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martes, 9 de junio de 2015

Una visita al zoológico

                                                                    de Alberto Julián Pérez ©
                                                
            Robertito Vicuña, o Tito, como le llamaban, vivía en la Villa 31. Tenía quince años. Sus dos mejores amigos, la Garza y el Rulo, eran algo menores que él. Andaban siempre juntos. Eran despiertos y los otros chicos de la Villa los respetaban.  
Un puntero de la Villa, de apellido Merlo, fue un día a ver a Tito. Quería  hablarle sobre algo importante. Tenía un trabajo para él y sus amigos. Se trataba de robar un animal del zoológico de Buenos Aires. Ya estaba todo arreglado con el director del zoológico, a quien conocía. Era una operación que traería buena ganancia. El director iba a dejar por la noche la puerta principal sin llave para que pudiera entrar el camión jaula. Tito tenía que meterse en el zoo con los otros pibes y maniatar a los dos serenos. Le iba a dar a él una pistola por cualquier cosa. Después de maniatarlos, tenían que vigilar por si venía la policía. Se iban a comunicar con el conductor del camión por celular. Le prometió a Robertito 5.000 pesos. Era mucha plata. Con eso se podría comprar unas zapatillas Adidas nuevas y ropa sport de marca. Era un trabajo fácil, le dijo el puntero. A los otros dos pibes les daría 1.000 pesos a cada uno. El iba a ser el jefe. Era también el responsable. No se tenía que equivocar. Tito le preguntó al puntero qué animal iban a robar. Merlo lo miró a los ojos con rabia. Lo agarró de la camisa, lo atrajo hacia sí y casi lo levantó del suelo. Era un hombre alto y gordo. Le dijo que de eso se iba a enterar a su debido tiempo. Ellos debían mantener la boca bien cerrada. Tenían que andar derecho, porque a él nadie lo agarraba de gil. Tito lo conocía bien y no dijo nada. Todo el mundo le tenía miedo a Merlo. Decían que debía una muerte y había sido en mala ley.
Habló con sus amigos y estuvieron de acuerdo en hacerlo. La operación sería el martes por la noche. El día señalado salieron para el zoológico. Esperaron cerca de la entrada. Era septiembre y hacía bastante calor. Se sentía muy mal olor. A las diez de la noche se acercaron a la puerta y probaron de abrirla. Tal como les había dicho Merlo, estaba sin llave. La empujaron y cedió. Entraron. Tito iba adelante y el Rulo y la Garza lo seguían. Eran algo más bajos que él. El Rulo era un pibe de piel oscura y cabello ensortijado. La Garza era muy delgado y parecía que no pisaba el suelo cuando caminaba. El zoológico tenía poca iluminación. Las luces molestaban a los animales.
Avanzaron con cuidado, escudándose detrás de los troncos de los árboles. Pronto llegaron al sector de las jaulas. Hacia un costado, junto a la jaula del león, vieron a uno de los guardianes. Estaba revisando la cerradura de la jaula. Tito se acercó despacio por atrás y le pegó un golpe en la cabeza con la culata de la pistola. El guardián dobló sus rodillas. El Rulo le puso cinta adhesiva en la boca y la Garza le cubrió la cabeza con una bolsa de trapo. Después entre los tres le ataron los pies y las manos, lo arrastraron y lo escondieron tras un árbol.
Rastrearon al otro guardián. Estaba cerca de las jaulas de las víboras. Tito dijo en broma que podían meterlo dentro de la jaula y los pibes celebraron la idea. Sería una broma formidable. Tito se acercó por atrás y le pegó un culatazo. Después repitieron la operación que habían hecho con el primero: lo amordazaron, le cubrieron la cabeza, lo maniataron y lo escondieron. Tito sacó el celular y llamó al número que le habían dicho. El camión llegaba en unos pocos momentos, le avisaron. Fueron a la puerta de entrada y abrieron los portones. Enseguida apareció el camión. Entró. Los chicos cerraron los portones. El camión avanzó. Ellos lo siguieron a pie. Después de 200 metros se detuvo y bajaron el chofer y su acompañante. Sin decirles nada se acercaron a una jaula. Era la jaula del tigre blanco, el animal más valioso del zoológico.
Tito enseguida entendió: iban a robar el tigre blanco. “La que se va a armar cuando se sepa”, pensó. El chofer observaba la jaula con cuidado. La caja del camión estaba cubierta con lona. El chofer y el acompañante la destaparon. Apareció una jaula con barrotes de hierro. El chofer aproximó la parte de atrás del camión a la puerta de la jaula del tigre. La idea era abrir la jaula y hacer pasar al tigre a la jaula del camión. El chofer y su acompañante trajeron un soplete y empezaron a cortar la cerradura de la puerta de la jaula. La fiera adentro se había acurrucado en un rincón, estaba preparada para defenderse. Finalmente abrieron la puerta y el chofer acopló la caja del camión a la puerta de la jaula. El tigre tenía que pasar de una jaula a la otra. El chofer con una pistolita eléctrica le largó una descarga. El animal chilló de dolor, se levantó y en dos zarpazos escapó a la otra jaula. Había sido fácil. El chofer separó el camión de la jaula del zoológico y su ayudante cerró la puerta con un gran candado. Cubrieron la jaula con la lona. Toda la operación había durado media hora.
Los pibes fueron hacia el portón del zoológico, lo abrieron y el camión salió. Después se fueron ellos caminando, como si no hubiera pasado nada. En calle Santa Fe se tomaron el 152 y volvieron a la Villa. El puntero Merlo los estaba esperando. Ya sabía que todo había salido bien. Les dio el dinero y les dijo que tuvieran cuidado, y se hicieran ver lo menos posible por varios días. Robertito se fue a dormir. A la mañana siguiente tenía escuela. Estaba en segundo año del secundario. Iba al  Nacional No. 3 de San Telmo. Era buen estudiante. Quería ser ingeniero y construir puentes. Así decía.
Al otro día el noticiero anunció que habían robado el tigre blanco del zoológico. Acusaban a una banda de ladrones del Uruguay. No se sabía dónde podía estar el tigre. Especulaban que el secuestro podría haber sido ordenado por un conocido narcotraficante, que coleccionaba animales salvajes y tenía su propio zoológico al aire libre en una estancia de su propiedad en La Pampa. También había rumores de que podía haber funcionarios implicados en el robo.
Por la tarde Tito volvió del colegio y se encontró con los otros dos pibes, que estudiaban en una escuela de educación especial en la Villa. Fueron al centro a ver ropa deportiva. Tito se compró las zapatillas que tanto quería y un juego de remera y pantalones Adidas. Después fueron a los coreanos de 11 para que la Garza y el Rulo se compraran ropa de imitación, no les alcanzaba para los originales.
La policía informó todos los días del progreso de la investigación. Era un escándalo. No podía ser que desapareciera un animal tan importante. Entrevistaron al director del zoológico por televisión. Dijo que la investigación avanzaba rápidamente y la policía confiaba en identificar pronto a los ladrones. A la semana encontraron al tigre en un circo de Salta. Le habían pintado las franjas blancas del cuerpo de color amarillo, para disimular. Un trabajador del circo denunció el fraude. La policía agarró después al camionero que lo había transportado y lo empezó a apretar. Lo tuvieron dos días a pura paliza en la Jefatura, por traficar con animales salvajes. Al final cantó. Dio el  nombre de su acompañante, un familiar suyo, a quien detuvieron, e implicó en el robo al puntero de la Villa 31 y a unos “pibes” que lo habían ayudado.
Cuando fueron a la Villa a buscar a Merlo ya se había escapado. Después fue un patrullero a la escuela de la Villa y hablaron con la maestra. Le preguntaron si había observado algo raro en el comportamiento de los pibes y si sospechaba de alguien. La maestra dijo que no, eran sólo chicos. Cuando el patrullero salió de la escuela unos estudiantes les tiraron piedras y le astillaron el parabrisas. Un agente se bajó para correrlos, pero se escaparon rápidamente por los pasadizos de la Villa. Los reputeó y los otros estudiantes de la escuela empezaron a silbar a la policía y a decirles que se fueran.
Dos semanas después el tigre volvió al zoológico y Tito y sus dos amigos fueron a verlo. Robertito posó frente a la jaula, y el Rulo le sacó una foto con un celular que Tito había robado hacía varios días a una turista norteamericana que se descuidó en La Boca. Después dieron una vuelta por el zoológico, se detuvieron frente a la fosa de los elefantes y salieron. No habían hecho más de cien metros por Av. Santa Fe, cuando vieron venir a un pibe como de catorce años con unas zapatillas Adidas nuevas rayadas a colores. Fue mirarse los tres y actuar. Robertito hizo como que le preguntaba algo. El chico se detuvo. La Garza se le puso atrás en cuclillas y Tito lo empujó. El chico se cayó de espaldas. Se le abalanzaron. Tito lo apretó contra el suelo para que no se moviera y el Rulo le sacó las zapatillas. El Rulo y la Garza salieron corriendo. Robertito se levantó y le empezó a dar patadas en la cabeza. El pibe gritaba. “No grités, la concha e´tu madre”, le dijo, y se fue corriendo por donde se habían ido los otros pibes.
Diez minutos después se encontraron frente al monumento a Sarmiento. Los tres se pusieron a mirar al gran viejo. Les impresionó la estatua del maestro Rodin. Se probaron las zapatillas. Eran del número de la Garza. A Tito le quedaban chicas, y al Rulo grandes. La Garza les dio veinte pesos a cada uno como compensación. Se fueron caminando hacia Libertador. La Garza y el Rulo iban adelante agarrados de los hombros, como hermanos. Doblaron por Libertador hacia el centro. Tito miraba con interés la fachada de los edificios que daban a la Avenida. El Rulo encontró un trapo viejo sucio tirado en la banquina. La Garza vio una lata de durazno vacía dentro de un contenedor de basura y la agarró. En un bebedero de la Plaza Alemania la llenó de agua y mojaron el trapo. Se pararon en el semáforo de Scalabrini Ortiz y Libertador. Allí, cuando cambió la luz y se detuvieron los autos, Robertito se adelantó a un Mercedes Benz y le empezó a limpiar el parabrisas con el trapo sucio. El conductor empezó a gritar, diciéndole que se fuera. La Garza se acercó a la ventanilla y le pidió por favor que les diera algo. El hombre les tiró un billete de diez pesos, furioso, y Tito dejó de limpiar. Cambió el semáforo. Los tres se fueron a la vereda y se empezaron a reír. Hubo otro cambio de luces y repitieron la operación. Cuando juntaron lo suficiente se metieron en un taxi y le dijeron al conductor que los llevara a Retiro. El hombre les pidió que se bajaran y Robertito insistió que los tenía que llevar. Le mostraron el dinero. El taxista finalmente arrancó. Se sintieron como tres reyes andando por Avenida Libertador.
Cuando llegaron a Retiro se bajaron. El Rulo y la Garza dijeron que iban a entrar en la estación de trenes para pedir monedas. Ya eran las siete y pronto iba a oscurecer. Tito les dijo que él se iba a su casa. Al otro día tenía una prueba de matemáticas y quería estudiar. “Un día voy a ser ingeniero”, les dijo. “¿Te vas a dedicar a construir villas miserias?”, se burló el Rulo. Robertito siguió su camino y entró en la Villa 31. Miró en el celular su foto junto al tigre blanco. Anduvo por las calles de tierra hasta llegar a su casilla. Su madre estaba mirando televisión. Era un nuevo teleteatro que había empezado hacía poco, “El puntero”. Una parte transcurría en una villa miseria. A Doña Esperanza le encantaba sentir que ellos también podían ser personajes en los teleteatros. La gente rica, que siempre los había despreciado, empezaría a verlos tal cual eran. Le preguntó a su hijo qué quería comer. Robertito le dijo que milanesa con puré. La madre empezó a preparar la comida. Tito agarró sus libros, se sentó a la mesa de la cocina y se puso a hacer la tarea y a estudiar para el examen del día siguiente. Doña Esperanza no podía ocultar su satisfacción. Estaba orgullosa de su hijo.


Publicado en Revista Carnicería - junio 2015 - Web

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