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viernes, 26 de agosto de 2016

El partido del domingo


                                                            Alberto Julián Pérez ©
           
En mi país, los fines de semana,
hombres y mujeres, jóvenes y viejos,
amantes del azar, puesta la fe en el juego,
unidos nos congregamos ante el televisor,
privilegiado escenario de ilusiones y miedos,
a mirar nuestro programa favorito: “Fútbol para todos”.

Sin ser el más fanático de los hinchas,
o el más fervoroso de los creyentes,
reconozco que este deporte inspirado,
lucha ferviente de pasiones para muchos,
fiesta de colores y banderas para otros,
ha sabido conquistar el corazón del pueblo.

La semana pasada nos reunimos en casa de un amigo,
en la Ribera, cerca de Caminito, 
un grupo fraterno de diestros escribas,
esforzados poetas, amantes de la expresión cuidada,
la imagen artesanal y los tonos prosaicos de la lengua,
para mirar el partido de Independiente y Boca,
ilustres clubes, rivales clásicos del sur bonaerense.

Mientras esperábamos que comenzara el partido,
hablábamos de la buena estrella del fútbol de hoy, 
astro brillante,
y de nuestro mundo, intenso y soñado, la poesía.
Este domingo nos había traído Baco un rico tesoro
y amenizábamos nuestra charla con copas de vino tinto.
Pusimos a calentar en el horno las empanadas salteñas,
dulces y jugosas. Era un ágape perfecto. Nos sentíamos felices
como poetas griegos en vísperas de una gran carrera.
Tal vez más tarde, imitando a Píndaro, uno de nosotros
compondría una ingeniosa oda a nuestro equipo favorito.

Los arduos rivales salieron a la cancha.
Sonó el silbato y comenzó el partido.
Los jugadores de Boca se pasaban, precisos, la pelota
y corrían, azules y veloces, por el campo verde.
Los de Independiente, encendidos, los contenían,
y valientes, contraatacaban.

Parecían figuritas de colores sobre un tablero encantado,
animando una contienda de blasones enemigos.
Ágiles, se desplegaban por el terreno de juego
como en la coreografía de una danza.

Los equipos mostraban su fuerza y su garra.
Aquí, en Argentina, jugamos al pelotazo.
El fútbol nuestro es un arte barroca.
Somos el potrero del mundo.
El estilo criollo se expresa en el amague y la gambeta,
el tiro en profundidad y el pase sesgado,
la corrida espectacular y la rodada dramática.

Dije a mis amigos que los poetas en ciertas cosas
nos semejábamos a estos eximios atletas,
combatientes también nosotros en la pugna
entre el ego y el mundo, la realidad y los deseos.
Sabíamos, como esos héroes, vivir con intensidad
nuestro arte, ser apasionados, darnos sin retaceos,
expresar con valentía los anhelos, defender nuestros colores
y levantar una bandera. Casi siempre
nos identificábamos con un “club” o con un grupo,
creíamos, para bien o para mal, en nuestras ideas
y exhibíamos el dolor y la felicidad en nuestros versos.

Yo quería escribir, les dije, una poesía arriesgada,
sincera; me horrorizaba la poesía domesticada, segura,
impersonal, que cultivaban muchos poetas
para deleitar a los puristas. Buscaba crear
una metáfora esforzada, comprometida,
llena de fuerza plástica, como la gambeta,
que me condujera en su desplazamiento irresistible al gol.

Les conté el sueño que había tenido la noche anterior.
Carlitos Tévez, el gran delantero de Boca, jugaba,
adolescente, vestido de blanco, un partido de fútbol
en el potrero de Fuerte Apache.
Pasaba el tiempo y su equipo no lograba ganar.
Bajó del cielo una paloma nívea envuelta en luz dorada
y se detuvo, aleteando, sobre el campo de juego.
Traía un laurel verde en su pico. Los muchachos,
fascinados, interrumpieron el partido.
El Apache sintió que el ave lo llamaba.
Una fuerza desconocida lo elevó. La paloma
comenzó a volar por encima de las torres hacinadas
de nuestra villa miseria de altura. Carlitos
la siguió por el cielo como si nada. El público del barrio,
sorprendido, le pedía que bajara, pero él no escuchaba bien.
Les hacía señas de que gritaran más fuerte.
La paloma fue hacia él y lo envolvió en su luz.
Tévez, iluminado, descendió al terreno de juego.
Llevaba una ramita de laurel en su mano.
El Apache corrió con la pelota, pateó con fuerza
e hizo el gol de oro. El balón entró, fosforescente,
en el arco contrario. Me pareció que ese sueño
era un signo divino premonitorio. El dios del fútbol
trataba de decirnos algo a nosotros, sus creyentes.

En la poesía, como en el juego, aseguró
convencido alguien, los milagros cuentan.
El nuestro, poetas ilustres, es el partido del espíritu,
argumentó otro. Es por eso que hace falta el ritual,
intervine yo: los oráculos, los rezos, el asado,
y cada tanto un picadito entre amigos.

Terminó el primer tiempo. El partido iba O a O.
Había llegado la hora de comer las jugosas empanadas.
Las sacamos del horno, calentitas. Fraternos,
nos las repartimos. Las empanadas de carne
son el alimento consagrado de nuestra patria criolla.
Servimos vino tinto y levantamos las copas.
Brindamos – democráticamente – por el mejor equipo.
Yo aproveché el momento y pregunté a mis amigos:
¿Para Uds., quién es mejor poeta en el juego de la poesía?
¿Darío o Martí?¿Neruda o Vallejo? ¿Cardenal o Paz?
¿A quién le asignan más puntos en este campeonato?

(En Argentina la poesía es tan esencial como el fútbol,
y si no…¡pregúntenles a los hinchas de Boca!)

Cada uno dio su respuesta. A mi turno yo respondí:
prefería Martí a Darío, les dije, aunque era consciente
que el vate nicaragüense era nuestro poeta más completo.
El Apóstol de Cuba, sin embargo, era el soldado de la poesía
y nos había enseñado a dar la vida por nuestras ideas.
Prefería Vallejo a Neruda, porque el cholo inmortal
había escrito con su alma andina y había puesto el corazón
en el lenguaje balbuciente de la tierra; Cardenal a Paz,
por su compasión cristiana, y su amor y lealtad
a los oprimidos y a los olvidados.

Existe, a mi criterio, una poesía histórica y una poesía nueva.
Debe cada uno pensar para qué equipo juega.  
¿Sos neobarroso o coloquial? ¿Exquisito o realista?
¿Burgués o maldito? ¿Colonizado o Revolucionario?

Quisiéramos poder renovar con fervor la poesía
y que el pueblo se reconozca, generoso, en nuestros versos.

La poesía es el ritual máximo de las letras,
la escalera de oro que nos lleva al cielo.
El premio: la vida eterna del poeta
en el paraíso de los justos de nuestra lengua.

Empezó el segundo tiempo. Volvimos al partido.
Había que desnudar la verdad y demostrar al enemigo
quién merecía estar más cerca de dios y de sus ángeles
en el estadio estelar. La sed de gol los dominaba.
Los jugadores se esforzaban por colonizar el área
del equipo rival y gritar un tanto.
Perseguían, tenaces, al que tenía la pelota. Lo trababan
y rodaban con él por la verde grama. Veloces, se levantaban
y seguían corriendo. Lanzaban un córner. El balón
trazaba en el aire una curva perfecta y descendía frente al arco,
tentador e inocente. Los jugadores, bailarines de pies ligeros,
con vehemencia se contorsionaban para dar el gran salto,
cabecear y vencer al portero. Lo intentaban una y otra vez,
sin resultado. El tiempo, moroso, transcurría,
verdugo de las esperanzas de la popular y la platea,
y de las ilusiones del público televidente.

Ya empezaban a sentir cansancio nuestros gladiadores.
Mostraban, ante el rival, su impaciencia y nerviosismo.
¿Quién ganaría la emblemática contienda de los barrios porteños?
¿Los rojos de Avellaneda o el equipo de la Ribera?
Finalmente, en el último minuto, llegó el esperado gol de Tévez,
Gloria de Fuerte Apache, Heraldo de la Bombonera,
y la mitad más uno del país se puso de pie (¡pobre Independiente!).
El partido terminó como deseábamos, con el triunfo de Boca.
¡Qué larga y tortuosa había sido la espera!

Emocionados, nos abrazamos los poetas.
Sentíamos la pasión y el amor de las banderas. Éramos,
también nosotros, parte de esa hinchada que ovacionaba a Boca
(en el barrio los pasantes hacían sonar las bocinas de sus autos,
se escuchaban los vivas de los vecinos que estaban en las calles).

El mundo del fútbol, fervor de multitudes, dije a mis amigos,
no estaba hecho de palabras como la poesía
pero, igual que en nuestros versos, abundaban en él los símbolos.
Tenía su gramática y sus reglas, sus expresivas gambetas
y sus circunloquios de potrero,
sus corridas líricas y rítmicas intensidades,
sus estilizadas elipsis frente al arco,
sus jugadas preferidas y temas favoritos,
sus creencias, su historia, sus héroes y sus mitos.
Era un deporte que admitía, como el arte verbal,
lecturas e interpretaciones diversas.

Contentos y exaltados por el triunfo, los poetas
levantamos las copas y brindamos
por Boca Juniors y por César Vallejo.
Había concluido el ágape del domingo.
Dichosos, nos dispusimos a dejar el hogar amigo
donde habíamos compartido el calor del alimento,
el fuego patrio del vino
y el alegórico culto del fútbol,
y nos despedimos, con abrazos y largos apretones de mano.
Se sucedieron las bromas y las expresiones de deseo,
y las burlas a nuestros versos, pobres
frente al universo repleto de sentido.

Fortalecido por la camaradería y la poesía
(y por el triunfo, amigo de los rapsodas),
me alejé del barrio multicolor de chapas
del maestro Quinquela, el viejo puerto,
y por la Avenida Brown regresé
a mi pobre pensión de San Telmo,
en la antigua casa que fuera de Fray Mocho,
por encima del café “La poesía”,
donde, día a día, monje azul y artífice,
esculpo y cincelo mis versos
y elevo a la memoria de la lengua
una pirámide de palabras y de sueños.

Publicado en G.E.P.A.N., Agosto 26, 2016. Web.



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