de Alberto Julián Pérez
El libro de Camila Sosa Villada (La Falda, 1982), Las malas, apareció en 2019. Para ese entonces Camila era ya una actriz de teatro y cine reconocida, con una trayectoria destacada (Marin y Fossat 34)). La obra recibió un rápido reconocimiento: agotó varias ediciones en un corto tiempo y marcó el comienzo de su carrera literaria como narradora. Previamente había publicado un libro de poesía, La novia de Sandro, 2015 y un importante ensayo autobiográfico, El viaje inútil.Trans/escritura, en 2018. En 2019, poco después de la publicación de Las malas, apareció su novela Tesis sobre una domesticación.
Sosa Villada inició su carrera artística en el mundo del teatro (Maristany 69-70). El hecho dramático tiene para ella un significado central. En Las malas interpela al mundo psíquico de su niñez y adolescencia. El año anterior había publicado el ensayo El viaje inútil Trans/escritura, en el que analizaba momentos claves de su infancia (Maristany 75-9). En ese libro describe la génesis de su mundo sexual, y cuenta cómo tomó conciencia, siendo él un niño, de sus sentimientos
homosexuales hacia los otros niños. Deseaba vestirse y mostrarse como niña. Explica sus sentimientos de amor y admiración hacia su madre, una mujer joven y hermosa.
En el momento de la publicación de El viaje inútil, Camila hacía ya varios años que se sicoanalizaba. La experiencia del sicoanálisis tuvo un gran impacto en ella. En Las malas continúa con la indagación que había iniciado en El viaje inútil (Moreno Amor 87). Vuelca en el libro sus experiencias como analizando y trata de interpretar su complejo mundo mental. Yuxtapone a sus memorias de infancia y al autoanálisis de su vida en familia, la historia de sus experiencias en la
ciudad de Córdoba como estudiante universitaria y travesti prostituta en el Parque Sarmiento.
El libro utiliza dos registros narrativos: uno autobiográfico y otro literario (Venturini 224-7). En su autoanálisis Camila es el personaje central, y en la historia del grupo de travestis es un personaje secundario testigo, que observa la vida y la conducta de sus amigas, al mismo tiempo que trabaja como prostituta junto a ellas. El personaje principal de esta segunda historia es la travesti “madre” del grupo, la Tía Encarna. A diferencia de la narración autobiográfica, que es un ensayo interpretativo, el relato de las travestis del Parque Sarmiento es una narración dramática, que culmina en tragedia. Esta segunda narración conoce un registro literario rico y variado, que incluye personajes míticos.
Camila ya había ensayado la combinación de géneros distintos en la obra de teatro Carnes Tolendas Retrato escénico de un travesti, 2009. Para ese entonces ya había concluido su carrera en la Universidad de Córdoba. La obra fue la tesis de grado de su amiga María Palacios, y combinaba el biodrama, en el que Camila escenificó momentos claves de su vida personal, sus relaciones de familia y sus experiencias como homosexual y travesti, con la representación de escenas selectas de los dramas de Federico García Lorca (Maristany 69-73). En la obra Camila pasaba de un registro dramático al otro, valiéndose de cambios de luces, de vestuario y modificando su tono de voz y sus gestos; era por momentos Camila y por momentos los personajes de Lorca. Logró realizar la transición de lo biográfico a lo ficcional literario de manera fluida,
encantando a su público.
En Las malas, Camila vuelve a ensayar el doble registro, el autobiográfico y el literario dramático. Para este segundo registro crea un drama a partir de elementos biográficos, un biodrama, sobre su vida como travesti, que combina con personajes y situaciones imaginarias (Trastoy 1-2). Camila lleva el relato de un registro a otro, pero el registro ficcional es el que engloba e incluye al autobiográfico. Por momentos el personaje principal en la narración es la Tía Encarna y por momentos es el niño Cristian Omar Sosa, que se transformaría en Camila. La narradora logra hacer la transición de una historia a otra sin rupturas, de tal manera que los hechos de la infancia ayudan a explicar la vida de la travesti adulta.
El libro se abre con una escena que sitúa la totalidad de la historia por venir: la Tía Encarna encuentra en el Parque Sarmiento, donde las travestis hacían su ronda por la noche, un bebé abandonado (Gálligo Wetzel 55). La descripción es grotesca. Las travestis conforman, dice, una especie de “aquelarre”, una reunión de brujas, y sus cuerpos toman “…prestado del infierno la sustancia de su hechizo” (18).
El bebé de tres meses estaba en una zanja del parque, en pleno invierno, envuelto en una campera. La Tía Encarna escucha su llanto y va en busca del niño. Lo levanta en sus brazos. El pobre estaba cubierto de excrementos, pero no le importó. Se lo llevó a su pecho y lo abrazó. Una de las travestis pensó en llamar a la policía y entregarle el bebé, pero la Tía se negó. Se iba a llevar el niño a su casa. Camila, la narradora, siguió al grupo, intimidada por la situación.
La Tía habitaba en un gran caserón pintado de rosa. Era una pensión, donde convivían varias travestis. Ella era la “madre” simbólica, y la protectora del grupo. El hallazgo del bebé le daba la posibilidad de transformarse en “madre” de un niño real. La maternidad es una cuestión de enorme importancia para la Tía y las travestis del grupo. La relación con la madre pesaba sobre la experiencia de todas ellas. Las travestis bañaron al bebé y lo arroparon. Le eligieron un nombre: “El Brillo de sus Ojos”. Era un nombre hermoso y todas lo aceptaron. Poco después le harían al niño un bautismo formal, con “sacerdote” verdadero: una “macha” travesti paraguaya. Sería una gran fiesta celebratoria para todas las del grupo.
La narradora describe el momento en que la Tía Encarna le dio de comer al niño por primera vez. Esta desnudó “…su pecho ensiliconado” y llevó “al bebé hacia él”. El niño, desconfiado, olfateó “la teta dura y gigante” y se prendió a ella “con tranquilidad” (25). La Tía le cantó una canción de cuna. La autora va contando la historia mediante sucesivas escenas grupales, a las que agrega viñetas personales sobre la vida individual de las travestis. Dice que esto es necesario, porque las
travestis reflejan en su vida “eso que somos como país” (28). La sociedad había dejado en el cuerpo de las travestis su “huella de odio”. Primero, relata la historia de la Tía Encarna, el personaje central. Introduce en el registro realista, que prevalece en el libro, algunos detalles míticos. La Tía es un personaje fabuloso, había vivido más que todas ellas, tiene “ciento setenta y ocho años”. No será el único personaje que reúna aspectos realistas con otros fantásticos: la muda María se transformará lentamente en un ave, y la travesti Patricia será la “lobizona”, y cada luna llena se volverá una loba. La autora asocia la idea del travestismo con la idea clásica literaria de “metamorfosis”, transformación, por la cual un personaje o sujeto cambia su apariencia física para adecuarla a su identidad síquica.
Camila no se propone crear personajes “bellos”. Las travestis habían sido víctimas de todo tipo de violencia, y esa violencia se reflejaba en sus cuerpos. La Tía Encarna tenía varias cicatrices, resultado de cortaduras, algunas hechas por sus clientes y, otras, producto de peleas callejeras. Las travestis transitan de un estado a otro: pasan de la aparente sumisión, a la agresión y a la violencia. Son capaces de defenderse, aún a golpes de puño, cuando están en peligro. La Tía es una travesti fuerte, que sabe cuidarse y protege a las demás (Carvalho 29). Encarna es la madre simbólica del grupo. Parecía una “mamma italiana”. Tiene el cuerpo lleno de moretones, porque se había hecho inyectar aceite de avión para moldearlo y el líquido se
había desplazado en cualquier dirección (28). La Tía Encarna las cuidaba y, los días de lluvia, cuando no trabajaban en el parque, su casa era una fiesta: allí se reunían todas. La narradora asocia la memoria de esos días de hermandad travesti, con el recuerdo de cómo eran los días de lluvia de su infancia en el pueblo serrano de Mina Clavero, donde vivía. Era en ese entonces un niño “maricón”, y se llamaba Cristian Omar.
Su familia era muy pobre y su padre lo mandaba a vender helados. Una vez un cliente lo invitó a pasar a su carpa, lo empezó a manosear e hizo que le chupara el pene (32). Él se asustó un poco, pero le gustó la experiencia. Con la Tía Encarna, Camila iba a aprender algo que no había aprendido con su propia madre: a defenderse. La Tía les decía que no debían dejar que los hombres se aprovecharan de ellas, porque, al fin y al cabo, tenían su propio pene (34).
Camila reconoce que era una travesti distinta a las otras. Tenía una libertad que las demás no tenían. Vivía una doble vida: estudiante de día en la Universidad de Córdoba, prostituta de noche en el Parque Sarmiento. Se estaba labrando “un futuro”.
La vida de las travestis era muy difícil. Muchos clientes eran violentos con ellas. Vivían en un medio social destructivo. Bebían, consumían drogas, y estaban expuestas a enfermedades, sobre todo el sida. A lo largo de la historia, muchas de las travestis tendrán un final trágico. La suerte de Camila será distinta. Al final del libro dejará la prostitución, para dedicarse a su profesión de actriz. El teatro iba a salvarla.
La Tía Encarna era una madre excepcional y, como toda madre, tenía su “familia”. Era una familia “divina”. La Tía tenía un novio, a quien todas aceptaban y querían. Era uno de los Hombres sin Cabeza. Los Hombres sin Cabeza eran unos inmigrantes que habían llegado a Argentina como refugiados de una guerra en África. Nadie los comprendía bien, ni sabía demasiado sobre ellos. Las mujeres los deseaban, los consideraban hermosos. Todas querían estar con ellos, pero los Hombres sin Cabeza preferían a las travestis. El novio de la Tía era el hombre más amable que habían conocido: educado, caballero y muy enamorado de ella. Era el padre ideal y las travestis deseaban que se casaran. Hubieran
formado una familia perfecta. Sin embargo, eso no ocurrió. Fue una pena, porque hubiera sido un gran padre para el Brillo de los Ojos, el niño-dios de las travestis. Sin embargo, la Tía Encarna, en lugar de aceptarlo, junto a ella y el niño, rompió con él. Este rechazo generó una tristeza infinita en el novio, que la nombró heredera de todos sus bienes y se dejó morir. Todas lamentaron muchísimo la muerte del Hombre sin Cabeza. La muerte del novio de la Tía fue la muerte del padre posible, del padre simbólico. La Tía rehusó compartir al niño. No logró abrir su relación para incluir al otro, y romper el círculo narcisista que la amenazaba. Muy pronto, otra muerte las golpeó. Falleció la bella travesti y vedette Cris Miró, víctima del Sida (43).Camila confiesa que la admiraba mucho. El Sida era una amenaza terrible que las acechaba. Varias de ellas morirán a causa de esta misma enfermedad. En medio de tanto dolor, sin embargo, también había lugar para la esperanza, y aún la
felicidad. Recuerda la historia de Laura y de Nadina. Laura era la única prostituta que trabajaba en el Parque Sarmiento junto a las travestis. Se había hecho amiga de ellas. Arrastraba tras sí una historia de violencia familiar. Quedó embarazada de mellizos y continuó trabajando hasta antes del parto. Una de las travestis, Nadina, la asistió. Nadina era prostituta de noche, pero durante el día se transformaba en un hombrón alto y atractivo, que trabajaba en un hospital de enfermero.
Tanto empeño puso Nadina en cuidarla, que entre ellas surgió lo inevitable: se enamoraron. Camila 5 lugar de aceptarlo, junto a ella y el niño, rompió con él. Este rechazo generó una tristeza infinita en el novio, que la nombró heredera de todos sus bienes y se dejó morir. Todas lamentaron muchísimo la muerte del Hombre sin Cabeza. La muerte del novio de la Tía fue la muerte del padre posible, del padre simbólico. La Tía rehusó compartir al niño. No logró abrir su relación para incluir al otro, y romper el círculo narcisista que la amenazaba. Muy pronto, otra muerte las golpeó. Falleció la bella travesti y vedette Cris Miró, víctima del Sida (43). Camila confiesa que la admiraba mucho. El Sida era una amenaza terrible que las acechaba. Varias de ellas morirán a causa de esta misma enfermedad. En medio de tanto dolor, sin embargo, también había lugar para la esperanza, y aún la felicidad. Recuerda la historia de Laura y de Nadina. Laura era la única prostituta que trabajaba en
el Parque Sarmiento junto a las travestis. Se había hecho amiga de ellas. Arrastraba tras sí una historia de violencia familiar. Quedó embarazada de mellizos y continuó trabajando hasta antes del parto. Una de las travestis, Nadina, la asistió. Nadina era prostituta de noche, pero durante el día se transformaba en un hombrón alto y atractivo, que trabajaba en un hospital de enfermero. Tanto empeño puso Nadina en cuidarla, que entre ellas surgió lo inevitable: se enamoraron. Camila cree que Laura “se había enamorado del enfermero” y de “la compañera de ruta”, porque ambas venían “en el mismo cuerpo” (55). Entre ellas ocurrió algo maravilloso y se fueron a vivir juntas. Dejaron la prostitución, salieron de la ciudad y se establecieron en un pueblo, donde abrieron un negocio de artículos de limpieza. Nadina les dio su apellido a los dos niños.
Antes de que el miedo fuera algo cotidiano en la vida de travesti de Camila, dado los peligros que la acechaban, había sido una realidad en su vida de niño. A los cuatro años ya lloraba de miedo en su casa (Forn 7). Era un niño que sufría en silencio, encerrado en el baño. Su madre era una mujer joven y dependiente. Su padre bebía. Su madre lloraba mucho y él también
(Moszczyńska-Dürst 315). Era afeminado, y sus padres “estaban espantados”. Tenían un hijo “puto”, que se convertiría en travesti (62). Su papá era un hombre golpeador y Cristian/Camila no quería ser como él. Admiraba a su madre. La observaba con cuidado y la dibujaba. Ella se maquillaba y él empezó a hacer lo mismo por las noches. Cuando se pintaba, confiesa, veía en el espejo “el rostro de la puta” que sería “más tarde, en el rostro del niño”. Se miraba y “se deseaba”. Se manoseaba “como una puta muy pequeña” con el vecino que vivía frente a su casa, jugaban “al papá y a la mamá”. Ella era “consciente de ser la mamá”. Todas, asegura, querían “ser madres” (64). Su padre le dijo que si no cambiaba iba a terminar muy mal, tirado en una zanja, con sida.
Empezó a travestirse a los quince años. Se fabricaba vestidos con ropa vieja. Escapaba de su casa para ir a bailar. Una noche, cuando regresaba del baile, lo paró la policía y lo hizo subir a una camioneta. Eran tres hombres. Lo amenazaron con contarle todo a su padre si no hacía lo que ellos querían. Lo obligaron a tener sexo con los tres. Fue su debut como travesti y tomó conciencia del valor de su cuerpo. En su familia, confiesa Camila, todas las mujeres, las Villada, se ganaban la vida con el cuerpo: las habían educado para ser mucamas. Era lo único que sabían hacer. Cuando se fue a estudiar a Córdoba, comprendió que el prostituirse era la mejor forma de pagar su renta. El cuerpo se adapta y “se amuralla”, asegura, y “llega una noche en que se vuelve fácil”. El cuerpo produce el dinero y “ya nos hemos hecho cargo de nuestra historia” (75).
En la Universidad estudiaba Comunicación Social. Empezó a frecuentar sitios para prostituirse. Eran todos peligrosos. Fue entonces que conoció a las travestis del Parque. Se acercó al grupo y ellas la aceptaron. Entre todas se protegían. La líder del grupo era la Tía Encarna.
Las travestis se habían olvidado de sus nombres. Para los demás ellas eran los “putos…los manija…los chupavergas, los bombacha con olor a huevo…los sidosos, los enfermos…” (79). Eran los excluidos de la sociedad, los parias. Esa conciencia de ser parias, de no ocupar un lugar digno para los demás, había hecho que se unieran. Era una manera de protegerse y defenderse de ese entorno hostil y peligroso. La primera reunión memorable que compartió con el grupo fue el bautismo de El Brillo de los Ojos. Ya para entonces había muerto el Hombre sin Cabeza, el novio de la Tía Encarna, el José de la divina familia. La Tía estaba sola. Había dejado de trabajar, la maternidad la absorbió por completo. Contrató a María la Muda, una travesti con un corazón de oro, para que la ayudara en el cuidado del niño. Es la misma que más tarde se convertiría en la mujer pájaro. Durante la fiesta pusieron al niño en el centro del patio en un moisés. La Machi paraguaya estuvo a cargo de la ceremonia de bautismo. Elevó al cielo un vaso de cristal con un líquido azul, cantó en quechua y le dio al niño su bienvenida a la “comarca travesti” (88). Varias de ellas se vistieron de “reinas magas”. Todas brindaron. El niño les sonreía. La Tía Encarna estaba “como hechizada”. Ellas la amaban, era “la madre” del grupo. Se propusieron entre todas proteger al niño…. Durante un tiempo prolongado “la violencia de la calle no entró en aquella casa…” (91). La tragedia, sin embargo, las acechaba, y un día no podrían detenerla. Camila rememora un episodio doloroso de su propia infancia. Una vez estaban en familia y su padre dijo que si tuviera un “hijo puto” lo mataba. Ella era, en aquel tiempo, el niño Cristian y sintió mucho miedo. Había visto a su padre golpear a su madre. Tuvo deseos de morir. Para librarse de ese miedo empezó a travestirse. Soñaba con despertarse “convertida en la mujer” y rezaba para que le naciera “una vagina entre las piernas” (93). Sin embargo, dice, no lo logró,
porque entre las piernas tenía “un cuchillo”. Recuerda muchos momentos transcurridos en ese pueblo perdido en las sierras, en una casa sin luz eléctrica. Sus compañeritos de la escuela lo llamaban “Maricón”. Su padre se fue de la casa y él se enamoró de un compañerito de séptimo grado, a quien masturbaba. Él tenía seis años, y ya se había convertido en un “niño puto atraído por la carne” (98).
Camila vuelve a la historia de las travestis del Parque. Hace una semblanza de Natalí, la Lobizona, que en las noches de luna llena, una vez al mes, se encerraba en su cuarto y se convertía en loba, y de las hermanas Cuervas, dos niños ricos que durante el día se vestían como hombres y, algunas noches, transformados en mujeres, llegaban al Parque para acostarse con sus clientes.
Camila rememora un episodio doloroso de su propia infancia. Una vez estaban en familia y su padre dijo que si tuviera un “hijo puto” lo mataba. Ella era, en aquel tiempo, el niño Cristian y sintió mucho miedo. Había visto a su padre golpear a su madre. Tuvo deseos de morir. Para librarse de ese miedo empezó a travestirse. Soñaba con despertarse “convertida en la mujer” y
rezaba para que le naciera “una vagina entre las piernas” (93). Sin embargo, dice, no lo logró, porque entre las piernas tenía “un cuchillo”.
Recuerda muchos momentos transcurridos en ese pueblo perdido en las sierras, en una casa sin luz eléctrica. Sus compañeritos de la escuela lo llamaban “Maricón”. Su padre se fue de la casa y él se enamoró de un compañerito de séptimo grado, a quien masturbaba. Él tenía seis años, y ya se había convertido en un “niño puto atraído por la carne” (98).
Camila vuelve a la historia de las travestis del Parque. Hace una semblanza de Natalí, la Lobizona, que en las noches de luna llena, una vez al mes, se encerraba en su cuarto y se convertía en loba, y de las hermanas Cuervas, dos niños ricos que durante el día se vestían como hombres y, algunas noches, transformados en mujeres, llegaban al Parque para acostarse con sus clientes. Las Cuervas venían de un mundo de privilegios y traían con ellas cosas caras, que compartían con las otras: bebidas buenas, drogas de alto precio, perfumes franceses…Les regalaban su ropa usada. Las travestis desconfiaban de ellas, porque hacían doble vida, como varones y como mujeres, y no salían “del armario” por comodidad (106). La Tía Encarna temía que la denunciaran y contaran que ella tenía a El Brillo de los Ojos en su casa. Un día les dijo “en broma” que, “si alguna vez la traicionaban”, era perfectamente capaz de ir a su casa e incendiarla y “hacerle saber a todo Córdoba que ellas se travestían…” (109).
Una noche ocurrió un hecho terrible que las conmovió a todas: encontraron a una travesti asesinada. Fue una de las muchas muertes que asolaron al grupo. Esa tragedia premonitoria les hizo comprender que el peligro las acechaba siempre.
A pesar de todas las dificultades, la llegada del niño había traído esperanza a sus vidas. La Tía Encarna quería gritar al mundo su felicidad de madre. Llevaba al Brillo de los Ojos a jugar a una plaza y les decía a las vecinas que era su sobrino (116). Camila comprendió que la Tía se estaba arriesgando mucho. La gente era mala y envidiosa. Un día el quiosquero de la esquina de su casa le gritó a la Tía que era un puto robachicos. Esta, que era un hombrón alto y fuerte, y de mucho carácter, lo agarró de la solapa, lo levantó del suelo y le dijo que le repitiera lo que estaba diciendo. El quiosquero, intimidado, le pidió perdón.
Las travestis trataban de comportarse como las otras mujeres, pero estas no las aceptaban. No podían salir de día, arregladas y pintadas, porque las señoras las denunciaban por escándalo. Por eso, salían de noche. Un día decidieron ir a la Isla de los Patos y se dieron el gusto de tomar sol por la mañana. Necesitaban mostrar a todos sus rostros maquillados. Esos rasgos exagerados eran “más reales” y auténticos que los del propio rostro; estaban concebidos “para…un mundo mejor, donde poder ser esa máscara” (119). Camila reconoce que vivían enojadas, y eran “brutas incluso para la ternura, imprevisibles,
locas…”. Tenían “ganas perpetuas de prender fuego todo: a nuestros padres, a nuestros amigos, a los enemigos, las casas de la clase media con sus comodidades… a los nenes bien…a las viejas chupacirios” (119). Ese resentimiento se había instalado en sus vidas. Era también un odio de clase.
El día de su cumpleaños, Camila salió a trabajar por la noche. Llegó al parque un grupo de niños bonitos de Córdoba en sus camionetas 4 x 4. Empezaron a dar vueltas alrededor de ellas, burlándose y gritándoles cosas. En ese momento sintió ganas de matarlos a todos (121). El único sitio en que las travestis del parque se sentían seguras era en la casa de la Tía Encarna. Esa casita pintada de rosa era para Camila el paraíso. Allí ellas podían pasearse desnudas, “hablar con toda naturalidad de las consecuencias del aceite de siliconas”, mostrarse “los moretones de las noches de guerra” y confesarse “los sueños inconfesables” (122). Camila tenía una doble vida y las otras lo sabían. Era estudiante universitaria en la Universidad de Córdoba. En un comienzo estudió Ciencias Sociales y después entró en la Escuela de Teatro. Tenía eso que las otras no conocían: “la vida blanca, la vida diurna” de los estudiantes de carrera. Durante el día se entrometía “en el mundo de los heterosexuales” (127). Asistía a sus clases, iba a las fiestas de sus compañeros, era dedicada y amable, inteligente. Procuraba ser aceptada por los otros estudiantes. Los fines de semana, muchas veces, regresaba a la casa de sus padres en las sierras, convertida en un “hijo discreto y obediente”. Iba “sin maquillaje, con el pelo recogido…y pantalones de gimnasia…” (127). Sus padres deseaban verlo viviendo una vida “de hombrecito”. Durante el día habitaba esa “farsa”. Envidiaba a sus compañeras “sus cuerpos, sus vaginas, sus novios…” (128). Sentía que deseaba a muchachos que la rechazaban, por ser como era. Los hombres no podían admitir que se prostituyera, porque para ellos ser puta travesti era la peor aberración que podía concebirse. Por la noche, después de su ronda en el parque, y para salvarse, escribía. Tenía que vivir mintiendo, para preservarse a los ojos de los demás. Por eso necesitaba escribir, confesarse, decirse a sí misma la verdad. Sabía que el sueño de sus padres era tener un hijo profesional, y no quería defraudarlos.
Es consciente de que no era una buena prostituta. Le faltaba ambición, y no salía a trabajar si no necesitaba el dinero. Se describe como una “travesti pueblerina”. Medía solo un metro sesenta y tenía “una voz absolutamente femenina” (131). Muchas noches, “después de haber cogido con uno, con dos, con tres”, aguardaba con ansiedad su regreso a la pensión. Necesitaba sacarse de su cuerpo “el olor ajeno” y “el rastro de esa amargura”, que le provocaba el exponerse como en un
mercado de carne. Un cliente le dijo una noche que era “un negro peludo y feo” (132). Ese maltrato no hacía más que aumentar su resentimiento hacia los demás. Sentía un gran cariño por sus amigas del parque. No solo se ayudaban durante las horas de trabajo, sabían también divertirse en grupo. Recuerda una navidad que pasaron juntas en la casa
de una de ellas, escuchando cuartetos y tomando sidra. Comieron turrón y pan dulce. Una de las travestis les mostró a las otras su nuevo “tesoro”: se había hecho operar, y tenía vagina. Todas lo celebraron. Algo que las caracterizaba era la generosidad. Tenían corazón de madre y muchas de ellas enviaban dinero a sus familias, para ayudar a sus hermanitos (136). Sabía que el sueño de sus padres era tener un hijo profesional, y no quería defraudarlos.
Es consciente de que no era una buena prostituta. Le faltaba ambición, y no salía a trabajar si no necesitaba el dinero. Se describe como una “travesti pueblerina”. Medía solo un metro sesenta y tenía “una voz absolutamente femenina” (131). Muchas noches, “después de haber cogido con uno, con dos, con tres”, aguardaba con ansiedad su regreso a la pensión. Necesitaba sacarse de su cuerpo “el olor ajeno” y “el rastro de esa amargura”, que le provocaba el exponerse como en un
mercado de carne. Un cliente le dijo una noche que era “un negro peludo y feo” (132). Ese maltrato no hacía más que aumentar su resentimiento hacia los demás. Sentía un gran cariño por sus amigas del parque. No solo se ayudaban durante las horas de trabajo, sabían también divertirse en grupo. Recuerda una navidad que pasaron juntas en la casa de una de ellas, escuchando cuartetos y tomando sidra. Comieron turrón y pan dulce. Una de las travestis les mostró a las otras su nuevo “tesoro”: se había hecho operar, y tenía vagina. Todas lo celebraron. Algo que las caracterizaba era la generosidad. Tenían corazón de madre y muchas de ellas enviaban dinero a sus familias, para ayudar a sus hermanitos (136).
El travestismo era un “teatro” que las travestis compartían con sus clientes. Todos actuaban a su modo. Los clientes que las buscaban se sentían sinceramente atraídos hacia ellas. Les gustaba poder estar con una mujer “con pene” (Gallego Cuiñas 315). Muchos les pedían que los penetraran. Una noche un cliente se enojó con Camila, porque ella no tuvo erección. Estaba borracha. El cliente se ofendió y le dijo que de qué servía “tener semejante pija” si no sabía usarla (138). Se lo contó a una amiga y esta le recomendó que llevara Viagra en su cartera, para cuando ocurriera esto. Las dos se rieron de la situación. La otra exclamó: “Tanto lío para ser travesti y terminar cogiendo putos” (140). Los clientes eran así. Comenta Camila: “Hay que ver cómo ruegan esos hombres” de familia, con hijos, por llevarse el pene “a la boca y metérselo bien adentro del culo”. Quieren “sentir que es una mujer quien los penetra…”. Su escala de valores “se les estruja…cuando tienen ese pene adentro” (141). Los travestis expresaban su deseo de ser mujer y los clientes se abrazaban a una mujer que los poseía y los penetraba. Es un mundo transformista, en el que todos juegan a su modo y para su propio beneficio. El objetivo era obtener el goce, en secreto, protegidos por la oscuridad. Las cosas no eran lo que parecían, ciertamente.
En ese mundo prohibido y peligroso, había lugar también para las historias hermosas y los sueños. Las travestis eran seres con grandes ilusiones y dejaron en Camila un recuerdo imborrable. Una de sus amigas más queridas fue Angie. Era, dice, “la travesti más linda del Parque” (145). Amaba ser travesti. Le decía siempre que ser travesti era “una fiesta” (147). Asociaba el
travestismo con la felicidad. Además de ser hermosa, Angie tenía la suerte de tener un novio guapo, que la amaba. Un albañil. Todas se lo envidiaban. Un día compartió con Angie un trabajo, y subieron juntas a una camioneta con dos muchachos bien. Estos estacionaron la camioneta en el parque y las chicas hicieron lo que les pidieron, pero, a la hora de pagar, les dijeron que ellos por travestis no pagaban. Ellas se quejaron y los jóvenes comenzaron a golpearlas. De pronto se abrió la puerta de la camioneta y apareció la Tía Encarna, bajó a los dos muchachos a tirones y los atacó a trompadas y patadas. Angie, con una
navajita que tenía, tajeó a uno. Ellas escaparon y dejaron a los dos “hombres” lloriqueando (150). Angie sabía defenderse, pero no pudo protegerse del mal que siempre las amenazaba: el Sida. Enfermó y muy pronto tuvieron que internarla. Su novio albañil, desolado, estuvo junto a ella cada día, hasta que murió. La amaba sinceramente y lloró su muerte como un niño.
Camila reconoce que muchas veces la pasaba bien con sus clientes. Recuerda particularmente a tres de ellos: un joven preceptor de una escuela, que estaba discapacitado, un guardia del zoológico y un cantante de música popular. El joven discapacitado era una persona muy dulce, que solo le pagaba por olerle entre las nalgas. Ella se enamoró de su ternura. Un día dijo que no le cobraba y el muchacho, intimidado, no volvió a aparecer (102). El guardián del zoológico era un hombre muy amable, la hacía entrar en el zoológico por las noches, la llevaba a pasear entre las jaulas de los animales y después le hacía el amor sobre unas colchonetas en la guardería infantil del lugar (156). El tercer cliente era un viejo cantante de cuartetos que solicitó sus servicios. Ella lo reconoció de inmediato. Había escuchado sus canciones durante su infancia.
Fueron a su pensión y él le hizo el amor con mucha pasión. Le decía que no quería que nadie lo
viera con una travesti, porque era famoso (176).
En el relato la crónica realista comparte el espacio narrativo con la metamorfosis y el mito (Rodríguez Sabogal 616-7). La narradora describe la transformación de los personajes. María la Muda “lentamente se había convertido en una pájara de plumaje plata oscuro” (158). Comenzó a volar y picoteaba alimentos crudos. Su cuerpo se fue reduciendo hasta que se volvió un pajarito. El Brillo de los Ojos, que la cuidaba, la puso en una jaula para evitar que la atacara el gato. Natalí, la lobizona, se encerraba en su cuarto en las noches de luna llena. Escuchaban sus gritos y sus aullidos. Todas temían cuando llegaba ese momento, porque sabían que sufría. Finalmente se dejó morir. Sus compañeras de pensión fueron a buscarla y hallaron en su lugar a una perra muerta (189).
La comunidad travesti compartía el espacio del Parque con varios marginados que vivían allí. Se llevaban bien con ellos. La travesti Patricia, que era bizca, se hizo amiga de un linyera. Se enamoraron y se fueron a vivir juntos (171). Los parias se reconocían y trataban de comprenderse y consolarse.
Progresivamente el relato deriva en tragedia. La Tía Encarna temía que le quitaran al niño y cada vez salía menos de su pensión. La travesti Lourdes contrajo sida y la hospitalizaron. Todas sus compañeras se dieron cita en el hospital para acompañarla en sus últimos momentos (162).
El Brillo de sus Ojos cumplió años. Era su tercer cumpleaños. Camila fue a visitarlos y se encontró a una Tía Encarna cansada y preocupada. En el barrio la acosaban. Le escribían insultos y amenazas en los muros de su casa. Las travestis ya casi no la visitaban. Vivía encerrada con su hijo. Acusa a las otras de haberla abandonado. Su casa estaba llena de perras. Eran las crías de los animales que había heredado de la Tía Silvia, la crota de los perros que vivía en el Parque. La crota enfermó gravemente de diabetes. La Tía Encarna la visitó en el Hospital poco antes de morir y esta le pidió que cuidara a sus animales (114).
El grupo de travestis ya casi no se encontraba. La municipalidad decidió poner nueva iluminación en el Parque Sarmiento. Lo que querían era correr del lugar a los personajes extraños e indeseables que llegaban por las noches y se amparaban en la oscuridad: las prostitutas y los travestis. El Parque, de pronto, se volvió un lugar “civilizado” y saludable. Se transformó en el
sitio preferido de los deportistas. Las familias iban a pasear allí. La policía patrullaba las calles para combatir el “narcotráfico”. La iluminación expulsó a las travestis del lugar. Camila dice que la luz las “delataba” y se inició el éxodo (182).
Ella eligió el balcón de su cuarto de pensión como nuevo puesto de trabajo. Se paraba en el balcón vestida de manera provocativa, para atraer a los transeúntes y conseguir clientes. Sabía que estaba preparada para enfrentar el cambio. Era capaz de vivir sin ver a sus hermanas. Ellas la habían hecho fuerte y le habían enseñado cómo “andar sola” y “sobrevivir” (184). Habían pasado tres años desde que encontró por primera vez al grupo. Camila había hecho importantes progresos
en su carrera universitaria. Visitaba muy poco a la Tía Encarna. Un día pasó por su pensión. No estaba y decidió esperarla. Por la vereda vio venir a un señor alto y fuerte, con barba, que llevaba a un niño de la mano. El hombre, al verla, aminoró el paso, la observó con cuidado y se detuvo frente a ella: “Me asustaste - le dijo - casi sigo de largo…Soy yo, Encarna” (184). La Tía Encarna se había vuelto un hombrón barbudo. Camila vio que el niño había crecido mucho. Entraron en la casa. “Todas las cosas cambian”, le dijo la Tía (184). María la Muda era ahora María la Pájara. Vivía en su jaula y casi no cantaba. Le dijo que había conseguido un documento de identidad para su hijo, el Brillo de los Ojos, y ya nadie podría quitárselo. En su
cédula la Tía figuraba como Antonio Ruiz. Había “ingresado en la vida blanca. La vida camaleón, la de adecuarse al mundo” tal y como era (186). El niño lo sabía todo y decía que ella era su mamá y su papá. En su casa la llamaba mamá, y en la calle, papá. A pesar de eso los vecinos seguían acosándola. Aparecían pintadas en sus muros y le enviaban cartas de amenaza. La Tía Encarna estaba desesperada.
La tristeza y la muerte rondaban al grupo. Pronto le llegó a Camila la noticia de que Sandra se había suicidado. Era una travesti que había sufrido brotes sicóticos y había estado internada en un hospital siquiátrico. Un día Sandra decidió tomarse un puñado de pastillas e irse para siempre (200).
Una noche conoció a un cliente especial. Fue como un anticipo del final. Era este un hombre muy amable y educado. Venía de fuera. La invitó a ir con él a su cuarto en un hotel de lujo. Hicieron el amor como viejos amantes. El hombre, que estaba triste, le confesó que tenía cáncer y se iba a morir. Sentía que su vida había sido un fracaso. Camila comprendió que ella era “incapaz de concebir la muerte” (206). Una parte de su ser lo escuchaba y se compadecía, pero, otra parte, más egoísta, se sentía “inmortal” y lo contemplaba “sin empatía” (207). Camila siguió con su vida. Su madre se enfermó y tuvo que ir a cuidarla. Durante siete meses no visitó a la Tía Encarna.
Una tarde encontró por la calle a unas travestis conocidas. Le contaron que la situación para la Tía Encarna era cada vez peor. Ya no podía llevar al niño a la escuela. Los compañeritos de clase le gritaban que su madre era travesti y le pegaban. La Tía decidió sacarlo de allí y le puso una maestra particular.
Las travestis se mostraron pesimistas. Cada tanto les llegaba la noticia de que alguna de ellas había sido asesinada. La violencia las acechaba.
Poco después Camila decidió ir a visitar a la Tía Encarna. En su cartera le llevaba una estatuita de “la Difunta Correa”. Ella era fanática de la santa criolla. Cuando se acercó a su casa escuchó sirenas y vio “unas luces” que titilaban “con brutalidad” delante de su puerta (217). Las perras estaban afuera, ladrando enloquecidas. Reconoció a una travesti, La Pequeña, delante de la casa. Esta fue hacia Camila y la abrazó, llorando. Unos vecinos les gritaron “putos”, “asesinos”. Vio a cierta distancia a los Hombres sin Cabeza, que observaban sin acercarse. Camila se dirigió a la puerta de la casa. Un bombero trató de detenerla, pero no lo obedeció. Entró. Otro bombero le dijo que la Tía Encarna “había dejado la llave del gas abierta y se había dejado morir junto con El Brillo” (218). Iban a caraturarlo como suicidio y asesinato. El bombero le comentó: “Que se matara ella, vaya y pase. Pero arrastrar a la criatura es imperdonable” (218). En la cocina Camila vio a María la Pájara dentro de su jaula. La Machi Travesti ya estaba allí. Le abrió la puertita de la jaula y María salió volando. Llegaron varias travestis. Se quedaron en silencio. Fueron al dormitorio. La Machi se arrodilló frente a la cama donde yacían la Tía y su hijo, e inició una ceremonia. Cantó en lenguas y echó humo con su cigarro. La Tía y el Brillo estaban uno frente al otro, cara a cara. Habían “muerto sabiamente, para no tener que soportar las humillaciones” (219).
Las travestis salieron todas del lugar. Fueron a la calle y formaron una columna. Iniciaron una peregrinación. Los Hombres sin Cabeza iban tras el cortejo. Las perras los seguían. Se dirigieron todos al Parque. Allí las travestis sacaron sus petacas y comenzaron a beber. Hablaron sobre la Tía. Contaron cómo la habían conocido. Una puso música en su celular y empezaron a bailar. Acompañaron con su danza el ascenso de la Tía y su hijo al cielo de las travestis. Todas ellas eran “madrinas de un niño encontrado en una zanja” (220). Eran las olvidadas, las que no tenían “nombre”. La vida de la Divina Madre y su Hijo terminó trágicamente. Para ellas ya la salvación no era posible. No había redención para las travestis. La historia de la Sagrada Familia travesti empezó mal, con la exclusión y la muerte del padre, del Hombre sin Cabeza que amaba a la Tía Encarna, y concluyó tristemente con el suicidio de ella y la muerte del hijo. La sociedad no le dejó ser madre, como ella quería.
El deseo de maternidad ronda el imaginario travesti. Se sienten condenadas a la esterilidad. Necesitan la adopción o subrogar vientres para alcanzar su sueño. Esta problemática reaparece en la novela que Camila publica en 2019, el mismo año de Las malas, Tesis de una domesticación.
Las malas cierra un ciclo en la literatura de la autora. Este comenzó con Carnes Tolendas, en 2009, y continuó con su libro de poemas La novia de Sandro, en 2015. En 2018, el año anterior a la publicación de Las malas, apareció su excelente libro de ensayo El viaje inútil. Fue una etapa de indagación y cuestionamiento, en la que Camila se mostró desgarrada por fuerzas contrapuestas, aparentemente irreconciliables. Su madre por un lado y su padre por otro se disputaban para sí al niño Cristian. Cada uno quería salvarlo a su modo. El niño escapaba a un mundo imaginario y creaba en él su teatro travesti. Gradualmente este fue tomando forma en su vida, y la mujer que quería ser desplazó al niño que era.
Su viaje fue un proceso introspectivo, un camino hacia sí misma. En el centro de su drama estaba su familia. En Carnes tolendas yuxtapone escenas de la vida con sus padres a escenas selectas de los dramas de Federico García Lorca. Integró el biodrama, basado en su biografía, con la creación literaria lorquiana.
En los momentos más difíciles y traumáticos de su niñez, intimidada frente a la violencia paterna, se refugió en su madre, y empezó a soñarse y a pensarse como mujer. Y a actuar como tal. El drama, el teatro, apareció en su vida como parte de un proceso natural, asociado a su experiencia. Fue una proyección de esta. Este nexo entre biografía y arte no desaparece en ninguna de las obras de Camila Sosa Villada. Es la substancia que las alimenta y les da forma. En todas ellas trata de entender su problemática de género. ¿Es hombre, es mujer, o es las dos cosas? Y sus libros, ¿son biodrama, ficción artística, o las dos cosas? El género se desplaza. El género está en disputa (Butler 45-65).
En Las malas conviven el autoanálisis y el biodrama. La historia de las travestis del Parque Sarmiento cuenta la vida de una familia sagrada de travestis a partir del momento en que la madre del grupo, la Tía Encarna, Encarnación, encuentra abandonado en el parque a ese niño divino que todas buscaban y necesitaban. Las travestis tratan de salvarse, de escribir su propia historia. La sociedad cruel y acusatoria alrededor de ellas no se los permite. El paria no tiene destino. El niño rescatado, la gran esperanza, muere. La historia termina en tragedia. La muerte de la Tía Encarna es la muerte de la mejor de ellas, de la única que podía protegerlas. Muerta la madre, las travestis quedan abandonadas, solas, sin destino. Les aguarda la autodestrucción o el asesinato. Pero no todas se pierden. Unas pocas se salvan y sobreviven. Entre ellas Nadina, el enfermero travesti, que se fue a vivir con la prostituta Sandra y cuida de sus hijos. Y Camila, la travesti del Parque Sarmiento, que durante el día es Cristian Sosa, un estudiante respetable de Ciencias Sociales y Teatro de la Universidad de Córdoba, que se transformará en actriz de teatro y escritora.
El mundo es fluido y se desplaza. Las malas es una narración lúcida de la autora sobre su infancia y un relato catártico sobre la vida de su grupo de amigas, que busca liberarse de los malos espíritus y sanar la siquis de sus muchas heridas. Los personajes travestis son seres sufrientes y desesperados. El retrato de “familia” de Camila muestra toda su fragilidad y humanidad. Es una historia persuasiva, que procura que el excluido sea tenido en cuenta, y un testimonio ético, que indaga en los tabúes de una sociedad.
Bibliografía citada
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