugar en el cielo, lo más probable es que
vele por nosotros, porque nos amaba. Espero que construyamos pronto la capilla,
para que podamos rezarle y tenerlo siempre aquí presente. A través de Vallejo,
Marcos se acercó a Cristo. Yo conversé esto con el cura, y él también lo cree.
Me dijo que Marcos había entendido el mensaje de Cristo y sabía que era el
verdadero dios. Yo he estudiado mucho las culturas del noroeste, ellos
identifican a dios con la tierra. En la villa miseria igualmente triunfa la
tierra con su gente. Para muchos la villa es la barbarie, pero yo creo que es
una Argentina que contiene su propia verdad. La clase media no puede entenderla
porque es egoísta y no siente caridad. Por eso estigmatiza a los villeros. Nos
han condenado a vivir así. Y si dios mandó a Marcos para que enseñe y cure, es
porque nos amaba y buscaba liberarnos de nuestra esclavitud.
Yo me quedé a vivir aquí porque me
sentí bien entre los pobres. Soy una rebelde, siempre lo fui, y Marcos también.
Pero él sufría más que yo, entiendo por qué, sufría por los otros. Por eso le
gustaba Vallejo, que es el poeta del dolor. Cristo era un rebelde, que criticó
a los sacerdotes corruptos y a los mercaderes de las sinagogas. Yo soy
anticapitalista, y no creo en la familia, prefiero ganarme la vida como
prostituta, es lo más sincero y honesto que puedo hacer. La familia es una
institución morbosa, esclaviza a los hombres. Ellos vienen a mí para sentirse
reconocidos. Vienen humillados. Yo los escucho.
¿Fue
Marcos un santón? Sí, lo fue, porque lo elevó el pueblo. No bajó de los
altares, subió a ellos de la mano del pueblo de la villa miseria. Son los
villeros los que lo bautizaron con su agradecimiento. Son ellos los que lo
reconocieron. Dios lo eligió a él para hacer milagros. Yo, antes de conocerlo,
era una drogadicta autodestructiva que una vez se había paseado por los
pasillos de Filosofía y Letras. Después que él llegó a la villa empecé a pensar
en dios seriamente. Dios no ha muerto: se equivocó Nietszche, y también Marx.
Al pueblo lo drogan, lo envenenan, pero la religión no tiene la culpa. Lo
envenenan de odio los que lo explotan, los que lo obligan a vivir de manera
subhumana. Por eso vino Perón, él único político argentino que supo pensar el
problema de la barbarie en el mundo actual. De no haber sido por Perón, en este
país hubiéramos tenido una guerra civil. Es el único que supo acercarse al
pueblo. Cuando él llegó había dos argentinas: las masas pobres y la oligarquía.
La clase media era una clienta de la oligarquía. El nos enseñó a pensar en el
pueblo. El populismo está salvando a Latinoamérica. Yo en el fondo vine a la
villa miseria para humanizarme, hastiada de la clase media y la familia
fascista. No quise reproducirla. Prefiero ser puta, rebelde e independiente.
¿Los villeros? Son mis iguales, vamos a salvarnos juntos.
Cholo, el ladrón
Cuando Marcos llegó a la Villa 31
todos se reían de él. Era un tipo flaco, pálido, de nariz ganchuda. Se lo veía
cobarde, apocado, sin ánimo para nada. Muchos lo miraban mal para provocarlo,
querían demostrarle que eran superiores a él y se hacía el desentendido. No
sabíamos por qué había venido a la villa miseria. Pensamos que era un infiltrado
de la policía, pero después vimos que se drogaba y comprendimos que no era
cana. Entraba y salía de la Villa y andaba siempre con un libro en la mano. En
un primer momento pensamos que era puto. Una vez un muchacho de mi banda lo
paró y le preguntó que qué libro llevaba. En la villa miseria el único libro
que tienen los adultos es la Biblia, o algún libro que les pasó el cura. Dijo
que era un libro de poesía y empezó a recitar un poema. Nos reímos de él,
pensamos que estaba loco. Después anunció que iba a dar un taller de poesía.
¿Quién iba a asistir a un taller de poesía en la villa miseria? En un principio
fueron una o dos mujeres. Les gustó y hablaron bien de él. Invitaron a sus
maridos para que las acompañaran. En seguida se popularizó. Tuvo tanto éxito
que se le llenó de gente y hasta yo fui un día, llevado por la curiosidad, y a
mí nadie me puede tratar de flojo o de cobarde: soy el jefe de una banda
reconocida y no le temo a la muerte, me la jugué muchas veces. Es que teníamos
muchos prejuicios contra la poesía, creíamos que era cosa de maricas y mujeres.
Yo nunca había leído poesía. A mí me gustaba la cumbia villera, que habla de
las luchas de nuestra gente. Aquí todos odiamos a la yuta, no hay quien no
tenga algún pariente muerto por la policía o preso, ellos son nuestros
enemigos.
La primera vez que fui al taller pensaba que
nos iba a dar una charla sobre algún poeta argentino y en lugar de eso se la
pasó todo el tiempo hablando sobre la voz, y dijo que el poeta escuchaba voces,
y que nosotros cuando leíamos poesía teníamos que sentir esa voz en el poema. A
mí me hizo levantar y pasar al centro de la clase, y me pidió que leyera un
poema de un libro que me entregó. Me dio una vergüenza bárbara, yo soy el jefe,
¿qué hacía ahí entre mujeres leyendo en voz alta? A Marcos le gustó mi voz, y
dijo que leyera pausadamente, era un poema de Vallejo que después me aprendí de
memoria, “Los heraldos negros”. Lo leí una vez y me preguntó si escuchaba la
voz, si entendía de qué hablaba el poeta cuando decía “hay golpes en la vida,
tan fuertes, yo no sé…”. Yo le dije que sí, que lo entendía, porque sabía lo
que era sufrir. La cuestión que me hizo repetir la lectura en voz alta dos
veces más, y al terminar la última lectura, en la parte que dice “golpes como del
odio de dios, como si antes ellos, la resaca de todo lo sufrido, se empozara en
el alma…yo no sé…” ya no me salía la voz de la angustia y me empezaron a brotar
lágrimas de los ojos y no pude seguir. Marcos se dio cuenta de lo que me
pasaba, vino y me abrazó fuerte. Todo el grupo del taller estaba transfigurado
y tenía un nudo en la garganta. Después de eso ya nunca más pensé que los
poetas eran maricas; están más allá de nosotros y nos traen sentimientos del
otro mundo; están, creo, cerca de dios, su espíritu nos llega y no podemos
evitarlo. Marcos me dijo que yo lloraba porque era una persona de fe y había
sufrido, que no tuviera vergüenza. No entendí bien lo que quería decir con
“persona de fe” en ese momento, pero después lo fui comprendiendo. Sé que soy
un delincuente, tengo las manos sucias de sangre. Sin embargo, soy capaz de
jugarme por los que quiero, y una vez le salvé la vida a María.
Yo pasaba frente a la casilla de
ella y oí gritos pidiendo ayuda. Abrí la puerta y vi lo que estaba pasando. Un
hombre corpulento, en calzoncillos, estaba castigando a María con un cinturón
que tenía una hebilla grande. María estaba acurrucada en su cama, desnuda y
tenía todo el cuerpo lastimado y marcado por la hebilla. Gritaba y se cubría la
cara. El hombre se volvió hacia mí y me hizo frente. No lo conocía, no era de
nuestra villa miseria, quizá fuera de la 21, con la que habíamos tenido ya
varios encontronazos. Los de la Villa 21 se creían más bravos que nosotros, nos
trataban de villeros Gucci, porque vivíamos en Retiro. El hombre era mucho más
grande que yo, que soy bajo y no muy fornido. Me dijo que me fuera o que iba a
cobrar. Yo no le tengo miedo a nadie, y los grandotes no me asustan. Lo insulté
y lo desafié. Saqué del bolsillo mi navaja y la abrí. El grandote había dejado
su campera sobre una silla, vi el bulto de un revolver y pensé que lo iba a
agarrar, pero no, era un guapo de ley y sacó una navaja. Me quería enfrentar de
igual a igual. A mí me hirvió la sangre, pero sé que nunca se pelea, cuando la
vida está en juego, con la cabeza caliente. Soy de los que mantienen la sangre
fría en los peores momentos, y eso me ha salvado la vida muchas veces. El
hombre vio que yo era más joven y más ágil que él y se me vino encima para
probarme. Me hice a un lado con facilidad y le tire un tajo que le dejó una
marca fina de sangre en su costado. El grandote se la tomó en serio, vio que se
la tenía que ver con alguien experimentado. Fue a la silla donde estaba su
campera, le quitó el revólver y se la envolvió en el brazo izquierdo. Yo seguí
las reglas también, no soy un taimado y me gustan los hombres de coraje. Vi una
toalla grande sobre la mesa y me la envolví en el brazo. Ahora estábamos
parejos.
María miraba la escena con horror,
no se animaba a moverse de la cama. Los dos nos balanceábamos en nuestras
piernas y nos movíamos con cuidado. El hombre tiró un puntazo hacia María que
se hizo un ovillo en la cama, y le dijo que en cuanto me arreglara a mí ya iba
a saber quién era. La trató de guacha y de puta y le gritó que le iba a abrir
la panza. Yo no dije nada, para qué. Allí se trataba de matar o morir. El
hombre no era de los que corrían, ni yo tampoco. Se me vino encima e hizo
brillar su navaja frente a mis ojos. Inteligente, la empuñaba como un cuchillo.
Los argentinos no peleamos a la española, para nosotros la navaja es como un
facón pequeño. Han pasado muchos años desde que los gauchos recorrían Buenos
Aires, pero lo llevamos adentro, en el instinto. El hombre me adelantaba el
antebrazo envuelto en la campera y se preparaba para entrarme con fuerza. Sus
brazos eran más largos que los míos, yo procuraba mantener la distancia. Como
era pesado, vi que si esa situación continuaba por un rato se cansaría y podía
perder la concentración.
Empecé a hablar para distraerlo mientras
me movía de un lado a otro. Pero el hombre sabía pelear y no se descuidaba. Se
me vino al humo y yo retrocedí sin mirar y trastrabillé. Sin saber cómo, de
pronto estábamos los dos en el suelo, el hombre encima de mí. Yo le sujeté el
brazo armado, pero era más fuerte que yo. El tenía mi brazo derecho bien
agarrado y los dos forcejeábamos. Creí que había llegado mi momento final, pero
algo pasó. María, que estaba aterrada en la cama mirando todo, se levantó de
golpe, agarró la silla, la levantó y la descargó con fuerza en la espalda del
grandote. Sus músculos se aflojaron, yo me deslicé a un costado y me coloqué
encima de él. De un tajo le hice soltar su arma. Después le acerqué mi navaja a
su cuello. El hombre hacía morisquetas y me mezquinaba el cogote. Con sus manos
quería sacarme el brazo. Yo le empecé el hundir la navaja filosa en la piel. En
seguida llegué a la yugular. Se le revolvían los ojos. Se aflojó todo y la
sangre empezó a salir a borbotones. Lo había degollado, el hombre estaba
muerto. El piso de la casilla era de ladrillo, y le habían pasado una capa fina
de cemento encima. Tenía varios agujeros y por allí se escapaba la sangre.
Me levanté, todo ensangrentado.
María vino a mí, me abrazó y se puso a llorar. “Me salvaste la vida - me dijo -
ese tipo me iba a matar”. “Y vos la mía - le respondí - si no me lo sacabas de
encima soy cadáver ahora”. Llamé a los muchachos de mi banda y quedamos en
tirarlo esa noche en el Riachuelo, frente a la Villa 21. Así lo hicimos, lo
llevamos en un auto robado. El grandote no tenía documentos. Martín le cortó el
dedo y le quitó un anillo grande de oro que llevaba. Pedro, de un tajo, le
abrió la panza y le sacó los intestinos para que no flotara. Subimos encima del
puente ferroviario y lo dejamos caer. Vimos cómo se hundía en el Riachuelo.
Después de eso María siempre me
venía a ver, o me pedía que fuera para su casilla. Ahí hacíamos el amor. Estaba
agradecida, y me dijo que si quería podía darme parte de lo que ganaba. Yo le
dije que no era gigoló, robaba autos, no necesitaba sacarle plata a una mujer
indefensa para vivir. Soy criollo le dije. La cuestión que nos veíamos seguido,
pero yo no estaba enamorado de María. Hacía el amor muy bien, tenía un
cuerpazo, pero eso era todo. Al tiempo me empezó a aburrir. Cuando supe que
Marcos estaba enamorado de ella me fui apartando. Marcos era mi ídolo. Primero, porque me
invitó al taller, y yo, que soy un bruto, empecé a sentir la presencia del
espíritu en la poesía. Y después, por lo que pasó con mi hijo, que casi se
muere. El lo salvó.
Le voy a contar cómo nos dimos
cuenta que Marcos podía curar. Un día en un robo llegó la cana y nos empezaron
a tirar. Contestamos el fuego y herimos a uno. Pudimos escapar porque teníamos
un auto rápido, pero el Lombriz se llevó un balazo en el estómago. Volvimos a
la Villa 31 con el herido y lo mandé llamar a Marcos. No lo queríamos llevar a
ningún hospital porque nos venderían. Le dije a ver qué se le ocurría para
salvarlo. Lo miró bien, estaba mal herido, y propuso llevarlo a lo de su primo,
que era médico. Este lo tuvo que operar en seco, sin anestesia, le hizo un
corte y le sacó la bala. Regresamos con el herido a la villa miseria y lo
escondimos en una casilla. Estuvo con fiebre y delirando varios días. Marcos lo
cuidaba, le daba antibióticos, lo llamaba a su primo por teléfono y seguía sus
indicaciones. El Lombriz sobrevivió. Marcos se la jugó.
El Lombriz pensó que no se salvaba
de ésa, y que le debía la vida a Marcos, más que a su primo. Decía que Marcos
tenía un halo especial y que lo había sanado con su presencia, con su aura.
Cuando le cambiaba las vendas sentía una mejoría inmediata. Yo, al principio,
pensé que divagaba el Lombriz, pero la herida le sanaba rápidamente. Un día,
antes de venir Marcos, yo vi que estaba roja e inflamada. Al rato llegó él,
limpió la herida con alcohol, y cuando se fue la herida estaba bien, la
cicatriz ya casi ni se notaba. Yo no sabía a qué atribuirlo. El Lombriz era un
tipo raro, se la pasaba rezando. En mi banda no hay gente común, yo los recluté
porque les vi condiciones. A lo mejor el
Lombriz tenía un santo que lo protegía, pero él decía que había sido Marcos. El
Lombriz es temerario, se pensaba que no le podían hacer nada, que era
invulnerable a las balas. Para tirar se paraba y exponía el cuerpo, por eso es
que lo hirieron. Es un tipo con fe.
Yo también tengo fe. Le podrá
parecer raro. Yo estuve encerrado dos años. En la cárcel es donde vi más gente
creyente. Allí todos rezan y hablan con dios. El encierro y la miseria enseñan
mucho. En la villa miseria la fe nos mantiene vivos. Aquí no tenemos futuro.
Estamos más cerca de dios que los otros, él es el único que puede protegernos y
perdonar todas las cosas malas que hacemos. Yo no quería ser ladrón, de chico
soñaba con ser cantante. Mi madre siempre me pedía que anduviera derecho, pero
me dejé arrastrar y después fue tarde. Cuando me pusieron un arma en la mano y
gatillé ya estaba de este lado. Me hice jefe porque tengo talento para eso. Sé
mandar, tengo la cabeza fría y los demás me respetan. Ayudo y me juego por los
míos. Jamás abandono a uno en las malas.
Marcos no se sentía bien. Le habían
dado un tratamiento para dejar la droga, pero la adicción era demasiado fuerte.
Tomaba un pastillerío de anfetaminas baratas y de vez en cuando aspiraba coca.
También se inyectaba ácido. Después de eso le empecé a conseguir coca de
calidad que no le cobraba y él me agradecía. Se quedaba encerrado en su casilla
por días, soñando.
Asistí varias veces a su taller de
poesía. Leíamos muchos poemas sobre el dolor, sobre dios, sobre el amor, y las
cosas que decía se me quedaban en la cabeza. Una vez soñé que se me aparecía
Cristo y me miraba con ojos doloridos. Tenía un rictus especial en su boca,
como de goce o éxtasis, y me extendía sus manos ensangrentadas. Yo sabía que
ésa era la sangre que yo había derramado y él me quería salvar. Yo no decía
nada, y comprendía que me había perdonado.
El Lombriz corrió la voz de que
Marcos era sanador. La gente empezó a llevarle sus enfermos. Marcos no entendía
bien cómo pasaba lo que pasaba. Era un hombre lleno de dudas. Yo pienso que
Dios estaba velando por nosotros, y lo eligió para ayudarnos. No sé por qué lo
eligió a él. Creo que no estaba preparado. Yo vi como sanaba. El quedaba
consternado después de cada sanación. Le llevaban chicos y ancianos enfermos.
Les tocaba la frente, les hablaba, y al día siguiente estaban bien. Un día
llegó un señor rengo con muletas, Marcos pensó que se había caído, y puso su
mano sobre su frente. El hombre apoyó el pie bien y empezó a caminar. Marcos le
preguntó a su acompañante que qué le había pasado, y le dijo que estaba
paralítico desde los diez años. El hombre se fue caminando, llevando las
muletas en la mano. Yo sé que es cierto porque yo había visto muchas veces a
ese hombre en la villa y conocía a su familia. Siempre pedía limosna en la
estación de trenes.
Los blancos no nos entienden a los
villeros. Creen que somos gente sin corazón. Piensan que porque robamos y
andamos en cosas malas (aquí hay mucha droga, prostitución), somos bárbaros,
gente sin fe. Pero no, somos como ellos o mejores. Tenemos más fe nosotros que
ellos. Ellos no saben lo que es sufrir. Uno puede matar, yo lo he hecho, pero
no por eso soy peor que ellos. Matar no es difícil, y luego de matar uno
empieza a sentir una culpa que lo lastima, y le remuerde la conciencia. Lleva
uno siempre esta culpa, nadie puede estar orgulloso de haber matado.
Yo
había tenido un hijo hacía dos años con una piba de la villa miseria, una piba
joven, de 16 años. Parecía más grande, porque estaba fuerte. Todo el mundo me
la envidiaba, tenía unos pechos hermosos, y caminaba con gracia, moviendo las
caderas. No era tan linda de cara, pero yo la quería bastante. Ella vivía en
una casilla con su papá y su hijo. Yo les pasaba dinero. Cada vez que me iba
bien en un robo, les llevaba algo. Ella me venía a ver seguido a mi casilla con
el pibe, y se quedaba durante la noche. Le puso de nombre Juancito, y tiene mi
cara, no puedo negar que es hijo mío.
Un día Elena, la madre de mi pibe,
me dijo que Juancito había pasado toda la noche con fiebre, vomitando. Tenía
miedo que se muriera. Quería llevarlo al hospital. Le dije que no valía la
pena, que Marcos lo curaría. Ella no quería, le tenía desconfianza. Al final lo
llevó al hospital y le hicieron exámenes. No le encontraron nada, pero la
fiebre no cesaba, no podía comer, tenía diarrea. La verdad que se estaba
muriendo deshidratado. No sé si lo habría agarrado algún parásito. Aquí en la
villa miseria el agua es mala. Las mujeres hacen cola en las canillas públicas
y la llevan a las casillas en baldes. Cuando falta, la municipalidad la trae en
camiones cisternas. Muy pocos tienen agua corriente en la Villa 31.
Juancito lloraba, le dolía mucho el
estómago. Elena estaba desesperada, y yo también, porque amo a mi pibe. Para mí
es lo más grande que hay. Al otro día lo llevé a lo de Marcos. Me arrodillé
frente a la casilla y lo empecé a llamar en voz alta. No sé por qué lo hice,
algo me decía que estaba bien así. La gente que pasaba me miraba sin acercarse.
Me tenían miedo. La puerta se abrió y apareció Marcos. Enseguida entendió. Le
puso una mano en la frente a Juancito y se puso a rezar. Levantó los ojos al
cielo. Los vecinos se fueron acercando y nos rodearon. Marcos me toco la cabeza
y dijo, llevátelo, está curado. Todos se arrodillaron en silencio. Yo lo llevé
a mi casilla y me quedé todo el día con él. La madre vino a la tarde y Juancito
respiraba con naturalidad. Al día siguiente estaba bien, se reía, se levantó y
se puso a jugar. Fui a la casilla de Marcos, me hinqué frente a su puerta y le
di las gracias a dios. Marcos salió, le dije que mi hijo estaba salvado y que
pidiera lo que quisiera, que yo le debía la vida de mi hijo. La gente miraba
asombrada. Marcos me dijo que no le debía nada, que no había sido él el que lo
había salvado sino dios, y que me fuera tranquilo. Así lo hice. En la noche los
vecinos pusieron velas frente a la casilla de Marcos. Varias señoras se
arrodillaron frente a su puerta y rezaban en voz alta. Al rato pasó el cura,
miró la escena con disgusto, pero no dijo nada y se fue en dirección a la
capilla.
Durante los días siguientes le
llevaron enfermos de distintas edades. Su popularidad se fue extendiendo fuera
de la Villa 31. Muchos sabían que curaba. El milagro más grande que hizo Marcos,
como ya dije, fue sanar a un paralítico. También le trajeron a un bebé muerto
para que lo resucitara, pero no lo logró.
Con la llegada de los extraños
empezaron nuestros problemas. Muchos nos envidiaban y nos deseaban el mal. Los
de la 21, sobre todo. Pensaban que nos creíamos mejores, porque ellos vivían
junto al Riachuelo, en la basura, y nosotros en Retiro. La verdad es que éramos
todos iguales, todos pobres y miserables. El que no nació en la pobreza, como
Marcos, se vuelve pobre aquí. Somos como sub-hombres, mitad hombres, mitad
animales. Solamente dios puede elevarnos, y por eso creo que nos eligió y nos
mandó a Marcos, como prueba de que nos ama.
Yo algunas veces he pensado en
meterme a predicador o hacerme cura, aunque parezca mentira. Una vez hablé con
el padre de la villa miseria y se lo planteé. Le dije que había cometido muchos
delitos, y le pregunté si Cristo podía perdonarme. El me respondió que Cristo
perdonaba a los que tenían fe, pero que ser cura era muy complicado, había que
estudiar mucho, y yo había ido muy poco a la escuela. Me dijo que mejor ayudara
a la gente, que diera dinero al comedor para los chicos cuando pudiera, cosa
que siempre hago.
Nosotros
sabíamos que los de la villa miseria 21 estaban preparando algo contra nosotros.
Escuchamos rumores de que querían llevarse a Marcos, esconderlo, para que
hiciera milagros para ellos. Al final lo secuestraron y ahora está muerto.
Fueron ellos los que lo mataron, estoy seguro. Nos la van a pagar. Ya no
tendremos otro Marcos. El padre me dijo que no nos venguemos, que dios no
quiere más muertes, que mejor le construyamos una capilla con su nombre, en su
memoria. Yo no me resigno. Lo secuestraron los de la banda del Alto, me lo dijo
el Lombriz, y por lo menos el jefe la tiene que pagar. La capilla la vamos a
construir, porque la gente de la villa miseria no lo olvida y será bueno ir a
rezarle ahí. Ahora muchas señoras del vecindario venden estampitas de Marcos
vestido de santo, con una túnica blanca. Juntan dinero para el altar. Dios
mandó a un muchacho judío entre nosotros y nos dio muestra de su grandeza. A
nosotros no nos importa que fuera judío. Era Cristo el que lo guiaba. El padre
me dijo que eso prueba que dios nos ama. El sabe que Marcos curaba, le consta
que hacía milagros. Cree que Marcos fue el vehículo divino mediante el cual se
manifestó la voluntad de dios.
El cura de la villa
Marcos es un caso raro. Yo hace años
que me vine a vivir a la villa miseria. Tuve que convencer al Obispo, un hombre
muy político, para que aceptara mi pedido de traslado a la capilla de la Villa
31. Me decía que yo era un cura joven, con talento, y que haría una buena
carrera en la curia, que había muchas posiciones importantes esperando para un
cura como yo. Pero yo lo que quería era estar junto a los pobres en la villa
miseria. Siempre creí que la pobreza redime, y vuelve mejor a la gente. Era un
poco idealista e inocente, debo reconocerlo. Al tiempo de estar aquí me empecé
a horrorizar de las cosas que veía. Al principio yo no quería tranzar con
nadie, pero el que no negocia y se cree mejor que los demás aquí no sobrevive,
ni siquiera siendo cura. Había algunos
hippies que se habían venido a vivir a la villa. Eran jóvenes de clase media.
Yo les llamaba los “exiliados”. Eran marginados, casi todos drogadictos, gente
con problemas mentales, como Marcos. Escapaban de algo, de la buena sociedad
creo. Preferían vivir en la mugre. En el fondo eran como yo.
Yo buscaba a dios cerca de los
pobres. Los exiliados buscaban otra cosa. ¿Qué? En el caso de Marcos creo que
buscaba su salvación en el arte, en la poesía. Para él la poesía representaba
algún tipo de verdad trascendente. No era un muchacho particularmente
religioso. La poesía era lo único que le interesaba. Creía que el mundo de la
literatura era autónomo y brillaba allá arriba, con una fuerza espiritual
propia. Le gustaba meditar y no hacer nada, era una especie de gurú perdido en
la basura de Sud América. Los que le pusieron “Mesías” de sobrenombre creo que
acertaron. Se engañan los que lo quieren considerar santo. Sí creo que dios lo
eligió para manifestarse entre los pobres. Aunque al principio me resistí con
rabia e incredulidad, que dios me perdone. Aún me resulta extraño aceptar este
caso. Porque dios lo eligió a él, un muchacho judío bastante común. De no haber
sido por su drogadicción no hubiera venido a la villa miseria. Su relación con
María era enfermiza: María es una prostituta. Yo luché para que dejara esa vida
y saliera de la Villa 31, pero aún no lo logré. Insisto en que este caso es un
gran misterio: Marcos era un muchacho de clase media, que le gustaba la
literatura, como a tantos otros. Ahora que lo asesinaron los demás le atribuyen
virtudes imaginarias. Era uno de esos jóvenes que se creen superiores porque
han leído unos pocos libros. Me consta sin embargo que sufría, y quizá eso
pueda redimirlo. Quisiera que nos fuéramos olvidando de todo esto y la vida
volviera a lo que era antes.
Marcos
se metía en problemas. Lo tuve que defender. Un día me mandó a llamar el
Obispo, y me preguntó cuál era mi relación con el judío impostor que curaba. Yo
le dije que ninguna, que era un pobre muchacho drogadicto. Me preguntó si le
ayudaría a denunciarlo por mala práctica de la medicina, para que lo llevaran
preso. Yo le dije que sería un gran error hacer eso, porque los villeros lo
querían y lo creían un santo. Le demostré que sólo era un pobre tipo
trastornado, y que no había motivos para preocuparse. No le hacía mal a nadie.
El Obispo me preguntó si realmente curaba, si yo pensaba que curaba. Me quedé
en silencio.
- ¿Ud. lo vio curar? - insistió el Obispo.
Bajé la vista y le respondí que sí.
- ¿Cómo cura? - me dijo.
Le expliqué que decía unas palabras y le ponía la mano
en la frente a los enfermos. Me preguntó si sabía dónde lo había aprendido y si
recibía dinero por lo que hacía. Le dije que no sabía dónde lo había aprendido,
pero que no cobraba, aunque muchos le llevaban cosas, comida y botellas de
cerveza. Le conté lo del paralítico, porque todos hablaban de eso. El Obispo me
dijo que no era posible. Yo le respondí que el Cholo, amigo de Marcos, lo había
visto.
- ¿Y quién es el Cholo? - me preguntó el Obispo.
Le dije que era un ladrón muy conocido en la Villa.
- ¿Y Ud. le cree a los ladrones? - me censuró.
La cuestión que el Obispo se disgustó conmigo, quería
que lo vigilara y consiguiera más información. Pero yo no estaba en la villa
para ser vigilante. No es mi trabajo. Mi misión es ayudar a los pobres,
acercarlos a Cristo.
Para
el que nunca vivió en una villa miseria es difícil entender esta situación. La
villa miseria es como un pueblo, como una aldea dentro de la ciudad. Aquí los
pobres se sienten protegidos, la policía no entra fácilmente. Para los que
viven en la villa, la ciudad es un territorio peligroso. Es el lugar donde se ganan
la vida en condiciones penosas. No es que la villa miseria sea un lugar fácil,
pero la gente es bastante solidaria, gracias a eso sobreviven. Se ayudan todo
lo que pueden. Hay mafiosos que operan dentro de la villa, es cierto, pero son
una minoría. No se puede acusar a todos por los delitos de unos pocos.
Los
de la pandilla del Cholo cambiaron mucho después que conocieron a Marcos, y
terminaron reverenciándolo. No quiero decir que sean buenas personas o que sean
inocentes. Son unos delincuentes. Pero Marcos ayudó a que se acercaran a dios.
No puedo negarme a que construyan una capilla aquí y la nombren San Marcos.
María cree que Marcos verdaderamente amaba a Cristo. Su argumentación no me
resulta muy convincente. Dice que fue Vallejo el que le enseñó el verdadero
sentido del cristianismo. A mí nunca me lo manifestó de manera directa, aunque
hablamos muchas veces.
Yo
estoy disgustado con esta situación y si esto no cambia pediré al Obispo mi
traslado. Yo he practicado la caridad cristiana viviendo entre villeros. No he
venido a la villa a hacer política. Reconozco que Marcos era compasivo como un
cristiano y amaba a la gente, pero no me consta que quisiera convertirse al
cristianismo. A la gente de la villa poco le importa lo que él era o quería, lo
vieron curar. María dice que dios curaba a través de él. Fue un elegido de
dios. La verdad que esto nos crea un verdadero problema doctrinal. Todo hubiera
sido más fácil si hubiera sido católico. Encima lo asesinan, y todos lo
consideran un mártir. Quizá María, que lo conoció mejor, debería testificar
ante el Obispo. Si cree que se había convertido al cristianismo, debe
demostrarlo.
Facundo, el puntero peronista
En un principio no me interesaba la
política. En la villa miseria me hacía respetar y me tenían miedo. Me había
hecho fama de guapo. Yo era el que organizaba los partidos de fútbol. Aquí se
juega al fútbol por plata. Organizamos partidos contra equipos de otras villas
miserias. Se apuesta fuerte. Tenemos muy buenos jugadores, y no permitimos que
los clubes grandes nos los roben. Si se los quieren llevar, tienen que
pagarnos. Tenemos nuestra propia barra brava. Yo soy el jefe. Lo máximo para
nuestros muchachos es entrar un día en Boca. Aquí somos todos boquenses, igual
que los de la Villa 21. Yo soy el que nombra al director técnico todos los
años. Al director técnico se le paga un buen sueldo y ocupa gratuitamente una
casilla de material en la villa.
Los de la Unidad Básica de Retiro se
fijaron en mí y me vinieron a hablar. Querían que hiciera de puntero y llevara
a votar a la gente en las elecciones. Me dijeron que tenía liderazgo y debía
aprovecharlo para ayudar al pueblo. Lo primero que hice fue recaudar fondos. La
política depende de la plata, y si uno no demuestra que tiene apoyo local ni
siquiera puede abrir la boca. Yo hablé con los jefes de las bandas de
narcotraficantes y de ladrones que tenían a la 31 como “base de operaciones”.
Algunos colaboraron por compromiso y otros, como el Cholo, que me aprecian y
son amigos míos, apoyaron la idea de que me metiera en política.
La banda del Cholo se dedica al robo
de vehículos. Los entregan en los desarmaderos fantasmas de Villa Domínico y
les sacan bastante plata. Hacen buen negocio. La policía ha agarrado a varios
de sus hombres, que están presos, pero ellos siguen, no tienen miedo. Eso es
típico de esta Villa: los de la 31 somos valientes. A mí me llaman Facundo,
pero mi verdadero nombre es Alberto. El cura me empezó a llamar Facundo y el
nombre me quedó. Dice que me parezco a Facundo Quiroga, que soy bravo como él.
Todo empezó un día que se organizó una pelea barrial a cinco rounds contra un
tipo de la Villa 21 que decía que era invicto y nunca le habían ganado. Yo
peleé por la 31 y lo molí al otro, le di tantas piñas que lo dejé medio tonto.
Me había entrenado mi vecino, que de joven fue boxeador profesional. En esa
pelea se apostó fuerte, y con lo que gané viví varios meses sin hacer nada. Los
de la Unidad Básica fueron a ver la pelea y fue allí que me conocieron.
En la villa miseria operaban otros partidos,
sobre todos los comunistas y los de Macri, pero los peronistas tenían mayoría.
Los de la Unidad Básica me eligieron a mí porque necesitaban un buen puntero,
ya que el viejo Nuñez, que era el puntero anterior, había caído preso por robar
material para la construcción de un depósito del gobierno. Garabito, uno de los
líderes de la Básica de Retiro, me llamó a su despacho. Lo había impresionado
el respeto que me tenían en la villa miseria, y cómo me relacionaba con las
bandas. Me prometió bastante. Me dijo que me podían conseguir escrituras de
varios terrenos de la villa, y que yo iba a recibir una parte en su venta. Ya
eso era algo serio y tenía futuro. Me imaginaba propietario de varios terrenos.
Hice una reunión con la gente influyente de la villa miseria. Llamé a los jefes
de las bandas y a los comerciantes que tienen puestos, mercaditos, almacenes,
panaderías. Tuve un apoyo unánime, y enseguida empezó a correr el dinero.
Formé nuestra propia Unidad Básica
en la 31. Me nombraron Presidente. Recaudábamos una cuota de los miembros y
repartíamos planes. Los vecinos que no tenían trabajo nos pedían ayuda. A
cambio yo los llevaba a todas las manifestaciones que hacía el Partido. El jefe
del distrito me llamaba y me decía: hoy cortamos la 9 de Julio, hoy vamos a la
Plaza de Mayo, hoy apoyamos a los camioneros que hacen un paro y nosotros,
siempre solidarios, allí íbamos. Cuando hacíamos actos en la villa miseria el
jefe del distrito de Retiro venía a apoyarnos. Nos había prometido que iban a
pavimentar las calles principales y nos iban a poner cloacas. Parece que va a
tomar un poco de tiempo, pero, a la larga, lo van a hacer. Los peronistas lo
podemos todo. Somos un partido invencible.
Yo me crié en el Chaco y sé lo que
es sufrir, lo que es pasar hambre. Vine a Buenos Aires de adolescente. Primero
viví en un conventillo con mis viejos en La Boca. Después me escapé de mi casa
y me vine para la villa miseria. Siempre hacía changas. Yo no robaba. Un
político me dio trabajo de guardaespaldas, porque yo no le tenía miedo a nadie.
De chiquito ya me gustaba pelear. Me agarraba a piñas con todos los pibes en el
pueblo. Me tenían miedo y ya ninguno quería pelearme. A veces les decía que se
animaran, que si me ganaban les pagaba. Pero no se tenían confianza. Mis piñas eran
como pedradas, les dejaba toda la cara arruinada. Para pelear lo más importante
no es la fuerza, es la determinación. El no achicarse. Eso uno lo aprende de
los criollos. El no bajar la cabeza. Aquí en la Villa 31 hay mucha gente así.
El Cholo es uno, ese pibe va a llegar lejos. ¿Ud. Sabe que canta cumbias?
Marcos le enseñó a escribir canciones y poemas. Es un tipo simpático y tiene
alma de romántico. Algún día va a formar su propio grupo musical y ganará
dinero con la música.
Pensé en invitarlo a trabajar
conmigo en la Unidad Básica, proponerlo como consejal, pero no me conviene
meter ladrones. Me pudriría a la gente. Si alguna vez deja de robar, antes de
que lo encierren o lo maten, va a poder hacer carrera en la política. Tiene
voluntad, tiene instinto. Andar en la política no es fácil. Dicen que los
políticos aprendemos, pero no es cierto. Nacemos para esto. Yo me convencí al
poco tiempo de meterme en la política que esto era lo mío. No lo sabía, pero yo
nací político. Me gusta estar con la gente, dirigir. Antes quería dominar, hoy
prefiero ayudar. El cura me aprecia, y también las mujeres del comedor para
chicos. En la villa miseria somos mucho mejor de lo que se creen, somos
solidarios, si no, no podríamos sobrevivir.
Pero Ud. me preguntaba de Marcos.
Perdone que me haya ido por las ramas. Lo que pasa es que puedo agregar poco.
¿Qué quiere que le diga? Ya todo el mundo sabe de Marcos. Yo no puedo afirmar
ni negar. Darle mi opinión sí puedo: todo lo que se dice de él es cierto. Vino
aquí por la droga, estaba perdido. Pero después que conoció a María, cambió.
Ella lo salvó. Ella hacía la calle para traerle plata y comprarle anfetaminas.
Ella ponía el cuerpo para que él estuviera ahí tirado. Ella también se drogaba,
pero menos. El tenía un vicio fuerte. Se pasaba los días perdido, tirado en la
puerta de su casilla, todo sucio, sin comer. Miraba a la gente como si viera
pasar fantasmas. María, con la ayuda del cura, lo metió en un programa de
metadona para sacarlo de la droga. Yo no sé si María lo quería como mujer, ella
es mucha mujer para él, yo creo que se había encariñado porque lo veía débil,
era como su hijo, lo protegía, le tenía lástima. También lo admiraba porque era
poeta.
Cuando empezó a dar clases de poesía
se hizo famoso. Le sacaba la gente al cura, ya nadie quería ir a la capilla a
estudiar la Biblia. Las mujeres preferían ir a la clase de poesía. Decían que
sus poesías siempre hablaban de dios. Yo fui a una, invitado por ser el jefe de
la Unidad Básica. Leyó la poesía de un tal Vallejo, y la verdad que sí me
impresionó. El poema hablaba de un muchacho que se enamoraba de una chica, y
decía que ella se había crucificado a él, se abrazaba a él como a una cruz.
Cuando él leía había gente que lloraba, eso es lo que más me impresionó. Yo
nunca vi llorar a nadie en la capilla, pero en esa clase de poesía lloraban.
Entonces empezó todo eso de las
curaciones. Un día hirieron gravemente a un hombre del Cholo. Cuando balean a
alguien de la villa miseria nos arreglamos como podemos. A veces las enfermeras
del dispensario médico ayudan. Si los llevamos a un hospital público fuera de
la villa miseria los denuncian y van presos. El Cholo fue a pedirle ayuda a
Marcos y éste llevó al herido a lo de un primo de él que era médico. Le sacó la
bala, pero así y todo se estaba muriendo. Parece que Marcos empezó a rezar y el
herido se salvó. Ud. sabe cómo es en la villa, las noticias corren. Después,
una señora llevó a su hijo, muy enfermo, para que lo curara, y el chico se
recuperó. De allí en más fue como un reguero de pólvora. También curó al hijo
del Cholo. Ya la gente hacía cola para traer sus enfermos, y hasta lisiados. El
no cobraba nada ni aceptaba dinero, pero le traían regalos. Si era comida se la
daba a las madres del comedor. Ahí se armó lío con el cura, que la verdad le
tenía envidia. Después se hizo amigo de él, y lo aceptó, porque él también
empezó a creer en Marcos. El único que no creía en Marcos era Marcos, en el
fondo nunca dejó de ser un drogadicto, aunque ya no se drogara tanto. Tenía la
cabeza medio volada. El poder a él le venía de afuera. Era como si una mano
mágica, un ángel, lo hubiera tocado. El no era más que el instrumento. Como era
judío al principio nadie se animaba a decir que era santo. Le decían el mesías.
Pero después que curó al paralítico, que se fue caminando, ya todos decían que
era santo.
Empezó a venir gente de afuera para
que los curara, y eso fue lo que nos perdió. De no haber sido por eso hoy no
estaría muerto. Los que no son de esta villa miseria nos quieren ver sufriendo,
cuando estamos en la mala disfrutan, y si algo bueno nos pasa buscan la manera
de jodernos. Eso es lo que ocurrió con los de la Villa 21 de Barracas. La
verdad es que somos rivales. Un partido de fútbol entre ellos y la villa
nuestra es como una final de Boca y River. Cuando supieron que teníamos un
santón que curaba empezaron a enviar gente a ver si era cierto, y después se
organizaron para robárnoslo. Ya sabe cómo fue, lo secuestraron. A los pocos
días lo encontraron muerto. El Cholo dice que sabe quién lo mató. Se habrá
negado a quedarse a vivir con ellos en la 21, o a lo mejor lo pusieron a curar
y allá no pudo. Quizá sólo podía curar aquí, era un don que dios le había dado
sólo para que sanara en la Villa 31.
El
cura me preguntó si yo iba a colaborar para construir una capilla en la villa,
que se va a llamar San Marcos, en honor a él. La gente quiere enterrarlo allí,
para que se lo pueda adorar como se debe. Yo estoy de acuerdo y le dije que sí.
Nos hace falta un santo nuestro. El cura me aseguró que Marcos había tenido una
transformación profunda, un día hablaron de Cristo y le dijo que creía en él.
No sé si será cierto, da lo mismo, ya nadie va a convencer a los de la Villa 31
que Marcos no es un representante de Cristo en la tierra.
Sergio, el padre de Marcos
Me mataron a mi hijo mayor. Para mí
es el final de todo, ya la vida no tiene sentido. Fracasé como padre, no me lo
voy a perdonar nunca. Me quedé viudo cuando mis hijos eran chicos, los crie lo
mejor que pude. Marcos era un pibe tranquilo, tímido. Le gustaba mucho ir a la
sinagoga conmigo. Yo nunca fui un individuo muy creyente, soy un judío liberal,
pero siempre respeté mi religión y asistía a los servicios con mi familia. De
joven era sionista. El rabino de mi sinagoga me aprecia. Tengo casi sesenta
años. Mi generación fue muy rebelde, queríamos hacer la revolución. A los
veinte años apoyé a los Montos, habían unido el nacionalismo al marxismo, pero
después que murió Perón sufrimos una derrota terrible, fue una carnicería. Los
dirigentes no habían entendido bien al pueblo argentino. Yo dejé la política,
me metí en el negocio de mi viejo, soy un buen judío, ayudo a la comunidad.
Mi colectividad ha padecido lo
indecible, entendemos el dolor humano. Yo no condeno a mi hijo. Me dicen que
renegó del judaísmo, pero sé que no es cierto. Que le gustara Cristo no me
extraña, ¿a quién no le gusta? Enseñaba el amor y la compasión, que es lo que
todos necesitamos. Los judíos vivimos esperando que nos liberen. Para mí Cristo
no era el verdadero mesías. Que ahora llamen mesías a mi hijo me resulta
ridículo. La gente de la villa miseria es muy fantasiosa. Y que lo consideren
un santo me parece una barbaridad. Aseguran que sanaba, no lo sé, ¿no estaremos
retrocediendo y volviendo otra vez a la barbarie?
Este país es algo curioso, siempre
nos debatimos entre la civilización y la barbarie. Yo elijo la civilización,
por eso de joven era revolucionario. Marx sabía que la sociedad iba a seguir
evolucionando. Un día todos seremos libres. En ese mundo, las luces, la razón,
la historia, van a ser más importantes que la religión. María, la novia de
Marcos, asegura que en la villa se hizo muy religioso. María es una mujer de
oficio dudoso, no la considero honesta. ¿Qué hace viviendo en la villa miseria?
Sus padres son ricos. Dicen que está escribiendo un libro sobre Marcos y que
defiende la idea de que era un santo. Lo único que falta es que mi hijo, un
judío que nunca renegó de su religión, resulte canonizado.
María se contagió de la barbarie de
la Villa 31. Ella influyó en Marcos. Lo fueron cambiando. Sarmiento no decía
civilización o barbarie, él decía civilización y barbarie, en este país
conviven las dos cosas. Yo nunca lo acepté, yo apuesto por la civilización,
como muchos argentinos. Mi hijo descreía de los valores de la sociedad moderna
y se fue a vivir a la villa miseria. ¿No habrá sido la influencia del populismo
peronista? Exaltan al pueblo de manera desmedida, y… ¿qué es el pueblo? ¿Yo no
soy pueblo acaso?
En un principio yo le eché la culpa
a la droga por todo lo que le pasaba a Marcos. Le pedí que se fuera de casa…no
podía aceptar que mi hijo fuera un vago y un drogadicto. Siempre me robaba
plata, compraba cosas con mis tarjetas de crédito falsificando mi firma. Se la
pasaba encerrado en su cuarto. No quería trabajar. Le gustaba leer, eso sí, es
herencia de familia. Siempre hemos sido buenos lectores, intelectuales, como
gran parte de la comunidad judía. Para nosotros la educación es lo más
importante. Por eso no puedo aceptar la barbarie de la villa miseria, que los
peronistas fomentan.
Marcos se fue a vivir allí porque en
el fondo me odiaba… Quiso castigarme porque lo eché de casa. ¿Pero… que iba a
pasar con mi hijo menor si él no se iba? Hice lo que pude para que dejara la
droga. Había sido un buen estudiante de letras. De chico quería ser escritor.
Lo mandé a un sicólogo después que murió la mamá, pero me decía que no lo
entendía. Lo cambié a otro psicólogo de la colectividad. Tampoco quiso seguir.
Nunca encontró un analista que le viniera bien. El psicoanálisis lo hubiera
salvado. Lo interné en una clínica para que lo desintoxicaran, pero se escapó y
volvió a drogarse.
Cuando se fue de casa siempre temí
que un día pudieran encontrarlo muerto. El mundo de la droga es un infierno. Y
en la villa miseria se fue a juntar con María, también drogadicta, un alma
gemela a la suya. Estudiante de antropología. Su familia es de la oligarquía de
Barrio Norte. La han negado completamente. Para ellos María está muerta. Lo de
la droga podría pasar, pero saben que es puta, todo el mundo lo dice. Y vivir
en la villa miseria es lo último que podía hacer.
Me dijeron que María odiaba a su
madre. Ese es el origen del problema para mí. Yo creo que Marcos también me
odiaba. No sé por qué, siempre hice todo lo que pude por mi familia. Se
volvieron contra sus padres, como si fuéramos unos monstruos fascistas. Así
somos los argentinos, nos rebelamos contra la autoridad, no importa cómo sea.
Somos un país adolescente, pero… ¿por qué me tocó a mí pagar este precio? ¿Por
qué a mí? Perder un hijo, es lo peor que podía pasarme. Que dios me perdone,
pero no lo entiendo.
Una visita al zoológico
Robertito
Vicuña, o Tito, como le llamaban, vivía en la Villa 31. Tenía quince años. Sus
dos mejores amigos, la Garza y el Rulo, eran algo menores que él. Andaban
siempre juntos. Eran despiertos y los otros chicos de la Villa los
respetaban.
Un puntero de la Villa, de apellido
Merlo, fue un día a ver a Tito. Quería
hablarle sobre algo importante. Tenía un trabajo para él y sus amigos.
Se trataba de robar un animal del zoológico de Buenos Aires. Ya estaba todo
arreglado con el director del zoológico, a quien conocía. Era una operación que
traería buena ganancia. El director iba a dejar por la noche la puerta
principal sin llave para que pudiera entrar el camión jaula. Tito tenía que
meterse en el zoo con los otros pibes y maniatar a los dos serenos. Le iba a
dar a él una pistola por cualquier cosa. Después de maniatarlos, tenían que
vigilar por si venía la policía. Se iban a comunicar con el conductor del
camión por celular. Le prometió a Robertito 5.000 pesos. Era mucha plata. Con
eso se podría comprar unas zapatillas Adidas nuevas y ropa sport de marca. Era
un trabajo fácil, le dijo el puntero. A los otros dos pibes les daría 1.000
pesos a cada uno. El iba a ser el jefe. Era también el responsable. No se tenía
que equivocar. Tito le preguntó al puntero qué animal iban a robar. Merlo lo
miró a los ojos con rabia. Lo agarró de la camisa, lo atrajo hacia sí y casi lo
levantó del suelo. Era un hombre alto y gordo. Le dijo que de eso se iba a
enterar a su debido tiempo. Ellos debían mantener la boca bien cerrada. Tenían
que andar derecho, porque a él nadie lo agarraba de gil. Tito lo conocía bien y
no dijo nada. Todo el mundo le tenía miedo a Merlo. Decían que debía una muerte
y había sido en mala ley.
Habló con sus amigos y estuvieron de
acuerdo en hacerlo. La operación sería el martes por la noche. El día señalado
salieron para el zoológico. Esperaron cerca de la entrada. Era septiembre y
hacía bastante calor. Se sentía muy mal olor. A las diez de la noche se
acercaron a la puerta y probaron de abrirla. Tal como les había dicho Merlo,
estaba sin llave. La empujaron y cedió. Entraron. Tito iba adelante y el Rulo y
la Garza lo seguían. Eran algo más bajos que él. El Rulo era un pibe de piel
oscura y cabello ensortijado. La Garza era muy delgado y parecía que no pisaba
el suelo cuando caminaba. El zoológico tenía poca iluminación. Las luces
molestaban a los animales.
Avanzaron con cuidado, escudándose
detrás de los troncos de los árboles. Pronto llegaron al sector de las jaulas.
Hacia un costado, junto a la jaula del león, vieron a uno de los guardianes.
Estaba revisando la cerradura de la jaula. Tito se acercó despacio por atrás y
le pegó un golpe en la cabeza con la culata de la pistola. El guardián dobló
sus rodillas. El Rulo le puso cinta adhesiva en la boca y la Garza le cubrió la
cabeza con una bolsa de trapo. Después entre los tres le ataron los pies y las
manos, lo arrastraron y lo escondieron tras un árbol.
Rastrearon al otro guardián. Estaba
cerca de las jaulas de las víboras. Tito dijo en broma que podían meterlo
dentro de la jaula y los pibes celebraron la idea. Sería una broma formidable.
Tito se acercó por atrás y le pegó un culatazo. Después repitieron la operación
que habían hecho con el primero: lo amordazaron, le cubrieron la cabeza, lo
maniataron y lo escondieron. Tito sacó el celular y llamó al número que le
habían dicho. El camión llegaba en unos pocos momentos, le avisaron. Fueron a la
puerta de entrada y abrieron los portones. Enseguida apareció el camión. Entró.
Los chicos cerraron los portones. El camión avanzó. Ellos lo siguieron a pie.
Después de 200 metros se detuvo y bajaron el chofer y su acompañante. Sin
decirles nada se acercaron a una jaula. Era la jaula del tigre blanco, el
animal más valioso del zoológico.
Tito enseguida entendió: iban a
robar el tigre blanco. “La que se va a armar cuando se sepa”, pensó. El chofer
observaba la jaula con cuidado. La caja del camión estaba cubierta con lona. El
chofer y el acompañante la destaparon. Apareció una jaula con barrotes de
hierro. El chofer aproximó la parte de atrás del camión a la puerta de la jaula
del tigre. La idea era abrir la jaula y hacer pasar al tigre a la jaula del camión.
El chofer y su acompañante trajeron un soplete y empezaron a cortar la
cerradura de la puerta de la jaula. La fiera adentro se había acurrucado en un
rincón, estaba preparada para defenderse. Finalmente abrieron la puerta y el
chofer acopló la caja del camión a la puerta de la jaula. El tigre tenía que
pasar de una jaula a la otra. El chofer con una pistolita eléctrica le largó
una descarga. El animal chilló de dolor, se levantó y en dos zarpazos escapó a
la otra jaula. Había sido fácil. El chofer separó el camión de la jaula del
zoológico y su ayudante cerró la puerta con un gran candado. Cubrieron la jaula
con la lona. Toda la operación había durado media hora.
Los pibes fueron hacia el portón del
zoológico, lo abrieron y el camión salió. Después se fueron ellos caminando,
como si no hubiera pasado nada. En calle Santa Fe se tomaron el 152 y volvieron
a la Villa. El puntero Merlo los estaba esperando. Ya sabía que todo había
salido bien. Les dio el dinero y les dijo que tuvieran cuidado, y se hicieran ver
lo menos posible por varios días. Robertito le devolvió la pistola, guardó su
plata y se fue a dormir. A la mañana siguiente tenía escuela. Estaba en segundo
año del secundario. Iba al Nacional No. 3 de San Telmo. Era buen estudiante.
Quería ser ingeniero y construir puentes. Así decía.
Al otro día el noticiero anunció que
habían robado el tigre blanco del zoológico. Acusaban a una banda de ladrones
del Uruguay. No se sabía dónde podía estar el tigre. Especulaban que el
secuestro podría haber sido ordenado por un conocido narcotraficante, que
coleccionaba animales salvajes y tenía su propio zoológico al aire libre en una
estancia de su propiedad en La Pampa. También había rumores de que podía haber
funcionarios implicados en el robo.
Por la tarde Tito volvió del colegio
y se encontró con los otros dos pibes, que estudiaban en una escuela de
educación especial en la Villa. Fueron al centro a ver ropa deportiva. Tito se
compró las zapatillas que tanto quería y un juego de remera y pantalones
Adidas. Después fueron a los coreanos de 11 para que la Garza y el Rulo se
compraran ropa de imitación, no les alcanzaba para los originales.
La policía informó todos los días
del progreso de la investigación. Era un escándalo. No podía ser que
desapareciera un animal tan importante. Entrevistaron al director del zoológico
por televisión. Dijo que la investigación avanzaba rápidamente y la policía
confiaba en identificar pronto a los ladrones. A la semana encontraron al tigre
en un circo de Salta. Le habían pintado las franjas blancas del cuerpo de color
amarillo, para disimular. Un trabajador del circo denunció el fraude. La
policía agarró después al camionero que lo había transportado y lo empezó a
apretar. Lo tuvieron dos días a pura paliza en la Jefatura, por traficar con
animales salvajes. Al final cantó. Dio el nombre de su acompañante, un familiar
suyo, a quien detuvieron, e implicó en el robo al puntero de la Villa 31 y a
unos “pibes” que lo habían ayudado.
Cuando fueron a la Villa a buscar a
Merlo ya se había escapado. Después fue un patrullero a la escuela de la Villa
y hablaron con la maestra. Le preguntaron si había observado algo raro en el
comportamiento de los pibes y si sospechaba de alguien. La maestra dijo que no,
eran sólo chicos. Cuando el patrullero salió de la escuela unos estudiantes le
tiraron piedras y le astillaron el parabrisas. Un agente se bajó para
correrlos, pero se escaparon rápidamente por los pasadizos de la Villa. Los
reputeó y los otros estudiantes de la escuela empezaron a silbar a la policía y
a decirles que se fueran.
Dos semanas después el tigre volvió
al zoológico y Tito y sus dos amigos fueron a verlo. Robertito posó frente a la
jaula, y el Rulo le sacó una foto con un celular que Tito había robado hacía
varios días a una turista norteamericana que se descuidó en La Boca. Después
dieron una vuelta por el zoológico, se detuvieron frente a la fosa de los
elefantes y salieron. No habían hecho más de cien metros por Av. Santa Fe,
cuando vieron venir a un pibe como de catorce años con unas zapatillas Adidas
nuevas rayadas a colores. Fue mirarse los tres y actuar. Robertito hizo como
que le preguntaba algo. El chico se detuvo. La Garza se le puso atrás en
cuclillas y Tito lo empujó. El chico se cayó de espaldas. Se le abalanzaron.
Tito lo apretó contra el suelo para que no se moviera y el Rulo le sacó las
zapatillas. El Rulo y la Garza salieron corriendo. Robertito se levantó y le
empezó a dar patadas en la cabeza. El pibe gritaba. “No grités, la concha e´tu
madre”, le dijo, y se fue corriendo por donde se habían ido los otros pibes.
Diez minutos después se encontraron
frente al monumento a Sarmiento. Los tres se pusieron a mirar al gran viejo.
Les impresionó la estatua del maestro Rodin. Se probaron las zapatillas. Eran
del número de la Garza. A Tito le quedaban chicas, y al Rulo grandes. La Garza
les dio veinte pesos a cada uno como compensación. Se fueron caminando hacia
Libertador. La Garza y el Rulo iban adelante agarrados de los hombros, como
hermanos. Doblaron por Libertador hacia el centro. Tito miraba con interés la
fachada de los edificios que daban a la Avenida. El Rulo encontró un trapo
viejo sucio tirado en la banquina. La Garza vio una lata de durazno vacía
dentro de un contenedor de basura y la agarró. En un bebedero de la Plaza
Alemania la llenó de agua y mojaron el trapo. Se pararon en el semáforo de
Scalabrini Ortiz y Libertador. Allí, cuando cambió la luz y se detuvieron los
autos, Robertito se adelantó a un Mercedes Benz y le empezó a limpiar el
parabrisas con el trapo sucio. El conductor empezó a gritar, diciéndole que se
fuera. La Garza se acercó a la ventanilla y le pidió por favor que les diera
algo. El hombre les tiró un billete de diez pesos, furioso, y Tito dejó de
limpiar. Cambió el semáforo. Los tres se fueron a la vereda y se empezaron a
reír. Hubo otro cambio de luces y repitieron la operación. Cuando juntaron lo
suficiente se metieron en un taxi y le dijeron al conductor que los llevara a
Retiro. El hombre les pidió que se bajaran y Robertito insistió que los tenía
que llevar. Le mostraron el dinero. El taxista finalmente arrancó. Se sintieron
como tres reyes andando por Avenida Libertador.
Cuando llegaron a Retiro se bajaron.
El Rulo y la Garza dijeron que iban a entrar en la estación de trenes para
pedir monedas. Ya eran las siete y pronto iba a oscurecer. Tito les dijo que él
se iba a su casa. Al otro día tenía una prueba de matemáticas y quería
estudiar. “Un día voy a ser ingeniero”, les dijo. “¿Te vas a dedicar a
construir villas miserias?”, se burló el Rulo. Robertito siguió su camino y
entró en la Villa 31. Miró en el celular su foto junto al tigre blanco. Anduvo
por las calles de tierra hasta llegar a su casilla. Su madre estaba mirando
televisión. Era un nuevo teleteatro que había empezado hacía poco, “El puntero”.
Una parte transcurría en una villa miseria. A Doña Esperanza le encantaba
sentir que ellos también podían ser personajes en los teleteatros. La gente
rica, que siempre los había despreciado, empezaría a verlos tal cual eran. Le
preguntó a su hijo qué quería comer. Robertito le dijo que milanesa con puré.
La madre empezó a preparar la comida. Tito agarró sus libros, se sentó a la
mesa de la cocina y se puso a hacer la tarea y a estudiar para el examen del
día siguiente. Doña Esperanza no podía ocultar su satisfacción. Estaba
orgullosa de su hijo.
Ensayos
Pablo Neruda y la poesía de
vanguardia
Los
poetas más destacados de las Vanguardias de España e Hispanoamérica de los años
veinte del pasado siglo - García Lorca, Vallejo, Neruda – crearon en su poesía
un nuevo efecto estético (al que Amado Alonso llamó el « trovar
clus » de la poesía oscura contemporánea) independizando el significado de
su referente y negando su potencialidad simbólica (negación que constituía una
reacción contra el pasado Modernismo) (Alonso 9).[1]
Peter Bürger, en su ensayo sobre las vanguardias, denomina a las obras
vanguardistas «obras de arte inorgánicas» (las juzga en relación al arte
anterior, al que considera «orgánico») y señala que en la obra de arte
inorgánica las partes se emancipan de un todo que las contiene. Esas partes no
son «necesarias» ni esenciales y el principio de construcción que subyace en
toda creación artística se vuelve el acontecimiento estético más relevante
(Bürger 80). Ante la negación de una significación clara, el lector experimenta
sorpresa o «shock» y reacciona con asombro. Bürger cree que el desarrollo del
Formalismo como método de análisis literario se debió al interés de los
críticos en encontrar un procedimiento capaz de dar cuenta de ese principio de
construcción que ponía en primer plano el arte vanguardista. El Formalismo se
estableció como un método opuesto a la búsqueda hermenéutica de sentido,
respaldada en una interpretación hegeliana de la historia, que había
predominado durante el siglo XIX. Pero ha de llegar un momento, considera
Bürger, que, en virtud de su evolución dialéctica, los procedimientos opuestos
alcanzarán una síntesis y los críticos estudiarán las obras de arte
vanguardistas integrando ambos métodos de análisis, el formal y el hermenéutico
(Bürger 82).
El
carácter oscuro o hermético del texto vanguardista, entiendo, no nos autoriza a
desistir escépticamente de una lectura interpretativa en favor de una lectura
puramente formal o estructural, que es la que de manera inmediata parece exigir
ese tipo de texto. Tenemos el «deber», si se me permite la exigencia, de no
renunciar al mundo y entender cómo el texto vanguardista significa, aceptando
que, aunque sus elementos se mantengan en oposición y conflicto, el lenguaje
artístico debe permitir al lector, en algún momento, concebir una unidad. Para
ver si esto es posible trataré en este ensayo de analizar e interpretar uno de
los poemas vanguardistas más herméticos de Neruda, «Walking around», de su
segunda Residencia en la tierra 1931-1935,
explicándolo dentro de la nueva lógica poética y código de lectura que
instauran las Vanguardias. Transcribo a continuación el poema:
Walking
Around
Sucede
que me canso de ser hombre.
Sucede
que entro en las sastrerías y en los cines
marchito,
impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando
en un agua de origen y ceniza.
El olor
de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo
quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo
quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni
mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede
que me canso de mis pies y mis uñas
y mi
pelo y mi sombra.
Sucede
que me canso de ser hombre.
Sin
embargo sería delicioso
asustar
a un notario con un lirio cortado
o dar
muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería
bello
ir por
las calles con un cuchillo verde
y dando
gritos hasta morir de frío.
No
quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante,
extendido, tiritando de sueño,
hacia
abajo, en las tripas mojadas de la tierra,
absorbiendo
y pensando, comiendo cada día.
No
quiero para mí tantas desgracias.
No
quiero continuar de raíz y de tumba,
de
subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido,
muriéndome de pena.
Por eso
el día lunes arde como el petróleo
cuando
me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla
en su transcurso como una rueda herida,
y da
pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me
empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a
hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a
ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a
calles espantosas como grietas.
Hay
pájaros de color azufre y horribles intestinos
colgando
de las puertas de las casas que odio,
hay
dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay
espejos
que
debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay
paraguas en todas partes, y veneno y ombligos.
Yo
paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con
furia, con olvido,
paso,
cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y
patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos,
toallas y camisas que lloran
lentas
lágrimas sucias. (Neruda 33 - 4)
Una
primera lectura del poema, si bien no nos permite entender con claridad lo que
ese yo poético que atraviesa el texto quiere decir verdaderamente, nos comunica
al menos su «estado de ánimo», expresado como un intenso cansancio, e
insatisfacción y hastío ante su actual condición de ser. Notamos que muchas de
las imágenes que crea el poeta aluden a un espacio urbano reconocible: «las
sastrerías», «los cines», «las peluquerías», «establecimientos y jardines»,
«subterráneo», «bodega», «cárcel», «ciertos rincones», «ciertas casas húmedas»,
«hospitales», «zapaterías», «calles», «las casas», «oficinas», «tienda de
ortopedia», «patios». En unos casos estas imágenes son parte del enunciado de
una acción ejecutada por el sujeto poético, como: «entro en las sastrerías y en
los cines», «Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas», «cruzo
oficinas y tiendas de ortopedia», y, en otros casos, son términos de una comparación
o metáfora donde el nombre que designa el espacio adquiere un valor
calificativo, adjetival, que contribuye a definir al sujeto poético, como por
ejemplo: «no quiero continuar…de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido», «me ve llegar con cara de cárcel». En esta última, el lector puede
asociar «cara de cárcel» con sus significados alusivos, y pensar que tiene una
cara triste, una cara que de algún modo hace pensar en una cárcel. Los términos
de comparación de metáforas como «bodega con muertos» o «cara de cárcel», son
palabras que difícilmente se relacionarían en la lengua corriente, y tratan de
demostrar la originalidad del poeta, su capacidad de invención (valores
artísticos idealizados por las vanguardias) e impresionar al lector, asombrándolo
con el atrevimiento de sus asociaciones.
La
concepción de la metáfora que subyace en la labor artística de las vanguardias
supone que los términos de asociación tienen que ser extraños e inusuales y
renovarse siempre, ya que repetir términos, como hacían los modernistas con sus
«cisnes» y «princesas», gastaría la metáfora, restándole fuerza poética. Para
los vanguardistas el poder principal de la metáfora es su capacidad de provocar
asombro, desfamiliarizando al lector con los objetos que designa, mostrándole
aspectos inusuales, nuevos de los mismos.
Además
de esta serie de objetos propios del espacio familiar urbano, encontramos
designados elementos del mundo natural que se combinan con otros creados por el
hombre: «cisnes de fieltro» relacionados a «agua de origen y ceniza»; y
«pájaros», «intestinos», «ombligos» con «dentaduras», «puertas», «cafetera»,
«espejos» y «paraguas». La yuxtaposición de cosas naturales con objetos creados
por el hombre forma asociaciones arbitrarias cuyo carácter ilógico remeda el
mundo onírico, lo subconsciente. Este desorden termina transformándose en un
nuevo «orden» poético que caracteriza a las vanguardias.
El
método de designación del poeta tiende a indefinir el mundo que nombra y otorga
a los objetos una identidad poética que, en la mayoría de los casos, no tiene
relación con la función de esos objetos en el mundo real; es una poética no
realista, una poética fantástica donde el mundo se ve transformado por el
proceso psicológico que sufre el poeta. Éste expresa su subjetividad
presentando numerosas imágenes irracionales que muestran por dentro el proceso
subjetivo mientras está sumido en él. El sujeto poético no se distancia de sus
emociones ni intenta mostrarlas objetivamente, su intención es expresar lo
confuso y traumático de un proceso y comunicar un estado psicológico alterado,
de alienación, donde expone su lucha interior, su insatisfacción. Notamos la
presencia de fuerzas que amenazan fragmentar el yo; en ese trance no puede
designarse a sí mismo de manera inequívoca y clara, sino sólo de manera
indirecta y alusiva, creando un lenguaje artificial y metafórico, combinando en
las imágenes, como vimos, objetos naturales y objetos hechos por el hombre, que
le permiten expresar la alteración radical que vive en el mundo contemporáneo.
El
lector siente una viva simpatía ante ese estado de ánimo de desazón y
sufrimiento que le comunica el poeta y se identifica con él. El poeta está
volcando su subjetividad y su psicología íntima en el texto sin la mediación de
un proceso racional de objetivación y explicación del conflicto. Su arte tiende
a apropiarse de un proceso vital y expresarlo en su crudeza, en estado
«natural», por medio de collages hechos de materias no ordenadas
jerárquicamente según el papel que desempeñan en la experiencia social, sino
yuxtapuestas y sin orden. Los elementos que integran el collage, muchos de
ellos útiles en la vida práctica, como «dentaduras», «espejos», adquieren una
función puramente estética al conformar un nuevo objeto mixto, heterogéneo, de
naturaleza e identidad indefinida, sin finalidad real. El collage se transforma
en el ejemplo máximo vivo de la creación poética autónoma.
Cuando
en el poema vanguardista «inorgánico», que se distancia de la representación
natural del mundo, el sujeto poético habla de sí, evidencia un proceso de
intensa catarsis en el que no puede designar, nombrar su mundo, valiéndose de
palabras comunes y familiares, sino que tiene que inventar un lenguaje poético
inédito y metáforas especiales que le permitan designarlo alusivamente,
indirectamente, mostrando su naturaleza no familiar, extraña, sorprendente.
Muchos de los objetos que aparecen designados en las comparaciones y metáforas
componen «cuadros» con imágenes visuales que parecen transposiciones de las creaciones
de los pintores experimentales surrealistas, como Dalí; el poeta trata de crear
un efecto similar con sus imágenes, como cuando dice que «los huesos salen por
la ventana» del hospital, y los «horribles intestinos» cuelgan de «las puertas
de las casas» que odia. Estas imágenes no son «bellas» en el sentido que los
poetas modernistas entendían la belleza, no responden a un criterio estético de
perfección, armonía y equilibrio, sino que son inquietantes, desagradables y
comunican al lector una cierta sensación de horror.
El
yo poético sugiere una travesía (también denotada en su título en inglés,
«Walking around», que significa caminar sin dirección fija) por un espacio
onírico y trata de comunicar la presencia de sentimientos íntimos de muerte y
autodestrucción, y su deseo de «descansar». En esta travesía el yo poético
comete o sugiere la posibilidad de cometer acciones irracionales o absurdas que
tienen un toque humorístico y desacralizador, como cuando dice que le gustaría
«asustar a un notario con un lirio cortado / o dar muerte a una monja con un
golpe de oreja». Estas acciones tienden a mostrar el carácter no convencional y
disconforme de la personalidad del poeta, que se rebela contra el orden de un
mundo establecido, tratando de expresar lo irracional y absurdo de éste.
El
mundo que experimenta el poeta vanguardista no es un mundo ordenado y
significativo (como el que observamos en las obras de modernistas y
simbolistas) sino desordenado y caótico, y el poeta tiene que expresar ese
orden de alguna manera, indicando su «terrible belleza», que es un nuevo tipo
de belleza. Notamos que el hombre
alienado no es dueño de su mundo, no está en posesión de él, sino que siente
que los objetos de su entorno adquieren una autonomía amenazante. El mundo
exterior está cosificado y esa cosificación cualitativamente se extiende a su
mundo espiritual y sus sentimientos. Su subjetividad toma la apariencia de
objetos devastados y fragmentarios, compuestos casi de sobras de otros objetos,
donde la naturaleza orgánica se combina con los utensilios fabricados por el
hombre. El poeta emplea una gran cantidad de metáforas, como cuando dice que no
quiere ser «raíz en las tinieblas», ni estar en «las tripas mojadas de la
tierra», y habla de que el día lunes «arde como el petróleo» y aúlla «como una
rueda herida»; estas metáforas diversifican los significados del poema,
abriendo sus posibilidades alusivas, nombrando un mundo «otro»; el sujeto
poético habla de sí mismo presentándose en su anomalía y en su radical
extrañeza e individualidad, de manera que todo, hasta la forma de hablar sobre
sí y el mundo, debe ser inventada.
«Walking
around» es un ejemplo del arte inventado por los vanguardistas. El arte
vanguardista crea un efecto estético nuevo en que el lector no percibe en el
poema un mensaje claro sino la evidencia de un mundo fragmentado que se
comunica como tal en su fragmentación y extrañeza, y que le permite evocar,
intuitivamente, su experiencia en el mundo contemporáneo. Para el lector el
texto vanguardista no produce un sentido último ni se agota en un solo
significado, sino que es un productor de sentidos plurales.
En
el nuevo tipo de mimesis poética que crean las Vanguardias, el objeto poético
en el que se combinan imágenes improbables por asociación discontinua se convierte
en el fundamento del estilo individual de los poetas: la poesía para ellos se
expresa como un arte combinatorio que reformula la base material de la
realidad. En esta poesía la palabra poética recupera su sentido mágico y ritual
y su vinculación al mundo onírico. Los lectores de las vanguardias valoramos la
poesía no por su significado último, ni por sus símbolos, sino por la emoción
insólita que nos produce el contacto con ese mundo poético enigmático y poco
inteligible.
El
efecto estético vanguardista revolucionó el arte de la primera mitad del siglo
XX y su tradición permanece activa y alcanza hasta nuestros días, ya vecinos al
fin de siglo. Muchos de los desarrollos estéticos posteriores no fueron tan
revolucionarios ni provocaron cambios tan profundos en la historia del arte
como este efecto estético vanguardista. El realismo socialista de la década del
treinta, tan importante en las letras hispánicas, reintrodujo en la poesía
procedimientos realistas y romántico-sociales decimonónicos de representación
que habían caído en el desprestigio; Pablo Neruda, en su obra Canto general, 1950, llevado por sus
ideas socialistas, abandonó el formalismo e irracionalismo de su obra
vanguardista y dio a su poesía un sentido racional y social. El Canto general es una obra poética
descriptiva y narrativa, de base histórica, de acuerdo a los objetivos del arte
realista social. No obstante, en sus descripciones históricas incluyó atrevidas
metáforas vanguardistas, tratando de reconciliar los aportes de ambas estéticas,
consideradas opuestas y antitéticas. [2] El
poeta, quizá sin proponérselo, mostró al crítico un camino a seguir,
sintetizando tendencias, aunque, según Bürger, la crítica aún no había logrado
en 1974 integrar formalismo y hermenéutica en su interpretación del texto
vanguardista (Bürger 82).
El
arte de las Vanguardias, con su estética de ruptura y su peculiar lenguaje
poético, consiguió reflejar las contradicciones del hombre contemporáneo en un
momento social de crisis en que éste luchaba y se debatía sin conseguir
alcanzar su ansiada liberación. Los poetas vanguardistas, en su esfuerzo por comunicar
lo «incomunicable», dieron forma a un efecto poético que ha contribuido al
desarrollo de la consciencia artística de nuestro tiempo y cuya estética se ha
constituido en la tendencia artística más representativa de la modernidad.
Bibliografía citada
Alonso,
Amado. Poesía y estilo de Pablo Neruda.
Barcelona: Edhasa, 1979.
Bürger,
Peter. Theory of the Avant-Garde.
Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984. Primera edición alemana 1974.
Trad. de Michael Shaw.
Neruda,
Pablo. Antología. Santiago: Editorial
Nascimiento, 1957. 3ra. Edición
ampliada.
[1] Esta reacción de las Vanguardias contra el Modernismo
hispanoamericano (nuestra peculiar síntesis del Parnaso y el Simbolismo) los
llevó a la negación de la poética modernista. Los poetas vanguardistas
rechazaron la preceptiva tradicional, sus leyes rítmicas y estróficas; evitaron
la música verbal impuesta por Darío y sus seguidores; no respetaron las
estructuras formales utilizadas por los modernistas; subestimaron el empleo de
la rima y emplearon el verso libre.
[2] En los
movimientos artísticos posteriores a la década del cincuenta notamos una
tendencia a volver sobre procedimientos vanguardistas, con un arte que podemos
calificar de neovanguardista; así lo vemos dentro de la narrativa en obras como
Rayuela de Julio Cortázar, en las
novelas de Severo Sarduy y en gran parte de la producción poética contemporánea,
que parece repartirse entre el realismo social (Roque Dalton), el
neovanguardismo (Lezama Lima) y la poesía crítica que recupera técnicas
textuales decimonónicas modernistas, como la intertextualidad, tal como
observamos en la poesía de Carlos Germán Belli. No sabemos cómo ha de ser el
arte del futuro siglo XXI, pero sí es evidente que las Vanguardias han dominado
nuestro siglo, como el Romanticismo dominó el siglo XIX, y que nuestro arte de
hoy vuelve sus ojos nostálgica y críticamente hacia el pasado. Muchas de las
tendencias textualistas y formalizantes de hoy tienen semejanza, por su
orientación, con la búsqueda de perfección de los simbolistas franceses y los
modernistas hispanoamericanos, aunque, debemos reconocerlo, nuestra poesía
contemporánea carece de la riqueza y la trascendencia internacional que tuvo la
brillante poesía postromántica decimonónica.
Darío: su lírica de la vida y la esperanza
En 1905 se publica en España Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío. El libro, junto con Prosas profanas, 1896 y 1901, contiene la producción poética más destacada e influyente de su carrera literaria. Darío le encargó la preparación de la publicación a su joven amigo y admirador Juan Ramón Jiménez, como lo ha estudiado con detenimiento José María Martínez (“Para leer Cantos de vida y esperanza” 27). Este libro sobre la vida y la esperanza es también un testimonio del dolor y la duda que asaltó al poeta durante aquellos años. Ese estado espiritual de Darío encontró su reflejo en el estado espiritual por el que atravesaba la patria que sintió más cercana entonces: España.
Cantos de vida y esperanza, como todo libro de poemas no concebido como obra orgánica, es heterogéneo, y recogió lo que Darío consideraba su mejor producción de la época (Zimmermann 193-6). Si bien incluyó algunos poemas anteriores a 1901, fecha de la segunda edición de Prosas profanas, con sus “Adiciones”, el grueso de los poemas fue escrito entre 1901 y 1905. Durante esos años ocurrieron cambios importantes, tanto en la vida de Darío como en el mundo hispánico. Primero, la desastrosa guerra de 1898 entre Estados Unidos y España terminó la etapa colonial e imperial española en el nuevo mundo, y llevó a ésta última a replantearse el valor y sentido de su historia, y su destino como nación. Sus escritores, particularmente los miembros de lo que se ha llamado la Generación del 98, iniciaron un proceso de análisis espiritual de sus circunstancias, y se preguntaron por el ser español. Darío fue a España enviado por el diario La Nación de Buenos Aires en 1898, y parte de su tarea era observar este proceso y escribir sobre él. Muchas de las crónicas que publica sobre la vida y la cultura española las recoge en sus libros de ensayos: España contemporánea, 1901 y Tierras solares, 1904. Paralelamente, reflejará sus preocupaciones por la situación española en poemas como “A Roosevelt”, 1904, indignada respuesta en defensa de la hispanidad ante la arrogancia imperialista del presidente norteamericano, y en su “Letanía de nuestro señor don Quijote”, escrita para la conmemoración del tercer aniversario del Quijote en 1905.
Darío y España
De 1898 en adelante Darío vive en la península ibérica por períodos relativamente cortos, estableciendo su residencia más permanente en París, desde donde viaja a España y otros países de Europa, llevado por sus actividades como periodista corresponsal de La Nación de Buenos Aires y diplomático, ya que en 1903 es nombrado Cónsul de Nicaragua en París (Torres 937-40). Espiritualmente se mantiene muy cerca de España: ve en París a poetas españoles, como Manuel Machado, y se ha unido a una mujer de Ávila, Francisca Sánchez, que le dará tres hijos, de los cuales solo uno sobrevivirá (Torres 493-96). La madre patria es el centro de la hispanidad, a la que Darío se propone seducir y conquistar con su talento y su poesía. El crítico español Juan Valera había sido uno de los primeros en aplaudir su arte original e innovador, cuando publicó Azul... Al visitar España en 1892, como miembro de la delegación de su país, Nicaragua, para la celebración del cuarto Centenario del Descubrimiento de América, había conocido a muchos de sus escritores, entre ellos José de Espronceda y Ramón de Campoamor, glorias del romanticismo español. Frecuentó los salones de Emilia Pardo Bazán y Juan Valera, autores reconocidos y críticos de peso en esos momentos; visitó al erudito Marcelino Menéndez y Pelayo y se hizo amigo del orador y político Antonio Cánovas del Castillo (Autobiografía 71-92).
En este segundo viaje que iniciara en 1898 conocerá y frecuentará a un grupo diferente de escritores: los jóvenes innovadores, los nuevos prosistas y poetas: Valle Inclán, los hermanos Machado, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez, Francisco Villaespesa, entre otros (Autobiografía 124-5). A pesar del apoyo que recibiera de los jóvenes su poesía sólo sería aceptada por una minoría en España, y Darío nos dice, en su “Prefacio” a Cantos de vida y esperanza, que había encontrado la expresión poética “anquilosada” al llegar allí (333). Andrés González-Blanco, que escribiera un excelente estudio crítico de más de cuatrocientas páginas sobre la obra del poeta para la publicación de las Obras escogidas en 1910, cuenta que los principales diarios españoles no aceptaban publicar su poesía durante los primeros años del nuevo siglo, aunque sí aparecían sus colaboraciones en las revistas de sus jóvenes amigos, como Helios de J. R. Jiménez y Alma española, dirigida por Azorín (“Estudio preliminar”, volumen 1: CXCIX-CCII). En 1910 la situación había cambiado, comenta el crítico, la poesía de Darío parecía haber triunfado definitivamente en el gusto del público español y El imparcial y el Heraldo de Madrid publicaban sus poemas.[1]
En cada lugar en que había vivido Darío había sabido crear relaciones de compañerismo y amistad con escritores y artistas, particularmente en Chile, donde publicó Azul... en 1888, el libro que iniciara el período de su reconocimiento por críticos destacados como gran poeta del mundo hispánico, y en Argentina, donde publicó Prosas profanas en 1896, sobre el que el joven crítico y filósofo José Enrique Rodó, destinado a ser la gran voz continental en defensa de la hispanidad, escribiera en 1899 un ensayo excelente (Rama 105-7). En sus crónicas directamente, e indirectamente en su poesía, Darío observó estas sociedades en las que vivió y trabajó, y reflexionó sobre su grado de modernidad y el estadio de su cultura. El poeta asimilaba con facilidad las influencias más diversas de lugares y de personas. Su relación con estas sociedades no era sencilla: si bien Darío admiró la vocación de modernidad de estos países, criticó en ellos todo lo que consideraba vulgar y antiestético.
Darío fue a vivir a grandes ciudades, especialmente las capitales, islas de modernidad en un período de grandes cambios. Tanto Chile como Argentina se contaban entre los países más progresistas de Hispanoamérica durante esos años. Triunfaba el positivismo, que celebraba a la sociedad mercantil. El poeta fue testigo del crecimiento urbano de Santiago y Buenos Aires, que de “grandes aldeas” se habían convertido en centros cosmopolitas, algo que él no había podido experimentar en Centro América, cuya sociedad aún no había logrado salir de un estado pre-capitalista de desarrollo. Las relaciones sociales en Centro América respondían a una dinámica muy diferente que la que encontró en Sur América. En Nicaragua la vida cultural se desarrollaba alrededor de círculos muy limitados, controlados por las familias de la oligarquía. No contaba con grandes ciudades ni centros cosmopolitas comparables a los de Chile y Argentina. En Sur América Darío pudo trabajar para grandes diarios, como El Mercurio de Chile y La Nación de Argentina, que eran líderes del periodismo hispanoamericano (Arellano 25-32). 1898 cambió la historia de los países de lengua hispana. Estados Unidos se perfiló como un poder amenazante para Latinoamérica y la reacción no se hizo esperar. En 1900 Rodó publicó Ariel, que serviría para canalizar todos los temores de la juventud ante el avance imperialista, e inició una reacción “espiritualista” contra el “materialismo” yanqui (Castro 87-90). Hispanoamérica buscó definirse como una “potencia” espiritual y cristiana, “latina”.
Darío fue reconocido y aceptado por los jóvenes poetas de Buenos Aires, no todos ellos argentinos (como no lo era el boliviano Jaimes Freire) ni capitalinos (como no lo era el provinciano Lugones), como un creador único y una personalidad continental (Autobiografía 110-4). Pronto la poesía de éstos empezó a reflejar muchos de los hallazgos temáticos y formales del nicaragüense (Torres 416-7). Darío predicaba el individualismo y se decía posesor de una estética ácrata, que rechazaba este tipo de liderazgo, pero sus aportes y sus logros eran tantos que era imposible para los jóvenes poetas apartarse de su influencia. Todos los que lo conocieron, tanto en Hispanoamérica como en España, como lo indica Alberto Acereda en su estudio sobre la influencia de Darío en este país, se rindieron ante este superdotado de la lírica, y se mantuvieron fieles a esa amistad a lo largo de los años, reconociéndolo como el poeta mayor del Modernismo (“Rubén Darío en la poesía española del siglo XX” 46-9).
En su poesía de los años de Buenos Aires, profana, lúdica, despreocupada, burlona, encontramos el “espíritu” de esa ciudad en esos momentos optimistas en que la expansión económica, acompañada por una vigorosa transformación social, era aparentemente ilimitada. La poesía “modernista” argentina posterior a Darío se desarrolló en gran medida siguiendo sus ideas poéticas, aceptando la asimilación de los modelos franceses, mayormente parnasianos, que el nicaragüense había adaptado a las necesidades del idioma (Pérez 65-75). Su poesía “española”, que escribiera en los años en que se mantuvo espiritualmente cerca de España, a partir de 1898, cuando fue enviado por La Nación a Europa, refleja un cambio de sentir fundamental en relación a la poesía de Prosas profanas (Martínez, Los espacios poéticos de Rubén Darío 32-7). Ese cambio fue una respuesta a la crisis espiritual profunda que Darío observó en España y que lo llevó a replantearse su poética en su ostracismo parisino.
Los poetas españoles que estuvieron cerca de él en esos años, como J. R. Jiménez y los hermanos Machado, observaron en su propia poética un proceso espiritual análogo al de Darío, como queda testimoniado en los libros mayores que escribieron en esa época: Soledades, galerías, otros poemas, 1907 de Antonio Machado; Alma, 1900 de Manuel Machado y Elegías, 1910 de Juan Ramón Jiménez. La clave de la “conversión” poética de Darío, tal como él la plantea en su nuevo libro, Cantos de vida y esperanza, fue un cambio interior profundo que dio a su vida un nuevo sentido cristiano.
Crítica e identidad
En el poema liminar que abre la primera sección del libro, titulada “Cantos de vida y esperanza”, “Yo soy aquel que ayer no más decía...” Darío hace una presentación autocrítica de su papel como “modernista”. Es una comparación entre el poeta que había sido al escribir Prosas profanas y el que era en esos momentos. El resultado es una autobiografía espiritual. Su poesía, dotada de imágenes exquisitas y de un lenguaje de una sonoridad sensual única en nuestra lengua, incorpora fácilmente el análisis intelectual, la crítica literaria y la meditación existencial. El poeta habitaba en “un jardín de sueño,/ lleno de rosas y de cisnes vagos...” Este era el período cuando “la torre de marfil” había “tentado su anhelo”, imagen que muchos tenían de él, como vate “parnasiano” y escapista. Pero nos confiesa que esa imagen es errónea: él es un poeta que siente y sufre; en el pasado había ocultado su alma sensible que, sin embargo, había sido el motor de esa poesía que habían juzgado superficial.
El lector queda convencido de su sinceridad. Darío se muestra como poeta confesional y poeta del dolor humano. El artista, en esta etapa, es una especie de santo laico. Tan dedicado a su arte, se convierte a una nueva verdad: el arte es vida, es esperanza y es también sufrimiento. El centro de este arte es el hombre cristiano del nuevo siglo, el hombre moderno “latino” y “pan-latino” que tiene una sensibilidad diferente. El lenguaje de Darío es más directo, si bien no renuncia a la metáfora original y novedosa. Su verso se vuelve conceptual y explicativo. Habla de cosas presentes, reales, y no meramente de un mundo imaginario: los “cisnes” le sirven ahora para interrogar a la historia, no para huir de ella.
Darío adquiere en esos momentos una nueva conciencia de la temporalidad. Se percibe a sí mismo como un ser arrastrado por la vorágine del mundo, en circunstancias históricas graves que comprometen el futuro. El mundo hispánico parece estar indefenso ante la amenaza del imperialismo norteamericano. En la breve guerra de tres meses entre Estados Unidos y España en 1898, esta última pierde sus colonias. La derrota es rápida y absoluta y los hispanos comprenden que están a merced de los apetitos imperialistas del coloso del Norte. Rodó declara que los “latinos” son superiores porque representan una espiritualidad elevada y un sentido estético de la vida que solo los grandes pueblos pueden tener, y los norteamericanos, a pesar de su poder político y económico, son un pueblo materialista con un alma empobrecida (Castro 50-8).
Darío hace su defensa poética del mundo hispano en 1904, en su poema “A Roosevelt”, en que el presidente imperialista norteamericano, el “Cazador” que había dirigido la guerra contra España para pasar después a ser presidente de su país por dos periodos consecutivos, aparece como el interlocutor al que apostrofa: “Eres los Estados Unidos,/ Eres el futuro invasor/ De la América ingenua que tiene sangre indígena/ Que aún reza a Jesucristo y aún habla en español” (360). Darío presenta al mundo hispanoamericano como un mundo ingenuo, donde reina la paz y la poesía. Lo une su lengua, su catolicismo y su identidad mestiza. Ese mundo está indefenso frente al “Cazador” imperialista, y sólo Dios puede protegerlo. El poema queda inscrito, como dice Darío en el “Prefacio” del libro, “...sobre las alas de los inmaculados cisnes” (334). El lector, sin embargo, sabe que el poeta está reflexionando sobre una situación histórica que acongojaba a todos. A pesar de su disculpa es un poema político, comprometido con la sensibilidad de la hora (Ordiz 149-53). La posibilidad de una invasión armada de Estados Unidos a los países hispanoamericanos se había materializado ya cuando este país tomara control de la vida de Puerto Rico y Cuba. ¿Dónde terminaría la osadía norteamericana? ¿Invadirían Centro América o quizá México, arrebatarían su soberanía a los países hispanos? El problema era demasiado grave para que un individuo como Darío, cronista cultural y gran poeta, además de diplomático, pudiera ignorarlo.
Para Darío, como antes para Groussac y Rodó, Estados Unidos representaba una forma moderna de la barbarie porque, a pesar de su poder político y militar, argumentaba, sus habitantes no habían podido desarrollar una sensibilidad especial hacia el bien y la belleza (Castro 80-83). En el poema que publica al año siguiente, en la sección de Cantos de vida y esperanza titulada “Los cisnes”, y que posiblemente haya escrito también en 1904, “¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello...”, Darío muestra a un mundo hispánico preocupado y angustiado, que se siente impotente ante la ambición norteamericana. Allí plantea otro aspecto del problema: ¿qué ocurrirá con la lengua? Pregunta Darío, “¿tantos millones de hombres hablaremos inglés?” (380). Se temía que Estados Unidos tratara de convertir a los países hispánicos de América en colonias suyas, y que forzara el uso del inglés, perdiéndose el patrimonio espiritual con el que todos los hispanohablantes se identificaban: la lengua hispana. La resistencia era difícil porque la península ibérica, como la describe Darío, era un poder decadente, caduco, había perdido el sentido del heroísmo, y ya no había “nobles hidalgos ni bravos caballeros” (380). ¿Qué quedaba entonces por hacer? Tener fe. Esperar. El poeta confía pasivamente la salvación del mundo hispano a una fuerza superior divina.
A pesar de su visión pesimista de la situación histórica, Darío mantiene su esperanza cristiana. Esta comunión de catolicismo y humanismo da al mensaje poético de Darío una inusitada vigencia. Es un mensaje cristiano y pacifista, expresado en los más altos términos estéticos. Darío considera más auténtica la vocación religiosa del pueblo hispano católico que la del norteamericano protestante. El pueblo al que los norteamericanos menosprecian tiene “sangre indígena”; ya se había preguntado en las “Palabras liminares” de Prosas profanas: “¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués...” (Poesías Completas 546). Darío, aunque se sentía un legítimo representante de la hispanidad toda, tenía que haber experimentado en carne propia, en su país, en Chile, en Argentina, y en España, los prejuicios raciales implícitos en esas comunidades, subestimando a la persona de ascendencia indígena (González-Blanco CLXXXV-VI). La situación histórica había creado una conciencia fraternal entre los pueblos hispanos que no existía antes de la guerra con Estados Unidos, cuando España había estado luchando por años contra los independentistas cubanos, y se aferraba a su superioridad militar para frustrar los deseos de independencia de sus últimas colonias americanas. La derrota de España hizo que cambiaran los sentimientos de los pueblos hispanoamericanos hacia ella. De repente, en lugar de verla como una nación tiránica, descubrieron su aspecto “maternal”: volvió a ser la madre patria, débil, necesitada, y los “hijos” hispanoamericanos compasivamente se le acercaron.
Pesimismo existencial y esperanza cristiana
Este sentido de la temporalidad, y de las limitaciones y la finitud de la vida, da un tono marcadamente patético a las poesías filosóficas “existenciales” de Cantos de vida y esperanza. Son un tipo de poesía nueva en la obra del autor. Su verso se aligera de imágenes y metáforas. Darío, tal como lo hacían los Simbolistas franceses, busca la “palabra justa”, el vocablo perfecto que traduzca su sentir sin recargar la expresión. El núcleo del poema está en el concepto, en el pensamiento donde medita sobre el sentido de la vida. El poeta confiesa sus sentimientos y sus verdades más íntimas, revela su mundo interior. Habla de sí como de un ser angustiado, que se prepara a enfrentar el “otoño” de su existencia durante su “primavera”. En 1905 Darío cumplía 38 años; se había abandonado al alcoholismo y siente que ha mermado su fuerza vital. La vida lo golpea con la pérdida del primer hijo que tiene con Francisca, y poco después con el segundo, Rubén, a quien apodó “Phocas” y le dedicó su poema “A Phocas el campesino”; el niño moriría en junio de 1905 (Torres 523-30).
Son muchos los poemas de este libro en que Darío habla de su sufrimiento, del acabamiento de sus facultades, y presiente el fin de su vida, que habría de ocurrir varios años después, aún siendo relativamente joven, en 1916, antes de cumplir los 50 años. Entre estos poemas, que son los que más atrajeron el interés de los lectores durante el siglo XX, se destacan, además del mencionado “A Phocas el campesino”, “Nocturno”, “Melancolía”, “De otoño” y “Lo fatal”. Unos años después de la muerte de Darío, las vanguardias traerían cambios radicales en el lenguaje poético. Los poetas vanguardistas, como Neruda y Vallejo, abandonaron el complejo sistema de versificación que había sido durante tantos siglos la forma fundamental de concebir la poesía en lengua hispana, para reemplazarlo por el versolibrismo. Esta nueva manera de escribir “tocó” estética y emotivamente a los lectores de principios de siglo XX. La crisis política se agudizó cada vez más en España hasta que se desencadenó la guerra civil, de la que los miembros de la Generación del 98, y los poetas modernistas amigos de Darío, como Juan R. Jiménez y los hermanos Machado, serían testigos y víctimas. Estos poemas “existenciales”, que expresaban la angustia del hombre moderno, renovaron su vigencia en esas difíciles circunstancias.
Darío nos dice en esos poemas que el hombre es un ser para la muerte, y que luego de venir al mundo vivimos en medio de una agonía terrible. Toda empresa humana parece fracasar y perder su sentido. La juventud engaña al ser humano, le hace creer que la vida es bella: esos sueños son falsos, y pronto el adulto lo descubre. Así le aconseja a su hijo en “A Phocas el campesino”: “Tarda en venir a este dolor a donde vienes,/ A este mundo terrible en duelos y espantos;/ Duerme bajo los Ángeles, sueña bajo los Santos,/ Que ya tendrás la Vida para que te envenenes...(420)”. El hombre se ha transformado en su propio enemigo. Su hiperestesia se vuelve contra él, y le ocasiona dolor. Darío le pide al hijo que lo perdone porque le ha dado la vida (Jrade 110-12).
Para Darío ese sufrimiento no puede redimir al ser humano. Este es consciente de su “humano cieno” y descubre que va a tientas por la vida; dice Darío en el poema “Nocturno”: “...el horror de sentirse pasajero, el horror/ De ir a tientas, en intermitentes espantos,/ Hacia lo inevitable desconocido y la / Pesadilla brutal de este dormir de llantos/ De la cual no hay más que Ella que nos despertará! (400)”. Aún los sueños, la literatura y la poesía no logran mitigar el horror del mundo. La poesía se vuelve su mal. Ha llegado demasiado lejos, ya no puede volver atrás y ser un buen creyente, un hombre simple y sencillo. Dice el poeta en “Melancolía”: “Ese es mi mal. Soñar. La poesía/ Es la camisa férrea de mil puntas cruentas/ Que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas/ Dejan caer las gotas de mi melancolía (437).” Se ha hecho demasiadas preguntas, la poesía se ha vuelto el instrumento de su búsqueda y ahora tiene que enfrentarse al vacío de la muerte.[2]
El hombre moderno, aún el cristiano, no parece tener una fe tan intensa en la otra vida como el creyente de épocas pasadas: lo corroe la duda y se llena de angustia (Acereda, “La modernidad existencial en la poesía de Rubén Darío” 156-60). El mundo moderno debilita y amenaza la fe religiosa. El yo se vuelve la base de su propia espiritualidad, y eso enfrenta al hombre con la inutilidad de la propia existencia. Y ese ser agónico se interroga: ¿valió la pena? ¿No hubiera sido mejor no haberse preguntado nada? El hombre contemporáneo, ¿ no sabe demasiado? El saber parece comprometer la salvación personal. La duda destruye toda certidumbre en Darío. Por eso es justo que haya cerrado este libro con el poema “Lo fatal”, síntesis de su estado de ánimo ante la existencia en esos momentos. Declara: “...no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ Ni mayor pesadumbre que la vida consciente (466).” Y dice sobre el saber y el ser: “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,/ Y el temor de haber sido y un futuro terror.../Y el espanto seguro de estar mañana muerto,/ Y sufrir por la vida y por la sombra y por/ Lo que no conocemos y apenas sospechamos,/ Y la carne que tienta con sus frescos racimos,/ Y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,/ Y no saber adónde vamos,/ Ni de dónde venimos...! (466)”. El libro, que se abre con su autobiografía poética y espiritual, termina con esta meditación sobre el ser y el saber, que clausura el saber y le abre las puertas al ser, que bien puede ser infinito, inmortal... Cuando culmina la lucha entre el ser y el estar, el hombre queda a merced de la tentación de la carne y enfrentado al temor del más allá, entre Eros y Tánatos, entre el amor y la muerte. Y quedan sin responder las preguntas sobre el origen y la finalidad de la vida.
Cantos de vida y esperanza es también (particularmente sus poemas existenciales) un poemario sobre la agonía del cristianismo. Qué cerca está Darío de Miguel de Unamuno en esos momentos. Quien empezara a escribir con todo el artificio metafórico y gongorino de un gran renovador de la lengua, queda al final desnudo ante el idioma, confesando la agonía del ser frente al enigma de la vida moderna. El humanismo liberal no ha sido suficiente para Darío. No pudo ser ateo ni creer en la finalidad trascendente de la sociedad laica. Su vida “profana” de los noventa da lugar a la formidable crisis del principio de la nueva centuria. Para expresarla Darío ha tenido que reinventarse como poeta. Y se ha renovado auténticamente, siendo fiel a la tradición poética de su lengua hispana. Si en su poesía de los noventa, aparecía la lección de los grandes maestros franceses del fin de siglo, particularmente Verlaine, en su nueva etapa poética, tan cercana a la sensibilidad peninsular, Darío recoge en su verso la gran lección del renacimiento español: la poesía religiosa y mística de San Juan de la Cruz, la poesía conceptual de Quevedo, entre otros. Darío aúna la lección poética de los franceses con la sabia viva de su propio idioma.
Prosas profanas, 1896, 1901, y Cantos de vida y esperanza, 1905, son dos cumbres poéticas de la poesía de nuestra lengua y las dos obras mayores de Darío. Uno de los aciertos de Cantos... fue demostrar al lector que el cambio de lenguaje poético correspondía a una auténtica transformación humana. Y no sólo había cambiado el poeta: el mundo hispano había cambiado después del 98. En este libro nos encontramos con un Darío transido por el problema del tiempo, que siente el proceso agónico de la historia, con un filósofo del ser y la existencia. Nos confiesa su decadencia personal, su sufrimiento, sus tendencias autodestructivas. Aparece como ser espiritual y cristiano, que escribe sobre su experiencia personal, sobre su vida. Estoy de acuerdo con Alberto Acereda cuando afirma que Darío inicia la poesía moderna en España y que los hermanos Machado y Juan R. Jiménez escriben a partir del lirismo inaugurado por Rubén (“Rubén Darío en la poesía española...” 47). Para que esta hermandad poética fuera posible, Rubén había bebido antes profundamente del ser hispánico, se había compenetrado del drama y la crisis de España, y la había conocido y reconocido en sus viajes.[3] Gracias a esto pudo ser realmente un poeta de la lengua (a lo que aspiraba) y no meramente un poeta de su patria. Fue el poeta de ese pan-hispanismo que se inaugura después de 1898, y va a crear en los habitantes del mundo hispánico una nueva conciencia de su identidad y del valor de su lengua.
Bibliografía citada
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