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martes, 31 de octubre de 2023

Antología poética

                                    Alberto Julián Pérez


Primera edición: septiembre de 2023 

ISBN: 9781734285369 

Copyright © 2023 Alberto Julián Pérez 

Editorial Letra Minúscula Barcelona


Índice


FRAGMENTOS HACIA LA DESTRUCCIÓN DEL SUJETO POÉTICO 

LA IDENTIDAD Y LA LOCURA


Prólogo-confesión 13 

El cubo azul 16

Eterno retorno 22

Historia de las palabras 28

Un torso clásico 33

El teatro de la locura 36

Mi escritorio 39

Las voces y el silencio 41 

La identidad y los espejos 46 

El abyecto 50 


CRONICAS DE TIEMPOS DIFICILES

Poemas


POEMAS DE LA VIDA


El bar de las viejas vedettes 55 

La Sibila 61

El ahogado 66


CRÓNICAS DE TIEMPOS DIFÍCILES


Una visita a la Villa 31, 75

El Gran Cacerolazo del Obelisco 90

Muchacha cama adentro 116


MURALES


Sábado a la noche, cumbia 145

El partido del domingo 178


CANTOS CRUELES


Los suicidas 197

Los malditos 218


OTROS POEMAS


El poeta y la peste 231

El poeta maldito 233

LAS VERDADES DEL POETA 237


PÓRTICO DEL NACIMIENTO


Free at last! 249 

El placer de nacer 

Una pasión consentida 

La vida de nuevo

Amanecer 253

El adiós 254



FRAGMENTOS HACIA

LA DESTRUCCIÓN

DEL SUJETO POÉTICO

LA IDENTIDAD Y LA LOCURA


9


Las antesalas se confunden con los espejos, 

la máscara está debajo del rostro, 

ya nadie sabe cuál es el hombre verdadero y cuáles sus ídolos. 

Y nada de eso importa; ese desorden es trivial y aceptable 

como las invenciones del entresueño.


Jorge Luis Borges «Los traductores de las 1001 Noches»


11


Prólogo-confesión


Las imágenes de los Sueños 

se han cansado de esperarme 

en un punto enemigo.

Esta historia de mi Yo

se agota con un vagido irreconocible.

Las tiranías de la Razón 

quieren imponerse

sobre la Intuición

de los Deseos aplazados. 

Desterrado de mis Instintos, 

la Palabra

está blanca y vacía

y siento asco

de su pureza.

Pero la fuerza del Amor

me arrastra a esta Comunicación 

desesperada: es una Necesidad 

dulce como el suave delirio

de una borrachera

que se avergüenza

de sí misma,

porque me hace falta

el alcohol o la Locura

para decir mi Verdad.

En esta crisis,

mi moral

es la defensa última

ante el Futuro

que me llama.

El Tiempo se agota

y me afiebra

y veo desdoblados

los instantes

en los espejos

de la agonía,

donde el Enemigo triunfante

se arranca las Máscaras una a una.

Tengo la certidumbre

de que en el fondo

no hay Tema:

el Tema,

con el Significado

que lo acompaña,

se ha hecho imposible; 

esta Confesión

es el último refugio

antes de caer anulado

por mi Fantasía,

agotado en mi Creación, 

como una madre

después de dar a luz

y ver que ha parido demonios.

La Lógica me desdibuja

en la trampa de su Verdad:

un hombre

no puede ser su Identidad 

más allá de su Sueño.

Es esa Identidad precisamente

la que nos enferma,

ese cambio obligado

de Pronombres

lo que nos duele,

ese Deseo por Descifrar algo,

 lo que esos Pronombres quieren Ser

en la Fantasía atormentada 

de los que desesperan

día a día

sin llegar a ser lo que son, 

sin alcanzar ese Futuro

que se detiene

en el Presente

y los condena

a la cámara del Tiempo, 

incapaces de hallar

una salida,

porque toda esta Cultura

se transforma

en un Laberinto laborioso

de Palabras,

donde lo único que deseamos 

es la Muerte.


15


El cubo azul


Empujo con fuerza el cubo azul

de un sueño

Entro en él

me incorporo 

ristas sensuales cristal íntimo

Veo mi reflejo

Estoy distinto

Soy lo que quisiera Rey por un sueño 

Se consuma el deseo Satisfecho

duermo

sueño

sueño de sueño

Pongo la cabeza

entre las rodillas

duermo en mi elemento 

Nado por un agua seca 

respiro burbujas de polvo 

Voz. No. ¿Gesto? Apenas 

Lentitud absorta estremecimiento

El cubo empieza a girar

a una velocidad inusitada

Sueño:

Estoy tomando

mi desayuno

en una casa

a la vera de un bosque 

En el bosque

hay un monstruo

Dicen las mujeres

que van allí

para perder su pureza

Mi madre

entra en el bosque 

“¿Adónde vas madre?” 

“¡Has estado

cien años soñando,

hijo; vamos, crece!”

“No puedo”

“Prisionero de un sueño” 

“De un sueño,

del miedo, del deseo”

Yo bebo

el café del desayuno

me alimento de muerte 

con las manos atadas 

caballo preso

En la taza

caminan cucarachas

que comen

el pan del sueño

Pasa el tiempo,

mis cabellos crecen,

la piel se aja

soy un viejo,

el viejo

busca la inocencia y bebe 

el mismo café amargo

una vez y otra No puedo

No pude

No podré

Mi madre

vuelve del bosque

llena de luz,

tacto dorado

desnuda,

me sorprende,

me reconoce,

se avergüenza:

descubre

que ha dado a luz

a un hombre

que es su padre

Yo muero,

el viejo muere,

mi cuerpo/su cuerpo

se corrompe

mi madre se abraza a él 

los gusanos de mi cuerpo 

chupan la vida

de los miembros indefensos 

impotentes, de mi madre, 

que no se separa

de mi cadáver

Ella extiende un brazo, 

lo deja inmóvil

y un tallo

nace de su mano

Será difícil beber mi café 

si el niño-hombre

se despierta

nos tragamos la lengua 

y nos ahogamos

poco a poco

como la serpiente

que se devora a sí misma

Giran, giran las imágenes 

en el cubo azul Alrededor

material de sueño

Luz de viento

Polvo ventral fertilizado 

Despierto

Salgo del cubo

del espacio quieto

Soy el otro

El que soy

El que no quiero

El que busco

se ha ido con mi sueño 

Soñar mi mismo ser

es imposible

¿Quién soy? Apenas Esa

la identidad del viento

que se infla 

en cualquier corazón dormido

Si no soy, ¿cómo muero?, 

¿por qué envejezco? 

Cuando el sueño

que vive en mí

no me ama

me echa de su reino

de espuma

y granadas fragantes abiertas, 

penetradas

por una astilla de sol 

parecida al hielo

que me atraviesa

luz por clavos, 

tan frágil, tan vano, tan fingido 

pero...¿cómo puedo acusarlo de mí mismo?

Mi destino me alcanza

para no llegar

y quedarme a morir aquí, entre todos

prisionero de este laberinto,

rosa por fruto

¿Cuál será la espada?, ¿cuál la sangre

de la balanza?,

¿para qué mi muerte? 

Sombra, bulto, 

este soy, desdibujado

me cubro avergonzado la cara 

con mis manos 

bebo un beso

¿Me hace falta

un Infierno?,

¿un Paraíso?, ¿un Cielo? 

Allí está el Cubo Azul Viaje

Entro en él

para cambiar de vida luego vuelvo

Voy y vengo

Las palabras no llevan pero traen

Son limbos de pereza Indican

el camino equivocado 

Construyen un mundo que no es cierto

En él vivimos

y estamos engañados


21


Eterno retorno 

I

Una mañana desperté 

y el mundo no era

el que había sido,

los pájaros

ya no eran

los pájaros, el aire

no era más el aire, 

¿natural?, ¡quién diría!, 

¿mágico?, tampoco.

La magia

no adivina la vida

que alimenta

a las espinas.

Una mañana todo

se estaba consumiendo 

y empezando de nuevo. 

La historia fue síntesis y el pasado futuro, 

Edipo se ató a su madre para siempre

y los hombres nunca dejarán de amarse

a sí mismos. Escuchamos

el sonido final

del Apocalipsis,

la palabra

de todos los lenguajes, 

mitad luz, mitad música inimitable,

con ella

se enterrará al mundo, 

a Dios, al significado, 

pero sépanlo todos:

el mundo nacerá

de nuevo.


II

La historia nos agobia con sus citas

y está presente

en todos nuestros actos: olvidemos las fechas,

el hombre es su producto.

Apoteótico el hombre

y sus signos matemáticos 

sus figuras geométricas sus sueños decimales. 

Enorme en su maldición este animal fantástico,

el hombre,

un sueño común

que recorre la historia,

un sueño transmitido

de generación en generación como un canto,

como una música,

un himno.


III

Difusa memoria colectiva con la precisión

del artesano de diamantes que engarza

los huesos del difunto 

con alambres bendecidos y eternos. 

¡Se ha muerto Dios! pero está vivo, 

absoluto el Uno,

en el principio era el fin,

y el Hombre, cuerda sola, vibración recorrida

por infinitas almas distintas pero una, 

pertenecientes a la misma lucha de sonidos

por conquistar el aire inflamado de luz

que avanza hacia la noche.

Entre el principio y el fin ha habido un sueño

de muerte,

guerra, locura, consumación, destino;

la pasión–enseñaban–se repite, 

nace y termina siempre, 

rebrota con la misma fuerza. 

La pasión es la vida.

Un hombre quería

con su ejército de signos contarse 

lo que había pasado 

y los signos crecían y crecían, 

el hombre moría sepultado. 

Amanecía en pájaro ligero 

capaz de disfrutar la luz,

el aire puro,

de encontrar a Dios,

el verbo único,

por simple fe

de animal sincero.

Pensativo o fugaz,

estaba en medio

la fatalidad

del destino escrito:

debía encontrar

su piedra de preguntas.

Así lo enseña el mito.

El mito es infinito.

El mito es engendrado 

por la historia. Explicados:

sistemas metafísicos, 

parábolas filosóficas.

Sin embargo

en el principio

era el verbo.

Eso fuimos:

un signo inteligente

ante un Universo inútil. 

¿Qué le queda

a la razón desolada?

El orden de la materia

en el instinto,

la pasión de la fiebre,

el sueño que yo tuve

que despertaba 

de un sueño y el mundo no era

ni había sido ni sería,

nacía allí mismo y era claro: 

simplemente un punto

que no era un punto

sino el mundo,

la eternidad, la historia, 

todos los hombres.

Ese punto era el infinito,

el origen del aire,

el de la luz,

oxígeno inflamado, 

tiempo viajando cargado de sonidos 

como un secreto

para generaciones inhabitables 

tal vez por el amor.

La memoria nos ata

y nos desata

y la necesitamos

como nos necesitamos. 

Hoy es ayer,

mañana será hoy

y así un día

Dios estará muerto

y yo habré crecido

y seré un hombre 

entre los hombres

y amar será bueno.


27


Historia de las palabras


En la boca se mecen, hueso mío, 

as palabras, fonemas bondadosos,

los viejos y los míos,

los sonidos uterinos

que manejan

la clave del sentido

en el signo acartonado que se pierde,

alma verde,

en un mar

de leguleyos y soldados clamando

por su pan ensangrentado, 

¡facta est!, est siendo

el mismo ser que habitaba 

en la hermosura,

sin Dios, pero riendo...

Y después

la lengua campesina... desarrollándose

entre bárbaros

que ignoran

el placer de que gozaban las señoras

en las villas romanas, rosae alba;

en el feudo, el castillo,

la leyenda

de la cruz consolada

por tanta canalla arrodillada 

para facer una copla

a la serrana...

y jugaban en las bocas,

se bebían como pájaros

la saliva de las encías

y saltaban esos pneumas

del molar a la lengua

con sus trinos, descubrimiento 

del mundo, sol del hombre.

¡Y la lengua moderna!

el español de Cervantes,

la figura del lenguaje levantada, 

gesto en el aire

la voz cansada,

el imperio de Dios

se está cayendo

y la lengua imperial naufraga

en las costas del Atlántico

y enseña a los Indios

el “milagro”

de la esclavitud.

(El imperio

extiende sus tentáculos, 

es un pulpo

que ahoga cuanto toca. 

Pasan años,

pasan siglos de servidumbre, 

la lengua se redime,

nacen héroes, mueren santos, 

las provincias del imperio

se confiesan de día

y hacen el amor

por las noches.

Los indios y los negros

le dan al castellano

su fluencia sensual y dulce, 

su ritmo americano.

Llega la libertad

y las provincias del imperio se baten

en los campos de América 

y arrancan sus cadenas.)

¡Trabajo, trabajo, trabajo! 

¡Producción,

están ciegos los campos, 

pero mira esa máquina cómo respira,

cómo bufa,

vapor bramando,

todo el poder

que resucita su energía!

¡Qué lenguaje

de técnica y silencio,

qué maravillas

desprende la vida

del canino al molar,

llevan historia

las palabras!

Estas palabras

no se suicidan,

hechas de sudor

y sangre,

de ruedas

y de lanzas,

de espadas

y molinos de viento transportan

el átomo invisible

con su explosión de vida; 

estas palabras han crecido, 

siguen creciendo,

llevando en ellas contenidas 

la emoción de los hombres

y los hombres,

la luz de los objetos,

los colores y los objetos.

¡Oh milagro de síntesis

en estas suaves

ondulaciones transparentes...!

Viene de muy adentro 

una ráfaga de aire cálido, 

vibran las cuerdas

de las guitarras vocales

y salen las palabras,

formas exactas, repetidas, 

conteniendo

la historia de la vida,

la historia de los hombres 

y los hombres,

cada hombre,

cada flor,

cada sueño,

cada herida.


32


Un torso clásico


El pedestal gira

y el torso

de mármol blanco 

nos lanza su mensaje de belleza.

Este torso trunco es autor

de nuestro amor por la vida casi: 

nos enseña

a descubrir el yo,

a leer en la proporción

la armonía

que es un juego,

a entender lo dinámico 

como una melodía.

La materia

nunca se detiene

- nos enseña -

la idea genera el sueño

o viceversa,

el sueño crea la magia

y hace posible el mito.

El mito (oh felicidad) 

vuelve al hombre otra vez 

hijo de sus pasiones,

con cola de cerdo, 

mordiendo la tripa

de su ombligo

y chupando 

el caracol de su madre. 

El mito no es un humo

detrás del tiempo:

la historia habla

al unísono

con todas las voces. 

Frente a este torso 

de mármol blanco 

siento

que fuimos hechos

todos juntos

de una vez para siempre 

en el sistema

del movimiento eterno. 

La perfección de la forma 

que atesora el diamante, 

acaricia la luz,

muerde la música.

Todo esto en la historia, 

molde perfecto

de las generaciones. 

Hombre hecho hombre 

sólo por instinto

que aprendió

a interpretar el sueño 

para crear

el yo transubstanciado, 

segundo a segundo,

descripto en el amor, 

esa otra escultura, 

ese otro lenguaje 

que hablamos

y avanza como un río. 

En el principio éramos uno solo,

luz sin forma

en medio de la sombra, unívoco

el sonido blanco,

la órbita perfecta. 

Astillas quebradas

de un mismo aerolito, 

el hombre y la mujer 

se acurrucaron,

giró el óvulo

y en un instante

la identidad disuelta 

soñó una nueva identidad,

el juego sensual

y crepitante

del lenguaje,

la proporción

entre las partes,

la belleza,

el pensamiento abstracto.


35


El teatro de la locura


Sobre los conos celestes 

vacila una luz sin música, 

los volúmenes proyectan 

sombras azuladas,

varios planos inclinados 

se insertan en los conos. 

Un hombre camina

por uno de los planos, 

está de espaldas, recortado

sobre un fondo oscuro.

La tinta de la muerte crece 

y el hombre pierde,

poco a poco,

su contorno y su forma. 

Una mujer va a buscarlo, 

ve como la mancha 

devora paulatinamente al hombre, 

se abraza los senos

y su vientre ríe

con voz y llanto entremezclados.

La mujer mastica navajas

y sus senos crecen y crecen, 

son dos serpientes blandas inútiles,

les nacen hojas verdes. 

Llora y el rímel resbala

por sus párpados

y sus mejillas.

La enredadera de sus pechos 

se adhiere a su cuerpo.

Cierro el telón

del teatro imaginario;

detrás de todo ese espectáculo 

sospecho un gran vacío.

Un manto de luz

filtrándose como agua

de corpúsculos vibrantes

que hormiguean

cubre la ventana

de la gran sala.

Ahora, dentro de mi casa

y sólo en ella se pone el sol. 

Salgo de la casa;

en el bosque que la rodea 

escucho maderas

golpeando contra cuerdas

y ecos atemporales

que conocen

un círculo sin centro

que es la perfección sagrada; 

los rayos de luz

son rectos y sin noche,

sin muerte.

¿Cómo explicarse

a ese hombre imaginario

que desaparece

en una mancha de tinta, 

y a esa mujer fantástica 

devorada lentamente 

por su pasión,

máscara de arcilla blanda 

decolorándose, 

mientras la enredadera-serpiente 

de sus pechos

crece en el teatro

de la casa de sueño,

que es tal vez ya inhabitable

para el Amor,

mientras yo, aquí afuera, 

en esta pesadilla de luz, 

pierdo totalmente

la conciencia

del tiempo y del espacio, 

y hasta de mi inocente yo?


38


Mi escritorio


Mi escritorio

ha florecido de repente: 

brotes en las vetas claras

de su cuerpo

tripulado por papeles

y recuerdos

de almas blancas; 

murmullos de agua

en sus cajones

donde mis manos

encierran réplicas de manos; 

despertar de invisibles 

consciencias olvidadas

que juegan al juego

de la identidad del signo 

que corresponde simultáneamente

a la Palabra,

al rayo de luz,

a la melodía de cinco notas 

en el ojo geométrico, 

vinculado a la perfección del deseo

y al pensamiento

sin receptor

que habla

y es gesto vacío.

Mi escritorio

secretamente

navega aguas atrás,

a la abundancia,

al nacimiento

lleno de deseos satisfechos 

que desafían a la locura 

(oh, el miedo a la locura 

así !on-todas-sus-letras,

y al agua azul que baja 

y lava el alma encallada 

adentro, instinto negro).

En el cuerpo

de mi escritorio,

y en sus cajones

hay también

papeles muertos

de hijos

que no nacieron

y aguardan para siempre 

en la oscuridad, 

pensamientos y agua

y peces en el agua,

olas vueltas

seda de sonidos

que hablan

la lengua dulce del río 

que viene del olvido

a traerme

su miel encadenada.


40


Las voces y el silencio 


I


Mi voz alimentada de gritos

de animales negros que escapan

noche

noche

noche

la música de violín corta el sonido

en tiras tiras tiras que caen

hacia el costado del renglón.

Mi voz decía alimentada de gritos 

de animales negros que crecen 

alrededor de una forma

y los gritos

la arropan de negro y esa esencia

inflada de muerte

se viste con palabras que son son son

dice un payaso subido a un pedestal, 

sacando la lengua

inflamada, brotada, 

instrumento de charlatán 

de mensajes sin significado 

(yo sé que la palabra

no vale nada

y que me moriré un día 

aspirando el perfume

de las gotas de agua

que viajan por el aire

de estación en estación 

con su mensaje

de frescura y primavera; 

sin embargo,

el espacio está poblado

de sombras extrañas,

y mi sueño pone signos, deseos, 

palabras, miedo... en todo...).


II


En rápido juego

las voces enlazadas 

dibujan en el aire

un encierro sin muros. 

Se tocan como labios. 

En ese espacio extraño, 

ventana palpitante,

impactan asteriscos, 

fragmentos de aire escrito. 

Las sílabas sueltas

se quiebran en rasguidos. 

Otras voces crean 

maravillas semánticas,

o formas libres

de puntos y de espacios. 

El sonido es vivo. Pero

el agua del origen

pronto corta el eco

de la voz;

se distorsiona el ritmo

y el silencio

se incorpora al ahogo.


III


Es una cuestión

de lenguaje exiliado

en su LETRA,

desesperado en su miedo, 

un poco de agua sin reflejo, 

espejo muerto

en su espesor negro

donde el Cuerpo resbala 

para no imaginar

los giros y los tumbos

y el ritmo sordo y el hueco 

Aullido Abierto. ¡Qué día

si el sol

saliera en el cuarto

y se pusiera el muro 

sobre el horizonte,

si cayera la cortina

de las letras

cerrando los intersticios mecánicos

del habla desquiciada!


IV


En mí, el lenguaje histórico 

atravesando el tiempo 

montado

en los signos de su todo, 

amonesta los sustantivos 

con adjetivos ilusorios

y permite un orden pronominal

compulsivo e infecundo. 

Mi corazón está a punto 

en el reloj de sombra. 

Los días son los tropos

de mi sustento. Camino, 

sombra dentro de la sombra, encerrado

en este rostro odioso con su máscara

de dios antiguo.


45


La identidad y los espejos 


I


La última vez que me vi, 

cuando crecía a mi alrededor 

el alma de la luz

y a mis pies resbalaba

un agua ensangrentada;

el reflejo de mí

la última vez que me vi

en un espejo quebrado. 

Podía, cruelmente,

hacerme astillas

y terminar allí

el juego laberíntico

del tiempo.

Todo lo demás

sería círculo,

ademán perfecto

envuelto en pasión.

Me lo impidieron

el hombre que soy

y los que fui,

y los hombres

que junto a mí esperan

con ademán desnudo

ante la muerte.

Y también el otro

que no seré, porque... 

¿dónde buscaré después

la beatitud del no-canto?


46


II


La identidad enferma

se tambalea en la cremallera 

del suicidio-carril,

espacio, puente, salto...

La destrucción acecha

tras los otros rostros

que soy yo

y me necesitan

para ocupar mi lugar. 

Cuando crezco hacia abajo 

las raíces hacen fuerza,

pero no me sostienen...


III


Si acaso nos encontráramos 

en el mismo espejo

y abriéramos la puerta

y la puerta,

siendo siempre nosotros, 

el uno con la suma,

la suma con el todo, 

ganaríamos el agua 

crecida bajo la tierra, 

amaneceríamos con brotes 

de luz nueva en los ojos. 

Si abriéramos las puertas

del uno y del uno y del uno 

y entráramos y entráramos 

sin perder un segundo 

encontraríamos la disolución 

donde está el amor.


IV


En el espejo

se ha escondido otro hombre 

que me busca

en la superficie mojada,

mi identidad semilíquida 

deja a las sombras bajar

por mis venas

y ocultarse

en los espacios

donde la conciencia 

falsamente razona

las palabras desviadas

de su cauce.

La flor viva

del inconsciente

amenazado

resucita en el sueño

a ese que era

antes de ser un nombre, 

cuando no había palabras,

ni dolor, ni soledad del mundo,

ni reconocimiento de la madre,

ni diferencia,

y todo era

presencia sensitiva,

mismidad

sin pronombres.

Claridades antiguas,

aisladas intermitencias,

iluminan ahora esos momentos 

que estaban sellados para siempre 

con todos mis secretos,

y sin los cuales

sólo soy

substancia de la lógica,

testigo doloroso

del torrente de amor interrumpido.


49


El abyecto


No soy un animal enfermo 

desquiciando

mis frágiles deseos;

en el placer habita

la armonía perdida;

los espejos viven habitados, 

en la superficie bañada

no hay ausencia,

allí estoy, fragmentado, semilíquido...

Mi futuro

se ha encerrado

en el presente,

me pierdo

en el agua del sueño, 

representación, máscaras, equivalencias,

cada verdad

es una falsa analogía, ineptos los medios

de conocimiento.

Crece el horizonte acumulado

donde se afirma

heroico

el inconsciente,

lengua regia,

luz y oscuridad...


1981


CRONICAS DE TIEMPOS DIFICILES

Poemas


51


POEMAS DE LA VIDA


53


El bar de las viejas vedettes


A este bar del centro 

donde vengo a ocultarme,

llegan, por la noche,

unas viejas vedettes. 

Trabajan aquí cerca,

en un teatro

de mala muerte.

Una vez, curioso,

fui a verlas actuar.

Estaban radiantes

sobre el escenario

vestidas 

de lentejuelas y de plumas.

Sus carnes

desbordaban sus trajes.

El público, jocoso,

se burlaba

de sus cuerpos deformes. 

Ellas, diosas histéricas, 

sufrían las humillaciones

y miraban con desprecio

a la platea

de adolescentes imberbes

y hombres solos.

No renunciaban a nada. 

Se aferraban a sus cuerpos, 

antes gloriosos,

y seguían representando

su papel inverosímil.

Bailaron, cantaron, 

mostraron el culo, 

exhibieron sus tetas fofas. 

Luego del show

vinieron al bar,

esta extraña escuela

de condenados.

Aquí, las vedettes,

que una vez

lo tuvieron todo:

amor, belleza, dinero, 

quedaron, indefensas, 

bebiendo su copa, 

fuera del escenario

y de las luces.

Esas pobres mujeres

me hicieron pensar

en la poesía desvalida 

de nuestro tiempo.

En los poetas grotescos, 

que cantan y celebran 

a fealdad del mundo 

con expresión grosera, 

y son el hazmerreír

de muchos.

No tienen vergüenza

de exhibirse.

Otrora soñaron

en un mundo perfecto,

lírico, elevado,

sin limitaciones.

Pero pasó el tiempo

y nunca llegó

la palabra iluminada

ni la inspiración salvadora. 

Ahora rinden culto

a la vida

y se arrepienten

de sus sueños reaccionarios. También pensé

en los otros,

sus enemigos, que,

a diferencia

de las viejas cocottes,

no saben vivir

en la cruel realidad

y se refugian

en un paraíso imaginado. 

Los poetas burgueses,

que cantan

al amor salvador

y los sentimientos nobles

en versos elevados.

Esos que ignoran

el infierno,

que no conocen la caída

ni sienten compasión

por la fragilidad humana.

El espíritu, finalmente, me dije,

será el que nos guíe 

por este desierto

solos

ante la duda.

El espíritu poético,

esa aura inmaterial

que viaja por el tiempo, 

y llega en el lenguaje

y nos eleva,

y es el espíritu santo. 

Miré a mi alrededor,

alcé mi copa

y brindé por las vedettes. 

Ellas me devolvieron

la cortesía.

Luego nos quedamos 

bebiendo en silencio.

La disciplina del alcohol me ayudó

a ensimismarme. Recordé un sueño 

recurrente que tengo,

en el que me hundo

en lo más hondo

y emerjo en un espejo. 

Allí, desesperado,

me contemplo

y me arranco a pedazos 

a piel del rostro.

Era sólo una máscara, 

descubro, y detrás 

encuentro otra y otra... 

Vivimos escapando

de nosotros mismos 

y, poco a poco,

sin saberlo,

nos acercamos

a eso que somos. Bebimos

la última ronda

de alcohol suicida. Cerró el bar

y salimos a la calle, ya bautizados.

La oscuridad

nos acogió,

en su anonimato generoso.

Nos alejamos

sin despedirnos. Solos 

en nuestra ley los incorregibles. 

Héroes también

de la soledad y del fracaso. 

Ya el mundo

me dolía menos

y estaban prontas

a abrirse

las puertas del sueño y del olvido.


60


La Sibila


En la esquina de casa 

vive una indigente. La pobre

está desequilibrada. 

Vuelta hacia adentro, habla sola.

Parece tener algo más de treinta años.

Los vecinos

pasamos a su lado sin decir nada.

Llegó al barrio hace un año. 

Tendió sus mantas en la vereda,

cerca de una alcantarilla. Ese lugar 

es su morada. Allí come, duerme

y pasa sus días.

Es una mujer moderna: 

tiene una radio

y una calculadora rotas. 

Mueve o aprieta

sus botones

y conversa con ellas. 

Quizás la entienden 

y le responden cosas.

La hemos aceptado como parte

de nuestra realidad. Los niños 

la miran con curiosidad. Ella vive

en su propio mundo.

Sucia, cubierta

de viejos abrigos,

en invierno

y en verano,

duerme junto

a un perro viejo

que se hizo su amigo 

y es el único ser

que le brinda

su calor, su cariño. 

Cada mediodía

le da de comer

a las palomas

las sobras

de las sobras

que recibe.

No nos presta atención, 

ignora

lo que pasa a su lado. 

“Ha perdido la razón”, nos decimos,

pero no sabemos bien qué es la razón.

Parece que oye voces. Quién sabe

qué le dicen.

Para mí

es como una sibila 

que recibe mensajes del más allá.

Los vecinos

procuran

no acercarse mucho.

Huele mal y,

seguramente,

tiene piojos.

No quieren

contagiarse.

¿Qué nos pasaría

si atravesáramos

con ella

la pared invisible

y cruzáramos

a ese otro lado

que no conocemos? 

Aprovechamos

para hacer nuestra catarsis. 

Esta mujer sucia

nos sirve para limpiarnos. 

Purgamos nuestro miedo

al abandono y al fracaso.

¡Oh indigente,

oh inocente sibila,

perdona nuestras deudas! 

¡Somos parte

de tu miseria!

Tal vez sea esta una prueba

que dios nos envía y somos nosotros 

los observados. En este laberinto sin salida

guardo cierta esperanza de resurrección.

Ella parece habitar 

dentro de un sueño recurrente.

Yo creo

que las voces que oye son las mismas

que hablan a los poetas.

Hay en ella

cierta belleza trágica. Su vida

parece

una metáfora

del purgatorio

o del infierno.

En su suerte

veo reflejado

el destino fatal

de muchos artistas: 

ante la realidad, impotentes, 

prisioneros

de sus sueños.

Siento que expresa algo 

que va más allá

de lo que vemos.

Su silencio

es un enigma 

preñado de interrogantes.

¡Oh inocente sibila! 

¡Concédeme un deseo! 

Haz que desaparezca la distancia

entre dios y nosotros.

Mírame por una vez a los ojos.

Toma mis dos manos. Confíame 

los secretos de tus voces,

y dime, si puedes, quiénes somos.


65


El ahogado


Estábamos pasando con mi novia

el día en La Florida. No me refiero

a alguna playa

de arena blanca,

en Miami

sino

al balneario municipal 

de arena oscura,

en Rosario.

Mirábamos desfilar, desde la orilla,

los camalotes viajeros que descendían

de Corrientes con su carga 

de serpientes y de monos.

Nuestro amor

era un amor sencillo

de pueblo

o ciudad sudamericana, 

donde los pobres

se bañan

en el río de barro,

y los ricos

maquillan la realidad 

con sueños prestados.

Finalmente nos ganó el hambre

y fuimos a un bar

de la playa

a tomar cerveza 

y comer sánguches de milanesa.

El sol

se iba poniendo

en el horizonte. Atardeceres

de reflejos bermejos del Paraná.

Pareciera que el cielo, o dios,

estuvieran heridos,

y sufrieran

por nosotros,

que les hicimos daño.

Le dije a mi novia

que quizá éramos parte 

de una fantasmagoría. Abrazados

a nuestro amor tierno imaginamos

que nos íbamos

río abajo

a una selva de jaguares 

o tigres americanos.

Podíamos,

si queríamos,

viajar en el tiempo, 

pensar que el Paraná 

era el río de la vida 

de cuya arcilla

había sido hecho

el primer hombre.

Escuchamos gritos,

y vimos

que los pocos bañistas que quedaban, 

corrían hacia un punto

en la playa.

Nos acercamos al lugar. En el suelo, 

extendido, había un joven,

con los brazos en cruz.

Un muchacho,

a horcajadas sobre él, 

le presionaba el pecho

con ambas manos. El ahogado

no reaccionaba.

Me aproximé a él: vi que tenía

los ojos abiertos. Su mirada vidriada 

parecía buscar algo en el cielo. 

Comprendí

que estaba muerto

y que ya nada

ni nadie

lo volvería a la vida.

Me pregunté

que imagen última

se habría llevado

de este mundo.

Y a quién

habría llamado,

en los instantes finales,

de brazadas desesperadas, agónicas.

Nosotros preocupados por el amor, y él

ya entrado en la muerte.

¿Cómo sería la muerte? El muerto

nos traía esa pregunta a nosotros

pasajeros del amor.

Mi novia, junto a mí, lloraba.

Estábamos en silencio, graves,

ante la tragedia inesperada.

El ahogado

quedó tendido

en la arena.

Nada podía hacerse. La gente

se fue alejando. Oscurecía.

La muerte

tan cerca de la vida.

El final

tan próximo al comienzo. Sentimos

en nosotros

la brevedad del mundo.

Percibimos

nuestra mortalidad y temblamos

por la vida futura.

Quiera dios darnos vida, pensé,

y lo dije

en voz alta.

Mi amada

se abrazó a mí

y, tristes, emprendimos

el regreso a casa.

Atravesamos lentamente

la ciudad

en el colectivo del amor.

Al llegar, su madre preparaba la cena. 

No dijimos nada. Reunidos en familia 

comimos empanadas y bebimos vino.

En la TV

un joven cantor entonó 

“Samba de mi esperanza”: 

“El tiempo que va pasando 

como la vida no vuelve más”. 

Mi novia y yo nos miramos

y nos tomamos de la mano.

Estábamos enamorados 

de esa cosa que es la vida. 

Dentro mío rogué

que perdurara en su ser.


72


CRÓNICAS DE TIEMPOS DIFÍCILES


Una visita a la Villa 31


La socióloga Catherine Simpson 

ha llegado de visita

a Buenos Aires

desde Nueva York, 

esa ciudad de torres y maravillas,

isla o barco que flota 

entre el East River

y el Hudson

y enseña al mundo las banderas

de su gran paraíso mercante.

Es la ex-esposa

de un amigo mío.

Sabía que yo trabajaba para el Ministerio

de Desarrollo y Turismo y me escribió.

Vino a conocer

cómo viven

nuestros pobres.

Habla bien el castellano. Había leído

mi poesía y me aprecia.

Nuestros «cabecitas» 

son materia de estudio

en las universidades

de los ricos.

Norteamérica 

se ha cansado de investigar

las condiciones de vida

en sus guetos negros,

sus barrios portorriqueños 

y sus distritos mexicanos, 

y ahora está en proceso

de hacer un catálogo 

de la miseria universal 

y de la barbarie

que sumerge al planeta.

Ni la represión policial, 

ni las guerras fratricidas, 

han resultado eficientes para detener

esa amenaza

en expansión

de la pobreza,

y ha decidido mandar a sus doctores

en sociología y en genética 

a visitar los guetos

de África y Latinoamérica 

para buscar soluciones permanentes

a este flagelo

de la humanidad.

Yo la recibí

en el renovado aeropuerto de Ezeiza, 

que pretende (igual que nuestra oligarquía), 

parecerse cada vez más al de Miami,

pero en chiquito. Partimos de allí

a su hotel 5 estrellas

en Puerto Madero,

el antiguo muelle

de trasatlánticos

de ultramar,

hoy barrio boutique

de nuestros empresarios internacionales,

joya preciada

de los inversionistas, cotizada patria

de los capitales golondrinas,

donde lavan el dinero nuestros ricos.

Quedamos en recorrer 

al día siguiente nuestra villa miseria 

más famosa, hermana dolorosa

de las favelas de Río, 

los pueblos jóvenes de Lima,

y las colonias pobres de México.

La pasé a buscar

en una 4 x 4

del Ministerio.

Se sorprendió Catherine

de lo tan cerca

que estaba la villa

del barrio insigne

de nuestra oligarquía.

La Villa 31 se levanta majestuosa

junto a la estación Retiro, 

entre las vías de los trenes, 

la autopista y el puerto, 

frente a los Tribunales

de Justicia.

Entramos por sus calles de tierra,

surcadas de cloacas

a cielo abierto, flanqueadas de deshechos 

y montones de basura maloliente.

Ante nosotros estaban

las coloridas casillas, 

ordenadas en hileras superpuestas,

apiladas unas sobre otras, 

como las latas de conserva en el supermercado.

Unos niños sucios

jugaban en un potrero improvisado

con una pelota de trapo.

Al vernos pasar

uno de ellos, enojado, recogió de una zanja

una gallina muerta,

la revoleó con habilidad

y la arrojó

contra la camioneta.

Cruzó a escasos centímetros del parabrisas.

Fuimos directamente a la capilla,

donde el cura villero,

que se había escrito 

con nuestra embajadora gringa, 

le dio la bienvenida. Le dijo

que había conocido, durante un viaje,

al Pastor de su Iglesia en el East Side, 

(Catherine era profesora de la Universidad

de Nueva York),

un polaco rubio y alto 

que hablaba a los gritos, 

pesimista y desesperado 

como nuestros profetas de la pampa.

Poco después

llegaron a la capilla

las madres de los comedores, 

casi todas señoras maduras 

de aspecto poco cuidado, 

que sirven diariamente platos de sopa,

pan y mate,

a los niños de las familias que no pueden

alimentarlos.

Se fueron con el cura, todos juntos,

a recorrer a pie la villa. Los siguieron

algunos chicos

y los perros callejeros. 

Los hombres desocupados,

que aguardaban

un milagro

a la puerta de sus casillas, los observaban.

Yo me sentía mal

y no fui con ellos.

Me disculpé. Era como

si toda esa miseria

me hubiera golpeado

en el estómago.

Regresé a mi casa

en el barrio trabajador

y pobre de La Boca, 

patria del club de fútbol más famoso,

en cuyo estadio,

los domingos, las masas 

gritan su entusiasmo

y escapan de sus tristezas.

Tuve bastante trabajo en esos días

con las delegaciones: llegaron agentes

del Fondo Monetario y los llevé

a la Embajada Norteamericana 

y a la Casa de Gobierno. 

También arribaron profesores 

de la Escuela de Derecho de Yale 

para hablar con los jueces

de la Suprema Corte de Justicia.

Parece que nos conocen bien

y vamos recogiendo cierta fama, 

o que vivimos en un país

de sirvientes y lacayos,

y recibimos órdenes

y consejos

de nuestros amos.

Me pregunté quién podía creer 

que la sociedad progresaba

y el mundo era cada vez más justo. 

Habría que cuestionarle a Hegel 

su optimismo histórico.

Razón tenía Marx

cuando afirmaba

que cada día

nos podrimos más,

y que la burguesía

no planea salvarnos,

sino vendernos por pedazos 

en el mercado de carnes.

¡Ay Cristo, haz algo

por tus criaturas,

porque así

no vamos a ningún lado!

Catherine me llamó

por teléfono,

y me dijo

que su visita al país

le estaba resultando

muy productiva.

Tenía su agenda llena. Hablaría inclusive

con la Ministro del Interior, ¡una mujer!

No la volví a ver

hasta varios días después, en una recepción. 

Me pidió que la recogiera el lunes 

para llevarla al aeropuerto. 

Ahí podríamos conversar

y despedirnos.

Pasé por su hotel

temprano a la mañana

y nos subimos a la autopista. 

Estaba contenta.

Todo había salido muy bien. 

Había recogido

mucha información importante.

Era una mujer

de buen corazón,

debo reconocerlo, 

aunque no estaba yo

de acuerdo con su fe

en la compasión

del capitalismo

que, ella creía,

salvaría al mundo.

Me dejó como recuerdo un dibujo

hecho por un pintor

sin manos

del Barrio Portorriqueño de Nueva York.

Yo, a mi vez, prometí enviarle una copia

de este poema.

Me dijo

que había corroborado en el terreno

lo que tantas veces había leído en sus libros: 

era indispensable

frenar la barbarie

de una vez por todas en Latinoamérica.

Tenía todo tipo

de sugerencias

para civilizarnos. Recomendaba revivir

la Alianza para el Progreso, e implementar

programas médicos estrictos 

para evitar los embarazos indeseados 

entre los pobres. También necesitábamos, insistió, 

mucha más policía, porque solo la policía

podía combatir profesionalmente

a los ladrones

que se ocultaban

en sus madrigueras,

y a los narcotraficantes 

que infestaban las villas y eran una amenaza

para las áreas residenciales del centro.

Hacían falta escuelas

al estilo norteamericano, que les inculcaran ideas

de libertad a los niños,

y planes del arrepentido 

para promover el espionaje en las villas

y ayudar a la policía en su misión.

En Ezeiza la aguardaba un pequeño comité

de despedida

de la Casa de Gobierno que le entregó

varios regalos: un poncho, un rebenque, 

unas espuelas. Le dijeron

que ya los gauchos habían desaparecido, 

pero eran el símbolo

de nuestra patria criolla. Se los había llevado

el tiempo

como un día

el tiempo se llevaría la barbarie villera.

La representante

de la civilización yanqui se tomó el vuelo

de American,

y se fue a hacer su informe 

sobre la Argentina. Esperemos

que la solución propuesta no sea la misma

que ya sufrieron

en el continente

los indios, los gauchos

y los negros.

Yo creo que los pobres, a su modo,

en nuestra tierra,

van resolviendo

el problema de su vivienda, 

dada la notoria impiedad de los ricos 

y del gobierno. 

Resisten en sus casillas improvisadas

el paso del tiempo y aguardan

en los pasadizos de fango que llegue

la prometida piqueta

y la orden de desalojo.

Tener una casa

es ocupar un lugar

en el mundo.

No tener domicilio

es como ser

un muerto vivo.

La villa,

cueva de traficantes

y refugio de abandonados, 

ese gran escenario,

que visitan ahora,

con curiosidad,

las delegaciones extranjeras, 

es el teatro popular

de nuestra pobreza,

el espacio alegórico

de nuestros vicios.

Los argentinos

somos creativos y mitómanos, 

reverenciamos el melodrama 

e inventamos historias.

En la patria de Gardel,

el Che y Evita,

dios nos consuela.

¡Ver tanta miseria junta, quién diría, 

si dan ganas de fotografiarla!


89


El Gran Cacerolazo del Obelisco


El día 14 de julio del 2016, al anochecer,

los vecinos de Buenos Aires nos reunimos

frente al Obelisco, testigo ocular

de nuestra historia, grácil vigía y atalaya

de este Fuerte, la Patria, para participar

en el Gran Cacerolazo Nacional.

No soy el único cronista

que informo de este evento, 

pero uso el verso,

y este cacerolazo,

por lo tanto,

se integra a la historia

de nuestra poesía,

para satisfacción de sus héroes 

y de sus heroínas,

las esforzadas

mujeres argentinas.

Utilizo

el lenguaje expresivo que mi pueblo

ama y entiende:

imágenes visuales llamativas 

y decoradas metáforas cumbieras,

para sellar el nuevo pacto 

con las multitudes argentinas 

en la forma poética

del siglo veintiuno.

Podrá mi ojo público 

viajar por el espacio

de las realizaciones

de mi gente,

testimoniar desde el cielo 

su gran exquisitez,

y embriagarme,

drone menudo,

con las cosas delicadas 

de su espíritu.

Hemos comenzado

nuestra jornada nacional

de Resistencia

(palabra sagrada

en la lengua de mi tierra, 

honrada por la paciencia

de luchadores innumerables 

en las horas aciagas

del terror y la dictadura) 

contra un gobierno apátrida,

oligarquía estéril y cipaya, 

que hambrea

a su pueblo trabajador

y nos trata

como a salvajes o a bárbaros.

Impactante

es la riqueza verbal

de mi gente,

los muchos hallazgos

de su expresión arisca y viva, 

por eso mi indignación choca

con la policía del idioma.

Ya tuvimos, felizmente, 

nuestros libertadores

de la lengua y de la poesía,

y hoy podemos elevar

el lustre de nuestra voz

y dar lecciones

de sensibilidad

a los vendepatrias

y a los reaccionarios.

Atesoramos 

una literatura experimentada,

contamos con nuestros santos 

y nuestros mártires,

y guay de quien se digne 

ofender su memoria, 

porque saldrán los poetas, 

con las filosas espadas

de sus plumas,

a despenar 

a los asesinos de sus versos.

Para los ricos

de mi querida Argentina, 

sépanlo, 

nunca hubo 

nada más despreciable

que su propio pueblo,

y así lo demuestran, 

crueles Nerones,

con sus actos

y medidas de gobierno. 

Por eso nuestra gente

ha decidido,

como la Difuntita Correa, 

digna y dulce,

luchar, heroica,

por sus derechos.

Odiamos los privilegios 

de nuestros ilegítimos oligarcas,

sirvientes arrogantes

de amos extranjeros, 

que luego de enlutar al país

durante cinco décadas 

con sus desgobiernos militares

y sus Juntas de asesinos 

en el pasado siglo, 

vienen hoy con sus vástagos, 

educados en universidades gringas,

a traer hambre y miseria

a nuestros hijos.

Jamás se cansan los ricos

de atormentar a los pobres, 

así está escrito,

y si no, lean el Evangelio,

y visiten las villas miserias

que languidecen

junto a los barrios boutiques 

de los poderosos, y vean

a los niños descalzos 

mendigar por las calles

y recoger comida de la basura. Por eso, 

en este 14 de julio fraterno, 

nos reunimos, libertarios,

para un Gran Cacerolazo

de resistencia popular.

El Obelisco está engalanado de carteles

que vocean nuestra rebelión, 

en este día en que florecen, 

junto a las cacerolas,

los paraguas, porque hoy, como en aquel

25 de mayo de 1810, 

cuando el pueblo argentino inició 

su Revolución contra el Imperio,

llueve en Buenos Aires.

El cielo nos acompaña

y está llorando por sus hijos 

en el espacio alegórico

de nuestra movilización popular.

Todo tiene sentido,

la ciudad habla,

cada ser y cada objeto son testigos:

estamos en la 9 de Julio, 

la Avenida más ancha del mundo, 

hermanados, Catones heroicos,

en la gran rotonda florida 

que abraza al Obelisco, 

cantando estribillos

y gritando nuestras razones, 

expresando

nuestra indignación

y nuestro enojo,

batiendo,

con ritmo canyengue, 

nuestras cacerolas disonantes.

Las fuerzas policiales, 

armadas con rifles de asalto, 

escudos y bastones, 

uniformados apocalípticos, 

acordonaron el perímetro

de la manifestación,

y amenazan nuestra seguridad, 

mostrando el poco valor

que tiene

en Buenos Aires la vida.

A nuestra oligarquía, 

estancieros obesos

e industriales raquíticos, 

siempre le ha gustado

reprimir con su policía

a la gente pacífica,

y mandar, llegado el caso,

al asalto,

al mismísimo

Ejército Nacional,

mercenario

del país de los potentados, 

para contener

el avance de los disconformes, 

incitándolo, si hace falta,

a disparar contra su pueblo.

Mientras tanto, yo, el poeta,

y más que el poeta, el maestro, 

el viejo maestro

que soy y he sido,

y cronista

y periodista ocasional

en que me transformo,

cuando la urgente situación

lo exige, testimonio,

en esta ocasión,

para Radio FM La Boca,

y sus radios afiliadas y amigas: 

FM La Colifata,

FM Caterva,

Radio La Milagrosa,

Radio Bemba

y FM Riachuelo,

el enojo de las masas

contra el gobierno

por el aumento indiscriminado 

de las tarifas de los servicios del gas

y de la luz en un 700 % (¿increíble, no?).

Así sacan las cuentas en mi patria 

los ricos, que liquidan

con rabia cruel

y arrogante

el sudor cautivo 

del trabajador mal alimentado.

Hay en la protesta 

mayor cantidad de mujeres

que de hombres. Las cacerolas

son el símbolo

de la labor continua

y esforzada

de las madres

en sus hogares,

y las combativas

y valientes mujeres 

quieren hacerse escuchar. 

Raudas recorren las filas, 

amazonas guerreras

en la batalla

contra la Hidra

de crueles egos

de la oligarquía carnicera.

Arrecian los cánticos 

contra los responsables de la miseria;

tantos crímenes

han cometido

a lo largo de nuestra historia 

que llenan con sus hechos 

páginas oscuras

de sufrimiento

y de oprobio.

Primeras en la fila,

se destacan las Madres de Plaza de Mayo, 

ancianas esforzadas, armadas, 

bajo la lluvia, de coraje,

con sus característicos pañuelos blancos;

los miembros

de la Tupac Amaru, rostros de bronce, 

perfiles de hacha, piden, en sus carteles, 

por la libertad

de la militante indígena

Milagro Sala,

prisionera política

del gobierno;

varias organizaciones piqueteras, agitan

las acosadas banderas de sus consignas;

el Partido Obrero

hace flamear

su estandarte rojo, insignia

de la guerra de clases; 

Barrios de Pie forma ante el muro policial, 

barrera sin misericordia, una procesión

de conciencias.

Reconozco de pronto,

en la muchedumbre, algunas caras:

son los jóvenes estudiantes del colegio 

de mis desvelos 

que se han hecho presentes en esta hora.

Rostros osados, ojos luminosos, 

sonrisas fáciles,

me siento orgulloso

de esos jóvenes

centinelas idealistas.

Me gritan: «¡Profesor!».

Los saludo agitando

mis dos brazos.

«Mire si nos viera

Martín Fierro»,

dice uno.

Levanto el pulgar, 

aprobando su ingenio.

Están en mi nuevo curso

de Literatura Argentina

en la «Escuela de la Ribera», 

donde estudiamos

y discutimos

muchos grandes

libros nuestros.

Juntos leímos

el Martín Fierro

y Operación masacre.

Son muy inteligentes.

Me alegra

que hayan venido

a esta inolvidable

protesta popular.

Me honra

la profunda

conciencia social

de estos muchachos,

hijos de los trabajadores

de mi barrio, La Boca, 

antigua casa de inmigrantes 

y refugio de humillados, 

cuna ilustre de luchadores 

anarquistas y socialistas 

admiradores de Almafuerte 

y de Carriego.

Sé que mis prédicas morales 

arrecian en mis clases

(«No te des por vencido,

ni aún vencido,

no te sientas esclavo, ni aún esclavo; 

trémulo de pavor, piénsate bravo,

y acomete feroz,

ya mal herido.»),

pero no fueron ellas

las que los persuadieron a venir, 

sino las ideas emancipadoras

de José Hernández

y Rodolfo Walsh. Todos al unísono 

batimos las cacerolas, los argentinos

somos músicos

de corazón.

No hay mejor ritmo que el que nace

de la indignación.

En este país

pasan muchas cosas. 

Protestan las madres de familia,

las organizaciones barriales,

el Partido Obrero, los Peronistas,

los estudiantes.

Se escuchan cánticos: «Macri,/ basura,/

vos sos la dictadura».

El Jefe de la Policía

da la orden

a su escuadrón de avanzar. 

Infiltrados de Inteligencia 

nos provocan.

Escuchamos los insultos: 

«Negros grasas, cabecitas, 

muertos de hambre,

viejas de mierda», gritan. 

Son las mismas expresiones, 

resentidas y racistas,

de desprecio

que utilizan las señoras

en Barrio Norte y Recoleta, 

el enclave de los ricos,

para referirse a sus sirvientes 

en sus conversaciones.

Para estos agentes

y espías del gobierno,

los trabajadores

no tienen

valor humano alguno.

Mientras,

en nuestro grupo,

por encima del estruendo de las cacerolas,

se escucha, al unísono, nuestro clamor: 

«¡queremos trabajo!», «¡tenemos hambre!», 

«¡no podemos pagar las facturas!»,

«¡no al tarifazo!». Es la luz

de la voz multitudinaria iluminando 

la oscuridad de la barbarie macrista. 

Los argentinos

hacemos cosas esenciales

con nuestro lenguaje,

la palabra para nosotros es un arma

cargada de belleza, 

bandera de identidad para develar

la verdad propia

a los hermanos. Periodistas y maestros 

nos reconocemos

en su dignidad redentora.

La clase popular se bate 

contra la oligarquía entreguista.

Estela de Carlotto,

la viejecita ilustre,

Abuela de los desaparecidos, 

está allí, y viene a saludarme; 

la abrazo, me dice «poeta»,

y envía por mi intermedio

su saludo a los jóvenes rebeldes 

de FM Riachuelo.

Yo le prometo

escribir una crónica;

aquí cumplo;

poesía e historia

siempre se dan la mano.

Es importante

dejar testimonio

del presente.

Estamos en tiempos difíciles. 

La Historia, la Literatura

y la Política

son los faros

que han iluminado

las luchas de los pueblos 

en Hispanoamérica. 

Mañana, seguramente, 

la prensa oficial infame, 

la de los plumíferos serviles, 

cómplices

del poder vandálico

y del capital corrosivo, 

sembrará sus mentiras. 

Explicará que éramos minúsculos

y nos había mandado

el Peronismo,

y aún el Comunismo, 

promoviendo el odio

en las falanges macristas.

No es cierto

y les explicaré todo, en esta,

mi crónica urgente:

la gente salió a la calle 

porque la calle es nuestra, 

y esta élite de vendepatrias, 

de cipayos al servicio

del capital sangriento

que dice que nos gobierna, 

no va a meternos miedo. 

Los conocemos

desde hace tiempo.

Estos Gerentes

son los hijos

y los sobrinos

de los Generales,

que asesinaron

a los familiares

de numerosos jóvenes

que nos acompañan

en esta protesta.

Entre ellos

hay muchos hijos

de desaparecidos. Recuerdo bien

esa época infame,

porque yo

estuve en la patriada

de los que luchaban

por la libertad,

y supe del poder

de fuego

de sus armas

de exterminio,

gemas sangrientas, 

obsequio del Pentágono.

La resistencia

de los pueblos

contra los amos imperialistas

que nos explotan,

es tan antigua

como el continente Americano.

Producto somos

de ese abuso incesante

y brutal del capital

sobre el trabajo,

esclavo o libre,

más esclavo que libre finalmente.

El capital paga

el sudor del obrero

con balas y con hambre.

En nuestra lucha,

nosotros nos civilizamos

y aprendemos a ser libres, 

mientras los patrones, 

esclavos de su inhumanidad, 

buscan hundir al mundo

en el terror y la barbarie.

Este poema aspira

a ser esa escuela

donde los hijos

aprendan un día

de las luchas de sus padres. 

Mis crónicas son barrocas

y melodramáticas, 

excesivas y desbordantes

como nuestra gente.

Sus comparaciones y metáforas 

dan ejemplos de nuestro valor, 

de nuestra fe y coraje.

Llega la hora

de terminar la patriada. 

Vamos plegando 

con amor nuestras banderas.

Nos despedimos 

de esa viril torre marmórea

y catedral porteña,

el Obelisco,

blanquísimo

contra el fondo oscuro

del cielo nocturno.

Testigo es del espíritu

de lucha de sus hijos. 

Empezamos poco a poco

a desconcentrarnos

sobre la gran explanada

de la 9 de Julio

y la Avenida Corrientes, 

nerviosa de marquesinas luminosas

y teatros acogedores.

Al fondo

de la Gran Avenida

de nuestra independencia, 

en el edificio del Ministerio de Obras Públicas,

se ve el mural azul y blanco, titilante de luces,

con el retrato gigante

de la inmortal Evita, custodio de los humildes.

Hormigas sigilosas, gritando a voz de cuello 

nuestras consignas, prometemos volver,

horadar con nuestro trabajo las leyes injustas

con que nos aplastan y nos anulan

los crueles dueños del capital,

y ocupar las calles que son nuestras, 

trazar nuevos caminos a la esperanza. 

Exigimos justicia.

Somos la caridad y la fe. 

Nos vamos en silencio

a nuestros hogares empobrecidos,

a comer el pan amargo de la desdicha.

Pueda, amigos de la radio, 

La Boca del Riachuelo, nuestra antigua

República de chapas, colorida y costumbrista,

a la que fiel regreso, pronto levantarse

de su postración

de barrio marginado (marginado,

que no desheredado, porque es heredero

de los murales alegóricos de Quinquela Martín,

los tangos sentimentales de Juan de Dios Filiberto, 

los textos morrudos

de Washington Cucurto

y los poemas argentinos 

de Alberto Julián Pérez),

 víctima y testigo

del abuso y el desprecio 

que sufren en Argentina

las sacrificadas

masas populares

y, con todos los otros barrios, 

sumarse al Gran Cacerolazo de la insurrección,

para fundar una República en libertad.

En Argentina necesitamos una nueva revolución:

la de los pobres

contra los ricos,

la de los hijos contra los padres, 

la de las mujeres contra los maridos tiránicos,

la de los débiles contra los fuertes opresores,

la de los poetas contra

los malos políticos.

Qué nos queda a nosotros, los desvalidos,

los ignorados,

jóvenes Adanes,

sino alimentar esa esperanza, 

y desear que esta vez,

las balas de la oligarquía dirigidas al pueblo, 

erren el blanco.

Que reconozcan

nuestra humanidad queremos.

Por nuestra parte prometemos,

que haremos

que comprendan

y sientan

lo que es la Patria.

La llevamos aquí

en nuestros corazones, 

tesoro espiritual,

precioso tatuaje sin precio. 

Parece una vieja verdad

o una superstición,

pero, aquellos

que la han sentido,

saben lo cerca de dios

y de la vida

que está la antigua

casa del Padre,

nuestra Patria.

¿Cuándo empezó todo esto? 

¿Cuándo los héroes

se volvieron villanos? 

¿Cuándo los libertadores 

se hicieron opresores?

¡Oligarcas, vendepatrias, asesinos! 

¡Arrepiéntanse

de sus crímenes!

Están a tiempo.

Generales de Latinoamérica 

que han olvidado

quién es el enemigo,

y han apuntado las armas 

contra sus ciudadanos; 

oficiales criminales

de la Armada

que lanzaron a las madres y a sus hijos al vacío

desde los aviones militares; crueles torturadores

de jóvenes estudiantes; abogados vueltos policías, 

que persiguen al débil,

en lugar de protegerlo; 

jueces de las cortes mediáticas de Justicia,

que montan el show

a pedido de sus amos,

y crean cortinas

de humo cómplice

para ocultar sus latrocinios; 

explotadores racistas

que pagan con nuestra sangre intereses

a sus patrones extranjeros; nuevos gerentes 

de los capitales de sus padres genocidas; 

terratenientes, nietos de ladrones de tierras 

y asesinos de indios; sepan que esta

es también su Patria.

Somos el Pueblo, 

y aceptamos compartir con Uds.

nuestro país,

aunque no lo merecen. 

Bárbaros, cipayos, apátridas... 

«Arrepiéntanse, únanse

a la civilización de los justos», 

clama la voz en el desierto. Los pobres

todo lo perdonamos,

porque somos nosotros, por voluntad de Dios,

la Verdad y la Vida,

y les haremos un lugarcito, aquí, 

en este fogón abierto, junto al rescoldo tibio

de nuestros corazones. 


Muchacha cama adentro


El domingo,

pasado el mediodía,

después de almorzar

un buen bife argentino,

asado a punto, y regado

con un vaso de vino ordinario, 

en un bodegón de La Boca,

mi barrio, no recomendable 

para los espíritus finos,

me tomé el 130

rumbo a un sitio

poco frecuentado

por mis vecinos:

el elegante distrito

de Recoleta,

cuna de nuestra

arrogante

clase adinerada,

para visitar

el Museo de Bellas Artes. 

Hacia allí me llevó

la curiosidad,

bichito que me picó

por culpa de la crítica

de arte Laura Malosetti,

a quien no conozco

en persona, pero a la que

ya debo este poema,

y no sería injusto

dedicárselo.

En un artículo

en que habla

sobre el cuadro

«Le lever de la bonne”,

«El despertar de la criada», 

de Eduardo Sívori,

pintor argentino

nacido en 1847

y muerto en 1918,

dice, para intrigar al lector,

que fue pintado

para su exhibición

en el Salón de París de 1887,

y que la fotografía

que se tomó del mismo

en aquel entonces,

demuestra que la obra

que hoy conocemos,

expuesta

en el Museo de Bellas Artes, 

como parte de su colección permanente, 

“presenta algunas diferencias»

y no es exactamente la misma 

que se exhibió en París en 1887.

Motivado por la nota, 

quería ver la pintura con mis propios ojos 

y tratar de entender

qué se escondía

detrás de todo esto.

Yo ya admiraba

un importantísimo cuadro

de Sívori, que había visto

en el Museo de Quinquela,

en La Boca:

«La mort d ́un paysan», o

«La muerte de un campesino», de 1888, 

que Don Benito compró 

para su museo en 1938, y rebautizó

«La muerte del marino», integrándolo así

a la problemática

del paisaje boquense.

Esa pintura trágica

nos presenta

a un hombre pobrísimo

en su lecho de muerte,

ante el dolor

y el desconsuelo

de su mujer y sus hijas,

que lloran, desesperadas

e impotentes.

La dura escena

golpea al espectador.

Al mirarla me sentí

doblegado,

con el corazón grave,

cargado de piedad. 

Tanto nos intimida hoy el final de la vida

como en aquel pasado. 

Nuestra alma busca, sedienta,

la inmortalidad.

Llevé para releer en el 130 

la novela de Emile Zola, L ́ Assommoir,

La taberna, de 1877.

Esta obra célebre

del gran francés,

creador del movimiento Naturalista,

fue la primera

en denunciar con crudeza

las terribles

condiciones de vida

de los trabajadores

bajo el gobierno reaccionario 

de Napoleón Tercero.

Zola afirmó

que había querido escribir 

«une oeuvre de vérité...

qui ne mente pas et qui ait

l ́ odeur du peuple».

Lo dijo para defenderse

de la crítica

de sus enemigos,

que ayer como hoy 

abundan dondequiera, para atacar

a los grandes artistas de su tiempo. 

Zola retrató la vida

de los obreros

y de las mujeres pobres como nadie. 

Sívori, que lo admiraba,

vivía en esos años

en París, decidido a ser un pintor de peso,

y regresar victorioso

a su país un día, 

como efectivamente sucedió.

Bajé del colectivo

frente al edificio

de la Facultad de Derecho, 

nuestro arrogante Partenón. 

Al otro lado de la Avenida 

estaba Plaza Francia,

el corazón de Recoleta,

la privilegiada zona,

hogar de nuestra oligarquía, 

tantas veces

enfrentada a su pueblo.

Allí vive la otra parte

del país, en esta,

nuestra Argentina de hoy, 

dividida e irredenta.

No me gusta ir

a territorio enemigo,

pero es que esta gente,

que se cree

dueña de todo,

se ha apropiado

de nuestro arte,

no ha entendido

que los artistas

pertenecen a su pueblo, 

aunque ellos

no lo quieran.

Yo estaba allí, entonces, 

para reclamar, como poeta, 

en nombre

de los creadores

fervorosos de la plebe, 

nuestro derecho a ser,

a expresarnos,

nuestra libertad,

que tantas veces

nos negaron

estos esbirros del infierno.

Caminé hacia el edificio 

del Museo de Bellas Artes 

y atravesé su pórtico

de rojas columnas.

Ansioso como estaba

por descubrir la verdad,

fui directamente a la sala

de los pintores argentinos

del siglo XIX,

y allí me detuve

frente al soberbio cuadro.

Su título,

« El despertar de la criada »,

no develaba

el enigma central de la obra. 

Una sensualidad natural,

un estado de erotismo

que sacudía

las fibras íntimas

del espectador

emanaba del cuerpo

de la mujer. Había algo

que el forzado título encubría. 

¿Habría sido una solución

de compromiso

que tuvo que adoptar

nuestro pintor, falseando

la autenticidad de su arte,

para defenderse de los prejuicios 

y amenazas de ciertos grupos? 

Las críticas destructivas

y sus ataques

tienen que haber resultado

una presión insostenible

para Sívori. Mucho dependen,

por desgracia, los artistas plásticos 

de sus patrones...

Sívori, el artista, amaba, como Zola,

perderse en los bajos fondos 

para observar la vida cautiva 

y miserable de los más pobres. 

Vio desfilar ante él

a las obreras,

las sirvientas,

las prostitutas,

las madres solteras...

seres marginales,

sufrientes, castigados...

Una de esas mujeres, creo, 

aceptó posar como su modelo. 

Había reconocido en ella

el espíritu,

que necesita el artista, para llegar

al alma dolida y buena, 

tierna y necesitada

de su personaje...

La desnudó

por fuera y por dentro, y esa mujer

fue todas las mujeres,

y su imagen fue símbolo

de los crímenes

de una sociedad

contra sus hijas indefensas...

Su cuadro recibió en Francia

críticas negativas... No podía ser

de otra manera.

La oligarquía francesa

no es mejor que la nuestra. 

Hermanos en la explotación

y el desprecio a su gente.

La pintura de Sívori muestra

a una joven mujer, sin ropas, 

en su cuarto. Está sentada

sobre su cama deshecha...

Sus formas son abundantes, 

sus pechos grandes

y generosos. Sus pies

están deformados, son feos. 

Mira hacia abajo, con tristeza. 

Tenemos la sensación

de que algo la avergüenza.

Va a vestirse.

Junto a la cama observamos 

una mesa de luz, con una vela.

Medio rostro queda oculto en la penumbra.

Malosetti argumenta,

en su documentado artículo, 

que en la foto de la obra, tomada en París

durante la exhibición de 1887, no aparecía,

en la mesa de noche,

el candelabro que vemos hoy. En su lugar

había una jarra grande

y una palangana...

En la parte derecha del cuadro, sobre la pared, 

en un área ahora oscurecida e invisible, 

había Sívori pintado

un estante

que contenía «potes

y artículos de tocador».

Es evidente

que la obra original

no era el retrato

de una sirvienta,

como declara,

engañosamente,

su título contemporáneo,

sino el de una prostituta,

o, quizá, como es común 

observar en Buenos Aires, 

el de una sirvienta prostituida,

para entretenimiento

del gorilaje cipayo.

Los que visitaron

la exposición, 

escandalizados por el tema, 

que unía la sexualidad 

con la explotación y la pobreza, 

lo criticaron:

la hipócrita burguesía 

del Segundo Imperio

se sintió descubierta

en sus oscuras prácticas «higiénicas». 

Censurado el tema, Sívori comprendió

que recibiría la misma crítica 

en Buenos Aires. Se vio

ante un difícil dilema. Enfrentarse 

a los arrogantes y poderosos patrones del arte 

y defender su libertad

de autor, o ceder

antes las presiones... Terminó sacrificando, 

lamentablemente,

su independencia de artista,

y lo modificó, transformándolo

en un cuadro pío:

el de una triste sirvienta 

que despierta en su lecho, 

temprano por la mañana... 

Han quedado, 

felizmente para nosotros, 

evidencias de la intención

original del pintor 

registradas en la escena.

Habría de reivindicarse

de esa situación humillante,

con el cuadro que presentó

en el Salón de París

al año siguiente,

«La mort d ́un paysan»,

«La muerte del campesino»,

que hoy albergamos

felizmente en La Boca,

la casa del pueblo trabajador, 

gracias a la generosidad

y altruismo de ese gran pionero

del arte social que fue 

Don Benito Quinquela Martín, 

quien lo compró con su propio dinero 

para su museo. En esa obra 

pudo expresar

Eduardo Sívori

su sincero amor por los pobres

y marginados,

y denunciar ante la sociedad

la desprotección de los humildes...

La escena central de

«El amanecer de la sirvienta» 

tiene lugar en el triste momento de la noche

en que las muchachas pobres 

ejercen el oficio, y venden

a los hombres pudientes

la flor deseada de su sexo.

Tal como sucede hoy

en los appart hotel

de Recoleta, barrio selecto, 

donde los traficantes de putas 

ofrecen su mercancía más fina. 

La actitud depresiva

del personaje

denunciaba la humillación

y el mal trato

del que son víctimas

las muchachas prostituidas.

A la oligarquía

le gustaba ocultar

la «ropa sucia».

Expertos son

en el oficio indigno

de maquillar, con mala fe,

sus atropellos

y justificarlos como parte 

de sus «sanas costumbres», 

encubriendo sus delitos 

tras los relatos engañosos 

de sus crónicas sociales.

Conmovido quedé

por el cuadro de Sívori, 

nuestro primer gran pintor naturalista, 

que no realista, como afirma 

mucha crítica tibia y reaccionaria. 

Siguiendo a su maestro Zola, buscaba

decirnos algo

sobre la desprotección

de las mujeres.

Aún en su versión

de hoy, modificada

y corregida,

víctima de la censura

de los sabuesos

del sistema,

sentimos la fuerza

de su mirada cristiana

y compasiva.

Sívori fue un artista comprometido

con su tiempo,

al que la oligarquía del Ochenta

le torció la mano

para justificar su liberalismo adocenado. 

Admiraban

a las élites francesas

del Segundo Imperio

y su visión racista

de la «civilización»,

tan en boga entre nosotros. 

En el salón de París de 1887 

los burgueses reaccionarios eran mayoría.

Sívori regresó de Francia

y su cuadro causó asombro 

y generó polémica

en Buenos Aires.

Allí está hoy su testimonio 

en el corazón de Recoleta. 

El pintor, resignado,

había revisado y cambiado 

la temática de su obra.

A pesar de las alteraciones, 

el retrato de la joven mujer había mantenido

la fuerza expresiva

de su estilo renovador.

Cuando el arte es auténtico, su espíritu vive;

un aura inmaterial

lo envuelve;

nace de él

una conciencia nueva (¡cómo duele

la realidad «natural», triste y desoladora,

de la selva darwiniana!).

La sociedad carnívora sigue acosando

a los mismos sujetos: los más frágiles,

los más tiernos,

los más débiles y sensibles. 

Los artistas, intimidados, disfrazan 

sus sentimientos para no ser perseguidos 

por los perros

del estado policial.

Ellos no dejan hablar. Silencian. 

Espían, censuran y reprimen. 

El pensamiento no se expresa libremente 

en un país donde castigan y mienten al pueblo. 

Pobreza cero.

Saqué una foto del cuadro 

con mi teléfono celular

y me fui del museo. Llevaba conmigo

el testimonio

de una sociedad

tramposa e infame.

Había que reescribir

la historia. Los políticos

de la Generación del Ochenta 

se jactaban de ser miembros de una élite

progresista y liberal: mentira,

fue una generación cipaya, oportunista, 

vendida, corrupta, tramposa, ladrona. 

Sívori era mejor que muchos 

de sus contemporáneos:

no se dejó comprar

por el canto

del cisne simbolista.

Prefirió aprender de Zola, 

descubrir el París marginal de los humildes,

codearse con sus hermanos anarquistas. 

Por eso lo censuraron.

La tarde estaba hermosa. Crucé a Plaza Francia. 

Ascendí la barranca 

hasta llegar a la entrada del Cementerio,

donde descansan

grandes héroes nacionales, como el Almirante Brown, 

nuestro irlandés de hierro,

y Facundo Quiroga

(enterrado de pie,

listo a desenvainar la espada 

para defender a su país),

junto a muchos reaccionarios vendepatrias

(Sarmiento incluido)

y a figuras políticas luminosas, 

como la inmortal Evita. 

También está allí su detractor, 

el General Aramburu,

que secuestró y mancilló

su figura querida

y pagó con su vida

la afrenta hecha

al pueblo peronista 

(¿podemos, mágicamente, 

robar un cuerpo

para hacer desaparecer

su espíritu?

¡Ah, la ingenua maldad de los gorilas!).

Seguí mi camino.

Atravesé la plaza

y arribé a La Biela,

uno de los cafés históricos 

más lindos de Buenos Aires. Me tenté

y entré a tomar algo.

En el amplio salón vi, sentadas, 

junto a una mesa, las esculturas

de Bioy Casares y Borges, 

antiguos clientes.

¿Qué hacían allí?

Es cierto que Bioy

era hijo de una familia

de oligarcas,

y vivió en el barrio,

siempre de rentas,

sin trabajar. Así disfrutan

de sus privilegios

los descendientes

de nuestra oligarquía vacuna, 

que desheredó

a los herederos nativos

de su tierra,

¡pero Borges, el escritor

más destacado

de nuestra literatura nacional, 

allí, en Recoleta,

en medio del chetaje

conservador

de viejos Generales retirados

y gerentes de empresas

quebradas por sus dueños!

Me pareció injusto...

Me dije

que el gran viejo ciego

no les pertenecía...

No quiso ser enterrado

en su cementerio,

se fue a morir a Suiza,

el país que lo acogió

con amor

en su adolescencia.

Sin embargo...

es cierto que aceptó dádivas

de Aramburu,

el tirano golpista

que enlutó nuestra Patria, 

proscribió de las urnas

a los trabajadores

y pisoteó la Constitución a gusto. 

Hizo nombrar a Borges

Director de la Biblioteca Nacional y profesor

de Literatura Inglesa en la UBA, 

títulos que merecía, pero... 

¿aceptarlos de manos

de un represor y genocida, 

asesino de los obreros

de José León Suárez,

sin decir una palabra?

Viejo reaccionario...

quizá esté bien en La Biela... 

El pueblo, sin embargo,

es el verdadero dueño

y heredero

de sus lúcidas historias

y de sus versos. Ya ni al mismo Borges

le pertenecen. Los artistas se deben a su gente.

La literatura y el mito viven en el pueblo.

El arte, como el agua, se decanta hacia abajo.

Frente a mí,

sentado en una mesa, reconocí

a Juan José Sebrelli, ya muy viejito.

Iba siempre a ese café, me habían dicho.

El talentoso autor de

Buenos Aires,

vida cotidiana y alienación, 

antiguo sartreano,

es hoy escritor pesimista

y claudicante,

al servicio de aquellos

que saben cómo premiar

a sus sirvientes letrados

(no debe el escritor dejar 

que le pongan precio

a su pluma; que nos guíe

el amor a nuestro destino,

y no la vanidad del aplauso).

Y ahí estaba yo, testigo

de las dos Argentinas enfrentadas,

que luchan por apropiarse 

de la común memoria. Está bien, me dije,

que Recoleta

albergue en su seno, barrio de falsarios, 

avergonzados de nuestra identidad, 

la pintura adulterada

de la pobre prostituta explotada, 

transformada

en sirvienta de ellos,

siempre de ellos. Así muestran el desprecio

por el trabajo humano,

la arrogancia

de su cuna reaccionaria.

Y que La Boca,

el antiguo amparo

de inmigrantes,

el señero abrigo

de conventillos de chapa, 

guarde y honre,

en la casa

de su hijo más dilecto,

la pintura del trabajador, 

campesino o marino, abandonado

en su lecho de muerte...

La herencia espiritual

de la cultura

estaba en juego,

y yo había ido a proteger lo que era mío.

Que no enloden

la memoria de dolor

y verdad de la gente 

que valoraba y defendía 

eso que somos.

Que no alteren y deformen 

nuestra historia

con sus mentiras.

El arte, como la religión, llega, 

con su canto de cisne, por igual,

a explotadores y explotados. 

Cajita de resonancia

de todas las promesas,

es elevado altar

de sueños patrios.

En un mundo

sin profetas

ni redentores,

debe cada uno

velar por los que ama: 

que se levante el pueblo 

y dé su vivo testimonio 

contra la apostasía

y el cinismo

de los poderosos.

Salí de La Biela

y fui a la Avenida

a tomar otra vez el 130. 

Quería defenderme

de tanta decadencia.

La seda

olía mal en Recoleta.

Volví a La Boca,

mi barrio pobre,

donde los compañeros 

respiran a sus anchas. 

No sólo de pan

vive el hombre.

La nación es fuerte

en su Bombonera.

Aquí me regalo

con la generosidad

de los míos,

y puedo escuchar

los tangos de Filiberto, reconocerme

en los murales

de Quinquela,

y unir mi voz a las de los poetas amigos

en FM Riachuelo.

Me despido entonces de Laura Malosetti, 

que nos ayudó

con sus sospechas

a despejar este misterio. Eduardo Sívori

retrató la miseria

que había descripto Emile Zola.

No le fue suficiente

la realidad del Realismo: 

avanzó más allá,

buscó

en la experiencia humana 

una verdad profunda. Nos mostró

el alma del pobre

con su dolor, por dentro. 

Se vio reflejado

en la desventura

del otro,

como en un espejo.

Él fue, en su corazón

de pintor y poeta,

la prostituta despreciada; 

él, la sirvienta.

Eduardo Sívori,

el Naturalista,

es artista nuestro.

Pobre muchacha

cama adentro, trabajadora humillada... 

Esclavizada a tu lecho, 

carne fuiste de suburbio, 

mancillada. Zola,

en sus novelas, 

se acercó a vos con compasión

de hermano. Sívori, 

enamorado de tu cuerpo, 

te acarició con su pincel. 

En mi poema, te imagino, 

diosa de hospital, hermana de Baudelaire. 

Ahora, en Buenos Aires, eres nuestra, 

guardamos tu exquisita carne

en el artístico retrato

y con vos comulgamos

en la misa

de los desamparados.

Le lever de la prostituée. 

Le lever de la bonne. 

Paris y nosotros. Anarquismo y socialismo. 

Revolución y libertad. Quedaste como prenda 

de nuestros comunes destinos. 

Mi mirada descubre y decora

con pasión tu humildad. Que este poema

te devuelva

a tu verdadera historia

y te haga justicia.


142


MURALES


143


Sábado a la noche, cumbia


El sábado a la noche, ya muy tarde,

a la hora en que salen en Buenos Aires

los espíritus inquietos, fuimos

con mi amigo Pancho

al bailable de Constitución Radio Studio,

el Gran Gigante, uno de los clubes 

de música tropical más afamados

de la ciudad.

Allí se pueden escuchar

a las grandes estrellas

de la cumbia,

a los reyes

de la música grupera,

y hasta deleitarse

con las selecciones afrodisíacas

del DJ y gran gurú Machu-K,

considerado el mejor

por la muchedumbre

que llena la enorme bailanta 

los fines de semana. 

Pancho me había avisado

que esa noche cantaba

la Princesita Karina,

una de mis artistas favoritas, 

por la dulzura de su voz

y su carisma, y no podía perdérmela.

Subimos a un colectivo en Caminito.

Atrás quedaron

las flores del Riachuelo. Atravesamos

la Avenida Brown

en La Boca;

nos internamos

en San Telmo y,

al llegar a Brasil

y Bernardo de Irigoyen, descendimos.

Era la entrada simbólica a Constitución, 

el barrio así llamado 

en homenaje a nuestra Carta Magna. 

Invocamos

a la musa de Rodrigo, 

solicitando su autorización nochera,

y nos pusimos a tararear “Amor de alquiler”,

una de sus canciones más bellas:

“Amor de alquiler 

que no me reprochas 

que tarde he llegado, 

amor de alquiler,

tu nombre en mi piel 

lo llevo tatuado; 

amor de alquiler,

no importa saber

con quien has estado, 

amor de alquiler, 

quisiera poder 

morirme a tu lado!”

Pasamos por abajo 

de la opresiva autopista elevada, 

sucia y gris arcada 

que afea y denigra 

la antigua y libre traza urbana, 

cicatriz de cemento 

que nos hizo sentir la decadencia

del Sur abandonado. Fue obra

de destrucción

de la piqueta

del Intendente militar

de facto

Osvaldo Cacciatore,

de siniestro legado, 

durante los años setenta.

(El Almirante tiene

una importancia simbólica 

en nuestra crónica: 

delirante Militar

del Proceso, enlutó

a los argentinos

con sus crímenes.

Su acción militar

más recordada

fue la masacre

de Plaza de Mayo,

en 1955,

cuando bombardeó primero 

y luego ametralló con su avión 

la Plaza y la Casa de Gobierno, 

asesinando

a 400 civiles indefensos. En premio, 

la Junta Militar del Proceso, lo designó,

21 años después, Intendente en ejercicio

de Buenos Aires.

La Autopista de Cacciatore

hoy conecta a Constitución 

con el Campo de exterminio del Olimpo, 

donde sus Comandantes amigos 

continuaron su obra.

Al final del Proceso habían asesinado

a 30.000 argentinos. 

Después de pasar por el Olimpo

la autopista se pierde en el vacío,

en un gesto nihilista y suicida

de odio y de impotencia. Profundizó la grieta

y herida abierta, dolorosa,

que separa a las dos Argentinas:

la Argentina

de la oligarquía

y sus aliados cómplices, nacionales

e internacionales,

de la Argentina

del pueblo

de Perón y Evita, 

trabajador y obrero.)

Se extendía

frente a nosotros

la enorme

Plaza de Constitución,

la antigua

Playa de las Carretas,

a cuyo mercado

antaño llegaban

los frutos de la agreste

y romántica pampa,

junto a los acentos y cantos 

de sus gauchos y troperos. 

Atravesamos la Estación de Trenes, 

ampliada casa de la vieja Estación del Sud, 

exquisita joya

de la arquitectura pública de estilo francés,

diseñada, paradójicamente, por un arquitecto inglés

y otro norteamericano (entre ellos se entienden),

a fines del siglo XIX.

Nos internamos, dichosos, sintiendo ya la pasión

del malevaje,

por las calles vecinas,

con sus coloridos negocios de ropa barata,

sus piringundines al 2 x 1 y sus torvas pizerías, 

frecuentadas por la gente menuda, 

que busca algo lindo y barato que ponerse, 

y por las putas y travestis que, 

mientras se prueban la ropa de moda,

o comen una porción con doble musarela, 

ofrecen sus servicios.

Dejamos atrás esas calles. 

Nos dispusimos a entrar de una vez por todas

en un terreno

más espiritual y firme: 

el de la caliente ternura y el perfume animal

de la noche del sábado. Nos dirigimos al baile. 

Pronto sentiríamos la esencia

de las lindas chirusas bañadas en colonia

y el aura de los varones que exhalaban

su fragancia de hormonas.

Llegamos a la magia de Radio Studio,

el gran salón

de música tropical, en la esquina

de Salta y O ́Brien, que nos recibió

con su fachada

de luces fluorescentes, que reproducen,

en múltiples

y llamativos colores,

las líneas estilizadas

del Partenón griego. Entramos al local,

repleto, a esa hora,

de bellas chicas engalanadas,

que exhibían sus pechos jóvenes y generosos

por los amplios escotes

de sus vestidos

de tela satinada y brillante. Subidas

a sus altísimos tacones, como para espiar

por la ventana del mundo, 

felices, rientes, pícaras, 

miraban, curiosas, de reojo, 

a los muchachos vecinos, y, 

cuando se descuidaban, 

bajaban la vista, inadvertidas,

para auscultar el bulto

de sus entrepiernas. Estos, 

listos para lo que sea, 

estaban dispuestos siempre 

a abrirles bien el bolsillo, y comprarles

muchas cervezas rubias

a cambio de un simple beso.

Era la primera vez

que yo venía

a esta popular bailanta, 

con la intención confesa

de escribir un poema

o pintar un fresco.

No podía ser

que me perdiera la noche 

de esta encendida barriada 

por estar entrometiéndome, 

indebidamente,

en mis traviesas incursiones

nocturnas, en las discotecas 

de los acomplejados snobs 

del mediopelo porteño,

que celebran a sus artistas 

de rock neobarroso, imitadores envidiosos

y serviles

del talento extranjero, y tienen a menos

el arte de su pueblo.

Los pobres de las bailantas de Constitución

son buenos de corazón, 

hijos de esa tutora severa, la miseria,

compañera egoísta, tantas veces 

madrastra de los poetas.

Para mi amigo Pancho, 

paraguayo, de Caacupé, 

la patria de la virgen, yo era

un blanquito curioso, aficionado,

que metía la nariz

en todos lados,

pero me perdonaba, 

porque le gustaba

mi poesía melodramática 

y sabía que de esta visita 

saldría un poema popular y cumbiero,

del que estaría orgullosa toda La Boca,

nuestro barrio.

Llevaría las luces

de Constitución

a la Ribera,

y le devolvería

al pueblo

lo que es del pueblo, dándoles por el culo

a los ricos

y a la ridícula oligarquía de opereta

que nos gobierna.

Me hizo prometer

por el Gauchito Gil, nuestro santo,

que lo incluiría

en el poema.

Por supuesto que lo haré, y aquí cumplo. 

Pancho es un buen amigo

y me está enseñando

a hablar en Guaraní,

un antiguo deseo mío,

que nací en Rosario,

en el pecho del gran Río, 

por el que desciende,

con el rumor de sus aguas, 

la melopea autóctona

de esa lengua sincopada. 

Ya había aprendido

que Dios se dice «Tupá», 

sol «Kuaray»,

amor «ayhn»,

y yo soy «Ché ha ́e».

Estaba memorizando

además

la preciosa canción

«Paloma blanca»

(ya sabía la primera estrofa) 

del gran compositor paraguayo 

Neneco Norton, que dice : 

«Amanóta de quebranto 

guayrami jaula pe guáicha 

porque ndarakói consuelo

mi linda paloma blanca”.

Vimos un lugarcito libre 

a un lado de la barra, 

lugar preferido

de los tímidos,

cerca de donde 

hacían cola las chicas

buscando su cerveza

o su fernet con coca,

y hacia allí fuimos.

Pasamos la región

de los acaramelados galanes, 

que ofrecían

en esos momentos

a sus enamoradas

el corazón en llamas.

La cumbia sonaba, 

heterodoxa pero sincera.

El DJ combinaba

ritmos villeros

con música cuartetera,

en un contrapunto movido, 

y en la pista

bailaban las parejas, 

sacudiendo el cansancio 

acumulado en la semana.

Me sentía más contento

que gaucho

en el gallinero del Colón, 

viendo el Fausto

de Gounod,

o que pituco porteño

yendo a curiosear

donde no le corresponde

(¡ah, la curiosidad,

madre de todos los vicios!). 

Así, aprendiendo, aprendiendo,

los argentinos

llegamos lejos

y somos un pueblo, aunque pobre, feliz.

El lugar se había llenado

y estaban las humanidades 

aliento con aliento,

casi nos besábamos

de tan cerca.

Al DJ Machu-K

le siguió el Grupo Furia,

de Berazategui,

y un conjunto

de chicha andina,

Markahuasi,

llegado directamente

del Perú, para los jóvenes

de todas las naciones hermanas 

que danzaban codo con codo. 

Se había armado bien el baile, como se dice.

La Princesita Karina,

sol nocturno,

diosa de caderas sensuales,

158

iba a entrar más tarde,

como a las dos de la mañana, porque

ninguna fiesta bailantera amaina 

antes de las cuatro,

y la música sigue en la pista hasta las cinco.

Después de esa hora

empieza a llegar la gente

que amanece,

los ebrios de crack

y marihuana,

que se tienden en sus sillones 

para dormir su cumbia. Radio Studio

está siempre abierto,

las 24 horas,

para los nostálgicos,

los desesperados

y los que se refugian

en la noche de Constitución 

con el diablo en el cuerpo.

Antes del show de la Princesita, 

y para que entráramos en calor, 

presentaron un show de danza. 

Apareció en el escenario

una chica preciosa, en bikini. 

Tenía unas tetas increíbles.

Sonó la música envolvente

y un spot de luz cálida la enfocó. 

Se trepó a un caño, colocado

en el centro de la escena,

como una serpiente lúbrica.

Se pasaba la lengua

por los labios,

provocando a los mirones excitados. 

Muchas parejitas

que estaban en la pista

se acercaron a mirar.

Las muchachitas

se apretaban a los chicos,

a ver qué les tocaba a ellas.

Los donjuanes

acariciaban a sus hembritas, 

mientras se relamían de goce 

con la diosa del caño,

que había estudiado

en una academia del rubro

y tenía un cuerpo

de gimnasta profesional.

Sus formas contorneadas

eran una versión perfecta

de Venus, acompañada

de leopardos

agazapados y todo,

y seguida a su partida

por una fuga de palomas.

Luego vino el número de la jaula:

se introdujo en ella una muchacha

y la elevaron sobre la escena. 

Al ritmo de una cumbia lenta, 

moviéndose sensualmente,

se fue quitando las ropas 

hasta dejar su jugoso cuerpo 

l desnudo. La siguió

un strip-tease masculino: un pato vica

se fue desnudando

ante el griterío

poco recatado

de la asistencia femenina. 

Ya estaban todos mojaditos 

con semejante espectáculo, 

calientes a más no poder,

y allí arrancó el perreo.

El DJ puso cumbia dura

y reguetón villero.

Los muchachos,

en la pista de baile,

se les acomodaban

a las chicas

entre las piernas

y les daban

hacia atrás y adelante,

con una furia sexual encadenada

a la situación febril. Las chicas 

se venían con los ojitos cerrados como si nada,

todos de acuerdo en pasarla

lo mejor posible, en gozar,

el sábado a la noche. Necesitaban descargar

la angustia acumulada en la semana. 

Era un baile liberador, salvador.

Entre tragos y mamadas, 

chupaditas y deditos en la raja,

sentían que les regresaba 

el alma al cuerpo.

Esa era vida,

tiene derecho a divertirse el pueblo,

a cada uno lo suyo. Después,

ya preparada y más calma la platea,

llegó Karina, la Princesita,

la rubia diosa bailantera. 

Para entonces, ya todos se habían venido,

y abrazadito cada uno

a lo que le corresponde, 

se dispusieron a escuchar 

sus canciones románticas y corear felices

los estribillos.

Trajo en su cuerpo

y en su baile

toda la felicidad

que esperábamos. 

Vestida de falda negra ajustada

 y camisa roja, contorneaba

sus caderas dulcemente 

mientras desgranaba sus canciones, 

acompañada

por la sabia música

de su banda. Atacó,

entre otros bellos temas, «Miénteme»,

«Te llevo conmigo», «Procuro olvidarte».

La multitud de fans explotó 

cuando empezó a cantar

«Corazón mentiroso» : 

«Mentiroso, corazón mentiroso, 

no tienes perdón, estás muy loco, 

mentiroso, corazón mentiroso,

te vas a arrepentir

cuando esté con otro.»

Todos tarareábamos

y cantábamos

y levantábamos los brazos, 

¡manos arriba, manos arriba!, para seguir

el compás de la música,

como en un gran

himno telúrico

de sábado a la noche,

en este club de Constitución, 

Radio Studio,

bien llamado el Gigante,

muy cerca de la Estación

de los Trenes del Sur,

de donde parten

las almas perdidas

que van del calor al frío.

Mi canción favorita,

ya para el recuerdo,

fue “Procuro olvidarte”, 

del gran compositor Manuel Alejandro,

en la versión

dulce y acompasada,

de arrastre cumbiero,

de Karina.

Lo orgulloso que estaría

el Kun Agüero,

su novio, el gran jugador

de fútbol del Manchester City,

si pudiera verla esta noche,

tan dueña de sí, en el escenario, 

regalando gracia y talento.

Pero no pudo venir, 

tenía partido en la anciana Inglaterra,

nuestra antigua abuela imperial, 

tan lejos del mundo

de la pobreza porteña.

“Procuro olvidarte,

siguiendo la ruta

de un pájaro herido”,

cantaba Karina,

“procuro alejarme,

de aquellos lugares

donde nos quisimos,

me enredo en amores,

sin ganas ni fuerzas

por ver si te olvido,

y llega la noche,

y de nuevo comprendo

que te necesito.”

El desconsuelo

del magno Alejandro

nos envolvió

y nos dejamos acariciar por la suavidad

de su lirismo, transformado

en lento fuego

en este barrio popular

de Buenos Aires. Aquí, 

toda la Latinoamérica que sufre y trabaja, 

canta. Mastica el rencor

y el resentimiento acumulado

durante la semana

al ritmo liberador

de la música nuestra: cumbia negra,

cumbia colombiana

y argentina,

cumbia proletaria, cumbia del pueblo,

y se limpia

de la música falsa

y efervescente

de la otra Argentina:

el rock servil

de importación

de las clases medias 

racistas y alcahuetas.

¡Qué rápido

pasaba el tiempo!

¡Ojalá corriera así durante la semana, 

cuando los pobres trabajamos 

por monedas, para abonar

las cuentas de los ricos 

con nuestra subestimada 

sangre proletaria! Durante la semana

el tiempo

no pasa nunca.

El fin de semana

parece que no viene,

pero finalmente un día, gracias a dios,

llega el sábado a la noche, 

y se puede ir al baile

y ser libre por un rato. Guardamos luego

la llamita

de ese instante de goce 

como un tesoro preciado, viviente, 

en el corazón. Así nos divertimos

los hijos de esta otra Argentina, 

despreciada por los ricos: los excluidos,

los negros de mierda,

los grasas, los cabecitas. Somos los bárbaros

de Perón,

los bárbaros de Rosas. Así nos llaman

esos civilizados

que trabajan al servicio del Pentágono

y las multinacionales, esos que venden 

el país por cuatro pesos,

y se llenan la boca hablando en inglés

para sus amos.

Libres somos nosotros

de defender la patria, ante esos cipayos

que nos ponen precio, como a viles esclavos.

El show de Karina 

en el Gran Gigante de Constitución

ya terminaba.

Se habían hecho

las cuatro de la mañana, y empezamos

a despedirnos, abrazarnos 

y llevar nuestras preciosas conquistas,

botín de seductor,

con visto bueno

y consentimiento

de la hembra,

hacia la salida.

Yo también bailé esa noche

con una morochita de Villa Soldati 

que daba gusto, tanta bondad

y formas generosas,

y hasta me tomé

mis cervezas.

Así que lo que escribo 

está salpicado del gusto de los besos 

y de la alegría de la cumbia villera.

¿Me escuchás, lector amigo? Te hablo

desde yo no sé dónde.

El mensaje es la vida. 

Confluyen en él las voces

de conversaciones cercanas

y metáforas fraternas

de versos consentidos.

Lo que entiendo

y lo que no entiendo

del mundo

que nos rodea. Un día 

hablaremos con dios

y no sabemos

qué va a decirnos. Constitución Nacional

es nuestra carta de identidad, 

el barrio en que se unen

los pobres argentinos

a los pobres

de todas las naciones.

Hasta aquí han venido muchos 

de la mano de Nanderuguasú, 

el gran padre,

y hasta aquí abrazados llegaron 

los hermanos andinos 

del Khunuqullu y el Anti. 

Bienvenidos sean.

A la salida del baile nos esperaban,

con sus manjares listos,

170

los vendedores de chipá 

y sopa paraguaya, anticucho paceño

y caldo fuerte de ají, para quitarse

la borrachera,

y allí estaba también

el vendedor criollo

de nuestros choripanes, asaditos al carbón.

Salían los jóvenes del baile hartos de cerveza,

a comerse un chori,

o pedían un anticucho

de corazón,

o un chipá guazú

para llenarse la panza,

y se iban después mansitos a mear en la calle

junto a los contenedores de basura. Empezaron

a llegar los muchachos que venían

de las bailantas cercanas, «Mbareté Bronco»

y «Mburukujá».

Allí estábamos

los argentinos pobres junto a los pobres

peruanos y paraguayos, 

y a los bolivianos pobres de Buenos Aires. 

Nos acompañaba

la preciada y sentida concurrencia

de chicas bailanteras, 

con sus coloridas faldas cortas

y remeras escotadas, dispuestas a ir a casa, 

solas o acompañadas. 

Los trabajadores somos solidarios, 

siempre nos hacemos un lugarcito

para pasar la noche y amanecer

en brazos del amor. 

Es que vivir así vale la pena.

Ya cumplida

mi misión de curioso,

me despedí de la fiesta. Mi morochita

se fue con su hermana

a su casa en Villa Soldati. A Pancho ya no lo vi,

172

estaría ocupado

el muy seductor.

Enfilé hacia la Ribera.

De pronto vinieron a mi mente 

los versos de la cumbia

del Potro Rodrigo, «Cabecita»,

mechados de magnífica compasión,

y me puse a cantar bajito, 

mientras atravesaba

la avenida

bajo la autopista nefasta

del Almirante Cacciatore,

a esa hora tapizada

de borrachos y vagabundos: 

«Ella se fue de su pueblo

a buscar trabajo,

allá en la ciudad,

ahora está lejos de casa,

dejó las muñecas,

llora su mamá.

Y en esta jungla de cemento 

que a ella la trajo

a buscar trabajo,

esa muchacha por horas

hoy es la gran cita

de otro cabecita.”

Se me hicieron presentes

muchos momentos 

espectaculares del baile

- las luces, el erotismo,

el goce de la gente -

y en mi mente,

mientras caminaba 

por Brasil hacia La Boca, 

fui imaginando cómo sería

este poema-ómnibus,

qué diría en él, a quién

le rendiría homenaje.

Somos una comunidad viva, 

un sujeto plural.

Este es el poema donde

la Argentina de barro

enseña

su vulnerada humanidad

y la fuerza de su amor.

Del otro lado,

tras un invisible

y reconocido

muro simbólico,

está la otra Argentina,

la de los ricos grotescos, 

gorilas imitadores

de los rapaces

explotadores asesinos

que han saqueado al mundo.

Llegué a Parque Lezama, 

frontera sur de San Telmo, 

antigua atalaya contra invasores 

y filibusteros, que preside,

desde su alta barranca,

las tierras bajas

de la República de La Boca 

donde habita mi gente.

Observé con deleite

el viboreo descendente

de la avenida Brown,

que bordea

la Casa histórica

del heroico irlandés,

y las luces

azules y amarillas

de la Cancha de Boca,

que brillaban a lo lejos, 

siemprevivas.

Allí me quedé un rato,

hasta que empezó a amanecer 

y me sentí feliz.

Agradecí a Dios

el haber nacido

poeta artífice,

heredero privilegiado

del espíritu de la lengua,

y le pedí

que me diera inspiración

para retratar con justicia

el alma generosa de mi pueblo.

Quiero unir en mi crónica la poesía

con la historia de mi gente 

y sus luchas políticas,

el canto cumbiero

de los pobres de hoy

con el alma rimada

que heredamos

de los gauchos de la tierra. 

Podemos así fundar

la nueva Argentina,

contra el racismo

de las clases medias, 

contra el elitismo

de los privilegiados, 

contra la explotación 

despiadada de los ricos, 

contra el materialismo

sin alma de nuestro tiempo.

La Argentina fraterna

de los gauchos de corazón 

y de las masas libres, 

manumisas, del mañana.


Túva-ysyry, Taita-ysyry, padre río, 

padre de las aguas, escucha

nuestros sentidos ruegos 

desde el corazón

del Riachuelo que canta, 

desde nuestro barrio obrero 

que con su poesía resiste

en el Estuario del Plata.

Jesús nuestro, hijo de Dios, 

necesitados, te llamamos, pecadores,

somos tus ichtus, tus peces, danos la paz,

y perdona nuestras deudas 

como nosotros perdonamos 

a nuestros deudores.


177


El partido del domingo


En mi país,

los fines de semana,

hombres y mujeres,

jóvenes y viejos,

amantes del azar,

puesta la fe en el juego, 

unidos nos congregamos

ante el televisor,

privilegiado escenario

de ilusiones y miedos,

a mirar nuestro programa favorito: 

“Fútbol para todos”.

Sin ser el más fanático de los hinchas,

o el más fervoroso

de los creyentes, reconozco

que este deporte inspirado,

lucha ferviente de pasiones para muchos, 

fiesta de colores y banderas

para otros,

ha sabido conquistar 

el corazón del pueblo.

La semana pasada

nos juntamos en la Ribera, 

cerca de Caminito,

varios de nosotros

en casa de un amigo,

para mirar el partido

de Independiente y Boca, 

ilustres clubes,

rivales clásicos

del sur bonaerense. 

Éramos un grupo fraterno 

de diestros escribas, 

esforzados poetas, 

amantes de la expresión cuidada,

la imagen artesanal

y los tonos prosaicos

de la lengua.

Mientras esperábamos 

que comenzara el partido, 

hablamos del fútbol

de hoy y de su estrella, 

astro brillante,

y de nuestro mundo, 

intenso y soñado,

la poesía.

Este domingo

nos había traído Baco

un rico tesoro

y amenizamos

nuestra charla

con copas de vino tinto. 

Pusimos a calentar en el horno

las empanadas salteñas, 

dulces y jugosas.

Era un ágape perfecto. 

Nos sentíamos felices 

como poetas griegos

en vísperas

de una gran carrera. 

Tal vez más tarde, 

imitando a Píndaro, 

uno de nosotros compondría

una ingeniosa oda

a nuestro

equipo favorito.

Los arduos rivales 

salieron a la cancha. 

Sonó el silbato

y comenzó el partido. 

Los jugadores de Boca 

se pasaban, precisos, la pelota 

y corrían, azules y veloces,

por el campo verde. 

Los de Independiente, encendidos,

los contenían,

y, valientes, contraatacaban.

Parecían figuritas

de colores

sobre un tablero encantado,

animando una contienda 

de blasones enemigos. Ágiles, 

se desplegaban por el terreno de juego 

como en la coreografía de una danza.

Los equipos mostraban su fuerza y su garra.

Aquí, en Argentina, jugamos al pelotazo. 

El fútbol nuestro

es un arte barroca. Somos el potrero

del mundo.

El estilo criollo

se expresa

en el amague y la gambeta,

el tiro en profundidad 

y el pase sesgado,

la corrida espectacular 

y la rodada dramática.

Dije a mis amigos

que los poetas

en ciertas cosas

nos semejábamos

a esos eximios atletas, 

combatientes

también nosotros

en la pugna

entre el ego y el mundo,

la realidad y los deseos. Sabíamos,

como esos héroes,

vivir con intensidad nuestro arte,

ser apasionados,

darnos sin retaceos, expresar con valentía

los anhelos, levantar un estandarte

y defender nuestros colores. Casi siempre

nos identificábamos

con un “club” o con un grupo; creíamos,

para bien o para mal, en nuestras ideas,

y exhibíamos el dolor y la felicidad

en nuestros versos.

Yo quería escribir, les dije,

una poesía arriesgada, sincera; 

me horrorizaba la poesía domesticada, 

segura, impersonal, que cultivaban

muchos poetas

para deleitar a los puristas. Buscaba crear

una metáfora inteligente, comprometida,

llena de fuerza plástica, como la gambeta,

que me condujera

en su desplazamiento irresistible al gol.

Les conté el sueño

que había tenido

la noche anterior.

Carlitos Tévez, el gran delantero de Boca, 

jugaba, adolescente, vestido de blanco,

un partido de fútbol en el potrero

de Fuerte Apache. Transcurría el tiempo

y su equipo no lograba ganar.

Bajó del cielo

una paloma nívea

envuelta en luz dorada

y se detuvo, aleteando, 

sobre el campo de juego. 

Traía un laurel verde

en su pico. Los muchachos, fascinados,

interrumpieron el partido. El Apache

sintió que el ave

lo llamaba. Una fuerza desconocida

lo elevó. La paloma comenzó a volar

por encima de las torres hacinadas

de nuestra villa miseria

de altura. Carlitos

la siguió por el cielo

como si nada.

El público del barrio, sorprendido,

le pedía que bajara, pero él

no escuchaba bien,

les hacía señas

de que gritaran más fuerte. 

La paloma fue hacia él

y lo envolvió en su luz. 

Tévez, iluminado, descendió 

al terreno de juego.

Llevaba una ramita

de laurel en su mano.

El Apache corrió

con la pelota,

pateó con fuerza

e hizo el gol de oro.

El balón entró, fosforescente,

en el arco contrario.

Me pareció que ese sueño 

era un signo divino premonitorio.

El dios del fútbol

trataba de decirnos algo

a nosotros, sus creyentes.

En la poesía, como en el juego,

aseguró convencido alguien, 

los milagros cuentan.

El nuestro, queridos poetas, 

es el partido del espíritu, 

argumentó otro. 

Es por eso que hace falta el ritual, 

intervine yo: los oráculos, los rezos, el asado,

y cada tanto un picadito entre amigos.

Terminó el primer tiempo. 

El partido iba O a O. Había llegado la hora

de comer las jugosas empanadas.

Las sacamos del horno, calentitas.

Fraternos, nos las repartimos. 

Las empanadas de carne

son el alimento consagrado 

de nuestra patria criolla. Servimos vino tinto

y levantamos las copas. Brindamos

- democráticamente -

por el mejor equipo.

Yo aproveché el momento 

y pregunté a mis amigos:

¿Para Uds., quién es mejor poeta

en el juego de la poesía? ¿Darío o Martí?

¿Neruda o Vallejo? ¿Cardenal o Paz? 

¿A quién le asignan más puntos

en este campeonato?

(En Argentina

la poesía es tan esencial como el fútbol, 

y si no... ¡pregúntenles a los hinchas de Boca!)

Cada uno dio su respuesta. 

A mi turno yo contesté: prefería Martí a Darío,

les dije,

aunque era consciente 

que el vate nicaragüense era nuestro poeta

más completo; el Apóstol de Cuba,

sin embargo, era el soldado

de la poesía

y nos había enseñado

a dar la vida

por nuestras ideas. 

Prefería Vallejo a Neruda, 

porque el cholo inmortal había escrito

con su alma andina

y había puesto el corazón 

en el lenguaje balbuciente de la tierra;

Cardenal a Paz,

por su compasión cristiana, y su amor

y lealtad a los oprimidos y a los olvidados.

Existe, a mi criterio,

una poesía histórica

y una poesía nueva.

Debe cada uno

pensar para qué equipo juega. 

¿Sos neobarroso o coloquial? 

¿Exquisito o realista?

¿Burgués o maldito? 

¿Colonizado o Revolucionario?

Quisiéramos poder renovar 

con fervor la poesía

y que el pueblo 

se reconozca, generoso, 

en nuestros versos.

La poesía es el ritual máximo de las letras, 

la escalera de oro que nos lleva al cielo.

El premio: la vida eterna del poeta 

en el paraíso de los justos de nuestra lengua.

Empezó el segundo tiempo. 

Volvimos al partido. 

Había que desnudar la verdad

y demostrar al enemigo quién merecía

estar más cerca de dios

y de sus ángeles

en el estadio estelar.

La sed de gol los dominaba. 

Los jugadores se esforzaban 

por controlar el área

del equipo rival

y gritar un tanto. Perseguían, tenaces, 

al que tenía la pelota. Lo trababan

y rodaban con él

por la verde grama. Veloces, se levantaban 

y seguían corriendo. Lanzaban un córner.

El balón trazaba en el aire una curva perfecta

y descendía frente al arco, tentador e inocente.

Los jugadores,

bailarines de pies ligeros,

con vehemencia

se contorsionaban

para dar el gran salto, 

cabecear y vencer al arquero. 

Lo intentaban una y otra vez, 

sin resultado. 

El tiempo, moroso, transcurría, 

verdugo de las esperanzas 

de la popular y la platea, 

y de las ilusiones del público televidente.

Ya empezaban

a sentir cansancio

nuestros gladiadores. Mostraban,

ante el rival,

su impaciencia y nerviosismo. 

¿Quién ganaría

la emblemática contienda

de los barrios porteños?

¿Los rojos de Avellaneda

o el equipo de la Ribera? Finalmente,

en el último minuto,

llegó el esperado gol

de Tévez, Gloria

de Fuerte Apache,

Heraldo de la Bombonera, 

y la mitad más uno del país 

se puso de pie

(¡pobre Independiente!). El partido 

terminó como deseábamos,

con el triunfo de Boca. 

¡Qué larga y tortuosa 

había sido la espera!

Emocionados,

nos abrazamos los poetas. 

Sentíamos la pasión

y el amor de las banderas. 

Éramos, también nosotros, 

parte de esa hinchada

que ovacionaba a Boca

(en el barrio los pasantes 

hacían sonar las bocinas de sus autos,

se escuchaban los vivas

de los vecinos

que estaban en las calles).

El mundo del fútbol,

fervor de multitudes, dije a mis amigos, 

no estaba hecho de palabras

como la poesía, pero,

igual que en nuestros versos, 

abundaban en él los símbolos. 

Tenía su gramática y sus reglas, 

sus expresivas gambetas

y sus circunloquios de potrero, 

sus corridas líricas

y rítmicas intensidades,

sus estilizadas elipsis

frente al arco,

sus jugadas preferidas

y temas favoritos,

sus creencias, su historia,

sus héroes y sus mitos.

Era un deporte

que admitía,

como el arte verbal,

lecturas

e interpretaciones diversas.

Contentos y exaltados

por el triunfo, los poetas 

levantamos las copas

y brindamos por Boca Juniors 

y por César Vallejo.

Había concluido

el ágape del domingo. Dichosos,

nos dispusimos a dejar

el hogar amigo

donde habíamos compartido 

el calor del alimento,

el fuego patrio del vino

y el alegórico culto del fútbol, 

y nos despedimos,

con abrazos

y largos apretones de mano. 

Se sucedieron las bromas

y las expresiones de deseo,

y las burlas a nuestros versos, 

pobres frente al universo 

repleto de sentido.

Fortalecido

por la camaradería

y la poesía (y por el triunfo, 

amigo de los rapsodas),

me alejé,

por la Avenida Brown,

del barrio multicolor

de chapas

del maestro Quinquela,

el viejo puerto,

y regresé

a mi pobre pensión

de San Telmo,

en la antigua casa

que fuera de Fray Mocho, 

por encima del bar

“La poesía”,

donde, día a día,

monje azul y artífice, 

esculpo y cincelo

mis versos, y elevo,

a la memoria de la lengua, 

una pirámide

de palabras y de sueños.


194


CANTOS CRUELES


195


Los suicidas 


I

Estábamos

en el país de la vida. La poesía

era nuestro refugio. Perseguíamos

el mutuo goce

con desesperación. Éramos crueles

y después

nos avergonzábamos 

de nuestros juegos de amantes terribles.

No se trataba tan solo de ser felices

sino de arriesgar

y perdernos

y gozar intensamente en la caída.

Buscábamos

sensaciones extremas

y descendíamos, afiebrados, 

a la intensidad del orgasmo.

Tejíamos nuestra guirnalda de secretos. 

Llevado

por el alcohol y el éxtasis viajábamos

a paraísos imaginarios.

Deseábamos estar ya en ese otro 

mundo parecido a aquel poema nuestro

en que creábamos imágenes 

exaltadas y atroces,

metáforas dolorosas del amor.

Lamentábamos nuestro exilio

y sentíamos miedo

y aún terror.

Nos mirábamos

en el cristal

de nuestros sueños

a ver si descubríamos 

el secreto de la locura.

Salíamos a caminar

por la ciudad

llevados por la ansiedad 

y la angustia. Jugábamos

con la idea del fin. Imaginábamos 

bellas formas

del suicidio.

¿Qué tipo de muerte era más patética? 

¿Quizás el veneno, como Romeo y Julieta? 

¿O un balazo

en un cuarto de hotel como Enrique

y Delmira Agustini?

Sabíamos del vértigo,

la velocidad, que mueve a nuestro tiempo. 

Soñábamos con una avalancha de amor

y la liberación

de los sentidos. Creíamos

en la muerte violenta que sella con sangre

el pacto final

de los amantes.

Un día nos detuvimos en la barrera del tren

con la idea de arrojarnos. Juramos así

coronar nuestro amor ofreciendo

los maderos de la cruz al hierro de los clavos.

Aún recuerdo el vértigo cuando pasó el tren

a centímetros

de nuestros cuerpos

y nos abrazamos palpitantes creyendo 

que quizá el otro se animara 

a dar el salto final, unidos.

Queríamos escapar

del vacío de la existencia para salvar

el amor y la juventud. Defendíamos

nuestros símbolos:

el placer, el deseo del otro y la poesía.

Buscábamos la eternidad y el martirio.

No aceptábamos vivir

sin heroísmo.

Recuerdo aquel día

en que estábamos desnudos

en tu cuarto

cerca del goce,

casi sofocados

por el esfuerzo,

cuando de pronto, terrenal y ridícula,

se abrió la puerta

y entró tu madre. Recuerdo 

nuestra sorpresa y tu declaración solemne: 

“No vamos a casarnos”.

Cómo nos reímos

de eso luego,

y claro que no podíamos casarnos.

Queríamos descender por la noche

a los túneles subterráneos

de Buenos Aires

y descubrir

lo más monstruoso, lo más abyecto.

Queríamos

matar la mediocridad 

que destruye lo sagrado, que odia a dios.

Queríamos pasearnos por las cloacas

de la eternidad

y ver caídos

a nuestros hermanos, los ángeles. 

Sabíamos que lo más elevado

y lo más bajo se unen en el corazón

de los amantes.

No hay amor

ni poesía sin ritual. Había que encender

los altares del sacrificio.

¿Cómo separar al amor, 

del mal y de la muerte? ¿Cómo renunciar

al egoísmo,

que todo lo salva,

y sin el cual

la vida no es posible?

Perdidos

en nuestro laberinto, 

tratábamos de lacerar

el espacio

que nos circundaba

y abrirlo

con nuestro sexo. Buscábamos

someter la ciudad,

poseerla, degradarla, 

corromperla y amarla. Queríamos

un amor bello y terrible

que se pareciera a nosotros. 

No aceptábamos falsificaciones ni substitutos.

¿Cómo podíamos casarnos

y abandonar nuestra rebeldía, 

nuestro amor a la revolución universal? 

Buscábamos consagrar el mundo,

no reproducirlo.

Buscábamos ser los únicos

y los últimos,

y no dejar en el tiempo

a nadie que se nos pareciera.

Queríamos ser inmortales 

y cortar el ciclo

de la vida y de la muerte.

Queríamos

que nuestro poema

fuera el postrero

antes que la vida

estallara en la eternidad

y nos integráramos al sol

o a las estrellas de la noche.

Queríamos imponer nuestra ley

y desafiar a todos. Nos burlábamos

de la sociedad adquisitiva y vulgar 

que nos rodeaba. La juzgábamos

con desprecio

porque nos creíamos más allá 

de todo eso. Queríamos elevarnos

al momento más sublime de la poesía

y confundirnos

con los símbolos

de la totalidad deseada.

Éramos los rebeldes, 

los amantes,

a nada le temíamos.

Ese fue el momento más cercano

a la inmortalidad

que conocimos. Recuerdo una noche

en que nos inyectamos ácido 

y rezamos nuestra locura de amor 

a las estrellas. Recuerdo aquel sueño tuyo,

en que cabalgabas

en un río

que descendía al abismo, te llevaba 

a lo más sagrado del orgasmo y te lanzaba 

en una lluvia de estrellas

a la mañana.

Deseábamos

estar muertos

y contemplar el universo 

desde el paraíso inmortal de los amantes.

Queríamos asimilar la vida

a nuestro goce

y ser crueles

como ella es cruel. Sentíamos la burla

y la condena de los otros y eso nos gustaba.

Nos lastimaban

con su mezquindad. 

¿Quién podía comprendernos?

¿Quién podía saltar

al abismo de la poesía? 

Secretamente sabíamos,

sin embargo,

que errábamos, indefensos, 

por un laberinto, del que no podíamos escapar.

Sólo la ilusión

de las metáforas

y los símbolos

que trascienden

los límites del cuerpo podían darnos

una sensación

de eternidad.


II

El tiempo, mortal, ha pasado

y de todos

aquellos momentos sublimes del amor 

solo han quedado los recuerdos.

Lo que se ha ido

es la verdad vivida,

la ligereza del cuerpo, la solidez del lenguaje.

Así guardo

esta carencia,

esta gran ausencia que crece día a día

y es ausencia de amor y ausencia de poesía.

Siento

que las imágenes ya no transportan 

y no podemos, como antes, buscar

sensaciones nuevas en aquella caída

maravillosa

en que nos hundía nuestro amor.

Si un día, por azar, nos encontráramos 

qué difícil sería poner en palabras la prosa

de nuestras vidas, qué poesía 

distinta escribiríamos

ante la crudeza

de las cosas.

Cómo nos golpearía la realidad el rostro. 

Qué podríamos decir de aquellos gestos, 

de aquel perfume, cómo podríamos cortejar el fin.

Dónde han quedado el más allá

y la eternidad.

Qué distinta

se nos presenta ahora la idea de dios

y la imagen del amor.

Ya no hay

quien nos salve. Hemos caído indefinidamente

y hemos perdido

lo que más amábamos en la vida.

Aquel gran poema fue poema de amor y quedó escrito

en el paraíso

de los amantes.

Nada pudimos guardar más allá del recuerdo

y las palabras.

Quizá porque no supimos morir a tiempo

estamos condenados a morir solos.

No entendimos

la inmortalidad. Qué poco faltaba para ser dioses.

Qué cerca estaba nuestro poema

de ser la suma

y el fin de la poesía.

No sé

si lo que buscábamos con nuestro sacrificio 

era salvar el amor

o salvar la poesía. En mi recuerdo

son inseparables.


III

¡Ay dios mío,

deja que, al menos

como un juego,

se repita nuestra historia! 

¡Permite que la literatura vista de sangre

el espacio azul

de nuestras esperanzas! Haz el milagro.

¡Danos otra vez

la oportunidad

de morir de amor

y vivir para siempre! Déjanos visitar 

el paraíso donde los amantes sueñan unidos

la poesía y el amor.

La nuestra era

poesía de vida.

¡Mira, amiga, si dios lo consintiera,

y en nuestra desolada madurez

nos encontráramos

un día, y volviéramos

a ser jóvenes

y a amarnos! ¡Experimentaríamos

otra vez

el éxtasis que sentimos cuando estábamos juntos! 

¿Te acuerdas? El amor puede, como la metáfora,

asociar a los seres

en una unidad nueva.

Sabemos que la vida está dispuesta

a quitarnos todo

y el amor a darnos la vida para siempre. 

En nuestra existencia condenada

damos vuelta

la página del libro.

Como en los relatos maravillosos

se ha detenido el tiempo. Nuestra aventura

se repite. La renuevan las luces del arte. 

Volvemos a esperar, como aquella vez,

junto a la barrera, el tren de la muerte.

Soñamos que llega

con la fuerza

de un torrente.

Sentimos que va a unir nuestra materia 

a lo divino. Su furia sublime

nos arranca del suelo

e impulsa hacia el vacío. Abrazados, 

nos elevamos al espacio sideral.

El tren de oro sube, 

como un símbolo, con nosotros,

hacia el sol.

Vuela vertiginosa

la máquina refulgente. Nos observamos

en el espejo

de las cosas mágicas

que están

a nuestro alrededor y nos transmiten

su hermosura.

Nos sabemos

por siempre jóvenes.

El tren llega al paraíso de los amantes suicidas. 

Nos aguardan aquellos que buscaron,

antes que nosotros, en la muerte,

la eternidad del amor.

Sus cuerpos bellos, expectantes,

entre las nubes flotan, esculturas delicadas 

de formas llenas. Como en los cuadros sagrados,

vemos, en la parte superior de la escena, a Dios

rodeado de ángeles.

Nos reclinamos

en el prado de nubes

junto a los otros amantes

y extendemos

nuestras manos hacia Dios, hasta tocar, sensuales,

con las yemas

de nuestros dedos

los dedos de las manos de sus ángeles.

Un rayo de luz divina nos atraviesa.

Hemos ganado

nuestro lugar en el paraíso. Permanecemos 

abrazados bajo la mirada redentora del Dios padre.

Vuelan sobre nosotros nubecitas

de formas caprichosas, celestes y rosas.

Desde ellas, los Amores nos lanzan

sus dardos mágicos. Flota delante nuestro, 

como una pequeña nave, la urna de marfil

de nuestra alianza. 

Nada podrá separarnos. En nuestro sueño 

redentor Dios nos ha perdonado. 

Ha salvado nuestro amor y ya nunca tendremos

que enfrentar la vejez,

el dolor y la muerte.

Bañados de eternidad, en el espacio andamos, 

jóvenes de amor,

por siempre ángeles.

Imaginemos que,

como en los cuentos maravillosos,

esto verdaderamente ha pasado

y somos sus personajes.

Ten compasión, Señor, de estos amantes arrepentidos

de haber vivido

una larga vida separados.

La nostalgia del pecado martirizaba mi alma.

Mejor hubiera sido morir juntos.

La eternidad estaba a nuestro alcance.

El paraíso es tierra fértil para aquellos

que mueren por amor

y llevan a Dios

su pequeño poema.

Laurel que la paloma

no pudo cargar en su pico 

y ellos transportan

en su espíritu transparente.

Santo, santo, es el señor, 

rey del cielo y de la tierra, 

que su nombre

sea loado para siempre.

Epílogo

Lector amigo,

ha concluido nuestro viaje. 

Peregrinos somos

de un mundo transitorio.

Di, por favor,

¿nos guardarás en tu memoria? 

Abraza y protege

nuestras sombras. Contigo estamos, 

en el amor unidos, y en el horror

de la literatura.


217


Los malditos


I

Inmerso vivo

en la rica y seductora barroca decadencia 

que me abraza; prisionero del tiempo, como todos,

gozo lo que puedo aquello que me toca. 

Beneficiarios somos

y deudores

de esta lluvia generosa de estrellas.

De mi rotunda tierra soy fruto.

Cómo no agradecer a esta,

mi agónica y bella patria amada,

si mi musa dorada es hija

de su don exquisito. Porque mi tierra

es poeta.

Uds. y yo compartimos

la misma

cultura enferma.

Nos tienta,

con sus promesas,

la infernal esperanza. 

Saquen, si pueden, amigos,

sus conclusiones.

Las cosas van tan bien que no dormimos.

Escuchen mi canto carnal e interesado, 

anticanto también, mestizado de voces diversas,

chico de la calle que se refugia donde puede: 

del pueblo soy, y de pan

vive el hombre.

De este lado luchamos los caídos. 

Aunque mucho

no pido,

el placer hace falta.

Me aguarda esta noche 

una pícara aventura 

(así reverenciamos el amor

los plebeyos).

Voy a deslizarme

en lecho de espuma con la mujer

que más deseo,

bien armado

y positivo

mi cuerpo.

Le pediré ayuda

a mi alma pervertida: mi arte poética 

necesita el desenfreno.

Nadaré lentamente

por sus doradas curvas 

bebiendo sus dulces perfumes penetrantes; 

cabalgaré ágil

entre sus divinas piernas buscando en su goce

el centro de mí mismo; recorreré, torre encendida, 

con pasión su cuerpo, templo profano

de amores prohibidos; descenderé hasta su

resguardado nido

que, acalorado y sediento, busca mis besos; 

posesivo, acariciaré

sus muslos impetuosos con obsceno,

voluptuoso, deleite; reverenciaré

sus esculpidas nalgas

de vampiresa

y elevaré

una oda sublime

a su culo, sol

de nuestra bandera. Argentina vivirá

en su torneado

y bello cuerpo.

El sexo caliente

de mi diosa,

será ejemplo señero

de la perfección sensual 

de nuestra criolla gente.

Más tarde, yo, poeta, descansaré

mi celeste cabeza alucinada,

sobre sus suaves y blancos

pechos de Hetaíra. Abrazado, satisfecho,

a su ser fatigado,

le pagaré ricamente

por tanto placer recibido. Y le brindaré, 

agradecido, para que se contemple

y me recuerde,

un delicioso bouquet

de rimas decadentes.

No soy ni seré nunca el presumido centro. 

Satélite del orbe femenino

me consagro,

prendado de su luz

y negro agujero. Descubro, extasiado, 

tantos versos hermosos, en los pliegues irreverentes

de sus tatuados cuerpos. Consentido por ellas, 

no dejo de beber

sus flujos estelares.


II

Luchar debemos

por nuestro arte amado.

No habitamos,

lo sabemos,

en una edad sincera. Heredamos 

sueños desterrados de antiguos otoños delirantes. 

Vivimos y caemos, heroicos, por nuestras pasiones.

Mi verso lírico-antilírico, vulgar y refinado, 

procura ser un diálogo ágil y ferviente

que avanza sin cesar; se abre, generoso,

y abraza y bendice

a la materia impura. Busca vencer

a la sombra amenazante de la ahuecada 

voz idealizada, que, maliciosa, espera,

y en espejo se mira,

de sí misma enamorada, y confunde

su eco con el mundo.

No quiero ser engolado cantor 

de lírica opereta, genio fingido

de arias melodiosas, vanidoso altavoz

de pretendida grandeza. Prefiero verme

en el otro, deformado, (ese otro será

un querido compañero), y sentir

que un poeta soy, grotesco,

atado a los imprevistos de la suerte,

laborioso artesano.

Cercados estamos

de falsas apariencias. Todo lo que tengo

en la vida lo he ganado. Con paciencia 

modelo mis ilustrados deseos que, 

fuertes, se levantan, esculturas de tiempo,

y son la sonada fuente de mi barroco canto. 

Orgulloso estoy

de mis cultos trabajos. Vean esta, 

mi incisiva pluma, de falso oro, cómo brilla.

La he comprado

en el mercado. Democrática aguja

de nuestra nueva época, dichoso siglo XXI,

con cuánta ilusión los malditos

te esperábamos. Juntos coseremos 

todos los costados.

En el reino

de la literatura vivo, pero no todas son flores. 

Bien lo sabemos.

Yo he aprendido a luchar contra el lirismo

porque el canto

necesita su anticanto para que la poesía

viva en armonía

(esto lo he tomado

de Darío, que todo

lo que adoró,

destruyó luego,

fundando

nuestra verdadera poesía).

Prefiero amor villano a opulento himeneo, 

en el pueblo está

el ser verdadero. Pleitesía no rindo 

excepto al puro sexo, que se expresa

en la fecundidad carnal de las ideas.

Por lo que hacemos, Dios, nos reconoce. 

Mis obras

con él comulgan, y se abrazan, necesitadas

de su generosidad y la de Uds.


III

El propósito

de nuestro mundo no está claro.

Ante todo dudamos,

y con razón.

Libres nos sentimos frente a Erató y su lira. 

Agónicos hermanos desesperados somos, 

listos a navegar

todos los caos.

Charles Baudelaire

es el gurú moderno, 

con él aprendimos

a entrar en el Infierno.

Nuestra maldición

pide su propia verdad.

El camino del yo

está sembrado de espinas.

Angustiosa

es la tardanza de las horas 

que nos llegan, silenciosas,

del mañana.

Sin arar en el mar

no tendremos destino. 

Siendo ya las estrellas,

buscamos el universo. 

Qué se abran

las metáforas

al infinito. Necesitamos sentir 

que estamos vivos.


2017



OTROS POEMAS



El poeta y la peste


Musa amiga: conoces bien 

las visiones que pueblan

los sueños de los poetas; 

invita, te ruego, a mi cuarto 

a esas diosas sublimes

que calmar saben

la angustia y la pena.

Ya hay demasiado dolor, 

demasiada muerte.

Que la esperanza despierte 

las canciones azules

de los antiguos cantos, 

y traiga por igual

en la mística nueva

la risa de Darío

y los soles de Horacio.

Yo, de rodillas,

en el Hospital del tiempo, 

poso en el Cristo

los ojos afiebrados; 

atiende, Musa,

a este poeta enfermo

o estarán de duelo

los ángeles caídos.

(¿Qué hará

en este infierno

la sacra poesía? 

¿Consentirá Erató,

en su limbo de nubes, 

que regresen al Plata 

las sirenas del canto?)

Musa, escucha mi ruego. 

Espejo de todos los seres, 

cada uno

frente a sí se abisma.

Se asoma al miedo de ser 

y siente que no es nada.

Amiga milagrosa, toma mi mano; 

prométeme,

si te parece, el cielo. 

(La inmortalidad está cerca.)

Quiero vivir

en el Jardín de las Letras,

un país de poetas,

donde la palabra y la música 

recreen el amor y el sentido, 

y los soñadores,

con nuestro don, hagamos 

la dulzura del mundo

y el goce de la vida.


Buenos Aires, 2021


232


El poeta maldito

I

Alucinado voy por Florida, 

hijo del ácido y del veneno.

El ácido

se llama poesía, el veneno

es la vida.

Toda la poesía cabe en un poema.

Por una Avenida de flores voy,

la poesía

me ilumina.

Las flores de carne 

necesitan carne 

porque tienen hambre de vida.

Fruto

de esa carne soy 

y de su carne me alimento

en esta isla del hambre 

donde devoramos y nos devoran.

En esta selva

de hermanos padecemos hambre.

Horror del hambre.

Toda la poesía cabe en un poema.


II

Dios vendrá a buscarnos un día 

y nos dará un bocado

de su propia carne.

Entre todos

nos comeremos

al hijo del hombre

y luego

beberemos su sangre.

Su carne,

fruto necesario,

y su sangre, vino nuevo.

Toda la poesía cabe en un poema.


III

Oh ciudad, mi ciudad, 

compadécete

de tus huérfanos.

Todo pasa

por nuestra boca

y nuestro estómago

y luego va

a la cloaca del mundo.

Espanto de la carne.

En nuestra vida criminal 

quién se acuerda del amor 

sino para devorar los besos.

Estamos vivos contra los otros

y toda la poesía cabe en un poema.

Por aquí

no se llega al Paraíso, esta es

una Avenida del Infierno.


236


LAS VERDADES DEL POETA 


I

Yo digo

Hermanos poetas, 

navegantes de las tinieblas, 

portadores de las lámparas de fuego

que iluminarán el camino a los ángeles

cuando se cierre el cielo

y venga la última noche, 

mis hermanos, mis padres, mis esclavos, 

mis maestros, mis muertos favoritos, 

todos nosotros

hijos del mismo espíritu cuyo nombre

no sabemos realmente

y le llamamos poesía


II

Digo, contradigo

Quien no siente a dios en sí 

no puede vivir la poesía, 

quien no se sabe inmortal 

no es un poeta,

quien no siente

que el lenguaje es el origen 

no comprende la vida 

Quien no entiende

que la poesía es un manto 

duerme desnudo y solo

en el vacío

abandonado de los dioses 

Quien no se casa

con la poesía

llora sin consuelo

en el cielo frío

El sol mira con envidia

al poeta


III

Hermanos ángeles a.

Digo, contradigo, las verdades

no son eternas, como una moneda cambiante

el mundo

está en metamorfosis


b.

La poesía es un juego 

El hombre

es su propio dios

Los dioses

han bajado del Olimpo 


c.

El poeta

vive en la historia 

Sin historia

no hay poesía


d.

Hay una poesía

para los reaccionarios 

Otra para los colonizados 

Otra para los que

buscan a dios

Otra para los que le temen 

y escriben en prosa


e.

Lo real Lo surreal

La poesía

Sus contradicciones


IV


Yo juego 

1.

Como no ser yo 

como estar muerto 

y seguir escribiendo 

desde las sombras

2.

Digo, contradigo 

3.

La poesía

busca a los poetas 

y dios a sus hijos

4.

Los libros sagrados 

fueron escritos

por los poetas

5.

La poesía

es un acto involuntario 

La musa guía la mano del poeta. 

El poeta obedece su llamado

6.

¿Quién es la musa? 

Marque con una cruz: 

la muerte,

la eternidad,

la vecina de la esquina, 

mi madre,

la editora de Planeta

7.

Erato, Calimnia, Caliope 

mis madres

el que va a morir os saluda


V

Yo pienso

i.

Cuando la palabra del poeta

se desprendió de sí nació la prosa

y comenzó la literatura La divinidad

dejó de ser en ella Exiliados del cielo

los poetas

desde entonces vagan por la tierra 

y escriben, eternamente,

un mismo poema interminable


ii.

La poesía,

mortal, peregrina,

expulsada del Olimpo

por ser demasiado humana, 

vive en la constante nostalgia 

de su propia divinidad


iii.

Digo, contradigo

El hombre

es un proyecto inconcluso

La crueldad

es común a todos los animales 

Darwin cree en la evolución 

Sócrates busca la verdad


iv.

Poetas errabundos mis hermanos 

levántense del polvo 

dejen que venga el día la luz eterna

la poesía del sol

Dejen que entre el otro 

que llegue la pasión 

Abandonen su isla 

reemplacen el verso por el diálogo

el monólogo

por la política


v.

El yo desea un lugar

en el mundo


vi.

La vida

El juego

Nosotros, los poetas, 

perdidos en las tinieblas 

buscamos en las estrellas 

la inmortalidad del alma


vii.

Que se haga la luz

y viva

la poesía del día

la poesía del amor

la poesía del pueblo 

la poesía del mañana


viii.

La verdad

El destino

La revolución

El hombre

Vuelta a uno mismo


ix.

Yo digo, contradigo

Vivimos en un mundo de apariencias 

Vivimos en un mundo de ilusiones


245


PÓRTICO DEL NACIMIENTO


247


Free at last!


Yo me morí ayer.

Estoy en el día después.

Free, free at last!

Soy libre,

tengo otra vida.

Escapé a mi destino.

El perro que me muerde los talones, 

quedó atrás.

Habito

un nuevo espacio imaginario. 

Llámenle poesía, llámenle eternidad.

Lo alienta

el mismo espíritu: Dios, la palabra.

En el principio era el verbo.

Y se hizo la luz...


El placer de nacer


El placer de nacer

en un nido de tiempo.

Aletean palomas a mi alrededor. 

Envidio sus alas.

Mi madre anestesiada 

para olvidar su dolor. 

Tuvo aquella vida

que la lastimó en su amor. 

Con ojos empañados 

dicta su sentencia:

ya nunca serás feliz, 

has nacido a la muerte.


250


Una pasión consentida


¿Qué es la vida sino 

una pasión con-sentido, 

sin-sentido,

un guiño

hecho a Dios

en el vacío

que no alcanza

para la resurrección?

Vivimos enojados 

con nuestro destino. 

No hemos sido

los más grandes.

Son otros

los héroes celebrados, 

y nosotros,

los olvidados, sentados 

en un café al atardecer,

vemos pasar

la procesión

del mundo

sin comprender, 

como quien mira

una película muda.


251


La vida de nuevo


Nací en una nube 

rellena de hilos de oro. 

Tirando de ellos

salía del laberinto

del tiempo,

e ingresaba

en la vida ilimitada

del espíritu.

Como un ángel veía a Dios. 

Nos mirábamos intensamente

a los ojos. Sentía

que me amaba.

Después despertaba y era yo,

pasajero del abismo perdido

entre las flores.

Dirección permanente: 

la Esperanza.

Amanecer

Este pobre cuerpo condenado

se levanta al alba sediento de luz

y de cielo;

se busca en los espejos, transparente,

y descubre al Espíritu: Ecce homo!

Ese es el hombre.

Hubo otro mejor que nosotros;

lo necesitamos... como un hijo 

necesita al padre, y el padre al hijo.

Algún día mereceremos

su perdón

e iniciaremos

una vida radiante.


253


El adiós


Las palabras de despedida del hijo,

las palabras de esperanza del padre,

las palabras de desesperación de Cristo,

su dolor, su lamento:

¡Señor, por qué

me has abandonado!

Oculto en lo humano y en lo divino,

la miseria,

y en sus sueños,

el dolor,

y en el dolor, la vida.

El sabor de lo humano... 

la partida, la amargura;

el reencuentro, la dulzura.

Y en la vida, la muerte,

y en la muerte, el espíritu.

Los amantes son uno,

y, dichosos, comulgan, 

frente al arbusto de fuego, 

antes de entrar

en el desierto.


2023