de Alberto Julián Pérez ©
I
Estábamos en el
país de la vida.
La poesía era nuestro
refugio.
Perseguíamos el
mutuo goce con desesperación.
Éramos crueles y
después nos avergonzábamos
de nuestros
juegos de amantes terribles.
No se trataba
tan solo de ser felices
sino de arriesgar
y perdernos
y gozar
intensamente en la caída.
Buscábamos
sensaciones extremas
y descendíamos,
afiebrados,
a la intensidad
del orgasmo.
Tejíamos nuestra
guirnalda de secretos.
Llevados por el
alcohol y el éxtasis
viajábamos a paraísos
imaginarios.
Deseábamos estar
ya en ese otro mundo
parecido a aquel
poema nuestro
en que creábamos
imágenes exaltadas y atroces,
metáforas
dolorosas del amor.
Lamentábamos nuestro
exilio
y sentíamos miedo
y aún terror.
Nos mirábamos en
el cristal de nuestros sueños
a ver si
descubríamos el secreto de la locura.
Salíamos a
caminar por la ciudad
llevados por la
ansiedad y la angustia.
Jugábamos con la
idea del fin.
Imaginábamos
bellas formas del suicidio.
¿Qué tipo de
muerte era más patética?
¿Quizás el
veneno, como Romeo y Julieta?
¿O un balazo en
un cuarto de hotel
como Enrique y
Delmira Agustini?
Sabíamos del
vértigo, la velocidad,
que mueve a
nuestro tiempo.
Soñábamos con
una avalancha de amor
y la liberación de
los sentidos.
Creíamos en la
muerte violenta
que sella con
sangre
el pacto final
de los amantes.
Un día nos
detuvimos en la barrera del tren
con la idea de
arrojarnos.
Juramos así
coronar nuestro amor
ofreciendo los
maderos de la cruz
al hierro de los
clavos.
Aún recuerdo el
vértigo
cuando pasó el
tren
a centímetros de
nuestros cuerpos
y nos abrazamos
palpitantes
creyendo que
quizá el otro se animara
a dar el salto
final, unidos.
Queríamos
escapar del vacío de la existencia
para salvar el
amor y la juventud.
Defendíamos nuestros
símbolos:
el placer, el
deseo del otro y la poesía.
Buscábamos la
eternidad y el martirio.
No aceptábamos
vivir sin heroísmo.
Recuerdo aquel
día en que estábamos desnudos en tu cuarto
cerca del goce, casi
sofocados por el esfuerzo,
cuando de
pronto, terrenal y ridícula, se abrió la puerta
y entró tu madre.
Recuerdo nuestra
sorpresa y tu declaración solemne:
“No vamos a
casarnos”.
Cómo nos reímos
de eso luego,
y claro que no
podíamos casarnos.
Queríamos descender
por la noche
a los túneles
subterráneos de Buenos Aires
y descubrir lo
más monstruoso, lo más abyecto.
Queríamos matar
la mediocridad
que destruye lo
sagrado, que odia a dios.
Queríamos
pasearnos por las cloacas de la eternidad
y ver caídos a
nuestros hermanos, los ángeles.
Sabíamos que lo
más elevado y lo más bajo
se unen en el
corazón de los amantes.
No hay amor ni
poesía sin ritual.
Había que
encender los altares del sacrificio.
¿Cómo separar al
amor, del mal y de la muerte?
¿Cómo renunciar
al egoísmo, que todo lo salva,
y sin el cual la
vida no es posible?
Perdidos en
nuestro laberinto
tratábamos de
lacerar el espacio que nos circundaba
y abrirlo con
nuestro sexo.
Buscábamos someter
la ciudad, poseerla,
degradarla,
corromperla y amarla.
Queríamos un
amor bello y terrible
que se pareciera
a nosotros.
No aceptábamos
falsificaciones ni substitutos.
¿Cómo podíamos
casarnos
y abandonar
nuestra rebeldía,
nuestro amor a
la revolución universal?
Buscábamos consagrar
el mundo,
no reproducirlo.
Buscábamos ser los únicos y los últimos
y no dejar en el
tiempo a nadie que se nos pareciera.
Queríamos ser
inmortales
y cortar el
ciclo de la vida y de la muerte.
Queríamos que
nuestro poema
fuera el último
antes que la
vida estallara en la eternidad
y nos
integráramos al sol
o a las
estrellas de la noche.
Queríamos
imponer nuestra ley
y desafiar a
todos.
Nos burlábamos
de la sociedad adquisitiva y vulgar
que nos rodeaba.
La juzgábamos con desprecio
porque nos
creíamos más allá de todo eso.
Queríamos
elevarnos al momento más sublime de la poesía
y confundirnos
con los símbolos de la totalidad deseada.
Éramos los
rebeldes, los amantes,
a nada le
temíamos.
Ese fue el momento
más cercano a la inmortalidad
que conocimos.
Recuerdo una
noche en que nos inyectamos ácido
y rezamos
nuestra locura de amor a las estrellas.
Recuerdo aquel
sueño tuyo, en que cabalgabas en un río
que descendía al
abismo,
te llevaba a lo
más sagrado del orgasmo
y te lanzaba en
una lluvia de estrellas
a la mañana.
Soñábamos con
estar muertos
y contemplar el universo
desde el paraíso
inmortal de los
amantes.
Queríamos asimilar
la vida a nuestro goce
y ser crueles
como ella es cruel.
Sentíamos la
burla y la condena de los otros
y eso nos
gustaba. Nos lastimaban
con su
mezquindad. ¿Quién podía comprendernos?
¿Quién podía
saltar al abismo de la poesía?
Secretamente
sabíamos, sin embargo,
que errábamos
indefensos por un laberinto
del que no
podíamos escapar.
Sólo la ilusión
de las metáforas
y los símbolos
que trascienden los límites del cuerpo
podían darnos
una sensación de eternidad.
II
El tiempo,
mortal, ha pasado
y de todos
aquellos momentos sublimes del amor
solo han quedado
los recuerdos.
Lo que se ha ido
es la realidad de la vida,
el cuerpo, la
solidez del lenguaje.
Así guardo esta
carencia,
esta gran
ausencia que crece día a día
y es ausencia de
amor
y ausencia de
poesía.
Siento que las
imágenes ya no transportan
y no podemos,
como antes,
buscar
sensaciones nuevas
en aquella caída
maravillosa
en que nos
hundía nuestro amor.
Si un día, por
azar, nos encontráramos
qué difícil
sería poner en palabras
la prosa de
nuestras vidas,
qué poesía
distinta escribiríamos
ante la crudeza
de las cosas.
Cómo nos
golpearía la realidad el rostro.
Qué podríamos
decir de aquellos gestos, de aquél perfume,
cómo podríamos
cortejar el fin.
Dónde han
quedado el más allá y la eternidad.
Qué distinta se
nos presenta ahora la idea de dios
y la imagen del
amor.
Ya no hay quien
nos salve.
Hemos caído
indefinidamente y hemos perdido
lo que más
amábamos en la vida.
Aquel gran poema fue poema de
amor
y quedó escrito
en el paraíso de los amantes.
Nada pudimos
guardar
más allá del recuerdo
y las palabras.
Quizá porque no
supimos morir a tiempo
estamos
condenados a morir solos.
No entendimos la
inmortalidad.
Qué poco faltaba
para ser dioses.
Qué cerca estaba
nuestro poema
de ser la suma y
el fin de la poesía.
No sé si lo que
buscábamos con nuestro sacrificio
era salvar el
amor o salvar la poesía.
En nuestro
recuerdo son inseparables.
III
¡Ay dios mío, deja
que, al menos como un juego,
se repita nuestra
historia!
¡Permite que la
literatura
vista de sangre
el espacio azul
de nuestras esperanzas!
Haz el milagro. ¡Danos
otra vez la oportunidad
de morir de amor
y vivir para siempre!
Déjanos visitar
el paraíso donde los amantes
sueñan unidos la
poesía y el amor.
La nuestra era
poesía de vida.
¡Mira, amiga, si
dios lo consintiera,
y en nuestra
desolada madurez
nos
encontráramos un día,
y volviéramos a ser
jóvenes y a amarnos!
¡Experimentaríamos
otra vez el éxtasis
que sentimos
cuando estábamos juntos!
¿Te acuerdas? El
amor puede, como la metáfora,
asociar a los seres
en una unidad nueva.
Sabemos que la
vida está dispuesta a quitarnos todo
y el amor a
darnos la vida para siempre.
En nuestra existencia
condenada
damos vuelta la
página del libro.
Como en los relatos
maravillosos
Se ha detenido
el tiempo.
Nuestra aventura
se repite.
La renuevan las
luces del arte.
Volvemos a
esperar, como aquella vez,
junto a la
barrera, el tren de la muerte.
Soñamos que llega
con la fuerza de un torrente .
Sentimos que va a unir nuestra materia a lo divino.
Su furia sublime
nos arranca del suelo e impulsa hacia el vacío.
Abrazados, nos
elevamos al espacio sideral.
El tren de oro
sube, como un símbolo, con nosotros, hacia el sol.
Vuela vertiginosa
la máquina refulgente.
Nos observamos
en el espejo de las cosas mágicas
que están a
nuestro alrededor
y nos transmiten
su hermosura.
Nos sabemos por
siempre jóvenes.
El tren llega al
paraíso de los amantes suicidas.
Nos aguardan aquellos
que buscaron, antes que nosotros,
en la muerte, la
eternidad del amor.
Sus cuerpos
bellos, expectantes,
entre las nubes
flotan,
esculturas
delicadas de formas llenas.
Como en los
cuadros sagrados, vemos,
en la parte
superior de la escena,
a Dios rodeado
de ángeles.
Nos reclinamos
en el prado de nubes
junto a los
otros amantes
y extendemos
nuestras manos hacia Dios
hasta tocar,
sensuales,
con las yemas de
nuestros dedos
los dedos de las
manos de sus ángeles.
Un rayo de luz
divina nos atraviesa.
Hemos ganado
nuestro lugar en el paraíso.
Permanecemos abrazados
bajo la mirada redentora
del Dios padre.
Vuelan sobre
nosotros nubecitas de formas caprichosas,
celestes y rosas.
Desde ellas, los Amores
nos lanzan sus
dardos mágicos. Flota
delante nuestro,
como una pequeña nave,
la urna de
marfil de nuestra alianza.
Nada podrá separarnos.
En nuestro sueño
redentor
Dios nos ha
perdonado. Ha salvado nuestro amor
y ya nunca tendremos
que enfrentar la
vejez, el dolor y la muerte.
Bañados de
eternidad, en el espacio andamos,
jóvenes de amor,
por siempre ángeles.
Imaginemos que, como
en los cuentos maravillosos,
esto verdaderamente
ha pasado y somos sus personajes.
Ten compasión,
Señor, de estos amantes arrepentidos
de haber vivido
una larga vida separados.
La nostalgia del
pecado martirizaba mi alma.
Mejor hubiera
sido morir juntos.
La eternidad
estaba a nuestro alcance.
El paraíso es
tierra fértil para aquellos
que mueren por
amor y llevan a Dios su pequeño poema.
Laurel que la
paloma no pudo cargar en su pico
y ellos
transportan en su espíritu transparente.
Santo, santo, es
el señor, rey del cielo y de la tierra,
que su nombre
sea loado para siempre.
Epílogo
Lector amigo, ha
concluido nuestro viaje.
Peregrinos somos
de un mundo transitorio.
Di, por favor, ¿nos
guardarás en tu memoria?
Abraza y protege
nuestras sombras.
Contigo estamos,
en el amor unidos,
y en el horror
de la literatura.